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miércoles, 16 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Los seis sentidos: la compasión



El psicólogo Daniel Goleman, en 2009


Si vemos cómo se golpea a un niño, sentimos algo parecido al vértigo. Es el “sentido moral”, tal que la vista o los oídos, escribe la filósofa Amelia Valcárcel.

"Cuando la Modernidad alboreó, allá por los finales del siglo barroco, -comienza diciendo Valcárcel-, hubo que volver a hacerse las viejas preguntas y las respuestas cambiaron. Por ejemplo, esta: “¿Por qué debemos ser morales?”. La respuesta admitida había estado clara más de un milenio: porque así lo quiere Dios Nuestro Señor y serlo evita las penas del infierno. Dios ha dado su ley, de una vez para siempre. Se debe cumplir y no hay más que contar. Si alguien duda de las llamas infernales, tenemos previstas llamas terrenales para que pierda cuidado.

Pero ahora es distinto. Vamos a sacar del matraz a Dios, dada su enorme masa, y dejemos fuera también el temor a los fuegos infernales y quizás a los de aquí. Vamos a buscar otras respuestas. ¿Por qué debemos ser morales? Bueno… porque… ¿para evitar líos? ¿Porque somos seres racionales y la razón nos exige que lo seamos? Quizá somos morales para no contravenir a nuestra racionalidad. Descartes, el primer y mayor de los racionalistas, no lo apoyó. Fue más bien partidario de no buscarse problemas. Esto tardó su tiempo. Sin ir más lejos, un tipo tan evidentemente genial como Hume, un escocés, se permitió bromear de esta manera: del hecho de que yo prefiera que estalle el mundo siempre que a mí no se me estropee un dedo, no se sigue ninguna falta de lógica. Va a ser que el universalismo moral no depende de la calidad de nuestra razón.

Las mejores respuestas a una pregunta tan compleja vinieron de Inglaterra y de Escocia. Se macizaron así: debemos ser morales porque… no tenemos más remedio que serlo. Estamos diseñados para ello. Somos morales porque tenemos un sexto sentido. Cuando vemos una acción directamente contraria a lo que es bueno, se nos levanta un asco, un horror, se nos despierta algo en el fondo de nuestro cuerpo que nos dice que aquello no está bien. Es nuestro sexto sentido, el sentido moral. Si vemos cómo se golpea a un niño, a un animal indefenso, se viola, se calumnia con gusto…, sentimos algo parecido al vértigo. Eso es el “sentido moral”. Con tan buena guía es difícil equivocarse. Es tal que la vista o los oídos. Y, como ellos, puede muy bien suceder que alguien lo tenga flojo o carezca por completo de él. Pero eso no lo invalida. La mayoría lo poseemos en su modo corriente. A quien lo tenga deficiente difícilmente se lo podemos mejorar. Lo mejor es precaverse de ese tipo de gente… o gentuza.

Estas cosas, en filosofía, nunca se afirman sin que se desate una polémica, pero dejémosla ahora callada. Hutcheson lo bordó: los sentimientos benévolos son parte inalienable de la condición natural humana. Están ahí. Antes de hablar ya sonreímos. No somos buenos por naturaleza, pero somos morales por destino. Para hacer desaparecer a ese nuestro sexto sentido hay que trabajar bastante. Porque es más fuerte que la voz de la conciencia. Es terror y vómito a un tiempo.

¿Y qué pasa con la crueldad? Pues que resultaría ser un aprendizaje. Poco a poco, mediante sucesivas y al principio pequeñas crueldades, aprenderíamos a orillar y evitar ese sentimiento innato. Iríamos subiendo la dosis. Ensayaríamos a distanciarnos con los objetos, los animales, los débiles, subiendo y alargando la distancia hasta ensordecer a nuestra naturaleza. Practicaríamos la crueldad en gustos y espectáculos. Distancia, risa, chacota del dolor ajeno. Gusto por la crueldad o incluso el ensañamiento. Lo llevaríamos a término con ciertas excepciones… con cualquiera que no pudiera devolvérnosla. Porque esa precaución siempre, quien no fuera definitivamente idiota, la guardaría. Así que desde el siglo ilustrado la humanidad supo que tenía un sentido que añadir a los cinco corrientes. Cierto problema había en que nunca antes hubiéramos sabido nada de él. Pero no seamos gente puntillosa. Reconocemos lo que se nos quiere decir.

Ahora le solemos llamar “inteligencia emocional”, esto es, la capacidad de ponerse en el lugar de otro o de casi poder sentir lo que siente si a ello nos afanamos. Goleman, cuyos libros fueron tan visitados a principios de milenio, es lo que cuenta. Que hay gente más o menos lista en ver y captar la emoción base de los demás. Percibimos que en esas intuiciones brilla una chispa de verdad. Por lo mismo sabemos cómo se educa en la falta de compasión. Sabemos que muchas culturas definitivamente han hecho de esa senda cruel su fundamento de existencia. Nos basta con ver su pedagogía de presentación. Las reconocemos. Todavía las usamos".






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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jueves, 26 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Comienzo de curso



Aula en la facultad de biología de la Universidad de Barcelona, EFE


Comienzo de curso. Miremos con prevención los supuestos “últimos avances” de la disciplina propia y estimulemos el arte de la comparación, escribe Antonio Valdecantos, catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III. 

Empieza el curso. El académico, debe aclararse, porque la palabra ha acabado designando, no sin relamida pedantería, cualquier ciclo de actividad que comience al final del verano boreal, comienza diciendo el profesor Valdecantos. Lo que viene a continuación, que son cinco humildes recomendaciones, propuestas (¿hace falta decirlo?) con fervorosa voluntad constructiva, no afecta a todos los niveles ni tipos de la enseñanza. Se ciñe a las facultades universitarias de letras, ciencias humanas o filosofía (eso que suele llamarse, con expresión hinchada y autoadulatoria, “humanidades”) y no se aplica fácilmente a otros ámbitos, si bien podría intentarse. Mis consejos serán cinco, y darán por supuestos otros quizá más urgentes (contra el abuso, por ejemplo, de la lengua inglesa, del PowerPoint, de la palabra “reto”, de las disertaciones en tres minutos o de las metáforas tomadas del fútbol y del automóvil).

Evítese —primer consejo— el tedioso ideal de la adaptación del pasado a lo que se supone es la actualidad. Se puede contar o no contar en clase lo que dijo Maimónides sobre cierto asunto, pero hacerlo de modo que pudiera explicarse en un programa de televisión basura es peor que no hacer nada. Aunque a veces la lectura de los autores de otras épocas sirve para entender mejor el tiempo en que se vive, eso sólo se logra cuando uno se ha desacostumbrado a las ideas habituales sobre la naturaleza del presente y a lo que éste opina sobre sí mismo. Se estudia el pasado para que sea una fuente de perturbación, no un medio con que dar lustre cultural a los cuatro prejuicios viscosos que uno ha ido engordando durante las vacaciones.

Rehúyase (segunda recomendación) la mala costumbre de querer ir al grano y de concebir el conocimiento como una poda o como una operación de limpieza. En este tipo de saberes, los detalles insospechados que apenas se advierten importan mucho más que las “líneas maestras” y las “grandes cuestiones”. Lo que vale la pena de esta clase de tarea es aquello que aparece como una digresión o como un desvío: restos que no llaman la atención de quien va con prisas y que cualquiera tiraría a la basura. Las palabras decisivas de un texto son, no en vano, las que nadie subrayaría nunca. Estos saberes constituyen tareas propias de gente que sabe que está perdiendo el tiempo, que no lo va a recuperar nunca y que llegará tarde a todas partes. Quien guste de otra cosa tiene otros lugares a donde ir.

Tercer consejo: mírese con la mayor prevención aquello que la gente avisada toma como los “últimos avances” de la disciplina que uno cultiva. Lo cierto es que, con frecuencia, nuestros antepasados sabían mucho más y mejor del asunto que uno se trae entre manos, porque esta clase de conocimientos raramente progresa y, cuando lo hace, cada aumento de saber deja en la sombra (y hace crecer) cantidades enormes de sospechas y de preguntas, a las que, puerilmente, se deja de prestar atención. Tratar de calcular las dimensiones y de conjeturar el aspecto de todo lo que ha habido que ignorar o desatender para llegar a saber lo poco que se sabe es, desde luego, más inteligente que entretenerse con las novedades de última generación y esforzarse por dejarlas obsoletas pronto.

El cuarto consejo recomienda apreciar al máximo el arte de comparar todo con todo y de mezclar disciplinas, métodos y contextos. Desde luego. Pero debe tenerse en cuenta que la palabra “interdisciplinar” es a menudo una perezosa consigna con la que se santifica la práctica de juntar lo más escolástico de varias disciplinas. El arte de ver las cosas juntas debe ir acompañado del de separarlas, sobre todo de sí mismas y de lo que se toma como su entorno y su contexto natural. Para esto es preciso ser, antes que nada, lo más antidisciplinar posible.

Y un último consejo, cuyo olvido produce desastres irreparables. No actúes nunca como si el dar clase fuese una tarea ancilar respecto de las verdaderamente importantes (dirigir proyectos de investigación, viajar compulsivamente o escribir en periódicos). No lo hagas porque es una conducta fraudulenta, pero, sobre todo, porque se funda en una falsedad. Lo más importante de tu oficio es dar buenas clases, y no en el sentido mezquino de quien considera una agudeza decir “es por esto por lo que me pagan”. ¿Qué te parecería si el cardiólogo que te va a intervenir dijera que le aburre operar, que lo hace porque esta temporada no ha logrado librarse del quirófano y que lo que le gusta es reservar billetes de avión, leer el BOE, presidir reuniones y pedir dinero para organizar congresos? Afortunadamente no estamos entre cardiocirujanos así, y quizá los profesores deberíamos imitarlos un poco, por lo menos los primeros días de curso.





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