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sábado, 30 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Miedos





"Al atenuarse el confinamiento por la Covid-19 -escribe en el último A vuelapluma de la semana [El síndrome del confinamiento. La Vanguardia, 15/5/2020] la socióloga Eulàlia Sole- se ha descubierto que hay personas que han desarrollado el miedo a salir a la calle. Lo han llamado síndrome de la cabaña, y tiene un sentido similar al conocido como síndrome de Estocolmo. Este significa que la persona retenida en contra de su voluntad va experimentando un vínculo afectivo hacia sus captores, y a su semejanza, los confinados por el virus tomarían el gusto a estar encerrados en el hogar. Lo cierto es que la ausencia de libertad conlleva asimismo la falta de obligaciones y responsabilidades, y habituarse a ello resulta peligroso.

La agenda vacía de compromisos, los días transcurriendo uno tras otro sin diferencia alguna. Al principio aburridos, poco a poco llenándose de actividades fáciles y a placer. Televisión, ordenador, móvil, teléfono, videollamadas, tiempo para leer, dibujar, coser, para ordenar armarios, ca­jones, archivos. Para jugar con la familia cuando no se vive solo. Siempre sin horarios estrictos, sin la antipatía del despertador de las mañanas.

Sin tener que inquietarse por el aspecto personal, la figura, la vestimenta. El cabello canoso, crecido, mal peinado. ¡Qué importa si tan sólo la parentela es testigo, acaso únicamente el espejo!... De pronto cobran gratificante protagonismo las flores que crecen en las macetas de la ventana, el balcón o la terraza, los pájaros que vuelan a ras de los cristales o entre algunas plantas relativamente altas.

Si no hay que salir siquiera a comprar, echar la basura o el reciclaje porque otras personas lo hacen, la comodidad, la molicie se instalan alevosamente hasta socavar todo trabajo, ansia, iniciativa, deber. ¿Para qué abandonar una vida tranquila y amable para entrar en otra agitada y en ocasiones hostil?

Tal es el síndrome del confinamiento, una secuela quizás imprevista, menos grave que los contagios y los muertos provocados por el maldito virus, pero que deja huella. Hombres y mujeres víctimas inesperadas de agorafobia. Arrancarlas del cobijo de su morada, disfrutado a tiempo completo durante tantas semanas, requerirá tiempo, estrategia o, en el síndrome más intenso, atención psicológica. Por lo demás, lejos de tal patología, ojalá el confinamiento haya servido para valorar los pequeños placeres y desdeñar el consumo descontrolado".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 20 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Espantasmas








"Una nieta mía, -comienza diciendo la psicóloga y escritora Remei Margarit en el A vuelapluma de hoy lunes- cuando era pequeña, me preguntó qué eran los fantasmas y yo le contesté que eran alguna cosa que espantaba, y ella, dada a inventar palabras, dijo: “Pues son espantasmas ”. Y así ha quedado en la familia. Y cuando tenemos pesadillas, a menudo decimos que los espantasmas salen a pa­sear, porque ¿qué son las pesadillas? Pensándolo un poco, parece que lo que vamos viviendo cada día despiertos, los temores por cualquier cosa que pueda pasar, esa manía que tenemos de adelantar acontecimientos desagradables o directamente temibles que nunca se producen, y que si se producen no son tan temibles, es un lastre que el inconsciente guarda en la mochila que llevamos incorporada desde que hemos llegado a este mundo. Tal vez sea la conciencia, o tal vez sea tan sólo la sensación de fragilidad con la que vivimos, la conciencia de nuestros límites. Y también la necesidad de dar una respuesta a las exigencias del mundo que hemos creado, exigencias desmesuradas e inhumanas. Todo ello va a parar al cajón de sastre, una mochila vital, y cuando, ya cansados de bregar con el trabajo y con los sentimientos y sensaciones, nos vamos a dormir, la atenuación del control de la conciencia provoca que la mochila vital se abra, y es entonces cuando todo lo que hemos enviado allá, temores, angustias, ansiedades y rabias, sale a pasear por el mundo onírico; son los espantasmas que más de una vez nos despiertan con un espanto.

Aunque por lo que dicen los neurólogos que lo han visto por neuroimagen, cuando dormimos, el cerebro trabaja en un elige y descarta, ordena lo que en estado de vigilia no puede hacer porque tiene otra tarea, es decir, que sin esa tarea de limpieza de los espantasmas , no funcionaríamos bien. Una cosa es el mundo tranquilo y en calma que nos gusta –quizás no a todos, por cierto– y otra bien distinta es que el organismo funcione tal como debe funcionar haciendo este tipo de trabajo de ordenamiento nocturno, aunque de vez en cuando nos dé ­algún susto.

También es posible que en el mundo político circulen algunos espantasmas, que no espantan a nadie aunque se lo crean. Esos no sé cómo deben tener su mochila vital, tal vez esté vacía, porque ya lo muestran todo fuera a plena luz del día".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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sábado, 3 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Miedo de vivir



Fotograma de la película "Years and years"


En el actual estado de decepción mundial, tememos tanto lo malo que nos puede pasar, que salimos corriendo hacia ello. Y es porque tenemos miedo de vivir, comenta la escritora Nuria Labari. 

"La verdad es que tanto Israel como Palestina, me comen el coño”, comienza diciendo Labari. Les pareceré una frívola, pero no puedo dejar de experimentar una pequeña liberación íntima cuando escribo esta frase. No se asusten, no es mía. Es la provocación con que arranca la serie Years and Years, una de las últimas delicias de HBO. Quien habla así es la política populista Vivienne Rook, interpretada por Emma Thompson en una distopía sobre el futuro político de Europa, donde todo lo malo que nos puede pasar, nos pasa. Les adelanto que España tiene un papel fundamental.

¿Soy rara? ¿Votaré próximamente a un partido populista? ¿O es que hay algo realmente liberador en afirmar que Israel y Palestina me comen el coño? Otra vez. Es decirlo y me sonrío. Aunque creo que no por la provocación. Sospecho que lo más eficaz en la frase no son Israel ni Palestina. Ni siquiera la palabra coño. Lo que funciona es el sentido. Porque esta frase dice que puedo mandar a la mierda cualquier asunto social y político, por importante que sea, simplemente por el hecho de ser demasiado general, demasiado abstracto o suceder demasiado lejos.

Y yo claro, me vengo arriba. Porque no son solo Israel y Palestina. Es que tengo la sensación de que me paso la vida preocupada por asuntos que están demasiado lejos, que no logro entender del todo y sobre los que no tengo ninguna experiencia concreta. Aparte del conflicto árabe-israelí están también el cambio climático, el cáncer, el tipo de interés variable, los meteoritos, la extinción de especies, el big data, la alteración democrática vía Facebook, los robots inteligentes… y muchos otros asuntos igual de generales, abstractos y lejanos. ¿De verdad puedo mandarlos todos a la mierda? El populismo lo tiene claro, la respuesta correcta es sí. Y esto, quieras que no, la gente como yo lo agradece.

Porque ¿saben qué nos pasa a la gente como yo? A los que pensamos el mundo así, en general. A todos los que sabemos más sobre el cambio climático que sobre los niños que pasan hambre a siete paradas de metro de nuestro piso con hipoteca variable. ¿Quieren saber lo que nos pasa? Pues nos pasa que tenemos miedo. Muchísimo miedo. Miedo de vivir, así en general.

A veces estoy en mi cama y noto cómo me cubre un finísimo velo de terror blanco, de miedo a todo lo que no puedo evitar y me amenaza a mí y a los míos. Miedo también a todo lo que amenaza al planeta, ni siquiera a mi ciudad, ni siquiera a mi país, ni siquiera a Europa, ni siquiera al mundo entero. Miedo en general de todo cuanto está lejos y es inmenso y es inevitable. Miedo incluso de hacer el amor, porque el miedo al contagio debe ir por delante del deseo. Un terror tan universal como la mismísima cadena Starbucks. Y justo ahí, justo en ese temor y en esa desconexión con la realidad es donde golpea la frase. “La verdad es que tanto Israel como Palestina, me comen el coño”. Y digo yo, gracias señora populista, que pena que exista usted solo en la ficción.

Lo malo es que la gente como yo es la que va arruinarlo todo. Somos los futuros votantes de Gobiernos populistas que arrasarán con lo poco bueno que hemos construido. Y hay pocas salidas. Porque los políticos al final son personas y se han vuelto tan desconfiados y asustadizos como los demás. Solo los populistas parecen no tener miedo. Miren si no a Pablo Iglesias y Pedro Sánchez, que también se preocupan mucho por todo lo general. Dos tíos capaces de convertir a su cómplice en adversario por puro acojone. ¿Qué pasa entonces? ¿Estamos condenados al desastre o a la ineficacia más bochornosa? Podría parecer que sí. Aunque siempre queda la salida local y nacionalista, que tampoco tiene miedo, tan sexy y peligrosa como cualquier populismo de tres al cuarto pero dirigida a ciudadanos geográficamente escogidos, así que esta opción no cuenta para la mayoría.

Así pues, llegados a este punto, la única acción política urgente y responsable es dejar de tener miedo. Empezar a vivir con feliz despreocupación porque, además, no sirve absolutamente para nada preocuparnos por lo que no podemos controlar y, encima, empeora las cosas.

Yo aún recuerdo a esa generación que vivió mayo del 68 y que cantaba canciones que mi generación aún tararea, canciones que le encantan a Pablo Iglesias, por cierto. Aquella generación, quizás peor informada, creía de verdad que podía cambiar el mundo y tenía mucho menos miedo. Después, su decepción nos preparó para lo peor. Y en este estado de decepción, que es hoy mundial, tememos tanto todo lo malo que nos puede pasar, que no hacemos otra cosa que correr hacia ello. Por eso, ¿saben qué les digo a todos mis miedos? Que me pueden comer el mismísimo. Pedro y Pablo, si me leéis haced lo mismo. Y ya de paso, levantad vuestro miembro de la mesa.






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lunes, 29 de julio de 2019

[PENSAMIENTO] El arte de amargarse la vida




   
En dos entregas sucesivas a lo largo de los meses de mayo y junio pasados, el historiador, filósofo y crítico literario Rafael Núñez Florencio escribió sobre el arte que tenemos los humanos para amargarnos la vida, tomado como punto de referencia y comentario para ello el famoso opúsculo de Paul Watzlawick que da título a esta entrada: El arte de amargarse la vida (Herder, Barcelona, 2013)Tengo dudas razonables si un asunto como este tiene marco adecuado para publicarse en esta sección del blog dedicado al pensamiento humano. Al final la he dejado aquí, a pesar de que persisten mis dudas. Espero que les resulte tan interesante como a mí.

Teníamos hace unos años en la misma planta en que vivíamos, pero en el piso de enfrente, comienza diciendo Núñez Florencio, un vecino hosco y cabizbajo cuyo tono de voz nunca llegamos a conocer por la sencilla razón de que no abría la boca para articular frases o unas míseras palabras, sino tan solo para emitir una especie de gruñido más emparentado con el ruido animal que con la voz humana. Le decíamos «buenos días» o «buenas tardes» y él contestaba –si a aquello se le podía llamar contestación– con un «grrrrrrr» más o menos prolongado, siempre sin mirar a los ojos y casi sin levantar la vista del suelo. Al cabo de unas semanas mi mujer y yo nos referíamos a él de modo habitual, con más ánimo descriptivo que injurioso, como «el cerdo». Lo cierto es que además estaba bastante orondo y un tanto desaseado –para decirlo con elegancia–, razones que coadyuvaban a que el epíteto le cuadrara de modo tan natural y espontáneo que en alguna ocasión a punto estuvimos de nombrarlo de esa manera delante de otros vecinos. El «cerdo» desapareció de nuestras vidas un día, de modo tan silencioso como había llegado y el piso de enfrente –que debía de tener una especie de maldición– pasó a ser ocupado por una pareja no excesivamente joven pero tampoco muy mayor, que se caracterizaba por las discusiones domésticas a voz en grito a partir de las diez de la noche y hasta aproximadamente las tres o cuatro de la madrugada. Todos los días o, mejor dicho, todas las noches: «¡Hijaputa, que te voy a matar!» era lo más suave que escuchábamos. De ahí para arriba. Pero como no pasaba nada, al final nos acostumbramos.

Cuando nos los encontrábamos en el portal, en la planta o por las escaleras, ella –siempre muy arreglada, con un maquillaje algo ostentoso– sonreía como si fuera la persona más feliz del mundo, tratando obviamente de disimular con aquel rictus a todas luces excesivo e impostado la penosa situación doméstica. Era como si llevara colgado un cartel diciendo «sonrío, pero no te lo creas». Él, en cambio, era de natural agresivo. En contraposición al «cerdo», este no gruñía, sino que arrojaba los «buenos días» o «buenas tardes» como si de un escupitajo se tratara. Vestía de modo impecable, con traje y corbata: debía de ser un alto ejecutivo. A veces coincidíamos en el ascensor. Ustedes, como casi todos, saben lo incómodo que resulta compartir ese escaso metro cuadrado con un vecino con el que uno no tiene nada de lo que hablar, sobre todo cuando uno vive en un piso alto, como era nuestro caso, y el ascensor se demora unos interminables treinta o cuarenta segundos. Evitándonos la mirada y, por decir algo, yo decía por ejemplo «parece que ya llega el buen tiempo, ¿eh?», a lo que él contestaba «la mierrrrda del calor»; si decía «¡qué viento hace!», entonces era «el puto invierno» o, si no, «la jodía lluvia»: daba igual. Me recordaba a un viejo amigo de la Facultad, un gigantón que tenía tan mala leche que, según decía mi mujer, si «se chupa, se envenena». Pues bien, ese amigo que, en el fondo yo creo que me quería mucho o, al menos, me apreciaba, me saludó una vez con gran efusividad después de años sin vernos. Me estrechó con tanto ímpetu que pensé en el abrazo del oso: si aprieta un poco más, me deja en el sitio. Tenía tan interiorizada la agresividad que era violento cuando pretendía ser cordial.

Hay sujetos tan amargados que uno tiene que ponerse en guardia incluso cuando manifiestan la mejor de las intenciones. Son aquellos a quienes bien podría aplicárseles la conocida coplilla de Manuel del Palacio: «¡Igualdad!, oigo gritar / al jorobado Torroba. / Y se me ocurre pensar: / ¿Quiere verse sin joroba, / o nos quiere jorobar». Una variante de estos supuestos benefactores de la humanidad la representa el también famoso Juan de Robres de los versos de Juan de Iriarte: «El señor don Juan de Robres, / con caridad sin igual / hizo este santo hospital / y también hizo los pobres». Se dice normalmente que toda esta tropa, los envidiosos, los resentidos y los malhumorados en general llevan en el pecado la penitencia. No lo dudo, pero en el camino hacen la vida imposible a todos aquellos que transitan a su lado. Como dice un conocido mío, un sujeto avinagrado del que procuro apartarme lo más rápidamente que puedo, «yo estaré amargado pero, ¡y lo que jodo!» Pensaba yo en todo esto mientras leía ese famoso opúsculo de Paul Watzlawick que lleva por título El arte de amargarse la vida (original de 1983, pero hay varias ediciones posteriores, como esta de la editorial Herder). La amargura de la que trata Watzlawick es tan aleccionadora como la estupidez que disecciona Carlo Maria Cipolla  o la felicidad que aborda Julian Barnes. Los tres autores citados, por otro lado, tienen mucho en común, empezando, naturalmente, por un sentido del humor que hace más pensar que reír.

Lo primero que me hizo pensar en el último de los autores citados, Julian Barnes, es una frase que se encuentra al comienzo: «no hay nada más difícil de soportar que una serie de días buenos». Nos pasamos la vida, dice Watzlawick, buscando la felicidad, creemos que persiguiéndola terminaremos por darle alcance, y lo peor que puede sucedernos es que la encontremos, porque de ese modo comprobaremos que la felicidad al fin conseguida deja rápidamente de proporcionar felicidad (si es que en algún momento la proporciona). Tanta literatura en torno a la felicidad no nos ha dado una obra maestra comparable a las que existen sobre la muerte, la desgracia, las calamidades y los infortunios. Cuando puede establecerse la comparación en un mismo autor, no hay la más mínima duda: por ejemplo, «el Infierno de Dante es incomparablemente más genial que su Paraíso». Más o menos viene a ser lo mismo que yo he oído expresado en términos más pedestres: «el Cielo debe ser aburridísimo y, por lo menos, en el Infierno se está calentito». Pero, más allá de las proclamas escatológicas, lo cierto es que aquí, en la tierra, necesitamos al menos una dosis diaria de desdicha. No hay nada más aburrido que un día perfecto y, si usted, querido lector, es capaz de soportarlo, le reto a que aguante otro día perfecto igual y luego otro y otro, a ver hasta cuándo aguanta: «No nos hagamos ilusiones: ¿qué seríamos o dónde estaríamos sin nuestro infortunio? Lo necesitamos a rabiar, en el sentido más propio de esta palabra».

Ahora bien, sentadas estas premisas, la cuestión no es que a uno la vida le amargue por pura casualidad. Por supuesto, la vida nos amarga la vida a todos, pero no se trata de esto, al buen tuntún. Watzlawick lo expresa muy bien: arrastrar una vida amargada está al alcance de cualquiera, «pero amargarse la vida a propósito es un arte que se aprende, no basta tener alguna experiencia personal con un par de contratiempos». Insisto, estamos hablando de un arte y, como todo arte, tiene sus reglas. En el fondo, el librito de Watzlawick puede leerse como el negativo o la contrafigura de esos libros de autoayuda que nos prometen desde la portada cómo alcanzar el éxito o conseguir una vida feliz. Para empezar, pueden hacerse ejercicios con el pasado: «Según dicen, el tiempo sana las heridas y los sufrimientos. Puede que sea cierto, pero no importa que nos alarmemos. Pues es perfectamente posible escudarse contra esta influencia del tiempo y convertir el pasado en una fuente de amarguras».

Además, una de las grandes ventajas de aferrarse al pasado es que de ese modo apenas nos deja tiempo para ocuparnos del presente. Mirar hacia atrás, como la mujer de Lot en la Biblia, puede proporcionarnos maravillosas oportunidades: para perderlo todo. Y hablando de pérdidas, déjenme que les reproduzca la anécdota que se menciona en el libro, aparentemente un chiste, pero con mucha más enjundia de lo que parece: «Un borracho está buscando con afán bajo un farol. Se acerca un policía y le pregunta qué ha perdido. El hombre responde: “Mi llave”. Ahora son dos los que buscan. Al fin, el policía pregunta al hombre si está seguro de haber perdido la llave precisamente aquí. Este responde: “No, aquí no, sino allí detrás, pero allí está demasiado oscuro”». Ahora apliquen la enseñanza derivada del caso a sus propias vidas. Si lo ven muy complicado, el autor les ayuda: «¿Le parece a usted absurda la historieta? Si es así, busque usted también fuera de lugar. La ventaja de una tal búsqueda está en que no conduce a nada, si no es a más de lo mismo, es decir, nada». Buscando soluciones de esta manera no solucionaremos nada, pero, en cambio, lograremos cosechar unas considerables dosis de frustración. De esto se trata.

Por momentos, uno diría que Watzlawick se pone hasta serio. Juzguen ustedes el tono de su mensaje: «En estas pocas y simples palabras, más de lo mismo, se esconde una de las recetas de catástrofes más eficaces que jamás se hayan formado sobre nuestro planeta en el curso de millones de años y que han llevado a especies enteras de seres vivientes a la extinción». Ahora bien, si lo pensamos fríamente no tendremos otra posibilidad que darle la razón: «Más de lo mismo», dice. En efecto, somos animales de costumbre. Y como andamos perdidos en el mundo, vamos tanteando las soluciones como sucede con los bichos de laboratorio cuando se les somete a un experimento de prueba y error. Si en el curso de esas diversas pruebas acertamos con la solución, decimos aquello de «¡Eureka!» o, simplemente, alardeamos de haber hallado la piedra filosofal. Nos aferramos tercamente a unas respuestas o soluciones que en algún caso o en algún momento dieron resultado: eran eficaces o, a lo mejor, hasta las únicas posibles. Pero, «el problema de toda adaptación a unas circunstancias determinadas no es otro que éstas cambian». La mayor parte de los seres humanos actuamos como si de una vez y para siempre hubiéramos accedido a la panacea, la solución universal. Por los motivos que sea, argumenta el autor, tanto los animales como los seres humanos tendemos a mantener «estas adaptaciones óptimas en unas circunstancias dadas, como si fueran las únicas posibles para siempre». Esto nos lleva a una doble obcecación: «primero, que con el paso del tiempo la adaptación referida deja de ser la mejor posible, y segundo, que junto a ella siempre hubo toda una serie de soluciones distintas, o al menos ahora las hay».

¿Para qué nos sirve todo esto en nuestra determinación de amargarnos la vida? Una vez más, el lector no va a encontrarse en la situación de tener que aplicar la receta. Watzlawick es tan amable –o tan explícito, si lo prefieren– que no sólo nos da todo hecho, sino que lo detalla casi al milímetro: «La importancia de este mecanismo para nuestro propósito es evidente». El aspirante a la vida desdichada sólo debe atenerse a dos sencillas normas: la primera, afirmar que «no hay más que una sola, posible, permitida, razonable y lógica solución del problema»; debe, pues, actuar en consecuencia, persuadido de que, si sus esfuerzos en este sentido no dan resultado o no consiguen el éxito, ello «sólo indica que uno no se ha esforzado bastante». No hay nada que amargue más que el esfuerzo inútil. La segunda norma es complementaria de la anterior, pues se basa en que bajo ningún concepto y a pesar del fracaso cosechado en la aplicación de la regla anterior, uno puede poner en duda el supuesto mismo de que únicamente hay una solución posible. Así que «sólo está permitido ir tanteando en la aplicación de este supuesto fundamental». Si encuentran todo esto complicado, mucho mejor, pues es señal inequívoca de que están en el buen camino. Freud lo llamaba neurosis, pero el nombre es lo de menos. Lo importante es que ustedes la sufran bien, como diría Gila. Y, de paso, pongo aquí un punto y aparte para darles tiempo a que destilen su amargura. Seguiré el próximo día, termina diciendo Núñez Florencio en su primera entrega.

Entre las instructivas anécdotas –yo no las llamaría chistes– que pueblan el libro de Paul Watzlawick, comienza diciendo en la segunda de ellas, hay dos que me parecen especialmente agudas y, sobre todo, eficaces para nuestro propósito fundamental, que no es otro, como ya dijimos en el comentario precedente, que amargarnos completamente la vida y, en la medida de nuestras fuerzas, amargársela lo más posible a quienes nos rodean. La primera la toma de la famosa antropóloga Margaret Mead y se refiere a la diferencia de comportamiento entre un ruso y un norteamericano. Este «decía ella, tiende a fingir dolor de cabeza para disculparse de una obligación social molesta sin llamar la atención; el ruso, en cambio, necesita tener realmente dolor de cabeza». Watzlawick resalta lo que es obvio, es decir, que la solución rusa es más elegante y eficaz. Es indudable que el norteamericano consigue su propósito, pero debe afrontar en su interior el sentimiento de culpa, porque sabe que ha hecho trampa. En el caso del ruso, no hay tal, puede presumir de armonía con su conciencia: «Tiene la capacidad de producir los motivos de disculpa que necesita sin saber cómo lo hace».

Actuar de modo que la mano derecha no sepa lo que hace la izquierda: Watzlawick insiste mucho en este principio. Al principio parece algo difícil, pero es cuestión de emplear los procedimientos adecuados. La segunda anécdota que quiero referirles resulta hoy machista y políticamente incorrecta, pero yo les rogaría que no se quedaran en la superficie y, en todo caso, si lo prefieren, cambien los roles masculino y femenino, pues afecta a las relaciones humanas, independientemente de los tópicos o prejuicios que se adjudiquen a hombres y mujeres. Yo la transcribo tal como viene en el libro, teniendo en cuenta que, a su vez, Watzlawick la toma del sociólogo Howard Higman. Cuando una mujer exclama «¿Qué ha sido eso?», espera que su marido deje lo que esté haciendo y se ponga a ver qué pasa. Pero Higman cuenta cómo un sujeto le da la vuelta a la tortilla a esa situación. Sentado en su mesa de trabajo, oye que su mujer le pregunta «¿Ha llegado?» El hombre, sin tener ni puñetera idea de qué es ni a qué se refiere, responde simplemente «Sí». Pero ella no ceja: «¿Y dónde lo has metido?» Él responde a voleo: «Con los otros». Conclusión: a partir de ahí y por primera vez pudo trabajar horas enteras sin ninguna interrupción.

Ustedes se preguntarán, en cualquier caso, qué relación tiene esto con nuestro propósito cardinal de amargarnos la vida. Tengan paciencia. Estamos hablando de la posibilidad de crear una realidad paralela que se superponga a lo que el vulgo, o el mal llamado sentido común, llama la realidad. Esto, en el fondo, es tan viejo y conocido que ya Ovidio en su Ars amatoria decía: «Persuádete de que estás enamorado, y te convertirás en un amante elocuente. Muchas veces el que empezó fingiendo, acabó amando de veras». Dice Watzlawick que el consejo de Ovidio ha sido aceptado con naturalidad a lo largo de los siglos y forman legión los seres humanos que lo han puesto en práctica. Desgraciadamente, el planteamiento de Ovidio pretende ser positivo. Pero cualquiera puede entender que lo que sirve para la dicha también puede servir para la desdicha. Es cuestión, simplemente, de conservar la receta y variar el objetivo. Vamos, pues, a ello.

¿Se puede hacer la vida insoportable sin el concurso de grandes acontecimientos ni, por supuesto, grandes desgracias? ¡Claro que sí! No es tan difícil. Hay que ponerse a ello. Seré práctico y concreto, volviendo a valerme de los ejemplos o ejercicios que recomienda el libro. El de los zapatos me parece especialmente ilustrativo y está al alcance de cualquiera. «Permanezca sentado en el sillón y con los ojos cerrados [...] y usted ya empezará a notar lo incómodo que es propiamente esto de llevar zapatos. Tanto da que hasta ahora le hubiese parecido que sus zapatos le iban bien; de pronto notará puntos que aprietan y, de improviso, se hará consciente de otras molestias como escozores, roces, retorcimiento de los dedos, ardor o frialdad y demás sensaciones parecidas. Siga con el ejercicio hasta que llevar zapatos, que siempre le había parecido algo evidente y rutinario, se convierta en francamente molesto. Luego cómprese unos zapatos nuevos y observe cómo en la tienda le parece que le van al pelo, pero después de llevarlos un poco producen las mismas molestias que los viejos». Moraleja: con un poco de suerte, llevar zapatos –cualquier tipo de zapatos– se convertirá en una carga insufrible el resto de su vida.

Una variante llena de penetración psicológica es la relativa a los semáforos. Sea observador y repare en que los semáforos permanecen largo tiempo en verde hasta que usted se acerca. Sólo para fastidiar, o por mala suerte –escoja lo que prefiera–, los semáforos, al detectar su presencia, cambian de color y le obligan a detenerse. Si usted se fija bien, notará a su alrededor la risa contenida de sus conciudadanos que, naturalmente, se han dado cuenta de su ridícula situación, parado de pronto en el momento en que más prisa tenía. Compruebe que esto pasa una y otra vez, de modo sistemático: «Si usted resiste a los influjos de su razón que le sugiere que se encuentra tantas veces con semáforos rojos como verdes, el éxito está garantizado. Sin saber cómo, usted conseguirá añadir cada semáforo rojo al número de los infortunios sufridos [y], en cambio, ignorará los semáforos verdes». La ventaja de este ejercicio es que tiene innumerables alternativas similares: la cola en la que usted se sitúa es la que avanza más lentamente, la puerta que se habilita para la salida del avión es la que más lejos queda de su asiento, etc.

A estas alturas, usted estará pensando probablemente que todas estas psicosis o paranoias exigen un tratamiento inmediato. ¡Alto ahí! Si a usted se le ha ocurrido algo de esto, es que no está entendiendo nada de lo que Watzlawick y yo estamos exponiendo (perdónenme la inmodestia, pero es que me hace ilusión ponerme a su altura). ¡No se le ocurra ser práctico ni, mucho menos, buscar soluciones! Las soluciones no sirven para nada. Imagine por un momento que la solución funciona. ¿Qué pasaría entonces? ¡Nos quedaríamos sin problema! ¿Y qué íbamos a hacer con el problema resuelto, esto es, sin problema? Una vida espantosa de puro aburrida, como antes decíamos, algo así como el cielo en la tierra, que es lo peor que puede pasarle al ser humano. Recapitulemos, por tanto: lo primero y principal, es saberse crear problemas. Lo segundo, también muy importante, es no tratar de resolverlos. Y lo tercero, no menos esencial, es alimentarlos para que perduren indefinidamente. «El modelo típico de este menester se expresa en la historia del hombre que daba una palmada cada diez segundos. Uno le pregunta por el motivo de tan extraño proceder. El hombre responde: “Para espantar los elefantes”. “¿Elefantes? Pero si aquí no hay ninguno”. Réplica: “Y pues, ¿ve usted?”»

Hay que reconocer que tampoco es tan difícil amargarse la vida. En el fondo, como tantas otras cosas, es básicamente cuestión de proponérselo de forma constante y sin desmayar en el empeño. Contamos con una inmensa ventaja, lo que en el terreno psicosocial se denomina la profecía que se autocumple: «Las profecías autocumplidas crean una determinada realidad casi como por magia y de aquí viene su importancia para nuestro tema». Pueden ponerse ejemplos en todos los órdenes de la vida: «Cuantas más señales de Stop ponga la policía, más transgresores habrá del código de circulación, lo que “obliga” a poner más señales de Stop. Cuanto más amenazada se siente una nación por la nación vecina, más aumentará su potencial bélico, y la nación vecina, a su vez, considerará urgente armarse más». El proceso es bien conocido en economía, el consabido círculo vicioso: el pánico infundado que lleva a acaparar un determinado producto se convierte rápidamente en pánico fundado debido la escasez real de ese producto. Para llevarlo al punto que nos interesa, la profecía tenaz y militante de una catástrofe allanará el terreno para que se produzca. O, si se prefiere, ver la vida de color negro nos ayudará mucho a ennegrecer nuestra vida. Para lograr esto puede venirnos muy bien una filosofía de la vida como la que expresaba el famoso aforismo de George Bernard Shaw: «En la vida hay dos tragedias: una es el no cumplimiento de un deseo íntimo; la otra es su cumplimiento». Hay otros trucos –menores, pero, en todo caso, nada desdeñables‒, como ponernos deseos u objetivos muy por encima de nuestras posibilidades: la imposible satisfacción de los mismos constituirá un buen seguro para sentirnos permanentemente amargados.

En este aprendizaje para amargarnos la vida a conciencia es muy importante aprovechar todas las oportunidades que nos da el prójimo. Las relaciones humanas están llenas de posibilidades para hacernos la vida insufrible. Empezando, naturalmente, por quienes tenemos más cerca, es decir, nuestra familia, y siguiendo por los vecinos, amigos, colegas y compañeros. ¿No son adorablemente insoportables? En el mejor de los casos, las relaciones con esos otros (recuerden: L’enfer, c’est les autres) están llenas de equívocos y malentendidos, cuando no continuas renuncias para no desagradar o decepcionar a quienes supuestamente queremos. Si, como dice el tópico, la mejor defensa es un buen ataque, defendámonos, es decir, toquemos las pelotas a los demás antes que los demás nos las toquen a nosotros. Aun así, si usted no logra despertar la bestia que todo ser humano lleva en su interior, Watzlawick propone una serie de ejercicios muy sencillos, al alcance de cualquiera y, lo que es más importante, técnicamente infalibles: «Pida usted a alguien que le haga un favor. Tan pronto como se disponga a hacerlo, pídale rápidamente que haga algo distinto. Como no podrá hacer las dos cosas a la vez, sino una después de la otra, la victoria ya es de usted: si quiere llevar a cabo la primera que ha empezado, usted puede quejarse de que deja sin atender la segunda, y al revés. Si se enfada por ello, puede usted expresarle su disgusto de que últimamente esté de tan mal humor». Una variante de lo mismo: diga algo susceptible de ser tomado en serio o en broma. Según reaccione su interlocutor, acúsele de tomar en serio la broma («¡No tienes el menor sentido del humor!») o de bromear con algo serio («¡Eso no tiene ninguna gracia!»). El choque está servido.

El estado del mundo siempre nos proporciona una buena razón –aunque algunos la llamen coartada– para no salir de la infelicidad. ¿Cómo voy a alegrarme o disfrutar con esta comida sabiendo que millones de niños mueren ahora mismo de hambre? En términos más amplios, ¿cómo te sonríes ahora, despreocupado, cuando Cristo murió por ti entre atroces sufrimientos? ¿Estaba Él acaso divirtiéndose? La referencia al mundo es, no obstante, demasiado genérica y, en todo caso, nosotros debemos aprovecharla para alimentar nuestra depresión y, de paso, hacer todo lo posible para contagiar esta a quienes nos rodean. Llegados aquí, es importante hacer un esfuerzo para no caer en los tópicos sobre el amor, ser bondadoso, ayudar a los demás y todas esas zarandajas buenistas. Partamos del principio de realidad, que nos indica que el precepto bíblico de «amar al prójimo como uno mismo» es no sólo irrealizable, sino que está mal formulado, pues, en puridad, sólo amándose uno mismo, en primer lugar y sobre todas las cosas, podría uno llegar a amar a los demás. Y esto dando por bueno que tenga sentido amar a los demás, cuestión muy discutible, pues en esta vertiente el consejo más sabio sería el marxista (de Groucho, claro): no ser nunca socio de un club que pudiera aceptarle como tal. Paso por alto los múltiples ejemplos que proporciona Watzlawick para no convertir este comentario en algo más extenso que su propio librito. Pero no puedo poner punto final sin hacer una pequeña referencia a su último capítulo, «La vida como juego».

Cita Watzlawick un aforismo del psicólogo estadounidense Alan Watts, que dice que «la vida es un juego cuya primera regla es: esto no es ningún juego, esto es muy serio». Se trata de un planteamiento muy parecido a lo que escribió Ronald Laing: «Juegan a un juego. En él juegan a no jugar ningún juego. Si les muestro que juegan, entonces falto a las reglas y me imponen un castigo por ello». Ahora apliquen esa sabia perspectiva a la vida en general. Y, una vez que lo hayan hecho, aplíquenla al arte de amargarse la vida. El opúsculo de Paul Watzlawick termina como empezó, con una cita de Fiódor Dostoievski: «El hombre es desdichado, porque no sabe que sea dichoso. Sólo por esto. ¡Esto es todo, todo! Quien lo reconozca, será feliz en el acto, en el mismo instante».







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viernes, 12 de julio de 2019

[DE LIBROS Y LECTURAS] El sentido del estilo, de Steven Pinker





Francisco García Olmedo, miembro de la Real Academia de Ingeniería y del Colegio Libre de Eméritos, y catedrático de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad Politécnica de Madrid hasta 2008, publica una reseña en Revista de Libros de la más reciente obra de Steven Pinker, El sentido del estilo. La guía de escritura del pensador del siglo XXI (Madrid, Capitán Swing, 2019). 

De Steven Arthur Pinker, un psicólogo experimental, científico cognitivo, lingüista y escritor canadiense, profesor en el  Departamento de Psicología de la Universidad de Harvard, poco más hay que añadir salvo que es conocido por su defensa enérgica y de gran alcance de la psicología evolucionista y de la teoría computacional de la mente y por la polémica que todos sus libros suelen levantar.

Su cuidada melena, amplia y vigorosa, ya encanecida, resaltaba en la penumbra de las primeras filas en aquel salón del palacio ducal veneciano, comienza diciendo García Olmedo. El acto inaugural iba a empezar en breve. Por unos momentos pensé que estaba ante un Casanova reencarnado. Hacía poco que Steven Pinker, cuya cabellera «ha sido objeto de admiración, y envidia, e intenso estudio», había sido elegido por aclamación como primer miembro del «Club del pelo fluyente y lujuriante para científicos» . Lo he fabulado en esta misma revista. Durante los tres días de convivencia que compartimos en el convento-isla de San Giorgio Maggiore, el último gran monumento palladiano, adquirí el convencimiento de que Pinker era un hombre a la captura de un estilo. En la estela de su último libro hasta aquel momento, La tabla rasa, el título de su conferencia era El nicho cognitivo: «Las palabras de su texto van apareciendo en pantalla según se pronuncian, como si un artificio electrónico conectara por vía umbilical al orador con el proyector o como si este aparato capturara sincrónicamente las ondas sonoras para transformarlas en escritura proyectable». Había algo en el rígido dispositivo de comunicación y en la muy cuidada indumentaria de Pinker que dejaba traslucir su esfuerzo y, hasta cierto punto, su fracaso en la perpetua búsqueda de un gran estilo.

Una década después de las anteriores escenas recibo con interés su último libro, El sentido del estilo. La guía de escritura del pensador del siglo XXI, y desde la propia portada me asalta ya una duda sobre la que volveré más adelante: ¿puede el conocimiento objetivo guiarnos en la búsqueda del estilo? Antes de concluir sobre este asunto, glosemos brevemente el contenido del libro.

En los tres primeros capítulos, Pinker se refiere a cuestiones generales, tales como la necesidad de tener siempre presente al lector, de dirigir la mirada a algo del mundo real y de evitar a toda costa la escritura críptica, buscando ejemplos concretos y aportando viñetas elocuentes cuando se trata de ilustrar ideas abstractas. Entre sus bestias negras destacan «las ideologías académicas relativistas tales como el posmodernismo, el posestructuralismo y el marxismo literario». Un mal estilo puede ser fruto de la pereza o de la mala influencia de la comunicación electrónica. Pero puede ser también deliberado. Quizá porque quiere aparentarse una arcana sabiduría o, incluso, porque existe el propósito deliberado de confundir al lector. Sin embargo, para el autor, el principal factor contrario a un buen estilo es la incapacidad del escritor de ponerse en el lugar del lector, de imaginar lo que éste ignora, de aquello que da por sobreentendido.

En el capítulo cuarto se ocupa de la sintaxis, que no debe ser ni enrevesada ni ambigua. El escritor, según Pinker, debe tratar de «codificar una red de ideas en una cadena de palabras usando un árbol de frases» y necesita entender la función dual de la sintaxis: como código de información para ordenar ideas y como una secuencia de procesamiento de acontecimientos en la mente del lector. Es aquí donde se enmarca la recomendación de eliminar palabras superfluas, aquellas cuya supresión no resten significado a lo escrito, aquellas que en muchos manuales de escritura científica se llaman «palabras basura».

En el capítulo quinto se desarrolla la idea de que la escritura involucra desde los aspectos más superficiales del lenguaje a los más profundos del razonamiento. Es el «hambre de coherencia», según el autor, el motor del proceso de comprender el lenguaje. En otras palabras, el propósito de quien escribe es asegurarse de que los lectores entiendan lo que se les cuenta, capten el asunto, sigan la pista a los actores y perciban que a una idea le sigue otra. La coherencia debe impregnar no sólo cada frase, sino todas las ramas del árbol discursivo. Además, tanto quien escribe como quien lee deben tener claro desde el principio cuál es el propósito del texto. Hay autores que se resisten a cumplir con ese requisito, que según las instrucciones para autores de las revistas científicas es de obligado cumplimiento.

El meollo del libro está en su sexto y último capítulo, al que dedica casi un centenar de páginas, frente a los dos centenares que componen los cinco primeros. Se titula «Hablar bien diciéndolo mal» y trata de cómo dar sentido a las reglas de una gramática correcta, así como a la elección de palabras y a la puntuación. Pinker está a favor de una simplicidad clásica, así como de unas reglas cuyo conocimiento sea obligado, aunque no tengan que cumplirse necesariamente. Lo correcto no parece ser necesariamente lo mejor, se diría. Pinker se mueve entre el prescriptivismo de la autoridad y el populismo descriptivo de considerar que todo uso común a mucha gente tiene que ser necesariamente correcto. A propósito de esta postura flexible, David Marsh, autor de The Guardian Style Guide, ha publicado en su periódico 10 grammar rules you can forget: how to stop worrying and write proper. La lista viene acompañada de otra titulada The sounds of syntax: what pop music can tell us about how to build a sentence, lista que pone en evidencia cómo las letras de la música popular, desde los Beatles a Simon & Garfunkel, contravienen (¿justificadamente?) las mencionadas reglas.

La gramática, la sintaxis, el uso de las palabras y la puntuación son componentes del estilo que pueden estar y están sujetos a ciertas reglas, pero el estilo en sí mismo se despliega en un territorio libre de ellas, al menos por el momento, ya que las investigaciones neurológicas o las lingüísticas todavía no las han revelado, en caso de que existan. Un discurso por completo correcto puede ser plúmbeo o, por el contrario, uno no por completo correcto puede llevarnos a las más sublimes alturas. Hay programas de ordenador para valorar el estilo que se basan en las normas gramaticales y poco más, pero que nada nos dicen de la elegancia o de la gracia estética de un texto. Si se somete a uno de estos correctores un buen texto final de una revista científica de elite, éste saldrá pésimamente valorado, acusado de abusar de la voz reflexiva, pero resulta que esta voz está considerada obligatoria en dicho tipo de revistas: «se pesaron» en lugar de «pesamos», por ejemplo.

Steven Pinker, en realidad, habla casi en exclusiva de las piedras del basamento de ese gran monumento que puede llegar a ser el estilo, pero apenas roza verdaderamente el corazón del tema que se enuncia en el título del libro. La especialidad de Pinker es la Psicolingüística, por lo que, al escribir sobre el estilo, el autor navega por mares ajenos, algo a lo que ya nos tiene acostumbrados y que yo encuentro útil y deseable. No milito entre sus detractores, aquellos que, en palabras de Manuel Arias Maldonado, han creado un curioso subgénero que podría denominarse «desprecio de Pinker» . Este libro, tal vez por lo enrevesado del tema, no es ciertamente de los más fáciles de leer entre los que ha publicado su autor y ha debido de ser particularmente ardua la labor de traducción, ya que tanto los ejemplos como las viñetas que ilustran los conceptos y reglas que se discuten se refieren necesariamente al idioma inglés y no al español.

Pinker aspira a sustituir con su libro al venerado The Elements of Style, de William Strunk y E. B. White, por considerarlo superado por la evolución de la gramática. Esta aspiración suena más ambiciosa de lo que en realidad es, ya que, de William Shakespeare a William Faulkner, no parece que los grandes escritores hayan respetado las reglas de la buena escritura, enseñándonos más bien hasta dónde podemos llegar sin ellas. A juzgar por el éxito de sus libros, Steven Pinker debe de estar en posesión de un estilo eficaz, aunque no me parece que responda al ideal de «simplicidad clásica» que predica.







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miércoles, 19 de junio de 2019

[DE LIBROS Y LECTURAS] Arquitectura de la vida humana





No estoy muy seguro de que eso sea siempre así, pero supongo que la mejor manera de comenzar un relato es hacerlo por el principio. Y el principio es que en febrero de 2001, el día de mi 55 cumpleaños, una amiga me regaló Teoría de los sentimientos (Tusquets, Barcelona, 2001), un libro recién publicado por el psiquiatra, y años más tarde Académico de la RAE, Carlos Castilla del Pino (1922-2009). Se trataba de un ensayo dedicado a un tema apasionante que nos concierne muy directamente: la afectividad y el mundo de los sentimientos. Lo leí con interés, pero se me escaparon muchas cosas, más por mis carencias formativas que por el asunto tratado. 

Cinco años después, la Fundación Pro Real Academia Española, de la que era yo entonces socio, me obsequió con un opúsculo titulado Arquitectura de la vida humana, que contenía la conferencia pronunciada por Carlos Castilla del Pino en el Día de la Fundación de aquel año. Y en esta ocasión disfruté más de la lectura por su sencillez y belleza  expositiva, alejada de los tecnicismos y la jerga psiquiátrica. Me impactó la diferenciación que establece el autor entre los conceptos de vida privada y vida íntima. 

Y apenas hace un mes, leyendo Ideas comprometidas. Los intelectuales y la política (Madrid, Akal, 2018), de Maximiliano Fuentes y Fernán Archilés, me encuentro que uno de sus capítulos está dedicado a Carlos Castilla del Pino, al que retrata como un intelectual de izquierdas comprometido políticamente a lo largo de toda su vida. 

Voy terminando... Hace unas semanas, al calor de una conversación con una amiga en una terraza de Triana, sale el tema de la diferencia entre los conceptos de privado e íntimo. Cuando vuelvo a casa me decido a releer Teoría de los sentimientos y Arquitectura de la vida humana, y a bucear en el archivo de Revista de Libros. Encuentro un artículo que recordaba haber leído de Fernando Broncano, catedrático de Filosofía de la Ciencia en la Universidad Carlos III de Madrid, reseñando el libro de Catilla del Pino, y otro de Rafael Núñez Florencio, doctor en Historia y profesor de Filosofía, reseñando el de Maximiliano Fuentes y Fernán Archilés que ya comenté en el blog el pasado mes de mayo. 

Comparto lo expuesto por Carlos Castilla del Pino sobre la diferencia entre privado e íntimo. Es este, el íntimo, un ámbito en el que se puede conseguir la ocultación absoluta de nuestras actuaciones y al mismo tiempo llevarlas a cabo carentes de toda tensión con un éxito garantizado de antemano, porque es el único en donde es factible la realización absoluta de nuestros deseos, En él, afirma Castilla del Pino, somos omnipotentes. A la vida íntima, añade, pertenecen "pensar en", "fantasear con", "imaginar que", dar paso a nuestras emociones y sentimientos, a nuestros recuerdos, deseos, intenciones, que no podemos hacer públicos, y que si se pudiera, aparecerían desmesurados e intolerables, pues toda pretendida comunicación de la intimidad es un fracaso al tratarse de informar de un territorio para el que no hay palabras.





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