Va a hacer dos años por estas fechas, el profesor Carlos López-Fanjul, catedrático de Genética en la Universidad Complutense y profesor del Colegio Libre de Eméritos, escribía en Revista de Libros un interesante artículo titulado "La historia de los humanos contada por su genoma", reseñando el libro Breve historia de todos los que han vivido. El relato de nuestros genes (Barcelona, Pasado & Presente, 2017) del genetista británico Adam Rutherford. Lo reproduzco a continuación.
Como ocurre con no pocos documentos, la larga secuencia formada por los tres mil millones de nucleótidos que componen el genoma humano admite diversas lecturas, comienza diciendo López-Fanjul. Me ceñiré aquí a aquellos repasos que se valen de los llamados SNP («single nucleotide polymorphisms» = polimorfismos de un solo nucleótido), esto es, de las variantes determinadas por la substitución de un nucleótido por otro que se dan en unos diez millones de posiciones del genoma. Por radicar en su gran mayoría en zonas externas a los genes codificadores de proteínas, dichas variantes suelen ser neutras, es decir, sus frecuencias no están sometidas a la acción de la selección natural, o al menos ésta no es intensa. Esta circunstancia hace posible escudriñar la historia demográfica del ser humano, desde sus remotos orígenes africanos hasta el momento presente, puesto que la variabilidad de los SNP está regida únicamente por dos agentes evolutivos antagónicos que disminuyen o aumentan su magnitud. Estos son, respectivamente, el azar o deriva genética, cuya intensidad está inversamente relacionada con el número de progenitores de las poblaciones consideradas, y la migración, cuya capacidad de intervención es directamente proporcional al valor de la tasa de intercambio de reproductores entre ellas.
La obra reseñada utiliza fundamentalmente la información contenida en los SNP para esbozar de una manera amena, rigurosa y convincente, la crónica biológica de nuestra especie, complementándola con los testimonios aportados por algunos genes concretos, hasta ahora no muchos, en los que ha podido verificarse la acción de la selección natural en el pasado e investigar sus causas. Su autor, Adam Rutherford, se ha dedicado a la divulgación científica tras doctorarse en Genética por la Universidad de Londres, como editor responsable de los programas audiovisuales de la revista Nature durante una década, presentador del programa radiofónico de la BBC Inside Science, colaborador habitual del diario The Guardian, y autor de dos libros: Creation. The Origin of Life: The Future of Life (2014) y el que se comenta a continuación.
Comenzaré examinando la situación de nuestra especie con respecto a las más próximas a ella, de acuerdo con la clasificación taxonómica que sigue, en líneas generales, el esquema establecido en la única ilustración incluida en El origen de las especies: un diagrama bidimensional semejante a un árbol, con el que Darwin trató de expresar gráficamente la diversificación fenotípica espaciotemporal de los seres vivos, desde su origen común hasta el momento actual. En sus propias palabras: «Las afinidades entre todos los seres de una misma clase han sido a veces representadas mediante un gran árbol. Creo que con este símil se expresa una gran verdad. Las ramas verdes con brotes corresponderían a las especies vivientes, y las formadas en años anteriores podrían representar la larga sucesión de especies extintas»1. Esta analogía arboriforme está fundada en el principio, avalado por la evidencia empírica, de que los individuos pertenecientes a especies diferentes no aparean o, si lo hacen, no tienen descendencia o, en caso de tenerla, ésta es estéril. Es decir, las especies, por próxima que sea su filogenia, no intercambian genes. Pero el largo camino transitado por una población de una especie determinada hasta su transformación en otra distinta suele pasar por varias etapas intermedias, adquiriendo primero dicha población la calidad de subespecie cuya capacidad de procreación con la especie original es reducida, por ejemplo, cuando sólo la cubrición de las hembras de una por los machos de otra es posible, pero no a la inversa. Sin embargo, a veces existen excepciones a la regla general, esto es, apareamientos interespecíficos fértiles que ponen de manifiesto la dificultad insalvable de imponer una clasificación pretendidamente inequívoca, pero sólo justificable por su utilidad práctica, a una realidad esencialmente cambiante con la que el científico sólo puede aspirar a contemporizar.
Me referiré ahora a la sección de dicho árbol que nos toca más de cerca, la correspondiente a la última fase de la evolución de las especies del género Homo. A lo largo de los últimos treinta mil años sólo ha perdurado la nuestra, aunque anteriormente conviviera con otros dos grupos próximos: los neandertales euroasiáticos, cuyos restos fósiles, relativamente abundantes, fueron originalmente identificados como tales en 1856, y los denisovanos, hasta ahora representados por unos pocos molares y falanges, descubiertos en 2010 en la cueva Denisova siberiana. Se admite que la rama conducente al hombre moderno se separó hace unos seiscientos mil años de otra que, a su vez, se bifurcó hace unos cuatrocientos mil en las pertenecientes a neandertales y denisovanos. Sólo diez años después de la publicación del primer genoma humano fue posible disponer de los correspondientes a esos dos grupos extintos y compararlos con el propio. Aunque la escasez de datos hace que las hipótesis propuestas sean revisables, lo más plausible hoy por hoy es que alrededor de un 2% del genoma de los individuos de ascendencia europea proceda de neandertales, siempre que aceptemos que estos últimos hayan transmitido a los primeros aquellas variantes genéticas compartidas por ambos, pero no por los subsaharianos actuales, que habitan en zonas externas al área geográfica antaño ocupada por los neandertales. Es más, la contribución neandertal original pudo ser mayor, puesto que se ha detectado la huella de una débil selección en su contra que aún sigue operando. Investigaciones paralelas apuntan a la procedencia denisovana de un 5% del genoma de los melanesios y los aborígenes australianos. En lo que respecta al genoma mitocondrial, exclusivamente transmitido de madres a hijas a lo largo de las generaciones, las diferencias entre humanos y neandertales son lo suficientemente grandes para sugerir que sólo los productos de apareamientos entre hembras del primer tipo y machos del segundo resultaron ser fértiles, pero no al contrario.
Para Rutherford, estas conexiones entre ramas de un mismo linaje, previamente tenidas por especies independientes, dan al traste con la analogía arboriforme: «Tal vez haya llegado el momento de retirar la metáfora, que tan buen servicio nos ha dado, del árbol evolutivo de la vida [...]. Hoy nos costaría definirlo como un arbusto, una mata o cualquier otra cosa arbórea. Al contrario, ahora se representa en forma gráfica más bien como una serie de chorreones invertidos que corren hacia arriba hasta la charca que somos nosotros» (p. 27). Dejando a un lado lo enrevesado de esta frase, la adecuación de cada alegoría dependerá de si otorgamos o no a neandertales o denisovanos la condición de especies distintas del Homo sapiens moderno, o si, simplemente, consideramos que se trata de subespecies, algo que sigue y seguirá sujeto a discusión, puesto que la atribución de categorías taxonómicas a las formas preservadas de la vida extinguida sólo puede hacerse de una manera tentativa mediante el cotejo de los restos integrados en el registro fósil con los correspondientes a seres vivientes morfológicamente cercanos. Por otra parte, la afirmación de que «aquellos humanos antiguos nunca se extinguieron, sólo nos mezclamos», no pasa de ser una frase altisonante con que se cierra el primer capítulo, puesto que puede ampliarse evidentemente a la larga sucesión de extintas especies de homínidos ancestrales con las que, por el hecho de serlo, también compartimos genes.
Centrándonos en nuestra especie, hoy sabemos con suficiente precisión que su asentamiento estuvo circunscrito al continente africano durante sus primeros cien mil años, aproximadamente la mitad de su existencia. A continuación se inició la emigración hacia el Este, siendo ocupado el Sur de Asia hace unos setenta mil años y Australia hace cincuenta mil. Más tarde se produjeron dos nuevas dispersiones, una transitando desde el Oriente Próximo hacia Europa, poblada hace cuarenta mil años, y otra partiendo del Lejano Oriente, que condujo a Melanesia y Siberia, habitadas hace treinta mil, a la que prosiguió la colonización de América desde el Nordeste asiático hace quince mil. La llegada a algunos lugares de difícil acceso fue, sin embargo, mucho más reciente, de manera que sólo han transcurrido mil quinientos años desde que los indonesios arribaron a Madagascar y los melanesios a Nueva Zelanda, movimientos prácticamente sincrónicos con la entrada de las invasiones germánicas en Hispania. Tomando como rutas principales más probables las situadas a menos de dos mil metros de altitud que parten de Etiopía, donde se sitúa la cuna del Homo sapiens, y se dirigen a distintos rincones del planeta, los datos genómicos correspondientes a un buen número de poblaciones actuales situadas en diversos lugares que puntúan dicho itinerario apoyan la hipótesis de que, a partir de la primera salida de África, fueron estableciéndose fundaciones en serie, esto es, ramificaciones geográficas lentas pero ininterrumpidas llevadas a cabo por pequeños grupos de cazadores-recolectores. Esta expansión a pequeños pasos, mediante sucesivos asentamientos establecidos por un reducido número de fundadores, implicó una intervención acumulativa de la deriva sobre su constitución hereditaria, resultante en una disminución de la variabilidad genética de las poblaciones y el consiguiente aumento de la diferenciación genética entre ellas, a medida que crece la distancia geográfica que las separa de su origen común. Los datos indican que en torno al 80% de la pérdida de variabilidad o del incremento en diferenciación debe atribuirse a ese proceso aleatorio cuya actividad sólo fue parcialmente mitigada por la migración. Además, una deriva intensa debilita la acción de la selección natural y, por ello, la frecuencia de las variantes deletéreas causantes de las llamadas enfermedades genéticas raras, generalmente de base monogénica, es más baja en África que en el resto del planeta.
El primer establecimiento del Homo sapiens en Europa se produjo hace unos cuarenta mil años, con la llegada de pequeños grupos de cazadores-recolectores de origen africano a través de Anatolia que dejaron variados testimonios físicos de su presencia, tales como, por dar un ejemplo cercano, los bisontes de la cueva de Altamira pintados hace quince mil años. Sin embargo, la práctica totalidad de los datos genéticos disponibles se remiten a fechas más recientes, permitiendo detectar la entrada de grupos relativamente numerosos, bien procedentes del Oriente Próximo hace unos ocho milenios, o de la estepa rusa hace unos cinco. Con estas últimas inmigraciones se introdujeron las prácticas agronómicas que, desde entonces hasta entrado el siglo XX, constituyeron la ocupación predominante de los europeos, al tiempo que modelaron el entorno físico de sus lugares de residencia, haciéndolo cada vez más diferente del primitivo. La integración de esos colonos en la población autóctona previa y, con ella, la resultante transición de la vida nómada a la sedentaria, cambió nuestra constitución hereditaria. De hecho, las huellas de selección natural detectadas en los análisis genómicos de residuos humanos, cuya antigüedad oscila entre ocho mil y dos mil años, corresponden, en buena medida, a genes relacionados con adaptaciones al cambio de dieta promovido por la implantación de la agricultura y la ganadería. A su vez, todos los restos fósiles anteriores pertenecen a individuos de piel oscura, mientras que los primeros seres dotados de epidermis blanca, el distintivo prototípico del europaeus albus de Linneo, son los excavados en Motala (Suecia) en 2009, una enigmática colección de cráneos insertos en estacas datados hace unos ocho mil años. No obstante, la ventaja que supone una baja concentración de melanina en la piel, favorecedora de una síntesis más eficiente de vitamina D en zonas de débil irradiación solar, sólo explica parcialmente la rápida expansión de ese rasgo.
Como muestra de los genes relacionados con la domesticación animal y la consiguiente actividad ganadera, me referiré al denominado LCT, responsable de la producción de lactasa, enzima que permite la digestión de la lactosa o azúcar de la leche. Su actividad se mantiene durante el período de lactancia en la práctica totalidad de los mamíferos, reduciéndose a continuación en los adultos, que no consumen leche. Pasado el destete, la mayor parte de los seres humanos de origen africano, asiático, americano o australiano son intolerantes a la lactosa, al igual que el resto de sus congéneres de la clase mammalia, y la ingesta de leche les produce trastornos intestinales de mayor o menor consideración. Sin embargo, buena parte de los europeos son portadores de una variante dominante del gen LCT que les faculta para tomar leche sin problemas, aunque su frecuencia es menor en los sureños, a excepción de los españoles. La mutación surgió en Centroeuropa hace unos ocho mil años y consiste en el cambio de un solo nucleótido de los trece mil que componen el gen en cuestión. A pesar de que se ha detectado una intensa acción selectiva conducente al rápido aumento en frecuencia de dicha variante, no parece que las posibles ventajas nutritivas asociadas a ella, u otras relacionadas con el crecimiento óseo, sean suficientes para explicar el fenómeno. La hipótesis más plausible es que la mutación se incorporara al genoma europeo a través de un proceso de coevolución gen-cultura en comunidades pastoriles, que bebían leche por ser un alimento de acceso inmediato, mientras que el queso, que prácticamente no contiene lactosa, es un producto que requiere cierta elaboración. Los pocos africanos que son tolerantes, como los tuaregs y los tutsis, también son portadores de mutaciones del gen LCT, pero éstas son diferentes de la europea.
Otro tipo de información puede adquirirse investigando los lazos de parentesco que unen al hombre actual con sus ascendientes algo más próximos. Avanzando hacia fechas relativamente cercanas, digamos al año 1000 d. C., por dar un número redondo, y limitando el campo de indagación a los individuos modernos de ascendencia europea, para seguir simplificando, si en cada siglo se suceden tres generaciones, el número de antepasados de cualquiera de ellos referido a ese momento del pasado es igual a 230, esto es, unos 1.074 millones, alrededor de veinte veces mayor que el total de la población del continente en el tiempo antedicho. Esto implica, necesariamente, que mientras más atrás se prolongue la genealogía, el número de ancestros distintos de una persona es cada vez menor, es decir, muchos se repiten más y más en sus diferentes prosapias y, por tanto, todos los europeos de hoy acaban siendo algo parientes. Aunque la construcción de árboles genealógicos en el sentido tradicional sea hasta cierto punto posible, sus distintas ramas dejan de ser independientes para conectarse unas con otras a medida que van adentrándose en el pasado y, en realidad, acaban convirtiéndose en un entramado cada vez más uniforme. La genética de poblaciones lleva casi un siglo estudiando esta situación a la luz de modelos matemáticos que, por seguir con el mismo ejemplo, indican que alrededor de un quinto de los europeos vivos en el año 1000 d. C. no han dejado descendencia en el presente, pero los restantes cuatro quintos son antecesores de todos y cada uno de los europeos actuales, aunque el número de veces que un ascendiente se repite en cada genealogía varíe de unos a otros. Dicho de otro modo, se ha estimado que un español contemporáneo está relacionado con cualquiera de sus antepasados peninsulares del año 1000 d. C. a través de unas mil líneas diferentes de promedio, que se reducen a diez cuando éstas remiten a sus ancestros escandinavos en la misma fecha, lo cual implica que la probabilidad de recibir genes de un ascendiente hispánico es cien veces mayor que la correspondiente a otro de origen nórdico. Desde luego, dichos modelos se han elaborado partiendo de determinados supuestos referentes a la demografía y a las probabilidades con que se dan distintos tipos de apareamiento, pero su validez aproximada ha podido comprobarse recurriendo al análisis de la constitución genómica de los europeos de hoy, cualquiera que sea su historia familiar. En estas conclusiones se basa, para desesperación de los genealogistas, la inevitable afirmación de Rutherford de que todos ellos descienden, entre otros, de Carlomagno, muerto con anterioridad al año 1000 (de hecho, en 814). Es más, puede aventurarse que el antecesor común más reciente de todos los seres humanos actuales vivió hace unos tres mil cuatrocientos años, esto es, en tiempos plenamente históricos coincidentes con los de la XVIII dinastía de faraones. Esta afirmación, no exenta de cierta teatralidad, nada dice de los restantes 2102 ancestros con que cada uno de nosotros cuenta por esas fechas. No obstante, retrotrayéndose unos pocos milenios más, las pautas mencionadas siguen vigentes, de manera que, remontándose a un ayer algo más remoto, pero no demasiado lejano, todos los seres humanos vivos hoy compartimos el mismo abolengo. Por otra parte, es importante subrayar que, aunque todos los europeos de origen sean genealógicamente descendientes de Carlomagno o, si se quiere, del rey Alfonso III de Asturias (866-910), esto nada dice sobre la probabilidad de que sean portadores de algunos de sus genes, próxima a cero en cualquier caso. De hecho, la probabilidad de que un ascendiente no contribuya genes a un sucesor aumenta en razón directa al número de generaciones que los separan, y, de entrada, es posible, aunque muy poco probable, que un individuo sólo sea portador de genes de dos de sus cuatro abuelos.
Cuando se encarga la confección del genoma de una persona a alguna de las compañías comerciales que ofrecen este servicio en Internet, los resultados suelen detallar los porcentajes de su ascendencia correspondientes a distintos grupos históricos relativamente recientes, por ejemplo los vikingos, pero a dicha adjudicación no se llega comparando el genoma en cuestión con una inexistente muestra de genomas vikingos, digamos del siglo IX, sino con los de la población escandinava del presente, cuya relación con los antiguos habitantes de su zona de asentamiento es, como mínimo, difusa. Lo que ocurre, porque todos los europeos son parientes, es que comparten una fracción variable de ascendencia vikinga, o celta, o romana, o goda, lo cual dice poco o nada sobre el individuo examinado. Dicho de otro modo, la lectura de un genoma no indica gran cosa sobre los orígenes geográficos de los antepasados de su portador remitidos a un momento dado del pasado (al fin y al cabo, todos éramos africanos hace cien mil años), sino ciertas afinidades de problemático significado con grupos étnicos actuales.
La tendencia a encasillar a la especie humana en secciones de distinta procedencia, que difieren entre sí por causas hereditarias, es muy antigua y sigue estando presente en el sentir general, aunque los criterios de clasificación al uso hayan sido rechazados uno tras otro. La intención de Rutherford no es tanto discutir esa supuesta base genética diferencial como establecer su alcance, considerando, en primer lugar, la división de la humanidad en las tradicionalmente denominadas razas principales o geográficas, compuestas cada una de ellas por individuos cuya ascendencia proviene exclusivamente de uno de los cinco continentes; y, en segundo lugar, las subdivisiones convencionales de cada una de estas razas en distintas poblaciones de imprecisa definición, por cuanto ésta no sólo alude a un asentamiento físico cuyas fronteras son inciertas, sino también a condicionantes ambiguos, tales como la comunidad de lengua, cultura, o historia. Los resultados del primer estudio de la diversidad genética humana, llevado a cabo por Richard C. Lewontin en 1972 utilizando la información proporcionada por polimorfismos bioquímicos, concuerdan con los obtenidos a partir de los modernos análisis genómicos, mucho más exhaustivos, en adjudicar entre el 85% y el 90% de la diversidad total a las diferencias promedio entre los individuos de una misma población, repartiéndose por mitad el restante 10-15% entre las divergencias apreciadas entre distintos continentes y entre las diversas poblaciones que en cada uno de ellos pudieran especificarse. Esto explica que, en casos concretos, las diferencias genéticas entre grupos de la misma procedencia geográfica, por ejemplo los Hazda de Tanzania y los Fulani del Sahel, sean mayores que las existentes entre los naturales de Europa y del Lejano Oriente. Más aún, las distinciones entre razas o poblaciones no suelen obedecer a variantes genéticas privativas de cada una de ellas, sino a disparidades entre las frecuencias de las variantes de un mismo gen en distintas agrupaciones, y ponen claramente de manifiesto la escasa importancia de la herencia biológica en la diferenciación de las poblaciones humanas si se compara con la gran diversidad que caracteriza a los individuos que componen cada una de ellas. En todo caso, dichas variantes privativas son más comunes en África que en el resto del globo, pues muchas se han perdido por deriva durante el largo proceso de dispersión extraafricana de la especie. Como ya barruntaba Darwin, «Puede dudarse de si puede nombrarse algún carácter que sea distintivo de una raza y privativo de ella»2. En otras palabras, la variación hereditaria correspondiente a ciertos rasgos externos conspicuos, como el color de la piel, el tipo de cabello, o algunos rasgos faciales, como la forma de la nariz, los labios, o los párpados, no es en manera alguna representativa del comportamiento de la generalidad de los genes.
Aunque la genética se ha utilizado y sigue utilizándose con fines racistas3, lo que en términos estrictamente científicos puede afirmarse es que el Homo sapiens es una especie genéticamente muy homogénea, y que las distinciones hereditarias entre poblaciones que ocupan distintos lugares del globo obedecen mayoritariamente a la acción de la deriva resultante de su lenta expansión por todo el planeta tras la salida de su cuna africana. Evidentemente, otras disparidades genéticas se deben a la acción de la selección natural en distintas condiciones ambientales, que es posible detectar por la escasa variabilidad de las zonas de ADN que flanquean a los genes seleccionados, pero cuyas causas son difíciles de establecer. Es más, la misma adaptación ha sido adquirida por rutas genéticas diferentes en distintas poblaciones, como se ha mencionado anteriormente en el caso de la tolerancia a la lactosa. Con todo, queda por ver si existen diferencias de consideración en las regiones reguladoras del genoma externas a los genes.
Sin embargo, datos genómicos analizados mediante complejas técnicas estadísticas pueden suministrar información histórico-demográfica que, en ocasiones, es más precisa que la puramente arqueológica o documental. Así, en el proyecto «People of the British Isles», se utilizaron nada menos que quinientos mil SNP para caracterizar los genomas de una muestra de dos mil británicos, cuyos cuatro abuelos habían nacido dentro de un círculo de setenta y cinco kilómetros de radio tomando como centro el lugar de nacimiento del nieto, y compararlos con los de seis mil europeos de diez nacionalidades diferentes. Agrupando a los individuos de acuerdo con su semejanza genética, sin tener en cuenta su origen geográfico, pudo establecerse que no se distribuían homogéneamente sobre la superficie del país, sino formando agregaciones localizadas en zonas concretas, y también que las mínimas diferencias detectadas entre éstas eran suficientes tanto para distinguir entre ingleses, galeses, córnicos y escoceses, como para documentar la existencia de líneas divisorias históricas más o menos antiguas. También pudo averiguarse que los tres últimos grupos, denominados célticos desde que así lo hizo el Romanticismo decimonónico, difieren más entre sí que con respecto a los ingleses, lo cual sugiere que su identidad como tales es esencialmente lingüística y cultural, pero no hereditaria. No se encontraron trazas genómicas de italianos ni daneses en los británicos de hoy, sugiriendo que las antiguas poblaciones locales no mantuvieron mayor intercambio sexual con conquistadores romanos ni invasores vikingos procedentes de Dinamarca (pero sí con los noruegos), a pesar de que unos y otros dominaron el país durante siglos. Sin embargo, la aportación sajona a los actuales habitantes del centro y sur de Inglaterra parece ser considerable. Vuelvo a insistir en que estos datos, si bien proporcionan información útil a los historiadores, no indican diferencias genéticas de consideración, y las establecidas sólo han podido ponerse de manifiesto mediante un análisis genómico exhaustivo. Debe igualmente notarse que los datos mencionados corresponden a la generación de los abuelos de los sujetos experimentales, esto es, a la población británica victoriana y no a la de hoy, condición que también se aplica a las muestras formadas por individuos de ocho apellidos vascos, fácilmente identificables por medio de una simple partida de bautismo, que remiten a la constitución genética de la población del País Vasco en el segundo tercio del siglo XIX y no a la actualmente empadronada en él, donde el porcentaje de ciudadanos cuyos dos primeros apellidos son euskaldunes es del orden del 20% y el de los que tienen ocho debe de ser considerablemente menor.
Por otra parte, el rastreo genealógico llevado a cabo a la luz de datos genómicos puede a veces dar respuesta a interrogantes que, hasta hace pocos años, parecían de imposible averiguación. Así han podido adjudicarse a Ricardo III de Inglaterra los huesos excavados en un aparcamiento de Leicester donde, hasta mediados del siglo XVI, se ubicaba el monasterio franciscano en que este rey fue sepultado en 1485. Después de cinco siglos no tiene mayor sentido comparar su genoma autosómico con el enormemente mezclado de sus parientes actuales, pero sí las pequeñas fracciones del genoma total empaquetadas en el cromosoma Y o en las mitocondrias, que se transmiten indivisas, sin más alteraciones que las provenientes de mutación, de macho a macho o de hembra a hembra, respectivamente. El contenido nucleotídico del cromosoma Y de los cinco varones estudiados resultó ser diferente del de Ricardo, algo que, dado el tiempo transcurrido, no es causa de mayor asombro, aun admitiendo tasas reducidas de infidelidad conyugal por generación. No obstante, la línea femenina está libre de sospecha siempre que la genealogía no mienta, y las dos mujeres analizadas compartían con Ricardo el mismo ADN mitocondrial que, para ser precisos, era idéntico en un caso y difería en un solo nucleótido de dieciséis mil quinientos en el otro.
Como Rutherford reconoce repetidas veces, los testimonios del pasado rara vez poseen un valor probatorio absoluto, y la función del historiador es interpretarlos de la manera que considere más plausible a la luz de los conocimientos del momento. Las inferencias derivadas del análisis genómico de restos fósiles muy escasos están coartadas por errores de muestreo considerables, cuya magnitud es difícil especificar. Así, la propuesta de hibridación entre el Homo sapiens moderno y neandertales y denisovanos no pasa, por ahora, de ser una hipótesis más probable que las alternativas que la niegan, y lo mismo ocurre con la precisión de las dataciones de la llegada a Europa de las inmigraciones que introdujeron las prácticas agronómicas tras la domesticación de especies animales y vegetales. Por dar un ejemplo de la inseguridad inherente a estos estudios, me limitaré a mencionar los recientes hallazgos excavados en Jebel Irhoud (Marruecos), que pueden retrasar la aparición del Homo sapiens en cien mil años, ampliando así en un tercio el período de existencia de la especie admitido hasta ahora. Por el contrario, otras conclusiones se basan en estudios repetidos y coincidentes, como el aumento de la diferenciación genética entre las poblaciones actuales y la disminución de su variabilidad a medida de que su emplazamiento se aparta de África. Lo mismo se aplica a las investigaciones que han revelado reiteradamente la escasa importancia de las diferencias entre las razas continentales o las etnias en que éstas pudieran dividirse, en comparación con las existentes entre los individuos que componen unas y otras, de manera que, en el caso hipotético de que, tras una descomunal catástrofe, sólo sobreviviera una de esas etnias, ésta conservaría entre el 85% y el 90% de la variación genética total de los humanos, y aun algo más si su procedencia fuera africana. Por último, debe tenerse en cuenta que las estimaciones del plazo que habría que recorrer hasta el momento en que la ascendencia de todos los europeos fuese la misma, o bien el preciso para encontrar un antepasado común de la humanidad actual, tienen un obligado margen de error, pero éste no pasa de retrasar el momento en unas pocas centurias, en el primer caso, o en escasos milenios, en el segundo. Con estas ineludibles salvedades, concluye la no tan «breve» pero recomendable «historia de todos los que han vivido», que Rutherford ha compuesto para ilustrar la aportación de la Genética a la comprensión del pasado y el presente de nuestra especie.
La diosa Clío, musa de la Historia
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