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miércoles, 4 de diciembre de 2019

[PENSAMIENTO] Capital e ideología: aciertos y errores de Piketty



El profesor Thomas Piketty


"El nuevo libro del economista francés es una investigación meticulosa y admirable. Las soluciones que propone son menos convincentes", señala el economista Jean Pisani-Ferry, profesor en el Instituto Universitario Europeo de Florencia. 

"Hay mucho que elogiar en Capital e ideología, de Thomas Piketty -comienza diciendo Pisani-Ferry-: desde su extraordinaria riqueza de material empírico hasta la amplitud de su alcance cultural, y desde la extraña alianza entre la precisión estadística y las referencias literarias hasta el nivel de su ambición intelectual y política.

Pero desde el punto de vista de las políticas públicas, la última parte, donde el autor propone una agenda de justicia social, es profundamente cuestionable. Es un capítulo mucho más corto, pero igual de ambicioso que los más analíticos.

El objetivo de Piketty es ofrecer un nuevo paradigma que sustituya el proyecto socialdemócrata, en buena medida obsoleto. Parece una ambición excesiva. Es fundamentalmente acertada. En el contexto actual de indignación social, los catálogos de políticas “sensatas” no convencen a los votantes ni proporcionan a los legisladores una guía para tomar decisiones en tiempo real en un entorno impredecible. Las democracias hoy necesitan direcciones tan ambiciosas como el keynesianismo bienestarista de los años sesenta o el proyecto de gobierno pequeño y mercados libres de los ochenta.

Las agendas supuestamente realistas, además, a menudo fracasan a la hora de enfrentarse a retos urgentes. La desigualdad de riqueza, la desigualdad de renta, la desigualdad en el acceso a bienes esenciales como la educación y la sanidad han alcanzado niveles tan altos que no pueden solucionarse mediante pequeños ajustes en el margen, como se suele defender en los debates políticos.

La audaz agenda de Piketty se basa en tres pilares principales. El primero es el empoderamiento de los empleados a través de una reforma radical de la gobernanza corporativa; el segundo es una masiva redistribución de la riqueza y la renta a través de una reparación del sistema fiscal; el tercero, que solo se aplica a Europa, es moverse hacia un federalismo transnacional. Hay buenas razones para tenerlos en cuenta, pero también son muy problemáticos.

En primer lugar, la gobernanza corporativa. Un tema recurrente en el libro es la crítica al absolutismo de los derechos de propiedad (lo que denomina proprietarisme). Piketty desprecia el comunismo, pero cree que una extensión gradual de la esfera de la propiedad privada (desde la tierra a la manufactura, el capital intangible y los datos) y el aumento paralelo del poder de los accionistas son los principales problemas del capitalismo actual y una causa fundamental que explica el aumento de la desigualdad. Basándose en las experiencias alemana y sueca, aspira a recuperar el equilibrio entre los propietarios de capital y los empleados.

Sus propuestas, sin embargo, van más allá del modelo alemán de codeterminación, en el cual los representantes de los empleados obtienen la mitad de los puestos en el consejo de administración mientras que los accionistas generalmente eligen al comité ejecutivo, lo que en la práctica garantiza a estos últimos controlar las decisiones, pero permite también a los representantes de los trabajadores un buen acceso a la información y tener voz en las decisiones estratégicas generales.

Piketty va más allá en dos frentes: reivindica dar a los empleados la mitad de los puestos en los consejos de grandes empresas y limitar los derechos de voto de los accionistas reteniendo más del 10% del capital de la empresa.

No hay razones para no contemplar reformas de gobernanza corporativa que favorezcan a los trabajadores, especialmente en una economía en la que el capital humano importa cada vez más. Lo que resulta sorprendente de las propuestas de Piketty, sin embargo, es que ve el problema exclusivamente desde un punto de vista distributivo. Si sus reformas pueden conducir a una mayor eficiencia social, fomentar la innovación o reducir la obsesión con el corto plazo de las empresas es algo que está fuera de su enfoque. Piketty ve el capitalismo principalmente como una maquinaria de acumulación de riqueza, no como un impulsor de transformaciones económicas.

El segundo instrumento con el que Piketty pretende contener la concentración de riqueza y propiedad es los impuestos. Sus propuestas al respecto son precisas y radicales. Propone indicadores numéricos, pero su objetivo es inequívoco: transformar la naturaleza de la propiedad para hacerla temporal en vez de permanente. La utopía social de Piketty se parece mucho a un régimen de titularidad de la tierra en el que la propiedad se redistribuye regularmente de los propietarios a los campesinos.

Para ello hace falta movilizar tres tipos de impuestos progresivos: un impuesto al patrimonio, un impuesto de sucesiones y un impuesto sobre la renta. Los dos primeros, que representan más o menos un 5% del pib, financiarían una asignación universal de capital por la cual al cumplir veinticinco años cada ciudadano tendría derecho a un 60% de la riqueza media (o alrededor de 130.000 dólares [117.000 euros] en los países avanzados). El tercero podría suponer alrededor de un 40% del PIB y financiar bienes públicos, seguridad social y una renta básica para los pobres.

Estas cifras quizá no parezcan tan radicales. El gasto público medio en la Unión Europea es de un 45% del PIB, así que en general la carga fiscal podría permanecer casi constante. Sin embargo, los parámetros que sugiere Piketty apuntan a una transformación fundamental del régimen de propiedad. Según la tabla 17.1 del libro, el tipo impositivo anual sobre el patrimonio podría alcanzar un 5% para los individuos con activos netos que tengan un valor diez veces superior al patrimonio medio. Teniendo en cuenta que Piketty impondría impuestos (con razón) a todas las formas de riqueza por igual y que la riqueza media de los hogares en Francia es de 250.000 dólares, el impuesto a un patrimonio de 2,5 millones sería de 125.000 anualmente. En comparación, en Estados Unidos la senadora Elizabeth Warren propone solo un impuesto del 2% para los patrimonios superiores a los 50 millones (en lugar del tipo efectivo del 10% en el caso de Piketty), que aumentaría a un 3% por encima de los 1.000 millones (en vez de más del 60%).

Además, a los mismos activos se les podría aplicar un impuesto de sucesiones de un 60%, y el tipo efectivo sobre la renta podría alcanzar un 60% para las personas que ganen diez veces más que el salario medio. Estos niveles erradicarían la propiedad por encima de un umbral relativamente bajo, excepto en el caso de los emprendedores capaces de obtener unos beneficios estelares de su capital. Las simulaciones de Emmanuel Saez y Gabriel Zucman (2019) sobre los cuatrocientos individuos estadounidenses más ricos indican que un impuesto al patrimonio del 10% marginal en activos por encima de 1.000 millones de dólares podría haber evitado la deformación en la distribución de la riqueza que hemos observado desde los años ochenta.

La combinación que propone Piketty de un impuesto al patrimonio confiscatorio, un impuesto de sucesiones muy progresivo y un impuesto sobre la renta también muy progresivo va mucho más allá. Lo que implica es el fin de la propiedad del capital tal y como la conocemos.

De nuevo, no hay nada malo en romper tabúes y en proponer reformas fundamentales de la propiedad de capital. Pero con la condición de que se tengan en cuenta las repercusiones. El desdén aparente de Piketty por las repercusiones de sus propuestas es asombroso. No tiene en cuenta las consecuencias en las tasas de ahorro, el comportamiento de los inversores o la innovación. En la cuestión de la gobernanza corporativa, solo le interesa la distribución. Mientras que el uso repetido del concepto “capital” en el título de sus libros es una referencia innegable a Karl Marx, a Piketty no le interesa casi nada el lado de la producción. El capital, para él, no significa más que la riqueza.

El tercer pilar, el federalismo europeo, lo plantea para superar las limitaciones políticas que aparecen como consecuencia de las distorsiones creadas por la competición fiscal en la Unión Europea y la regla de unanimidad en impuestos (y, de manera oblicua, por la estricta infraestructura fiscal de la eurozona). Para resolver la parálisis que hay en el Consejo Europeo (donde cada país está representado por su ministro) por culpa de los poderes de veto, Piketty propone democratizar la Unión Europea y transferir los poderes tributarios a una nueva cámara que combine parlamentarios nacionales y europeos.

El diagnóstico es correcto, pero es poco probable que la solución vea la luz. El problema en Europa no es, como Piketty cree, la composición del parlamento. Surge del hecho mucho más básico de que los países que han coincidido en compartir soberanía económica en muchos aspectos no están dispuestos a otorgarle competencias a la Unión Europea en cuestiones tributarias o de redistribución de la riqueza. Esta ha sido su postura desde el principio y el actual clima político les hace ser aún menos favorables a un cambio.

Aparte del hecho de que una cámara que combine a parlamentarios nacionales y europeos no se comportaría como Piketty desea, ¿por qué tendrían que estar de acuerdo de pronto los Estados en cambiar la distribución de competencias? En Alemania, esto se ha convertido en una cuestión constitucional. En una serie de sentencias, el Tribunal Constitucional Federal ha levantado barreras a la transferencia de nuevos poderes a la Unión Europea. Irónicamente, su argumento es de la misma naturaleza que el de Piketty, pero sus consecuencias son las opuestas: para el tribunal de Karlsruhe, la Unión Europea no es suficientemente democrática como para otorgarle nuevas competencias, porque los ciudadanos del país cuyo peso demográfico es mayor –Alemania– están infrarrepresentados en su sistema institucional.

En las tres cuestiones –gobernanza corporativa, impuestos y gobernanza europea–, las propuestas de Piketty, por lo tanto, plantean muchas preguntas que no es capaz de responder. De hecho, ni siquiera lo intenta.

En ausencia de una discusión sistemática de las implicaciones y posibles objeciones a sus ideas, no pueden considerarse propuestas de políticas públicas serias. Al final, lo que resulta profundamente inquietante en este libro no es el radicalismo de sus planes. Es el contraste entre la meticulosidad de su análisis empírico y su descuido a la hora de plantear políticas públicas".



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512), Museos Vaticanos



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domingo, 29 de septiembre de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Thomas Piketty, contra la propiedad privada



El economista francés Thomas Piketty (Joel Saget, APF)


El periodista Marc Bassets, corresponsal del diario El País en París, escribe sobre el último libro publicado por el economista francés, Thomas Pikettu, gran teórico de la desigualdad, titulado "Capital e ideología", un monumental ensayo que propone la circulación de bienes para superar el capitalismo. 

No es la lucha de clases, comienza diciendo Bassets, ni la mano invisible del mercado, ni menos aún la historia de los grandes líderes y batallas lo que mueve el mundo, sino las ideas, según el economista francés Thomas Piketty. Y el aleph que a casi todo da sentido, la llave de la evolución de las sociedades es la propiedad privada. Quién posee qué y en nombre de qué.

Las desigualdades crecientes de ingresos y patrimonio, que Piketty diseccionó en una obra anterior, el superventas El capital en el siglo XXI (Fondo de Cultura Económica, 2014), son producto de una ideología. Cada momento tiene su justificación, un argumento que lo sostiene, y transformar el mundo obliga a cambiar de ideas. “Dar un sentido a las desigualdades, y justificar la posición de los ganadores, es una cuestión de importancia vital. La desigualdad es ante todo ideológica”, escribe en Capital e ideología, recién publicado en Francia y que lanzará Deusto en castellano.

El nuevo libro es ambicioso. Empezando por las dimensiones: 1.200 páginas. Abarca siglos, desde la Edad Media hasta hoy. Se extiende por cuatro continentes. Desborda las disciplinas académicas: de la economía a la historia, de la ciencia política a la teoría de la justicia y a la literatura. Las novelas de Jane Austen, Balzac o Carlos Fuentes ofrecen tanta o más información que una batería de gráficos y tablas, unas 170, sobre la historia de la propiedad privada y su efecto en las desigualdades.

“Hoy afrontamos una lógica de acumulación sin límite y de sacralización del derecho del propietario”, dijo esta semana Piketty en un encuentro con corresponsales en la Paris School of Economics, donde codirige el Laboratorio Mundial de la Desigualdad. “Y olvidamos que los grandes éxitos del siglo XX en la reducción de las desigualdades, pero también en el crecimiento económico, se obtuvieron reequilibrando los derechos del propietario con los del asalariado, el consumidor. Se hizo circular la propiedad”.

Capital e ideología contiene tres libros en uno. El primero y más extenso —las 800 primeras páginas— es una historia detallada de lo que el autor llama los “regímenes desigualitarios” o “de desigualdad”. Comienza por el Antiguo Régimen y la desigualdad “trifuncional” de las sociedades divididas en el clero, la nobleza y el tercer estado. Si aquel sistema perduró durante siglos, fue porque una ideología lo sostenía, disfrutaba de una legitimidad: se justificaba por la necesidad de seguridad, que debía garantizar la casta guerrera, y de sentido, del que se encargaba la casta sacerdotal.

De la ideología “trifuncional”, Piketty pasa a la “sociedad de propietarios”. La Revolución Francesa de 1789 abolió los privilegios, pero no la propiedad privada, que podía incluir a los esclavos. Entre 1800 y 1914 las desigualdades se disparan y superan los niveles del Antiguo Régimen. “El argumento de la época era que, si se cuestiona el derecho de propiedad, adquirido en un marco legal, nunca sabremos dónde parar, y el caos se impondrá”, explica Piketty.

El periodo de entreguerras en el siglo XX es una transición entre el “propietarismo” desigualitario y no regulado del siglo XIX y la era socialdemócrata de la posguerra mundial. Estados Unidos y Europa adoptan entonces la fiscalidad progresiva con tipos impositivos que superaron el 80%, sistemas de protección social avanzados y el acceso a la educación. Deja paso a partir de los ochenta, con la revolución reaganiana y la caída del bloque soviético, a lo que Piketty denomina el “hipercapitalismo”. La ideología desigualitaria, lo que en este periodo, que es el nuestro, legitima el statu quo, sería la meritocracia, “la necesidad de justificar las diferencias sociales apelando a capacidades individuales”.

Aquí termina el primero de los tres libros. El segundo, que ocupa las 300 páginas siguientes, es un estudio sobre la evolución del sistema de partidos en Europa y Estados Unidos. En unos años los socialdemócratas han pasado de ser el partido de la clase trabajadora al de la élite con diplomas universitarios y han abrazado las ideologías de la desigualdad. Son los cómplices necesarios del “hipercapitalismo”, según Piketty, que acuña el término de “izquierda brahmán” (por el nombre de la casta sacerdotal hindú). Esta domina la élite política junto a la “derecha mercader” (las élites económicas y empresariales). Es un eco de la sociedad “trifuncional” del Antiguo Régimen que deja a las clases populares en la intemperie política y a la merced de los mensajes nacionalistas y racistas.

El tercer y último libro dentro de Capital e ideología es el más breve, menos de cien páginas, pero el más debatido en Francia. En este capítulo, Piketty lanza su programa de “socialismo participativo” para “superar el capitalismo y la propiedad privada”. El objetivo es convertir la propiedad en “temporal” y “organizar una circulación permanente de los bienes y la fortuna”. Defiende una integración federal de la Unión Europea. Y aboga por un impuesto sobre el patrimonio con un tipo máximo del 90% para los supermillonarios, por una cogestión de las empresas, en las que los trabajadores compartan el poder, y por una especie de herencia para toda persona de 25 años de 120.000 euros.

“El hipercapitalismo del siglo XIX, previo a 1914, se estrelló contra la competencia muy fuerte entre países, que eran potencias coloniales. De tanto acumular activos en otras partes del mundo acabaron destruyéndose mutuamente”, concluyó Piketty en la citada conversación. “Hoy no ocurrirá lo mismo. Pero lo que puede ocurrir es que este divorcio con las clases populares conduzca a una explosión de la Unión Europea y a un repliegue en las identidades nacionales”.

El capital en el siglo XXI, publicado en 2013 en francés, vendió más de dos millones de ejemplares y marcó en Europa y Estados Unidos el debate sobre las desigualdades. Thomas Piketty, de 48 años, es el último ejemplar del intelectual totalizador. La novedad es que ahora el intelectual ya no es un filósofo, ni un sociólogo ni un novelista, sino un economista. Y no construye sus propuestas en el aire sino que se apoya en un andamiaje sólido en el que el big data tiene un papel central. El economista Branko Milanovic llama a este método, en un artículo en Le Monde, “turbo-Annales”, en alusión a la llamada escuela de la revista Annales, corriente histórica multidisciplinar y empírica de historiadores fundada a finales de los años veinte.

Piketty no es, como tantos en el paisaje intelectual francés, un declinólogo abonado a la retórica apocalíptica. “Soy fundamentalmente optimista”, declara. Y se refiere a su nuevo libro: “Capital e ideología parte de una constatación: ha habido una mejora prodigiosa de los niveles de educación y de salud. Y termina con otra constatación optimista: hay un aprendizaje de la justicia en la historia. Hay fases de regresión terrible, pero creo en una historia de progreso: no solo técnico, sino humano, por medio de la educación y la sanidad, y con una organización social que sea más igualitaria en el sentido de que permita acceder a la educación, a la cultura, a la riqueza”. Si un rasgo de la izquierda fue la fe en el progreso humano, Piketty la conserva.



Bosque de laurisilva en La Gomera (Islas Canarias)



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jueves, 6 de junio de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG - 2008] Capitalismo





Educación, libertad e igualdad de oportunidades son las premisas básicas para que fructifique cualquier posibilidad de desarrollo personal y social. Sin ellas, todo es pura entelequia, y en el mejor de los casos, suerte o capricho de la diosa Fortuna.

No soy admirador incondicional del capitalismo, pero tampoco su enemigo irreconciliable. Como dijera Sir Winston Churchill de la democracia, que era el menos malo de todos los sistemas de gobierno, pienso yo del capitalismo: que es el menos ineficiente de los sistemas económicos para crear riqueza. La cuestión es cómo, por quién y para quién se ejerce la democracia y se administra la libertad, y cómo, por quién y para quién se distribuye la riqueza obtenida con el esfuerzo de todos; porque ya se sabe: no hay libertad sin propiedad, ni propiedad sin libertad...

Perogrulladas aparte, me parece relativamente justa la crítica que en El País de hoy formula Álvaro Marchesi, catedrático de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad Complutense de Madrid, al escritor Mario Vargas Llosa por su artículo, también en El País, sobre las posibilidades que el sistema liberal capitalista tiene para el desarrollo de la persona emprendedora y vitalista que no se arredra ante las dificultades de la existencia ni las desventajas de cuna y educación. Muy darwiniano todo... No veo mayores objeciones posibles al triunfo personal y social de los que se esfuerzan y luchan por conseguirlo, pero sería deseable que la base de partida fuera la misma para todos: educación igual y de calidad, libertad de elección, e igualdad de oportunidades. Y a partir de ahí, ya veremos...






Cuatro empresarios de países del Tercer Mundo, comenta Mario Vargas Llosa en un artículo titulado "Las lecciones de los pobres" (EL PAÍS, 1 de junio), demuestran que la pobreza es derrotable con trabajo, propiedad privada, mercado y libertad. El libro 'Lessons from de Poor' cuenta sus casos.

Cuando murió su padre, Aquilino Flores tenía 12 años y sabía que su tierra, Huancavelica, uno de los departamentos más pobres de la sierra peruana, no le depararía más futuro que la inseguridad y el hambre en que había vivido desde que nació.

Entonces, como millares de sus comprovincianos, emigró a Lima. Allí empezó a ganarse la vida lavando autos en los alrededores del Mercado Central. Era un muchacho simpático y trabajador y, un día, el dueño de uno de los carros que lavaba, le propuso que le vendiera algunos de los polos que fabricaba en su taller informal. Le dio 20 y le dijo que se tomara todo el tiempo que le hiciera falta. Pero Aquilino vendió las 20 camisetas en un solo día. De este modo, antes de haber alcanzado la adolescencia, pasó de lavador de autos a vendedor ambulante de ropa en el centro de la Lima colonial.

No tenía casi instrucción pero era empeñoso, inteligente y con una intuición casi milagrosa para identificar los gustos del público consumidor. Un día le preguntó a su proveedor de polos si se los podía confeccionar con figuritas de colores, que eran los preferidos de sus clientes. Y como aquél no fabricaba ropas estampadas, Aquilino subcontrató a un tintorero informal para que añadiera adornos e imágenes a las camisetas que vendía. A veces, él mismo le sugería los diseños y colores.

Como el negocio funcionaba bien, Aquilino se trajo de Huancavelica a sus hermanos Manuel, Carlos, Marcos y Armando y los puso a trabajar con él. De vendedores ambulantes pasaron luego a ser comerciantes estables en el Mercado Central. Para conseguir los mejores sitios del local, estaban allí a las cuatro y media de la madrugada y no se movían de sus mostradores hasta el anochecer.

De intermediarios y vendedores, se convirtieron después en productores. Comenzaron con una máquina de coser en un garaje, luego otra, otra y muchas más.

El gran salto del negocio artesanal de Aquilino Flores comenzó el día en que un comerciante de Desaguadero, la ciudad fronteriza entre Perú y Bolivia y paraíso del contrabando y la economía informal, le hizo un pedido de ¡10.000 dólares de camisetas con dibujitos de colores! Aquilino tuvo una especie de vértigo. Pero él nunca le había escurrido el bulto a un desafío y aceptó el reto. De inmediato, subcontrató a todos los talleres de confección del barrio y trabajando a marchas forzadas llegó a entregar los 10.000 dólares de polos en los plazos prometidos. Desde entonces, la familia Flores se dedicó, además de vender, a producir ropas para los peruanos de bajos ingresos y a distribuir sus mercancías ya no sólo en Lima sino por provincias y a exportarlas al extranjero.

Cuarenta años después de su llegada a Lima con una mano atrás y otra adelante el ex lavador de autos y ex vendedor callejero es el dueño de Topitop, el más importante empresario textil del Perú, que tiene ventas anuales de más de 100 millones de dólares y que da empleo directo a unas 5.000 personas (dos tercios de ellas mujeres) e indirecto a unas 30.000. Cuenta con 35 almacenes en el Perú, tres en Venezuela, varias fábricas y un próspero sistema de tarjetas de crédito para el consumo en sociedad con un banco local. Sigue siendo un hombre sencillo, orgulloso de sus orígenes humildes, que trabaja siempre unas 12 horas diarias y los siete días de la semana. Sus hijos, a diferencia suya, han estudiado en las mejores universidades y contribuido como profesionales a la formalización y modernización de sus empresas, un modelo en su género y no sólo en el Perú.

Tomo todos estos datos sobre Aquilino Flores y Topitop de un penetrante estudio del economista Daniel Córdova y un equipo de colaboradores que aparece en un libro recién publicado en los Estados Unidos: Lessons from the Poor (Lecciones de los pobres), editado por Álvaro Vargas Llosa para The Independent Institute, una fundación que promueve la cultura liberal. En él se estudian cuatro casos de empresas y los clubes de trueque que surgieron en Argentina durante la crisis financiera del año 2001-2002. Las empresas, dos de América Latina y dos de África, que, como las de los Flores, nacieron sin capital alguno, por iniciativa de gentes muy humildes y de educación precaria, y que, a base de esfuerzo, perseverancia, intuición y astuto aprovechamiento de las condiciones del mercado, consiguieron crecer hasta convertirse en poderosos conglomerados que hoy operan en el mundo entero dando empleo a decenas de miles de familias y contribuyen así al progreso de sus países. Es un libro estimulante y práctico que muestra, con pruebas palpables, que la pobreza es derrotable para quienes tienen ojos para ver y conciencia para aprender de los buenos ejemplos.

Lo extraordinario de estas cinco historias es que todas estas empresas salieron adelante a pesar de operar en unos contextos sociales y políticos hostiles al mercado libre y a la empresa privada, envenenados de populismo, intervencionismo estatal y corrupción, donde la propiedad privada era atropellada con frecuencia y las reglas de juego de la vida económica cambiaban todo el tiempo según el capricho de unos gobiernos demagógicos e ineptos.

Lo que muestra esta investigación es que la necesidad y la voluntad de vivir de los pobres son capaces a veces de superar todos los obstáculos que, en los países del tercer mundo, levantan contra la iniciativa individual y la libertad el estatismo, el nacionalismo económico, el colectivismo y otras ideologías anti-mercado. Y que la falta de capital y de formación profesional pueden en casos extremos ser compensadas por la experiencia práctica y el esfuerzo. Si los Flores y los Añaños en el Perú, si la cadena de supermercados Nakamatt en Kenia y las empresas de diseño industrial Adire de Nigeria -los cuatro casos investigados en el libro- alcanzaron, pese a tantos escollos y dificultades que encontraron, la prosperidad de que ahora gozan, no es difícil imaginar lo que ocurriría si los pobres del tercer mundo pudieran trabajar en un contexto propicio, que alentara el espíritu empresarial en vez de asfixiarlo con el reglamentarismo y la tributación confiscatoria y, en vez de inseguridad jurídica, sus comerciantes, artesanos e industriales contaran con reglas de juego estables, claras y equitativas.

Otra de las enseñanzas de esta investigación es que la mejor ayuda que pueden prestar los países desarrollados y los organismos financieros internacionales para combatir la pobreza y el subdesarrollo no son las dádivas ni los subsidios que, en contra de los generosos propósitos que los animan, sirven para embotar la iniciativa y crear actitudes pasivas, de dependencia y parasitismo, y estimular la corrupción, sino crear las condiciones de libertad y competencia que permitan a los pobres trabajar y valerse de sus propios medios para mejorar sus condiciones de vida y progresar. Abrir los mercados que ahora tienen cerrados a los productos que proceden de los países subdesarrollados es, según todos los economistas que escriben en Lessons from the poor, la mejor ayuda posible que los países ricos pueden dar para impulsar el desarrollo en África y América Latina, las dos regiones más atrasadas del mundo, pues en Asia, con excepción de satrapías como Myanmar, ya parece haber despegado.

Los pobres saben mejor que nadie, porque lo han aprendido en carne propia, que no son los Estados ineficientes del tercer mundo, paralizados por el cáncer de la burocracia y roídos por la ineficiencia, los tráficos delictuosos, el amiguismo y otras taras, quienes los sacarán de la pobreza. Saben, como Aquilino Flores cuando se rompía los lomos lavando autos o trotando por las calles de Lima vendiendo camisetas, que su supervivencia dependía sólo de su ingenio, su trabajo y su voluntad de superación. Esa energía puede mover montañas, a condición de que no se agote y esterilice luchando contra artificiales obstáculos que vienen siempre de la intromisión estatal. Los héroes civiles cuyas hazañas describen los estudios de este libro son un ejemplo vivo de que la pobreza en la que viven cientos de millones de personas todavía en el mundo no es una fatalidad irredimible sino un mal que puede ser combatido y vencido con unas armas cuya divisa cabe en cuatro palabras: trabajo, propiedad privada, mercado y libertad. (El País, 01/06/08)






Desde hace varias décadas, escribe Álvaro Marchesi en su artículo "El acceso a la educación, clave de la igualdad", (EL PAÍS, 6 de junio),  los psicólogos cognitivos han estudiado el razonamiento humano y han encontrado determinados errores en los que caen, sin darse cuenta, un significativo número de personas. En algunos casos, en el origen de estos sesgos operan factores ideológicos; en otros son de tipo afectivo y en el resto, simplemente se produce un razonamiento que se salta la secuencia lógica esperada. Uno de los experimentos reportados para comprobar estos sesgos se refiera a la inferencia general desde los casos particulares: si hay un fumador empedernido, por ejemplo, que vive hasta los 90 años, la conclusión "lógica" es poner en cuestión la afirmación de que el tabaco es dañino para la salud. Cuando se formulan relaciones entre determinadas variables comprobadas de forma empírica, no es extraño que algunos interlocutores las pongan en duda y ejemplifiquen su oposición con algún caso concreto conocido.

Esta reflexión me vino a la mente al leer el artículo "Las lecciones de los pobres", del admirado escritor Mario Vargas Llosa (EL PAÍS, 1 de junio). En él, a partir de cuatro casos ejemplares de personas que desde la pobreza han llegado a la cima empresarial, se concluye que cualquier persona puede llegar adonde se proponga con sus solas fuerzas siempre que se profundice en la libertad de mercado y en el espíritu empresarial, y se creen condiciones de libertad y de competencia. ¿Será cierto que los supuestos individuales pueden conducir a reglas generales o existe un sesgo en semejante razonamiento?

Repasemos brevemente la situación social y educativa de Iberoamérica. Según las estimaciones de la CEPAL, la región muestra la mayor desigualdad del mundo, con enormes diferencias entre los sectores de más altos y de menores ingresos. Los pobres se sitúan en torno al 40% de la población y el número de personas que se considera que viven en situación de pobreza extrema se aproxima a los 100 millones de personas. Una cifra que podría incrementarse en 10 millones si se mantiene el incremento del precio de los alimentos.

Esta dramática situación afecta directamente a las condiciones educativas de la población. El porcentaje de personas analfabetas se sitúa en torno a los 30 millones de personas. Además, cerca de 110 millones de personas no han terminado su educación primaria. Estudios recientes señalan que el porcentaje de alumnos que completan la educación secundaria es cinco veces superior entre aquellos que se encuentran entre el 20% más rico de la población que entre aquellos situados entre el 20% de la población con menores ingresos familiares. Mientras que el 23% de los primeros terminan la educación superior, sólo el 1% de los más pobres lo consiguen. El promedio de escolarización en el 20% de la población con mayores ingresos es de 11,4 años mientras que en el 20% inferior es de 3,1 años.

¿Podemos pensar que la alimentación, la vivienda, la salud y el nivel cultural de la familia nada tiene que ver con las posibilidades futuras de los jóvenes? ¿Es posible considerar que el nivel educativo alcanzado y, por tanto, las posibilidades de acceso a una educación de similar calidad, apenas condiciona las opciones profesionales y laborales de los alumnos y que con el refuerzo al libre mercado y a la competencia se puede garantizar la igualdad de las personas ante su destino? Sin duda, existen ejemplos dignos de admiración, como los expuestos en el artículo aquí comentado, en los que se manifiesta la fuerza arrolladora del ser humano para sobreponerse a sus condiciones negativas y para equipararse con los triunfadores de la sociedad que tuvieron durante sus años escolares todo a su favor. Pero de esa situación de excepcionalidad no puede en modo alguno concluirse que las condiciones de partida no limitan de forma brutal los itinerarios vitales de las personas a lo largo de su vida.

¿Qué hacer en esta nueva hipótesis interpretativa? Apostar sin duda de forma decidida para que las condiciones iniciales de toda la población, sobre todo de las nuevas generaciones, sean lo más equitativas posibles y para que todos los niños y jóvenes tengan acceso a una educación básica de calidad que les permita abrirse camino en la vida con mayores garantías de promoción social y de éxito. Entonces sí se podrá exigir esfuerzo y dedicación, innovación y creatividad, superación de los obstáculos y perseverancia. Entonces, y sólo entonces, no habrá cuatro casos envidiables, sino miles de ellos que demandarán el reconocimiento histórico de aquella sociedad y de aquellos gestores públicos que lo hicieron posible. 



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Universidad de Oxford



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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Publicada originariamente el 6/6/2008
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domingo, 10 de marzo de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] ¿Una misión para la izquierda? ¿Sólo para la izquierda?



Dibujo de Raquel Marín


Frente a la revolución neoliberal y su contrapunto ultraderechista, la necesidad de un freno radical pasa por encontrar un punto de apoyo civilizatorio, una combinación de rebeldía, reformismo y conservadurismo, y esa debería ser la misión de la izquierda, escribe el filósofo Santiago Alba Rico. 

Como bien explicaba el historiador Josep Fontana, fue la existencia de la URSS, dictadura imperial no socialista y no democrática, la que permitió que, a partir de 1945 y durante tres décadas, la pequeña Europa capitalista viviese algo parecido al socialismo y bastante próximo a la democracia. No es una casualidad, por tanto, que la derrota soviética en la Guerra Fría coincidiese con la del espíritu del 45, con la explosión neoliberal (mal llamada globalización) y, tras sucesivos vaivenes, con la contracción al mismo tiempo de los derechos sociales y de los tabiques (y deseos) democráticos. Casi treinta años después, y ahora en todo el mundo, la confusión entre capitalismo y mafia, la traumática reconversión del Este, el fracaso del “ciclo progresista latinoamericano”, la reversión trágica de las revoluciones árabes y el retorno del multimperialismo decimonónico han activado una galopante desdemocratización general o Weimar global, traducida en una radicalización —religiosa y laica, electoral y antropológica— muy desalentadora. Aunque sigue habiendo muchas, hoy hay menos guerras que en 1989, pero hay muchos más candidatos a la dictadura.

Establecer un paralelismo con el período de entreguerras del siglo pasado ha devenido casi un mantra. Hay dos semejanzas indudables. La primera es que los votantes del fascismo no votaban al “fascismo”, que solo existió como tal una vez vencido; era gente normal que no advertía el peligro que estaba convocando. La segunda es que, como entonces, la desdemocratización surgió de manera natural como una reacción defensiva frente al tsunami del Mercado sin bridas. En cuanto a las diferencias, las más profundas tienen que ver con la ecología y la tecnología, pero la más decisiva en términos políticos nos sitúa ya en otro mundo: porque mientras el indignado de 1930 podía dirigir su malestar tanto hacia la izquierda como hacia la derecha, hoy solo puede hacerlo hacia la derecha. Se piense lo que se piense de las izquierdas de 1930, ofrecían un proyecto, un refugio y una cultura. Ya no existe. La mitad marxista de la izquierda quedó fuera de juego tras la experiencia soviética; la mitad socialdemócrata tras su cooptación por las políticas neoliberales de los años ochenta y noventa, responsables ahora del retorno de Weimar. Si añadimos otro cuarto de kilo a esta unidad grande y confusa, lo ha dilapidado el llamado socialismo del siglo XXI, tan parecido en sus estertores a su renegado ancestro.

¿Cómo valorar esta crisis sin precedentes de las izquierdas? Desde hace 15 años vengo resumiendo en una fórmula resultona la triple vertiente que, a mi juicio, debe asumir una política de cambio: revolucionaria en lo económico, porque el capitalismo no conoce límites, reformista en lo institucional, porque el derecho es un invento irrenunciable y mejorable, y conservadora en lo antropológico, porque el ser humano se rompe mucho antes que una rama seca. Pues bien, en la pugna realmente existente entre neoliberalismo y destropopulismo, el neoliberalismo se ha quedado con la revolución; el destropopulismo con el conservadurismo (Trump o Bolsonaro, por cierto, se han quedado con las dos cosas), y en cuanto al reformismo, valga decir la democracia, empieza a ser un significante demasiado lleno que nadie quiere ya disputar. La izquierda ha abandonado los tres frentes y, a cambio, ha elegido el campo de batalla en el que es más vulnerable: el del puro reconocimiento comunitario.

Soy optimista: el modelo revolucionario clásico es ya inviable. Soy pesimista: el modelo revolucionario clásico es inviable. El capitalismo no es un modo de producción —o no solo— sino una civilización, y las civilizaciones no se derrocan mediante revoluciones, sino que ceden a su propia decadencia interna o al impulso saludable de los bárbaros. La decadencia del capitalismo no augura ninguna “fase superior” del género humano, sino retrocesos, interdependencias feudales, violencias sin contratos, ecocidios apocalípticos. En cuanto a los bárbaros, tendrían que venir del exterior y el capitalismo ya no tiene exterior, salvo que confiemos, como cierta secta trotskista, en el desembarco liberador de extraterrestres.

Marx estaba convencido de que el capitalismo producía a su propio sepulturero, pero produce más bien sus propios adictos suicidas. Hoy no es apoyado por alienados a los que habría que revelar la verdad; todos la conocemos ya y, en plenitud de facultades y con toda lucidez, nos entregamos a sus delicias autodestructivas. ¿Cómo acabar con un sistema que ha sobrevivido a su propia transparencia? La vieja izquierda del largo siglo XIX y del corto siglo XX ha sido descarrilada por sus propios errores políticos, sí, pero también, o sobre todo, por la consistencia misma de un capitalismo que ha borrado todas las fronteras: entre cosas de comer, usar y mirar, entre gestión y política, entre trabajo y consumo, entre derecho y deseo. La única fuerza revolucionaria que hay hoy en el mundo es el neoliberalismo, con su producción de “hombres nuevos” y su destrucción de vínculos viejos. Así que la izquierda no debería estar pensando en una revolución imposible, de un plumazo y desde cero, sino en un cuidadoso desmantelamiento democrático, que es —por cierto— lo más transformador y revolucionario que se puede proponer en estos momentos: desmontar en vez de demoler, según sugiere el famoso aforismo de Lichtenberg. El programa social de la Democracia Cristiana europea de —pongamos— 1973 bastaría hoy para poner en pie de guerra al Ibex 35, al FMI y a los Marines. Para volver atrás 40 años, ahora a escala global, hace falta mucha —mucha— compañía.

Frente a la revolución neoliberal y su contrapunto ultraderechista, la necesidad de un freno radical, previo a un posterior “desmontaje”, pasa por encontrar un punto —una meseta— de apoyo civilizatorio. En España, país desmemoriado donde nadie era ya ni de izquierdas ni de derechas, lo ofreció el 15-M, y Podemos —el partido que más rápidamente vio la luz y más rápidamente se cegó— supo explorar su indeterminación cuántica. ¿Qué hay de políticamente verdadero en el malestar de 2019? Una combinación de rebeldía, reformismo y conservadurismo; una —sí— rebeldía reformista conservadora a la que cabrean los clichés retóricos, que sospecha de las instituciones y que quiere recuperar las cortas distancias. Eso, si se recuerda bien, es lo que unió a millones de españoles en 2011 en la puerta del Sol.

¿Por qué hoy suena a muchos españoles, votantes de Vox o aledaños, más rebelde el machismo, el racismo y el nacionalismo que su contrario? ¿Por qué se ganan votos pidiendo derogar leyes progresistas o reclamando reformas penales populistas y antidemocráticas? ¿Por qué el verbo “conservar” se relaciona con la identidad nacional-imperial más casposa y no con la vivienda, el puesto de trabajo, el planeta Tierra y sus límites y, en general, los vínculos “nupciales” de todo tipo? Frente a la revolución neoliberal y la rebeldía “franquista”, la izquierda ha entregado los tres campos de batalla. “La paciencia”, decía Galdós, “es el heroísmo disuelto en el tiempo”. Necesitaremos mucha paciencia para desmontar la civilización capitalista, pero ahora tenemos poco tiempo para frenar el batacazo civilizatorio. Urge —haré una propuesta descabellada— una alianza entre el capitalismo más pragmático, el marxismo más ilustrado, el feminismo más humanista, el ecologismo más realista y el papa Francisco. ¿Es eso de izquierdas? Tanto como un desfibrilador o un extintor de incendios. 



El filósofo Santiago Alba



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 





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Entrada núm. 4794
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 12 de agosto de 2018

[DE LIBROS Y LECTURAS] Capitalismo de rostro humano





"Aunque los intelectuales suelen partirse de risa cuando leen una defensa del capitalismo, los beneficios económicos de este son tan evidentes que no necesitan ser demostrados con cifras. Pueden verse literalmente desde el espacio. Una fotografía de Corea, tomada desde un satélite, que muestra el sur capitalista inundado de luz y el norte comunista como un pozo de oscuridad ilustra vívidamente el contraste en la capacidad de generación de riqueza entre ambos sistemas económicos, manteniendo constantes la geografía, la historia y la cultura". Lo dice Steven Pinker (pág. 126) en su libro En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso (Paidós, Barcelona, 2018), que estoy leyendo ahora mismo, literalmente fascinado. Y un servidor, a pesar de todas mis carencias personales y académicas, y con alguna que otra matización más o menos importante que no viene al caso, comparte con total convicción la opinión de que el capitalismo es el menos malo de todos los sistemas de organización económica. 

Pero no es sobre el libro de Pinker, ya comentado en el blog, de lo que trata esta entrada de hoy, sino de la reciente reseña que en Revista de Libros realizaba el profesor Pedro Fraile Balbín, catedrático de Historia Económica en la Universidad Carlos III de Madrid, de la obra Libertad económica, capitalismo y ética cristiana. Ensayos para un encuentro entre economía de mercado y pensamiento cristiano (Madrid, Unión Editorial, 2017), del profesor Martin Rhonheimer, un filósofo político suizo y sacerdote católico, que plantea en su obra la reivindicación de un capitalismo de rostro humano y que critica la, a su juicio, excesiva mentalidad "colectivista" imperante en la denominada doctrina social de la Iglesia católica.

Señalaba con sorna el premio Nobel de economía George Stigler, comienza diciendo el profesor Fraile, que «el clero antiguo había dedicado sus mejores esfuerzos a enderezar la conducta de los individuos, y el clero moderno los suyos a enderezar las políticas sociales» (The Economist as Preacher, 1980). La relación entre el cristianismo y la economía viene, en efecto, de muy antiguo. Desde la formalización misma de la doctrina cristiana en la Edad Media, su inclinación social llevó a los escolásticos a la reformulación del orden aristotélico y a sus conocidos dictámenes sobre el carácter orgánico de la sociedad, la necesidad de un precio justo en el intercambio, la diferencia entre valor y precio, la naturaleza insana de la asimetría en el comercio, la acumulación culpable de riqueza y todos los demás supuestos de la tradición tomista. Es cierto que algunos escolásticos ‒como los nuestros de Salamanca‒ hicieron avances relevantes en el estudio de la libertad de mercado y el sistema de precios, pero, en general, el cristianismo se inclinó casi siempre hacia el colectivismo y la economía dirigida. A partir de mediados del siglo XIX, la doctrina social de la Iglesia en el mundo católico y el socialismo cristiano en el protestante acentuaron aún más su oposición al liberalismo y su visión benevolente ‒como un error bienintencionado‒ del colectivismo marxista. El cristianismo ha combatido tradicionalmente el pecado del liberalismo y durante décadas se ha opuesto al individualismo racionalista de la Ilustración. Su imagen era la de Cristo contra los mercaderes del templo.

Pero parece que no por más tiempo. A la tradición colectivista cristiana le ha surgido un cisma liberal. Un reducido pero influyente grupo de estudiosos sociales está reinterpretando los fundamentos intelectuales del cristianismo desde una óptica liberal. Larry Siedentop, el historiador de Oxford, por ejemplo, plantea en Inventing the Individual (2014) los orígenes del liberalismo individualista occidental como una contribución netamente católica, y el sociólogo de la religión Rodney Stark, de la Baylor University, arguye en su Victory of Reason (2006) que el auge de Occidente se debió a la confianza en el racionalismo implícito en la teología cristiana. En lo estrictamente económico, el redescubrimiento cristiano del liberalismo no es tan reciente. Los seguidores del ordoliberalismo, y la «economía social de mercado» en la segunda posguerra, sobre todo Walter Eucken y Ludwig Erhard, provenían de círculos cristianos, pero predicaban un orden liberal dentro de los límites garantizados por el Estado. También llegó a ser muy conocida e influyente la combinación liberalismo-catolicismo del popular filósofo y diplomático Michael Novak (The Catholic Ethic and the Spirit of Capitalism, 1993). Pero faltaba un último paso. Había que fundamentar en términos económicos las creencias católicas con un buen razonamiento teórico. En concreto, era necesario explicar por qué una concepción liberal del mercado es no sólo compatible, sino indisociable de la concepción trascendente de la persona que se deriva del humanismo cristiano. Esto es justamente lo que hace Martin Rhonheimer en su Libertad económica, capitalismo y ética cristiana. Aunque Rhonheimer es filósofo de formación, conoce con precisión la economía política y los supuestos teóricos de la escuela austríaca. Es presidente del Instituto Austríaco de Economía y Filosofía Social de Viena y ha publicado numerosos trabajos sobre libertad de mercado y ética económica. Es, precisamente, su vinculación con la tradición de Carl Menger, Ludwig von Mises y Friedrich Hayek lo que confiere a su libro un perfil propio.

El libro Libertad económica, capitalismo y ética cristiana es una colección de ensayos del autor previamente aparecidos en publicaciones especializadas, pero que ofrecen un orden metodológico bien organizado hacia su objetivo central: corregir «la hostilidad católica frente al capitalismo y el libre mercado» (p. 41) a partir del análisis de la escuela austríaca, y conservando al mismo tiempo los preceptos éticos del humanismo cristiano. La introducción y el primer capítulo ofrecen una visión de la evolución intelectual del autor como analista económico y su descubrimiento final del análisis de la Escuela de Viena, y aparece aquí la primera denuncia del sesgo colectivista del catolicismo, especialmente a partir de la encíclica Quadragesimo Anno (1931). Sin embargo, en el siguiente capítulo, Rhonheimer explica las raíces liberales del pensamiento cristiano y su decisiva contribución a la separación entre los poderes espiritual y terrenal, así como la progresiva limitación de este último. Los capítulos tercero y cuarto analizan las bases éticas necesarias para una cultura de la libertad y ofrece los preceptos cristianos como la mejor alternativa para la organización moral de una sociedad de mercado. A continuación, el autor aborda la parte más netamente analítica del libro: el capítulo quinto trata de la ineficiencia económica de la intervención estatal y el principio de la subsidiaridad desde los supuestos del ordoliberalismo y, de la mano del public choice, analiza los fallos del Estado en la provisión de asistencia. En los dos capítulos siguientes se matiza la visión austríaca. En uno, modificando la visión utilitarista de Ludwig von Mises; en el otro, justificando la política asistencial cristiana, y este es, quizás, el núcleo de todo su argumento. Rhonheimer suscribe la visión general de Hayek sobre el mercado, pero matiza el rechazo hayekiano al concepto de justicia social criticando la noción de neutralidad inicial de las instituciones del mercado que el austríaco utiliza para fundamentar la justicia intrínseca de cualquier transacción voluntaria y rechazar, por tanto, la intervención redistributiva del Estado. La parte final del libro se dedica al análisis de las últimas aportaciones magistrales de la Iglesia ‒Mater et Magistra (1961), Pacem in Terris (1963) y Centesimus Annus (1991)‒ y su deriva hacia la redistribución y en contra del mercado libre. Un capítulo final titulado «El trabajo del capital. Cómo surge el bienestar» expone la visión austríaca y cristiana del propio autor sobre la generación de la riqueza, la búsqueda del bien común y el avance hacia la igualdad.

El de Rhonheimer es un gran reto intelectual. Trata de denunciar y desmontar los prejuicios de la tradición social católica contra la libertad económica y sustituir su confianza en el Estado como promotor del bien común con la lógica del buen análisis económico. Para ello, Rhonheimer se apoya en dos razonamientos. Uno es lo que él llama el auténtico significado de la justicia social: su rectificación de Hayek. Se fija en los derechos humanos, tal como la dignidad, que son de orden superior al simplemente legal, y que las instituciones del mercado ignoran con frecuencia. Esta consideración ética es lo que justificaría una intervención correctora ‒aunque no necesariamente estatal‒ del mercado. El segundo pilar es el principio de la subsidiariedad, por el que el Estado abandona su neutralidad e interviene sobre el mercado ‒apoyado en el análisis ordoliberal y austríaco‒ para corregir el marco institucional y para que el libre ejercicio de los agentes económicos cree oportunidades, empleo y riqueza para todos. Hay que subrayar la honestidad intelectual de Rhonheimer en esta tarea. El ensayo deja clara la posición católica del autor y a la vez explicita en todo momento ‒de hecho, se convierte a veces en una biografía intelectual‒ los preceptos económicos sobre los que se apoya cada argumentación en el momento en que fue escrita, y detalla el proceso de «descubrimiento» de la «síntesis neoclásica», el ordoliberalismo de Walter Eucken y la escuela austríaca.

En Libertad económica, el lector descubre una visión austríaca con rostro humano del complejo mundo social cristiano, y esto es intelectualmente estimulante a la vez que alentador para quienes creemos en una visión humana del mercado. Sin embargo, el lector también se pregunta si Rhonheimer y los demás teóricos del nuevo cristianismo austríaco no habrán hecho un viaje circular para llegar de nuevo al punto inicial de partida de la economía clásica. Una visión humanista y compasiva del liberalismo es lo que Adam Smith propone en su Teoría de los sentimientos morales (1759) y es una herencia compartida por casi toda la escuela escocesa y buena parte de los clásicos. Es como si Rhonheimer hubiese pasado por un lento viaje circular de redescubrimiento en el campo de la filosofía moral desde Gershom Carmichael, Adam Ferguson o Francis Hutcheson ‒y todos sus predecesores del Derecho Natural (Francisco Suárez, Hugo Grocio, Samuel Pufendorf)‒ para llegar de nuevo a la escuela escocesa y a los Sentimientos morales de Smith, es decir, un lento viaje de redescubrimiento de la filosofía moral que, además, posiblemente tenga escaso impacto en el criterio económico y social de la Iglesia actual, en la que cada vez pesa más el intervencionismo colectivista y menos el liberalismo hayekiano.

Sin embargo, puede que ese camino, aunque sea circular, no haya sido del todo estéril. La exploración que Rhonheimer hace de Walter Eucken, el ordoliberalismo alemán, y las escuelas de Viena y de Virginia, todos desde un punto de vista cristiano, le ha llevado a descubrir nuevos matices poco visibles con anterioridad. Por ejemplo, su replanteamiento del papel histórico del cristianismo en la identificación del individuo ‒en vez de la tribu, la etnia y la clase‒ como protagonista de la vida política, y en la separación de poderes y en la limitación del poder del Estado; la crítica y rectificación al rechazo de Hayek contra la justicia social y la especificación de las condiciones bajo las cuales las transacciones podrían considerarse auténticamente neutras; o, también, la propuesta de un sistema de beneficencia que no sea monopolio del Estado y que incorpore a la iniciativa privada de la sociedad civil en la tradición de las friendly societies inglesas o las fraternal societies estadounidenses. El libro de Rhonheimer está lleno de matices y sugerencias que apuntan todas en la buena dirección. Es posible que cambiar la orientación colectivista del catolicismo, especialmente en estos tiempos, sea un hueso difícil de roer, pero ayuda tener de vez en cuando un golpe de aire fresco como el que procura la lectura de este libro.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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Entrada núm. 4547
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