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miércoles, 26 de diciembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Vivir en Matrix





Vivimos en Matrix, y nos cuesta reconocer el progreso, pero la gran paradoja es que mientras los datos nos indican que esta es la era de mayor prosperidad y paz de la historia, la percepción que tenemos es que atravesamos la época más crítica y convulsa de la misma, escribe Víctor Lapuente Giné, profesor titular en el Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo e investigador en el Instituto de Calidad de Gobierno de dicha universidad. 

Ya lo dijo Platón: Vivimos en una caverna. También Elon Musk, quien cree que estamos presos en una fantasía virtual como en la película Matrix. Y es que visionarios de distintas épocas han coincidido en señalar que el mundo que percibimos no es el real.

Pero ahora tenemos la evidencia. Un grupo de científicos, liderados por el psicólogo Daniel Gilbert, ha probado la existencia de un mecanismo cerebral que nos impide captar la realidad con objetividad. Tiene un nombre pomposo —“cambio conceptual inducido por la prevalencia”—, pero implicaciones serias para la vida cotidiana. La idea es que, cuando la presencia de un problema (por ejemplo, la discriminación o la pobreza) se reduce, los humanos ampliamos su definición. Con lo que no sentimos la mejora.

En una serie de experimentos, Gilbert y sus coautores han mostrado que, a medida que un fenómeno se vuelve menos frecuente, incluimos en él más elementos. Por ejemplo, cuando los puntos azules empiezan a escasear en un papel, contamos como azules los puntos violetas. Cuando disminuyen las caras amenazantes en las ruedas de reconocimiento, comenzamos a evaluar los rostros neutros como amenazantes. O, cuando las propuestas poco éticas se tornan esporádicas, rechazamos iniciativas que antes habríamos calificado como éticamente correctas.

No tenemos constancia de que, como en Matrix, este dispositivo que deforma nuestra visión de la realidad haya sido implantado en nuestras mentes por robots. Los científicos intuyen que, más bien, es un engranaje evolutivo que cumplía una función en el amanecer de nuestra especie.

Pero, en la actualidad, eleva el estrés social. Colectivamente, somos incapaces de dar carpetazo, o importancia relativa, a ninguna preocupación. Por ejemplo, hasta hace unos años, el término agresión se utilizaba para designar las invasiones o los ataques físicos no provocados. Pero, hoy en día, consideramos como agresiones comportamientos tan variados como no establecer suficiente contacto ocular con nuestro interlocutor, o preguntarle de dónde viene.

Cuando —o, mejor dicho, precisamente porque— este es el periodo de la historia donde las agresiones son menos habituales, nos sentimos más agredidos (y potencialmente agresores) que nunca. Algo similar sucede con conceptos que han ido ensanchándose durante las últimas décadas, como acoso, desorden mental, trauma, adicción o prejuicio.

Quizás es para bien. Pues la expansión de los problemas indica que somos socialmente más conscientes del sufrimiento ajeno. O quizás para mal. Pues también conlleva el vacuo ascenso de lo políticamente correcto. Los psicólogos son agnósticos sobre si este resorte mental es positivo o negativo.

Pero los científicos sociales y periodistas debemos ser conscientes de sus efectos, porque afecta a la esencia de nuestra actividad: valorar objetivamente el mundo. En la industria de la investigación, la información y el entretenimiento nos beneficiamos de este dispositivo mental porque, junto a los políticos, somos vendedores de problemas sociales.

La desventaja más palmaria es nuestra inhabilidad para reconocer el progreso. La gran paradoja es que, mientras los datos nos indican que esta es la era de mayor prosperidad y paz de la historia, la percepción que se deriva leyendo la prensa o viendo la televisión es que atravesamos la época más “crítica” y “convulsa”. Hace 30 años, uno de cada tres ciudadanos del mundo vivía en la extrema pobreza. Ahora solo uno de cada diez. Y, mientras durante la mayor parte de nuestra existencia la esperanza de vida era de unos 30 años, ahora vivimos hasta los 70. Y, en países como España, por encima de los 80.

Divulgadores como Steven Pinker llevan tiempo preguntándose cómo es posible que, frente a estas certezas empíricas, califiquemos cada año como uno de los peores de la historia. Ahora tenemos una respuesta. Justamente porque todo mejora, vemos problemas por todos los lados. La agenda de urgencias sociales rebosa. Añadimos nuevos retos, como el cambio climático, pero no podemos deshacernos de los viejos quebraderos de cabeza. Sanidad, educación, seguridad ciudadana… Todo ámbito de la cotidianeidad exige mayor atención. Y, por supuesto, más recursos.

La redefinición artificial de los asuntos públicos se produce hasta en los temas que, por su propia naturaleza, son fáciles de cuantificar. Como el terrorismo. Muchos analistas y políticos entienden que es muy grave que los etarras no hayan reconocido explícitamente su derrota o que se inicie el acercamiento de presos. Pero, a esos mismos analistas, estas cuestiones les hubieran parecido hace años nimiedades frente al Problema con mayúsculas: los asesinatos de ETA. El fin de la violencia no ha supuesto pues la desaparición del terrorismo como preocupación social, sino su reinvención.

Esta extensión interesada de los problemas afecta sobremanera a la crisis catalana. Y a ambos lados. La contrariedad principal para los constitucionalistas era la declaración unilateral de independencia. Pero, una vez la unilateralidad ha dejado de ser una amenaza, en lugar de celebrarlo (y reclamar las responsabilidades jurídicas que se deriven de ello), muchos han reformulado el problema político. Ahora se trata de que los separatistas pidan disculpas a todos los españoles. De forma paralela, el universo separatista también ha engrandado su lamento. La represión autoritaria ya no es la aplicación del 155 o las cargas del 1-O, sino que no se depuren responsabilidades por esas actuaciones.

Lo mismo ocurre con la discriminación. De la industria del cine a las asociaciones feministas, de las pymes a las grandes empresas, todos los colectivos reconstruyen constantemente su situación para seguir sintiéndose discriminados. Por un lado, eso es beneficioso. Así hemos conquistado muchos derechos. Pero, en un mundo globalizado en el que la información viaja tan rápidamente, nos vamos copiando interesadamente los unos a los otros las ampliaciones de las preocupaciones sociales. Por ejemplo, de los países nórdicos en igualdad; o de los anglosajones en regulación de los mercados. Alimentamos así una cultura de la queja, y la politización de todos los aspectos de la vida.

No renunciemos a resolver los problemas sociales. Pero hagámoslo teniendo en cuenta que los humanos tendemos a expandirlos a medida que los solucionamos. Una sugerencia para evitar esa tentación es delimitar a priori la definición de un reto colectivo y mantenerla durante un plazo fijo. Sostenella y no enmendalla. Como los Objetivos del Milenio de la ONU, que se evalúan cada 15 años. Así notamos el progreso. Y así ponemos la política al servicio de la realidad y no la realidad al servicio delos políticos.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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miércoles, 29 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Guerra de sexos





Tanto la izquierda como la derecha yerran en el diagnóstico y en la solución. La derecha no ve que las diferencias entre hombres y mujeres son más producto de la sociedad que de los genes; la izquierda resta importancia a la diferencia biológica, comenta en El País Víctor Lapuente Giné, profesor de Ciencias Políticas en la universidad sueca de Gotemburgo, y uno de mis columnistas preferidos.

Si hay pocas mujeres en los puestos directivos de grandes empresas o en profesiones tecnológicas, comienza diciendo, ¿es porque sufren discriminación? ¿o simplemente porque hombres y mujeres somos diferentes? Es un debate candente en todo el mundo. El detonante fue el despido de un empleado de Google que cuestionó las políticas de discriminación positiva de la empresa. Afirmó que esas medidas para facilitar la incorporación de mujeres eran autoritarias e ignoraban montañas de evidencia científica sobre las divergencias innatas entre hombres y mujeres.

Pero, en el éxito electoral de Trump y otros políticos defensores del “hombre blanco”, latía ya la frustración de muchos ciudadanos contra unas élites progresistas que estarían exagerando los problemas laborales de las mujeres. Que el objetivo de Hillary Clinton, abogada multimillonaria de buena familia, fuera romper el techo de cristal que impedía a las mujeres llegar a la Casa Blanca fue percibido en el Medio Oeste americano como un desprecio para quienes estaban padeciendo el techo de plomo de la desindustrialización. A su vez, esta actitud contra Clinton irritó a las clases educadas de las costas americanas.

En España, las cuotas femeninas, el caso Juana Rivas, o incluso algunos desagradables coletazos del juicio a la horripilante “manada de Pamplona” también han hecho que discusiones sobre cómo nuestro marco legal debe proteger a las mujeres hayan desembocado en espirales de insultos entre posiciones enconadas.

Se ha desatado una guerra ideológica sobre políticas de género. Por un lado, los progresistas restan importancia a las diferencias biológicas. Cualquier desproporción laboral entre mujeres y hombres es fruto de la discriminación. Por ello, proponen que los gobiernos impongan cuotas femeninas a empresas y administraciones.

Por el otro, los liberal-conservadores defienden que hombres y mujeres somos biológicamente distintos. Desde la más tierna infancia, a los niños les gustan más las cosas y a las niñas, las personas. Con lo que ellas eligen profesiones relacionadas con el cuidado y las relaciones sociales, como las ciencias médicas y sociales. Y ellos, carreras tecnológicas. La derecha se opone a alterar ese orden natural con discriminaciones positivas. Sería ir contra el Dios que nos ha hecho a nosotros de barro y a ellas de una costilla.

Tanto la izquierda como la derecha yerran en el diagnóstico y en la solución. Cegada por su determinismo biológico, la derecha no ve que las diferencias entre hombres y mujeres son más producto de la sociedad que de los genes.

La naturaleza marca. La probabilidad de que, evolutivamente, hombres y mujeres —que presentamos notables variaciones genéticas y hormonales— seamos psicológicamente idénticos es casi nula. Sería un milagro que, con un material tan distinto, hombres y mujeres acabáramos prefiriendo lo mismo en las mismas proporciones. Los estudios científicos lo corroboran. Los chicos tienen un mayor interés en ingeniería, ciencia y matemáticas, y las chicas en arte y ciencias sociales. Las mujeres tienden a experimentar más emociones negativas, como culpa, vergüenza o ansiedad; pero también son más benevolentes y universalistas. Además, algunas divergencias entre los sexos se detectan al poco de nacer, cuando los bebés no han sido aún expuestos a una sociedad sexista.

Esta evidencia parece inapelable, pero es problemática. Las diferencias entre hombres y mujeres son por lo general estadísticamente significativas, pero sustantivamente pequeñas. Es decir, no explican las notables brechas entre hombres y mujeres en muchas profesiones. Asimismo, tratar el sexo como una categoría dicotómica es reduccionista, porque somos multidimensionales. Por ejemplo, que muchas chicas prefieran las ciencias sociales a carreras tecnológicas no se debe a que ellas sean peores en matemáticas sino a que las estudiantes buenas en matemáticas son, al mismo tiempo, excelentes en habilidades lingüísticas. En contraste con los chicos, que son más incapaces de ser buenos en ambas dimensiones.

Y los hábitos sociales pueden alterar las predisposiciones naturales. Por ejemplo, la diferencia en aptitudes matemáticas entre chicos y chicas es más baja en las regiones de la antigua Alemania Oriental, donde el régimen comunista legó una cultura de mayor igualdad de género, que en las de la Alemania Occidental.

En definitiva, las enormes distancias laborales entre mujeres y hombres no responden tanto a la biología como a nuestras costumbres. Desgraciadamente, seguimos socializando a niños y niñas de forma diferente, con actitudes, y juguetes, que reproducen los estereotipos de género.

Pero, al mismo tiempo, la izquierda, ofuscada por su determinismo social, no ve que, en la búsqueda de la igualdad, algunos contextos sociales acaban perjudicando a los hombres. Por ejemplo, mientras en biomedicina las mujeres necesitan ser 2,5 veces más productivas que los hombres para obtener la misma evaluación de méritos, en otros contextos científicos las candidatas femeninas pueden tener una ventaja de 2 a 1 sobre los candidatos masculinos.

Y ambos bandos ideológicos también se equivocan en su actitud maniquea hacia las cuotas. A pesar de las críticas de muchos liberal-conservadores, la introducción de cuotas en algunas empresas o partidos políticos ha ayudado a las mujeres en un doble sentido. Primero, da a las jóvenes modelos a seguir en profesiones que parecían reservadas para los hombres. Segundo, la comparación entre unas organizaciones que adoptan cuotas y otras que no facilita un debate basado en la evidencia y no en la estridencia.

Y, a diferencia de lo que opinan muchos progresistas, que los gobiernos impongan unas cuotas femeninas concretas puede ser contraproducente. Por ejemplo, Noruega ha buscado la igualdad de género con regulaciones duras, como sanciones a las empresas que no tengan un 40% de mujeres en sus consejos de administración. Pero esas medidas apenas han alterado el escaso poder efectivo de decisión de las mujeres ni su práctica ausencia en los puestos directivos más importantes. Por el contrario, Suecia ha optado por vías más sutiles, pero a la larga más efectivas, enfatizado más una socialización igualitaria en las escuelas y concienciando sobre la diversidad en el ámbito laboral, en lugar de medidas coercitivas. Empresas, partidos e instituciones suecas experimentan con distintas cuotas y fórmulas para fomentar la igualdad de género. Se comparan y aprenden.

La derecha debe entender que muchas pautas de comportamiento social discriminan a las mujeres. Y la izquierda que no es machista analizar científicamente los efectos de las medidas de discriminación positiva.

Unos y otros han utilizado las diferencias de género para continuar con su enfrentamiento dogmático. ¿Por qué lo llaman sexo cuando quieren decir odio al adversario político?



Dibujo de Eulogia Merle para El País


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lunes, 14 de agosto de 2017

[A vuelapluma] ¿Existe España?





La pregunta que implícitamente se formula en un artículo de El País el profesor Víctor Lapuente Giné, doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de Oxford y profesor e investigador en el Instituto de Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo, puede parecer excesiva, retórica y hasta provocativa, pero, ¿es cierta o no?

Los independentistas creen que España es un artilugio chusquero, pero, paradójicamente, asumen la existencia de una unidad indisoluble entre las fuerzas españolas, comienza diciendo. El Gobierno, la fiscalía, el poder judicial, los medios de comunicación y demás instituciones de ámbito estatal actuarían siguiendo unos protocolos definidos.

Obviamente, esa España no existe. Como no existe unidad de acción en democracia moderna alguna. Cada poder se rige por sus propios códigos. Y, sin duda, puede haber presiones de unos poderes a otros. Pero de ahí a ejecutar un plan coordinado dista un trecho. Toda institución en una democracia —y por ende sus ocupantes temporales— es una especie que busca la supervivencia y vive en permanente tensión con su entorno, luchando por su autonomía contra viento y marea. Porque, perdida la autonomía, un organismo democrático está condenado a la irrelevancia.

A la inversa, muchos constitucionalistas creen que hay una unidad de acción en el independentismo que, en realidad, tampoco existe. Si “España” es un conjunto variado de instituciones con intereses particulares, el independentismo es un agregado de partidos y movimientos sociales diversos. Algunos de esos vectores se condicionan los unos a los otros, pero sus intereses no están alineados. La guerra soterrada entre ERC y el PDeCAT es solo un ejemplo. Los partidos son animales políticos que pueden coaligarse para dar caza a una presa concreta, pero no son hormigas o abejas que sacrifican su individualidad en pos de un objetivo común.

De ello se desprende una consecuencia negativa y una positiva. La mala noticia es la incertidumbre. Es una incógnita lo que vaya a suceder en los próximos meses, pues no habrá un único choque entre dos trenes, sino múltiples colisiones entre muchos trenes y, sobre todo, muchos descarrilamientos.

La buena nueva es que la ciencia política nos enseña que los acuerdos entre dos adversarios internamente heterogéneos son más fáciles que entre dos adversarios fuertemente cohesionados. Hay más puntos de encuentro. Pero, antes de ello, cada uno de los bandos debe entender que el otro no existe, concluye afirmando. 







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viernes, 14 de julio de 2017

[A vuelapluma] ¿Un referéndum dual para Cataluña y España?






Una salida constitucional al problema que se ha generado en y con Cataluña sería la celebración de una votación en todo el territorio nacional con múltiples opciones abiertas que desactivarían el rupturismo independentista, comenta en El País Víctor Lapuente Giné, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo, Suecia.

Los referendos no son buenos ni malos, señala al inicio de su artículo. Los hay disgregadores, como los plebiscitos presidenciales, el Brexit o los que arruinaron al Estado de California con consultas populistas de expansión del gasto público y contracción de los impuestos. Y los hay que, por el contrario, favorecen el pactismo, como los celebrados en Suiza o Uruguay. Tal y como señala el politólogo David Altman, Suiza y Uruguay son los países que más consultas populares organizan en sus regiones y, en lugar de ser los países más radicalizados, son los más consensuales.

Lo que determina si un referéndum socava o apuntala una democracia es quién lo promueve. Los referendos polarizadores tienen un solo emprendedor político. Este puede ser un conservador como Cameron o un izquierdista como Tsipras, un movimiento socialista caribeño o uno popular catalán. Todos comparten el mismo problema: responder sí o no a una sola propuesta.

El sentido común nos dice que las consultas sí-no son más claras, pero esconden una oscura perversidad. Porque, como la opción del sí (al Brexit, a la independencia de Cataluña, etc) se construye sobre muchos hipotéticos si (si nos dejan estar en el mercado común, si quedamos fuera de la UE, etc), a la hora de la verdad lo que se discute es cuánto nos gusta la situación actual.

El resultado de estos referendos dicotómicos depende pues del siempre volátil termómetro del enfado social. Políticos ventajistas, o salvapatrias bienintencionados, intentarán capitalizar el descontento ciudadano generado por una crisis política o económica para elevar la temperatura con críticas desmesuradas y pescar en río revuelto para su causa antisistema. En reacción, los partidarios del sistema se defenderán también con argumentos hiperbólicos sobre las catastróficas consecuencias de dejar votar al pueblo. El corolario es una fuerte polarización social.

Ese efecto es independiente de si la consulta se celebra o no. Por ejemplo, aunque no se pongan las urnas, Cataluña ya está fracturada en dos bandos.

La solución pasa por facilitar un referéndum dual. Es decir, una consulta iniciada por dos emprendedores políticos que actúan el uno de contrapeso al otro porque derivan su legitimidad de fuentes opuestas.

Es lo que ocurre en Suiza o Uruguay. Estos países permiten una participación ciudadana activa tanto para proponer iniciativas legislativas como para someter a referéndum las del legislador. Pero, para evitar un saqueo del debate político por parte de minorías altamente motivadas, el legislador tiene la opción de hacer una contrapropuesta, que también se añade a la pregunta de la consulta.

A su vez, para que los representantes políticos no descuarticen la iniciativa popular con una contraoferta que divida al “enemigo”, los referendos consensuales pueden incluir una doble pregunta. Primero se decide sobre si el statu quo debe cambiar o no (una disyuntiva que favorece a los impulsores de la propuesta popular). Y después se enfrenta la concreta iniciativa popular a la contrapropuesta del legislador (un dilema que favorece a éste).

De esta forma, un referéndum potencialmente centrífugo se convierte en centrípeto. Los adversarios políticos se ven forzados a acomodar la opinión del otro en sus propuestas para evitar una derrota humillante. Si los movimientos populares saben que su invitación rupturista acabará contraponiéndose a una respuesta estratégica de los partidarios del continuismo, serán más cautos en sus peticiones; y viceversa.

Esto es lo que debemos lograr en España: transformar el enfrentamiento binario en un acuerdo plural. Eso quiere decir rechazar un referéndum polarizador, como el propuesto por la Generalitat, y sentar las bases de uno consensual en el que haya una secuencia de preguntas —separadas en el tiempo— sobre la estructura territorial del país.

Para ello, las Cortes Generales deberían permitir, primero, una consulta no vinculante en Cataluña sobre si sus ciudadanos desean un cambio en el modelo territorial o no. En el caso de existir una amplia respuesta afirmativa, se abriría un proceso participativo en el que se verían obligados a posicionarse hasta los más escépticos, como Ciudadanos y el PP.

Tras un prudencial periodo de negociaciones, las fuerzas políticas representadas en las Cortes harían una propuesta de relación territorial con Cataluña, que podría incluir un pacto fiscal y algunas delegaciones de competencias, pero también devoluciones y obligaciones. Y es que ninguna iniciativa que incluyera sólo cesiones tendría posibilidades de generar consenso en todo el país.

Llegado ese momento, nos encontraríamos ya en condiciones de plantear un referéndum dual en todo el territorio nacional. Es decir, un referéndum en el que el statu quo se enfrente tanto a la propuesta popular (la independencia que proponen los soberanistas) como a la propuesta del legislador (la reforma territorial acordada en las Cortes).

La pregunta se podría articular de distintas formas. Podría ser una pregunta con tres respuestas (la situación actual frente a las dos alternativas), tal y como planteamos con Alberto Penadés en El arte del referéndum (EL PAÍS, 08/09/2014). Una pregunta así permitiría satisfacer la preferencia mayoritaria de los catalanes que no es ni el contexto presente ni la independencia, sino una opción intermedia.

Otra alternativa sería una doble pregunta: ¿Quiere que se cambie el Estado de las Autonomías? Sí o no. Y, en caso afirmativo: ¿Quiere esta reforma del Estatuto de Autonomía o quiere iniciar un proceso de reforma constitucional agravado que regule un proceso de separación para Cataluña? En este caso también los votantes tendrían una opción intermedia de consenso.

Tanto con un diseño como con otro, un referéndum dual sobre la estructura territorial de España desactivaría la opción rupturista. El referéndum favorecería un pacto consensuado sobre la cuestión de fondo porque cada una de las partes actuaría de forma táctica. Si sabes que no vas a arrollar en las urnas, abandonas las posiciones maximalistas y te conformas con reescribir el marco de convivencia.

Los constitucionalistas deben entender que permitir referendos de estas características es la mejor fórmula para salvar el orden constitucional de tempestades políticas presentes y futuras. Porque la alternativa realista a un referéndum dual no es la paz social, sino un referéndum polarizador de sí o no a la independencia de Cataluña que, si no llega en 2017, lo hará en 2019 o en cuanto el país entre en el próximo ciclo recesivo.

Y los soberanistas deben asumir que las votaciones claras —de sí o no— son las que más confunden, porque no trazan líneas de entendimiento sino fronteras internas.

Un mal referéndum, se celebre o no, nos separa. Uno bueno nos unirá.



Dibujo de Enrique Flores para El País



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jueves, 22 de diciembre de 2016

[A vuelapluma] ¡Hoy se juega el Gordo!





Hoy, 22 de diciembre, se juega el Gordo de la Navidad, el sorteo más popular (con un premio de 400.000 euros al décimo) de la Lotería Nacional de España. La Lotería Nacional es uno de los juegos de azar más populares en España, un juego de tradición centenaria y con gran arraigo en la sociedad española. La Lotería Nacional depende de Loterías y Apuestas del Estado (LAE) que a su vez depende del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas. 

La lotería llegó a España, como la tradición nacional de los Belenes, de la mano de Carlos III, que la importó de Nápoles, en donde había sido rey antes que en España, y que era igual que la ahora llamada Lotería Primitiva. El primer sorteo se llevó a cabo el 10 de diciembre de 1763.

La lotería moderna, tal cual la conocemos, nació en Cádiz en 1811, por iniciativa de Ciriaco González Carvajal, para aportar fondos a la Hacienda Pública que se quedó resentida por la Guerra de la Independencia. La Real Lotería Nacional de España fue creada por instrucción de 25 de noviembre de 1811. Concebida como «un medio de aumentar los ingresos del erario público sin quebranto de los contribuyentes», tiene lugar en Cádiz el primer sorteo el 4 de marzo de 1812. Circunscrita en principio a Cádiz y San Fernando, salta después a Ceuta y a toda Andalucía, conforme avanzaba la retirada de los ejércitos napoleónicos. El 28 de febrero de 1814 se celebró el primer sorteo en Madrid, desde entonces sede de la Lotería Nacional. 

Con la vuelta al poder de Fernando VII, se impone el nombre de "Lotería Moderna" hasta que durante el Trienio Constitucional, se vuelve a "Lotería Nacional", pasando otra vez a "Moderna" a la vuelta del absolutismo hasta que después de la muerte de Fernando VII ya pasa definitivamente a "Nacional", incluso en el período de la Guerra Civil, donde cada bando tenía su propia "Lotería Nacional".

El "décimo" es el documento mínimo necesario para participar en los sorteos de la Lotería Nacional de billetes. Un billete son diez décimos de un mismo número y serie. La serie es cada una de las sucesiones de billetes numerados del 00000 al último, el 99999. La fracción identifica a cada uno de los diez décimos de un mismo billete, de manera que cualquier décimo es distinguible de cualquier otro, incluso aunque sea del mismo número y de la misma serie.

En el sorteo de Navidad se juegan 100.000 números (del 00000 al 99.999) con una emisión de 160 series formando cada una de las series un billete. Esto implica que de cada número se emiten 160 billetes. Cada serie consta de 10 fracciones. Así cada número se juega en 1.600 décimos. El total de décimos emitidos es de 1.600 x 100.000 = 160.000.000

Los billetes de la Lotería Nacional se consideran valores del Estado, y su falsificación o enmienda se sujetan a las prescripciones del Código Penal. Además, los billetes son documentos al portador, por lo que no se reconoce más dueño de ellos que la persona que los presente, sin perjuicio de derecho de tercero, con intervención de los Tribunales ordinarios.

¿Por qué jugamos los españoles a la Lotería, y especialmente a la de Navidad? Dos recientes artículo de opinión en el diario El País analizan la cuestión. El primero, de Víctor Lapuente Giné, comienza diciendo que tres de cada cuatro españoles no pueden estar equivocados. Si tantos compran la Lotería de Navidad, es por algo. Pero los números no dan. Es miles de veces más probable morir en un accidente de coche que ganar la lotería. Entonces, ¿por qué caemos en la tentación?

Comprar lotería tiene un elemento patológico, añade. Nos dejamos llevar por una emoción. Ya sea positiva, como una esperanza hipertrofiada. O negativa, como la “envidia preventiva” de la que habla el sociólogo José Antonio Gómez Yáñez. Compramos lotería por si acaso les toca a quienes nos rodean. Los anuncios de Lotería de Navidad explotan esa envidia sin pudor alguno, poniendo el énfasis no tanto en los agraciados con el Gordo, sino en los desgraciados que, habiendo podido, no compraron el décimo ganador. Ocurre también en otros países, donde las loterías se centran en códigos postales, hurgando en los celos vecinales. No quieres ser el único del barrio al que no le toca.

La lotería se aprovecha de que los humanos no somos robots racionales, sigue diciendo. Para verlo, respondamos a estas preguntas: a) ¿Qué preferimos: ganar 1.000 euros con una probabilidad de 0,001 o ganar un euro seguro? y b) ¿Qué preferimos: perder 1.000 euros con una probabilidad de 0,001 o perder un euro seguro? Si fuésemos fríamente racionales seríamos indiferentes en las dos cuestiones, porque el valor esperado en cada disyuntiva es el mismo (un euro). Sin embargo, la mayoría escogemos ganar 1.000 euros con una probabilidad baja en la pregunta a y perder un euro en la b. Estamos pues programados para comprar tanto boletos de lotería como seguros contra los imprevistos. Aunque los números no den.

Así desde el principio de los tiempos, concluye diciendo. Y es que, en el fondo, los Estados son vendedores de ilusiones y seguros a gran escala. Durante siglos, los gobernantes nos han ofrecido, por un lado, seguros de protección contra las malas cosechas, la violencia o la enfermedad. Y, por el otro, boletos de lotería para financiar sus proyectos, de la Gran Muralla China a hoy, pasando por Carlos III. Sabían que los ciudadanos lo daremos todo por acercarnos a la rueda de la fortuna y alejarnos de la ruleta rusa. 

El segundo de los artículos citados, de Jesús Mota, parte, dice, de un axioma inicial: en una lotería cuanto más juegas más pierdes. Fue enunciado por el economista Edwin Cannan, ilustre profesor de la London School of Economics allá por los años veinte del siglo pasado. Cannan se limitó a reunir las evidencias disponibles. Hoy, con información estadística sofisticada, es fácil observar los límites de esa afirmación, básicamente cierta. Si tomamos como ejemplo la Lotería Nacional (próximo sorteo, pasado mañana jueves), resulta que la probabilidad de que un número reciba el premio gordo —¿por qué gordo y no grande, o supremo?— es de una entre 100.000. Al 86% de quienes apostaron dinero en décimos o series no les tocará ni un euro; al 5% de los jugadores le tocará algo —tocar en este caso rememora el dedo de la Fortuna, que señala al afortunado, o la varita mágica de las hadas— y el 9% aproximadamente recuperará algo de lo gastado en décimos. Este es el balance real —y racional— de la ruleta que gira cada 22 de diciembre.

Pero entonces ¿qué impulsa a los españoles a jugar a la lotería?, se pregunta. Si excluimos los motivos clínicos (existe una ludopatía difusa que cristaliza cuando una fecha señalada proporciona una coartada), las causas principales son la costumbre y la ansiedad. Para muchos españoles, en Navidad se juega a la lotería por el mismo motivo que se mastican langostinos cocidos, se compran gorros ridículos y se soportan —incluso se promueven— discusiones con la familia política. Un décimo de lotería está admitido y apreciado como un regalo social. La mayoría no quiere ni puede resistirse a una costumbre.

Más complejo es el factor de la ilusión, añade. La expectativa de hacerse rico sin trabajar confirma la percepción inconsciente en el jugador de que la suerte compensará algún día las injusticias que soporta en su vida cotidiana. Igual que en el universo existe una radiación de fondo como residuo del big bang, en las sociedades avanzadas sobrevive la superstición de fondo de que los buenos serán premiados y los malos, castigados. La lotería juega sin tapujos con la idea de que todos podemos enriquecernos sin esfuerzo y de que ese poder procede del impulso de una sentimentalidad elemental. Para algunos, riqueza significa comprar de un jet privado, para otros contratar un personal shopper y para la mayoría tapar agujeros, ese concepto que si un día quiso resumir “pagar la hipoteca de la vivienda” y deudas varias, hoy, debido a la devastación social de la crisis y a la incapacidad de los gestores políticos para repararla, puede significar disponer de dinero para pagar la luz y el agua.

La ilusión es solo una manifestación de la ansiedad, concluye diciendo; una forma de aceptarla y soportarla. Obedece al mismo resorte que repiquetear los dedos sobre la mesa, mover compulsivamente las piernas o aplicar disciplinas repetitivas en el Ejército. La ilusión del 22 no se convierte en frustración el 23 porque se aplica otra letanía repetitiva: “Lo que importa es tener salud”. Nueva frustración, porque el paradigma neoliberal ya ha decretado que la pobreza es una enfermedad incurable; los agraciados con el gordo tendrán más probabilidades de mantenerse sano.

En cualquier caso, me gustaría terminar esta entrada de hoy, añado yo, recordando aquel famoso chiste del humorista Eugenio en el que relataba la historia de un hombre que, desesperado, le pide a Dios que le conceda sacarse el Gordo de la Lotería, al que Dios, exasperado ya de su insistencia, le responde: "¡De acuerdo, concedido, pero por lo menos, compra el décimo!"... Buena suerte y feliz sorteo. 


Niñas del Colegio de San Ildefonso de Madrid, cantando la Lotería Nacional



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lunes, 10 de octubre de 2016

[Política] La buena democracia: Einsteins y alquimistas





Una buena democracia no sólo legitima sino que mejora las decisiones: unos buenos expertos no son los que tienen las grandes respuestas, sino los que ayudan a formular las preguntas que la sociedad y sus representantes deberán contestar. Quién así se pronuncia es Víctor Lapuente Giné, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad de Gotemburgo, Suecia, en un reciente artículo en El País titulado Einstein y los alquimistas

¿Por qué no votamos a los atletas que enviamos a las Olimpiadas?, se pregunta. Pues porque queremos a los mejores, responde. Entonces, ¿por qué votamos a los políticos? Si realmente queremos a los mejores, sigue preguntándose, deberíamos someter a los candidatos a pruebas de inteligencia y capacidad. A oposiciones o competitivos concursos de plazas. Así tendríamos un Gobierno de Einsteins. Es lógico. Pero también tiene sentido pensar que llevamos demasiado tiempo gobernados por demasiados expertos. Y mira qué han conseguido.

Esta es la cuestión de fondo en la actual crisis de la democracia, dice. Nuestras sociedades se están rompiendo entre quienes desean delegar más capacidad de decisión a los Einsteins y quienes quieren dársela a los votantes y a sus representantes. El abismo entre ambos crece. Cada día acumulan más razones para desconfiar los unos de los otros.

Por un lado, añade, las élites (económicas, políticas e intelectuales) temen el juicio de los votantes en cuestiones fundamentales. Hace unos meses fue el Brexit: ¿cómo han podido votar los británicos a favor de la salida de la Unión Europea cuando van a estar peor? Hace unos días, el sorprendente "no" de los colombianos al acuerdo de paz con las FARC. Mañana puede ser un referéndum de autodeterminación o de reforma constitucional. Lo que parece de sentido común para los líderes de opinión y analistas más prestigiosos es sistemáticamente rechazado en las urnas.

El problema de fondo, sigue diciendo, somos nosotros. Los estudios indican que los votantes somos irracionales, ignorantes, cortoplacistas y caprichosos. Irracionales porque castigamos a los Gobiernos por accidentes de los que no son responsables. Así, una pertinaz sequía o incluso los ataques de tiburones en la costa pueden disminuir significativamente el voto por el partido en el Gobierno. Ignorantes porque no sabemos cómo funciona la economía hasta el punto de confundir subidas con bajadas del déficit. Cortoplacistas porque sólo nos fijamos en los logros o desastres económicos que tienen lugar en los meses inmediatamente anteriores a las elecciones. Si llegamos a entender la evolución de las estadísticas, claro. Y caprichosos porque votamos para expresar nuestra adhesión a un grupo o a una ideología en lugar de hacer un cálculo objetivo de costes y beneficios. Esto explica que políticas dañinas con melodías muy pegadizas, como el proteccionismo, sean abrazadas por tantos votantes en países tan distintos.

Que a unos ciudadanos tan imperfectos, continúa diciendo, se nos dé la responsabilidad de decidir el futuro de un país es, en palabras de Bryan Caplan, como si a unos estudiantes que han suspendido anatomía básica se les invita a hacer una operación de neurocirugía. No es por tanto casualidad que la ola de desregulación y privatización de los años ochenta viniera precedida de la publicación de las primeras investigaciones cuestionando la racionalidad de los votantes. La tendencia se puede acentuar ahora. Mejor la mano invisible del mercado que las manos defectuosas de los votantes.

Pero los ciudadanos también han acumulado un fundado resentimiento contra las élites, nos dice. Como han documentado Martin Gilens y Benjamin Page, en la democracia norteamericana gobierna la mayoría sólo si su opinión coincide con la de los más ricos. En caso de desavenencia, es el parecer de las clases altas, no de las medias, el que se impone. Las leyes consagran los agujeros fiscales que permiten a los más privilegiados pagar menos impuestos. Pero también los agujeros penales que perdonan sus vicios, como la normativa que durante tantos años ha castigado cien veces más la posesión de crack (una droga asociada a los marginados) que la de cocaína en polvo (la droga de Wall Street). Así, para que un yuppy fuera sentenciado a los 10 años de cárcel que le caían a un joven pillado con 50 gramos de crack, tenía que llevar todo un maletín de cocaína. Indulgencia para esnifarse el sistema.

En casi todas las democracias occidentales, dice más adelante, se extiende la desazón de la impotencia. El votante de a pie sospecha que la política está crecientemente dominada por grupos de interés. Por consiguiente, muchos reclaman recuperar espacios para la democracia. Quitar capacidad de decisión a los mercados anónimos. Y politizar los organismos autónomos. Los entes que, dirigidos por expertos que no responden a las urnas, han proliferado como setas, de los Ayuntamientos a Bruselas.

Dadas las limitaciones cognitivas que tenemos los votantes, añade, los partidarios de una mayor democratización son como los alquimistas medievales. Utilizando la metáfora de Jon Elster, creen que pueden convertir el plomo (las mediocres opiniones de los votantes) en oro (sabiduría colectiva). Sin embargo, tan insensato es creer en la omnisciencia de la voluntad colectiva como en el desinterés de los expertos. Dicho en otras palabras, existe una manera de reconciliar a estas dos visiones del mundo opuestas si los alquimistas abandonan la fe ciega en el poder de los números y los Einsteins la suya en el poder del conocimiento experto.

Los expertos tienen razón en que, para deliberar, menos es más, añade. Una deliberación óptima sólo se puede hacer en grupos pequeños. Por ejemplo, una comisión para reformar la Constitución formada por pocos miembros puede reflexionar de forma más profunda que una gran asamblea —o una cadena de asambleas desde los barrios hacia arriba—. Cuanto más grande es el foro de discusión, más probable es que la discusión se simplifique con etiquetas y atajos ideológicos. Al aumentar el número de pintores, nos quedaremos con los que usan la brocha más gorda.

Pero los alquimistas tienen razón en que, para juzgar, la pluralidad de opiniones es mejor que el conocimiento ortodoxo, señala más adelante. Es lo que se llama la “diversidad cognitiva”. Cuanto más inclusivo sea un grupo, mejores serán sus decisiones, pues tendrán en cuenta perspectivas más diversas. Un grupo de personas heterogéneas acierta más que un núcleo reducido de personas superinteligentes. La diversidad gana a la habilidad. Ninguna comisión de expertos puede elegir mejor a los responsables de las instituciones públicas de un país que sus millones de votantes.

En definitiva, concluye, una buena democracia no sólo legitima sino que mejora las decisiones. Y unos buenos expertos no son los que tienen las grandes respuestas, sino los que ayudan a formular las grandes preguntas que la sociedad y sus representantes deberán contestar. El buen gobierno necesita Einsteins y alquimistas. Mecanismos que complementen sus virtudes en lugar de enfrentar sus opiniones. Que sí, son distintas. Pero eso nos enriquece.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt


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domingo, 10 de noviembre de 2013

La conferencia de los socialistas españoles: Nov. 2013. ¿Punto y aparte?


Acabó la conferencia política de los socialistas españoles que durante tres días ha tenido lugar en Madrid. Tiempo habrá del análisis pormenorizado de la misma, aunque yo no tengo mucho ánimo para ello, escaldado como estoy de expectativas anteriores. Si lo tiene, por ejemplo, el profesor de la Universidad noruega de Gotemburgo, el español Víctor Lapuente Giné, con unas más que razonables objecciones que formula a las conclusiones de la misma en su artículo "La carga del hombre rojo", que resume en dos puntos: 1) el coste de la propuesta se hace recaer de nuevo en "otros" en vez de pedir sacrificios a los "nuestros"; y 2) hubiese sido más práctico salir de la conferencia con una buena brújula que con un mapa tan detallado. También opina sobre la conferencia política socialista Antonio G. Maldonado, en su blog "Despachos de letras", con un sarcástico artículo titulado "El PSOE de Brian. La Conferencia Política del Frente Judaico".

Lamentablemente, y por culpa de mi escepticismo visceral, creo que ambos tienen razón. En todo caso, tengo claro que la resurrección de la izquierda democrática española pasa necesariamente por el PSOE: por otro PSOE, renovado hasta los tuétanos, o no pasa; y ya me puedan contar desde IU y adláteres lo que quieran, que no hay otra.

Hace unos años vi por televisión una película del director francés Claude Chabrol titulada "Le fleur du mal" (2002). Su personaje principal era una aún joven mujer, esposa de un destacado miembro de la alta burguesía provinciana francesa y concejala en el ayuntamiento de su localidad que decide presentarse como candidata independiente a la alcaldía. En un momento de la película, su marido le pregunta por qué ha decidido presentarse si a ella nunca le ha gustado la política; la respuesta de la esposa es: "lo que yo hago, no es política"... Ganó la alcaldía.

Reproduzco la acepción de político que recoge el diccionario de la Real Academia Española: "persona que interviene en las cosas del gobierno y negocios del Estado". Quizá el personaje tuviera razón en lo que decía...

Por esas mismas fechas (lo recuerdo bien porque ya escribí sobre ello en el blog) oía por la radio las declaraciones de un concejal del ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria que anunciaba que iban a promover la creación de un "metro", de ocho líneas, en la capital insular. Le preguntaba el locutor, supongo que con ingenuidad: "¿Con la financiación del Estado, no?". Y la respuesta fue: "Sí, claro". Sin comentarios. ¿Político o imbécil?... Esa es la clase de "políticos" que no deberíamos permitir que volvieran.

También en noviembre de 2008 publicaba en El País el profesor Ramón Vargas-Machuca, catedrático de Filosofía Política y exdiputado socialista durante cuatro legislaturas, un artículo titulado "Decálogo del buen político". Decía en él, que al buen político cabía exigirle profesionalidad, talento, información, eficiencia, innovación, decisión, prudencia, astucia, responsabilidad y persuasión...

Creo que son cualidades necesarias, pero no suficientes, porque a ellas habría que añadirle dos supuestos externos a él mismo: primero, una retribución justa, equilibrada y suficiente, establecida con carácter previo por un organismo supervisor e independiente de la Administración Pública, gracias a la cual el ejercicio de la actividad política no le resultara lesivo a sus intereses personales y profesionales; y segundo, una taxativa limitación en el número de mandatos en el ejercicio del cargo. A lo mejor así se animarían a dedicarse a la política buenos profesionales ajenos a ella, reticentes a hacer del "servicio público" una forma de vida o de vivir de él... Haberlos, haylos, seguro. Como las meigas, en Galicia, y las brujas en mi tierra, aunque no crea en ellas.

Les recomiendo la lectura de los artículos de los profesores Lapuente y Vargas-Machuca en los enlaces de más arriba; hoy, con más razones que nunca.

Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt



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