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viernes, 31 de enero de 2020

[TEORÍA POLÍTICA] La salvación del capitalismo está en acabar con la desigualdad



Imagen de la Bolsa de Nueva York


En septiembre del pasado año el profesor James K. Galbraith, catedrático de Relaciones Gobierno/Empresas en la Escuela de Asuntos Públicos Lyndon B. Johnson de la Universidad de Texas en Austin, pronunció la conferencia inaugural del curso en la Universidad de Jena, Alemania, titulada titulada "La gran transformación: sobre el futuro de las sociedades contemporáneas". Este artículo que subo hoy al blog es una adaptación de esa conferencia, y fue publicado por el profesor Galbraith a principios de este mes de enero, defiendendo la tesis de que acabar con la desigualdad es, posiblemente, la única vía de salvación del capitalismo, pues el mundo necesita una transformación tan radical como la que se produjo entre el feudalismo y la sociedad de mercado, y acabar con la inequidad exige controlar el carácter depredador de las finanzas.

"Dos grandes fantasmas -comienza diciendo Galbraith- se ciernen sobre la humanidad. Uno es la extinción rápida a consecuencia de una guerra nuclear a gran escala, o un planeta tóxico resultado de un conflicto atómico más limitado como ya señaló en su día el brillante físico Andréi Sájarov; el otro es una extinción más lenta por efecto de un calentamiento global desbocado. Ganar la carrera a esta amenaza exige el mayor esfuerzo de planificación, inversión, educación pública y seguridad social de la historia de la humanidad, es decir, la madre de todos los new deals.

A pesar de ello, los economistas adeptos al paradigma dominante han frustrado cualquier intento de afrontarlo. Por ejemplo, es ilusorio pensar que para abordar procesos económicos que tendrán efectos extensos e inciertos dentro de 50 o 100 años basta con aplicar mecanismos de mercado actuales, como poner un precio o un impuesto a las emisiones de carbono. Y, sin embargo, un economista de primera fila de la Administración del expresidente estadounidense Barack Obama (uno de los buenos, en términos relativos) me comunicó justo esta misma idea hace unos años, precisando que su “Hayek interior” estaba hablando a través de él. En el mundo real, necesitamos una ciencia económica capaz de integrar recursos, estabilidad social y medio ambiente en un marco realista a largo plazo.

En mi trabajo reciente trato dos temas relevantes respecto a este problema. Uno tiene que ver con el crecimiento económico en el siglo XXI, en particular tras la crisis financiera de 2008. El otro afecta al alcance y el significado de las desigualdades económicas. Ambos son factores que capacitan y limitan respectivamente nuestros esfuerzos por dar respuesta a las amenazas a la vida. Aunque trabajemos para evitar la guerra nuclear y mitigar el calentamiento global, también tenemos que mantener un sistema en funcionamiento que proporcione a la población mundial un nivel de vida digno. De lo contrario, la gente se opondrá a la gran transformación que, debido sobre todo a la amenaza climática, se impone. La inestabilidad económica permanente nos atará de manos permanentemente.

El camino desde Hayek. Para los economistas convencionales, la economía de mercado es un sistema que se estabiliza a sí mismo. Por citar el ejemplo más clamoroso de esta visión de las cosas, estos especialistas interpretaron la gran crisis financiera de 2008 como una conmoción imprevista y, de hecho, imprevisible.

Esta interpretación resultaba útil porque protegía a quienes la sostenían frente a la acusación de que deberían haber visto venir la crisis y haber tomado medidas para evitarla. En aquellos años, durante una de mis escasas apariciones en la televisión estadounidense, propuse que como repuesta a la crisis deberíamos aplicar el principio naval de la “responsabilidad de mando”, según el cual, cuando un barco encalla, el capitán es relevado inmediatamente y más tarde una comisión de investigación determina si fue realmente responsable. La propuesta no fue bien recibida. Los capitanes volvieron a ser nombrados para la Reserva Federal y el Departamento del Tesoro y a uno de ellos se lo llevaron de la Universidad de Harvard para ponerlo al servicio de la Casa Blanca.

Pero la verdad es que no se puede culpar a los economistas convencionales por adoptar esa postura. Lo contrario habría equivalido a arrojar dudas sobre la primacía intelectual de sus ideas. Por consiguiente, era necesario ignorar a quienes sí vieron venir la crisis. Y fueron muchos, algunos en los márgenes de las instituciones académicas, otros en el mundo de las finanzas.

La versión de la “conmoción imprevisible” implicaba además que después de la crisis vendría la recuperación. Al fin y al cabo, si la estabilidad y el autoequilibrio están en la naturaleza del sistema, el modelo predice una vuelta automática a la norma anterior a la crisis. Pero, si bien es cierto que en la corriente dominante muchos prestaban oídos al Hayek que llevan dentro, los keynesianos también se hacían oír. Sin embargo, puesto que a ese bando no le faltaban tampoco vínculos importantes con el pensamiento dominante, solo pudo reunir una oposición relativamente poco significativa y sostener que a la inevitable recuperación le vendría bien un poco de estímulo.

Nunca pensé que las cosas serían tan simples. En mi libro de 2014, El fin de la normalidad, propuse una perspectiva alternativa fundamentada en cuatro hipótesis amplias. Todas ellas ofrecían razones para prever que el futuro curso de la recuperación y el comportamiento económicos iban a ser estructuralmente inferiores al escenario vaticinado por los economistas educados en la creencia de que la segunda mitad del siglo XX fue normal. En pocas palabras, llegué a la conclusión de que, en las décadas posteriores a la crisis, el crecimiento y el empleo serían más débiles que en las anteriores.

Menor rentabilidad de la energía y el capital. La primera hipótesis hacía referencia al aumento del coste real (ajustado a la inflación) de los recursos, en particular de la energía, y a la inestabilidad inherente a la financiarización del mercado energético. Con el tiempo, la energía —un bien cuya función es suministrar las materias primas más básicas a la economía— se ha convertido en un motor de desestabilización especulativa de primer orden. A este fenómeno lo llamo “efecto collar de estrangulamiento”. Una economía grande que se adentra en una senda de crecimiento fuerte se enfrentará a unos costes de los recursos cada vez más altos debido no solo al aumento de los costes reales de la adquisición de los recursos que necesita, sino también, y sobre todo, a la especulación de los inversores y los acaparadores en periodos de tiempo mucho más breves.

Tras la crisis de 2008, el desarrollo de la fracturación hidráulica (fracking) con el fin de extraer gas y petróleo de las reservas de hidrocarburos de esquisto aflojó el collar de estrangulamiento en Estados Unidos. Este proceso redujo en buena medida el precio de la energía (si bien a un altísimo coste medioambiental) y tuvo un efecto notable a corto plazo en la economía estadounidense. La producción de Estados Unidos se reactivó en parte gracias al precio relativamente barato de la energía y de las materias primas de origen fósil. Ahora bien, no sabemos cuánto durará este efecto.
En Europa, el problema del coste de los recursos sigue vigente. Una de las causas, y no la menos importante, es que muchos Gobiernos del continente se han comprometido con la introducción de fuentes de energía más limpias, mientras que Estados Unidos ha optado (de momento) por la vía fácil a través del petróleo y el gas de esquisto, cuyo precio es inferior. Cuando se invierte en lo que al principio es una forma más cara de generar energía, como han hecho los europeos, no hay más remedio que gastar más en eso y menos en todo lo demás. Además, la producción final crece de manera más lenta. Hace falta una gran superioridad tecnológica para encontrar una solución a este problema y mantener una posición fuerte en los mercados mundiales, como ha hecho Alemania (un ejemplo casi único en Europa).

La segunda hipótesis se centraba en el descenso de las inversiones a largo plazo en capital físico, en la construcción, y en las infraestructuras que le sirven de apoyo. En particular, la parte de la actividad total correspondiente a la inversión en ladrillo lleva varias décadas reduciéndose tanto en Estados Unidos como en Europa, lo cual significa que la inversión en su conjunto contribuye menos que antes al crecimiento.

El descenso de la inversión pública es un componente importante del problema. En el caso de Estados Unidos, uno de los principales factores es que el gasto militar ha engullido recursos que se podrían haber destinado a las infraestructuras, como puede ver cualquiera que viaje por las autopistas estadounidenses. (El estado de los ferrocarriles y el transporte público urbano en lugares como Nueva York y Boston es todavía peor). Los 685.000 millones de dólares destinados este año a gasto militar suponen una sangría enorme de recursos técnicos e ingenieriles que se sustraen de la economía total y que, además, en gran medida son innecesarios para la seguridad nacional y apenas sirven para otra cosa que para mantener guerras infructuosas e inacabables.

El problema de Europa es ideológico, un reflejo de la época de austeridad y de culto a la privatización. Los ferrocarriles británicos y otros servicios que antes fueron públicos son ejemplos visibles de ello. A escala mundial, tanto Europa como Estados Unidos están sintiendo los efectos del cada vez más importante papel de China en la combinación de inversiones. A lo largo y ancho del mundo, ya no es Occidente quien lleva la iniciativa. Y aunque algunos exportadores occidentales —llámese Alemania— se han beneficiado del auge de China, no necesariamente va a seguir siendo así. China está desarrollando con rapidez sus propias industrias de alta tecnología, transportes e ingeniería.

La pérdida de perspectiva respecto a la tecnología. Mi tercera hipótesis tenía que ver con la actual revolución tecnológica y en concreto con el auge y la difusión de las tecnologías digitales compactas. Los especialistas en estadística económica tienen la triste reputación de ser incapaces de comprender las repercusiones de estas tecnologías y, de hecho, no detectan prácticamente ninguna, aunque las tecnologías y sus consecuencias son visibles para cualquiera.

Es evidente que muchas nuevas tecnologías ahorran mano de obra, desplazando así a las personas de los puestos de trabajo de oficina y servicios, igual que las tecnologías de la automoción desplazaron a los caballos del transporte y la agricultura hace un siglo. Las nuevas tecnologías también reducen los costes de toda una serie de servicios, así como de la producción y difusión de la información, las noticias y el entretenimiento. Una parte importante de la actividad se ha eliminado a efectos prácticos de la tasa básica de crecimiento porque tiene que ver con la producción de bienes y servicios a un coste fijo con un gasto marginal muy reducido para el consumo adicional.

Lo que a menudo se pasa por alto es que las nuevas tecnologías también ahorran capital y, por tanto, reducen la parte correspondiente a las inversiones en el gasto total. Esto no es malo, pero significa menos recursos destinados a inversiones, la creación de menos puestos de trabajo con esos recursos y una tasa básica de crecimiento menor. Este efecto de las nuevas tecnologías en los gastos de inversión se podría compensar, pero solo con un aumento de la inversión pública o con más consumo de los hogares sostenido por los ingresos o por el endeudamiento.

A lo largo de la última década, el papel del endeudamiento para mantener el consumo y la actividad económica ha sido más importante en Estados Unidos que en Europa. En Estados Unidos abundan las deudas para pagar los estudios, para adquirir coches y casas, para compras con tarjetas de crédito, y de todas clases habidas y por haber. Los estadounidenses son adictos a los créditos, algo que no comparten con los europeos. Aunque tienen acceso a las nuevas tecnologías, la inestabilidad asociada al endeudamiento merma su capacidad de beneficiarse plenamente de sus ventajas. Este problema seguirá aumentando hasta que Estados Unidos corrija la desigualdad de ingresos resultado del desplazamiento de gran parte de la actividad económica a sectores dominados por un número excepcionalmente reducido de personas que se quedan con la mayor tajada de los beneficios. Más adelante volveré sobre el tema de la desigualdad.

La gran estafa. Por último, en 2014 sostuve que la crisis de 2008 había puesto en evidencia los defectos estructurales del sistema financiero, entre otros la hipertrofia, la megalomanía, la competencia depredadora, los errores de criterio y el fraude a niveles descomunales. Los economistas fieles a las ideas dominantes negaron que tales problemas fuesen posibles. El fraude generalizado, argumentaban, se podía descartar teniendo en cuenta el riesgo que supone para la reputación del estafador. (Estos mismos economistas se basaban en modelos en los que el sector financiero era prácticamente inexistente). En el mundo real ocurre todo lo contrario: cuanto más fraudulento sea alguien, más éxito tendrá, al menos hasta que lo descubran. En todos los países hay esta clase de oligarcas.

En términos generales, una vez que un sistema levantado sobre el fraude, el beneficio personal y el mal criterio ha quedado al descubierto, no es posible repararlo si no es mediante reformas drásticas de amplio alcance y la administración de justicia. En el caso de la crisis de 2008, eso no sucedió. Se parcheó el sistema financiero y se mantuvieron las instituciones ya existentes. Apenas se hizo nada para reformarlas, y gran parte de los cargos siguieron en su puesto. Casi ninguno fue llevado ante los tribunales.

El resultado ha sido una pérdida de confianza, como muestra la locura por los activos de mejor calidad cada vez que se invierte la curva de rentabilidad (como está ocurriendo ahora). Resulta irónico que uno de los principales beneficiarios de este sistema decadente sea el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, una institución que, comparada con todas las demás, representa un bastión de la estabilidad. Desde el punto de vista político, el rescate financiero contribuyó a traernos la presidencia de Donald Trump, que ha confirmado que mucha gente prefiere el gobierno por decreto de los oligarcas a los testaferros con mucha labia.

En consecuencia, tenemos un sector financiero estructuralmente incapaz de proporcionar una dirección estratégica a la economía real. Las finanzas mundiales son el enfermo del capitalismo. Igual que ocurrió con el Imperio Otomano antes de 1914 y con la Unión Soviética en la década de 1980, su debilidad se manifiesta por todas partes y quienes intentan divisar el futuro no creen que vaya a ser demasiado brillante.

Un nuevo ‘new deal’. Si estas cuatro hipótesis son correctas, al menos parcialmente, no se producirá una vuelta automática a la tendencia al crecimiento y a los niveles de empleo del pasado, y los simples estímulos pseudokeinesianos no surtirán efecto. Si a un coche se le rompe la transmisión, no sirve de mucho llenar el depósito de gasolina.

Antes bien, necesitamos una política integral de reformas institucionales dirigida a cambiar la estructura misma del sistema, es decir, un nuevo new deal. Ese programa estaría diseñado para gestionar las limitaciones impuestas por el medio ambiente y los recursos, al tiempo que se preserva la estabilidad social y se mejora la calidad de vida. Su objetivo sería hacer un uso más racional de los recursos, así como la relajación general de las tensiones internacionales y la resolución de los conflictos.

De manera más general, deberíamos replantearnos la idea profundamente arraigada de la competencia estratégica entre países individuales, según la cual cada uno procura tener la mayor economía, la más rica, o con el crecimiento más rápido. Las tareas que nos esperan requieren estabilidad social, seguridad, sostenibilidad y una buena calidad de vida. Se trata de exigencias existenciales, no de asuntos que se puedan añadir a un sistema competitivo y depredador. Para culminarlas con éxito hará falta tiempo, compromiso y paz (de hecho, esta es otra razón para que nos desarmemos todo lo posible, especialmente en lo que respecta a las armas nucleares).

Para poner en práctica un nuevo new deal hará falta una seguridad social más extendida y eficaz. No se puede conseguir que los grandes cambios funcionen si no se protege a los trabajadores descolgados. En particular, hay que defender con decisión que los Gobiernos de todas las economías nacionales, incluida la de Estados Unidos, garanticen el empleo a fin de acabar con el azote del paro. Esa garantía permitiría que los trabajadores desplazados por el sistema se moviesen por el sector privado sin sufrir los efectos debilitantes de la inactividad y, al mismo tiempo, aseguraría que toda una serie de necesidades sociales estarían cubiertas.

El capital financiero depredador no es sostenible; de hecho, es desestabilizador por naturaleza. Al igual que el new deal original, que arrancó con la Ley de Emergencia Bancaria de 1933, el primer paso tiene que ser una reforma financiera integral. Todas las demás reformas necesarias vendrán después.

Qué nos dice la desigualdad. Con esto llegamos al otro gran problema que repercute sobre nuestra capacidad de llevar a cabo con éxito una nueva “gran transformación”: la desigualdad económica. El pensamiento económico dominante sostiene que las causas del aumento de la desigualdad se tienen que buscar en el mercado laboral. Según este punto de vista, el fenómeno es reflejo de los cambios en la demanda y la oferta de mano de obra, motivados en el primer caso por el cambio tecnológico, que requiere unas aptitudes determinadas y, en el segundo, por la educación, la emigración y otras variables.

Para cuestionar este planteamiento hacen falta pruebas. Por fortuna, existen, y las he hecho públicas a través de mi trabajo en el Proyecto Desigualdad de la Universidad de Texas a lo largo de las dos últimas décadas. Mis alumnos y yo hemos desarrollado un conjunto denso y coherente de mediciones comparadas de la desigualdad que abarca el pasado medio siglo y más de 150 países. A la vista de los datos queda claro que la idea comúnmente aceptada de que las desigualdades son resultado de dinámicas idiosincrásicas de los mercados laborales de cada país es falsa. Antes bien, existen patrones comunes a diversos países y a lo largo del tiempo.

Estos patrones muestran que la desigualdad económica y las finanzas globales son las dos caras de la misma moneda. En consecuencia, gran parte de las obras actuales sobre microeconomía elaboradas dentro del paradigma dominante —y no solamente las que tratan de la desigualdad— están obsoletas desde un punto de vista conceptual. Al fin y al cabo, el objetivo central de la microeconomía neoclásica siempre ha sido explicar y racionalizar la distribución. Sin embargo, si para ello se toman como referencia los mercados laborales locales y las “tasas de retorno”, se ocultan las verdaderas fuerzas dominantes que afectan a la distribución de los ingresos y a la tasa de beneficio. Las pruebas por sí mismas pueden decirnos cuáles son realmente esas fuerzas.

Los datos muestran que la desigualdad económica ha aumentado en todo el mundo en oleadas. La primera se produjo alrededor de 1980 con la crisis de la deuda de los países en desarrollo. Esta ola inicial se extendió al bloque soviético provocando su hundimiento a finales de la década de 1980 y fue seguida por la liberalización de un buen número de economías asiáticas en la década de 1990 que culminó con la crisis financiera en ese continente.

En 2000, la desigualdad alcanzó su máximo tanto en Estados Unidos como en otros países, tras lo cual la situación de la economía mundial se estabilizó más o menos durante 10 o 15 años. En algunos casos, como en Latinoamérica después de 2000, la desigualdad descendió debido a la buena salud de los mercados de exportación y a los éxitos de los Gobiernos socialdemócratas de la zona. También se redujo en China a medida que la prosperidad se extendía por todo el país desde los centros de modernización iniciales, mientras que en Rusia la economía se recuperaba de los desastres de la década de 1990. Si bien en todos esos lugares la desigualdad sigue siendo mucho mayor que en el pasado, las fuerzas que la hacían crecer dejaron de actuar temporalmente.

Estos patrones de máxima desigualdad muestran que las políticas y las prácticas de las grandes finanzas han sido las responsables de las condiciones macroeconómicas en el mundo, pero también que se pueden controlar. Las finanzas no son la única fuerza que actúa sobre los resultados económicos, pero si se elimina de las medidas la tendencia común —cuya pista conduce a las finanzas—, ya no se observa un aumento generalizado de la desigualdad en países de todo el mundo. La prueba es contundente. Lo que hemos presenciado han sido las consecuencias de unas condiciones que la globalización financiera hizo posibles.

Para ver cómo funciona el proceso en la práctica, pensemos en el caso de una economía pequeña, abierta y “liberalizada” cuya moneda sufre sobrevaloraciones periódicas. En los momentos de estrés financiero, el capital se fuga y la moneda se hunde. La desigualdad dentro del país aumenta espectacularmente de la noche a la mañana porque los ingresos del exterior en moneda extranjera aumentan en relación con los generados dentro del país en la moneda local. La única manera de conseguir que el sistema sea estable y sostenible es controlar los mecanismos responsables de estos repuntes de la desigualdad. Esto, a su vez, solo se puede lograr con unas políticas y unas instituciones capaces de regular con eficacia las finanzas mundiales.

La palabra clave aquí es “eficacia”. Controlar las finanzas mundiales es toda una proeza, pero resulta imprescindible si Occidente quiere desempeñar un papel a la hora de fijar el futuro rumbo de la economía mundial. De lo contrario, China estará encantada de ocuparse de ello. Los partidarios de las finanzas globales lo saben, lo cual podría explicar el aumento de las tensiones entre el país asiático y Estados Unidos.

En resumen, como sostiene también mi amiga Kari Polany Levitt (hija del historiador de la economía Karl Polany), hoy en día la fuerza impulsora detrás de la desigualdad es la “gran financiarización” de la economía mundial a lo largo de los últimos 40 años. Los efectos de esta tendencia han variado dependiendo de la capacidad de las instituciones nacionales para oponerse a ella. Los países de más tamaño o más ricos se pueden aislar de las consecuencias de las finanzas mundiales mejor que los pequeños o más pobres. En todo caso, un mundo estable exigirá un nuevo sistema capaz de proteger a los débiles de los fuertes.

Últimas oportunidades. El actual nivel de desigualdad es síntoma de una enfermedad económica que amenaza la perduración de una existencia humana organizada, pacífica y próspera. Las desigualdades provocadas por los momentos de prosperidad financiera disparada y la concentración de ingresos en sectores especulativos (burbujas) son insostenibles por naturaleza. Si nos preocupa la sostenibilidad medioambiental, también tenemos que preocuparnos por la sostenibilidad en el terreno de la economía, ya que la inestabilidad obstaculiza la acción eficaz ante los desafíos mundiales, incluidos el cambio climático y la amenaza nuclear.

Si no hacemos nada, nos habremos atado de manos. Cualquier planteamiento tolerante con la desigualdad extrema y carente de utilidad pública es una fórmula que garantiza disturbios sociales, conflictos internacionales y pérdida de libertades ya en peligro en todas partes.

Karl Polanyi es famoso por su análisis de los fundamentos institucionales de lo que él llamó La gran transformación [Virus Editorial, 2016] del feudalismo al capitalismo. Tenemos que proponernos alcanzar un conocimiento igual de profundo y, al mismo tiempo, llegar más lejos. Hacer realidad el cambio institucional que necesitamos exigirá mucho más pensamiento creativo y mucho menos dogmatismo, sobre todo en la economía. Es lo que se nos exige ahora y lo que se les exigirá a las futuras generaciones".



El profesor James K. Galbraith



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miércoles, 4 de diciembre de 2019

[PENSAMIENTO] Capital e ideología: aciertos y errores de Piketty



El profesor Thomas Piketty


"El nuevo libro del economista francés es una investigación meticulosa y admirable. Las soluciones que propone son menos convincentes", señala el economista Jean Pisani-Ferry, profesor en el Instituto Universitario Europeo de Florencia. 

"Hay mucho que elogiar en Capital e ideología, de Thomas Piketty -comienza diciendo Pisani-Ferry-: desde su extraordinaria riqueza de material empírico hasta la amplitud de su alcance cultural, y desde la extraña alianza entre la precisión estadística y las referencias literarias hasta el nivel de su ambición intelectual y política.

Pero desde el punto de vista de las políticas públicas, la última parte, donde el autor propone una agenda de justicia social, es profundamente cuestionable. Es un capítulo mucho más corto, pero igual de ambicioso que los más analíticos.

El objetivo de Piketty es ofrecer un nuevo paradigma que sustituya el proyecto socialdemócrata, en buena medida obsoleto. Parece una ambición excesiva. Es fundamentalmente acertada. En el contexto actual de indignación social, los catálogos de políticas “sensatas” no convencen a los votantes ni proporcionan a los legisladores una guía para tomar decisiones en tiempo real en un entorno impredecible. Las democracias hoy necesitan direcciones tan ambiciosas como el keynesianismo bienestarista de los años sesenta o el proyecto de gobierno pequeño y mercados libres de los ochenta.

Las agendas supuestamente realistas, además, a menudo fracasan a la hora de enfrentarse a retos urgentes. La desigualdad de riqueza, la desigualdad de renta, la desigualdad en el acceso a bienes esenciales como la educación y la sanidad han alcanzado niveles tan altos que no pueden solucionarse mediante pequeños ajustes en el margen, como se suele defender en los debates políticos.

La audaz agenda de Piketty se basa en tres pilares principales. El primero es el empoderamiento de los empleados a través de una reforma radical de la gobernanza corporativa; el segundo es una masiva redistribución de la riqueza y la renta a través de una reparación del sistema fiscal; el tercero, que solo se aplica a Europa, es moverse hacia un federalismo transnacional. Hay buenas razones para tenerlos en cuenta, pero también son muy problemáticos.

En primer lugar, la gobernanza corporativa. Un tema recurrente en el libro es la crítica al absolutismo de los derechos de propiedad (lo que denomina proprietarisme). Piketty desprecia el comunismo, pero cree que una extensión gradual de la esfera de la propiedad privada (desde la tierra a la manufactura, el capital intangible y los datos) y el aumento paralelo del poder de los accionistas son los principales problemas del capitalismo actual y una causa fundamental que explica el aumento de la desigualdad. Basándose en las experiencias alemana y sueca, aspira a recuperar el equilibrio entre los propietarios de capital y los empleados.

Sus propuestas, sin embargo, van más allá del modelo alemán de codeterminación, en el cual los representantes de los empleados obtienen la mitad de los puestos en el consejo de administración mientras que los accionistas generalmente eligen al comité ejecutivo, lo que en la práctica garantiza a estos últimos controlar las decisiones, pero permite también a los representantes de los trabajadores un buen acceso a la información y tener voz en las decisiones estratégicas generales.

Piketty va más allá en dos frentes: reivindica dar a los empleados la mitad de los puestos en los consejos de grandes empresas y limitar los derechos de voto de los accionistas reteniendo más del 10% del capital de la empresa.

No hay razones para no contemplar reformas de gobernanza corporativa que favorezcan a los trabajadores, especialmente en una economía en la que el capital humano importa cada vez más. Lo que resulta sorprendente de las propuestas de Piketty, sin embargo, es que ve el problema exclusivamente desde un punto de vista distributivo. Si sus reformas pueden conducir a una mayor eficiencia social, fomentar la innovación o reducir la obsesión con el corto plazo de las empresas es algo que está fuera de su enfoque. Piketty ve el capitalismo principalmente como una maquinaria de acumulación de riqueza, no como un impulsor de transformaciones económicas.

El segundo instrumento con el que Piketty pretende contener la concentración de riqueza y propiedad es los impuestos. Sus propuestas al respecto son precisas y radicales. Propone indicadores numéricos, pero su objetivo es inequívoco: transformar la naturaleza de la propiedad para hacerla temporal en vez de permanente. La utopía social de Piketty se parece mucho a un régimen de titularidad de la tierra en el que la propiedad se redistribuye regularmente de los propietarios a los campesinos.

Para ello hace falta movilizar tres tipos de impuestos progresivos: un impuesto al patrimonio, un impuesto de sucesiones y un impuesto sobre la renta. Los dos primeros, que representan más o menos un 5% del pib, financiarían una asignación universal de capital por la cual al cumplir veinticinco años cada ciudadano tendría derecho a un 60% de la riqueza media (o alrededor de 130.000 dólares [117.000 euros] en los países avanzados). El tercero podría suponer alrededor de un 40% del PIB y financiar bienes públicos, seguridad social y una renta básica para los pobres.

Estas cifras quizá no parezcan tan radicales. El gasto público medio en la Unión Europea es de un 45% del PIB, así que en general la carga fiscal podría permanecer casi constante. Sin embargo, los parámetros que sugiere Piketty apuntan a una transformación fundamental del régimen de propiedad. Según la tabla 17.1 del libro, el tipo impositivo anual sobre el patrimonio podría alcanzar un 5% para los individuos con activos netos que tengan un valor diez veces superior al patrimonio medio. Teniendo en cuenta que Piketty impondría impuestos (con razón) a todas las formas de riqueza por igual y que la riqueza media de los hogares en Francia es de 250.000 dólares, el impuesto a un patrimonio de 2,5 millones sería de 125.000 anualmente. En comparación, en Estados Unidos la senadora Elizabeth Warren propone solo un impuesto del 2% para los patrimonios superiores a los 50 millones (en lugar del tipo efectivo del 10% en el caso de Piketty), que aumentaría a un 3% por encima de los 1.000 millones (en vez de más del 60%).

Además, a los mismos activos se les podría aplicar un impuesto de sucesiones de un 60%, y el tipo efectivo sobre la renta podría alcanzar un 60% para las personas que ganen diez veces más que el salario medio. Estos niveles erradicarían la propiedad por encima de un umbral relativamente bajo, excepto en el caso de los emprendedores capaces de obtener unos beneficios estelares de su capital. Las simulaciones de Emmanuel Saez y Gabriel Zucman (2019) sobre los cuatrocientos individuos estadounidenses más ricos indican que un impuesto al patrimonio del 10% marginal en activos por encima de 1.000 millones de dólares podría haber evitado la deformación en la distribución de la riqueza que hemos observado desde los años ochenta.

La combinación que propone Piketty de un impuesto al patrimonio confiscatorio, un impuesto de sucesiones muy progresivo y un impuesto sobre la renta también muy progresivo va mucho más allá. Lo que implica es el fin de la propiedad del capital tal y como la conocemos.

De nuevo, no hay nada malo en romper tabúes y en proponer reformas fundamentales de la propiedad de capital. Pero con la condición de que se tengan en cuenta las repercusiones. El desdén aparente de Piketty por las repercusiones de sus propuestas es asombroso. No tiene en cuenta las consecuencias en las tasas de ahorro, el comportamiento de los inversores o la innovación. En la cuestión de la gobernanza corporativa, solo le interesa la distribución. Mientras que el uso repetido del concepto “capital” en el título de sus libros es una referencia innegable a Karl Marx, a Piketty no le interesa casi nada el lado de la producción. El capital, para él, no significa más que la riqueza.

El tercer pilar, el federalismo europeo, lo plantea para superar las limitaciones políticas que aparecen como consecuencia de las distorsiones creadas por la competición fiscal en la Unión Europea y la regla de unanimidad en impuestos (y, de manera oblicua, por la estricta infraestructura fiscal de la eurozona). Para resolver la parálisis que hay en el Consejo Europeo (donde cada país está representado por su ministro) por culpa de los poderes de veto, Piketty propone democratizar la Unión Europea y transferir los poderes tributarios a una nueva cámara que combine parlamentarios nacionales y europeos.

El diagnóstico es correcto, pero es poco probable que la solución vea la luz. El problema en Europa no es, como Piketty cree, la composición del parlamento. Surge del hecho mucho más básico de que los países que han coincidido en compartir soberanía económica en muchos aspectos no están dispuestos a otorgarle competencias a la Unión Europea en cuestiones tributarias o de redistribución de la riqueza. Esta ha sido su postura desde el principio y el actual clima político les hace ser aún menos favorables a un cambio.

Aparte del hecho de que una cámara que combine a parlamentarios nacionales y europeos no se comportaría como Piketty desea, ¿por qué tendrían que estar de acuerdo de pronto los Estados en cambiar la distribución de competencias? En Alemania, esto se ha convertido en una cuestión constitucional. En una serie de sentencias, el Tribunal Constitucional Federal ha levantado barreras a la transferencia de nuevos poderes a la Unión Europea. Irónicamente, su argumento es de la misma naturaleza que el de Piketty, pero sus consecuencias son las opuestas: para el tribunal de Karlsruhe, la Unión Europea no es suficientemente democrática como para otorgarle nuevas competencias, porque los ciudadanos del país cuyo peso demográfico es mayor –Alemania– están infrarrepresentados en su sistema institucional.

En las tres cuestiones –gobernanza corporativa, impuestos y gobernanza europea–, las propuestas de Piketty, por lo tanto, plantean muchas preguntas que no es capaz de responder. De hecho, ni siquiera lo intenta.

En ausencia de una discusión sistemática de las implicaciones y posibles objeciones a sus ideas, no pueden considerarse propuestas de políticas públicas serias. Al final, lo que resulta profundamente inquietante en este libro no es el radicalismo de sus planes. Es el contraste entre la meticulosidad de su análisis empírico y su descuido a la hora de plantear políticas públicas".



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512), Museos Vaticanos



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domingo, 29 de septiembre de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Thomas Piketty, contra la propiedad privada



El economista francés Thomas Piketty (Joel Saget, APF)


El periodista Marc Bassets, corresponsal del diario El País en París, escribe sobre el último libro publicado por el economista francés, Thomas Pikettu, gran teórico de la desigualdad, titulado "Capital e ideología", un monumental ensayo que propone la circulación de bienes para superar el capitalismo. 

No es la lucha de clases, comienza diciendo Bassets, ni la mano invisible del mercado, ni menos aún la historia de los grandes líderes y batallas lo que mueve el mundo, sino las ideas, según el economista francés Thomas Piketty. Y el aleph que a casi todo da sentido, la llave de la evolución de las sociedades es la propiedad privada. Quién posee qué y en nombre de qué.

Las desigualdades crecientes de ingresos y patrimonio, que Piketty diseccionó en una obra anterior, el superventas El capital en el siglo XXI (Fondo de Cultura Económica, 2014), son producto de una ideología. Cada momento tiene su justificación, un argumento que lo sostiene, y transformar el mundo obliga a cambiar de ideas. “Dar un sentido a las desigualdades, y justificar la posición de los ganadores, es una cuestión de importancia vital. La desigualdad es ante todo ideológica”, escribe en Capital e ideología, recién publicado en Francia y que lanzará Deusto en castellano.

El nuevo libro es ambicioso. Empezando por las dimensiones: 1.200 páginas. Abarca siglos, desde la Edad Media hasta hoy. Se extiende por cuatro continentes. Desborda las disciplinas académicas: de la economía a la historia, de la ciencia política a la teoría de la justicia y a la literatura. Las novelas de Jane Austen, Balzac o Carlos Fuentes ofrecen tanta o más información que una batería de gráficos y tablas, unas 170, sobre la historia de la propiedad privada y su efecto en las desigualdades.

“Hoy afrontamos una lógica de acumulación sin límite y de sacralización del derecho del propietario”, dijo esta semana Piketty en un encuentro con corresponsales en la Paris School of Economics, donde codirige el Laboratorio Mundial de la Desigualdad. “Y olvidamos que los grandes éxitos del siglo XX en la reducción de las desigualdades, pero también en el crecimiento económico, se obtuvieron reequilibrando los derechos del propietario con los del asalariado, el consumidor. Se hizo circular la propiedad”.

Capital e ideología contiene tres libros en uno. El primero y más extenso —las 800 primeras páginas— es una historia detallada de lo que el autor llama los “regímenes desigualitarios” o “de desigualdad”. Comienza por el Antiguo Régimen y la desigualdad “trifuncional” de las sociedades divididas en el clero, la nobleza y el tercer estado. Si aquel sistema perduró durante siglos, fue porque una ideología lo sostenía, disfrutaba de una legitimidad: se justificaba por la necesidad de seguridad, que debía garantizar la casta guerrera, y de sentido, del que se encargaba la casta sacerdotal.

De la ideología “trifuncional”, Piketty pasa a la “sociedad de propietarios”. La Revolución Francesa de 1789 abolió los privilegios, pero no la propiedad privada, que podía incluir a los esclavos. Entre 1800 y 1914 las desigualdades se disparan y superan los niveles del Antiguo Régimen. “El argumento de la época era que, si se cuestiona el derecho de propiedad, adquirido en un marco legal, nunca sabremos dónde parar, y el caos se impondrá”, explica Piketty.

El periodo de entreguerras en el siglo XX es una transición entre el “propietarismo” desigualitario y no regulado del siglo XIX y la era socialdemócrata de la posguerra mundial. Estados Unidos y Europa adoptan entonces la fiscalidad progresiva con tipos impositivos que superaron el 80%, sistemas de protección social avanzados y el acceso a la educación. Deja paso a partir de los ochenta, con la revolución reaganiana y la caída del bloque soviético, a lo que Piketty denomina el “hipercapitalismo”. La ideología desigualitaria, lo que en este periodo, que es el nuestro, legitima el statu quo, sería la meritocracia, “la necesidad de justificar las diferencias sociales apelando a capacidades individuales”.

Aquí termina el primero de los tres libros. El segundo, que ocupa las 300 páginas siguientes, es un estudio sobre la evolución del sistema de partidos en Europa y Estados Unidos. En unos años los socialdemócratas han pasado de ser el partido de la clase trabajadora al de la élite con diplomas universitarios y han abrazado las ideologías de la desigualdad. Son los cómplices necesarios del “hipercapitalismo”, según Piketty, que acuña el término de “izquierda brahmán” (por el nombre de la casta sacerdotal hindú). Esta domina la élite política junto a la “derecha mercader” (las élites económicas y empresariales). Es un eco de la sociedad “trifuncional” del Antiguo Régimen que deja a las clases populares en la intemperie política y a la merced de los mensajes nacionalistas y racistas.

El tercer y último libro dentro de Capital e ideología es el más breve, menos de cien páginas, pero el más debatido en Francia. En este capítulo, Piketty lanza su programa de “socialismo participativo” para “superar el capitalismo y la propiedad privada”. El objetivo es convertir la propiedad en “temporal” y “organizar una circulación permanente de los bienes y la fortuna”. Defiende una integración federal de la Unión Europea. Y aboga por un impuesto sobre el patrimonio con un tipo máximo del 90% para los supermillonarios, por una cogestión de las empresas, en las que los trabajadores compartan el poder, y por una especie de herencia para toda persona de 25 años de 120.000 euros.

“El hipercapitalismo del siglo XIX, previo a 1914, se estrelló contra la competencia muy fuerte entre países, que eran potencias coloniales. De tanto acumular activos en otras partes del mundo acabaron destruyéndose mutuamente”, concluyó Piketty en la citada conversación. “Hoy no ocurrirá lo mismo. Pero lo que puede ocurrir es que este divorcio con las clases populares conduzca a una explosión de la Unión Europea y a un repliegue en las identidades nacionales”.

El capital en el siglo XXI, publicado en 2013 en francés, vendió más de dos millones de ejemplares y marcó en Europa y Estados Unidos el debate sobre las desigualdades. Thomas Piketty, de 48 años, es el último ejemplar del intelectual totalizador. La novedad es que ahora el intelectual ya no es un filósofo, ni un sociólogo ni un novelista, sino un economista. Y no construye sus propuestas en el aire sino que se apoya en un andamiaje sólido en el que el big data tiene un papel central. El economista Branko Milanovic llama a este método, en un artículo en Le Monde, “turbo-Annales”, en alusión a la llamada escuela de la revista Annales, corriente histórica multidisciplinar y empírica de historiadores fundada a finales de los años veinte.

Piketty no es, como tantos en el paisaje intelectual francés, un declinólogo abonado a la retórica apocalíptica. “Soy fundamentalmente optimista”, declara. Y se refiere a su nuevo libro: “Capital e ideología parte de una constatación: ha habido una mejora prodigiosa de los niveles de educación y de salud. Y termina con otra constatación optimista: hay un aprendizaje de la justicia en la historia. Hay fases de regresión terrible, pero creo en una historia de progreso: no solo técnico, sino humano, por medio de la educación y la sanidad, y con una organización social que sea más igualitaria en el sentido de que permita acceder a la educación, a la cultura, a la riqueza”. Si un rasgo de la izquierda fue la fe en el progreso humano, Piketty la conserva.



Bosque de laurisilva en La Gomera (Islas Canarias)



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jueves, 6 de junio de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG - 2008] Capitalismo





Educación, libertad e igualdad de oportunidades son las premisas básicas para que fructifique cualquier posibilidad de desarrollo personal y social. Sin ellas, todo es pura entelequia, y en el mejor de los casos, suerte o capricho de la diosa Fortuna.

No soy admirador incondicional del capitalismo, pero tampoco su enemigo irreconciliable. Como dijera Sir Winston Churchill de la democracia, que era el menos malo de todos los sistemas de gobierno, pienso yo del capitalismo: que es el menos ineficiente de los sistemas económicos para crear riqueza. La cuestión es cómo, por quién y para quién se ejerce la democracia y se administra la libertad, y cómo, por quién y para quién se distribuye la riqueza obtenida con el esfuerzo de todos; porque ya se sabe: no hay libertad sin propiedad, ni propiedad sin libertad...

Perogrulladas aparte, me parece relativamente justa la crítica que en El País de hoy formula Álvaro Marchesi, catedrático de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad Complutense de Madrid, al escritor Mario Vargas Llosa por su artículo, también en El País, sobre las posibilidades que el sistema liberal capitalista tiene para el desarrollo de la persona emprendedora y vitalista que no se arredra ante las dificultades de la existencia ni las desventajas de cuna y educación. Muy darwiniano todo... No veo mayores objeciones posibles al triunfo personal y social de los que se esfuerzan y luchan por conseguirlo, pero sería deseable que la base de partida fuera la misma para todos: educación igual y de calidad, libertad de elección, e igualdad de oportunidades. Y a partir de ahí, ya veremos...






Cuatro empresarios de países del Tercer Mundo, comenta Mario Vargas Llosa en un artículo titulado "Las lecciones de los pobres" (EL PAÍS, 1 de junio), demuestran que la pobreza es derrotable con trabajo, propiedad privada, mercado y libertad. El libro 'Lessons from de Poor' cuenta sus casos.

Cuando murió su padre, Aquilino Flores tenía 12 años y sabía que su tierra, Huancavelica, uno de los departamentos más pobres de la sierra peruana, no le depararía más futuro que la inseguridad y el hambre en que había vivido desde que nació.

Entonces, como millares de sus comprovincianos, emigró a Lima. Allí empezó a ganarse la vida lavando autos en los alrededores del Mercado Central. Era un muchacho simpático y trabajador y, un día, el dueño de uno de los carros que lavaba, le propuso que le vendiera algunos de los polos que fabricaba en su taller informal. Le dio 20 y le dijo que se tomara todo el tiempo que le hiciera falta. Pero Aquilino vendió las 20 camisetas en un solo día. De este modo, antes de haber alcanzado la adolescencia, pasó de lavador de autos a vendedor ambulante de ropa en el centro de la Lima colonial.

No tenía casi instrucción pero era empeñoso, inteligente y con una intuición casi milagrosa para identificar los gustos del público consumidor. Un día le preguntó a su proveedor de polos si se los podía confeccionar con figuritas de colores, que eran los preferidos de sus clientes. Y como aquél no fabricaba ropas estampadas, Aquilino subcontrató a un tintorero informal para que añadiera adornos e imágenes a las camisetas que vendía. A veces, él mismo le sugería los diseños y colores.

Como el negocio funcionaba bien, Aquilino se trajo de Huancavelica a sus hermanos Manuel, Carlos, Marcos y Armando y los puso a trabajar con él. De vendedores ambulantes pasaron luego a ser comerciantes estables en el Mercado Central. Para conseguir los mejores sitios del local, estaban allí a las cuatro y media de la madrugada y no se movían de sus mostradores hasta el anochecer.

De intermediarios y vendedores, se convirtieron después en productores. Comenzaron con una máquina de coser en un garaje, luego otra, otra y muchas más.

El gran salto del negocio artesanal de Aquilino Flores comenzó el día en que un comerciante de Desaguadero, la ciudad fronteriza entre Perú y Bolivia y paraíso del contrabando y la economía informal, le hizo un pedido de ¡10.000 dólares de camisetas con dibujitos de colores! Aquilino tuvo una especie de vértigo. Pero él nunca le había escurrido el bulto a un desafío y aceptó el reto. De inmediato, subcontrató a todos los talleres de confección del barrio y trabajando a marchas forzadas llegó a entregar los 10.000 dólares de polos en los plazos prometidos. Desde entonces, la familia Flores se dedicó, además de vender, a producir ropas para los peruanos de bajos ingresos y a distribuir sus mercancías ya no sólo en Lima sino por provincias y a exportarlas al extranjero.

Cuarenta años después de su llegada a Lima con una mano atrás y otra adelante el ex lavador de autos y ex vendedor callejero es el dueño de Topitop, el más importante empresario textil del Perú, que tiene ventas anuales de más de 100 millones de dólares y que da empleo directo a unas 5.000 personas (dos tercios de ellas mujeres) e indirecto a unas 30.000. Cuenta con 35 almacenes en el Perú, tres en Venezuela, varias fábricas y un próspero sistema de tarjetas de crédito para el consumo en sociedad con un banco local. Sigue siendo un hombre sencillo, orgulloso de sus orígenes humildes, que trabaja siempre unas 12 horas diarias y los siete días de la semana. Sus hijos, a diferencia suya, han estudiado en las mejores universidades y contribuido como profesionales a la formalización y modernización de sus empresas, un modelo en su género y no sólo en el Perú.

Tomo todos estos datos sobre Aquilino Flores y Topitop de un penetrante estudio del economista Daniel Córdova y un equipo de colaboradores que aparece en un libro recién publicado en los Estados Unidos: Lessons from the Poor (Lecciones de los pobres), editado por Álvaro Vargas Llosa para The Independent Institute, una fundación que promueve la cultura liberal. En él se estudian cuatro casos de empresas y los clubes de trueque que surgieron en Argentina durante la crisis financiera del año 2001-2002. Las empresas, dos de América Latina y dos de África, que, como las de los Flores, nacieron sin capital alguno, por iniciativa de gentes muy humildes y de educación precaria, y que, a base de esfuerzo, perseverancia, intuición y astuto aprovechamiento de las condiciones del mercado, consiguieron crecer hasta convertirse en poderosos conglomerados que hoy operan en el mundo entero dando empleo a decenas de miles de familias y contribuyen así al progreso de sus países. Es un libro estimulante y práctico que muestra, con pruebas palpables, que la pobreza es derrotable para quienes tienen ojos para ver y conciencia para aprender de los buenos ejemplos.

Lo extraordinario de estas cinco historias es que todas estas empresas salieron adelante a pesar de operar en unos contextos sociales y políticos hostiles al mercado libre y a la empresa privada, envenenados de populismo, intervencionismo estatal y corrupción, donde la propiedad privada era atropellada con frecuencia y las reglas de juego de la vida económica cambiaban todo el tiempo según el capricho de unos gobiernos demagógicos e ineptos.

Lo que muestra esta investigación es que la necesidad y la voluntad de vivir de los pobres son capaces a veces de superar todos los obstáculos que, en los países del tercer mundo, levantan contra la iniciativa individual y la libertad el estatismo, el nacionalismo económico, el colectivismo y otras ideologías anti-mercado. Y que la falta de capital y de formación profesional pueden en casos extremos ser compensadas por la experiencia práctica y el esfuerzo. Si los Flores y los Añaños en el Perú, si la cadena de supermercados Nakamatt en Kenia y las empresas de diseño industrial Adire de Nigeria -los cuatro casos investigados en el libro- alcanzaron, pese a tantos escollos y dificultades que encontraron, la prosperidad de que ahora gozan, no es difícil imaginar lo que ocurriría si los pobres del tercer mundo pudieran trabajar en un contexto propicio, que alentara el espíritu empresarial en vez de asfixiarlo con el reglamentarismo y la tributación confiscatoria y, en vez de inseguridad jurídica, sus comerciantes, artesanos e industriales contaran con reglas de juego estables, claras y equitativas.

Otra de las enseñanzas de esta investigación es que la mejor ayuda que pueden prestar los países desarrollados y los organismos financieros internacionales para combatir la pobreza y el subdesarrollo no son las dádivas ni los subsidios que, en contra de los generosos propósitos que los animan, sirven para embotar la iniciativa y crear actitudes pasivas, de dependencia y parasitismo, y estimular la corrupción, sino crear las condiciones de libertad y competencia que permitan a los pobres trabajar y valerse de sus propios medios para mejorar sus condiciones de vida y progresar. Abrir los mercados que ahora tienen cerrados a los productos que proceden de los países subdesarrollados es, según todos los economistas que escriben en Lessons from the poor, la mejor ayuda posible que los países ricos pueden dar para impulsar el desarrollo en África y América Latina, las dos regiones más atrasadas del mundo, pues en Asia, con excepción de satrapías como Myanmar, ya parece haber despegado.

Los pobres saben mejor que nadie, porque lo han aprendido en carne propia, que no son los Estados ineficientes del tercer mundo, paralizados por el cáncer de la burocracia y roídos por la ineficiencia, los tráficos delictuosos, el amiguismo y otras taras, quienes los sacarán de la pobreza. Saben, como Aquilino Flores cuando se rompía los lomos lavando autos o trotando por las calles de Lima vendiendo camisetas, que su supervivencia dependía sólo de su ingenio, su trabajo y su voluntad de superación. Esa energía puede mover montañas, a condición de que no se agote y esterilice luchando contra artificiales obstáculos que vienen siempre de la intromisión estatal. Los héroes civiles cuyas hazañas describen los estudios de este libro son un ejemplo vivo de que la pobreza en la que viven cientos de millones de personas todavía en el mundo no es una fatalidad irredimible sino un mal que puede ser combatido y vencido con unas armas cuya divisa cabe en cuatro palabras: trabajo, propiedad privada, mercado y libertad. (El País, 01/06/08)






Desde hace varias décadas, escribe Álvaro Marchesi en su artículo "El acceso a la educación, clave de la igualdad", (EL PAÍS, 6 de junio),  los psicólogos cognitivos han estudiado el razonamiento humano y han encontrado determinados errores en los que caen, sin darse cuenta, un significativo número de personas. En algunos casos, en el origen de estos sesgos operan factores ideológicos; en otros son de tipo afectivo y en el resto, simplemente se produce un razonamiento que se salta la secuencia lógica esperada. Uno de los experimentos reportados para comprobar estos sesgos se refiera a la inferencia general desde los casos particulares: si hay un fumador empedernido, por ejemplo, que vive hasta los 90 años, la conclusión "lógica" es poner en cuestión la afirmación de que el tabaco es dañino para la salud. Cuando se formulan relaciones entre determinadas variables comprobadas de forma empírica, no es extraño que algunos interlocutores las pongan en duda y ejemplifiquen su oposición con algún caso concreto conocido.

Esta reflexión me vino a la mente al leer el artículo "Las lecciones de los pobres", del admirado escritor Mario Vargas Llosa (EL PAÍS, 1 de junio). En él, a partir de cuatro casos ejemplares de personas que desde la pobreza han llegado a la cima empresarial, se concluye que cualquier persona puede llegar adonde se proponga con sus solas fuerzas siempre que se profundice en la libertad de mercado y en el espíritu empresarial, y se creen condiciones de libertad y de competencia. ¿Será cierto que los supuestos individuales pueden conducir a reglas generales o existe un sesgo en semejante razonamiento?

Repasemos brevemente la situación social y educativa de Iberoamérica. Según las estimaciones de la CEPAL, la región muestra la mayor desigualdad del mundo, con enormes diferencias entre los sectores de más altos y de menores ingresos. Los pobres se sitúan en torno al 40% de la población y el número de personas que se considera que viven en situación de pobreza extrema se aproxima a los 100 millones de personas. Una cifra que podría incrementarse en 10 millones si se mantiene el incremento del precio de los alimentos.

Esta dramática situación afecta directamente a las condiciones educativas de la población. El porcentaje de personas analfabetas se sitúa en torno a los 30 millones de personas. Además, cerca de 110 millones de personas no han terminado su educación primaria. Estudios recientes señalan que el porcentaje de alumnos que completan la educación secundaria es cinco veces superior entre aquellos que se encuentran entre el 20% más rico de la población que entre aquellos situados entre el 20% de la población con menores ingresos familiares. Mientras que el 23% de los primeros terminan la educación superior, sólo el 1% de los más pobres lo consiguen. El promedio de escolarización en el 20% de la población con mayores ingresos es de 11,4 años mientras que en el 20% inferior es de 3,1 años.

¿Podemos pensar que la alimentación, la vivienda, la salud y el nivel cultural de la familia nada tiene que ver con las posibilidades futuras de los jóvenes? ¿Es posible considerar que el nivel educativo alcanzado y, por tanto, las posibilidades de acceso a una educación de similar calidad, apenas condiciona las opciones profesionales y laborales de los alumnos y que con el refuerzo al libre mercado y a la competencia se puede garantizar la igualdad de las personas ante su destino? Sin duda, existen ejemplos dignos de admiración, como los expuestos en el artículo aquí comentado, en los que se manifiesta la fuerza arrolladora del ser humano para sobreponerse a sus condiciones negativas y para equipararse con los triunfadores de la sociedad que tuvieron durante sus años escolares todo a su favor. Pero de esa situación de excepcionalidad no puede en modo alguno concluirse que las condiciones de partida no limitan de forma brutal los itinerarios vitales de las personas a lo largo de su vida.

¿Qué hacer en esta nueva hipótesis interpretativa? Apostar sin duda de forma decidida para que las condiciones iniciales de toda la población, sobre todo de las nuevas generaciones, sean lo más equitativas posibles y para que todos los niños y jóvenes tengan acceso a una educación básica de calidad que les permita abrirse camino en la vida con mayores garantías de promoción social y de éxito. Entonces sí se podrá exigir esfuerzo y dedicación, innovación y creatividad, superación de los obstáculos y perseverancia. Entonces, y sólo entonces, no habrá cuatro casos envidiables, sino miles de ellos que demandarán el reconocimiento histórico de aquella sociedad y de aquellos gestores públicos que lo hicieron posible. 



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Universidad de Oxford



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






Entrada núm. 4953
Publicada originariamente el 6/6/2008
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