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jueves, 8 de noviembre de 2018

[TEORÍA POLÍTICA] La cuarta vía de la socialdemocracia



La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)


Subo de nuevo al blog un interesante artículo del profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, dedicado al estudio de la crisis de la socialdemocracia europea. Una crisis, como dice bien Maldonado, en la que la socialdemocracia tradicional sólo puede elegir entre sostenerse en el vacío o dirigirse a un nuevo electorado. Pero también crisis profunda de la democracia, tanto, que ha llegado a convertirse en el tema político de nuestro tiempo por antonomasia. Fue publicado el pasado mes de septiembre en Revista de Libros.

Uno de los mejores momentos de esa irregular serie televisiva que es, o fue, Borgen, comienza diciendo Arias Maldonado, se produce en aquel episodio de no recuerdo exactamente qué temporada en el que una conspiración del sector renovador del Partido Socialdemócrata noruego consigue forzar la salida de un líder proveniente de la vieja escuela obrera. En conversación con la presidenta tras haber sido apuñalado por la espalda, el ya exlíder se muestra orgulloso de su pasado como trabajador portuario y de haber accedido a la cúpula del partido por la vía sindical. Pero eso, viene a decir, de poco sirve en una sociedad en la que ya no hay obreros; o no los hay en el sentido tradicional. La charla sugiere la idea de que estamos ante el último obrero y que, por tanto, la socialdemocracia tradicional sólo puede elegir entre sostenerse en el vacío o dirigirse a un nuevo electorado. O eso creíamos, hasta que empezamos a hablar del trasvase del voto de lo que antaño se llamaba «clase trabajadora» hacia el populismo autoritario y la ultraderecha. Y la crisis de la democracia, de la que llevábamos un tiempo hablando, se hizo más profunda, hasta convertirse en uno de los temas políticos de nuestro tiempo.

En el prestigioso diario suizo Neue Zürcher Zeitung, el analista político austríaco Robert Misik publicó el pasado sábado un artículo que servía de companion al artículo de portada, dedicado al débil liderazgo de Andrea Nahles en el SPD alemán. Para Misik, que subraya las excepciones que representan António Costa en el gobierno portugués y Jeremy Corbyn en la oposición británica, sin mencionar, en cambio, nuestro actual gobierno socialista, el hecho de la crisis socialdemócrata suscita tanto consenso como disenso provoca la fijación de sus causas. Él mismo llega a nombrar nada menos que dieciséis, desde la presión migratoria a la política de la identidad, pasando por la realización de los objetivos históricos del proyecto socialdemócrata o la renuencia de sus líderes a dirigirse al hombre común. Misik concluye que casi todas ellas son ciertas y casi ninguna del todo falsa, mientras algunas incluso se contradicen entre sí. Y añade: En el interior de realidades complejas, no hay ningún análisis correcto, sino que sólo lo será una combinación de ellos [...]. Quien trate de explicarse la situación recurriendo a una sola explicación se garantizará una respuesta incorrecta.

Desde luego, Misik tiene razón; aunque en este caso tenerla dificulte la búsqueda de la correspondiente «solución» a la crisis de la socialdemocracia europea. En este contexto, ¿qué pensar de Aufstehen, el movimiento recién lanzado en Alemania por Sahra Wagenknecht, líder del partido poscomunista Die Linke? Traducido entre nosotros como «En pie», en el sentido de alzarse o levantarse, Aufstehen quiere ser un movimiento transversal llamado a recuperar el voto de aquellos ciudadanos descontentos con los partidos tradicionales de izquierda y se sienten tentados por esa ultraderecha populista representada por la ascendente Alternativa por Alemania. Según Wagenknecht, la democracia padece una crisis tangible a la que los partidos clásicos no están sabiendo responder; de ahí la necesidad imperiosa de forjar ‒lo habían ustedes adivinado‒ una «nueva política». La iniciativa se presentó con apoyo de un exlíder de Los Verdes y de la alcaldesa socialdemócrata de Flensburgo; a ella se han adherido algunos intelectuales y representantes de la cultura, además de un número considerable, pero no abrumador, de ciudadanos. De momento carecen de ese momentum que ha conseguido atesorar la plataforma pro-Corbyn del mismo nombre, a pesar de signos recientes de debilitamiento.

Desde su lanzamiento, el aspecto más controvertido de Aufstehen ha sido su énfasis en la defensa de la política social de los ciudadanos alemanes, y ante todo alemanes, frente a la amenaza que supondría una política de fronteras abiertas que dejase entrar en el país a una cantidad descontrolada de potenciales beneficiarios del Estado de Bienestar. Algo parecido han venido a decir entre nosotros Héctor Illueca, Manolo Monereo y Julio Anguita, todos ellos en la órbita de izquierda Unida o Podemos, en una pieza sobre el llamado «Decreto Dignidad» aprobado por el Gobierno italiano: que la aprobación de la política social para nacionales a manos del populismo de derecha refleja el fracaso de la izquierda ante las fuerzas del neoliberalismo globalizante. Si la izquierda ‒sugieren‒ se hace neoliberal, ¿qué le queda al trabajador sino la derecha populista? Ricardo Dudda ha tachado esta actitud de «chovinismo de bienestar», pues se basa en un perfilamiento de la comunidad de redistribución con arreglo a criterios etnonacionales. Para los autores del controvertido artículo, en cambio, esto supondría juzgar intenciones más que hechos, incurriendo en una cierta «fatiga intelectual» que llama racista o fascista a quien a sus ojos quizá sea otra cosa. Se dibuja aquí el eje de conflicto que parece dominar la política de las sociedades poscrisis: en la formulación de David Goodhart, los ciudadanos de ninguna parte contra los de algún sitio.

Este mismo debate se ha reproducido en Alemania con motivo del lanzamiento de Aufstehen. El economista Wolfgang Streek (que ha escrito sobre el fin del capitalismo) y el sociólogo británico Colin Crouch (conocido por su tesis sobre la posdemocracia) han debatido en las páginas de Die Zeit sobre la naturaleza y utilidad del movimiento. Merece la pena revisar sus argumentos.

Fue Crouch quien abrió el fuego a mediados de agosto, con un artículo que ya desde su título se interroga escépticamente por la necesidad de una iniciativa de estas características. A su juicio, lo que Wagenknecht pone en marcha responde al deseo de dar forma a una izquierda orientada hacia la esfera nacional, que convierte a la Unión Europea en objeto predilecto de su crítica y confunde por el camino los valores liberales con los neoliberales. Esta brecha entre nacionalismo e internacionalismo no es, claro, exclusiva de la izquierda alemana: las vacilaciones de Corbyn ante el Brexit dan buena prueba de su viejo rechazo a la «Europa de los mercaderes» y del indisimulado deseo de regresar a un Estado-nación soberano, capaz de proveer a sus ciudadanos de la política social necesaria. Si bien se piensa, algo así como las trescientas cincuenta mil libras que Nigel Farage prometió para el Servicio Nacional de Salud si triunfaba el Brexit, pero con distintos oropeles retóricos.

Para entender esta nostalgia, dice Crouch, tenemos que atender al contexto en que emerge. Tres desarrollos sociales son aquí decisivos: uno, el fin de la época del Volkspartei o gran partido de masas; dos, el contraste entre el énfasis nacional de la vida política y las fuerzas económicas y culturales de carácter global que ejercen presión sobre las comunidades nacionales; tres, el impacto de unos movimientos migratorios que han despertado fuertes emociones políticas y han puesto sobre la mesa la angustia que padecen quienes creen que los cimientos tradicionales de su existencia se encuentran bajo amenaza de demolición por efecto del movimiento acelerado del cambio social. Ante este panorama, las alternativas serían las siguientes:

¿Reducimos la democracia de tal manera que se ocupe sólo de los temas pequeños que se encuentran a nuestro nivel, mientras la economía determina por arriba el alcance de la democracia? Esa sería la opción neoliberal. ¿Minimizamos la necesidad de pensar más allá de la frontera nacional, limitando lo más posible el libre intercambio de personas, bienes, servicios y capitales? Tal sería la opción proteccionista que comparten extrema derecha y extrema izquierda. ¿O desarrollamos instituciones democráticas transnacionales, que sirvan como complemento a los niveles nacional y local? En eso consistiría la tarea de fortalecer las dimensiones democrática y social de la Unión Europea.

Dice Crouch a continuación algo interesante: que sólo un sistema bipartidista como el norteamericano podría ahora mismo suministrar la estabilidad que las fragmentadas democracias parlamentarias europeas no logran alcanzar. Salvo, habría que matizar, que uno de los partidos de ese bipartidismo sea capturado desde dentro por el populismo. En todo caso, su argumento principal contra Aufstehen es que las economías modernas están tan interconectadas a nivel global que la capacidad reguladora y ordenadora del Estado-nación se ha visto dramáticamente reducida; de ahí la limitación con que parte un movimiento orientado a «recuperar» lo nacional. Su segundo argumento se refiere al electorado al que se dirige Wagenknecht: el moderado éxito de la Tercera Vía de Tony Blair y Gerhard Schröder, razona Crouch, se basó en la existencia de una base social coherente formada, ante todo, por clases medias urbanas y los segmentos creativos. Pero la clase trabajadora se sintió alienada ante el giro social-liberal de la socialdemocracia y volvió su mirada hacia movimientos que se solazan en el odio al extranjero y en la nostalgia por un pasado industrial de tintes patriarcales y valores conservadores. De ahí que el electorado se encuentre hoy partido en dos: cosmopolitas y liberales frente a localistas, trabajadores industriales frente a operadores posindustriales, incluso mujeres contra hombres. Sin embargo, surge aquí una pregunta inquietante para la izquierda: ¿no es más eficaz la derecha cuando de movilizar la nostalgia se trata?

Wolfgang Streeck, quien ha apoyado públicamente a Aufstehen, discrepa. Y lamenta amargamente que su antagonista ocasional hable de xenofobia cuando describe a un movimiento que, desde su punto de vista, persigue romper el insostenible marasmo creado por el falso dilema entre el oportunismo merkeliano y la ilusión de la ausencia de fronteras. Retóricamente, se pregunta:
¿Es xenófobo quien contempla al inmigrante como un competidor por los puestos de trabajo, las plazas de guardería o la vivienda, y desea, por tanto, reducir el número de los que entran? ¿Quien necesita para sus hijos colegios que funcionen adecuadamente, porque no puede mudarse ni llevarlos a un colegio privado? ¿Quien teme por su modo de vida tradicional, enraizado en su región?

Streeck nos recuerda que hay ya economistas para los que la globalización ha ido demasiado lejos, como Dani Rodrik, o demandan un «nacionalismo responsable», como Larry Summers. Y como en un eco del argumento de Monereo et altera, apunta que tachar de xenófobo y, en consecuencia, de inmoral a quien pone estos argumentos sobre la mesa no es la respuesta adecuada.; de hecho, hace más difícil ejecutar una política migratoria sostenible y humanitaria. Streeck parece evocar a Hobbes cuando señala que los individuos que sienten haber perdido el control sobre sus vidas empiezan por experimentar miedo y terminan por rebelarse contra el orden establecido. Para reprimir o canalizar esas emociones disruptivas pero legítimas sirven movimientos como éste: Aufstehen evitará que quienes se sienten amenazados por una globalización sin fronteras sigan al flautista de la derecha reaccionaria. Así de sencillo.

Sucede, además, dice Streeck, que tanto los problemas como los sistemas de partido difieren entre naciones, lo que exige recetas también diferenciadas. En cuanto a las instituciones transnacionales capaces de hacer política social, su pregunta es lacónica: «¿Dónde están?» Al convertirse la Unión Europea en una Liberalisierungsverfestigungsmaschine, o máquina de fragua liberalizadora, quedó para siempre como posibilidad no realizada aquella «Europa social» de la que tanto se hablaba en los años ochenta. La Unión Europea no ha hecho nada contra el neoliberalismo, lamenta el pensador alemán, que no ve razones para que eso pueda cambiar en el futuro. Si hay solución, es nacional: «La política alemana se enfrenta a problemas que debe resolver ella misma, porque nadie más puede ocuparse de ellos y sólo así podrá ella también contribuir a la renovación de la política europea». Algo que podrá alcanzarse únicamente por medio de experimentos en nuevas formas de participación y organización: exactamente lo que Ausfstehen representa.

En este caso, como en otros similares, estamos ante el intento por crear un híbrido entre el partido político y el movimiento social capaz de retener las virtudes de ambos sin los defectos de ninguno de ellos. Ante el descrédito de los partidos tradicionales, percibidos como cárteles orientados a la satisfacción clientelar de sus miembros (tal como explicaba, entre otros, el difunto Peter Mair), se trataría de recibir el aire fresco de aquello que simbólicamente no se encuentra detenido, sino que avanza hacia su objetivo: el movimiento social que, entrando en la arena electoral, se sacudiría de un plumazo su falta de eficacia directa en los planos legislativo o institucional. Trataría así de aproximarse a lo que una vez estuvo cercano: movimientos y partidos estaban llamados a complementarse, encargados los primeros de dar forma a una «política prefigurativa» que los segundos habrían de traducir al lenguaje institucional. Así lo piensan Felix Butlaff y Michael Deflorian, quienes arguyen ‒pude oírlos en una presentación reciente en el Institut für Gesellschaftswandel und Nachhaltigkeit‒ que muchos de quienes participan hoy en movimientos sociales innovadores están reaccionando contra unos partidos que entienden ineficaces y burocratizados. Por decirlo en los viejos términos de Jürgen Habermas, movimientos como Aufstehen persiguen reunir dentro de sí al mundo de la vida y el mundo del sistema, juntando así lo mejor de ambos mundos. Su novedad, en cambio, es relativa: el propio Mussolini comandaba un partido-movimiento antes que un partido o un movimiento.

¿Puede triunfar un movimiento así? Aquí habría que aplicar la cautela de Wolfgang Streeck: cada país es diferente. La experiencia de Podemos en España o la de Momentum en Gran Bretaña no son directamente reproducibles en el contexto alemán; entre otras cosas, porque las condiciones materiales que subyacen a la acción política son bien distintas. En ese mismo sentido, los cambios sociológicos desempeñan obviamente un papel decisivo y es del todo inevitable que los partidos socialdemócratas no sepan cómo dirigirse eficazmente a dos electorados distintos. En países como Suecia, donde existe ya un Partido Feminista que compite electoralmente, o en la misma Alemania, donde Los Verdes gozan de creciente pujanza, la atomización del voto de izquierda es cada vez mayor y va en detrimento de su potencia electoral conjunta. Aufstehen trata de combatir esa dinámica de una manera paradójica: atomizando un poco más el ala izquierda del espacio político y tomando, suavizadas, algunas propuestas de la derecha populista. Esto último es un riesgo, pues valida una argumentación de tintes etnonacionalistas sobre cuya peligrosidad no hace falta abundar; que los ciudadanos más desfavorecidos tengan una experiencia ‒o percepción‒ de la inmigración distinta de la que poseen las elites cosmopolitas es igualmente cierto. Retrospectivamente, la decisión de Merkel de abrir las puertas a los refugiados se ha demostrado calamitosa, a pesar de su alto valor moral: los grandes desplazamientos de población traen consigo turbulencias inevitables en cualquier comunidad política.

En última instancia, Robert Misik tiene razón. No sólo son las causas múltiples y a menudo contradictorias, sino que cada uno de los problemas de fondo que encuentran expresión en estos fenómenos políticos están en sí mismos atravesados por una gran ambigüedad. A principios de este siglo, Fernando Vallespín ya advertía en El futuro de la política de las dificultades crecientes del Estado para organizar eficazmente su sociedad; ese futuro no se nos ha hecho, sin embargo, evidente hasta el estallido de la Gran Recesión (que habría sido una gran depresión, empero, si ese mismo Estado no conservase todavía una fuerza considerable). Pero no está del todo claro que eso que David Goodhart llama «populismo decente», o ciudadanos de base tradicional que recelan de los cambios sociales y tecnológicos, inmigración incluida, añoren la potencia económica del Estado. Hay en ello fuertes dosis de nostalgia por la comunidad que fue, o quizá fue, aun cuando esa comunidad incluyese formas de trabajo basadas en la alienante cadena de montaje; porque, quizá, junto con esa alienación, venía un sentido de la identidad que proporcionaba asideros en el mundo. Esa nostalgia explicaría asimismo la querencia de los economistas de Corbyn por las tesis de Karl Polanyi y su lectura moral del avance del capitalismo moderno: la comunidad como ansiolítico. Tal como ha escrito Jorge del Palacio, la cultura obrera como patria. Todo eso ha desaparecido o, como mínimo, ha cambiado significativamente. Y esa nostalgia admite interpretaciones menos benignas: también puede verse como una forma de organizar políticamente la exclusión. El peligro de movimientos como Aufstehen es que refuercen discursivamente al populismo autoritario sin lograr nada a cambio. Porque sólo una sola cosa está clara: no podemos volver a casa.



Logo de la socialdemocracia europea


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

sábado, 4 de junio de 2016

[Pensamiento] Filósofos y política



Adela Cortina


De los filósofos metidos a políticos he escrito ya en numerosas ocasiones en el blog. No voy a incidir de nuevo en ello. También suelo decir que a los filósofos hay que escucharles siempre, por lo menos eso, aunque no compartamos del todo lo que nos dicen. Adela Cortina (1947) es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y directora de la Fundación ÉTNOR, y suele decir cosas muy interesantes sobre la política en general y la situación europea y española en particular. Hace unos días escribía un interesante artículo en El País, titulado Para qué sirve la democracia, que merece la pena reproducir, que comparto, esta vez sí, plenamente. 

Desde que en los años 2007 y 2008 empezamos a tomar conciencia de la crisis, la insatisfacción con la situación económica de nuestro país se convirtió en indignación, con motivos más que sobrados, que existían en realidad desde mucho antes, dice al comienzo del mismo. Las voces de la indignación, añade, no exigían otro régimen político, distinto a la democracia, sino todo lo contrario: pedían su realización auténtica. Nadie sugería que imagináramos, continúa, otra forma de gobierno, como podría ser un despotismo ilustrado, empeñado en dar al pueblo lo que supuestamente necesita, aunque no lo sepa, sino una democracia radical. Se habló entonces de falta de legitimidad de la política, pero equivocadamente, porque los representantes y las instituciones eran legítimos, como lo son ahora. Lo que había sufrido un serio desgaste era la credibilidad de unos y otras, lo cual no es determinante desde el punto de vista legal, pero resulta gravísimo para la vida cotidiana, porque sin confianza no funciona la democracia.

La ética, no puede ser solo cosmética, dice más adelante. Los episodios nacionales que empezaron el 20-D no han hecho sino iniciar una nueva etapa, la del aburrimiento, la sensación de que todo está dicho y oído, la resignación ante las nuevas actuaciones y sobreactuaciones. Nos preparamos otra vez para asistir al espectáculo de las descalificaciones mutuas, los pactos en pro del puro número, el juego de los sillones, las declaraciones panfletarias o insustanciales. ¿Pero es esto la democracia? ¿Es para esto para lo que sirve?

Según dicen los textos del ramo, continúa escribiendo, una sociedad democrática tiene como punto de partida la existencia en ella de desacuerdos, y parte de su tarea consiste en generar acuerdos, porque son los miembros de esa sociedad los que tienen que resolver sus problemas conjuntamente y no puede haber exclusiones. Las sociedades democráticas tienen que ser de alguna manera un sistema de cooperación. En las totalitarias y dictatoriales, el supuesto acuerdo se impone oficialmente, y la tarea política se reduce a clausurar medios de comunicación molestos, a silenciar a los disidentes con la cárcel, el asesinato y otros medios persuasivos. Pero en las democracias este modo de proceder está desautorizado de raíz, precisamente porque los destinatarios de las leyes, los ciudadanos, tienen que ser de alguna manera sus autores, y son ellos los que tienen que encontrar los puntos comunes, directamente o a través de representantes. Para lograrlo hay en realidad tres caminos.

No existe la Verdad en política, añade. Existe la búsqueda conjunta de lo justo y lo conveniente. Uno de ellos consiste en agudizar los desacuerdos de los que se parte, convirtiéndolos en conflictos que instauran la política amigo-enemigo, hasta asaltar los cielos y desde ellos forzar la supuesta utopía del mundo nuevo. Hace unos días, en un encuentro sobre temas políticos, uno de los intervinientes aseguró que en nuestro país la verdad ha sido secuestrada y eliminada en los últimos tiempos, y recurrió como colofón al bello proverbio de Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la Verdad, y ven conmigo a buscarla; la tuya, guárdatela”. Con lo que venía a decir que en el mundo político existe la Verdad, que en él tratamos de lo verdadero y lo falso, afirmación peligrosa si las hay porque, si es así, quienes encuentren la verdad se sienten obligados a imponerla. Como decían los viejos inquisidores, no se puede dar las mismas oportunidades a la verdad que al error. De donde se sigue que la defensa del pluralismo y la tolerancia serían papel mojado.

Pero sucede, sigue diciendo, que las cuestiones políticas no se miden por parámetros de verdad y falsedad. Eso ocurre en las ciencias, que deben comprobar si sus afirmaciones se dejan validar por la realidad. En el ámbito político hablamos de legitimidad de las instituciones y de justicia de las normas. Y las decisiones acerca de lo justo y lo injusto requieren el uso público de la razón desde el respeto y la tolerancia. No existe la Verdad en política, existe la búsqueda conjunta de lo justo y lo conveniente. Por eso, añade, un segundo camino para generar acuerdos consiste en agregar los intereses en conflicto de modo que se satisfagan los de la mayoría, o los de la suma mayoritaria de minorías, que es lo que hay y es donde estamos; pero necesita un norte para llegar a políticas no sólo legítimas, sino también justas. Ese norte consistiría en economizar desacuerdos, en tratar de encontrar la mayor cantidad de acuerdos posible, buscando un núcleo compartido de exigencias básicas, que una sociedad democrática del siglo XXI debería satisfacer para estar a la altura de los valores sobre los que se sustenta. Los partidos que defiendan ese núcleo deberían conjugar sus esfuerzos para convertirlo en realidad, a través de pactos; y sobre todo, a través de realizaciones.

Hay que economizar desacuerdos y esforzarse para conseguir pactos y realizaciones, añade hacia el final de su artículo. Y en este sentido, dice, de la misma manera que Tocqueville viajó a América para descubrir por qué allí la democracia funcionaba mejor que en Francia y para aprender de sus mejores usos, convendría ahora dirigir la mirada hacia los países ejemplares en el quehacer democrático, hacia los que pueden servir de referentes. Según el índice de democracia, elaborado por la unidad de Inteligencia de The Economist, que pretende determinar el rango de democracia de 167 países, en los últimos años son países escandinavos los que figuran a la cabeza de la clasificación, especialmente Noruega. ¿Las razones de esa buena situación? Fundamentalmente, unas instituciones públicas sólidas, una cultura basada en la confianza, baja desigualdad, buenos servicios públicos financiados con impuestos, un sistema de bienestar social que nivela desigualdades, y un índice elevado de participación política. Resulta interesante comprobar que Suiza, dotada de estructuras sumamente participativas, no encabeza el índice de consolidación democrática, entre otras cosas porque los resultados de las consultas populares en ocasiones son antidemocráticos.

Este es el sueño europeo de la socialdemocracia, que en España está en franco retroceso por el empobrecimiento de parte de la población, que ha reducido las clases medias en 3,5 millones de personas, según datos del estudio que el Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas y la Fundación del BBVA han dado a conocer. Lo cual es malo por sí mismo, concluye diciendo, pero también porque el funcionamiento de la democracia exige igualación. Si a esto se añade que el núcleo de la socialdemocracia no es para España y para la Unión Europea un simple sueño, sino un compromiso, encarnarlo en la vida política es lo que nos corresponde.


La Academia de Platón (Atenas, Grecia)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 6 de febrero de 2016

[Política] La frustración democrática. ¿Por qué se produce?



José María Ruiz Soroa


El pasado viernes acabé de leer Estado de crisis (Paidós, Barcelona, 2016), el libro de Zygmunt Bauman y Carlo Bordoni del que he venido escribiendo en estos últimos días. La conclusión que yo saco es desoladora: la crisis que nos asola ha venido para quedarse y no se vislumbra solución alguna en el horizonte. Y la razón es que, al contrario de otras ocasiones, esta crisis no es económica ni meramente financiera, es ante todo una crisis política causada por lo que parece el divorcio definitivo, al menos en Occidente, entre Poder y Política, pues el "Poder" (la facultad de hacer) y la "Política" (el decidir que hacer), ya no está en las mismas manos. Y el Poder parece haberse impuesto definitivamente a la Política.

Una perspectiva no muy disimilar es la que plantea el abogado y ensayista José María Ruiz Soroa, autor de libros como Seis tesis sobre el derecho a decidir. Panfleto político (Vitoria, Ciudadanía y Libertad, 2007), Tres ensayos liberales. Foralidad, lengua y autodeterminación (San Sebastián, Hiria Liburuak, 2008) y El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2010). Este último, a título de anécdota, lo tengo pendiente de lectura desde hace algún tiempo.

Lo hace en un extenso artículo publicado en el último número de Revista de Libros titulado Por qué nos frustra la democracia, en el que reseña el también reciente libro La política en tiempos de indignación (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015), de Daniel Innerarity (1959), filósofo, ensayista, catedrático de filosofía política y social en la Universidad del País Vasco y director de su Instituto de Gobernanza Democrática y de la "Maison des Sciences de l'Homme" de París. Libro, que por cierto, ya he solicitado a mi siempre inapreciable Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, y que añado a mi lista de lecturas inmediatas. He intentado resumir, con seguridad sin excesivo acierto, el artículo de José María Ruiz Soroa, así que en la medida de lo posible, les animo a su lectura completa en el enlace de más arriba.

Escribe Giovanni Sartori en su Teoría de la democracia que es mucho más fácil saber lo que una democracia debería ser que entender lo que puede ser. Y que intentar este concreto entendimiento –el de las posibilidades y límites de la política democrática– es precisamente lo que caracteriza el tipo de reflexión denominada realismo político, por oposición al idealismo o el siempre cómodo normativismo. Pues bien, -dice José María Ruíz Soroa- la teoría política de Daniel Innerarity es, en principio, la de un realista que intenta comprender y contar cuáles son los límites inexorables de la política en la sociedad compleja actual, por mucho que esos límites acaben generando en sus participantes, y también en su intérprete, una cierta decepción: «Conviene que nos vayamos haciendo a esa idea (escribe ya desde hace años y repite ahora): la política es fundamentalmente un aprendizaje de la decepción». Y este de la decepción no es un síntoma de algún defecto o carencia de la política democrática, sino precisamente el más claro signo de una buena práctica democrática. Una conclusión realista, y también altamente provocadora en tiempos de indignación.

El esquema básico de comprensión y análisis de la política de Niklas Luhmann, a juicio de Soroa, ha influido sobremanera en Daniel Innerarity. Para él, la política es una actividad limitada y característica, y nunca podrá ser la directora jerárquica de la sociedad o una especie de instancia de provisión de sentido para los ciudadanos. Y lo que sucede, justamente en la sociedad del Estado de bienestar, es que ni la política como actividad organizada, ni los ciudadanos como participantes en ella, aceptan restringir sus capacidades y ámbitos de competencia (la política) o sus demandas y expectativas (los ciudadanos) a lo que es factible obtener de la política, a lo que ésta puede dar, que es poco más que una gestión ordenada de los conflictos derivados de la pluralidad y el disenso sociales para encauzarlos con vistas a su resolución o transformación en otros, y no para agravarlos más. La política sigue presentándose ante la sociedad como la instancia con competencia universal, y el Estado, que es su paladín heroico, como el rector con responsabilidad total. Lo que garantiza de antemano su fracaso. Y precisamente por eso, -añade- cuanto más se resista la política a aceptar su limitación, a admitir que carece de esa pretenciosa competencia universal que proclama enfáticamente para procesar y resolver todo tipo de problemas, peor funcionará y dará lugar a más desafección, decepción, indignación, crítica moralista y, en definitiva, a más inestabilidad.

En esta situación, cabe adoptar dos tipos de reflexión o teoría política: una «expansiva» y otra «restrictiva»: la primera asigna a la política un papel rector en la sociedad, a ella le correspondería velar por la institucionalización de la vida social ajustada a la dignidad humana y, a la vez, determinar lo que esto significa y cómo se alcanza: sería la última instancia de la sociedad, la que dice que «debemos ayudar, intervenir, redirigir incluso si no sabemos si es posible y cómo puede alcanzarse un resultado efectivo». La restrictiva comienza examinando los medios político-administrativos de resolución de problemas de que dispone y vacila antes de afrontar aquellos que no pueden ser resueltos de manera segura o probable. En ella, «en lugar de la buena voluntad jugaría la dura pedagogía de la causalidad».

La concepción de la política como una actividad específica y limitada -continúa diciendo- suele considerarse el rasgo distintivo clave del conservadurismo político. Ser conservador en política (que no conlleva serlo también en las demás actividades intelectuales) no es poseer un determinado tipo de concepción del mundo, de la humanidad o de la historia, o un temperamento peculiar, ni tiene que ver con la religión o la moral, sino que es «creer que la gobernación es una actividad específica y limitada […] la de administrar las reglas vigentes en cada sociedad; una actividad nada gloriosa ni épica». «Nada heroica». 

Lo que Innerarity expone una y otra vez a lo largo de su libro -añade Soroa- es que el tipo de política extensiva (mala política) que todavía hoy se practica en nuestras sociedades democráticas genera constantemente la sobrecarga y el cortocircuito del sistema (del Estado) a causa de la actuación de la pareja «expectativas desmesuradas en la política/fracaso que se traduce en desafección, desilusión, indignación, rechazo, etc.» Ni los ciudadanos ni los partidos aceptan las limitaciones obvias de la política, máxime en tiempos de globalización y crisis, inflan sus expectativas en esos torneos de promesas que son las elecciones, y son llevados inevitablemente a la desilusión. Hay desilusión porque había demasiada ilusión no justificada, no por ningún fallo endógeno del sistema político. Y esto sucederá inevitablemente mientras sigamos depositando en la política una expectativa desmesurada.

En cualquier caso, el reto político del presente es aceptar la limitación de la política como actividad sometida a la contingencia y a la incertidumbre, pero, al tiempo, no abandonarse por ello a una visión catastrofista o melancólica; que la política sea limitada no implica que deba ser débil. Una cosa es sacar la política de muchos lugares sociales a los que nunca debió llegar y donde sólo genera ineficacias, y otra distinta es reforzarla en aquellos en que de verdad puede producir un resultado estimable: en la reflexión que identifica los conflictos sociales provocados por el pluralismo y el disenso y en la génesis de «compromisos» que permitan ir asimilándolos. 

Esta disfunción consustancial a la mala política (la que tenemos) pretende ser resuelta o superada por diversas vías: el populismo actualmente en boga es uno de los pretendientes y a su análisis y crítica dedica Innerarity la parte más novedosa del libro: la que se refiere a la «indignación» y sus derivados. Volveremos sobre ella. Antes, sin embargo, conviene referirse a otras tentaciones más sólidas propuestas para superar la mala política.

La primera es la tentación del experto, el siempre presente deseo de sustituir el predominio que se considera irreflexivo y caótico de la opinión por el seguro y garantizado mando de la verdad segura y demostrable. La democracia reposa en esencia en las elecciones periódicas de los representantes que van a tomar las decisiones, elección llevada a cabo en un ambiente que puede calificarse como cualquier cosa menos como un marco inteligente. No garantiza en absoluto la selección de los sabios ni los expertos, sino de políticos que, por serlo, son aficionados y generalistas. Más aún, la lógica funcional de la elección termina por hacer que el tipo estándar de político obedezca a criterios de elegibilidad, no de capacidad gubernativa: se descubre así (pero se descubre tarde) que las capacidades necesarias para ser electo no guardan relación con las capacidades precisas para ser gobernante.

Pues bien, para mejorar los resultados de un sistema tan poco serio (que diría Schumpeter), la tentación es la de introducir sustanciales dosis de conocimiento experto en el proceso, lo que puede llevarse a cabo por diversos métodos que buscan su racionalización sustancial de acuerdo con estándares objetivos y externos a la deliberación popular. Es la tendencia tecnocrática, muy de actualidad como una de las propuestas de la llamada epistocracia.

Pero para apaciguar los fervores tecnocráticos -añade- bastan dos reflexiones de entre las varias que Innerarity señala: primero, que la política se enfrenta a aquellos conflictos para los que no existe solución evidente o experta. Al ámbito de lo público es adonde se han relegado precisamente los conflictos de carácter irresoluble, justamente porque eran irresolubles desde la ciencia o desde la economía. 

Y en este punto nos topamos con un principio característico de la democracia: que la democracia no busca la verdad ni el acierto de sus decisiones, o por lo menos no son éstos sus objetivos directos. Lo que busca es que sean los ciudadanos quienes tomen las decisiones, aunque sea indirectamente, y así éstas aparezcan legitimadas ante su sentir. Lo cual garantiza, precisamente, que las decisiones sean en muchos casos equivocadas, por lo menos a corto plazo. La democracia garantiza, antes que nada, el derecho del ciudadano a equivocarse. Quizá la democracia acierta al final, pero lo hace por vías tortuosas y decepcionantes. 

El prestigio que han adquirido en nuestras sociedades desengañadas los procesos judiciales como métodos de resolución de conflictos deriva de esta dificultad de la democracia con el acierto decisional. En efecto, en el proceso judicial se obtiene una solución final, y además con visos de estar motivada en la reflexión pausada y pautada de unos expertos, es decir, lo más parecido que cabe a una verdad. En cambio, en la política no hay sino algarabía y opinión, y las decisiones son siempre revisables y criticables. No es extraño que una de las tentaciones del demócrata cansado sea la de utilizar el modelo del proceso judicial como ideal regulativo del proceso político, aplicándolo incluso en muchos casos (el tribunal constitucional como instancia para aportar acierto democrático). O proponer para la política el ideal deliberativo de Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas inspirado en una asamblea de sabios que discute razonablemente sobre la solución más verdadera.

La contrapolítica -añade más adelante- es otra de las escapatorias de una sociedad desconfiada ante una política cada vez más decepcionante: es decir, la de adoptar una posición externa y observadora del proceso político para, desde esa exterioridad, influir en él. ¿Cómo? Mediante el poder negativo de impedir, por ejemplo, unos poderes tan importantes como los de elegir y promover, que son los que aparentemente configuran la democracia, y que son efectivamente ejercidos por la opinión pública en forma de veto incluso preventivo a determinadas decisiones políticas posibles, una anticipación del juicio electoral futuro a la cual los políticos son especialmente sensibles.

La contrapolítica de este poder de impedir, o la del poder de denunciar, no es, en principio, sino parte integrante de la democracia misma y, por ello, estimable mientras no se convierta en la antipolítica característica del populismo o la tecnocracia. Pero contribuye a oscurecer el proceso democrático y a hacerlo más insoportable aun para el ciudadano que pone sus expectativas muy altas. Cortoplacismo, teatralización, personalización, emotivismo excesivo, moralismo sin freno: todo ello son notas de la mala política producida por la conjunción de unos políticos que están siempre en campaña electoral teatralizando un sobreactuado antagonismo sobre un excelso interés general, por una parte, y una sociedad que utiliza contra ellos medios basados en la desconfianza sistemática, por otra (con el apoyo inestimable de los medios, cuya lógica propia es altamente disfuncional para la buena democracia). No es posible que si la política, como aseguramos, lo está haciendo tan mal, los medios de comunicación y sus consumidores lo estén haciendo todo bien». Y es que hacer lo que sistemáticamente hacen los medios, es decir, «suponer que la calle es necesariamente mejor que las instituciones […] es mucho suponer».

Una de cuyas manifestaciones más ostensibles de la mala democracia -dice- es la de que, cada vez más, habitamos en un momento eterno de campaña electoral, o vivimos la política como si fuera una continua elección entre candidatos. De manera que cada vez es menor el espacio funcional y temporal que queda para la tarea de gobierno. Parece que en el diseño teórico de la democracia el gobierno sería la fase normal de la política, y las elecciones deberían ser sus momentos especiales. Pero si lo que es episódico y momentáneo se convierte en la fase más importante de la política (en su «día de la marmota»), a la cual están dedicados devotamente todos los esfuerzos de los actores y bajo cuya sombra siempre anticipada por los medios se emprenden todas las actuaciones políticas, terminamos por quedarnos sin gobierno. O, como mínimo, nos quedamos con unos gobernantes que exclaman desesperados que «sabemos lo que hay que hacer, pero no sabemos cómo hacer para que nos reelijan después», que viene a ser lo mismo. Al final, someter incluso la gobernación a la lógica funcional de la elección garantiza la casi imposibilidad de tomar decisiones estables a medio y largo plazo, o, de otra forma, provoca la pérdida de estabilidad y gobernabilidad de los sistemas democráticos.

En este punto, -añade Soroa- el profesor Innerarity apunta que está produciéndose, de hecho, un proceso de externalización de las decisiones de gobierno hacia lugares menos sometidos a la atención pública y a la volubilidad electoral, no tanto por intenciones perversas como por la pura lógica funcional que busca remedio a la dificultad creciente de gobernar. Por ejemplo, de los Estados nacionales a la Unión Europea: «Las instituciones europeas fueron creadas en parte para gestionar un tipo de decisiones a largo plazo o impopulares que eran intratables por procedimientos democráticos nacionales debido, precisamente, a su alta exposición a la volubilidad de la opinión». Y es que la proximidad, la participación, el control, son términos democráticamente prestigiosos pero son factores que pueden actuar en contra de la capacidad de producir gobierno de la propia democracia. La nueva etapa sería la del gobierno de la sociedad por expertos no electos, aunque practicada en interés benevolente de los pueblos y con un control evaluativo técnico por resultados.

Denuncia Innerarity -añade a continuación- que la antipolítica crea una extraña boda de tecnócratas y radicales. Los primeros predican un mundo sin política porque, según ellos, podría ser dirigido espontáneamente por el mercado o por la economía. Los segundos, que son los que ahora nos interesan, porque han proliferado al calor de la crisis económica, de la austeridad y de la globalización, reaccionan de manera negativa hacia la política democrática proponiendo un mundo en el que todo sería sociedad y nada alteridad, y donde no serían necesarias las intermediaciones políticas (ni de los partidos, ni de la casta política, ni de las instituciones), porque la sociedad sería transparente a sí misma.

La afirmación populista parece, en principio, fuertemente política o politizada, pero al final de su argumento termina también con la misma existencia de la política. O, por lo menos, por lo que entendemos por política democrática. Es algo inevitable cuando ya de entrada se define una sociedad como un todo sin divisiones ni conflictos internos (el único conflicto es con un «otro» exterior a la sociedad misma), guiada por un movimiento que gestiona un principio puramente expresivo (el principio del placer) en lugar de un principio transformador (el de realidad), como hace la política. Hay algo de vuelta a la comunidad íntima y pequeña, muy humana y próxima, en estos movimientos populares surgidos al calor de la indignación contra la política tal como es. Pero la nostalgia por la comunidad (sea la del grupo, la etnia, la asamblea o el barrio) esconde siempre un imposible intento de desartificializar un mundo complejo, de polarizar los conflictos resumiéndolos en uno solo, de simplificar hasta la náusea opciones complicadas, de sustituir la reflexión por momentos de gran densidad emocional. Porque en este tipo de movimientos no existe un proyecto alternativo al de la democracia, sino sólo una necesidad de canalizar y expresar un descontento difuso: no son «subversiones desestabilizadoras» sino simples «insurrecciones expresivas» que, en último término, ponen en la antipolítica, o en la alterpolítica, las mismas expectativas desmesuradas que antes otros pusieron en la política.

Innerarity reivindica, con sólidos argumentos y brillante exposición, la necesidad de la intermediación política para que pueda de verdad realizarse, siquiera figurada e incompleta, eso que se denomina voluntad popular. Sólo la democracia representativa es capaz de representar a una sociedad pluralista. Y, -añade provocativo- por otro lado, la tan loada cercanía o proximidad entre representantes y representados conduce normalmente a la teatralización y la personalización de la política, así como a la pérdida de una lejanía entre representantes y ciudadanía que es necesaria para el desarrollo del buen juicio político y de su gestión.

En cuanto la los partidos políticos, y por muy severamente afectados que estén por una cierta esclerotización de sus comportamientos, siguen siendo necesarios como aglutinantes de unas propuestas ideológicas que permitan orientarse cognitivamente al público democrático. Las ideologías son al final atajos cognitivos que «permiten aflojar la contradicción entre la obligación de opinar a que se somete al ciudadano y la incapacidad de opinar que le aqueja, inmerso como está en el aluvión de datos que recibe de un mundo cada vez más complejo». Y los partidos son los gestores de los paquetes ideológicos. Pensar que pueden ser sustituidos por movimientos sociales altamente emocionales no es serio: «Apelar al pueblo, como a todo lo que es evidente, sirve casi siempre para bloquear la discusión», no para hacerla avanzar. En conclusión, que «la indignación, el compromiso genérico, el altermundialismo utópico o el insurreccionalismo expresivo no deben ser entendidos como la antesala de cambios radicales, sino como el síntoma de que todo esto ya no es posible fuera de la mediocre normalidad democrática y del modesto reformismo».

¿Y qué queda del eje de identificación «izquierda/derecha»?, se pregunta Soroa. Pues parece que se mantiene, pero muy distinto. Queda el eje, pero hay que trazarlo de otra forma o sobre otras coordenadas: y el esfuerzo de resituación recae sobre todo, según Innerarity, sobre la izquierda que es la que más acomodos tiene que hacer si quiere ser efectiva para transformar algo. En primer lugar, debe abandonar la concepción heroica de la política como actividad total y aceptar una limitada de más corto alcance. Y, en segundo, debe cambiar el eje de confrontación con la derecha conservadora, que no puede ser ya el de «Estado/mercado», o el de «intervención/desregulación», o el de «soberanía/globalización». La izquierda debe abandonar su rechazo moral al mercado, al que percibe como si fuera sólo un promotor de la desigualdad o una realidad antisocial. Igualmente debería dejar de percibir la globalización como un agente de desorden y, en su lugar, debería ser consciente de las posibilidades que encierra. El mercado, según Innerarity, es el mecanismo que puede utilizarse para conseguir el bien común y emprender la lucha contra las desigualdades, siempre que el Estado consiga realizar el ideal de mercado libre de interferencias y posiciones de dominio que estuvo en la base clásica de la idea liberal: «Es habitual considerar que la dominación económica se debe a una excesiva libertad de mercado, cuando ocurre más bien lo contrario: la prepotencia económica es causada por la falta de libertad económica». Más mercado, pero mejor mercado; menos Estado, pero mejor Estado. Una tercera vía «socioliberal» que no está suficientemente concretada por su autor -añade-como para discutir sus condiciones reales de posibilidad. 

Pero Soroa achaca al profesor Innerarity en la reseña de su libro algunas inconcreciones llamativas. Por ejemplo, que no aporte la más mínima indicación de qué tipo de cambios institucionales o modificación de reglas podría acercarnos a conseguir un objetivo definido en términos de regeneración democrática; que antes valorara la indiferencia política como actitud subjetiva del ciudadano moderno como algo perfectamente congruente (incluso conveniente para una política tranquila y estable), mientras que ahora parece recaer en el sobado tópico del "idiotes" pericleo como ser humano incompleto; o que considerase el disenso como una situación natural y propia de una sociedad democrática, que ahora esté a favor de una superior valoración del compromiso como método de avance del proceso político.

Pero la más importante, y que se refiere el propio esquema básico subyacente al análisis de la realidad democrática que efectúa Innerarity, es la falta de explicación de una aparente paradoja: en concreto, el hecho de que, si bien, por un lado, tenemos que nunca en la historia ha habido para la ciudadanía tantas posibilidades de acceder, vigilar y desafiar a la autoridad como ahora, porque nunca ha existido tal nivel de conocimiento y competencia individual y social sobre lo político y su funcionamiento, sucede, por otro, que nunca se ha sentido la gente tan frustrada en relación con su capacidad de hacer que la política sea algo diferente. O expuesto de otra forma, -dice- que el mayor conocimiento de que la política es una actividad en sí misma limitada no ha hecho que desciendan para nada las expectativas sociales en torno a su posible rendimiento, de lo que se sigue un creciente nivel de frustración y descontento. Esta es una aparente contradicción que merecería ser tratada y, en su caso, explicada; de lo contrario, el análisis mismo parece quedar un tanto cojo: ¿por qué el ser humano contemporáneo sigue frustrándose una y otra vez al comprobar los límites contingentes de la política cuando ya debiera saber por experiencia y educación que están ahí inevitablemente? Pero una cosa es -concluye diciendo- es describir una disfunción y otra es enderezarla. ¿Estarán las democracias condenadas a vivir en la frustración? ¿O llegarán a autodestruirse de pura frustración?




Daniel Innerarity


Disfruten de su lectura. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos míos. HArendt





HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 26 de octubre de 2015

[De libros y lecturas] "Crisis de la república", de Hannah Arendt







Fue en 1990 cuando leí por vez primera "Crisis de la república", de la filósofa y teórica política estadounidense de origen alemán Hannah Arendt (1906-1975), en la edición de Taurus. Hoy termino de releeerla, gracias de nuevo a la inestimable colaboración de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, en la nueva edición, magnífica, de Trotta (2015). Los trabajos reunidos en "Crisis de la república", pertenecientes a la última etapa de la producción de Hannah Arendt (fueron escritos entre 1969 y 1972), son genuinos ensayos de comprensión que analizan asuntos controvertidos de la vida política en Estados Unidos en el periodo de distensión de la guerra fría, y en pleno auge de los movimientos pacifistas y de protesta de la rebelión estudiantil. Pero son ante todo una brillante reflexión sobre la formación del juicio en política, la capacidad de aprendizaje a partir de los acontecimientos y el sentido de la acción, eje central este de toda la concepción de la política en Hannah Arendt.

El libro, que no llega a las 190 páginas, se lee con enorme facilidad, pues está escrito con un lenguaje llano sin perder un ápice de su rigor conceptual ni crítico, reune cuatro estudios de Arendt publicados, como señalé anteriormente, entre 1969 y 1972. 

El primero de ellos, "La mentira en política. Reflexiones sobre los documentos del Pentágono", que se inicia con unas palabras del que fuera secretario de Defensa durante la presidencia de John F. Kennedy, Robert S. McNamara: "No es agradable contemplar a la mayor superpotencia del mundo, matando o hiriendo gravemente cada semana a millares de personas no combatientes mientras trata de someter a una nación pequeña y atrasada en una pugna cuya justificación es ásperamente discutida", constituye una meditación sobre el engaño, el autoengaño, la elaboración de imágenes, la ideologización y el apartamiento de los hechos como elementos que determinaron la gestión de la administración estadounidense en relación con la guerra de Vietnam.

El segundo de los ensayos está dedicado a la "Desobediencia civil", y en él, Arendt se hace cargo del tema de la relación moral del ciudadano con la ley en una sociedad de asentimiento. Con referencias a Sócrates y Thoreau, pero también a Locke, Montesquieu y Tocqueville, entra en el debate generado por el desafío a la autoridad establecida proponiendo entender la desobediencia civil en términos de asociaciones voluntarias o minorías organizadas, es decir, como grupos de protesta que gozan de legitimidad constitucional. Estudio que comienza intentando dar respuesta a la pregunta con que el Colegio de Abogados de la Ciudad de Nueva York: "¿Ha muerto la ley?", celebró el simposio de su centenario en 1970.

El tercero de los estudios recogidos en "Crisis de la república" lleva el título de "Sobre la violencia". Estudio (con XVIII anexos) que parte de la constatación, apenas advertida, dice la autora, de que cuanto más dudoso e incierto se ha tornado en las relaciones internacionales el instrumento de la violencia, más reputación y atractivo ha cobrado en los asuntos internos, especialmente en cuestiones de revolución, aportando una clarificadora distinción entre las nociones de poder, potencia, autoridad, fuerza y violencia, que no siempre son bien entendidas en sus justos términos. 

El cuarto y último de los capítulos del libro "Pensamientos sobre política y revolución. Un comentario", está basado en una famosa entrevista que Hannah Arendt concedió en el verano de 1970 (veinte años antes de la caída del Muro de Berlín) al escritor alemán Adelbert Reif. De toda esta larga entrevista he escogido un solo apartado, que me parece significativo de la insobornable independecia política del pensamiento de Arendt, que es aquel en el que el entrevistador le pregunta por las diferencias entre capitalismo y socialismo, y sobre, si en su opinión, existe alguna otra alternativa.

La pregunta exacta de Reif fue la siguiente: "Los filósofos y los historiadores marxistas, y no simplemente quienes son considerados como tales en el sentido estricto del término, opinan que en esta fase del desarrollo histórico de la humanidad hay dos alternativas posibles para el futuro: capitalismo y socialismo. ¿Existe en su opinión otra alternativa?".

No veo tales alternativas en la historia, responde Hannah Arendt; ni sé qué es lo que hay allí disponible. Vamos a dejar de hablar de temas tan altisonantes como el "desarrollo histórico de la humanidad": muy probablemente, añade, adoptará un giro que no corresponderá ni a uno ni a otro y esperemos que así sea para nuestra sorpresa. Pero examinemos históricamente por un momento, sigue diciendo, esas alternativas; con el capitalismo se inició, al fin y al cabo, un sistema económico que nadie había planeado ni previsto. Este sistema, como se sabe generalmente, debió su comienzo a un monstruoso proceso de expropiación como jamás había sucedido anteriormente en la historia en esta forma, es decir, sin conquista militar. Expropiación, continúa diciendo, como acumulación inicial de capital, que fue la ley conforme a la cual surgió el capitalismo y conforme a la cual avanzó paso a paso. No conozco lo que la gente imagina por socialismo, añade. Pero si se mira lo que sucedió en Rusia, puede advertirse que el proceso de expropiación fue llevado aún más lejos; y puede observarse que algo muy similar está sucediendo en los modernos países capitalistas donde parece que hubiera vuelto a desencadenarse el antiguo proceso de expropiación. ¿Qué son, se pregunta Arendt, la superimposición fiscal, la devaluación "de facto" de la moneda, la inflación unida la recesión, sino formas relativamente suaves de expropiación?

Solo que en los países occidentales, sigue diciendo, hay obstáculos políticos y legales que constantemente impiden que este proceso de expropiación alcance un punto en el que la vida sería completamente insoportable. En Rusia no existe, añade, desde luego, socialismo, sino socialismo de Estado, que es lo mismo que sería el capitalismo de Estado, es decir, la expropiación total, que sobreviene cuando han desaparecido todas las salvaguardias políticas y legales de la propiedad privada. En Rusia, por ejemplo, dice, ciertos grupos disfrutan de un muy elevado nivel de vida. Lo malo es solo que todo lo que tales gentes tienen a su disposición -vehículos, residencias campestres, muebles caros, coches con chófer, etc.- no es de su propiedad y cualquier día puede serles retirado por el gobierno. No hay allí, añade, un hombre tan rico que no pueda convertirse en mendigo de la noche a la mañana -y quedarse incluso sin el derecho al trabajo- en caso de conflicto con los poderes dominantes. (Un vistazo a la reciente literatura soviética, dice, donde se ha empezado a decir la verdad, atestiguará estas atroces consecuencias más reveladoras que todas las teorías económicas y políticas).

Todas nuestras experiencias, continúa diciendo, -a diferencia de las teorías y de las ideologías- nos dicen que el proceso de expropiación, que comenzó con la aparición del capitalismo, no se detiene en la expropiación de los medios de producción; solo las instituciones legales y políticas que sean independientes de las fuerzas económicas y de su automatismo, pueden controlar y refrenar las monstruosas potencialidades inherentes a este proceso. Tales controles políticos, añade, parecen funcionar mejor en los "Estados-nodriza" tanto si se denominan a sí mismos "socialistas" o "capitalistas". Lo que protege la libertad es la división entre el poder gubernamental y el económico, o, por decirlo en lenguaje de Marx, el hecho de que el Estado y su constitución no sean superestructuras.

Lo que nos protege en los llamados países capitalistas de Occidente, dice, no es el capitalismo, sino un sistema legal que impide que se hagan realidad los ensueños de la dirección de las grandes empresas de penetrar en la vida privada de sus empleados. Pero este empeño se torna realidad allí donde el gobierno se convierte a sí mismo en patrono. No es un secreto, continúa diciendo, que el sistema de investigación que sobre sus empleados realiza el gobierno americano no respeta la vida privada; el reciente apetito mostrado por algunos organismos gubernamentales de espiar en las casas particulares podría ser un intento del gobierno de tratar a todos los ciudadanos como aspirantes en potencia a funcionarios públicos. ¿Y qué es el espionaje sino una forma de expropiación?, se pregunta Arendt. El organismo gubernamental, sigue diciendo, se establece como un género de copropietario de las viviendas y de las casas de los ciudadanos. En Rusia, añade, no necesitan delicados micrófonos ocultos en las paredes; de cualquier manera hay un espía en la vivienda de cada ciudadano.

Si tuviera que juzgar esta evolución desde un punto de vista marxista, añade, diría: quizá la expropiación está en la verdadera naturaleza de la producción moderna, y el socialismo, como Marx creía, no es más que el resultado inevitable de la sociedad industrial iniciada por el capitalismo. Entonces, continúa diciendo, lo que interesa es saber lo que podemos hacer para mantener bajo control este proceso y evitar que degenere, con un nombre u otro, en las monstruosidades en que ha caído en el Este. En algunos países de los llamados "comunistas", añade, -en Yugoslavia, por ejemplo, pero incluso también en Alemania Oriental- ha habido intentos para sustraer la economía a la ingtervención del gobierno y descentralizarla, y se han realizado concesiones muy sustaciales para impedir las más horribles consecuencias del proceso de expropiación, que, afortunadamente, añade, también habían resultado ser muy insatisfactorias para la producción una vez que se había alcanzado un determinado grado de centralización y de esclavización de los trabajadores.

Fundamentalmente, continúa diciendo, se trata de saber cuánta propiedad y cuántos derechos podemos permitir poseer a una persona, incluso bajo las muy inhumanas condiciones de gran parte de la economía moderna. Pero nadie puede decirme, añade, que exista algo como la "propiedad de las fábricas" por parte de los trabajadores. Si usted reflexiona, le dice al entrevistador, durante un segundo advertirá que la propiedad colectiva constituye una contradicción en sus propios términos. Pertenencia es lo que yo tengo; propiedad se refiere a lo que es propio de mí por definición. Los medios de producción de otras personas no deberían desde luego pertenecerme. El peor propietario posible sería el gobierno, a menos que sus poderes en la esfera económica sean estrictamente controlados y frenados por una judicatura verdaderamente independiente. Nuestro problema en la actualidad, añade, no consiste en expropiar a los expropiadores sino, más bien, en lograr que las masas, desposeídas por la sociedad industrial en los sistemas capitalistas y socialistas, puedan recobrar la propiedad. Solo por esta razón, añade, ya es falsa la alternativa entre capitalismo y socialismo, no solo porque no existe en parte alguna en estado puro, sino porque lo que tenemos son gemelos, cada uno conn diferente sombrero.

Puede contemplarse toda la situación, sigue diciendo, desde una perspectiva diferente -la de los mismos oprimidos- , lo cual no mejora el resultado. En este caso uno debe decir que el capitalismo has destruído los patrimonios, las corporaciones, los gremios, toda la estructura de la sociedad feudal. Ha acabado con todos los grupos colectivos que constituían una protección para el individuo y su pertenencia, que le garantizaban un cierto resguardo, aunque no, desde luego, una completa seguridad. En su lugar, añade, puso "las clases", esencialmente solo dos: la de los explotadores y la de los explotados. La clase trabajadora, simplemente porque era una clase y un colectivo, proporcionó al individuo una cierta protección y más tarde, cuando aprendió a organizarse, luchó por conseguir, y obtuvo, considerables derechos para sí misma. La distinción principal hoy, añade, no es entre países socialistas y países capitalistas, sino entre países que respetan esos derechos, como por ejemplo, Suecia de un lado y Estados Unidos de otro, y los que no los respetan, como por ejemplo la España de Franco de un lado y la Rusia soviética de otro.

¿Que ha hecho entonces el socialismo o el comunismo, se pregunta, tomados en su forma más pura? Han destruído esta clase, sus instituciones, los sindicatos y los partidos de trabajadores, y sus derechos: convenios colectivos, huelgas, seguro de paro, seguridad social. En su lugar, estos regímenes han ofrecido la ilusión de que las fábricas eran propiedad de la clase trabajadora, que como clase había sido abolida, y la atroz mentira de que ya no existía el paro, mentira basada tan solo en la muy real inexistencia del seguro de paro. En esencia, concluye Hannah Arendt su respuesta, el socialismo ha continuado sencillamente y llevado a su extremo lo que el capitalismo comenzó. ¿Por qué iba a ser su remedio?, se pregunta...

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







Entrada núm. 2487
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