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sábado, 23 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA] Cincuenta veces mayo





Continúo subiendo al blog artículos que conmemoran los sucesos de Mayo del 68 que sacudieron las universidades de Occidente, y sobre todo, París. Mayo del 68, comenta en El País el filósofo Antonio Valdecantos, permitió quedarse con lo mejor de una revolución desechando lo peor. Por fin la revolución podía dejar de ser una orgía de sangre. Pero, antes de darnos cuenta, la revolución neoliberal fue la que venció de manera implacable. 

La palabra “revolución”, comienza diciendo Valdecantos, sugiere la idea de una agitación histórica que rompe el ritmo consabido de los hábitos, logrando que la historia recorra en pocos días un camino que, de otro modo, habría costado décadas o no se habría transitado nunca. Pero esta noción tan familiar no es, en realidad, demasiado vieja: todavía en las vísperas de las dos grandes revoluciones del siglo XVIII perduraba el sentido tradicional de la palabra, conforme al cual la revolución es un vuelco de los tiempos que permite a estos regresar a algún estado anterior. No en vano se trata de una metáfora astronómica, tomada de las órbitas de los cuerpos celestes. La revolución consistía en detener los tiempos y volver atrás, algo muy distinto a la explosión de novedad que provocaron las revoluciones estadounidense y francesa.

Mayo de 1968 fue quizá una revolución, aunque lo fue de manera bien paradójica. Mientras que Raymond Aron se apresuró a llamarla “la revolución inencontrable”, Deleuze y Guattari sentenciaron, quince años después, que en realidad no había llegado nunca a darse. Los acontecimientos de mayo constituyeron un episodio esencialmente universitario, y lo fueron, sobre todo, porque estaban diseñados para ser objeto de inagotable comentario escolar y de fatigosa conmemoración cultural. Se responderá que casi todas las revoluciones de este mundo han sido prolijamente estudiadas y celebradas, pero el caso del 68 es harto singular, porque en mayo de aquel año el estar posando para la historia era el gesto al que todo lo demás tenía que subordinarse.

Comparando las dos grandes revoluciones del siglo XVIII, Hannah Arendt abogó por el modelo estadounidense contra el francés porque en el primero la “cuestión social” había estado ausente. La revolución francesa —la de verdad, no la de 1968— derivó pronto en una pugna de los pobres para dejar de serlo, mientras que la americana la ejecutaron hombres libres y bien alimentados para dar a los tiempos un inicio nuevo, algo que, según Arendt, constituye precisamente la esencia de la genuina revolución. La verdad es que estas revoluciones arendtianas poseen un aspecto más bien extravagante y quizá no resulten muy frecuentes, pero al menos la de Estados Unidos aspiraba al triunfo y lo logró. La gran diferencia entre la revolución estadounidense y la de mayo del 68 fue que en esta última daba igual ganar que perder, porque lo que importaba en ella era el acontecimiento mismo y su orgiástica intensidad. Es más: si hubiese triunfado como revolución (aunque no es fácil imaginar en qué habría podido consistir dicho triunfo), habría fracasado como acontecimiento.

“Cuando ayer en Valle Giulia os pegasteis con los policías, ¡yo simpatizaba con los policías! Porque los policías son hijos de pobres”, apostrofó Pasolini a los estudiantes romanos en relación con los enfrentamientos del 1 de marzo de 1968, metiendo el dedo en los tiernos ojos de unos jóvenes en plena ebriedad de vivencias. Hasta entonces las revoluciones se habían hecho para lograr un triunfo que permitiera no tener que repetirlas. La necesidad de repetición era, como es natural, la señal más cierta de la derrota, mientras que la conveniencia de proseguir una revuelta se debía tan solo a no haber triunfado aún del todo. Además, cuando las revoluciones eran derrotadas, quienes habían participado en ellas se exponían a una crueldad descomunal, de manera que, para dar rienda suelta a la libertad revolucionaria, era preciso estar muy agobiado por la necesidad. Pero resulta claro que nada de esto ocurrió en aquel mes de mayo.

Cuando la revolución es una fiesta, lo que se desea es que no termine nunca y que se repita cuantas más veces mejor. Sin embargo, la idea de una “revolución permanente” se había inventado mucho antes de mayo de 1968. La tesis de Proudhon según la cual no hay sucesión de revoluciones, sino una única “en permanencia”, fue adoptada de manera célebre por Trotski: cuando el proletariado desencadena la revolución democrática, esta “se transforma directamente en socialista, convirtiéndose con ello en permanente”, lo cual quiere decir que “la conquista del poder por el proletariado no significa el coronamiento de la revolución, sino simplemente su iniciación”. Aunque nada de esto podía verse como un festival en 1930, fecha en que Trotski escribe La revolución permanente, lo cierto es que semejante cadena de guerras civiles y exteriores, que prometía más sangre después de la sangre, electrizó a algunas gentes y a innumerables intelectuales.

Esa pulsión revolucionaria, connatural a los tiempos modernos, no puede extinguirse sin enterrar la modernidad misma, pero la orgía de sangre preconizada por Trotski había perdido ya todo atractivo cuarenta años después. Mayo del 68 permitía, en aquella tesitura, quedarse con lo mejor de la revolución desechando lo peor. Por fin la revolución podía dejar de ser una orgía de sangre sin renunciar a ser una orgía. Bastaba con tomar esta última palabra en su sentido literal y darle un baño de prestigio político y filosófico. Desata tus instintos básicos de modo que tu experiencia pueda contarse como la mayor de las hazañas políticas y, al mismo tiempo, como una epopeya del pensamiento. ¿Quién podría resistirse a obedecer una consigna como esa? Lleva razón Raphaël Glucksmann: lo que hizo mayo del 68 fue “romper las antiguas reglas que obstaculizaban los cuerpos y los deseos”. Esa ha sido, en efecto, su herencia más duradera.

Pero lo ha sido de una manera que pocos podrían haber predicho hace cincuenta años. Resulta frecuente, desde luego, que los revolucionarios no sepan lo que hacen y hagan lo que no saben. Max Weber escribió en 1904 que los protestantes del siglo XVI quisieron una regulación total de la vida, mientras que nosotros nacemos obligados a tal cosa. Algo muy semejante puede decirse de nuestra relación con los revoltosos de 1968: ellos desearon convertirse en transgresores y nosotros estamos programados para serlo. La ideología profunda de nuestro tiempo exige cambiar permanentemente de reglas y sacar del cuerpo y del deseo el mayor partido posible, liberando todos sus impulsos y multiplicándolos, pero no para romper con los tiempos, sino para sobrevivir en ellos como cada cual pueda. No debe olvidarse que es hija de una revolución simulada —la del 68— y de una revolución de las de verdad, la neoliberal. A esta última sí que le importaba mucho triunfar, y lo hizo implacablemente, antes de que pudiésemos darnos cuenta. Es poco propensa a aniversarios y no los necesita en absoluto. Mientras tanto, la otra puede ser conmemorada sin descanso, hasta que llegue el día en que su evocación nos produzca un tedio infinito.



Dibujo de Enrique Flores para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





Harendt






Entrada núm. 4487
elblogdeharendt@gmail.com
Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

lunes, 26 de octubre de 2015

[De libros y lecturas] "Crisis de la república", de Hannah Arendt







Fue en 1990 cuando leí por vez primera "Crisis de la república", de la filósofa y teórica política estadounidense de origen alemán Hannah Arendt (1906-1975), en la edición de Taurus. Hoy termino de releeerla, gracias de nuevo a la inestimable colaboración de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, en la nueva edición, magnífica, de Trotta (2015). Los trabajos reunidos en "Crisis de la república", pertenecientes a la última etapa de la producción de Hannah Arendt (fueron escritos entre 1969 y 1972), son genuinos ensayos de comprensión que analizan asuntos controvertidos de la vida política en Estados Unidos en el periodo de distensión de la guerra fría, y en pleno auge de los movimientos pacifistas y de protesta de la rebelión estudiantil. Pero son ante todo una brillante reflexión sobre la formación del juicio en política, la capacidad de aprendizaje a partir de los acontecimientos y el sentido de la acción, eje central este de toda la concepción de la política en Hannah Arendt.

El libro, que no llega a las 190 páginas, se lee con enorme facilidad, pues está escrito con un lenguaje llano sin perder un ápice de su rigor conceptual ni crítico, reune cuatro estudios de Arendt publicados, como señalé anteriormente, entre 1969 y 1972. 

El primero de ellos, "La mentira en política. Reflexiones sobre los documentos del Pentágono", que se inicia con unas palabras del que fuera secretario de Defensa durante la presidencia de John F. Kennedy, Robert S. McNamara: "No es agradable contemplar a la mayor superpotencia del mundo, matando o hiriendo gravemente cada semana a millares de personas no combatientes mientras trata de someter a una nación pequeña y atrasada en una pugna cuya justificación es ásperamente discutida", constituye una meditación sobre el engaño, el autoengaño, la elaboración de imágenes, la ideologización y el apartamiento de los hechos como elementos que determinaron la gestión de la administración estadounidense en relación con la guerra de Vietnam.

El segundo de los ensayos está dedicado a la "Desobediencia civil", y en él, Arendt se hace cargo del tema de la relación moral del ciudadano con la ley en una sociedad de asentimiento. Con referencias a Sócrates y Thoreau, pero también a Locke, Montesquieu y Tocqueville, entra en el debate generado por el desafío a la autoridad establecida proponiendo entender la desobediencia civil en términos de asociaciones voluntarias o minorías organizadas, es decir, como grupos de protesta que gozan de legitimidad constitucional. Estudio que comienza intentando dar respuesta a la pregunta con que el Colegio de Abogados de la Ciudad de Nueva York: "¿Ha muerto la ley?", celebró el simposio de su centenario en 1970.

El tercero de los estudios recogidos en "Crisis de la república" lleva el título de "Sobre la violencia". Estudio (con XVIII anexos) que parte de la constatación, apenas advertida, dice la autora, de que cuanto más dudoso e incierto se ha tornado en las relaciones internacionales el instrumento de la violencia, más reputación y atractivo ha cobrado en los asuntos internos, especialmente en cuestiones de revolución, aportando una clarificadora distinción entre las nociones de poder, potencia, autoridad, fuerza y violencia, que no siempre son bien entendidas en sus justos términos. 

El cuarto y último de los capítulos del libro "Pensamientos sobre política y revolución. Un comentario", está basado en una famosa entrevista que Hannah Arendt concedió en el verano de 1970 (veinte años antes de la caída del Muro de Berlín) al escritor alemán Adelbert Reif. De toda esta larga entrevista he escogido un solo apartado, que me parece significativo de la insobornable independecia política del pensamiento de Arendt, que es aquel en el que el entrevistador le pregunta por las diferencias entre capitalismo y socialismo, y sobre, si en su opinión, existe alguna otra alternativa.

La pregunta exacta de Reif fue la siguiente: "Los filósofos y los historiadores marxistas, y no simplemente quienes son considerados como tales en el sentido estricto del término, opinan que en esta fase del desarrollo histórico de la humanidad hay dos alternativas posibles para el futuro: capitalismo y socialismo. ¿Existe en su opinión otra alternativa?".

No veo tales alternativas en la historia, responde Hannah Arendt; ni sé qué es lo que hay allí disponible. Vamos a dejar de hablar de temas tan altisonantes como el "desarrollo histórico de la humanidad": muy probablemente, añade, adoptará un giro que no corresponderá ni a uno ni a otro y esperemos que así sea para nuestra sorpresa. Pero examinemos históricamente por un momento, sigue diciendo, esas alternativas; con el capitalismo se inició, al fin y al cabo, un sistema económico que nadie había planeado ni previsto. Este sistema, como se sabe generalmente, debió su comienzo a un monstruoso proceso de expropiación como jamás había sucedido anteriormente en la historia en esta forma, es decir, sin conquista militar. Expropiación, continúa diciendo, como acumulación inicial de capital, que fue la ley conforme a la cual surgió el capitalismo y conforme a la cual avanzó paso a paso. No conozco lo que la gente imagina por socialismo, añade. Pero si se mira lo que sucedió en Rusia, puede advertirse que el proceso de expropiación fue llevado aún más lejos; y puede observarse que algo muy similar está sucediendo en los modernos países capitalistas donde parece que hubiera vuelto a desencadenarse el antiguo proceso de expropiación. ¿Qué son, se pregunta Arendt, la superimposición fiscal, la devaluación "de facto" de la moneda, la inflación unida la recesión, sino formas relativamente suaves de expropiación?

Solo que en los países occidentales, sigue diciendo, hay obstáculos políticos y legales que constantemente impiden que este proceso de expropiación alcance un punto en el que la vida sería completamente insoportable. En Rusia no existe, añade, desde luego, socialismo, sino socialismo de Estado, que es lo mismo que sería el capitalismo de Estado, es decir, la expropiación total, que sobreviene cuando han desaparecido todas las salvaguardias políticas y legales de la propiedad privada. En Rusia, por ejemplo, dice, ciertos grupos disfrutan de un muy elevado nivel de vida. Lo malo es solo que todo lo que tales gentes tienen a su disposición -vehículos, residencias campestres, muebles caros, coches con chófer, etc.- no es de su propiedad y cualquier día puede serles retirado por el gobierno. No hay allí, añade, un hombre tan rico que no pueda convertirse en mendigo de la noche a la mañana -y quedarse incluso sin el derecho al trabajo- en caso de conflicto con los poderes dominantes. (Un vistazo a la reciente literatura soviética, dice, donde se ha empezado a decir la verdad, atestiguará estas atroces consecuencias más reveladoras que todas las teorías económicas y políticas).

Todas nuestras experiencias, continúa diciendo, -a diferencia de las teorías y de las ideologías- nos dicen que el proceso de expropiación, que comenzó con la aparición del capitalismo, no se detiene en la expropiación de los medios de producción; solo las instituciones legales y políticas que sean independientes de las fuerzas económicas y de su automatismo, pueden controlar y refrenar las monstruosas potencialidades inherentes a este proceso. Tales controles políticos, añade, parecen funcionar mejor en los "Estados-nodriza" tanto si se denominan a sí mismos "socialistas" o "capitalistas". Lo que protege la libertad es la división entre el poder gubernamental y el económico, o, por decirlo en lenguaje de Marx, el hecho de que el Estado y su constitución no sean superestructuras.

Lo que nos protege en los llamados países capitalistas de Occidente, dice, no es el capitalismo, sino un sistema legal que impide que se hagan realidad los ensueños de la dirección de las grandes empresas de penetrar en la vida privada de sus empleados. Pero este empeño se torna realidad allí donde el gobierno se convierte a sí mismo en patrono. No es un secreto, continúa diciendo, que el sistema de investigación que sobre sus empleados realiza el gobierno americano no respeta la vida privada; el reciente apetito mostrado por algunos organismos gubernamentales de espiar en las casas particulares podría ser un intento del gobierno de tratar a todos los ciudadanos como aspirantes en potencia a funcionarios públicos. ¿Y qué es el espionaje sino una forma de expropiación?, se pregunta Arendt. El organismo gubernamental, sigue diciendo, se establece como un género de copropietario de las viviendas y de las casas de los ciudadanos. En Rusia, añade, no necesitan delicados micrófonos ocultos en las paredes; de cualquier manera hay un espía en la vivienda de cada ciudadano.

Si tuviera que juzgar esta evolución desde un punto de vista marxista, añade, diría: quizá la expropiación está en la verdadera naturaleza de la producción moderna, y el socialismo, como Marx creía, no es más que el resultado inevitable de la sociedad industrial iniciada por el capitalismo. Entonces, continúa diciendo, lo que interesa es saber lo que podemos hacer para mantener bajo control este proceso y evitar que degenere, con un nombre u otro, en las monstruosidades en que ha caído en el Este. En algunos países de los llamados "comunistas", añade, -en Yugoslavia, por ejemplo, pero incluso también en Alemania Oriental- ha habido intentos para sustraer la economía a la ingtervención del gobierno y descentralizarla, y se han realizado concesiones muy sustaciales para impedir las más horribles consecuencias del proceso de expropiación, que, afortunadamente, añade, también habían resultado ser muy insatisfactorias para la producción una vez que se había alcanzado un determinado grado de centralización y de esclavización de los trabajadores.

Fundamentalmente, continúa diciendo, se trata de saber cuánta propiedad y cuántos derechos podemos permitir poseer a una persona, incluso bajo las muy inhumanas condiciones de gran parte de la economía moderna. Pero nadie puede decirme, añade, que exista algo como la "propiedad de las fábricas" por parte de los trabajadores. Si usted reflexiona, le dice al entrevistador, durante un segundo advertirá que la propiedad colectiva constituye una contradicción en sus propios términos. Pertenencia es lo que yo tengo; propiedad se refiere a lo que es propio de mí por definición. Los medios de producción de otras personas no deberían desde luego pertenecerme. El peor propietario posible sería el gobierno, a menos que sus poderes en la esfera económica sean estrictamente controlados y frenados por una judicatura verdaderamente independiente. Nuestro problema en la actualidad, añade, no consiste en expropiar a los expropiadores sino, más bien, en lograr que las masas, desposeídas por la sociedad industrial en los sistemas capitalistas y socialistas, puedan recobrar la propiedad. Solo por esta razón, añade, ya es falsa la alternativa entre capitalismo y socialismo, no solo porque no existe en parte alguna en estado puro, sino porque lo que tenemos son gemelos, cada uno conn diferente sombrero.

Puede contemplarse toda la situación, sigue diciendo, desde una perspectiva diferente -la de los mismos oprimidos- , lo cual no mejora el resultado. En este caso uno debe decir que el capitalismo has destruído los patrimonios, las corporaciones, los gremios, toda la estructura de la sociedad feudal. Ha acabado con todos los grupos colectivos que constituían una protección para el individuo y su pertenencia, que le garantizaban un cierto resguardo, aunque no, desde luego, una completa seguridad. En su lugar, añade, puso "las clases", esencialmente solo dos: la de los explotadores y la de los explotados. La clase trabajadora, simplemente porque era una clase y un colectivo, proporcionó al individuo una cierta protección y más tarde, cuando aprendió a organizarse, luchó por conseguir, y obtuvo, considerables derechos para sí misma. La distinción principal hoy, añade, no es entre países socialistas y países capitalistas, sino entre países que respetan esos derechos, como por ejemplo, Suecia de un lado y Estados Unidos de otro, y los que no los respetan, como por ejemplo la España de Franco de un lado y la Rusia soviética de otro.

¿Que ha hecho entonces el socialismo o el comunismo, se pregunta, tomados en su forma más pura? Han destruído esta clase, sus instituciones, los sindicatos y los partidos de trabajadores, y sus derechos: convenios colectivos, huelgas, seguro de paro, seguridad social. En su lugar, estos regímenes han ofrecido la ilusión de que las fábricas eran propiedad de la clase trabajadora, que como clase había sido abolida, y la atroz mentira de que ya no existía el paro, mentira basada tan solo en la muy real inexistencia del seguro de paro. En esencia, concluye Hannah Arendt su respuesta, el socialismo ha continuado sencillamente y llevado a su extremo lo que el capitalismo comenzó. ¿Por qué iba a ser su remedio?, se pregunta...

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







Entrada núm. 2487
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)