Subo de nuevo al blog un interesante artículo del profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, dedicado al estudio de la crisis de la socialdemocracia europea. Una crisis, como dice bien Maldonado, en la que la socialdemocracia tradicional sólo puede elegir entre sostenerse en el vacío o dirigirse a un nuevo electorado. Pero también crisis profunda de la democracia, tanto, que ha llegado a convertirse en el tema político de nuestro tiempo por antonomasia. Fue publicado el pasado mes de septiembre en Revista de Libros.
Uno de los mejores momentos de esa irregular serie televisiva que es, o fue, Borgen, comienza diciendo Arias Maldonado, se produce en aquel episodio de no recuerdo exactamente qué temporada en el que una conspiración del sector renovador del Partido Socialdemócrata noruego consigue forzar la salida de un líder proveniente de la vieja escuela obrera. En conversación con la presidenta tras haber sido apuñalado por la espalda, el ya exlíder se muestra orgulloso de su pasado como trabajador portuario y de haber accedido a la cúpula del partido por la vía sindical. Pero eso, viene a decir, de poco sirve en una sociedad en la que ya no hay obreros; o no los hay en el sentido tradicional. La charla sugiere la idea de que estamos ante el último obrero y que, por tanto, la socialdemocracia tradicional sólo puede elegir entre sostenerse en el vacío o dirigirse a un nuevo electorado. O eso creíamos, hasta que empezamos a hablar del trasvase del voto de lo que antaño se llamaba «clase trabajadora» hacia el populismo autoritario y la ultraderecha. Y la crisis de la democracia, de la que llevábamos un tiempo hablando, se hizo más profunda, hasta convertirse en uno de los temas políticos de nuestro tiempo.
En el prestigioso diario suizo Neue Zürcher Zeitung, el analista político austríaco Robert Misik publicó el pasado sábado un artículo que servía de companion al artículo de portada, dedicado al débil liderazgo de Andrea Nahles en el SPD alemán. Para Misik, que subraya las excepciones que representan António Costa en el gobierno portugués y Jeremy Corbyn en la oposición británica, sin mencionar, en cambio, nuestro actual gobierno socialista, el hecho de la crisis socialdemócrata suscita tanto consenso como disenso provoca la fijación de sus causas. Él mismo llega a nombrar nada menos que dieciséis, desde la presión migratoria a la política de la identidad, pasando por la realización de los objetivos históricos del proyecto socialdemócrata o la renuencia de sus líderes a dirigirse al hombre común. Misik concluye que casi todas ellas son ciertas y casi ninguna del todo falsa, mientras algunas incluso se contradicen entre sí. Y añade: En el interior de realidades complejas, no hay ningún análisis correcto, sino que sólo lo será una combinación de ellos [...]. Quien trate de explicarse la situación recurriendo a una sola explicación se garantizará una respuesta incorrecta.
Desde luego, Misik tiene razón; aunque en este caso tenerla dificulte la búsqueda de la correspondiente «solución» a la crisis de la socialdemocracia europea. En este contexto, ¿qué pensar de Aufstehen, el movimiento recién lanzado en Alemania por Sahra Wagenknecht, líder del partido poscomunista Die Linke? Traducido entre nosotros como «En pie», en el sentido de alzarse o levantarse, Aufstehen quiere ser un movimiento transversal llamado a recuperar el voto de aquellos ciudadanos descontentos con los partidos tradicionales de izquierda y se sienten tentados por esa ultraderecha populista representada por la ascendente Alternativa por Alemania. Según Wagenknecht, la democracia padece una crisis tangible a la que los partidos clásicos no están sabiendo responder; de ahí la necesidad imperiosa de forjar ‒lo habían ustedes adivinado‒ una «nueva política». La iniciativa se presentó con apoyo de un exlíder de Los Verdes y de la alcaldesa socialdemócrata de Flensburgo; a ella se han adherido algunos intelectuales y representantes de la cultura, además de un número considerable, pero no abrumador, de ciudadanos. De momento carecen de ese momentum que ha conseguido atesorar la plataforma pro-Corbyn del mismo nombre, a pesar de signos recientes de debilitamiento.
Desde su lanzamiento, el aspecto más controvertido de Aufstehen ha sido su énfasis en la defensa de la política social de los ciudadanos alemanes, y ante todo alemanes, frente a la amenaza que supondría una política de fronteras abiertas que dejase entrar en el país a una cantidad descontrolada de potenciales beneficiarios del Estado de Bienestar. Algo parecido han venido a decir entre nosotros Héctor Illueca, Manolo Monereo y Julio Anguita, todos ellos en la órbita de izquierda Unida o Podemos, en una pieza sobre el llamado «Decreto Dignidad» aprobado por el Gobierno italiano: que la aprobación de la política social para nacionales a manos del populismo de derecha refleja el fracaso de la izquierda ante las fuerzas del neoliberalismo globalizante. Si la izquierda ‒sugieren‒ se hace neoliberal, ¿qué le queda al trabajador sino la derecha populista? Ricardo Dudda ha tachado esta actitud de «chovinismo de bienestar», pues se basa en un perfilamiento de la comunidad de redistribución con arreglo a criterios etnonacionales. Para los autores del controvertido artículo, en cambio, esto supondría juzgar intenciones más que hechos, incurriendo en una cierta «fatiga intelectual» que llama racista o fascista a quien a sus ojos quizá sea otra cosa. Se dibuja aquí el eje de conflicto que parece dominar la política de las sociedades poscrisis: en la formulación de David Goodhart, los ciudadanos de ninguna parte contra los de algún sitio.
Este mismo debate se ha reproducido en Alemania con motivo del lanzamiento de Aufstehen. El economista Wolfgang Streek (que ha escrito sobre el fin del capitalismo) y el sociólogo británico Colin Crouch (conocido por su tesis sobre la posdemocracia) han debatido en las páginas de Die Zeit sobre la naturaleza y utilidad del movimiento. Merece la pena revisar sus argumentos.
Fue Crouch quien abrió el fuego a mediados de agosto, con un artículo que ya desde su título se interroga escépticamente por la necesidad de una iniciativa de estas características. A su juicio, lo que Wagenknecht pone en marcha responde al deseo de dar forma a una izquierda orientada hacia la esfera nacional, que convierte a la Unión Europea en objeto predilecto de su crítica y confunde por el camino los valores liberales con los neoliberales. Esta brecha entre nacionalismo e internacionalismo no es, claro, exclusiva de la izquierda alemana: las vacilaciones de Corbyn ante el Brexit dan buena prueba de su viejo rechazo a la «Europa de los mercaderes» y del indisimulado deseo de regresar a un Estado-nación soberano, capaz de proveer a sus ciudadanos de la política social necesaria. Si bien se piensa, algo así como las trescientas cincuenta mil libras que Nigel Farage prometió para el Servicio Nacional de Salud si triunfaba el Brexit, pero con distintos oropeles retóricos.
Para entender esta nostalgia, dice Crouch, tenemos que atender al contexto en que emerge. Tres desarrollos sociales son aquí decisivos: uno, el fin de la época del Volkspartei o gran partido de masas; dos, el contraste entre el énfasis nacional de la vida política y las fuerzas económicas y culturales de carácter global que ejercen presión sobre las comunidades nacionales; tres, el impacto de unos movimientos migratorios que han despertado fuertes emociones políticas y han puesto sobre la mesa la angustia que padecen quienes creen que los cimientos tradicionales de su existencia se encuentran bajo amenaza de demolición por efecto del movimiento acelerado del cambio social. Ante este panorama, las alternativas serían las siguientes:
¿Reducimos la democracia de tal manera que se ocupe sólo de los temas pequeños que se encuentran a nuestro nivel, mientras la economía determina por arriba el alcance de la democracia? Esa sería la opción neoliberal. ¿Minimizamos la necesidad de pensar más allá de la frontera nacional, limitando lo más posible el libre intercambio de personas, bienes, servicios y capitales? Tal sería la opción proteccionista que comparten extrema derecha y extrema izquierda. ¿O desarrollamos instituciones democráticas transnacionales, que sirvan como complemento a los niveles nacional y local? En eso consistiría la tarea de fortalecer las dimensiones democrática y social de la Unión Europea.
Dice Crouch a continuación algo interesante: que sólo un sistema bipartidista como el norteamericano podría ahora mismo suministrar la estabilidad que las fragmentadas democracias parlamentarias europeas no logran alcanzar. Salvo, habría que matizar, que uno de los partidos de ese bipartidismo sea capturado desde dentro por el populismo. En todo caso, su argumento principal contra Aufstehen es que las economías modernas están tan interconectadas a nivel global que la capacidad reguladora y ordenadora del Estado-nación se ha visto dramáticamente reducida; de ahí la limitación con que parte un movimiento orientado a «recuperar» lo nacional. Su segundo argumento se refiere al electorado al que se dirige Wagenknecht: el moderado éxito de la Tercera Vía de Tony Blair y Gerhard Schröder, razona Crouch, se basó en la existencia de una base social coherente formada, ante todo, por clases medias urbanas y los segmentos creativos. Pero la clase trabajadora se sintió alienada ante el giro social-liberal de la socialdemocracia y volvió su mirada hacia movimientos que se solazan en el odio al extranjero y en la nostalgia por un pasado industrial de tintes patriarcales y valores conservadores. De ahí que el electorado se encuentre hoy partido en dos: cosmopolitas y liberales frente a localistas, trabajadores industriales frente a operadores posindustriales, incluso mujeres contra hombres. Sin embargo, surge aquí una pregunta inquietante para la izquierda: ¿no es más eficaz la derecha cuando de movilizar la nostalgia se trata?
Wolfgang Streeck, quien ha apoyado públicamente a Aufstehen, discrepa. Y lamenta amargamente que su antagonista ocasional hable de xenofobia cuando describe a un movimiento que, desde su punto de vista, persigue romper el insostenible marasmo creado por el falso dilema entre el oportunismo merkeliano y la ilusión de la ausencia de fronteras. Retóricamente, se pregunta:
¿Es xenófobo quien contempla al inmigrante como un competidor por los puestos de trabajo, las plazas de guardería o la vivienda, y desea, por tanto, reducir el número de los que entran? ¿Quien necesita para sus hijos colegios que funcionen adecuadamente, porque no puede mudarse ni llevarlos a un colegio privado? ¿Quien teme por su modo de vida tradicional, enraizado en su región?
Streeck nos recuerda que hay ya economistas para los que la globalización ha ido demasiado lejos, como Dani Rodrik, o demandan un «nacionalismo responsable», como Larry Summers. Y como en un eco del argumento de Monereo et altera, apunta que tachar de xenófobo y, en consecuencia, de inmoral a quien pone estos argumentos sobre la mesa no es la respuesta adecuada.; de hecho, hace más difícil ejecutar una política migratoria sostenible y humanitaria. Streeck parece evocar a Hobbes cuando señala que los individuos que sienten haber perdido el control sobre sus vidas empiezan por experimentar miedo y terminan por rebelarse contra el orden establecido. Para reprimir o canalizar esas emociones disruptivas pero legítimas sirven movimientos como éste: Aufstehen evitará que quienes se sienten amenazados por una globalización sin fronteras sigan al flautista de la derecha reaccionaria. Así de sencillo.
Sucede, además, dice Streeck, que tanto los problemas como los sistemas de partido difieren entre naciones, lo que exige recetas también diferenciadas. En cuanto a las instituciones transnacionales capaces de hacer política social, su pregunta es lacónica: «¿Dónde están?» Al convertirse la Unión Europea en una Liberalisierungsverfestigungsmaschine, o máquina de fragua liberalizadora, quedó para siempre como posibilidad no realizada aquella «Europa social» de la que tanto se hablaba en los años ochenta. La Unión Europea no ha hecho nada contra el neoliberalismo, lamenta el pensador alemán, que no ve razones para que eso pueda cambiar en el futuro. Si hay solución, es nacional: «La política alemana se enfrenta a problemas que debe resolver ella misma, porque nadie más puede ocuparse de ellos y sólo así podrá ella también contribuir a la renovación de la política europea». Algo que podrá alcanzarse únicamente por medio de experimentos en nuevas formas de participación y organización: exactamente lo que Ausfstehen representa.
En este caso, como en otros similares, estamos ante el intento por crear un híbrido entre el partido político y el movimiento social capaz de retener las virtudes de ambos sin los defectos de ninguno de ellos. Ante el descrédito de los partidos tradicionales, percibidos como cárteles orientados a la satisfacción clientelar de sus miembros (tal como explicaba, entre otros, el difunto Peter Mair), se trataría de recibir el aire fresco de aquello que simbólicamente no se encuentra detenido, sino que avanza hacia su objetivo: el movimiento social que, entrando en la arena electoral, se sacudiría de un plumazo su falta de eficacia directa en los planos legislativo o institucional. Trataría así de aproximarse a lo que una vez estuvo cercano: movimientos y partidos estaban llamados a complementarse, encargados los primeros de dar forma a una «política prefigurativa» que los segundos habrían de traducir al lenguaje institucional. Así lo piensan Felix Butlaff y Michael Deflorian, quienes arguyen ‒pude oírlos en una presentación reciente en el Institut für Gesellschaftswandel und Nachhaltigkeit‒ que muchos de quienes participan hoy en movimientos sociales innovadores están reaccionando contra unos partidos que entienden ineficaces y burocratizados. Por decirlo en los viejos términos de Jürgen Habermas, movimientos como Aufstehen persiguen reunir dentro de sí al mundo de la vida y el mundo del sistema, juntando así lo mejor de ambos mundos. Su novedad, en cambio, es relativa: el propio Mussolini comandaba un partido-movimiento antes que un partido o un movimiento.
¿Puede triunfar un movimiento así? Aquí habría que aplicar la cautela de Wolfgang Streeck: cada país es diferente. La experiencia de Podemos en España o la de Momentum en Gran Bretaña no son directamente reproducibles en el contexto alemán; entre otras cosas, porque las condiciones materiales que subyacen a la acción política son bien distintas. En ese mismo sentido, los cambios sociológicos desempeñan obviamente un papel decisivo y es del todo inevitable que los partidos socialdemócratas no sepan cómo dirigirse eficazmente a dos electorados distintos. En países como Suecia, donde existe ya un Partido Feminista que compite electoralmente, o en la misma Alemania, donde Los Verdes gozan de creciente pujanza, la atomización del voto de izquierda es cada vez mayor y va en detrimento de su potencia electoral conjunta. Aufstehen trata de combatir esa dinámica de una manera paradójica: atomizando un poco más el ala izquierda del espacio político y tomando, suavizadas, algunas propuestas de la derecha populista. Esto último es un riesgo, pues valida una argumentación de tintes etnonacionalistas sobre cuya peligrosidad no hace falta abundar; que los ciudadanos más desfavorecidos tengan una experiencia ‒o percepción‒ de la inmigración distinta de la que poseen las elites cosmopolitas es igualmente cierto. Retrospectivamente, la decisión de Merkel de abrir las puertas a los refugiados se ha demostrado calamitosa, a pesar de su alto valor moral: los grandes desplazamientos de población traen consigo turbulencias inevitables en cualquier comunidad política.
En última instancia, Robert Misik tiene razón. No sólo son las causas múltiples y a menudo contradictorias, sino que cada uno de los problemas de fondo que encuentran expresión en estos fenómenos políticos están en sí mismos atravesados por una gran ambigüedad. A principios de este siglo, Fernando Vallespín ya advertía en El futuro de la política de las dificultades crecientes del Estado para organizar eficazmente su sociedad; ese futuro no se nos ha hecho, sin embargo, evidente hasta el estallido de la Gran Recesión (que habría sido una gran depresión, empero, si ese mismo Estado no conservase todavía una fuerza considerable). Pero no está del todo claro que eso que David Goodhart llama «populismo decente», o ciudadanos de base tradicional que recelan de los cambios sociales y tecnológicos, inmigración incluida, añoren la potencia económica del Estado. Hay en ello fuertes dosis de nostalgia por la comunidad que fue, o quizá fue, aun cuando esa comunidad incluyese formas de trabajo basadas en la alienante cadena de montaje; porque, quizá, junto con esa alienación, venía un sentido de la identidad que proporcionaba asideros en el mundo. Esa nostalgia explicaría asimismo la querencia de los economistas de Corbyn por las tesis de Karl Polanyi y su lectura moral del avance del capitalismo moderno: la comunidad como ansiolítico. Tal como ha escrito Jorge del Palacio, la cultura obrera como patria. Todo eso ha desaparecido o, como mínimo, ha cambiado significativamente. Y esa nostalgia admite interpretaciones menos benignas: también puede verse como una forma de organizar políticamente la exclusión. El peligro de movimientos como Aufstehen es que refuercen discursivamente al populismo autoritario sin lograr nada a cambio. Porque sólo una sola cosa está clara: no podemos volver a casa.