Mostrando entradas con la etiqueta A.Valcárcel. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta A.Valcárcel. Mostrar todas las entradas

domingo, 19 de abril de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Miedo



Dibujo de Raquel Marín para El País


El poder ha buscado controlar el temor, pero normalmente se le ha ido de las manos. La política y la civilidad de la democracia por lo común consiguen atarlo; soltarlo o jugar con él es de irresponsables, dice en el Especial de hoy domingo [Miedo al  miedo. El País, 16/4/2020] la filósofa Amelia Valcárcel. 

"La pintura El triunfo de la muerte de Brueghel que guarda el Museo del Prado  -comienza escribiendo Valcárcel- es un auténtico paisaje mental del pasado, pero sigue siendo motivo de una extraña atracción hoy para sus admirados visitantes. Pasan un tiempo mucho mayor ante ella que ante otras obras de la misma sala. A Rafael Sánchez Ferlosio le fascinaba. Poco misterio tiene porque sólo pinta una cosa, el miedo. Desde hace muy poco ya no nos resulta difícil ponernos en el cuerpo de quienes vivían, por ejemplo, en medio de una de las grandes pestes. En ese cuadro los ejércitos de esqueletos avanzan sobre gentes que no saben ni cómo oponerse a ellos ni adónde escapar. Ha llegado la Gran Niveladora y asistimos a su triunfo.

Bocaccio sitúa el inicio de su Decamerón en la feliz y aliviada reunión de afortunados que han logrado escapar de ella en un entorno paradisiaco: un fresco y vivo jardín. Los diez afortunados se burlan y la burlan contando historias a la hora de la fresca siesta. Por el contrario, en la pintura de Brueghel se nos muestran hombres que caen derrumbados en el segundo que tardan en echar los dados sobre la mesa. Se han puesto a beber y jugar para olvidar, y allí mismo, en un instante, se les siegan sus vidas. El banquete se ha interrumpido de modo abrupto, igual que el juego. Los naipes caen bajo la mesa. Un esqueleto trae el siguiente plato: porta en una bandeja una calavera. Un caballero intenta en vano desenvainar la espada: con la muerte no se puede luchar. Mientras hilan o mientras trabajan, mientras cantan… la muerte a todos empuja hacia un ataúd inmenso al cual todos acabarán por entrar. Sonaron las trompetas y no hay piedad.

El mundo que nos ha precedido tenía buenos motivos de miedo, por eso lo conocía bien, lo dividía en tipos y también los clasificaba por su orden. Está el simple miedo, pero con él coexisten el miedo pánico, el espanto, el temor, el terror, el pavor, el horror. Cada uno posee su campo semántico propio por buenas razones. El miedo que angustia no es el que hace verter lágrimas, ni tampoco el que deja petrificado es el mismo miedo que hace temblar. No es el mismo el miedo súbito que el que se mete fría y lentamente por los huesos.

El mundo que emerge de la Baja Edad Media es un mundo lleno de fuentes de fundado temor. La vida no estaba asegurada, la muerte era un fenómeno visible y constante, la enfermedad raramente se curaba, los desastres de fortuna acechaban en forma de incendios, robos, asaltos, inundaciones, rayos... y, por si esto fuera poco, la guerra era siempre de esperar. La guerra era sin duda lo peor porque todo lo juntaba. Sus aliados, la pérdida de cosechas, la carestía, el hambre y la peste campaban. Era el infierno en la tierra. Y abría sus puertas cada poco tiempo de tal modo que prácticamente ninguna generación humana se libraba de conocerla durante sus años de vida. Ha sido la compañera inevitable de la vida humana.

En realidad, el mundo ha dejado de ser apocalíptico hace bien poco, si es que verdaderamente lo ha dejado y no se trata tan sólo, esta nuestra larga paz, de una suspensión temporal de usos y costumbres. Las gentes que nos precedieron en la Edad Moderna vivían administrando prudentemente el miedo. Se educaban en él y lo conocían bien. Y la misma política era, y quizá aún no lo ha dejado de ser, un diestro manejo de él: el arte de mezclar amor, temor y disuasión. Todos padecían el miedo propio y se burlaban del ajeno. Disfrutaban con lo que pone los pelos de punta. Se divertían con la crueldad. Se parapetaron en murallas que adornaban con los trozos de cadáveres de cuya ejecución pública habían gozado. El miedo es lo que brilla tanto en las torres como en los garfios que frecuentemente las adornan. No eran para colgar dorados pendones.

El miedo presidía también las relaciones religiosas y los movimientos populares, sobre todo cuando, inopinadamente, se salía de su cauce. Hubo épocas de “gran miedo”. Nos avisa Montaigne de que el miedo trastorna el juicio, vuelve insensata a la persona más prudente y llega incluso a provocar alucinaciones. Momentos ha habido en que se ha apoderado de las gentes sin que ni los más bajos ni tampoco sus señores pudieran evitarlo ni ponerle coto. Se ha presentado y echado de la escena a todo lo demás. Cuando se ha vuelto la emoción prevalente, como en las grandes pestes, las guerras de religión, las hambrunas y los desastres, entonces ha buscado además chivos expiatorios. La dinámica es conocida: se instala el rumor, crece, se embola, adviene el miedo, se pierde el camino y comienza la búsqueda del responsable que ha de pagar por todo. Estalla la persecución de las víctimas que han de sufrir la hecatombe. Hay víctimas con muchos más boletos que otras: aquellas que se supongan siempre en la parte exterior del propio grupo, o que allí se las pueda colocar. Son los señalados como parte de la quinta columna de Satanás. Siempre son los mismos, los diferentes y las mujeres.

Un historiador enorme, Jean Delumeau, nos enseña casi todo lo que hay que saber sobre el miedo y cómo Occidente cayó bajo su dominio, el del diablo y su corte, en más de una señalada ocasión, al menos hasta los tiempos ilustrados, que nunca lo fueron tanto como nos parecen. Y los tiempos posteriores a Las Luces tampoco le han sido inmunes. Él se ha especializado en estudiarlo en una obra magistral, El miedo en Occidente. En realidad, nos dice, conocemos que existe el miedo de dos maneras: por su expresión visible y masiva y porque aparezca el señalamiento de víctimas. Si aparece un grupo al que se culpa de desastres odiosos, sepamos que es el miedo quien está ocupando la escena.

A veces el miedo es inoculado adrede y con crueldad para desviar la atención. A veces campa por su propia fuerza. En todos los casos es poderoso y él mismo temible. El poder ha buscado su manejo, asunto difícil porque normalmente se le ha ido de las manos. El miedo no es un perrillo obediente, es un lobo. Gustave Le Bon sabía bastante de esto. Las masas son ante todo sugestionables y harán cosas que los individuos que las componen ni osarían ni aprobarían. Cuando aparece, la emoción se contagia rápidamente. Al miedo nada le asombra aunque todo le desconcierta. Suspende cualquier reflexión. Es una respuesta que ha sido colocada demasiado dentro de nosotros. Vive agazapado por si resultara necesaria una respuesta extrema a la supervivencia. Es primo carnal de Argos. Hay que andarse con pies de plomo para no despertarlo.

Nada más sensato que detenerlo. La política y la civilidad de la democracia por lo común consiguen atarlo. Soltarlo o jugar con él es de irresponsables. Hay que tener miedo al miedo. Mantenerlo a raya. No darle canal. No señalar ni ayudar a que otros señalen. Es mucho más fácil despertarlo y que eche a correr sin freno que hacerlo regresar a su sitio y atarlo. Eso lo tienen que tener siempre escrito en letras de bronce tanto quienes nos gobiernan como aquellos que pretendan hacerlo. Cave canem".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




La filósofa Amelia Valcárcel


La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




Entrada núm. 5939
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 16 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Los seis sentidos: la compasión



El psicólogo Daniel Goleman, en 2009


Si vemos cómo se golpea a un niño, sentimos algo parecido al vértigo. Es el “sentido moral”, tal que la vista o los oídos, escribe la filósofa Amelia Valcárcel.

"Cuando la Modernidad alboreó, allá por los finales del siglo barroco, -comienza diciendo Valcárcel-, hubo que volver a hacerse las viejas preguntas y las respuestas cambiaron. Por ejemplo, esta: “¿Por qué debemos ser morales?”. La respuesta admitida había estado clara más de un milenio: porque así lo quiere Dios Nuestro Señor y serlo evita las penas del infierno. Dios ha dado su ley, de una vez para siempre. Se debe cumplir y no hay más que contar. Si alguien duda de las llamas infernales, tenemos previstas llamas terrenales para que pierda cuidado.

Pero ahora es distinto. Vamos a sacar del matraz a Dios, dada su enorme masa, y dejemos fuera también el temor a los fuegos infernales y quizás a los de aquí. Vamos a buscar otras respuestas. ¿Por qué debemos ser morales? Bueno… porque… ¿para evitar líos? ¿Porque somos seres racionales y la razón nos exige que lo seamos? Quizá somos morales para no contravenir a nuestra racionalidad. Descartes, el primer y mayor de los racionalistas, no lo apoyó. Fue más bien partidario de no buscarse problemas. Esto tardó su tiempo. Sin ir más lejos, un tipo tan evidentemente genial como Hume, un escocés, se permitió bromear de esta manera: del hecho de que yo prefiera que estalle el mundo siempre que a mí no se me estropee un dedo, no se sigue ninguna falta de lógica. Va a ser que el universalismo moral no depende de la calidad de nuestra razón.

Las mejores respuestas a una pregunta tan compleja vinieron de Inglaterra y de Escocia. Se macizaron así: debemos ser morales porque… no tenemos más remedio que serlo. Estamos diseñados para ello. Somos morales porque tenemos un sexto sentido. Cuando vemos una acción directamente contraria a lo que es bueno, se nos levanta un asco, un horror, se nos despierta algo en el fondo de nuestro cuerpo que nos dice que aquello no está bien. Es nuestro sexto sentido, el sentido moral. Si vemos cómo se golpea a un niño, a un animal indefenso, se viola, se calumnia con gusto…, sentimos algo parecido al vértigo. Eso es el “sentido moral”. Con tan buena guía es difícil equivocarse. Es tal que la vista o los oídos. Y, como ellos, puede muy bien suceder que alguien lo tenga flojo o carezca por completo de él. Pero eso no lo invalida. La mayoría lo poseemos en su modo corriente. A quien lo tenga deficiente difícilmente se lo podemos mejorar. Lo mejor es precaverse de ese tipo de gente… o gentuza.

Estas cosas, en filosofía, nunca se afirman sin que se desate una polémica, pero dejémosla ahora callada. Hutcheson lo bordó: los sentimientos benévolos son parte inalienable de la condición natural humana. Están ahí. Antes de hablar ya sonreímos. No somos buenos por naturaleza, pero somos morales por destino. Para hacer desaparecer a ese nuestro sexto sentido hay que trabajar bastante. Porque es más fuerte que la voz de la conciencia. Es terror y vómito a un tiempo.

¿Y qué pasa con la crueldad? Pues que resultaría ser un aprendizaje. Poco a poco, mediante sucesivas y al principio pequeñas crueldades, aprenderíamos a orillar y evitar ese sentimiento innato. Iríamos subiendo la dosis. Ensayaríamos a distanciarnos con los objetos, los animales, los débiles, subiendo y alargando la distancia hasta ensordecer a nuestra naturaleza. Practicaríamos la crueldad en gustos y espectáculos. Distancia, risa, chacota del dolor ajeno. Gusto por la crueldad o incluso el ensañamiento. Lo llevaríamos a término con ciertas excepciones… con cualquiera que no pudiera devolvérnosla. Porque esa precaución siempre, quien no fuera definitivamente idiota, la guardaría. Así que desde el siglo ilustrado la humanidad supo que tenía un sentido que añadir a los cinco corrientes. Cierto problema había en que nunca antes hubiéramos sabido nada de él. Pero no seamos gente puntillosa. Reconocemos lo que se nos quiere decir.

Ahora le solemos llamar “inteligencia emocional”, esto es, la capacidad de ponerse en el lugar de otro o de casi poder sentir lo que siente si a ello nos afanamos. Goleman, cuyos libros fueron tan visitados a principios de milenio, es lo que cuenta. Que hay gente más o menos lista en ver y captar la emoción base de los demás. Percibimos que en esas intuiciones brilla una chispa de verdad. Por lo mismo sabemos cómo se educa en la falta de compasión. Sabemos que muchas culturas definitivamente han hecho de esa senda cruel su fundamento de existencia. Nos basta con ver su pedagogía de presentación. Las reconocemos. Todavía las usamos".






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt




Entrada núm. 5354
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 2 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] A votar



Votantes en un colegio electoral de Madrid el pasado mes de abril


Tanto nos estamos acostumbrando a votar, comenta la filósofa Amelia Valcárcel,  que corremos el riesgo de votar en unas elecciones como en un concurso. 

La mayor parte de la población de la Tierra, comienza diciendo, no vive en democracia, ni siquiera en democracia imperfecta. Ahora. Hasta hace meramente un siglo lo de votar era una actividad casi desconocida, al igual que ahora es planetariamente poco frecuente. La democracia es más joven de lo que pensamos, no se trae de serie y no pertenece —pese a su racionalismo— al orden espontáneo de las cosas.

Su sinécdoque es el voto. Una democracia en que no se vote, en que no quepa elegir Parlamento o echar a un Gobierno puede adornarse con las palabras más felices, pero no lo es. Democracia es votar. Se puede hacer en caja, urna o cesto, pero hay que votar. Durante largo tiempo solamente se votó en los concilios y los monasterios. Recuerdo una exposición, asombrosamente buena, en Santo Domingo de la Calzada, por los años noventa. Había una caja pequeña y opaca que tenía una ranura y no era una hucha. Varios consejeros de Cultura de diversas autonomías, que no habían parado de hablar de fútbol desde el inicio del recorrido, la rodearon estupefactos. La reina Sofía preguntó ¿qué es? Murmullos. Se río y comentó: “Sería para votar”, lo que produjo muchas más risas. Pues sí; era para votar. El voto, una vez que cualquier rastro de demos se cerró, subsistió exclusivamente en cónclaves y monasterios. Allí encontró extraño refugio.

Ahora, que para más o menos la tercera parte de la humanidad es vida vivida, la democracia, vamos sabiendo, tiende a proliferar fuera de sus zonas adecuadas y acotadas. Se salta los límites del sistema político e invade las formas sociales. De todo debatimos. Votamos, como en el circo romano, para mantener en la arena al que gusta y echar al que disgusta. Tanto nos estamos acostumbrando a opinar y votar que corremos el riesgo de opinar de lo no opinable y votar en unas elecciones como en un concurso. Ne quid nimis, nada en demasía. Votar no sólo es una consulta, es la expresión directa de una voluntad. Convocar a menudo produce desafección y, si ésta avanza, la cosecha no la recoge la democracia, sino su pariente aciago, el populismo. Madame de Staël sentenció, cuando los juicios negros sobre la Ilustración arreciaban, que “las luces sólo se curan con más luces”. Lo que probablemente es cierto. Pero puede no serlo tanto que los males de la democracia se solucionen votando sin descanso. Porque el voto es lo radicalmente necesario, pero no es el contenido de la democracia. La democracia es un sistema de valores, de libertades e igualdades, y de garantías compartidas por las sociedades abiertas.

Con fundado temor estamos asistiendo a las tentaciones populistas que logran instalarse hasta en las democracias más sólidas y antiguas. El voto, además, comienza a producirse en masas de voluntad tan similares que se ganan o pierden elecciones por márgenes escasísimos. Por polarizado que aparezca, casi nunca conforma mayorías tan claras que no quepa obviarlas. Las distancias a menudo son tan escasas que se puede producir la parálisis. No nos ocurre solamente aquí, sino que comienza a convertirse en un caso corriente. Tales parálisis, de no existir previstos mecanismos diferentes, por ejemplo de doble vuelta, no alcanzan casi nunca solución volviendo a votar. Algunas democracias se empiezan a parecer a los departamentos universitarios, que están acostumbrados a vencer o perder por la mínima. En ellos ese efecto se produce por el demasiado conocimiento. En las democracias todavía no lo sabemos. Desde luego algo no es: no sucede que aquí, en las sociedades abiertas, estemos votando en demasía para compensar lo poco o nada que se vota en las autocracias y así ecualizar las cifras planetarias y llevarlas a buenos términos. No funciona así.

“Sociedades abiertas”, llamó Pop­per a las nuestras y me sigue pareciendo la mejor manera de nombrarlas. Lo seguirán siendo mientras la prudencia las habite. Pactar es más antiguo que votar, no cabe duda. Pactar es dar, pedir y repartir, que puede tener sus complicaciones, pero no mucha ciencia. En las democracias sus pactos tienen pocas partes que no queden sobre la mesa, aunque por debajo de ella se sigan cambiando algunos cromos. En los pactos hay siempre una chispa fulera, pero no son indignos en sí. A ellos nos hacemos desde la infancia. El Estado es un pacto, el dinero es un pacto, el comercio es un pacto. Quien no sepa ni espere hacerlos, dado lo que de las democracias venimos sabiendo, no debería competir.






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt








HArendt




Entrada núm. 5310
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

  • lunes, 29 de julio de 2019

    [A VUELAPLUMA] Un Aleph propio por compañía





    El teléfono móvil instaura una burbuja alrededor de cada persona, es un permiso de silencio, una marca del espacio privado, un Aleph propio que nos acompaña, escribe la filósofa Amelia Valcárcel. 

    Jorge Luis Borges publicó en 1949 un corto libro de cuentos que tituló El Aleph, comienza diciendo Valcárcel. Tuvo más de una razón, aunque quedaran ocultas en que el primero de ellos se llama así. Es un relato escrito en los tempranos cuarenta. De todo lo que atisba me quedo con esto: Uno de los personajes ha descubierto en la escalera del sótano de su casa algo brillante y asombroso, de colores además: un Aleph. “Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos”. En él están todas las imágenes: “En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí”. Desde su publicación esta maravilla dio para muchas ensoñaciones. Lo que no era de suponer es que casi cada habitante del planeta acabara teniendo uno.

    En los noventa el teléfono móvil era un instrumento grande como un zapato, con una hora de autonomía, que servía para cruzar las palabras imprescindibles. Diez años después comenzó a disminuir hasta alcanzar el enanismo de caber, doblado, en la palma de la mano. La pantallita verde fosforito brillaba al desdoblarlo. Pero en ese preciso momento el aparato se puso a producir fotografías. Al principio pocas. Luego almacenó mensajes y comenzó a crecer. En 10 años más ya casi poseía el tamaño original, hacía fotografías y vídeos, nos enseñaba las calles, nos despertaba, compraba y pagaba, hablaba; había sustituido al reloj y estaba constantemente encendido; multiplicaba también los enchufes que pudieran alimentarlo. Y ofrecía, por añadidura, una telaraña vastísima de conversaciones. Lo que Teilhard de Chardin había intuido sólo con la radio como ejemplo principal, se hacía verdad. La Tierra está embolada en una cáscara fluida de lenguaje en todos sus sonidos que la recorre entera. Si imaginamos cada mensaje como un finísimo hilo, el planeta es un capullo de seda enorme. Ahora es ­real y verdaderamente una noosfera.

    Cuando entramos en cualquier lugar donde hay 12 personas, tengamos por seguro que más de la mitad estarán vigilando o engordando esa red con los hilos de sus conversaciones. Llevando de aquí para allá imágenes y palabras. Escrutando una cajita casi plana donde cabe todo cuanto existe. Cada una con su propio Aleph. Sin embargo, en el Aleph borgeano no era obligado buscarse el camino: él se revelaba intenso, infinito y quieto al que lo contemplaba, sin tener que manipularlo, siguiendo quizás la senda de todos los deseos. En este nuestro cada cual tiene que buscarse la vida. Y se sabe que la Red está presidida por el efecto Mateo, que reza, “al que tiene se le dará”. Y a quien no tiene, incluso lo poco que tenga le será levantado. Recordemos lo que se llamaron “las infinitas posibilidades de avance educativo” que la radio proporcionaba. ¿Acaso sirvieron de algo las insuperables lecciones de Toynbee transmitidas por la BBC? Las tomo como ejemplo porque pocos textos más sabios produjo el siglo XX. ¿Quedó algún resto de ellas en los habitantes de las islas? Todo el esfuerzo laborista en llenar las conciencias más bien recuerda a las danaides, condenadas a echar agua nueva, eternamente, en cántaros agujereados. Dar y perder. O bien, efecto Mateo.

    La gente encuentra lo que busca; ese es precisamente el problema. Ese Aleph, verdadero y no soñado, el que llevamos en el bolsillo, es más útil a quien más sabe. Da al que ya tiene. No lo hace por especial sevicia, sino que ese es su andar. Intuimos que las técnicas aparecen cuando se necesitan. La informática, justamente, sirve al desarrollo del Estado y su administración. Cuando fue preciso refinarla, porque el Estado se cargó de datos y deberes, ella creció. Digamos que empezó bien. Pero ¿a qué sirve este su despliegue en forma de Aleph? ¿A la conversación planetaria?, ¿a la universal comunidad de diálogo, necesaria para abordar los desafíos monumentales que tenemos? ¿O solamente produce cacofonía? Es difícil saberlo. De momento instaura una burbuja alrededor de cada persona, sentada cada una junto a otra a la que no habla, pendiente de lo que la cajita enseña. Es un permiso de silencio. Como una marca del espacio privado de cada quien. Un principio externo de individuación.



    Fotografía de Bernard Annebicque para El País




    La reproducción de artículos firmados por otras personas en el blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





    HArendt




    Entrada núm. 5106
    elblogdeharendt@gmail.com
    La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

    martes, 23 de julio de 2019

    [A VUELAPLUMA] Cuidado con las palabras que terminan en fobia





    Cuidado con las palabras que terminan en “fobia”. El uso de ese elemento indica que se quiere ganar en la retórica lo que se sabe perdido en la argumentación, escribe la filósofa Amelia Valcárcel. 

    Cuando queremos comprender algo, comienza diciendo Valcárcel, nos servimos de conceptos. Tenemos un buen arsenal para abordar las realidades que se nos vayan presentando. De hecho estamos, desde que la democracia preside nuestro campo de lenguaje, conceptualizando sin tregua. Cuando comparece el concepto, cambia lo que había. La “corrección marital”, esto es, golpear a la mujer propia, se convierte en “violencia doméstica”, y lo que antes se admitía, ahora se reprueba. El “piropo” y las “bromas” sexuales ahora son acoso en el ámbito público, y así sucesivamente. Los conceptos no se producen sin publicidad o debate. Ese es su modo normal de venir a la existencia. Han de ganarse el uso.

    Otras expresiones, sin embargo, tienen diferente origen y vienen por otros caminos. Son lo que puede llamarse “expresiones felices”. Vienen de la creatividad lingüística. A veces han sido cuidadosamente pensadas y acuñadas en lugares expertos. Lakoff nos enseñó bastante sobre el asunto. Se fabrica una expresión feliz y se lanza al ruedo. Es un neolenguaje que busca tener efectos sin necesidad de padecer el debate de su formación. Bajas los impuestos a los ricos y lo llamas “alivio fiscal”, por ejemplo. Y así, a cada medida contraria a lo socialmente fácil de aceptar se le inventa un nombre que la encubra lo bastante. En realidad ya lo había visto Orwell, que nombró a los ministerios de su tremenda distopía con nombres perfectamente contrarios a su verdadera función. El ministerio de la verdad fabricaba mentiras. El del amor torturaba.

    Pues algo hay ahora: cada vez que alguien sueña con mantenerse por encima de la opinión bien formada o del debate moral toma una venerable palabra médica, “fobia”, y la hace aparecer al final del asunto que quiere amurallar. Así hemos ido oyendo que existe la “islamofobia”, la “pornofobia”, la “transfobia” y hasta la “putofobia” y la “surrofobia”. De esa mineralogía tenemos varias palabras. La máquina puesta en funcionamiento parece haber entrado en galope y estar a término de desbocarse. Porque la palabra “fobia” tiene un claro contexto de uso, el directamente médico. Es una fobia el miedo irracional que se manifiesta violentamente y cuyas consecuencias físicas son perceptibles: sudor, temblor de manos, boca seca son sus síntomas primarios. Las tres características del miedo extremo. Es una reacción desorbitada a algo que no la merece. Hay fobias conocidas: aracnofobia, claustrofobia, la fobia a los espacios abiertos, fobia y ahogo cuando se está entre multitudes, fobia a la visión de la sangre. Otras menos, amaxofobia, miedo a conducir. Siempre miedo irreprimible a algo que, sin embargo, no presenta un peligro verdadero. El asunto de la fobia es la carga emocional.

    Pues bien, fuera de tal contexto, de marcas claras, el uso de “fobia” o palabras que la contengan es meramente retórico. Por raro que parezca, se usa para fobizar. Significa directamente una disuasión. Hay gente que cuando quiere impedir un debate, hablar a fondo sobre una cuestión importante, decide evitarlo usando un concepto nuevo que resulte fóbicofeliz. Se pronuncia “fobia”, asociada al objeto escamoteable, y se espera el resultado. En las sociedades abiertas, por supuesto. En otras me temo que no tenga caso. Porque prohibir un debate en las sociedades abiertas no es fácil. Pero la acusación de falta de respeto o de tolerancia sí es una de las severas. De ahí el uso sustitutivo de ese venerable término médico. Con él se apunta a esas dos prohibiciones y además se insinúa falta de raciocinio. Acusas a alguien de una insensata conducta irracional contra algo que no da motivo y, por tanto, avisas de que sus palabras deben impedirse. Es un “cállate”. Casi un ejecutivo austineano. Un “cállate” absoluto. Si algo no te gusta o no te convence, nada de criticar, cállate.

    Pero en una sociedad abierta, mandar callar casi no entra dentro de las atribuciones de nadie. Es casi imposible. Las ideas, religiosas y no religiosas, no son de suyo respetables; las respetables serán, en todo caso, las personas que confiadamente las mantienen. El negocio de los gabinetes publicitarios es la fabricación de términos, expresiones felices y eslóganes. Para ello usan las palabras forzando su contexto. O decididamente las inventan. Es un asunto entre la publicidad y el debate moral abierto. Pero la democracia no pica. La palabra “fobia”, fuera de su contexto, no es una cerradura, sino la señal de que existe una prohibición de libertad de palabra que se hace por las bravas y sin fundamento. Indica que se quiere ganar en la retórica lo que se sabe perdido en la argumentación.


    Protesta en apoyo de Mmame Mbage (Foto de Marcos del Mazo)



    Los artículos con firma reproducidos en este blog no implica que se comparta su contenido, pero sí, y en todo caso, su interés y relevancia. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




    HArendt




    Entrada núm. 5087
    elblogdeharendt@gmail.com
    La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

    sábado, 1 de junio de 2019

    [A VUELAPLUMA] El dinero y la Ley de la Gravedad





    Los de abajo ven que su escaso dinero asciende a un empíreo del que ignoran casi todo. Allí se queda. Pero… ¿qué hace allí?, comenta la filósofa Amelia Valcárcel, catedrática de Filosofía Moral y Política de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y miembro del Consejo de Estado.

    El dinero es, dicen, un invento relativamente reciente, comienza diciendo en su artículo la profesora Valcárcel. El dinero, eso que representa la riqueza y aquello por lo cual cambiamos todo o casi todo. La mercancía universal. Esa escueta manera de nombrarlo proviene de Marx: el dinero es aquello que, en el intercambio, permite hacer conmensurables mercancías heterogéneas. Cualquier cosa a la que demos valor la cambiaremos por dinero, la mercancía universal que no se come ni se bebe, lo que nos permitirá a nuestra vez cambiar ese dinero por aquello que deseemos o necesitemos. El dinero será el fluido que permite el paso. Un lenguaje aceptado que va desde los dientes de lobo hasta los cauríes, el papel o los metales. Es sumamente imaginativo. La mediación por excelencia. Ahora el dinero es mera corriente eléctrica. Ya no necesita ser concha, diente, metal ni tampoco papel.

    De Diógenes, fundador de la escuela cínica (sí, exactamente, el del tonel), se cuenta que tanto él como su padre se dedicaban a partirlo. A partir en pedazos las monedas. Era su oficio y empleo: rompían la moneda falsa. Porque falsificar dinero se volvió una actividad asombrosamente productiva, pero que ponía en peligro el invento. Atención: el dinero tiene que valer. El dinero es aquello en lo que traducimos la riqueza, digamos que le ponemos monto y cantidad. No sólo la riqueza, dinero es poder. La modernidad se interesó rápidamente por el funcionamiento del poder, lo hizo Maquiavelo, y poco después por el del dinero. Eso lo hizo un español, Joseph de la Vega, menos conocido, en su maravilloso Confusión de confusiones. Descubrió las habilidades del dinero para hacer más dinero sin mediar más riqueza presente. El dinero, si se le deja, es como la espuma. Porque tendencia tiene a fabricar pirámides.

    Otra de las extrañas habilidades del dinero, quizá la mayor, es que es antigravitatorio: nunca se queda abajo. De los fondos sociales el dinero tiende a desaparecer a gran velocidad, por los muchos sistemas extractivos de que los individuos y los Estados disponen. Pero es que hay más, el dinero parece que siempre busca la cima. Una de las formas de alcanzar el poder político en las sociedades no estatales es devenir Muni (M. Harris así denominó a la forma más primitiva de poder político). Mediante trabajo arduo, alguno se hace con más que los demás; si sabe repartirlo, se hará también con la autoridad suficiente. Los otros le respetarán y a menudo seguirán sus indicaciones. No es así entre nosotros. Cuando vemos a un pobrete esforzándose sabemos que, de tener éxito, su dinero ascenderá; será cooptado por el dinero de arriba. “Dinero llama a dinero”, en el comportamiento de las clases sociales, es casi una relación personal. El de arriba vigila constantemente la producción y no lo deja nunca tirado. Lo conoce. Fraternalmente lo atrae a su círculo. Lo hace subir.

    Por lo general este movimiento no se ha observado bien nunca. Por un fallo de perspectiva se ha visto mejor su contrario: la gente decae. No se ha cazado el preciso movimiento por el que, en exacto e igual momento, el dinero asciende. La gente pierde el dinero, pero el dinero no se pierde nunca. Igual que no es cierto que odiemos a los pobres. Es mucha más verdad que amamos a los ricos. “Hace hermoso aunque sea fiero”, dijo de él Quevedo. Don dinero exhibe todos los brillos y cualidades. Todo lo exalta. Como el sol. “Con el dinero en el bolsillo somos libres”, escribió Simmel. Pero apuremos el fondo de esa su característica ingrávida.

    La miríada génica baja; el dinero sube. Los genetistas, gente reciente, afirman que todos somos hijos e hijas de monarcas. Se reproducen más. Dejan caer la simiente con voluntad y sin ella. Sus genes egoístas, más rápidamente repartidos, inundan la escala social. Los de abajo ven que su escaso dinero asciende a un empíreo del que ignoran casi todo. Lo ven volar mucho más a menudo de lo que lo ven llover, que es nunca. Allí se queda. Pero… ¿qué hace?

    Arriba, con ese poder y últimamente sólo se hace tiempo. Porque el barco de la humanidad, en el que navegamos, es único. Si esto va mal, nadie se salvará. Pero, al igual que en tiempos pasados algunos enterraron tesoros en épocas atroces, imaginando poder con ellos salvarse cuando escampara, hay quien sueña con que la mercancía universal le sirva de muralla. Se están parapetando en pirámides de aire.






    Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



    HArendt






    Entrada núm. 4938
    elblogdeharendt@gmail.com
    La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

    sábado, 16 de febrero de 2019

    [A VUELAPLUMA] Vivir sin creer





    La duda es como una mancha de aceite que se extiende fina y perfecta para acabar con las geografías espirituales en que se desenvolvieron las vidas de nuestros ancestros y borrarlas de un plumazo, escribe la filósofa Amelia Valcárcel, catedrática de Filosofía Moral y Política de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), y miembro del Consejo de Estado desde 2006.

    La cosa empezó por el infierno, comienza diciendo la profesora Valcárcel. Las más prestigiosas encuestas sobre nivel de creencias religiosas detectaban hace un par de décadas que las personas ponían en duda el castigo eterno, siempre que se aplicara a increyentes de buena fe. Si tus vecinos eran budistas pero decentes, se te hacía difícil pensar que su destino fuera arder por toda la eternidad. La duda es como una mancha de aceite: se extiende fina y perfecta. El infierno, aquel heredero expresionista del Seol y del Hades, empezó a perder cuerpo. Hace una década, el Papa de Roma aseguró que era una especie de estado, pero ningún lugar físico. En consecuencia, el paraíso vendrá aquejado de la misma suerte. Tampoco sería un lugar, en lo que por lugar entendemos. Ni infierno, ni cielo. Las geografías espirituales en que se desenvolvieron las vidas de nuestros ancestros se estaban difuminando, cuando no se borraban de un plumazo. Del purgatorio, excuso decir, no cabe hacer ni mención.

    Pero nadie crea que esto es privativo del cristianismo. Me recuerdo en Katmandú hace cuatro años, una noche bendita, hablando con un amigo estimable, sabio y erudito, uno de los más queridos intelectuales de Nepal. Cuando le insinué el asunto de la reencarnación, me miró desapasionadamente, incluso con un punto de tristeza, y me dijo: “Yo no creo que nadie vaya a volver del río”. “Se lo llevó el río” es la expresión para aludir a la muerte porque en su ribera se realizan las cremaciones. Otro tanto y parecido había escuchado poco antes en una celebración de Sukkot, la fiesta de las cabañas, en Jerusalén. También la luna estaba hermosa. Cumplidos los ritos y acabada la cena, compareció el tema de la creencia en el más allá. Mis amigos, judíos conservadores, mantenían la confianza en la ley y la promesa. Pero su posición era clara: el convencimiento ancestral de que Dios ayuda en esta vida, que para eso se le rinde adoración, pero que la otra sólo existe para Él. Pasamos para siempre.

    El cultivo en esta vida de los elementos que harían posible disfrutar de otra más allá de la muerte, una de felicidad y reconciliación, quizá se lo debamos, como tantas otras cosas, a nuestros antepasados griegos. Es tema difícil de elucidar, pero parecen haber sido ellos quienes, en los misterios eleusinos, más se esforzaron por afianzar ese puente al otro mundo. De ser así, se lo hicieron heredar a todo el helenismo y, en consecuencia, a las tres religiones del libro. Una enorme novedad esta de la vida individual sin término. Las religiones nacen y mueren. Es interesante contemplar sus restos. Parece que buena parte de la población mundial ya no tiene confianza en que exista una vida de ultratumba. Varios paraísos ya no existen. Nadie banquetea en el Walhalla, y la barca dorada de faraón tampoco cruza los cielos. Cierto que seguimos haciendo apelación a lugares de parecido género durante las honras fúnebres. Pero sus invocaciones se hacen con comedimiento. S. Mill escribió que, de existir tales geografías, ello nos proporcionaría un terror innecesario. ¿Acaso seremos la primera generación que no cree en la vida eterna? Si esto se confirma, la vida eterna habrá sido muy breve.

    Hace casi un par de siglos que la religión ya no es la forma prevalente de entendimiento del mundo. Nuestra era es casi perfectamente secular. La anterior cita, encriptada lo confieso, de la obra de Charles Taylor nos pone ante “el desencantamiento final de un cosmos de espíritus que responden a los seres humanos”. Desde la Era Axial, este camino estaba en marcha. Ahora, según Taylor, logra una perspectiva madura. Sin embargo, no por ello la religión, las religiones van a desaparecer. La mayor parte de ellas, las más conformes con el tiempo global, mutarán. Lo harán según la plantilla del giro antropocéntrico. Se volverán humanistas.

    La mutación de las creencias puede sin embargo dejar constante el quantum religioso. Y eso tiene al menos dos lecturas. Una, corriente: aparecerán actividades sustitutorias en las que encajar los estados mentales otrora religiosos. Otra, de imprevisible dureza: se aplicará esa energía a productos políticos o sociales más que dudosos. Ya ha ocurrido. Que se cierren las puertas de la eternidad soñada no significa que la profunda raíz de la que lo religioso dimana deje de surtir savia. Muchas formas religiosas han logrado vivir sin ese supuesto. Si esta generación pasa a ser la primera de las modernas que lo abandona de modo significativo, la novedad será sin duda fuerte. Pero sus consecuencias no son de momento calculables.



    Cúpula del Duomo de Florencia, Italia



    Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



    HArendt






    Entrada núm. 4764
    elblogdeharendt@gmail.com
    La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)