Aula en la facultad de biología de la Universidad de Barcelona, EFE
Comienzo de curso. Miremos con prevención los supuestos “últimos avances” de la disciplina propia y estimulemos el arte de la comparación, escribe Antonio Valdecantos, catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III.
Empieza el curso. El académico, debe aclararse, porque la palabra ha acabado designando, no sin relamida pedantería, cualquier ciclo de actividad que comience al final del verano boreal, comienza diciendo el profesor Valdecantos. Lo que viene a continuación, que son cinco humildes recomendaciones, propuestas (¿hace falta decirlo?) con fervorosa voluntad constructiva, no afecta a todos los niveles ni tipos de la enseñanza. Se ciñe a las facultades universitarias de letras, ciencias humanas o filosofía (eso que suele llamarse, con expresión hinchada y autoadulatoria, “humanidades”) y no se aplica fácilmente a otros ámbitos, si bien podría intentarse. Mis consejos serán cinco, y darán por supuestos otros quizá más urgentes (contra el abuso, por ejemplo, de la lengua inglesa, del PowerPoint, de la palabra “reto”, de las disertaciones en tres minutos o de las metáforas tomadas del fútbol y del automóvil).
Evítese —primer consejo— el tedioso ideal de la adaptación del pasado a lo que se supone es la actualidad. Se puede contar o no contar en clase lo que dijo Maimónides sobre cierto asunto, pero hacerlo de modo que pudiera explicarse en un programa de televisión basura es peor que no hacer nada. Aunque a veces la lectura de los autores de otras épocas sirve para entender mejor el tiempo en que se vive, eso sólo se logra cuando uno se ha desacostumbrado a las ideas habituales sobre la naturaleza del presente y a lo que éste opina sobre sí mismo. Se estudia el pasado para que sea una fuente de perturbación, no un medio con que dar lustre cultural a los cuatro prejuicios viscosos que uno ha ido engordando durante las vacaciones.
Rehúyase (segunda recomendación) la mala costumbre de querer ir al grano y de concebir el conocimiento como una poda o como una operación de limpieza. En este tipo de saberes, los detalles insospechados que apenas se advierten importan mucho más que las “líneas maestras” y las “grandes cuestiones”. Lo que vale la pena de esta clase de tarea es aquello que aparece como una digresión o como un desvío: restos que no llaman la atención de quien va con prisas y que cualquiera tiraría a la basura. Las palabras decisivas de un texto son, no en vano, las que nadie subrayaría nunca. Estos saberes constituyen tareas propias de gente que sabe que está perdiendo el tiempo, que no lo va a recuperar nunca y que llegará tarde a todas partes. Quien guste de otra cosa tiene otros lugares a donde ir.
Tercer consejo: mírese con la mayor prevención aquello que la gente avisada toma como los “últimos avances” de la disciplina que uno cultiva. Lo cierto es que, con frecuencia, nuestros antepasados sabían mucho más y mejor del asunto que uno se trae entre manos, porque esta clase de conocimientos raramente progresa y, cuando lo hace, cada aumento de saber deja en la sombra (y hace crecer) cantidades enormes de sospechas y de preguntas, a las que, puerilmente, se deja de prestar atención. Tratar de calcular las dimensiones y de conjeturar el aspecto de todo lo que ha habido que ignorar o desatender para llegar a saber lo poco que se sabe es, desde luego, más inteligente que entretenerse con las novedades de última generación y esforzarse por dejarlas obsoletas pronto.
El cuarto consejo recomienda apreciar al máximo el arte de comparar todo con todo y de mezclar disciplinas, métodos y contextos. Desde luego. Pero debe tenerse en cuenta que la palabra “interdisciplinar” es a menudo una perezosa consigna con la que se santifica la práctica de juntar lo más escolástico de varias disciplinas. El arte de ver las cosas juntas debe ir acompañado del de separarlas, sobre todo de sí mismas y de lo que se toma como su entorno y su contexto natural. Para esto es preciso ser, antes que nada, lo más antidisciplinar posible.
Y un último consejo, cuyo olvido produce desastres irreparables. No actúes nunca como si el dar clase fuese una tarea ancilar respecto de las verdaderamente importantes (dirigir proyectos de investigación, viajar compulsivamente o escribir en periódicos). No lo hagas porque es una conducta fraudulenta, pero, sobre todo, porque se funda en una falsedad. Lo más importante de tu oficio es dar buenas clases, y no en el sentido mezquino de quien considera una agudeza decir “es por esto por lo que me pagan”. ¿Qué te parecería si el cardiólogo que te va a intervenir dijera que le aburre operar, que lo hace porque esta temporada no ha logrado librarse del quirófano y que lo que le gusta es reservar billetes de avión, leer el BOE, presidir reuniones y pedir dinero para organizar congresos? Afortunadamente no estamos entre cardiocirujanos así, y quizá los profesores deberíamos imitarlos un poco, por lo menos los primeros días de curso.
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