Vivimos en Matrix, y nos cuesta reconocer el progreso, pero la gran paradoja es que mientras los datos nos indican que esta es la era de mayor prosperidad y paz de la historia, la percepción que tenemos es que atravesamos la época más crítica y convulsa de la misma, escribe Víctor Lapuente Giné, profesor titular en el Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo e investigador en el Instituto de Calidad de Gobierno de dicha universidad.
Ya lo dijo Platón: Vivimos en una caverna. También Elon Musk, quien cree que estamos presos en una fantasía virtual como en la película Matrix. Y es que visionarios de distintas épocas han coincidido en señalar que el mundo que percibimos no es el real.
Pero ahora tenemos la evidencia. Un grupo de científicos, liderados por el psicólogo Daniel Gilbert, ha probado la existencia de un mecanismo cerebral que nos impide captar la realidad con objetividad. Tiene un nombre pomposo —“cambio conceptual inducido por la prevalencia”—, pero implicaciones serias para la vida cotidiana. La idea es que, cuando la presencia de un problema (por ejemplo, la discriminación o la pobreza) se reduce, los humanos ampliamos su definición. Con lo que no sentimos la mejora.
En una serie de experimentos, Gilbert y sus coautores han mostrado que, a medida que un fenómeno se vuelve menos frecuente, incluimos en él más elementos. Por ejemplo, cuando los puntos azules empiezan a escasear en un papel, contamos como azules los puntos violetas. Cuando disminuyen las caras amenazantes en las ruedas de reconocimiento, comenzamos a evaluar los rostros neutros como amenazantes. O, cuando las propuestas poco éticas se tornan esporádicas, rechazamos iniciativas que antes habríamos calificado como éticamente correctas.
No tenemos constancia de que, como en Matrix, este dispositivo que deforma nuestra visión de la realidad haya sido implantado en nuestras mentes por robots. Los científicos intuyen que, más bien, es un engranaje evolutivo que cumplía una función en el amanecer de nuestra especie.
Pero, en la actualidad, eleva el estrés social. Colectivamente, somos incapaces de dar carpetazo, o importancia relativa, a ninguna preocupación. Por ejemplo, hasta hace unos años, el término agresión se utilizaba para designar las invasiones o los ataques físicos no provocados. Pero, hoy en día, consideramos como agresiones comportamientos tan variados como no establecer suficiente contacto ocular con nuestro interlocutor, o preguntarle de dónde viene.
Cuando —o, mejor dicho, precisamente porque— este es el periodo de la historia donde las agresiones son menos habituales, nos sentimos más agredidos (y potencialmente agresores) que nunca. Algo similar sucede con conceptos que han ido ensanchándose durante las últimas décadas, como acoso, desorden mental, trauma, adicción o prejuicio.
Quizás es para bien. Pues la expansión de los problemas indica que somos socialmente más conscientes del sufrimiento ajeno. O quizás para mal. Pues también conlleva el vacuo ascenso de lo políticamente correcto. Los psicólogos son agnósticos sobre si este resorte mental es positivo o negativo.
Pero los científicos sociales y periodistas debemos ser conscientes de sus efectos, porque afecta a la esencia de nuestra actividad: valorar objetivamente el mundo. En la industria de la investigación, la información y el entretenimiento nos beneficiamos de este dispositivo mental porque, junto a los políticos, somos vendedores de problemas sociales.
La desventaja más palmaria es nuestra inhabilidad para reconocer el progreso. La gran paradoja es que, mientras los datos nos indican que esta es la era de mayor prosperidad y paz de la historia, la percepción que se deriva leyendo la prensa o viendo la televisión es que atravesamos la época más “crítica” y “convulsa”. Hace 30 años, uno de cada tres ciudadanos del mundo vivía en la extrema pobreza. Ahora solo uno de cada diez. Y, mientras durante la mayor parte de nuestra existencia la esperanza de vida era de unos 30 años, ahora vivimos hasta los 70. Y, en países como España, por encima de los 80.
Divulgadores como Steven Pinker llevan tiempo preguntándose cómo es posible que, frente a estas certezas empíricas, califiquemos cada año como uno de los peores de la historia. Ahora tenemos una respuesta. Justamente porque todo mejora, vemos problemas por todos los lados. La agenda de urgencias sociales rebosa. Añadimos nuevos retos, como el cambio climático, pero no podemos deshacernos de los viejos quebraderos de cabeza. Sanidad, educación, seguridad ciudadana… Todo ámbito de la cotidianeidad exige mayor atención. Y, por supuesto, más recursos.
La redefinición artificial de los asuntos públicos se produce hasta en los temas que, por su propia naturaleza, son fáciles de cuantificar. Como el terrorismo. Muchos analistas y políticos entienden que es muy grave que los etarras no hayan reconocido explícitamente su derrota o que se inicie el acercamiento de presos. Pero, a esos mismos analistas, estas cuestiones les hubieran parecido hace años nimiedades frente al Problema con mayúsculas: los asesinatos de ETA. El fin de la violencia no ha supuesto pues la desaparición del terrorismo como preocupación social, sino su reinvención.
Esta extensión interesada de los problemas afecta sobremanera a la crisis catalana. Y a ambos lados. La contrariedad principal para los constitucionalistas era la declaración unilateral de independencia. Pero, una vez la unilateralidad ha dejado de ser una amenaza, en lugar de celebrarlo (y reclamar las responsabilidades jurídicas que se deriven de ello), muchos han reformulado el problema político. Ahora se trata de que los separatistas pidan disculpas a todos los españoles. De forma paralela, el universo separatista también ha engrandado su lamento. La represión autoritaria ya no es la aplicación del 155 o las cargas del 1-O, sino que no se depuren responsabilidades por esas actuaciones.
Lo mismo ocurre con la discriminación. De la industria del cine a las asociaciones feministas, de las pymes a las grandes empresas, todos los colectivos reconstruyen constantemente su situación para seguir sintiéndose discriminados. Por un lado, eso es beneficioso. Así hemos conquistado muchos derechos. Pero, en un mundo globalizado en el que la información viaja tan rápidamente, nos vamos copiando interesadamente los unos a los otros las ampliaciones de las preocupaciones sociales. Por ejemplo, de los países nórdicos en igualdad; o de los anglosajones en regulación de los mercados. Alimentamos así una cultura de la queja, y la politización de todos los aspectos de la vida.
No renunciemos a resolver los problemas sociales. Pero hagámoslo teniendo en cuenta que los humanos tendemos a expandirlos a medida que los solucionamos. Una sugerencia para evitar esa tentación es delimitar a priori la definición de un reto colectivo y mantenerla durante un plazo fijo. Sostenella y no enmendalla. Como los Objetivos del Milenio de la ONU, que se evalúan cada 15 años. Así notamos el progreso. Y así ponemos la política al servicio de la realidad y no la realidad al servicio delos políticos.
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