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viernes, 14 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Lo pedante y lo cursi



El cineasta surcoreano Bong Joon Ho 


"Lo pedante y lo cursi no son lo mismo, pero brotan de la misma fuente -escribe en el A vuelapluma de hoy viernes el filósofo Antonio Valdecantos-. Una y otra cualidad están marcadas, en efecto, por un estiramiento sobreactuado y vigilante que no se consiente a sí mismo perder de vista ningún detalle. Además, no basta con ser pedante o cursi durante un rato y recobrar después la lucidez del habla; quien ostenta una de esas dos propiedades lo hará adictivamente mientras comparezca en la escena social, y a menudo tendrá que aumentar la dosis, no vaya a ser que surjan dudas sobre lo sabio o lo refinado que es. Huelga decir que se puede ser pedante y cursi al mismo tiempo, lo cual, cuando se da, hace que cada uno de los dos vicios sea más insoportable.

La pedantería es una tara habitual de intelectuales, escritores y profesores, mientras que la cursilería encuentra quizá su estereotipo entre las gentes del espectáculo. Allí donde los cursis se reúnen (y no digamos si se trata de una de esas galas relamidas en las que se otorgan honores y premios), el empalago crece hasta provocar un sonrojo bochornoso.

La competencia entre gente cursi provoca la adulación mutua y el amaneramiento general, mientras que las pugnas entre pedantes suelen ser avinagradas y resentidas: el cursi busca impregnarlo todo de afectación como quien embadurna de miel un bizcocho, pero el pedante necesita mostrar que nadie de los que le rodean (intrusos e impostores que nunca se le deberían haber acercado) puede competir con él.

Lo esencial de los términos “pedante” y “cursi” es que solo se aplican a la conducta ajena. Uno mismo se juzgará refinado (e incluso exquisito), pero no cursi, o se creerá portentosamente docto, pero jamás pedante, de modo que el exterminio de estos vicios está condenado al fracaso: como no habrá quien admita pertenecer a las categorías en cuestión, nadie se dará nunca por aludido.

Conviene añadir que las relaciones entre la cursilería y la zafiedad y entre la pedantería y la ignorancia son cosa bien perversa. El cursi puede llegar a convertirse, cuando se queda en pijama, en el hombre más zafio del distrito, y tampoco será raro que el pedante, fuera de horario lectivo, tenga por cosa apropiada entregarse a un adocenamiento mental que haría enrojecer a sus alumnos (nótese, de paso, que, aunque la pedantería y la cursilería son distintas entre sí, sus contrarios se asemejan mucho).

El cuádruple caso del pedante que además es cursi y que puede llegar a mostrarse brutalmente grosero y a hacer mofa de la inteligencia parece demasiado imperdonable, pero todos hemos tratado con gentes así, y la mezcla no resulta rara. ¿Acaso no es la cultura contemporánea un tránsito cansino y tedioso entre esos cuatro momentos, que se suceden en orden variable y con ritmo cambiante? Puede que lo sea, pero puede también que esto no constituya una novedad de nuestra época. Seguramente la vida civilizada es cursi y pedante por naturaleza, y debe segregar las cantidades de incuria mental y rusticidad de modales necesarias para hacerse perdonar las dos primeras vergüenzas.

La cultura es cierta sucesión de fases en las que las personas individuales y colectivas están poseídas por alguno de esos cuatro demonios, desgarradas por la pelea entre ellos o absorbidas por alguna de sus mezclas. Aquí debería regir la máxima de Cristo acerca de la lapidación de la mujer adúltera: para que se tirase la primera piedra, tendría que haber alguien libre de pecado, y lo más recomendable sería imaginarse contundentemente descalabrado, en medio de toda la pedante cursilería a que uno puede abandonarse si se le da ocasión y se le presta oídos. Todo el mundo debería intentar el ejercicio: si de verdad quieres conocerte a ti mismo o a ti misma, imagínate actuando de la manera más artificiosa y engolada, e imagina después la grosera resaca de esas embriagueces. Calcula cuántos episodios de alguno de estos tipos has ofrecido en las últimas semanas y cuántos te dispones a perpetrar en las próximas.

Las palabras prestan un servicio admirable, aunque envenenado y difícil de soportar, cuando aquellas que se inventaron para burlarse de la conducta ajena se manifiestan (con la gélida perversidad de que es capaz el lenguaje, y solo él, en los momentos en que cobra vida propia) aplicadas a uno mismo. Ten cuidado con estos episodios porque no te proporcionarán el retrato más gratificante que de ti pueda darse, pero sí el único verdadero. El tuyo y el de lo que sueles llamar tu cultura y tu época. La verdad, no en vano, solo se revela cuando las palabras se extravían de su curso ordinario en un modo hasta entonces desconocido, haciendo de lo acostumbrado un anacronismo que no se entiende cómo pudo durar tanto".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt








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jueves, 26 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Comienzo de curso



Aula en la facultad de biología de la Universidad de Barcelona, EFE


Comienzo de curso. Miremos con prevención los supuestos “últimos avances” de la disciplina propia y estimulemos el arte de la comparación, escribe Antonio Valdecantos, catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III. 

Empieza el curso. El académico, debe aclararse, porque la palabra ha acabado designando, no sin relamida pedantería, cualquier ciclo de actividad que comience al final del verano boreal, comienza diciendo el profesor Valdecantos. Lo que viene a continuación, que son cinco humildes recomendaciones, propuestas (¿hace falta decirlo?) con fervorosa voluntad constructiva, no afecta a todos los niveles ni tipos de la enseñanza. Se ciñe a las facultades universitarias de letras, ciencias humanas o filosofía (eso que suele llamarse, con expresión hinchada y autoadulatoria, “humanidades”) y no se aplica fácilmente a otros ámbitos, si bien podría intentarse. Mis consejos serán cinco, y darán por supuestos otros quizá más urgentes (contra el abuso, por ejemplo, de la lengua inglesa, del PowerPoint, de la palabra “reto”, de las disertaciones en tres minutos o de las metáforas tomadas del fútbol y del automóvil).

Evítese —primer consejo— el tedioso ideal de la adaptación del pasado a lo que se supone es la actualidad. Se puede contar o no contar en clase lo que dijo Maimónides sobre cierto asunto, pero hacerlo de modo que pudiera explicarse en un programa de televisión basura es peor que no hacer nada. Aunque a veces la lectura de los autores de otras épocas sirve para entender mejor el tiempo en que se vive, eso sólo se logra cuando uno se ha desacostumbrado a las ideas habituales sobre la naturaleza del presente y a lo que éste opina sobre sí mismo. Se estudia el pasado para que sea una fuente de perturbación, no un medio con que dar lustre cultural a los cuatro prejuicios viscosos que uno ha ido engordando durante las vacaciones.

Rehúyase (segunda recomendación) la mala costumbre de querer ir al grano y de concebir el conocimiento como una poda o como una operación de limpieza. En este tipo de saberes, los detalles insospechados que apenas se advierten importan mucho más que las “líneas maestras” y las “grandes cuestiones”. Lo que vale la pena de esta clase de tarea es aquello que aparece como una digresión o como un desvío: restos que no llaman la atención de quien va con prisas y que cualquiera tiraría a la basura. Las palabras decisivas de un texto son, no en vano, las que nadie subrayaría nunca. Estos saberes constituyen tareas propias de gente que sabe que está perdiendo el tiempo, que no lo va a recuperar nunca y que llegará tarde a todas partes. Quien guste de otra cosa tiene otros lugares a donde ir.

Tercer consejo: mírese con la mayor prevención aquello que la gente avisada toma como los “últimos avances” de la disciplina que uno cultiva. Lo cierto es que, con frecuencia, nuestros antepasados sabían mucho más y mejor del asunto que uno se trae entre manos, porque esta clase de conocimientos raramente progresa y, cuando lo hace, cada aumento de saber deja en la sombra (y hace crecer) cantidades enormes de sospechas y de preguntas, a las que, puerilmente, se deja de prestar atención. Tratar de calcular las dimensiones y de conjeturar el aspecto de todo lo que ha habido que ignorar o desatender para llegar a saber lo poco que se sabe es, desde luego, más inteligente que entretenerse con las novedades de última generación y esforzarse por dejarlas obsoletas pronto.

El cuarto consejo recomienda apreciar al máximo el arte de comparar todo con todo y de mezclar disciplinas, métodos y contextos. Desde luego. Pero debe tenerse en cuenta que la palabra “interdisciplinar” es a menudo una perezosa consigna con la que se santifica la práctica de juntar lo más escolástico de varias disciplinas. El arte de ver las cosas juntas debe ir acompañado del de separarlas, sobre todo de sí mismas y de lo que se toma como su entorno y su contexto natural. Para esto es preciso ser, antes que nada, lo más antidisciplinar posible.

Y un último consejo, cuyo olvido produce desastres irreparables. No actúes nunca como si el dar clase fuese una tarea ancilar respecto de las verdaderamente importantes (dirigir proyectos de investigación, viajar compulsivamente o escribir en periódicos). No lo hagas porque es una conducta fraudulenta, pero, sobre todo, porque se funda en una falsedad. Lo más importante de tu oficio es dar buenas clases, y no en el sentido mezquino de quien considera una agudeza decir “es por esto por lo que me pagan”. ¿Qué te parecería si el cardiólogo que te va a intervenir dijera que le aburre operar, que lo hace porque esta temporada no ha logrado librarse del quirófano y que lo que le gusta es reservar billetes de avión, leer el BOE, presidir reuniones y pedir dinero para organizar congresos? Afortunadamente no estamos entre cardiocirujanos así, y quizá los profesores deberíamos imitarlos un poco, por lo menos los primeros días de curso.





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jueves, 2 de mayo de 2019

[PENSAMIENTO] La estructura política de la verdad





Lo verdadero se reconoce porque obliga a cambiar de amigos y porque causa grave lesión a identidades, individuales o colectivas, escribe el profesor Antonio Valdecantos, catedrático de Filosofía en la Universidad Carlos III. Cuando aparece, es un episodio incómodo que se intenta ignorar.

El camino que lleva a la justificación de la mentira propia, comienza diciendo Valdecantos, está inundado de mala fe, pero quien lo recorra actuará persuadido, hasta llegar a cierto trecho, de haber obrado en posesión de la virtud. El itinerario es sencillo y familiar. Se parte de la idea, muy fácil de adquirir y a menudo cierta, de que el enemigo (el individuo o grupo al que como tal se reconoce) es perverso y odioso, de modo que en su condición corrompida se incluirá, desde luego, la mendacidad. El siguiente paso es combatir tal perversión, lo cual implicará, no pocas veces, suspender provisionalmente la virtud: ¿acaso al mal absoluto se lo doblega comportándose como hermanitas de la caridad? Quien así proceda estará convencido de que actúa en legítima defensa y de manera controlada, deseando de todo corazón que vuelvan las circunstancias en que ya no sea necesario beber ni dar a beber tan amargo trago. Esta suspensión cautelar incluirá a veces —“por desgracia”, se añadirá, al principio con pesadumbre, pero pronto con hipocresía— la práctica de la mentira: ¿cómo no mentir, aunque sea un poco y a desgana, en un mundo de mentirosos?

El paso posterior consistirá en proclamar que uno, en realidad, no ha mentido, y que llamar “mentira” a sus palabras es una exageración o quizá una insidia. También puede ocurrir que la mala conciencia se pierda y que la mentira cobre plena justificación, pues —se dirá— todo lo que se haga contra los enemigos será mejor que lo que ellos acostumbran a hacer. Y cabe, desde luego, persuadirse de que tales preocupaciones son ociosas, ya que la cuestión de la verdad no tiene importancia ninguna: lo único relevante es ganar, porque a la victoria la admira todo el mundo y nadie le pone pegas ridículas. ¿Implica esto que ya no cabe acusar al enemigo de perversidad? De ningún modo: el adversario es malo de por sí, porque su esencia está viciada, hagamos nosotros lo que hagamos. Y, si todo en él es perverso, cualquier cosa que se le oponga merecerá la bendición. Quien derrota a cierta clase de gentes se hace un favor a sí mismo y se lo hace a la humanidad.

Estos deshonestos trucos forman parte de la astucia mundana de todas las épocas y lugares. Con quien dice despreciar la verdad cualquier cuidado es poco, pero también cuando a alguien se le llena la boca con esta palabra es aconsejable extremar las precauciones, pues no será raro que lo expresado constituya una estratagema para ganar prestigio o un resultado del autoengaño. No faltarán lectores que, dando la razón a la descripción que hasta aquí se ha hecho, la tomen como un cuadro realista de lo que a menudo se presenta ante nuestros ojos. Sin embargo, pocos serán, por regla general, quienes estén dispuestos a encontrar en ello un retrato de sí mismos y de sus amigos. Todas estas miserias abundan, se dirá, en tales o cuales individuos, partidos, tendencias o escuelas, de las que los míos y yo, de manera notoria, estamos muy alejados: si quieres convencerte de ello, no tienes más que vernos y tratarnos. Muy poco puede hacerse para disuadir de esta frecuente convicción.

Repárese, no obstante, en algo que seguramente afecta a la naturaleza más profunda de la verdad. La opinión popular, respaldada por algunos filósofos, según la cual la verdad es el acuerdo o correspondencia con algo que se llama “los hechos” está muy bien para tranquilizar las conciencias, pero, además de no tener demasiado que ver con hecho alguno, es un apresurado refugio de la pereza. Que la realidad se componga precisamente de “hechos”, aptos para su emparejamiento con juicios humanos verdaderos, implica una noción de lo real demasiado ordenada y limpia. Conforme a ella, los hechos fueron inventados para que nos dieran la razón y para que el mundo pudiese ser concebido como una inmensa estructura ajustable a nuestro entendimiento, aunque quizá dicho mundo no tenga nada que ver con este piadoso deseo. Lo que se llama realidad no se manifiesta dando respaldo a nuestras afirmaciones ni corrigiéndolas cortésmente, sino burlándose de nuestra confianza en ella y vapuleándonos sin ninguna clase de miramientos. Convencerse de que los hechos se han ceñido a las creencias de uno es una ilusión bien pueril: espere usted un poco más y verá cómo se portan con sus certidumbres, incluida ésa.

Si lo que se quiere es mantener las lealtades, con la rutina hay suficiente y la verdad no hace ninguna falta. Ni siquiera resulta muy oportuna, porque lo más destacable de ella es la amenaza de ruptura que siempre lleva consigo. Para conjurar este peligro, es frecuente aplicar al hábito el nombre y las galas de la verdad, pero el momento más característico en que la verdad entra en juego, unas veces de lleno y otras en forma de sospecha, surge cuando algún supuesto muy arraigado se desploma o da señales de ruina. Lo compartíamos con nuestros amigos, correligionarios y seres queridos, los cuales nos repudiarían si lo pusiésemos en duda, y por nada del mundo abjuraríamos de tan sagrada creencia. Ni imaginar podemos cómo nos las arreglaríamos en caso de que aquello que está en peligro dejase de ser verdad, y esto basta, de ordinario, para persuadirnos de que el riesgo es sólo aparente: lo que parece imponerse como verdad no lo es, y no lo es porque no puede serlo.

La verdad es un huésped inoportuno para el que no hay sitio en casa. Se la reconoce porque obliga a cambiar de amigos y porque causa grave lesión a identidades, individuales o colectivas, dispendiosamente alimentadas durante mucho tiempo. “Platón es amigo, pero más lo es la verdad”: así suelen parafrasearse las palabras que Aristóteles hubo de proclamar alguna vez. Nos juntamos para convencernos, entre todos, de la verdad de nuestras creencias, si bien la verdad consiste en destruir ese convencimiento y, llegado el caso, en dejar de estar juntos. Cuando aparece, es un episodio incómodo que se intentará ignorar, confiando en que las aguas vuelvan a su cauce y se olvide semejante pesadilla. Ésta es la estructura de la verdad, ciertamente política, aunque todavía falta un elemento importante en la descripción: a veces la verdad no obliga a cambiar de bando, pero, allí donde da razones para perseverar en el propio, tales razones no siempre serán aceptables por éste y a veces habrán de permanecer cuidadosamente ocultas. También cuando deja las cosas en paz resulta la verdad un agente inquietante.


Dibujo de Eulogia Merle para El País


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sábado, 23 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA] Cincuenta veces mayo





Continúo subiendo al blog artículos que conmemoran los sucesos de Mayo del 68 que sacudieron las universidades de Occidente, y sobre todo, París. Mayo del 68, comenta en El País el filósofo Antonio Valdecantos, permitió quedarse con lo mejor de una revolución desechando lo peor. Por fin la revolución podía dejar de ser una orgía de sangre. Pero, antes de darnos cuenta, la revolución neoliberal fue la que venció de manera implacable. 

La palabra “revolución”, comienza diciendo Valdecantos, sugiere la idea de una agitación histórica que rompe el ritmo consabido de los hábitos, logrando que la historia recorra en pocos días un camino que, de otro modo, habría costado décadas o no se habría transitado nunca. Pero esta noción tan familiar no es, en realidad, demasiado vieja: todavía en las vísperas de las dos grandes revoluciones del siglo XVIII perduraba el sentido tradicional de la palabra, conforme al cual la revolución es un vuelco de los tiempos que permite a estos regresar a algún estado anterior. No en vano se trata de una metáfora astronómica, tomada de las órbitas de los cuerpos celestes. La revolución consistía en detener los tiempos y volver atrás, algo muy distinto a la explosión de novedad que provocaron las revoluciones estadounidense y francesa.

Mayo de 1968 fue quizá una revolución, aunque lo fue de manera bien paradójica. Mientras que Raymond Aron se apresuró a llamarla “la revolución inencontrable”, Deleuze y Guattari sentenciaron, quince años después, que en realidad no había llegado nunca a darse. Los acontecimientos de mayo constituyeron un episodio esencialmente universitario, y lo fueron, sobre todo, porque estaban diseñados para ser objeto de inagotable comentario escolar y de fatigosa conmemoración cultural. Se responderá que casi todas las revoluciones de este mundo han sido prolijamente estudiadas y celebradas, pero el caso del 68 es harto singular, porque en mayo de aquel año el estar posando para la historia era el gesto al que todo lo demás tenía que subordinarse.

Comparando las dos grandes revoluciones del siglo XVIII, Hannah Arendt abogó por el modelo estadounidense contra el francés porque en el primero la “cuestión social” había estado ausente. La revolución francesa —la de verdad, no la de 1968— derivó pronto en una pugna de los pobres para dejar de serlo, mientras que la americana la ejecutaron hombres libres y bien alimentados para dar a los tiempos un inicio nuevo, algo que, según Arendt, constituye precisamente la esencia de la genuina revolución. La verdad es que estas revoluciones arendtianas poseen un aspecto más bien extravagante y quizá no resulten muy frecuentes, pero al menos la de Estados Unidos aspiraba al triunfo y lo logró. La gran diferencia entre la revolución estadounidense y la de mayo del 68 fue que en esta última daba igual ganar que perder, porque lo que importaba en ella era el acontecimiento mismo y su orgiástica intensidad. Es más: si hubiese triunfado como revolución (aunque no es fácil imaginar en qué habría podido consistir dicho triunfo), habría fracasado como acontecimiento.

“Cuando ayer en Valle Giulia os pegasteis con los policías, ¡yo simpatizaba con los policías! Porque los policías son hijos de pobres”, apostrofó Pasolini a los estudiantes romanos en relación con los enfrentamientos del 1 de marzo de 1968, metiendo el dedo en los tiernos ojos de unos jóvenes en plena ebriedad de vivencias. Hasta entonces las revoluciones se habían hecho para lograr un triunfo que permitiera no tener que repetirlas. La necesidad de repetición era, como es natural, la señal más cierta de la derrota, mientras que la conveniencia de proseguir una revuelta se debía tan solo a no haber triunfado aún del todo. Además, cuando las revoluciones eran derrotadas, quienes habían participado en ellas se exponían a una crueldad descomunal, de manera que, para dar rienda suelta a la libertad revolucionaria, era preciso estar muy agobiado por la necesidad. Pero resulta claro que nada de esto ocurrió en aquel mes de mayo.

Cuando la revolución es una fiesta, lo que se desea es que no termine nunca y que se repita cuantas más veces mejor. Sin embargo, la idea de una “revolución permanente” se había inventado mucho antes de mayo de 1968. La tesis de Proudhon según la cual no hay sucesión de revoluciones, sino una única “en permanencia”, fue adoptada de manera célebre por Trotski: cuando el proletariado desencadena la revolución democrática, esta “se transforma directamente en socialista, convirtiéndose con ello en permanente”, lo cual quiere decir que “la conquista del poder por el proletariado no significa el coronamiento de la revolución, sino simplemente su iniciación”. Aunque nada de esto podía verse como un festival en 1930, fecha en que Trotski escribe La revolución permanente, lo cierto es que semejante cadena de guerras civiles y exteriores, que prometía más sangre después de la sangre, electrizó a algunas gentes y a innumerables intelectuales.

Esa pulsión revolucionaria, connatural a los tiempos modernos, no puede extinguirse sin enterrar la modernidad misma, pero la orgía de sangre preconizada por Trotski había perdido ya todo atractivo cuarenta años después. Mayo del 68 permitía, en aquella tesitura, quedarse con lo mejor de la revolución desechando lo peor. Por fin la revolución podía dejar de ser una orgía de sangre sin renunciar a ser una orgía. Bastaba con tomar esta última palabra en su sentido literal y darle un baño de prestigio político y filosófico. Desata tus instintos básicos de modo que tu experiencia pueda contarse como la mayor de las hazañas políticas y, al mismo tiempo, como una epopeya del pensamiento. ¿Quién podría resistirse a obedecer una consigna como esa? Lleva razón Raphaël Glucksmann: lo que hizo mayo del 68 fue “romper las antiguas reglas que obstaculizaban los cuerpos y los deseos”. Esa ha sido, en efecto, su herencia más duradera.

Pero lo ha sido de una manera que pocos podrían haber predicho hace cincuenta años. Resulta frecuente, desde luego, que los revolucionarios no sepan lo que hacen y hagan lo que no saben. Max Weber escribió en 1904 que los protestantes del siglo XVI quisieron una regulación total de la vida, mientras que nosotros nacemos obligados a tal cosa. Algo muy semejante puede decirse de nuestra relación con los revoltosos de 1968: ellos desearon convertirse en transgresores y nosotros estamos programados para serlo. La ideología profunda de nuestro tiempo exige cambiar permanentemente de reglas y sacar del cuerpo y del deseo el mayor partido posible, liberando todos sus impulsos y multiplicándolos, pero no para romper con los tiempos, sino para sobrevivir en ellos como cada cual pueda. No debe olvidarse que es hija de una revolución simulada —la del 68— y de una revolución de las de verdad, la neoliberal. A esta última sí que le importaba mucho triunfar, y lo hizo implacablemente, antes de que pudiésemos darnos cuenta. Es poco propensa a aniversarios y no los necesita en absoluto. Mientras tanto, la otra puede ser conmemorada sin descanso, hasta que llegue el día en que su evocación nos produzca un tedio infinito.



Dibujo de Enrique Flores para El País



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miércoles, 9 de mayo de 2018

[A VUELAPLUMA] Las tijeras y las rejas







El adicto a la severidad penal y el amante de la libertad de palabra son tipos humanos dispares, escribía en el diario El País hace unas semanas el filósofo y ensayista Antonio Valdecantos. Los límites de la libertad de expresión y los de las penas máximas no están vinculados por una relación íntima, pero quizá extraiga cierto provecho quien los examine juntos, comenzaba diciendo.

En esa tarea, lo primero que llama la atención es que el adicto a la severidad penal y el amante de la libertad de palabra son tipos humanos dispares. El primero es realista, ceñudo y torvo (ya sabe todo lo malo que la vida tenía que enseñarle), mientras que el segundo presumirá de amigable y confiado, y gozará ponderando cuánto le queda aún por aprender de este maravilloso mundo. Si la humanidad es un espanto, lo que más importa será estar protegidos de sus hijos más peligrosos (que no son pocos), mientras que, si es un deleitoso jardín, tanto mejor cuantas más flores se hagan brotar y más colores ofrezcan a los ojos. 

El justiciero implacable y el censor contumaz harán pronto buenas migas, al igual que le ocurrirá al filántropo penal con quien es tolerante en materia de difusión de la palabra. Pero estas dos parejas de estereotipos humanos, a primera vista inconciliables la una con la otra, gustan de enredarse en trampas semejantes, más decisivas que la retórica autocomplaciente acumulada en torno a ellas. El justiciero y el censor comparten, desde luego, una creencia muy firme: tienen el convencimiento (no como otras gentes, amigas de la laxitud por la cuenta que les trae) de que nunca estarán expuestos a vivir perpetuamente entre barrotes ni a que sus escritos sean pasados por la tijera. Ellos son personas probadamente honradas y de orden, y ni sus hechos ni sus palabras darán nunca ningún trabajo a la justicia; de ahí la autoridad con la que hablan. Es cierto que las circunstancias podrían volverse del revés y ser ellos los perseguidos, pero eso sólo es capaz de desencadenarlo —se replicará enseguida—una violenta revolución, y aquí se está hablando de tiempos y lugares normales, en los que las revoluciones han sido superadas. 

En otras épocas, el justiciero acudía, en primera fila, a las ejecuciones públicas, y la censura previa era una práctica natural. Tales costumbres causarán, con toda razón, el espanto de las almas ilustradas, pero seguramente nadie está libre de caer bajo la seducción de algún sucesor de los bárbaros. Ningún ser humano puede, se dirá, ser juzgado de tal modo que un solo acto de su vida determine el resto de su existencia, reduciendo su persona a un único rasgo y a las secuelas de un único acontecimiento. Sin embargo, esta clase de filantropía, universal en principio, quizá no haya de afectar —se matizará enseguida— a ciertos reos, cuya identidad sí que se declara, y por cierto con gran efusión de humanitarismo, reducida a la condición criminal. ¿O es que no hay crímenes imprescriptibles que deben perseguirse más allá de las fronteras y remontándose en el tiempo tanto como sea posible? Ampliar la clase de los delitos monstruosos con los que no cabe benevolencia es, en efecto, el intento constante de gran número de filántropos, cuyo furor justiciero poco tiene que envidiar a veces al de quienes toman al hombre por un hediondo pozo de maldad. Los derechos de algunas víctimas pueden, a menudo, más que la clemencia, y para ello basta, por regla general, con que los damnificados pertenezcan al bando del que uno actúa como portavoz. 

No es difícil hallar algo parecido en el ámbito de la libertad de expresión, la cual siempre es sagrada en relación con las opiniones propias, pero menos saludable respecto de algunas de las ajenas. Esta discusión, aparentemente no tan truculenta como la anterior, tiene también sus propias miserias. Aunque la palabra libre goza, desde luego, del prestigio cultural más alto, lo que con frecuencia se dirime aquí no es el derecho a expresar opiniones que pueden resultar molestas, sino, a la inversa, el derecho a molestar echando mano de alguna opinión cuyo contenido sea eficaz para maximizar el fastidio. Puede que toda palabra (y las que son fruto del arte no menos que las otras) lleve en sus entrañas una ingobernable potencia destructiva, pero la creencia hipócrita en la condición benéfica del lenguaje suele ir unida a una multiplicación de su capacidad de abatir al enemigo. Ocurre como con la tesis de la bondad natural del ser humano: aunque no es imposible que sea cierta, lo que sí resulta del todo claro es que, para instaurar y mantener un régimen político fundado en ella, se requieren cantidades de violencia francamente desmesuradas. 

La competencia en el libre mercado de la palabra parece regirse cada vez más por el placer de imaginarse al adversario rabiando de ira ante la difusión de los dicterios pronunciados por uno. En tareas así, el humor de trazo grueso es, sin duda, un procedimiento muy eficaz, pero no el único. Si molesto a los malvados, ya no necesito prueba más concluyente de que llevo razón, y aquí radica el criterio último de la verdad. ¿Acaso cabe otro más digno de crédito? Sin duda, esta convicción tendrá que esconderse bajo siete embozos de fraseología moralizante, pero su esencia no puede ser más siniestra: logrado el propósito de infligir una derrota a las fuerzas del mal, ¿qué importa la verdad de los materiales empleados? ¿Y quién denunciará su falsedad como no sea que esté interesado en sacar partido de ella? 

El placer de llevar razón y el de condenar lo tenido por injusto pertenecen a las necesidades humanas más básicas y, a menudo, también a las más emponzoñadas. Abundan quienes estarían dispuestos, llegado el caso, a reclamarlo como un derecho, y, no en vano, son muchos quienes lo toman íntimamente como tal. El placer justiciero se obtiene condenando, pero, sobre todo, decidiendo cuándo se debe condenar y cuándo no, mientras que el de llevar razón, por su parte, puede extraerse de la discusión abierta, pero a veces necesita impedirla por creer que, para ciertos principios esenciales, el debate sería una indignidad. Tire la primera piedra quien esté libre de todos estos pecados a la vez. La decencia en la discusión pública depende, en grandísima medida, de la capacidad para advertir que uno no está inmunizado contra estos vicios —tan antiguos como el mundo— y para reconocer que, sin duda, habrá caído en ellos en numerosas ocasiones, aunque no sepa identificarlas con claridad. Conviene, sin embargo, hacerse pocas ilusiones sobre la obediencia a la correspondiente máxima. En realidad, no tenemos ni idea de cómo sería el mundo si se hiciese caso de ella.






Unidad psiquiátrica de la cárcel Sevilla II



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martes, 19 de mayo de 2015

Las edades del hombre: Juventud, experiencia, mortalidad y recuerdo



Aquiles educado por Quirón


Reconozco que cuando me pongo sentimental, algo que afortunadamente no me pasa muy a menudo, resulto un latazo. Sobre todo para conmigo mismo. Me acaba de ocurrir hace unos momentos, que leyendo unas páginas de "Aquiles en el gineceo o aprender a ser mortal" (Taurus, Madrid, 2014), del filósofo Javier Gomá, me ha dado por pensar en mis padres, mis abuelos y parientes y amigos que ya no están aquí. ¿Qué pensaran mis hijas, mis nietos, mis amigos y conocidos de mí cuándo ya no ande por estos andurriales de la vida? La pregunta es un tanto retórica y carece de sentido porque no podré saberlo, pero aunque la sola idea de la eternidad resulte monstruosamente aburrida, el hecho de que nadie muera del todo mientras le recuerden con cariño aquellos que nos quisieron y a los que quisimos, resulta consolador.

Dice Gomá en el libro citado más arriba que antes de embarcar para Troya cruzando las anchas extensiones del océano, cada joven del mundo imagina, inexperto, todo el proyecto de su vida futura, formulándose como Kant, la primera y fundamental de todas las preguntas: ¿qué me cabe esperar? Quien carece de experiencia y desconoce que esta es sustancialmente negativa -dice- y que se manifiesta como resistencias que la realidad, tozuda, opone a nuestros deseos, incluso a los más bellos y justos, supone que todas las posibilidades de lo humano tienen cabida en ella. El futuro se despliega a sus pies y la vida es su única posesión. ¿Cómo será esta?, se pregunta. Observa en los demás hombres, adultos y ancianos, el ejemplo de trayectorias parciales, inacabadas, cuando no simplemente rotas, y él, reaccionando contra la fragmentación humana de la que es testigo, quiere dominar su propio destino.

Realmente, continúa diciendo Gomá, la juventud es inexperta, pero es también la edad menos ingenua de cuantas hay, pues en ella predomina una lucidez tan intensa que el joven, con frecuencia, se siente viejo, que lo sabe todo, aun sin necesidad de haber vivido.

Sin duda, dice, no lo sabe todo. Pero es cierto que esa edad ociosa sin oficio ni beneficio, es un momento privilegiado para pensar en todo. ¿Cuándo se manifiesta esa totalidad en el caso de la vida humana?, se pregunta. No hemos de reputar a nadie feliz, dice con Solón, mientras viva, sino que debemos esperar al final de su existencia, pues es al morir cuando el sujeto entrega su esencia, que no es otra cosas que el ejemplo que ha ido cincelando durante todos los años anteriores en la materia del tiempo. 

Durante todos los años de su habitar sobre la tierra, sigue diciendo, el hombre incuba en su seno la promesa de un ejemplo que va creciendo y solo se detiene y asume su forma definitiva cuando aquél muere. Es difícil que un sujeto conozca a otro -un padre, un amigo- añade,  mientras ambos el conocedor y el conocido todavía viven. El ritmo de las obligaciones ordinarias, la vulgaridad de las situaciones, el norte del egoísmo humano, la inseguridad de las apreciaciones en la experiencia diaria impiden una disposición apta para dicha percepción. Pero tras la muerte, resplandece ese ejemplo ya completo y despojado de sus accidentes. 

Con frecuencia, dice, ignoramos que el término griego para designar la verdad -"aletheia"- significa no-olvido -"a-lethos", esto es, recuerdo. Conocer la verdad de un hombre en sentido estricto, es pues, recordar su ejemplo cuando ya ha dejado de existir, momento en que adquiere un relieve y una nitidez extraordinarios. De ahí que nos conmovamos hasta la desesperación, continúa diciendo, cuando desaparece un ser querido, pues al morir contemplamos por primera vez su ser verdadero, lo amamos definitivamente y desearíamos por encima de todo poder decírselo, pero entonces es ya demasiado tarde. Todo conocimiento es póstumo.

Aplicado a la vida de un hombre entendida como un texto, prosigue diciendo más adelante, el joven que en sus ensoñaciones trata de leer antes de ser escrito el libro de su vida, proyecta inevitablemente sobre su propio futuro una unidad perfecta de sentido. Siendo el contenido de esa libro la lenta elaboración de un ejemplo, que quedará fijado con su muerte y será rememorado en su "laudatio" por los que le conocieron y recibieron su impronta, la expresada anticipación de la perfección, supone, en consecuencia, la hipótesis de un ejemplo perfecto pleno de sentido. Pertenece por tanto a la naturaleza de la juventud imaginarse su edad adulta como la progresiva realización de un ejemplo perfecto. La secreta aspiración de ese joven, concluye, sería no solo leer su futura "laudatio", sino también escribirla sobre la "tabula rasa" del tiempo disponible para así dominar su destino con la misma exactitud que el poeta es señor de sus versos. ¿Que escribiría en su propio sermón funerario si, adoptando una posición originaria, estuviera en su mano redactar cada uno de sus párrafos?

Como colofón, les invito a leer la reseña que del libro de Gomá realizara en Revista de Libros hace ya un tiempo el también filósofo Antonio Valdecantos. Merece la pena, se lo aseguro.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt




Juventud gozosa




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