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martes, 29 de agosto de 2017

[Pensamiento] El retorno del gen egoísta





El fenotipo extendido (Madrid, Capitán Swing, 2017), publicado originariamente en 1982, es la continuación ligeramente corregida y considerablemente ampliada de El gen egoísta (1976), la primera y con mucho más popular de las obras de Richard Dawkins (un libro que me dejo un indeleble recuerdo, matizado por mi ignorancia sobre asuntos de genética), adelantada en la floreciente empresa divulgadora del pensamiento evolutivo que, hasta entonces, estaba mayormente circunscrito al estricto dominio académico, que reseña en un reciente artículo en Revista de Libros Carlos López-Fanjul, catedrático de Genética en la Universidad Complutense, profesor del Colegio Libre de Eméritos y coautor con Laureano Castro y Miguel Ángel Toro de A la sombra de Darwin. Las aproximaciones evolucionistas al comportamiento humano (Madrid, Siglo XXI, 2003) y coordinador del libro El alcance del darwinismo. A los 150 años de la publicación de «El Origen de las Especies» (Madrid, Colegio Libre de Eméritos, 2009).

Como indica su autor en una nota añadida a la edición de 1989 (p. 19), los capítulos iniciales del libro «son respuestas a las críticas de la versión del “gen egoísta” de la evolución que ahora es aceptada ampliamente», los centrales «tratan de la polémica sobre las “unidades de selección” [...] [donde] quizás la contribución más útil [...] sea la distinción entre “replicadores y vehículos”», y los finales se dedican a la elaboración del flamante concepto de fenotipo extendido: «la idea del gen como el centro de una red de un poder radiante». En lo que sigue trataré de establecer, siguiendo el orden expresado, lo que aún permanece de esta declaración de intenciones, con el conveniente distanciamiento que proporcionan los treinta y cinco años transcurridos desde la publicación original del texto reseñado, cuya traducción al castellano acaba de aparecer.

La primera inculpación de que Dawkins trata de desembarazarse es el sambenito de adaptacionismo universal, que estigmatiza a los apegados a la idea de que cualquier atributo de un ser vivo proporciona una mejor adaptación al medio en que transcurre su existencia. En sus propias palabras: «el adaptacionismo como hipótesis de trabajo, casi como un credo, ha sido la indudable inspiración de algunos descubrimientos sobresalientes [...] esto no es, desde luego, una evidencia para la validez de la fe adaptacionista. Cada cuestión debe ser abordada de nuevo, por sus propios méritos» (pp. 68-69). Con todo, no parece que esta prudente puntualización pase de ser un mero ejercicio de captatio benevolentiæ, como ponen de manifiesto sus opiniones sobre la evolución de la inteligencia humana que examinaré seguidamente a título de ejemplo (pp. 60-61). Aun reconociendo que «lo que queremos decir por “inteligente” también es muy conflictivo», propone que este rasgo ha evolucionado de acuerdo con la siguiente secuencia: 1) «hubo un tiempo en el que nuestros antepasados fueron menos inteligentes de lo que somos ahora»; 2) «ha habido un incremento en la inteligencia en nuestro linaje ancestral»; 3) «ese incremento ocurrió mediante la evolución, posiblemente impulsada por la selección natural»; y 4) «al menos una parte del cambio evolutivo reflejó un cambio genético subyacente: la sustitución de alelos tuvo lugar y consecuentemente implicó un incremento de las aptitudes mentales a lo largo de las generaciones». Sin embargo, carecemos de pruebas que permitan suponer convincentemente que: 1) nuestros ancestros sapiens fueran, de promedio, inferiores a nosotros con respecto a esa «conflictiva» inteligencia; 2) las diferencias fenotípicas entre ellos obedecieran en alguna medida a causas hereditarias; 3) si así fuera, lo cual cabe en lo posible, tampoco disponemos de datos que indiquen que los individuos más ingeniosos se reprodujeran más eficazmente que los menos capaces por causas genéticas, condición indispensable para que la selección natural hubiera operado en el pasado; y 4) la selección puede acarrear el reemplazo de unas variantes génicas (alelos) por otras, o bien conducir a un equilibrio estable donde distintas variantes coexistan. De poco vale que, con intención contemporizadora, la argumentación finalice concediendo que «incluso si existe tal variación genética en las poblaciones humanas modernas, basar cualquier política en ella sería ilógico y malévolo».

La segunda acusación que Dawkins trata de eludir es la calificación de determinista genético, aduciendo que «gente como yo está continuamente postulando genes “para” esto y genes para aquello [...] porque estamos interesados en la selección natural y la selección natural es la supervivencia diferencial de los genes» (p. 49). Aunque el segundo capítulo comienza con un extenso y correcto deslinde del alcance de los genes, a continuación, y siguiendo su inveterado proceder, el autor ignora las restricciones aludidas para caer, si no en un determinismo estricto, sí al menos en un reduccionismo genético. De hecho, la mayoría de sus especulaciones están fundadas en conclusiones derivadas del análisis de simples modelos de un solo locus, aunque trate de justificar esta limitación aduciendo que «es sólo una comodidad conceptual» que únicamente pretende «una defensa de los modelos de genes frente a los modelos que no incluyen a los genes», y se cure en salud con la adición de una coletilla exculpatoria: «por supuesto que tendremos que enfrentarnos finalmente a la complejidad multilocus» (pp. 53-54), algo que no ocurre a lo largo de las más de cuatrocientas páginas que componen el texto de El fenotipo extendido. No pretendo negar en modo alguno el valor exploratorio de los modelos monolocus, pero sí trato de combatir la tendencia a extrapolar sin más las inferencias extraídas de patrones sencillos a otras situaciones más complejas, máxime cuando los primeros suelen construirse ignorando la acción del medio o, como mucho, suponiendo que éste afecta por igual a los distintos genotipos. Dicho de otro modo, un cierto reduccionismo operativo puede ser lícitamente utilizado con propósitos ilustrativos, siempre que no encubra un reduccionismo esencial.

Me referiré ahora a la unidad de selección, esto es, a la entidad sobre la que actúa la selección. En la formulación neodarwinista, dicha unidad puede ser cualquiera que posea dos propiedades indispensables: la existencia de 1) diferencias fenotípicas en la eficacia biológica de sus distintas variantes, es decir, entre sus correspondientes tasas de supervivencia y reproducción, y 2) un componente hereditario o heredabilidad, en la manifestación de dichas diferencias, esto es, cierta semejanza entre padres e hijos por encima de lo esperado por azar, que no tiene por qué ser completa y ni siquiera precisa de la especificación de una teoría de herencia concreta. El primer requisito es suficiente para que la selección pueda actuar, favoreciendo unas variantes frente a otras, y el segundo es necesario para que dicha acción tenga consecuencias en las generaciones futuras. Sin embargo, para que la selección natural produzca adaptaciones es preciso que se cumpla una tercera precisión: al menos algunos de los genes con efecto sobre la eficacia biológica deben tenerlo también sobre el rasgo adaptador considerado, sea éste morfológico, fisiológico o conductual. Por tanto, cualquier entidad que posea las propiedades antedichas (genes, cromosomas, individuos, grupos de individuos o especies) estará habilitada como unidad de selección. Más aún, la selección puede operar simultáneamente sobre distintas unidades, actuando incluso en sentidos opuestos. Es evidente que la magnitud del efecto selectivo estará directamente relacionada con la heredabilidad de la unidad correspondiente, disminuyendo ésta al pasar de genes a individuos y de estos a grupos. A su vez, la velocidad con que dicho efecto se transmite de generación en generación dependerá inversamente de la duración del ciclo reproductivo propio de cada unidad, menor en genes e individuos que en grupos.

Confío en que esta tediosa descripción pueda servir para colocar al «gen egoísta» en su sitio. Para su inventor, «la evolución es la manifestación externa y visible de la supervivencia diferencial de replicadores alternativos. Los genes son replicadores. Es mejor no considerar a los organismos o a los grupos de organismos como replicadores: son vehículos en los que los replicadores viajan» (p. 147). En consecuencia, postula que las propiedades de la unidad de selección deben ser «longevidad, fecundidad y fidelidad» (p. 150). Pero, aunque la «fecundidad» (eficacia biológica) diferencial de las variantes de cualquier unidad es esencial para que la selección se produzca al nivel pertinente, la «fidelidad» (heredabilidad) de la copia y la «longevidad» (duración del ciclo reproductivo) de ésta sólo cuantifican, como se ha dicho antes, la magnitud y velocidad del cambio evolutivo temporal. Aunque la acción de la selección natural sobre distintas unidades ha sido certificada convincentemente, la consideración del gen como único replicador o unidad de selección, junto con la relegación de las demás unidades a la simple condición de vehículos que compiten en una larga carrera gobernados por los genes que los tripulan, responde únicamente al deseo, injustificado empíricamente, de plantear el mecanismo selectivo en clave reduccionista, ignorando que su funcionamiento ni es ni tiene por qué ser perfecto.

Al introducir la noción de fenotipo extendido, motivo central de la obra reseñada, indica su autor que «demostraré que la lógica ordinaria de la terminología genética conduce inevitablemente a la conclusión de que se puede afirmar que los genes tienen efectos fenotípicos extendidos, efectos que no necesitan ser expresados al nivel de ningún vehículo particular» (p. 318). Hasta aquí sólo cabe asentir, pues es sobradamente conocido que los efectos de los genes no se limitan al cuerpo del organismo portador, sino que también producen manifestaciones externas a él, como los nidos de las aves o las colmenas de las abejas. Por otra parte, los genes de un individuo pueden modificar el comportamiento de otros, incluso si estos pertenecen a especies distintas, como ocurre con el condicionamiento de los hospedadores por parte del intruso polluelo de cuco que solicita su cuidado. Más aún: el comportamiento altruista de un individuo puede reforzar la supervivencia del grupo al que pertenece, tal como propugna Edward O. Wilson, o la de sus parientes, de acuerdo con la noción de eficacia biológica extendida, propuesta originalmente por William D. Hamilton. En otras palabras, el fenotipo extendido no pasa de ser una reformulación de conceptos anteriores compuesta a mayor gloria del gen egoísta. Además, la acción a distancia dista mucho de ser una propiedad universal de los genes, y cuando Dawkins asevera que «el mundo viviente puede verse como una red de campos entrelazados de poder replicador» (p. 396) sólo está hiperbolizando pro domo sua, puesto que la mayoría de las adaptaciones han podido ser explicadas mediante la acción de la selección individual, de parientes o de grupos.

Atrapado por las metáforas o confundido por la imprecisión de los argumentos verbales, uno no sabe a qué carta quedarse pasados los divertidos momentos que, innegablemente, proporciona la lectura del texto de Dawkins. Por así decirlo, no es fácil saber a primera vista si lo que se ofrece tiene o no substancia. Pero, ateniéndose a la declaración de principios plasmada al comienzo de El fenotipo extendido, la intención de la obra se clarifica: «lo que estoy proponiendo no es una nueva teoría, ni una hipótesis que pueda ser verificada o, por el contrario, demostrarse que es falsa, ni un modelo que pueda ser juzgado por sus predicciones [...]. Lo que estoy defendiendo es un punto de vista, una forma de mirar las ideas y los hechos familiares, y un modo de responder a nuevas cuestiones sobre ellos» (p. 23). Por dar una muestra de los lujos que permite esta elasticidad conceptual, mencionaré la transmutación de los «genes [que] manipulan el mundo y le dan forma para que eso ayude a su replicación» (p. 29), en los que «son seleccionados por su capacidad de cooperar con otros genes en el acervo genético» (p. 383). Acaso haya que tomar todo esto como una advertencia de que el darwinismo desenfrenado puede conducir a casi cualquier parte, y que sólo ateniéndose a principios científicos acreditados cabe opinar sobre evolución, aunque, inevitablemente, de una forma mucho menos atractiva y limitándose a temas no tan trascendentales. Contrastando con la gran influencia que Richard Dawkins ha tenido en la percepción de la evolución biológica por parte del gran público, su aportación al quehacer científico no ha sido «aceptada [tan] ampliamente» como él pretendía, pero es de justicia añadir que ha contribuido en buena medida a la consideración del gen como una de las posibles unidades de selección.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3776
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)