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viernes, 27 de septiembre de 2019

[HISTORIA] La historia de los humanos contada por su genoma





Va a hacer dos años por estas fechas, el profesor Carlos López-Fanjul, catedrático de Genética en la Universidad Complutense y profesor del Colegio Libre de Eméritos, escribía en Revista de Libros un interesante artículo titulado "La historia de los humanos contada por su genoma", reseñando el libro Breve historia de todos los que han vivido. El relato de nuestros genes (Barcelona, Pasado & Presente, 2017) del genetista británico Adam Rutherford. Lo reproduzco a continuación. 

Como ocurre con no pocos documentos, la larga secuencia formada por los tres mil millones de nucleótidos que componen el genoma humano admite diversas lecturas, comienza diciendo López-Fanjul. Me ceñiré aquí a aquellos repasos que se valen de los llamados SNP («single nucleotide polymorphisms» = polimorfismos de un solo nucleótido), esto es, de las variantes determinadas por la substitución de un nucleótido por otro que se dan en unos diez millones de posiciones del genoma. Por radicar en su gran mayoría en zonas externas a los genes codificadores de proteínas, dichas variantes suelen ser neutras, es decir, sus frecuencias no están sometidas a la acción de la selección natural, o al menos ésta no es intensa. Esta circunstancia hace posible escudriñar la historia demográfica del ser humano, desde sus remotos orígenes africanos hasta el momento presente, puesto que la variabilidad de los SNP está regida únicamente por dos agentes evolutivos antagónicos que disminuyen o aumentan su magnitud. Estos son, respectivamente, el azar o deriva genética, cuya intensidad está inversamente relacionada con el número de progenitores de las poblaciones consideradas, y la migración, cuya capacidad de intervención es directamente proporcional al valor de la tasa de intercambio de reproductores entre ellas.

La obra reseñada utiliza fundamentalmente la información contenida en los SNP para esbozar de una manera amena, rigurosa y convincente, la crónica biológica de nuestra especie, complementándola con los testimonios aportados por algunos genes concretos, hasta ahora no muchos, en los que ha podido verificarse la acción de la selección natural en el pasado e investigar sus causas. Su autor, Adam Rutherford, se ha dedicado a la divulgación científica tras doctorarse en Genética por la Universidad de Londres, como editor responsable de los programas audiovisuales de la revista Nature durante una década, presentador del programa radiofónico de la BBC Inside Science, colaborador habitual del diario The Guardian, y autor de dos libros: Creation. The Origin of Life: The Future of Life (2014) y el que se comenta a continuación.

Comenzaré examinando la situación de nuestra especie con respecto a las más próximas a ella, de acuerdo con la clasificación taxonómica que sigue, en líneas generales, el esquema establecido en la única ilustración incluida en El origen de las especies: un diagrama bidimensional semejante a un árbol, con el que Darwin trató de expresar gráficamente la diversificación fenotípica espaciotemporal de los seres vivos, desde su origen común hasta el momento actual. En sus propias palabras: «Las afinidades entre todos los seres de una misma clase han sido a veces representadas mediante un gran árbol. Creo que con este símil se expresa una gran verdad. Las ramas verdes con brotes corresponderían a las especies vivientes, y las formadas en años anteriores podrían representar la larga sucesión de especies extintas»1. Esta analogía arboriforme está fundada en el principio, avalado por la evidencia empírica, de que los individuos pertenecientes a especies diferentes no aparean o, si lo hacen, no tienen descendencia o, en caso de tenerla, ésta es estéril. Es decir, las especies, por próxima que sea su filogenia, no intercambian genes. Pero el largo camino transitado por una población de una especie determinada hasta su transformación en otra distinta suele pasar por varias etapas intermedias, adquiriendo primero dicha población la calidad de subespecie cuya capacidad de procreación con la especie original es reducida, por ejemplo, cuando sólo la cubrición de las hembras de una por los machos de otra es posible, pero no a la inversa. Sin embargo, a veces existen excepciones a la regla general, esto es, apareamientos interespecíficos fértiles que ponen de manifiesto la dificultad insalvable de imponer una clasificación pretendidamente inequívoca, pero sólo justificable por su utilidad práctica, a una realidad esencialmente cambiante con la que el científico sólo puede aspirar a contemporizar.

Me referiré ahora a la sección de dicho árbol que nos toca más de cerca, la correspondiente a la última fase de la evolución de las especies del género Homo. A lo largo de los últimos treinta mil años sólo ha perdurado la nuestra, aunque anteriormente conviviera con otros dos grupos próximos: los neandertales euroasiáticos, cuyos restos fósiles, relativamente abundantes, fueron originalmente identificados como tales en 1856, y los denisovanos, hasta ahora representados por unos pocos molares y falanges, descubiertos en 2010 en la cueva Denisova siberiana. Se admite que la rama conducente al hombre moderno se separó hace unos seiscientos mil años de otra que, a su vez, se bifurcó hace unos cuatrocientos mil en las pertenecientes a neandertales y denisovanos. Sólo diez años después de la publicación del primer genoma humano fue posible disponer de los correspondientes a esos dos grupos extintos y compararlos con el propio. Aunque la escasez de datos hace que las hipótesis propuestas sean revisables, lo más plausible hoy por hoy es que alrededor de un 2% del genoma de los individuos de ascendencia europea proceda de neandertales, siempre que aceptemos que estos últimos hayan transmitido a los primeros aquellas variantes genéticas compartidas por ambos, pero no por los subsaharianos actuales, que habitan en zonas externas al área geográfica antaño ocupada por los neandertales. Es más, la contribución neandertal original pudo ser mayor, puesto que se ha detectado la huella de una débil selección en su contra que aún sigue operando. Investigaciones paralelas apuntan a la procedencia denisovana de un 5% del genoma de los melanesios y los aborígenes australianos. En lo que respecta al genoma mitocondrial, exclusivamente transmitido de madres a hijas a lo largo de las generaciones, las diferencias entre humanos y neandertales son lo suficientemente grandes para sugerir que sólo los productos de apareamientos entre hembras del primer tipo y machos del segundo resultaron ser fértiles, pero no al contrario.

Para Rutherford, estas conexiones entre ramas de un mismo linaje, previamente tenidas por especies independientes, dan al traste con la analogía arboriforme: «Tal vez haya llegado el momento de retirar la metáfora, que tan buen servicio nos ha dado, del árbol evolutivo de la vida [...]. Hoy nos costaría definirlo como un arbusto, una mata o cualquier otra cosa arbórea. Al contrario, ahora se representa en forma gráfica más bien como una serie de chorreones invertidos que corren hacia arriba hasta la charca que somos nosotros» (p. 27). Dejando a un lado lo enrevesado de esta frase, la adecuación de cada alegoría dependerá de si otorgamos o no a neandertales o denisovanos la condición de especies distintas del Homo sapiens moderno, o si, simplemente, consideramos que se trata de subespecies, algo que sigue y seguirá sujeto a discusión, puesto que la atribución de categorías taxonómicas a las formas preservadas de la vida extinguida sólo puede hacerse de una manera tentativa mediante el cotejo de los restos integrados en el registro fósil con los correspondientes a seres vivientes morfológicamente cercanos. Por otra parte, la afirmación de que «aquellos humanos antiguos nunca se extinguieron, sólo nos mezclamos», no pasa de ser una frase altisonante con que se cierra el primer capítulo, puesto que puede ampliarse evidentemente a la larga sucesión de extintas especies de homínidos ancestrales con las que, por el hecho de serlo, también compartimos genes.

Centrándonos en nuestra especie, hoy sabemos con suficiente precisión que su asentamiento estuvo circunscrito al continente africano durante sus primeros cien mil años, aproximadamente la mitad de su existencia. A continuación se inició la emigración hacia el Este, siendo ocupado el Sur de Asia hace unos setenta mil años y Australia hace cincuenta mil. Más tarde se produjeron dos nuevas dispersiones, una transitando desde el Oriente Próximo hacia Europa, poblada hace cuarenta mil años, y otra partiendo del Lejano Oriente, que condujo a Melanesia y Siberia, habitadas hace treinta mil, a la que prosiguió la colonización de América desde el Nordeste asiático hace quince mil. La llegada a algunos lugares de difícil acceso fue, sin embargo, mucho más reciente, de manera que sólo han transcurrido mil quinientos años desde que los indonesios arribaron a Madagascar y los melanesios a Nueva Zelanda, movimientos prácticamente sincrónicos con la entrada de las invasiones germánicas en Hispania. Tomando como rutas principales más probables las situadas a menos de dos mil metros de altitud que parten de Etiopía, donde se sitúa la cuna del Homo sapiens, y se dirigen a distintos rincones del planeta, los datos genómicos correspondientes a un buen número de poblaciones actuales situadas en diversos lugares que puntúan dicho itinerario apoyan la hipótesis de que, a partir de la primera salida de África, fueron estableciéndose fundaciones en serie, esto es, ramificaciones geográficas lentas pero ininterrumpidas llevadas a cabo por pequeños grupos de cazadores-recolectores. Esta expansión a pequeños pasos, mediante sucesivos asentamientos establecidos por un reducido número de fundadores, implicó una intervención acumulativa de la deriva sobre su constitución hereditaria, resultante en una disminución de la variabilidad genética de las poblaciones y el consiguiente aumento de la diferenciación genética entre ellas, a medida que crece la distancia geográfica que las separa de su origen común. Los datos indican que en torno al 80% de la pérdida de variabilidad o del incremento en diferenciación debe atribuirse a ese proceso aleatorio cuya actividad sólo fue parcialmente mitigada por la migración. Además, una deriva intensa debilita la acción de la selección natural y, por ello, la frecuencia de las variantes deletéreas causantes de las llamadas enfermedades genéticas raras, generalmente de base monogénica, es más baja en África que en el resto del planeta.

El primer establecimiento del Homo sapiens en Europa se produjo hace unos cuarenta mil años, con la llegada de pequeños grupos de cazadores-recolectores de origen africano a través de Anatolia que dejaron variados testimonios físicos de su presencia, tales como, por dar un ejemplo cercano, los bisontes de la cueva de Altamira pintados hace quince mil años. Sin embargo, la práctica totalidad de los datos genéticos disponibles se remiten a fechas más recientes, permitiendo detectar la entrada de grupos relativamente numerosos, bien procedentes del Oriente Próximo hace unos ocho milenios, o de la estepa rusa hace unos cinco. Con estas últimas inmigraciones se introdujeron las prácticas agronómicas que, desde entonces hasta entrado el siglo XX, constituyeron la ocupación predominante de los europeos, al tiempo que modelaron el entorno físico de sus lugares de residencia, haciéndolo cada vez más diferente del primitivo. La integración de esos colonos en la población autóctona previa y, con ella, la resultante transición de la vida nómada a la sedentaria, cambió nuestra constitución hereditaria. De hecho, las huellas de selección natural detectadas en los análisis genómicos de residuos humanos, cuya antigüedad oscila entre ocho mil y dos mil años, corresponden, en buena medida, a genes relacionados con adaptaciones al cambio de dieta promovido por la implantación de la agricultura y la ganadería. A su vez, todos los restos fósiles anteriores pertenecen a individuos de piel oscura, mientras que los primeros seres dotados de epidermis blanca, el distintivo prototípico del europaeus albus de Linneo, son los excavados en Motala (Suecia) en 2009, una enigmática colección de cráneos insertos en estacas datados hace unos ocho mil años. No obstante, la ventaja que supone una baja concentración de melanina en la piel, favorecedora de una síntesis más eficiente de vitamina D en zonas de débil irradiación solar, sólo explica parcialmente la rápida expansión de ese rasgo.

Como muestra de los genes relacionados con la domesticación animal y la consiguiente actividad ganadera, me referiré al denominado LCT, responsable de la producción de lactasa, enzima que permite la digestión de la lactosa o azúcar de la leche. Su actividad se mantiene durante el período de lactancia en la práctica totalidad de los mamíferos, reduciéndose a continuación en los adultos, que no consumen leche. Pasado el destete, la mayor parte de los seres humanos de origen africano, asiático, americano o australiano son intolerantes a la lactosa, al igual que el resto de sus congéneres de la clase mammalia, y la ingesta de leche les produce trastornos intestinales de mayor o menor consideración. Sin embargo, buena parte de los europeos son portadores de una variante dominante del gen LCT que les faculta para tomar leche sin problemas, aunque su frecuencia es menor en los sureños, a excepción de los españoles. La mutación surgió en Centroeuropa hace unos ocho mil años y consiste en el cambio de un solo nucleótido de los trece mil que componen el gen en cuestión. A pesar de que se ha detectado una intensa acción selectiva conducente al rápido aumento en frecuencia de dicha variante, no parece que las posibles ventajas nutritivas asociadas a ella, u otras relacionadas con el crecimiento óseo, sean suficientes para explicar el fenómeno. La hipótesis más plausible es que la mutación se incorporara al genoma europeo a través de un proceso de coevolución gen-cultura en comunidades pastoriles, que bebían leche por ser un alimento de acceso inmediato, mientras que el queso, que prácticamente no contiene lactosa, es un producto que requiere cierta elaboración. Los pocos africanos que son tolerantes, como los tuaregs y los tutsis, también son portadores de mutaciones del gen LCT, pero éstas son diferentes de la europea.

Otro tipo de información puede adquirirse investigando los lazos de parentesco que unen al hombre actual con sus ascendientes algo más próximos. Avanzando hacia fechas relativamente cercanas, digamos al año 1000 d. C., por dar un número redondo, y limitando el campo de indagación a los individuos modernos de ascendencia europea, para seguir simplificando, si en cada siglo se suceden tres generaciones, el número de antepasados de cualquiera de ellos referido a ese momento del pasado es igual a 230, esto es, unos 1.074 millones, alrededor de veinte veces mayor que el total de la población del continente en el tiempo antedicho. Esto implica, necesariamente, que mientras más atrás se prolongue la genealogía, el número de ancestros distintos de una persona es cada vez menor, es decir, muchos se repiten más y más en sus diferentes prosapias y, por tanto, todos los europeos de hoy acaban siendo algo parientes. Aunque la construcción de árboles genealógicos en el sentido tradicional sea hasta cierto punto posible, sus distintas ramas dejan de ser independientes para conectarse unas con otras a medida que van adentrándose en el pasado y, en realidad, acaban convirtiéndose en un entramado cada vez más uniforme. La genética de poblaciones lleva casi un siglo estudiando esta situación a la luz de modelos matemáticos que, por seguir con el mismo ejemplo, indican que alrededor de un quinto de los europeos vivos en el año 1000 d. C. no han dejado descendencia en el presente, pero los restantes cuatro quintos son antecesores de todos y cada uno de los europeos actuales, aunque el número de veces que un ascendiente se repite en cada genealogía varíe de unos a otros. Dicho de otro modo, se ha estimado que un español contemporáneo está relacionado con cualquiera de sus antepasados peninsulares del año 1000 d. C. a través de unas mil líneas diferentes de promedio, que se reducen a diez cuando éstas remiten a sus ancestros escandinavos en la misma fecha, lo cual implica que la probabilidad de recibir genes de un ascendiente hispánico es cien veces mayor que la correspondiente a otro de origen nórdico. Desde luego, dichos modelos se han elaborado partiendo de determinados supuestos referentes a la demografía y a las probabilidades con que se dan distintos tipos de apareamiento, pero su validez aproximada ha podido comprobarse recurriendo al análisis de la constitución genómica de los europeos de hoy, cualquiera que sea su historia familiar. En estas conclusiones se basa, para desesperación de los genealogistas, la inevitable afirmación de Rutherford de que todos ellos descienden, entre otros, de Carlomagno, muerto con anterioridad al año 1000 (de hecho, en 814). Es más, puede aventurarse que el antecesor común más reciente de todos los seres humanos actuales vivió hace unos tres mil cuatrocientos años, esto es, en tiempos plenamente históricos coincidentes con los de la XVIII dinastía de faraones. Esta afirmación, no exenta de cierta teatralidad, nada dice de los restantes 2102 ancestros con que cada uno de nosotros cuenta por esas fechas. No obstante, retrotrayéndose unos pocos milenios más, las pautas mencionadas siguen vigentes, de manera que, remontándose a un ayer algo más remoto, pero no demasiado lejano, todos los seres humanos vivos hoy compartimos el mismo abolengo. Por otra parte, es importante subrayar que, aunque todos los europeos de origen sean genealógicamente descendientes de Carlomagno o, si se quiere, del rey Alfonso III de Asturias (866-910), esto nada dice sobre la probabilidad de que sean portadores de algunos de sus genes, próxima a cero en cualquier caso. De hecho, la probabilidad de que un ascendiente no contribuya genes a un sucesor aumenta en razón directa al número de generaciones que los separan, y, de entrada, es posible, aunque muy poco probable, que un individuo sólo sea portador de genes de dos de sus cuatro abuelos.

Cuando se encarga la confección del genoma de una persona a alguna de las compañías comerciales que ofrecen este servicio en Internet, los resultados suelen detallar los porcentajes de su ascendencia correspondientes a distintos grupos históricos relativamente recientes, por ejemplo los vikingos, pero a dicha adjudicación no se llega comparando el genoma en cuestión con una inexistente muestra de genomas vikingos, digamos del siglo IX, sino con los de la población escandinava del presente, cuya relación con los antiguos habitantes de su zona de asentamiento es, como mínimo, difusa. Lo que ocurre, porque todos los europeos son parientes, es que comparten una fracción variable de ascendencia vikinga, o celta, o romana, o goda, lo cual dice poco o nada sobre el individuo examinado. Dicho de otro modo, la lectura de un genoma no indica gran cosa sobre los orígenes geográficos de los antepasados de su portador remitidos a un momento dado del pasado (al fin y al cabo, todos éramos africanos hace cien mil años), sino ciertas afinidades de problemático significado con grupos étnicos actuales.

La tendencia a encasillar a la especie humana en secciones de distinta procedencia, que difieren entre sí por causas hereditarias, es muy antigua y sigue estando presente en el sentir general, aunque los criterios de clasificación al uso hayan sido rechazados uno tras otro. La intención de Rutherford no es tanto discutir esa supuesta base genética diferencial como establecer su alcance, considerando, en primer lugar, la división de la humanidad en las tradicionalmente denominadas razas principales o geográficas, compuestas cada una de ellas por individuos cuya ascendencia proviene exclusivamente de uno de los cinco continentes; y, en segundo lugar, las subdivisiones convencionales de cada una de estas razas en distintas poblaciones de imprecisa definición, por cuanto ésta no sólo alude a un asentamiento físico cuyas fronteras son inciertas, sino también a condicionantes ambiguos, tales como la comunidad de lengua, cultura, o historia. Los resultados del primer estudio de la diversidad genética humana, llevado a cabo por Richard C. Lewontin en 1972 utilizando la información proporcionada por polimorfismos bioquímicos, concuerdan con los obtenidos a partir de los modernos análisis genómicos, mucho más exhaustivos, en adjudicar entre el 85% y el 90% de la diversidad total a las diferencias promedio entre los individuos de una misma población, repartiéndose por mitad el restante 10-15% entre las divergencias apreciadas entre distintos continentes y entre las diversas poblaciones que en cada uno de ellos pudieran especificarse. Esto explica que, en casos concretos, las diferencias genéticas entre grupos de la misma procedencia geográfica, por ejemplo los Hazda de Tanzania y los Fulani del Sahel, sean mayores que las existentes entre los naturales de Europa y del Lejano Oriente. Más aún, las distinciones entre razas o poblaciones no suelen obedecer a variantes genéticas privativas de cada una de ellas, sino a disparidades entre las frecuencias de las variantes de un mismo gen en distintas agrupaciones, y ponen claramente de manifiesto la escasa importancia de la herencia biológica en la diferenciación de las poblaciones humanas si se compara con la gran diversidad que caracteriza a los individuos que componen cada una de ellas. En todo caso, dichas variantes privativas son más comunes en África que en el resto del globo, pues muchas se han perdido por deriva durante el largo proceso de dispersión extraafricana de la especie. Como ya barruntaba Darwin, «Puede dudarse de si puede nombrarse algún carácter que sea distintivo de una raza y privativo de ella»2. En otras palabras, la variación hereditaria correspondiente a ciertos rasgos externos conspicuos, como el color de la piel, el tipo de cabello, o algunos rasgos faciales, como la forma de la nariz, los labios, o los párpados, no es en manera alguna representativa del comportamiento de la generalidad de los genes.

Aunque la genética se ha utilizado y sigue utilizándose con fines racistas3, lo que en términos estrictamente científicos puede afirmarse es que el Homo sapiens es una especie genéticamente muy homogénea, y que las distinciones hereditarias entre poblaciones que ocupan distintos lugares del globo obedecen mayoritariamente a la acción de la deriva resultante de su lenta expansión por todo el planeta tras la salida de su cuna africana. Evidentemente, otras disparidades genéticas se deben a la acción de la selección natural en distintas condiciones ambientales, que es posible detectar por la escasa variabilidad de las zonas de ADN que flanquean a los genes seleccionados, pero cuyas causas son difíciles de establecer. Es más, la misma adaptación ha sido adquirida por rutas genéticas diferentes en distintas poblaciones, como se ha mencionado anteriormente en el caso de la tolerancia a la lactosa. Con todo, queda por ver si existen diferencias de consideración en las regiones reguladoras del genoma externas a los genes.

Sin embargo, datos genómicos analizados mediante complejas técnicas estadísticas pueden suministrar información histórico-demográfica que, en ocasiones, es más precisa que la puramente arqueológica o documental. Así, en el proyecto «People of the British Isles», se utilizaron nada menos que quinientos mil SNP para caracterizar los genomas de una muestra de dos mil británicos, cuyos cuatro abuelos habían nacido dentro de un círculo de setenta y cinco kilómetros de radio tomando como centro el lugar de nacimiento del nieto, y compararlos con los de seis mil europeos de diez nacionalidades diferentes. Agrupando a los individuos de acuerdo con su semejanza genética, sin tener en cuenta su origen geográfico, pudo establecerse que no se distribuían homogéneamente sobre la superficie del país, sino formando agregaciones localizadas en zonas concretas, y también que las mínimas diferencias detectadas entre éstas eran suficientes tanto para distinguir entre ingleses, galeses, córnicos y escoceses, como para documentar la existencia de líneas divisorias históricas más o menos antiguas. También pudo averiguarse que los tres últimos grupos, denominados célticos desde que así lo hizo el Romanticismo decimonónico, difieren más entre sí que con respecto a los ingleses, lo cual sugiere que su identidad como tales es esencialmente lingüística y cultural, pero no hereditaria. No se encontraron trazas genómicas de italianos ni daneses en los británicos de hoy, sugiriendo que las antiguas poblaciones locales no mantuvieron mayor intercambio sexual con conquistadores romanos ni invasores vikingos procedentes de Dinamarca (pero sí con los noruegos), a pesar de que unos y otros dominaron el país durante siglos. Sin embargo, la aportación sajona a los actuales habitantes del centro y sur de Inglaterra parece ser considerable. Vuelvo a insistir en que estos datos, si bien proporcionan información útil a los historiadores, no indican diferencias genéticas de consideración, y las establecidas sólo han podido ponerse de manifiesto mediante un análisis genómico exhaustivo. Debe igualmente notarse que los datos mencionados corresponden a la generación de los abuelos de los sujetos experimentales, esto es, a la población británica victoriana y no a la de hoy, condición que también se aplica a las muestras formadas por individuos de ocho apellidos vascos, fácilmente identificables por medio de una simple partida de bautismo, que remiten a la constitución genética de la población del País Vasco en el segundo tercio del siglo XIX y no a la actualmente empadronada en él, donde el porcentaje de ciudadanos cuyos dos primeros apellidos son euskaldunes es del orden del 20% y el de los que tienen ocho debe de ser considerablemente menor.

Por otra parte, el rastreo genealógico llevado a cabo a la luz de datos genómicos puede a veces dar respuesta a interrogantes que, hasta hace pocos años, parecían de imposible averiguación. Así han podido adjudicarse a Ricardo III de Inglaterra los huesos excavados en un aparcamiento de Leicester donde, hasta mediados del siglo XVI, se ubicaba el monasterio franciscano en que este rey fue sepultado en 1485. Después de cinco siglos no tiene mayor sentido comparar su genoma autosómico con el enormemente mezclado de sus parientes actuales, pero sí las pequeñas fracciones del genoma total empaquetadas en el cromosoma Y o en las mitocondrias, que se transmiten indivisas, sin más alteraciones que las provenientes de mutación, de macho a macho o de hembra a hembra, respectivamente. El contenido nucleotídico del cromosoma Y de los cinco varones estudiados resultó ser diferente del de Ricardo, algo que, dado el tiempo transcurrido, no es causa de mayor asombro, aun admitiendo tasas reducidas de infidelidad conyugal por generación. No obstante, la línea femenina está libre de sospecha siempre que la genealogía no mienta, y las dos mujeres analizadas compartían con Ricardo el mismo ADN mitocondrial que, para ser precisos, era idéntico en un caso y difería en un solo nucleótido de dieciséis mil quinientos en el otro.

Como Rutherford reconoce repetidas veces, los testimonios del pasado rara vez poseen un valor probatorio absoluto, y la función del historiador es interpretarlos de la manera que considere más plausible a la luz de los conocimientos del momento. Las inferencias derivadas del análisis genómico de restos fósiles muy escasos están coartadas por errores de muestreo considerables, cuya magnitud es difícil especificar. Así, la propuesta de hibridación entre el Homo sapiens moderno y neandertales y denisovanos no pasa, por ahora, de ser una hipótesis más probable que las alternativas que la niegan, y lo mismo ocurre con la precisión de las dataciones de la llegada a Europa de las inmigraciones que introdujeron las prácticas agronómicas tras la domesticación de especies animales y vegetales. Por dar un ejemplo de la inseguridad inherente a estos estudios, me limitaré a mencionar los recientes hallazgos excavados en Jebel Irhoud (Marruecos), que pueden retrasar la aparición del Homo sapiens en cien mil años, ampliando así en un tercio el período de existencia de la especie admitido hasta ahora. Por el contrario, otras conclusiones se basan en estudios repetidos y coincidentes, como el aumento de la diferenciación genética entre las poblaciones actuales y la disminución de su variabilidad a medida de que su emplazamiento se aparta de África. Lo mismo se aplica a las investigaciones que han revelado reiteradamente la escasa importancia de las diferencias entre las razas continentales o las etnias en que éstas pudieran dividirse, en comparación con las existentes entre los individuos que componen unas y otras, de manera que, en el caso hipotético de que, tras una descomunal catástrofe, sólo sobreviviera una de esas etnias, ésta conservaría entre el 85% y el 90% de la variación genética total de los humanos, y aun algo más si su procedencia fuera africana. Por último, debe tenerse en cuenta que las estimaciones del plazo que habría que recorrer hasta el momento en que la ascendencia de todos los europeos fuese la misma, o bien el preciso para encontrar un antepasado común de la humanidad actual, tienen un obligado margen de error, pero éste no pasa de retrasar el momento en unas pocas centurias, en el primer caso, o en escasos milenios, en el segundo. Con estas ineludibles salvedades, concluye la no tan «breve» pero recomendable «historia de todos los que han vivido», que Rutherford ha compuesto para ilustrar la aportación de la Genética a la comprensión del pasado y el presente de nuestra especie.




La diosa Clío, musa de la Historia


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domingo, 12 de mayo de 2019

[DOMINICAL] La geneaología del homo sapiens





En 1900, año que marca el inicio de la moderna genética, comienza diciendo el profesor Carlos López-Fanjul, catedrático de Genética en la Universidad Complutense, en su artículo de Revista de Libros en el que reseña la más reciente obra de David Reich, la antropología al uso seguía recurriendo a los preceptos establecidos en 1735 por Linneo para encasillar a la humanidad en razas, esto es, en poblaciones de distinto origen geográfico caracterizadas por una dotación hereditaria esencial que diferenciaba a unas de otras, determinante tanto de las cualidades físicas, intelectuales y morales de sus miembros como de los rasgos externos utilizados a modo de indicadores de éstas, entre los que el más conspicuo era el color de la piel. Aunque el número de esas razas variaba de acuerdo con las múltiples preferencias taxonómicas de los investigadores en cada momento, todos ellos coincidían en situar a la suya, invariablemente blanca, en la cúspide de la jerarquía racial.

Pocos años después, concretamente en 1919, comenzaron a estudiarse de manera directa las distinciones hereditarias entre poblaciones asentadas en varias zonas del globo, tan pronto como fue posible acceder a marcadores genéticos de fácil identificación. En un principio, estos se reducían a grupos sanguíneos, en especial el ABO, y aunque la información proporcionada por un puñado de genes sobre el comportamiento del resto del genoma carece de mayor valor, no dejó de recurrirse a ella si parecía apoyar interesadas presunciones, hoy plenamente descartadas, sobre la pureza y singularidad de algunos grupos locales, como ocurrió en España con el vasco. Con todo, fue preciso esperar hasta 1972 para que Richard C. Lewontin publicara su conocido análisis de la diversidad genética humana, basado en la caracterización de unas treinta poblaciones por cada uno de los cinco continentes con respecto a diecisiete proteínas sanguíneas. Los resultados adjudicaron el 85-90% de la variabilidad total del conjunto a las diferencias promedio entre los individuos de una misma población, mientras que sólo el restante 10-15% correspondía, aproximadamente por mitad, a las diferencias apreciadas entre los habitantes de distintos continentes o bien a las observadas entre los pobladores de los diversos territorios en que estos se dividían. Es más, dichas disparidades no solían deberse a la presencia o ausencia de variantes genéticas privativas de unos u otros grupos, sino a la desigualdad de las frecuencias con que éstas se presentaban en cada uno de ellos.

A partir de la publicación de la primera secuencia genómica humana en 2001, el número de variantes accesibles pasó de unas pocas docenas a cientos de miles, recurriéndose a los llamados SNP (single nucleotide polymorphisms o polimorfismos de un solo nucleótido), esto es, a los cambios de un nucleótido por otro que se dan en unos diez millones de posiciones del genoma como consecuencia de la acción continuada de la mutación a lo largo de las generaciones. Aunque, en términos generales, las conclusiones de Lewontin sobre la extraordinaria homogeneidad de la especie humana siguen vigentes, la enorme potencia de análisis que proporciona la información utilizada hace posible la detección de diferencias genéticas entre poblaciones autóctonas que, a pesar de su escaso monto, permiten discernir unas de otras.

La información antedicha también ha sido aplicada a la investigación de la historia demográfica de la humanidad, partiendo de datos recolectados en poblaciones actuales situadas en distintos lugares de la Tierra. Entre los primeros intentos sobresalen los llevados a cabo por el grupo de Luigi Luca Cavalli-Sforza, inicialmente basados en marcadores proteicos, aunque más tarde se incorporaran al estudio algunos datos genómicos. Sobre este fundamento empírico se construyó un modelo que procuraba explicar la presente diversidad genética poblacional como consecuencia de un largo proceso de dispersión de la especie partiendo de su origen africano, que se habría producido mediante sucesivos asentamientos de pequeñas cuadrillas de cazadores-recolectores a lo largo y ancho del planeta, seguidos de migraciones entre ellos y continuados por la posterior expansión o contracción de las poblaciones mestizas resultantes. En otras palabras, un mecanismo de muestreo condicionado por el reducido censo de los grupos fundadores sería el principal causante tanto de la progresiva diferenciación genética de las poblaciones actuales como de la paralela reducción de su variabilidad genética a medida que su emplazamiento se aleja más de la cuna africana, ambos fenómenos mitigados, aunque sólo parcialmente, por esporádicos eventos migratorios. Esta propuesta poseía el atractivo de su extrema sencillez, por cuanto pretendía dilucidar las observaciones en términos de la acción única de dos fuerzas –azar y migración– sobre la variación hereditaria generada por mutación, pero ignoraba, injustificadamente, que los actuales moradores de una determinada región pueden tener poco o nada que ver con los asentados en la misma zona en un pasado más o menos remoto. Evidentemente, se excluyeron del estudio aquellos casos que, por conocidos, contradecían flagrantemente los supuestos de partida, por ejemplo el marcado por la reiterada integración reproductiva de migrantes europeos y africanos en América.

Esos intentos de descifrar el pasado partiendo del presente fueron la única vía abierta al estudio de la diversificación genética de la especie humana hasta que en 2010 se publicaron los primeros datos genómicos correspondientes a restos fósiles no totalmente mineralizados, en particular los de neandertales y denisovanos, logrados mediante la aplicación de las técnicas desarrolladas por el grupo dirigido por Svante Pääbo. A partir de ese momento pudo empezar a elucidarse el pretérito demográfico del Homo sapiens recurriendo a una información directa, mucho más explícita que la arqueológica o paleontológica, cuyo volumen ha ido creciendo aceleradamente. Siete años más tarde ya habían sido secuenciados los genomas pertinentes a unos tres mil residuos fósiles humanos distintos, datados por métodos radiocarbónicos, por el grupo de investigadores encabezado por el autor de la obra que aquí se reseña.

David Reich, profesor de la Universidad de Harvard, fue designado por la revista Nature como uno de los diez científicos más sobresalientes del año 2015, concesionario en 2017, junto con Pääbo, del premio de la fundación israelí Dan David, dotado con un millón de dólares por su contribución al estudio de la hibridación entre neandertales y humanos modernos. Reich ha desarrollado procedimientos automatizados de secuenciación de genomas fósiles que operan a una escala que pudiera calificarse de industrial, tan eficientes que proporcionan resultados al precio de unos quinientos dólares por muestra. En sus propias palabras, esta facilidad operativa ha permitido tal acopio de datos que la mayor parte de los discutidos en su obra, en buena medida obtenidos en su laboratorio, habían sido publicados una vez iniciada la redacción de ésta.

El texto reseñado por López-Fanjul (Who We Are and How We Got Here, de David Reich. Oxford University Press, 2018) está dividido en tres grandes secciones, dedicadas, respectivamente, a la investigación genética del pasado remoto del Homo sapiens, al análisis genealógico de su dispersión por los distintos lugares del globo durante las últimas decenas de miles de años y, por último, a exponer las implicaciones sociales de los modernos hallazgos de la paleogenómica. En lo que sigue, analizaré sucesivamente y con cierto pormenor cada una de ellas.

En lo que podría considerarse como el relato canónico de la evolución de nuestra especie, suele indicarse que han transcurrido al menos quinientos cincuenta mil años desde que se separaron del tronco del Homo erectus africano dos linajes, uno que volvió a bifurcarse hace trescientos ochenta mil años en las ramas correspondientes a los neandertales euroasiáticos y los denisovanos siberianos, y otro que dio lugar a los humanos modernos, cuyos antepasados permanecieron en África hasta que salieron de allí para poblar el planeta a lo largo de los últimos cien mil años. Más tarde, cuarenta mil años atrás, los neandertales se extinguieron, siendo reemplazados por los emigrantes africanos que habían llegado a Europa cinco mil años antes. Aunque estos dos últimos grupos se habían diferenciado genéticamente durante un largo período de aislamiento geográfico, la desemejanza adquirida no fue lo suficientemente importante para impedir la producción de descendencia fértil en apareamientos entre individuos de una y otra procedencia, de manera que, de promedio, un 2% del genoma de los europeos de hoy proviene de neandertales, por más que dicha fracción varíe de unas personas a otras, de tal forma que aproximadamente la mitad de ellas no son portadores de genes de ese último origen. En otras palabras, neandertales y humanos modernos, aunque diferenciables anatómicamente, no habían alcanzado en el momento de su encuentro la categoría de especies distintas, sino que eran, sencillamente, subespecies de Homo sapiens que aún podían intercambiar genes, si bien con ciertas dificultades. Es más, durante el período en que convivieron compartían comportamientos semejantes en lo que toca a la elaboración de utensilios de piedra, la confección de adornos personales y los cuidados suministrados a sus congéneres más débiles. Sin embargo, utilizando datos de restos datados a lo largo de los últimos cincuenta mil años, el grupo de investigadores dirigido por Reich ha podido establecer que, como consecuencia de su condición perjudicial en nuestro contexto genómico, el porcentaje de genes neandertales en los humanos modernos ha disminuido linealmente desde un 5% inicial al 2% actual por acción de la selección natural, algo que no ha ocurrido en otras mezclas poblacionales mucho más recientes, como, por ejemplo, la afroamericana, donde no se ha podido detectar selección a favor o en contra de las contribuciones genéticas correspondientes a sus ascendencias europeas y africanas, separadas evolutivamente hace mucho menos tiempo.

En paralelo a lo sucedido en Eurasia con los neandertales, también se produjeron cruzamientos entre humanos modernos y denisovanos hace unos cuarenta y cuatro mil años, de manera que las presentes poblaciones asiáticas portan una pequeña fracción de genes del último origen (0,2-0,6%) que aumenta notablemente en Australasia (3-6%). Esta disparidad se atribuye a la bifurcación, ocurrida hace doscientos ochenta mil años, del linaje ancestral denisovano en dos ramas, una de ellas, la siberiana, antecesora parcial de las distintas etnias del continente asiático, y otra que transmitió sus genes a grupos autóctonos residentes en Filipinas, Nueva Guinea y Australia.

Reich, cuyo laboratorio ha aportado muchos de los datos referidos, ofrece una cuidada descripción de las técnicas que permitieron obtenerlos, a la que se añade un imparcial examen del alcance de las distintas hipótesis elaboradas a partir de ellos. En este sentido, considera científicamente atendible una novedosa conjetura formulada por María Martinón-Torres y Robin Dennell, basada en datos paleontológicos procedentes del yacimiento de Atapuerca e información arqueológica referente a utensilios líticos. Esta propuesta mantiene que la teoría comúnmente aceptada, que postula la división de una estirpe ancestral africana de Homo erectus en dos ramas, una establecida en Asia y Europa, de la que procederían denisovanos y neandertales, y otra que permaneció en África, de la que derivarían los humanos modernos, podría reemplazarse por un supuesto más sencillo admitiendo que el Homo erectus ingresó hace un millón y medio de años en Europa, donde se originarían las tres subespecies mencionadas, de las que la nuestra retornaría a África para pasar a repoblar el planeta más adelante. Dicho de otro modo, el hecho de que los restos más antiguos de los humanos modernos se hayan encontrado en África (Jebel Irhoud, Marruecos), y que los humanos actuales genéticamente más diferentes del resto sean africanos (bosquimanos y pigmeos), puede ser únicamente indicativo de lo sobrevenido en los últimos trescientos mil años, pero no de lo acaecido anteriormente, entre esas fechas y la aparición africana del Homo erectus, de la misma manera que los datos genéticos de poblaciones actuales son sólo un reflejo de lo ocurrido en el pasado próximo, pero no de lo sucedido en tiempos más remotos, tal como se relata en la siguiente parte de la obra.

La mitad del texto de Reich está dedicada a exponer la genealogía de las poblaciones humanas del presente utilizando la información directa proporcionada por el análisis genómico de restos fosilizados datados a lo largo de los últimos cincuenta mil años por métodos radiocarbónicos, complementándola con datos paleontológicos, arqueológicos y lingüísticos. Su principal conclusión es que el acervo genético de los antiguos pobladores del planeta presenta escasas coincidencias con el de sus congéneres más recientes, siendo este último el producto de múltiples mestizajes entre distintas etnias, hoy desaparecidas, acaecidos en diferentes momentos del pasado. En definitiva, las ideologías que propugnan el concepto de pureza racial denodadamente mantenida durante milenios son insostenibles.

La llegada de los primeros cazadores-recolectores de origen africano a Europa, donde se cruzaron con neandertales, se produjo hace unos cuarenta y cinco mil años. Sus descendientes fueron los únicos pobladores del continente durante los treinta y cinco mil años siguientes, hasta que a finales del Paleolítico (unos diez mil años atrás) un nuevo grupo de cazadores-reproductores denominado ANE (Ancient North Eurasian) irrumpió desde el nordeste, sustituyendo casi por completo a las poblaciones precedentes, cuya contribución a la presente dotación genética europea es mínima.

Aunque los europeos actuales forman un conjunto genéticamente muy homogéneo, sus antecesores de hace unos diez mil años se distribuían en dos grandes grupos: los antedichos ANE, generalmente de tez y cabello oscuros, pero a veces dotados de ojos azules, y unos recién llegados procedentes de Anatolia, importadores de las técnicas agrícolas, en los que predominaba una piel más clara, el pelo negruzco y los ojos pardos. A lo largo de un ulterior período de unos cuatro mil años de duración, dichos grupos se cruzaron para dar finalmente lugar a una población mixta cuya ascendencia provenía en su mayor parte de los agricultores, es decir, el grueso de su genoma se forjó mediante la reiteración temporal de apareamientos entre machos emigrantes y hembras nativas. Al final de ese intervalo hicieron su entrada desde la estepa rusa, provistos de caballos y carros, los ganaderos yamnayas introductores del idioma protoindoeuropeo. Estos individuos, algo menos pigmentados que los anteriores residentes en la zona, se aparearon con estos y de esa nueva mezcla provienen los presentes europeos, cuya ascendencia en la Edad de Bronce ya era similar a la de hoy. Una vez más, la contribución de cada estirpe parental a la descendencia mestiza fue muy asimétrica. En esta mixtura predominan los cromosomas Y yamnayas, encasillados en unos pocos tipos muy diferentes de los europeos anteriores a la Edad de Bronce, sugiriendo que un corto número de machos invasores fecundaron a muchas hembras autóctonas, cuya aportación a la progenie cruzada, medida en términos del ADN mitocondrial que se transmite exclusivamente por vía materna, presenta una diversidad considerablemente mayor que la correspondiente a los cromosomas Y. Datos obtenidos por el equipo de Reich indican que al menos un 30% de la población de Iberia fue reemplazada por yamnayas, y que el 90% de sus varones portaban cromosomas Y de esta procedencia, diferentes de los ibéricos anteriores a la invasión.

Tal como ocurre en Europa, los actuales pobladores de India son genéticamente muy distintos de los que moraban en este subcontinente hace cinco mil años y, en su mayor parte, son también fruto de la mezcla de tres ingredientes. Así, a las cuadrillas primitivas de cazadores-recolectores se agregaron hace unos nueve mil años agricultores procedentes de Irán, una invasión paralela a la que por esas mismas fechas irrumpía en Europa desde Anatolia. Del mestizaje entre esos dos grupos resultaron dos nuevas etnias, denominadas ANI (Ancestral North Indians) y ASI (Ancestral South Indians), asentadas respectivamente en el norte y el sur de India. A la primera se incorporaron, hace unos cinco mil años, los pastores yamnayas originarios de la estepa rusa al norte del mar Caspio, que en tiempos próximos habían migrado asimismo hacia Europa. En resumidas cuentas, la actual población india es una amalgama de contribuciones ANI y ASI cuya composición sigue un gradiente norte-sur establecido a lo largo de los últimos cuatro mil años, de suerte que la proporción de ascendencia ANI es mayor en el norte, donde los idiomas predominantes son de origen indoeuropeo, mientras que la aportación de ASI es superior en el sur, donde los lenguajes derivados del tronco dravídico son los más comunes. Otra vez, la mayor parte del legado genómico ANI se transmitió a través de machos, mientras que el ASI proviene de hembras. El gradiente aludido presenta una complejidad adicional determinada por la estratificación social impuesta por el sistema de castas, cada una de ellas mantenida en régimen de intensa endogamia durante milenios, de modo que los presentes habitantes de India se encuadran en un agregado compuesto por un gran número de grupos de censo reducido, reproductivamente aislados unos de otros en buena medida.

Aunque son muy escasos los genomas fósiles procedentes del Lejano Oriente analizados hasta la fecha, los datos apuntan a la existencia, hace unos nueve mil años, de dos etnias, una asentada al norte del río Amarillo y otra establecida al sur del río Yang Tse, que desarrollaron, respectiva e independientemente, el cultivo del mijo y el arroz. Tal como sucedió en India, la mayoría de las poblaciones actuales provienen de mixturas en diferentes proporciones de los dos grupos anteriores con los cazadores-recolectores ancestrales, predominando la contribución procedente del río Amarillo en China y Tíbet y la originaria del río Yang Tse en el Sudeste asiático.

A diferencia de lo ocurrido en Europa y Asia, la colonización de América comenzó en tiempos más recientes, hace unos quince mil años. Por ello, la constitución genética de las poblaciones nativas actuales concuerda por lo general con la correspondiente a la ramificación de un único tronco ancestral de raíz asiática, el denominado Primeros Americanos (First Americans), de manera que los actuales residentes en una determinada región del continente descienden mayoritariamente de los pequeños grupos de cazadores-recolectores inicialmente establecidos en ese mismo territorio. Esto no quita para que se hayan documentado distintas invasiones posteriores, también de oriundez asiática, pero de mucha menor entidad, entre ellas la denominada población Y, sin representación actual en Asia pero conectada con algunas tribus de Amazonia, y también relacionada con los presentes pobladores autóctonos de las islas Andamán, Nueva Guinea y Australia.

La obtención e interpretación de los datos genómicos fósiles no han estado exentas de dificultades. En primer lugar, las impuestas por limitaciones técnicas, puesto que la extracción de ADN de materiales óseos antiguos excavados en zonas de clima tropical es muy laboriosa, aunque actualmente están desarrollándose métodos más eficientes. En segundo lugar, las derivadas de la corrección política, expresadas, por ejemplo, en las denominaciones ANI y ASI, propuestas para soslayar el rechazo oficial a aceptar que migraciones procedentes de Eurasia Occidental (iraní o yamnaya) pudieran contribuir de manera substancial a la composición de la población india de hoy. Del mismo cariz son las objeciones de los indios norteamericanos al estudio de los restos de sus ancestros, motivados por la repugnancia a admitir aquellos hallazgos científicos que consideran incompatibles con las tradiciones referentes a su origen tribal. Esta actitud contrasta con el patente interés que suelen manifestar los afroamericanos por enlazar genealógicamente con sus etnias africanas de origen, un deseo difícil de satisfacer por la complejidad de su ascendencia mixta.

Con todo, los principales problemas que plantea el esclarecimiento de la genealogía del Homo sapiens residen en la validez de los procedimientos de análisis de la información genómica recogida, generalmente referida a las mutaciones causantes de los polimorfismos de un solo nucleótido. Dichas mutaciones son, en general, neutras, es decir, no están sujetas a la acción de la selección natural y, por tanto, se acumulan en las poblaciones a una tasa constante en el tiempo. Esta propiedad permite comparar las diferencias entre poblaciones para establecer si éstas son el resultado de una mezcla de estirpes ancestrales por el hecho de compartir variantes genéticas privativas de cada una de ellas, o bien para determinar el momento en que cada grupo se ha desgajado del tronco común, puesto que a mayor disparidad corresponde una separación más antigua.

Basándose en estas premisas, es posible reconstruir la historia demográfica de la especie humana utilizando modelos estadísticos extraordinariamente complejos que permiten la simulación y contraste de distintas hipótesis con miras a obtener las conclusiones que, hoy por hoy, se ajustan mejor a las observaciones. Inevitablemente, el procedimiento seguido adolece de una cierta subjetividad, puesto que es dependiente de los supuestos de partida, y suele exigir la postulación de poblaciones de transición denominadas «espectrales» (ghost populations), partícipes en mestizajes ocurridos en el pasado pero extinguidas en la actualidad, que son precisas para lograr el encuadre estadístico de los datos, pero cuya existencia no pasa de ser una mera conjetura cuya validez sólo puede aceptarse o rechazarse empíricamente a posteriori. A algunas de éstas me he referido más arriba, entre ellas la ANE (Europa), las ASI y ANI (India), la Y (América) y las de los ríos Amarillo (China) y Yang Tse (Lejano Oriente). En un caso, sin embargo, la publicación en 2013 del genoma de un muchacho que vivió hace veinticuatro mil años en Mal’ta (Siberia), semejante al propuesto para la población espectral ANE, ha suministrado una prueba convincente de la realidad de esta última. No obstante, a pesar de que la información correspondiente a cada resto fósil es muy completa, por cuanto refiere a la práctica totalidad de su genoma, el número de residuos a los que ha podido accederse durante la última década, referidos a los pobladores de una zona geográfica concreta en una época determinada, es muy reducido. Dicho de otro modo, aunque la caracterización genética de los individuos es correcta, la de los grupos de que forman parte es, por el momento, imprecisa, y esta carencia ha ocasionado inevitables cambios de interpretación a medida de que la compilación de resultados ha ido enriqueciéndose con la adición de nuevos hallazgos. Así, la opinión generalmente aceptada en 2012 proponía que los europeos actuales procedían del mestizaje entre los cazadores-recolectores primitivos y los agricultores invasores procedentes de Anatolia, pero las indicaciones proporcionadas por datos obtenidos dos años más tarde han revelado tanto el reemplazo de la población original por otra de los mismos hábitos alimenticios (ANE), como la posterior entrada de los migrantes yamnayas. Como he apuntado más arriba, el autor insiste en que la mayor parte de lo expuesto en su obra era desconocido tres años antes de su publicación.

Uno de los principales intereses de Reich, no desvelado hasta el penúltimo capítulo del texto, es recalcar que la escasa diferenciación detectada por Lewontin entre las poblaciones humanas actuales se aplica exclusivamente a la variación genética neutra. Por ello pone especial empeño en subrayar que la fracción no neutra de nuestro acervo hereditario, sobre la que la selección natural ha operado para impulsar la adaptación diferencial a variables hábitats locales, puede ser más heterogénea que su complemento neutro. Así ocurre con varios rasgos de base poligénica, entre los que el autor toma como modelo la estatura adulta, carácter sometido a una acción selectiva en el pasado que parece ser responsable de una parte de las distinciones detectadas entre las presentes poblaciones del norte y el sur de Europa (particularmente la española). Pero, si se sigue al pie de la letra la exposición del texto, el bosque no permite ver los árboles, y se hace preciso puntualizar que, si bien parece probado que en 89 de 139 genes, de efecto significativo pero pequeño, las variantes que aumentan la talla son más frecuentes en el primer grupo que en el segundo, también es cierto que la diferencia promedio en frecuencia génica entre ambos grupos, algo menor del 1%, es insignificante a efectos prácticos. En este sentido, cabe añadir que aunque la heredabilidad de la estatura es muy elevada, del orden del 80%, la influencia ambiental sobre este rasgo ha demostrado ser muy importante, de manera que la altura de los habitantes del norte y el centro de Europa ha aumentado a razón de 1,3 centímetros por decenio desde principios del siglo xx y en el sur lo ha hecho en igual medida a partir de la década de 1950.

No es sorprendente que la presión selectiva haya favorecido por vía genética una mayor talla al norte y otra menor al sur en el pasado: al fin y al cabo, esta observación no pasaría de ser una consecuencia admisible de la aplicación al caso de la conocida regla de Bergmann. Cosa muy distinta es afirmar que la situación de otros caracteres cuantitativos, tales como distintos aspectos del comportamiento o incluso de la inteligencia, pueda ser asimilable a la de la estatura, algo de lo que el autor parece estar convencido. Es más, considera oportuno advertirnos de que debemos estar dispuestos a afrontar sus aflictivas secuelas llegado el caso, esto es, si la presunta existencia de desigualdades hereditarias entre grupos alcanzara su plena demostración científica. Sin embargo, la acción de la selección como causante de presuntas diferencias genéticas poblacionales para la inteligencia parece poco plausible y Reich reconoce que no existen pruebas que avalen su existencia. Por otra parte, aun admitiendo una alta heredabilidad del cociente intelectual, mejoras en alimentación, sanidad, educación y condiciones económicas han promovido un impulso ambiental muy potente, como atestigua el incremento temporal de dicho cociente en tres puntos por década, detectado en treinta países desarrollados a lo largo de los últimos setenta años. Afirmar o negar la existencia de diferencias entre poblaciones para variantes genéticas no neutras es algo que cabe establecer únicamente por vías empíricas, carácter por carácter, y no es posible recurrir a extrapolaciones de los casos conocidos a otros desconocidos sin que se hayan llevado a cabo los estudios pertinentes. Tampoco debe ignorarse la naturaleza flexible de la herencia biológica, en especial la poligénica, cuya expresión fenotípica depende en buen grado de las circunstancias ambientales del entorno en que se produce.

Es de estricta justicia añadir que Reich se ha defendido, a mi manera de ver con acierto, de las acusaciones de racismo de que ha sido objeto, tanto a raíz de los pronunciamientos antedichos como a consecuencia de sus investigaciones paleogenómicas, subrayando enérgicamente el carácter difuso de la correspondencia entre ascendencia étnica (una noción plenamente científica) y raza (un concepto social que sólo actitudes xenófobas hacen sinónimo del anterior). En otras palabras, por más que se haya documentado la existencia de diferencias hereditarias entre poblaciones humanas para algunos atributos, éstas no se corresponden con estereotipos raciales ni permiten juzgar al individuo por su ascendencia en vez de por sus méritos.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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martes, 29 de agosto de 2017

[Pensamiento] El retorno del gen egoísta





El fenotipo extendido (Madrid, Capitán Swing, 2017), publicado originariamente en 1982, es la continuación ligeramente corregida y considerablemente ampliada de El gen egoísta (1976), la primera y con mucho más popular de las obras de Richard Dawkins (un libro que me dejo un indeleble recuerdo, matizado por mi ignorancia sobre asuntos de genética), adelantada en la floreciente empresa divulgadora del pensamiento evolutivo que, hasta entonces, estaba mayormente circunscrito al estricto dominio académico, que reseña en un reciente artículo en Revista de Libros Carlos López-Fanjul, catedrático de Genética en la Universidad Complutense, profesor del Colegio Libre de Eméritos y coautor con Laureano Castro y Miguel Ángel Toro de A la sombra de Darwin. Las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003) y coordinador del libro El alcance del darwinismo. A los 150 años de la publicación de «El Origen de las Especies» (Madrid, Colegio Libre de Eméritos, 2009).

Como indica su autor en una nota añadida a la edición de 1989 (p. 19), los capítulos iniciales del libro «son respuestas a las críticas de la versión del “gen egoísta” de la evolución que ahora es aceptada ampliamente», los centrales «tratan de la polémica sobre las “unidades de selección” [...] [donde] quizás la contribución más útil [...] sea la distinción entre “replicadores y vehículos”», y los finales se dedican a la elaboración del flamante concepto de fenotipo extendido: «la idea del gen como el centro de una red de un poder radiante». En lo que sigue trataré de establecer, siguiendo el orden expresado, lo que aún permanece de esta declaración de intenciones, con el conveniente distanciamiento que proporcionan los treinta y cinco años transcurridos desde la publicación original del texto reseñado, cuya traducción al castellano acaba de aparecer.

La primera inculpación de que Dawkins trata de desembarazarse es el sambenito de adaptacionismo universal, que estigmatiza a los apegados a la idea de que cualquier atributo de un ser vivo proporciona una mejor adaptación al medio en que transcurre su existencia. En sus propias palabras: «el adaptacionismo como hipótesis de trabajo, casi como un credo, ha sido la indudable inspiración de algunos descubrimientos sobresalientes [...] esto no es, desde luego, una evidencia para la validez de la fe adaptacionista. Cada cuestión debe ser abordada de nuevo, por sus propios méritos» (pp. 68-69). Con todo, no parece que esta prudente puntualización pase de ser un mero ejercicio de captatio benevolentiæ, como ponen de manifiesto sus opiniones sobre la evolución de la inteligencia humana que examinaré seguidamente a título de ejemplo (pp. 60-61). Aun reconociendo que «lo que queremos decir por “inteligente” también es muy conflictivo», propone que este rasgo ha evolucionado de acuerdo con la siguiente secuencia: 1) «hubo un tiempo en el que nuestros antepasados fueron menos inteligentes de lo que somos ahora»; 2) «ha habido un incremento en la inteligencia en nuestro linaje ancestral»; 3) «ese incremento ocurrió mediante la evolución, posiblemente impulsada por la selección natural»; y 4) «al menos una parte del cambio evolutivo reflejó un cambio genético subyacente: la sustitución de alelos tuvo lugar y consecuentemente implicó un incremento de las aptitudes mentales a lo largo de las generaciones». Sin embargo, carecemos de pruebas que permitan suponer convincentemente que: 1) nuestros ancestros sapiens fueran, de promedio, inferiores a nosotros con respecto a esa «conflictiva» inteligencia; 2) las diferencias fenotípicas entre ellos obedecieran en alguna medida a causas hereditarias; 3) si así fuera, lo cual cabe en lo posible, tampoco disponemos de datos que indiquen que los individuos más ingeniosos se reprodujeran más eficazmente que los menos capaces por causas genéticas, condición indispensable para que la selección natural hubiera operado en el pasado; y 4) la selección puede acarrear el reemplazo de unas variantes génicas (alelos) por otras, o bien conducir a un equilibrio estable donde distintas variantes coexistan. De poco vale que, con intención contemporizadora, la argumentación finalice concediendo que «incluso si existe tal variación genética en las poblaciones humanas modernas, basar cualquier política en ella sería ilógico y malévolo».

La segunda acusación que Dawkins trata de eludir es la calificación de determinista genético, aduciendo que «gente como yo está continuamente postulando genes “para” esto y genes para aquello [...] porque estamos interesados en la selección natural y la selección natural es la supervivencia diferencial de los genes» (p. 49). Aunque el segundo capítulo comienza con un extenso y correcto deslinde del alcance de los genes, a continuación, y siguiendo su inveterado proceder, el autor ignora las restricciones aludidas para caer, si no en un determinismo estricto, sí al menos en un reduccionismo genético. De hecho, la mayoría de sus especulaciones están fundadas en conclusiones derivadas del análisis de simples modelos de un solo locus, aunque trate de justificar esta limitación aduciendo que «es sólo una comodidad conceptual» que únicamente pretende «una defensa de los modelos de genes frente a los modelos que no incluyen a los genes», y se cure en salud con la adición de una coletilla exculpatoria: «por supuesto que tendremos que enfrentarnos finalmente a la complejidad multilocus» (pp. 53-54), algo que no ocurre a lo largo de las más de cuatrocientas páginas que componen el texto de El fenotipo extendido. No pretendo negar en modo alguno el valor exploratorio de los modelos monolocus, pero sí trato de combatir la tendencia a extrapolar sin más las inferencias extraídas de patrones sencillos a otras situaciones más complejas, máxime cuando los primeros suelen construirse ignorando la acción del medio o, como mucho, suponiendo que éste afecta por igual a los distintos genotipos. Dicho de otro modo, un cierto reduccionismo operativo puede ser lícitamente utilizado con propósitos ilustrativos, siempre que no encubra un reduccionismo esencial.

Me referiré ahora a la unidad de selección, esto es, a la entidad sobre la que actúa la selección. En la formulación neodarwinista, dicha unidad puede ser cualquiera que posea dos propiedades indispensables: la existencia de 1) diferencias fenotípicas en la eficacia biológica de sus distintas variantes, es decir, entre sus correspondientes tasas de supervivencia y reproducción, y 2) un componente hereditario o heredabilidad, en la manifestación de dichas diferencias, esto es, cierta semejanza entre padres e hijos por encima de lo esperado por azar, que no tiene por qué ser completa y ni siquiera precisa de la especificación de una teoría de herencia concreta. El primer requisito es suficiente para que la selección pueda actuar, favoreciendo unas variantes frente a otras, y el segundo es necesario para que dicha acción tenga consecuencias en las generaciones futuras. Sin embargo, para que la selección natural produzca adaptaciones es preciso que se cumpla una tercera precisión: al menos algunos de los genes con efecto sobre la eficacia biológica deben tenerlo también sobre el rasgo adaptador considerado, sea éste morfológico, fisiológico o conductual. Por tanto, cualquier entidad que posea las propiedades antedichas (genes, cromosomas, individuos, grupos de individuos o especies) estará habilitada como unidad de selección. Más aún, la selección puede operar simultáneamente sobre distintas unidades, actuando incluso en sentidos opuestos. Es evidente que la magnitud del efecto selectivo estará directamente relacionada con la heredabilidad de la unidad correspondiente, disminuyendo ésta al pasar de genes a individuos y de estos a grupos. A su vez, la velocidad con que dicho efecto se transmite de generación en generación dependerá inversamente de la duración del ciclo reproductivo propio de cada unidad, menor en genes e individuos que en grupos.

Confío en que esta tediosa descripción pueda servir para colocar al «gen egoísta» en su sitio. Para su inventor, «la evolución es la manifestación externa y visible de la supervivencia diferencial de replicadores alternativos. Los genes son replicadores. Es mejor no considerar a los organismos o a los grupos de organismos como replicadores: son vehículos en los que los replicadores viajan» (p. 147). En consecuencia, postula que las propiedades de la unidad de selección deben ser «longevidad, fecundidad y fidelidad» (p. 150). Pero, aunque la «fecundidad» (eficacia biológica) diferencial de las variantes de cualquier unidad es esencial para que la selección se produzca al nivel pertinente, la «fidelidad» (heredabilidad) de la copia y la «longevidad» (duración del ciclo reproductivo) de ésta sólo cuantifican, como se ha dicho antes, la magnitud y velocidad del cambio evolutivo temporal. Aunque la acción de la selección natural sobre distintas unidades ha sido certificada convincentemente, la consideración del gen como único replicador o unidad de selección, junto con la relegación de las demás unidades a la simple condición de vehículos que compiten en una larga carrera gobernados por los genes que los tripulan, responde únicamente al deseo, injustificado empíricamente, de plantear el mecanismo selectivo en clave reduccionista, ignorando que su funcionamiento ni es ni tiene por qué ser perfecto.

Al introducir la noción de fenotipo extendido, motivo central de la obra reseñada, indica su autor que «demostraré que la lógica ordinaria de la terminología genética conduce inevitablemente a la conclusión de que se puede afirmar que los genes tienen efectos fenotípicos extendidos, efectos que no necesitan ser expresados al nivel de ningún vehículo particular» (p. 318). Hasta aquí sólo cabe asentir, pues es sobradamente conocido que los efectos de los genes no se limitan al cuerpo del organismo portador, sino que también producen manifestaciones externas a él, como los nidos de las aves o las colmenas de las abejas. Por otra parte, los genes de un individuo pueden modificar el comportamiento de otros, incluso si estos pertenecen a especies distintas, como ocurre con el condicionamiento de los hospedadores por parte del intruso polluelo de cuco que solicita su cuidado. Más aún: el comportamiento altruista de un individuo puede reforzar la supervivencia del grupo al que pertenece, tal como propugna Edward O. Wilson, o la de sus parientes, de acuerdo con la noción de eficacia biológica extendida, propuesta originalmente por William D. Hamilton. En otras palabras, el fenotipo extendido no pasa de ser una reformulación de conceptos anteriores compuesta a mayor gloria del gen egoísta. Además, la acción a distancia dista mucho de ser una propiedad universal de los genes, y cuando Dawkins asevera que «el mundo viviente puede verse como una red de campos entrelazados de poder replicador» (p. 396) sólo está hiperbolizando pro domo sua, puesto que la mayoría de las adaptaciones han podido ser explicadas mediante la acción de la selección individual, de parientes o de grupos.

Atrapado por las metáforas o confundido por la imprecisión de los argumentos verbales, uno no sabe a qué carta quedarse pasados los divertidos momentos que, innegablemente, proporciona la lectura del texto de Dawkins. Por así decirlo, no es fácil saber a primera vista si lo que se ofrece tiene o no substancia. Pero, ateniéndose a la declaración de principios plasmada al comienzo de El fenotipo extendido, la intención de la obra se clarifica: «lo que estoy proponiendo no es una nueva teoría, ni una hipótesis que pueda ser verificada o, por el contrario, demostrarse que es falsa, ni un modelo que pueda ser juzgado por sus predicciones [...]. Lo que estoy defendiendo es un punto de vista, una forma de mirar las ideas y los hechos familiares, y un modo de responder a nuevas cuestiones sobre ellos» (p. 23). Por dar una muestra de los lujos que permite esta elasticidad conceptual, mencionaré la transmutación de los «genes [que] manipulan el mundo y le dan forma para que eso ayude a su replicación» (p. 29), en los que «son seleccionados por su capacidad de cooperar con otros genes en el acervo genético» (p. 383). Acaso haya que tomar todo esto como una advertencia de que el darwinismo desenfrenado puede conducir a casi cualquier parte, y que sólo ateniéndose a principios científicos acreditados cabe opinar sobre evolución, aunque, inevitablemente, de una forma mucho menos atractiva y limitándose a temas no tan trascendentales. Contrastando con la gran influencia que Richard Dawkins ha tenido en la percepción de la evolución biológica por parte del gran público, su aportación al quehacer científico no ha sido «aceptada [tan] ampliamente» como él pretendía, pero es de justicia añadir que ha contribuido en buena medida a la consideración del gen como una de las posibles unidades de selección.





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