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lunes, 8 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Hipocondríaco






A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 

"El martes 17 de marzo a mediodía recibí un correo electrónico de un laboratorio confirmando el positivo por Covid-19 -escribe en este primer A vuelapluma de la semana [Un enfermo mental. La Vanguardia, 30/5/2020] el periodista y locutor de radio Jordi Basté-. Confirmé porque, como hipocondríaco de manual, estaba convencido del resultado. Me encerré en casa, pero lo hice público sabiendo que me preguntarían por qué motivo a mí sí me habían hecho la prueba. No respondí, pero era simple: el riesgo no estaba en mis ­pulmones, estaba localizado en mi cabeza. Quizá sí que había tenido unos episodios previos de tos rara, incluso un leve dolor de cabeza, pero decidí hacerme el test cuando, en una rareza (casi) histórica, mi cuerpo subió a 38,1 de temperatura. Y empezó la insoportable angustia.

Según el psicólogo, mi diagnóstico mental es: “Tendencia a una personalidad fóbica que se acentúa en función del nivel de estrés. Ansiedad con tendencia a la hiperactividad y con TOC”. Los que tenemos este cóctel sabemos lo que significa. Me encerré, obligado por la situación, 33 días en casa. Ni basuras, ni perro, ni compras. Recibí incontables muestras de afecto, la mayoría acompañadas de la palabra oficial de la Covid-19: cuídate . Cuídate es el peor de los ánimos para un hipocondriaco. El desarrollo de la palabra te lleva a un estado no óptimo que necesita mejorar exigiéndote que te sitúes en estado de alerta.

Me tomaba compulsivamente la temperatura cada hora y el paracetamol cada seis. Perdí el olfato. Me agobié pensando por encima de mis posibilidades. Pasé de vivir solo a vivir en soledad, que parece lo mismo, pero es radicalmente diferente. Me angustiaban las noticias pesimistas y detestaba el contador de muertos e infectados.

Estos días la pandemia de la Co­vid-19 ha sido tema único y poco se ha hablado de la otra que, en paralelo, va creciendo irremediablemente: la mental. Cada día hay más gente que duerme poco, sueña mucho, vive con angustia, llora en silencio (yo lo hice una mañana, sin explicación, escuchando el gastado You’ll never walk alone ) o que no sabe lo que le pasa porque, simplemente, no sabe lo que pasará. Gente a quien le asusta salir de casa, que le aterroriza acercarse a alguien, que si le cuesta respirar o si estornuda cree que ya ha pillado el virus sin pensar que puede ser un simple catarro. Tranquilos. Somos muchos. Una legión. Quizás nos señalarán (la estigmatización habitual cuando se habla del cerebro) por este malestar íntimo, por el sufrimiento emocional, como si fuéramos enfermos mentales que necesitamos tratamiento farmacológico. Pero no. Somos la moda que viene. Hay que hablarlo. Sin miedo. Hay salida. Lo aseguro".







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 25 de abril de 2020

[A VUELAPLUMA] Los ausentes





El coronavirus, escribe en el último A vuelapluma de esta semana [Mejores personas. El Periódico, 14/4/2020] la periodista y presentadora de televisión Cristina Pardo, ha conseguido que en muchos hogares se hayan estrechado los lazos familiares, los recuerdos compartidos, la nostalgia de abrazos pasados, la ilusión por volverse a ver. 

"Yo soy muy afortunada -comienza diciendo Pardo- porque, aun teniendo en casa algunas personas de lo que se ha denominado población de riesgo, todos se encuentran bien. Al menos, de momento.

Nunca he temido por mí, pero sí por todos aquellos a los que quiero. De hecho, cuando empezó el confinamiento, deseaba con angustia que pasaran los días sin rastro de síntomas en la videollamada familiar que, a raíz de esto, se ha convertido ya en diaria. Me despertaba angustiada, pensando que quizá esa mañana recibiría el mensaje de que uno u otro tenía fiebre. Hacía un ejercicio absurdo, que era repasar las costumbres de mis padres (las clases de manualidades, la compra, el gimnasio...) para calcular su nivel de exposición antes del estado de alarma. Paradójicamente, un problema cardiaco de mi hermano, en pleno mes de febrero, hizo que ellos estuvieran más recogidos mientras el virus campaba a sus anchas. Quizá algo triste ha hecho posible algo alegre. 

Decía que mi repaso era un ejercicio absurdo porque nos separan más de 400 kilómetros y por aquel entonces no nos contábamos la vida minuto a minuto. Ahora, sí. Nos conectamos siempre a la misma hora y siempre con ilusión. Mi padre dice que es el momento más feliz del día y cree que las conversaciones de ahora, más largas y variadas que antes, no las olvidaremos nunca. Es probable. Hacemos planes para el futuro, hablamos de política, de cocina y de series, celebramos cumpleaños o reñimos a mi madre por salir para enviarnos por correo las mascarillas que ella misma hace con retales. 

No me quiero ni imaginar cómo están en las otras casas, en las que sí pierden a sus seres queridos y sin la oportunidad de decirles adiós. Es imposible no sentirlo como una desgracia colectiva. Ojalá esto nos convierta en mejores hijos, mejores amigos, mejores personas". 

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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domingo, 19 de abril de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Miedo



Dibujo de Raquel Marín para El País


El poder ha buscado controlar el temor, pero normalmente se le ha ido de las manos. La política y la civilidad de la democracia por lo común consiguen atarlo; soltarlo o jugar con él es de irresponsables, dice en el Especial de hoy domingo [Miedo al  miedo. El País, 16/4/2020] la filósofa Amelia Valcárcel. 

"La pintura El triunfo de la muerte de Brueghel que guarda el Museo del Prado  -comienza escribiendo Valcárcel- es un auténtico paisaje mental del pasado, pero sigue siendo motivo de una extraña atracción hoy para sus admirados visitantes. Pasan un tiempo mucho mayor ante ella que ante otras obras de la misma sala. A Rafael Sánchez Ferlosio le fascinaba. Poco misterio tiene porque sólo pinta una cosa, el miedo. Desde hace muy poco ya no nos resulta difícil ponernos en el cuerpo de quienes vivían, por ejemplo, en medio de una de las grandes pestes. En ese cuadro los ejércitos de esqueletos avanzan sobre gentes que no saben ni cómo oponerse a ellos ni adónde escapar. Ha llegado la Gran Niveladora y asistimos a su triunfo.

Bocaccio sitúa el inicio de su Decamerón en la feliz y aliviada reunión de afortunados que han logrado escapar de ella en un entorno paradisiaco: un fresco y vivo jardín. Los diez afortunados se burlan y la burlan contando historias a la hora de la fresca siesta. Por el contrario, en la pintura de Brueghel se nos muestran hombres que caen derrumbados en el segundo que tardan en echar los dados sobre la mesa. Se han puesto a beber y jugar para olvidar, y allí mismo, en un instante, se les siegan sus vidas. El banquete se ha interrumpido de modo abrupto, igual que el juego. Los naipes caen bajo la mesa. Un esqueleto trae el siguiente plato: porta en una bandeja una calavera. Un caballero intenta en vano desenvainar la espada: con la muerte no se puede luchar. Mientras hilan o mientras trabajan, mientras cantan… la muerte a todos empuja hacia un ataúd inmenso al cual todos acabarán por entrar. Sonaron las trompetas y no hay piedad.

El mundo que nos ha precedido tenía buenos motivos de miedo, por eso lo conocía bien, lo dividía en tipos y también los clasificaba por su orden. Está el simple miedo, pero con él coexisten el miedo pánico, el espanto, el temor, el terror, el pavor, el horror. Cada uno posee su campo semántico propio por buenas razones. El miedo que angustia no es el que hace verter lágrimas, ni tampoco el que deja petrificado es el mismo miedo que hace temblar. No es el mismo el miedo súbito que el que se mete fría y lentamente por los huesos.

El mundo que emerge de la Baja Edad Media es un mundo lleno de fuentes de fundado temor. La vida no estaba asegurada, la muerte era un fenómeno visible y constante, la enfermedad raramente se curaba, los desastres de fortuna acechaban en forma de incendios, robos, asaltos, inundaciones, rayos... y, por si esto fuera poco, la guerra era siempre de esperar. La guerra era sin duda lo peor porque todo lo juntaba. Sus aliados, la pérdida de cosechas, la carestía, el hambre y la peste campaban. Era el infierno en la tierra. Y abría sus puertas cada poco tiempo de tal modo que prácticamente ninguna generación humana se libraba de conocerla durante sus años de vida. Ha sido la compañera inevitable de la vida humana.

En realidad, el mundo ha dejado de ser apocalíptico hace bien poco, si es que verdaderamente lo ha dejado y no se trata tan sólo, esta nuestra larga paz, de una suspensión temporal de usos y costumbres. Las gentes que nos precedieron en la Edad Moderna vivían administrando prudentemente el miedo. Se educaban en él y lo conocían bien. Y la misma política era, y quizá aún no lo ha dejado de ser, un diestro manejo de él: el arte de mezclar amor, temor y disuasión. Todos padecían el miedo propio y se burlaban del ajeno. Disfrutaban con lo que pone los pelos de punta. Se divertían con la crueldad. Se parapetaron en murallas que adornaban con los trozos de cadáveres de cuya ejecución pública habían gozado. El miedo es lo que brilla tanto en las torres como en los garfios que frecuentemente las adornan. No eran para colgar dorados pendones.

El miedo presidía también las relaciones religiosas y los movimientos populares, sobre todo cuando, inopinadamente, se salía de su cauce. Hubo épocas de “gran miedo”. Nos avisa Montaigne de que el miedo trastorna el juicio, vuelve insensata a la persona más prudente y llega incluso a provocar alucinaciones. Momentos ha habido en que se ha apoderado de las gentes sin que ni los más bajos ni tampoco sus señores pudieran evitarlo ni ponerle coto. Se ha presentado y echado de la escena a todo lo demás. Cuando se ha vuelto la emoción prevalente, como en las grandes pestes, las guerras de religión, las hambrunas y los desastres, entonces ha buscado además chivos expiatorios. La dinámica es conocida: se instala el rumor, crece, se embola, adviene el miedo, se pierde el camino y comienza la búsqueda del responsable que ha de pagar por todo. Estalla la persecución de las víctimas que han de sufrir la hecatombe. Hay víctimas con muchos más boletos que otras: aquellas que se supongan siempre en la parte exterior del propio grupo, o que allí se las pueda colocar. Son los señalados como parte de la quinta columna de Satanás. Siempre son los mismos, los diferentes y las mujeres.

Un historiador enorme, Jean Delumeau, nos enseña casi todo lo que hay que saber sobre el miedo y cómo Occidente cayó bajo su dominio, el del diablo y su corte, en más de una señalada ocasión, al menos hasta los tiempos ilustrados, que nunca lo fueron tanto como nos parecen. Y los tiempos posteriores a Las Luces tampoco le han sido inmunes. Él se ha especializado en estudiarlo en una obra magistral, El miedo en Occidente. En realidad, nos dice, conocemos que existe el miedo de dos maneras: por su expresión visible y masiva y porque aparezca el señalamiento de víctimas. Si aparece un grupo al que se culpa de desastres odiosos, sepamos que es el miedo quien está ocupando la escena.

A veces el miedo es inoculado adrede y con crueldad para desviar la atención. A veces campa por su propia fuerza. En todos los casos es poderoso y él mismo temible. El poder ha buscado su manejo, asunto difícil porque normalmente se le ha ido de las manos. El miedo no es un perrillo obediente, es un lobo. Gustave Le Bon sabía bastante de esto. Las masas son ante todo sugestionables y harán cosas que los individuos que las componen ni osarían ni aprobarían. Cuando aparece, la emoción se contagia rápidamente. Al miedo nada le asombra aunque todo le desconcierta. Suspende cualquier reflexión. Es una respuesta que ha sido colocada demasiado dentro de nosotros. Vive agazapado por si resultara necesaria una respuesta extrema a la supervivencia. Es primo carnal de Argos. Hay que andarse con pies de plomo para no despertarlo.

Nada más sensato que detenerlo. La política y la civilidad de la democracia por lo común consiguen atarlo. Soltarlo o jugar con él es de irresponsables. Hay que tener miedo al miedo. Mantenerlo a raya. No darle canal. No señalar ni ayudar a que otros señalen. Es mucho más fácil despertarlo y que eche a correr sin freno que hacerlo regresar a su sitio y atarlo. Eso lo tienen que tener siempre escrito en letras de bronce tanto quienes nos gobiernan como aquellos que pretendan hacerlo. Cave canem".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




La filósofa Amelia Valcárcel


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lunes, 20 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Espantasmas








"Una nieta mía, -comienza diciendo la psicóloga y escritora Remei Margarit en el A vuelapluma de hoy lunes- cuando era pequeña, me preguntó qué eran los fantasmas y yo le contesté que eran alguna cosa que espantaba, y ella, dada a inventar palabras, dijo: “Pues son espantasmas ”. Y así ha quedado en la familia. Y cuando tenemos pesadillas, a menudo decimos que los espantasmas salen a pa­sear, porque ¿qué son las pesadillas? Pensándolo un poco, parece que lo que vamos viviendo cada día despiertos, los temores por cualquier cosa que pueda pasar, esa manía que tenemos de adelantar acontecimientos desagradables o directamente temibles que nunca se producen, y que si se producen no son tan temibles, es un lastre que el inconsciente guarda en la mochila que llevamos incorporada desde que hemos llegado a este mundo. Tal vez sea la conciencia, o tal vez sea tan sólo la sensación de fragilidad con la que vivimos, la conciencia de nuestros límites. Y también la necesidad de dar una respuesta a las exigencias del mundo que hemos creado, exigencias desmesuradas e inhumanas. Todo ello va a parar al cajón de sastre, una mochila vital, y cuando, ya cansados de bregar con el trabajo y con los sentimientos y sensaciones, nos vamos a dormir, la atenuación del control de la conciencia provoca que la mochila vital se abra, y es entonces cuando todo lo que hemos enviado allá, temores, angustias, ansiedades y rabias, sale a pasear por el mundo onírico; son los espantasmas que más de una vez nos despiertan con un espanto.

Aunque por lo que dicen los neurólogos que lo han visto por neuroimagen, cuando dormimos, el cerebro trabaja en un elige y descarta, ordena lo que en estado de vigilia no puede hacer porque tiene otra tarea, es decir, que sin esa tarea de limpieza de los espantasmas , no funcionaríamos bien. Una cosa es el mundo tranquilo y en calma que nos gusta –quizás no a todos, por cierto– y otra bien distinta es que el organismo funcione tal como debe funcionar haciendo este tipo de trabajo de ordenamiento nocturno, aunque de vez en cuando nos dé ­algún susto.

También es posible que en el mundo político circulen algunos espantasmas, que no espantan a nadie aunque se lo crean. Esos no sé cómo deben tener su mochila vital, tal vez esté vacía, porque ya lo muestran todo fuera a plena luz del día".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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