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sábado, 5 de noviembre de 2022

[ARCHIVO DEL BLOG] Cuento de Navidad. [Publicada el 27/12/2008]



Belén navideño


Si hay algo que "me pone de los nervios" es la ignorancia pedante trufada de fanatismo. Y sí, reconozco que hay mucho gilipollas suelto (lo digo sin ánimo injurioso alguno, sino en el coloquial sentido que da al sustantivo la Real Academia Española) que piensa que los no-creyentes en dioses trinos y unos somos seres arreligiosos, carentes de espiritualidad y personas de moral relajada, por no decir amorales absolutos... Lo siento por ellos, pero se equivocan.

Por citar un solo ejemplo, el de Simone Weil, la joven filósofa y mística francesa, muerta en 1943 a los 34 años de edad. Quizá la pensadora europea que mejor ha sabido entender la esencia del cristianismo en el siglo XX; un cristianismo que no necesita la existencia de un Dios para convertirse en el centro de la existencia humana, y cuyas raíces se hunden en los mitos más antiguos de la humanidad y del pensamiento filósofico y teológico de la antigua Grecia.

A mí el mito cristiano de la Navidad me parece bellísimo, y lo sigo celebrando cada año en familia con mis hijas y mis nietos, y perdónenme la irreverencia si alguien se siente ofendido, con mis gatos, que también son animalitos de Dios. Y todo ello, con independencia de que el mito no se sostenga en realidad alguna, y que tenga precedentes claros en otros mitos mucho más antiguos como los de Isis, en el antiguo Egipto, o el del dios Mitra, también nacido en una cueva, de una madre virgen, un 25 de diciembre, y adorado por magos y pastores que le traen regalos un 6 de enero. Líquido, blanco y en botella... Vale: pues sí, leche.

Los mitos son una forma de pensar el mundo. Lo dice el antropólogo  francés Claude Levy-Strauss en un erudito y bellísimo libro del que ya he hablado en ocasiones anteriores en el blog: "Mitológicas. Lo crudo y lo cocido" (Fondo de Cultura Económica, México, 1968); mitos que construyen una explicación total del mundo en toda su riqueza, y en los que toda realidad -física, biológica y espiritual- está determinada por ellos y en ellos.

El escritor castellano-leonés Gustavo Martín Garzo publicaba ayer en El País un hermoso artículo, "El buey y los ángeles", rememorando las navidades de su infancia, que comparto plenamente. Y como a él, a mi me resulta imposible desprenderme de esas figuras maltrechas por los años, los hijos, los nietos y los gatos, que configuran nuestro Belén en el mejor rincón de nuestro hogar; celebración anual de la Navidad, tan Navidad como la de los creyentes, y con la misma fe y esperanza en un mundo, aquí, ahora y en el futuro, mucho mejor que el que nosotros heredamos de nuestros padres. Y eso. sin dejar de reconocer que no es más que un mito, pero un mito central para poder comprender lo que es y significa occidente y su forma de pensar. HArendt



La filósofa Simone Weil


"El buey y los ángeles", por Gustavo Martín Garzo

En uno de sus poemas más hermosos, Thomas Hardy evoca un recuerdo de su infancia. Es Nochebuena y alguien, al hablar de los bueyes del portal, exclama: "Ahora estarán todos de rodillas". Pasa el tiempo, y el poeta, que tiene ahora 75 años y se ha convertido en uno de los escritores más grandes de la lengua inglesa, escribe (utilizo la traducción de Joan Margarit): "Todavía / si alguien dijese en Nochebuena, 'vamos a ver a los bueyes de rodillas, / dentro de la cabaña solitaria / de aquel valle lejano que solíamos visitar en la infancia', con él iría por la oscuridad / esperando encontrármelos así".

También Jules Supervielle, el poeta uruguayo francés, escribió un relato sobre los animales del portal. Se titula El buey y el asno del pesebre, y es una delicada muestra de amor a esas criaturas inocentes cuyas figuras de barro tantas veces pusimos en nuestra infancia junto a la cuna del Niño. Supervielle nos cuenta esa historia desde los ojos de un narrador imprevisto: el buey que vive en el portal. Es un relato de un extraño lirismo, pues lo que nos conmueve del buey es esa capacidad para relacionarse con lo no revelado todavía, con ese ámbito de lo invisible que constituye la esencia de la poesía. El buey de Supervielle asiste asombrado a lo que tiene lugar a su alrededor. Ve al Niño que acaba de nacer y se pone a calentarle con su aliento. Todo se vuelve maravillosamente difícil para él. Los ángeles no paran de ir y venir, y acude gente humilde cargada de regalos. Cuando sale al campo se da cuenta de que hasta las piedras y las flores saben lo que ha pasado, y están nimbadas de luz. Y el pobre se pasa las noches en vela, arrodillado junto al niño, viendo aquel mudo celeste que penetra en el establo sin ensuciarse. Esa dicha le conduce al agotamiento más extremo y cuando por fin María, José y el Niño se alejan con el asno, en busca de un lugar más seguro, no puede seguirles, y se queda solitario en el establo, donde muere, sin llegar a entender nada de lo que le ha pasado. José Ángel Valente, al comentar este relato, y lamentándose de que tantos hombres hayan llegado a perder el sentimiento de lo poético, escribe: "Ignoran tanto hasta qué punto los rodea lo invisible, que ni siquiera tienen la prudencia de aquel buey de un delicioso cuento de Jules Supervielle, que en el colmo del júbilo 'temía aspirar un ángel', tan denso está el aire de espirituales criaturas".

Es la misma atmósfera de los frescos que el Giotto pintó en la capilla de los Scrovegni, en Padua. En uno de ellos, María permanece en el lecho y tiende sus manos para tomar agotada a su hijo, y a su lado están el buey y la mula mirándoles. Muy cerca, junto a un san José, misteriosamente ausente, adormecido, hay un rebaño de ovejas y dos pastores, que miran hacia el cielo, donde varios ángeles revolotean sobre el techado de madera como si hubiera tomado alguna sustancia psicotrópica. Todo está detenido y, a la vez, ardiendo, lleno de luz, como si hombres, animales y ángeles fueran presas del mismo hechizo. Una de las cosas que más me conmueve de esta historia, la más hermosa del universo cristiano, es este extraño protagonismo de los animales: que las pobres bestias estén al lado de los hombres y los ángeles participando en un plano de igualdad de la misma revelación.

Coleridge pensaba que la verdadera poesía debía transmutar lo familiar en extraño y lo extraño en familiar, y es justo a eso a lo que asistimos aquí. James Joyce llamó epifanías a estos instantes de comunicación profunda con las cosas, y es esa capacidad para transformar el detalle trivial en símbolo prodigioso la que transforma esta ingenua y antigua historia en verdadera poesía. Eso es una epifanía, una pequeña explosión de realidad que hace del mundo el lugar de la restitución. Miles de niños nacen en el mundo a cada instante y no todos tienen, por desgracia, la misma suerte; pero basta con que sean recibidos con amor para que algún buey aturdido ande cerca y exista el peligro de aspirar alguna criatura invisible al menor descuido.

Un viejo anarquista de un pueblo minero leonés acostumbraba a poner todos los años el belén. Era un belén peculiar, en el que estaban ausentes el castillo de Herodes y el portal, pues, según él, sólo el pueblo merecía figurar en él por ser lo único sagrado. Pero basta acercarse a cualquier niño que nace para saber que ese portal y ese castillo deben estar ahí, pues dan cuenta de la belleza, el misterio y el temor que acompañan su nacimiento. El mundo de los recién nacidos es el mundo de la adoración, de los pastores y los bueyes, de los peregrinos conducidos por señales errantes; pero también el de la muerte de los inocentes y el de la incierta huida a Egipto. No es posible ver la crianza de un niño separada de un humilde portal, de la luz de una estrella, de las innumerables visitas y las calladas atenciones; pero tampoco de la fuga en la noche y de la persecución injustificable y cruel. El mundo de la adoración tiene su contrafigura en ese otro en el que el niño cuanto más querido más vulnerable nos parece, y en que toda vigilancia es poca para preservarle de los peligros que le aguardan en la vida.

Recuerdo ahora los belenes de mi infancia y la emoción que sentíamos cuando, al llegar las navidades, se sacaban las figuras de barro del cajón en que descansaban para montarlos. El río hecho de papel de plata; el musgo, que había que ir a coger al pinar; la escoria, que quedaba en la caldera tras la combustión del carbón; y el serrín, que nos regalaban en una tienda de telas que, por una mágica coincidencia, se llamaba Sederías de Oriente. Pero la casa estaba llena de niños que inevitablemente cogían las figuras de barro al menor descuido para jugar con ellas. Además, de tanto guardarlas y volverlas a sacar de su cajón, era inevitable que muchas se rompieran. Algunas se reponían, pero otras nos daba pena tirarlas, y así el belén se fue poblando de lavanderas con un solo brazo, burros sin orejas, ovejas que habían perdido una pata y campesinos cojos.

Años después escribí una novela en que aparecía una María manca. Cuando me preguntaban por qué, yo solía decir que esa imperfección me permitía arrancarla de aquel mundo de retablos llenos de racimos dorados, vidrieras iluminadas e iconos de oro en que María solía estar, para devolverla al mundo, entre las muchachas reales. Ésta era la explicación que daba, pero creo que la virgen de mi libro venía directamente de ese belén de mi infancia, de ese pequeño pueblo de tullidos, que bien mirado es el que mejor habla de lo que somos. Aquellas figuras rotas y amadas representaban las penas y dolores de la vida, pero también su hondo e incomprensible misterio. El misterio de la belleza y de lo inexplicable, que tan bien representa ese buey del relato de Supervielle que no sabemos si muere de dicha o de tristeza. Aquí termina mi cuento. Ahora sólo me queda desearle una feliz Navidad, querido lector. (El País, 26/12/08)



La Natividad, de Duccio de Buoninsegna (1311)



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 24 de octubre de 2018

[ A VUELAPLUMA] Odios,mentiras e ignorancia





“Los destructores surgieron del desierto”, comenta el escritor Félix de Azúa en El País, es la primera frase del escalofriante estudio de Catherine Nixey sobre la aniquilación del mundo antiguo por obra de los cristianos, los cuales, en el siglo IV, habían pasado de acosados a acosadores (La edad de la penumbra, Taurus). Es una historia terrible, pero que tiende a repetirse. Aquellos que sufrieron la persecución, la prisión y el martirio, imitan luego a sus verdugos en cuanto tienen poder para hacerlo. Nosotros vivimos, a escala mucho más modesta, algo similar.

Que “surgieron del desierto” se refiere a la devastación de la ciudad de Palmira por hordas de fanáticos cristianos, analfabetos y violentos. En todos los casos, como el arrasamiento de Alejandría, el asesinato de Hipatia o la sistemática ruina de todos los templos paganos, siempre están presentes los grupos fanáticos y brutales, las falanges conducidas por un obispo. Tal fue el caso de Cirilo y su ejército de matones, los asesinos de Hipatia. El odio a los paganos y no otra pasión fue lo que unió a los cristianos de lugares tan apartados como Roma, Alejandría o Libia en una sola maza, una mera arma de ataque. Odio es la palabra, pero también estupidez.

Los cientos de miles de estatuas desnudas, una vez la figura perdía su simbolismo y ya no representaba más que un cuerpo, eran insoportables para aquellas gentes crecidas en el campo y la ignorancia. El cuerpo era el gran enemigo del cristiano, pero también la sabiduría: la reunida en la biblioteca de Alejandría era un ataque contra la fe. El fanático creía que la ignorancia y la mentira llevaban a la salvación. En cien años había desaparecido todo vestigio de la inmensa civilización clásica. Con odio, mentiras e ignorancia, así se borró una cultura. Hoy también.



Biblioteca de Alejandría, Egipto


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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domingo, 12 de agosto de 2018

[DE LIBROS Y LECTURAS] Capitalismo de rostro humano





"Aunque los intelectuales suelen partirse de risa cuando leen una defensa del capitalismo, los beneficios económicos de este son tan evidentes que no necesitan ser demostrados con cifras. Pueden verse literalmente desde el espacio. Una fotografía de Corea, tomada desde un satélite, que muestra el sur capitalista inundado de luz y el norte comunista como un pozo de oscuridad ilustra vívidamente el contraste en la capacidad de generación de riqueza entre ambos sistemas económicos, manteniendo constantes la geografía, la historia y la cultura". Lo dice Steven Pinker (pág. 126) en su libro En defensa de la Ilustración. Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso (Paidós, Barcelona, 2018), que estoy leyendo ahora mismo, literalmente fascinado. Y un servidor, a pesar de todas mis carencias personales y académicas, y con alguna que otra matización más o menos importante que no viene al caso, comparte con total convicción la opinión de que el capitalismo es el menos malo de todos los sistemas de organización económica. 

Pero no es sobre el libro de Pinker, ya comentado en el blog, de lo que trata esta entrada de hoy, sino de la reciente reseña que en Revista de Libros realizaba el profesor Pedro Fraile Balbín, catedrático de Historia Económica en la Universidad Carlos III de Madrid, de la obra Libertad económica, capitalismo y ética cristiana. Ensayos para un encuentro entre economía de mercado y pensamiento cristiano (Madrid, Unión Editorial, 2017), del profesor Martin Rhonheimer, un filósofo político suizo y sacerdote católico, que plantea en su obra la reivindicación de un capitalismo de rostro humano y que critica la, a su juicio, excesiva mentalidad "colectivista" imperante en la denominada doctrina social de la Iglesia católica.

Señalaba con sorna el premio Nobel de economía George Stigler, comienza diciendo el profesor Fraile, que «el clero antiguo había dedicado sus mejores esfuerzos a enderezar la conducta de los individuos, y el clero moderno los suyos a enderezar las políticas sociales» (The Economist as Preacher, 1980). La relación entre el cristianismo y la economía viene, en efecto, de muy antiguo. Desde la formalización misma de la doctrina cristiana en la Edad Media, su inclinación social llevó a los escolásticos a la reformulación del orden aristotélico y a sus conocidos dictámenes sobre el carácter orgánico de la sociedad, la necesidad de un precio justo en el intercambio, la diferencia entre valor y precio, la naturaleza insana de la asimetría en el comercio, la acumulación culpable de riqueza y todos los demás supuestos de la tradición tomista. Es cierto que algunos escolásticos ‒como los nuestros de Salamanca‒ hicieron avances relevantes en el estudio de la libertad de mercado y el sistema de precios, pero, en general, el cristianismo se inclinó casi siempre hacia el colectivismo y la economía dirigida. A partir de mediados del siglo XIX, la doctrina social de la Iglesia en el mundo católico y el socialismo cristiano en el protestante acentuaron aún más su oposición al liberalismo y su visión benevolente ‒como un error bienintencionado‒ del colectivismo marxista. El cristianismo ha combatido tradicionalmente el pecado del liberalismo y durante décadas se ha opuesto al individualismo racionalista de la Ilustración. Su imagen era la de Cristo contra los mercaderes del templo.

Pero parece que no por más tiempo. A la tradición colectivista cristiana le ha surgido un cisma liberal. Un reducido pero influyente grupo de estudiosos sociales está reinterpretando los fundamentos intelectuales del cristianismo desde una óptica liberal. Larry Siedentop, el historiador de Oxford, por ejemplo, plantea en Inventing the Individual (2014) los orígenes del liberalismo individualista occidental como una contribución netamente católica, y el sociólogo de la religión Rodney Stark, de la Baylor University, arguye en su Victory of Reason (2006) que el auge de Occidente se debió a la confianza en el racionalismo implícito en la teología cristiana. En lo estrictamente económico, el redescubrimiento cristiano del liberalismo no es tan reciente. Los seguidores del ordoliberalismo, y la «economía social de mercado» en la segunda posguerra, sobre todo Walter Eucken y Ludwig Erhard, provenían de círculos cristianos, pero predicaban un orden liberal dentro de los límites garantizados por el Estado. También llegó a ser muy conocida e influyente la combinación liberalismo-catolicismo del popular filósofo y diplomático Michael Novak (The Catholic Ethic and the Spirit of Capitalism, 1993). Pero faltaba un último paso. Había que fundamentar en términos económicos las creencias católicas con un buen razonamiento teórico. En concreto, era necesario explicar por qué una concepción liberal del mercado es no sólo compatible, sino indisociable de la concepción trascendente de la persona que se deriva del humanismo cristiano. Esto es justamente lo que hace Martin Rhonheimer en su Libertad económica, capitalismo y ética cristiana. Aunque Rhonheimer es filósofo de formación, conoce con precisión la economía política y los supuestos teóricos de la escuela austríaca. Es presidente del Instituto Austríaco de Economía y Filosofía Social de Viena y ha publicado numerosos trabajos sobre libertad de mercado y ética económica. Es, precisamente, su vinculación con la tradición de Carl Menger, Ludwig von Mises y Friedrich Hayek lo que confiere a su libro un perfil propio.

El libro Libertad económica, capitalismo y ética cristiana es una colección de ensayos del autor previamente aparecidos en publicaciones especializadas, pero que ofrecen un orden metodológico bien organizado hacia su objetivo central: corregir «la hostilidad católica frente al capitalismo y el libre mercado» (p. 41) a partir del análisis de la escuela austríaca, y conservando al mismo tiempo los preceptos éticos del humanismo cristiano. La introducción y el primer capítulo ofrecen una visión de la evolución intelectual del autor como analista económico y su descubrimiento final del análisis de la Escuela de Viena, y aparece aquí la primera denuncia del sesgo colectivista del catolicismo, especialmente a partir de la encíclica Quadragesimo Anno (1931). Sin embargo, en el siguiente capítulo, Rhonheimer explica las raíces liberales del pensamiento cristiano y su decisiva contribución a la separación entre los poderes espiritual y terrenal, así como la progresiva limitación de este último. Los capítulos tercero y cuarto analizan las bases éticas necesarias para una cultura de la libertad y ofrece los preceptos cristianos como la mejor alternativa para la organización moral de una sociedad de mercado. A continuación, el autor aborda la parte más netamente analítica del libro: el capítulo quinto trata de la ineficiencia económica de la intervención estatal y el principio de la subsidiaridad desde los supuestos del ordoliberalismo y, de la mano del public choice, analiza los fallos del Estado en la provisión de asistencia. En los dos capítulos siguientes se matiza la visión austríaca. En uno, modificando la visión utilitarista de Ludwig von Mises; en el otro, justificando la política asistencial cristiana, y este es, quizás, el núcleo de todo su argumento. Rhonheimer suscribe la visión general de Hayek sobre el mercado, pero matiza el rechazo hayekiano al concepto de justicia social criticando la noción de neutralidad inicial de las instituciones del mercado que el austríaco utiliza para fundamentar la justicia intrínseca de cualquier transacción voluntaria y rechazar, por tanto, la intervención redistributiva del Estado. La parte final del libro se dedica al análisis de las últimas aportaciones magistrales de la Iglesia ‒Mater et Magistra (1961), Pacem in Terris (1963) y Centesimus Annus (1991)‒ y su deriva hacia la redistribución y en contra del mercado libre. Un capítulo final titulado «El trabajo del capital. Cómo surge el bienestar» expone la visión austríaca y cristiana del propio autor sobre la generación de la riqueza, la búsqueda del bien común y el avance hacia la igualdad.

El de Rhonheimer es un gran reto intelectual. Trata de denunciar y desmontar los prejuicios de la tradición social católica contra la libertad económica y sustituir su confianza en el Estado como promotor del bien común con la lógica del buen análisis económico. Para ello, Rhonheimer se apoya en dos razonamientos. Uno es lo que él llama el auténtico significado de la justicia social: su rectificación de Hayek. Se fija en los derechos humanos, tal como la dignidad, que son de orden superior al simplemente legal, y que las instituciones del mercado ignoran con frecuencia. Esta consideración ética es lo que justificaría una intervención correctora ‒aunque no necesariamente estatal‒ del mercado. El segundo pilar es el principio de la subsidiariedad, por el que el Estado abandona su neutralidad e interviene sobre el mercado ‒apoyado en el análisis ordoliberal y austríaco‒ para corregir el marco institucional y para que el libre ejercicio de los agentes económicos cree oportunidades, empleo y riqueza para todos. Hay que subrayar la honestidad intelectual de Rhonheimer en esta tarea. El ensayo deja clara la posición católica del autor y a la vez explicita en todo momento ‒de hecho, se convierte a veces en una biografía intelectual‒ los preceptos económicos sobre los que se apoya cada argumentación en el momento en que fue escrita, y detalla el proceso de «descubrimiento» de la «síntesis neoclásica», el ordoliberalismo de Walter Eucken y la escuela austríaca.

En Libertad económica, el lector descubre una visión austríaca con rostro humano del complejo mundo social cristiano, y esto es intelectualmente estimulante a la vez que alentador para quienes creemos en una visión humana del mercado. Sin embargo, el lector también se pregunta si Rhonheimer y los demás teóricos del nuevo cristianismo austríaco no habrán hecho un viaje circular para llegar de nuevo al punto inicial de partida de la economía clásica. Una visión humanista y compasiva del liberalismo es lo que Adam Smith propone en su Teoría de los sentimientos morales (1759) y es una herencia compartida por casi toda la escuela escocesa y buena parte de los clásicos. Es como si Rhonheimer hubiese pasado por un lento viaje circular de redescubrimiento en el campo de la filosofía moral desde Gershom Carmichael, Adam Ferguson o Francis Hutcheson ‒y todos sus predecesores del Derecho Natural (Francisco Suárez, Hugo Grocio, Samuel Pufendorf)‒ para llegar de nuevo a la escuela escocesa y a los Sentimientos morales de Smith, es decir, un lento viaje de redescubrimiento de la filosofía moral que, además, posiblemente tenga escaso impacto en el criterio económico y social de la Iglesia actual, en la que cada vez pesa más el intervencionismo colectivista y menos el liberalismo hayekiano.

Sin embargo, puede que ese camino, aunque sea circular, no haya sido del todo estéril. La exploración que Rhonheimer hace de Walter Eucken, el ordoliberalismo alemán, y las escuelas de Viena y de Virginia, todos desde un punto de vista cristiano, le ha llevado a descubrir nuevos matices poco visibles con anterioridad. Por ejemplo, su replanteamiento del papel histórico del cristianismo en la identificación del individuo ‒en vez de la tribu, la etnia y la clase‒ como protagonista de la vida política, y en la separación de poderes y en la limitación del poder del Estado; la crítica y rectificación al rechazo de Hayek contra la justicia social y la especificación de las condiciones bajo las cuales las transacciones podrían considerarse auténticamente neutras; o, también, la propuesta de un sistema de beneficencia que no sea monopolio del Estado y que incorpore a la iniciativa privada de la sociedad civil en la tradición de las friendly societies inglesas o las fraternal societies estadounidenses. El libro de Rhonheimer está lleno de matices y sugerencias que apuntan todas en la buena dirección. Es posible que cambiar la orientación colectivista del catolicismo, especialmente en estos tiempos, sea un hueso difícil de roer, pero ayuda tener de vez en cuando un golpe de aire fresco como el que procura la lectura de este libro.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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"Atrévete a saber" (Kant)
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"Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

sábado, 19 de mayo de 2018

[A VUELAPLUMA] Marco Aurelio y los fanáticos





Admirador confeso de la cultura grecolatina, ni que decir tiene que una de mis divinidades paganas favoritas es la diosa Tique (la Fortuna de los romanos). No creo en las meigas ni las brujas; un poco más, sí, en las casualidades. Pero como dicen en Galicia y en Canarias, tierras atlánticas ambas: "Aunque creer no crea, haberlas, haylas" (brujas y casualidades)... Hace unos días, revolviendo al azar por la biblioteca familiar, retomé la lectura de las Meditaciones de Marco Aurelio (Temas de Hoy, Madrid, 1994). El mismo día me encuentro en la revista Babelia con un artículo del filósofo y ensayista Juan María Arnau Navarro sobre el pensamiento de los estoicos, y entre ellos, del emperador Marco Aurelio. Y esa misma noche me lío en Twitter con un individuo a cuenta, de nuevo del emperador Marco Aurelio. Palabrita del Niño Jesús que ocurrió, todo, en ese orden y por casualidad, el mismo día. 

Mi relación con las redes sociales es controvertida. No participo mucho en ellas y no les tengo una ojeriza especial, aunque a veces me pongan de los nervios. Pero me ayudan a estar en contacto con amigos lejanos en el tiempo y en el espacio a los que quiero, y también a conocer a otras personas con las que la relación es menos estrecha, más superficial, pero no por ello menos amigable. Y para difundir las entradas de mi blog... Pero de vez en cuando caigo en la tentación, y la lío...

Por ejemplo con lo de Marco Aurelio. Entre los no siempre amables comentarios que se hacen en las redes, me topo con un descerebrado que calificaba de asesino sin escrúpulos al emperador Marco Aurelio por haber perseguido y martirizado a los cristianos... No me pude resistir y contesté al susodicho defendiendo a Marco Aurelio y calificando de frikis a los cristianos de aquella difícil época... Y para que fue aquello... Reconozco que llamar frikis (hermosa palabra que el Diccionario de la Real Academia aplica en su primera y segunda acepciones a las personas extravagantes, raras, excéntricas o pintorescas) fue, quizá, excesivo por mi parte, pero que le vamos a hacer. A mí, que presumo de ecuánime, también de vez en cuando se me va la olla, sobre todo cuando me encuentro de frente con una panda de fanáticos con dos dedos de frente incapaces de ver más allá de sus narices. Bueno, aunque ya no tenga remedio, mis disculpas, sinceras y afectuosas, a quienes se hayan podido sentir ofendidos por el calificativo. Pero la verdad es que los cristianos de la época de Marco Aurelio les tenían que parecer a los civilizados romanos que eran gente como para echarles de comer aparte... Un siglo más tarde, los perseguidos y martirizados se lo cobraron con creces cuando consiguieron darle la vuelta a la tortilla con la conversión de Constantino. Y de ahí, hasta hace prácticamente nada, lo han pasado bomba persiguiendo, martirizando, torturando, quemando, y jodiendo la vida a los que no pensaban como ellos. Pero vamos a lo que vamos: el artículo de Arnau, que es lo verdaderamente interesante.

Vanidad sin control, obsesión por la seguridad, aceleración tecnológica, ... ¿Qué tiene que decir el renovado interés editorial por el estoicismo sobre el mundo en el que vivimos?, se preguntaba en su artículo Juan María Arnau. Cultiva el espíritu porque obstáculos no faltarán. El consejo de Confucio podría haberlo firmado cualquiera de los filósofos estoicos, comienza diciendo. Una versión moderna de esta máxima se la debemos a Woody Allen: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes”. Un poeta barcelonés la remató con un verso lapidario sobre el inexorable juicio del tiempo: “Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde”. Esos son, a grandes rasgos, los tres vértices del estoicismo antiguo, que parece resurgir en nuestros días. ¿Se trata de un espejismo? Las sociedades modernas se encuentran dominadas por la rentabilidad tecnocrática del selfie, la autoindulgencia (todo nos lo merecemos, sobre todo si hay desembolso) y el capricho. Se trata de fabricar un ego frágil e injustificadamente vanidoso. Una situación que supuestamente podría remediar una buena dosis de estoicismo. Dado que no podemos controlar lo que nos pasa y vivimos totalmente hacia afuera, atemorizados y estresados, dado que somos más circunstancia que nunca, quizá pueda ayudarnos esta antigua filosofía que inspiró a Marco Aurelio, un hombre que, dada su posición, conoció el estrés mejor que nadie.

Pero en ese desplazamiento, en esa búsqueda de inspiración en el pasado grecolatino, se corre el riego de confundir, y de hecho se hace, estoicismo con voluntarismo, tan vigente y puritano. La cultura del esfuerzo y la búsqueda del éxito dominan las sesiones de coaching, que es, según sus proponentes, el arte de ayudar a otras personas a cumplir sus objetivos o a “llenar el vacío entre lo que se es y lo que se desea ser”. No cabe mayor traición al legado estoico. El voluntarismo reseca el alma y uno de los fines del estoicismo es recrearla. Lo que llamamos “retos” o “metas” no son sino anteojeras que no permiten ver más que un único aspecto de la realidad y uno acaba estrellando el avión contra la montaña, como en el caso de Germanwings. Esas metas nos trabajan por dentro y parecen diseñadas para excluir la contemplación y la observación atenta y desinteresada. Frente a la tiranía de la meta, los estoicos pretendían desembarazarse de pasiones demasiado apremiantes y acaparadoras. De hecho, uno de sus signos distintivos fue considerar la poesía como medio legítimo de conocimiento. La lírica nos mantiene en una actitud abierta y nada sabe de metas y objetivos. La poesía era para los estoicos, sobre todo la de Homero, genuina paideia. Entender esto requiere ganar una libertad interior, no estar eternamente abducidos por el circo o las pantallas, una independencia moral, no la opinión general o el vocerío de Twitter, y trascender la dependencia de la persona respecto a su parte animal (en el supuesto de que el hombre es ese ser singular que, como decía Novalis, vive al mismo tiempo dentro y fuera de la naturaleza). Con ese “cuidado de sí”, que Marco Aurelio llamaba meditaciones, era posible lograr una autarquía ética que tendría una importancia decisiva en el pensamiento político griego.

No quedan muy lejos algunos ejemplos de estoicismo moderno. Wittgenstein cuenta que de joven experimentó esa sensación de que “nada podía ocurrirle”. Era un modo de decir que, ocurriera lo que le ocurriera (una bala perdida, un cáncer), sabría aprovechar la experiencia. Una actitud que le permitió asumir el puesto de vigía en medio del fuego cruzado durante la primera gran guerra. Algo parecido encontramos en Simone Weil, siempre arriesgándose, ya fuera en la fábrica de la Renault o en los hospitales de Londres, con la humildad como valor supremo, que hace que el ego no apague la llama de lo divino. Curiosamente, la actitud de estos dos grandes filósofos, en los que reviven los viejos ideales grecolatinos, contrasta con algunas obsesiones actuales. Desde el miedo al propio cuerpo, que requiere un examen continuado, hasta la obsesión por la seguridad (to feel safe, to feel at home). Como si un escáner o un refugio pudieran otorgar esa tranquilidad, como si hubiera que encerrarse para sentirse seguro. Mientras un mandatario reciente se preguntaba cuánto dinero necesitaba para sentirse seguro y, al no hallar la cifra, se consagró a amontonar capitales, Wittgenstein se exponía en la trinchera y Weil en la columna de Durruti.

El estoicismo supone, como apuntó Zambrano, la recapitulación fundamental de la filosofía griega. En este sentido fue y es tanto un modo de vida como un modo de estar en el mundo. Zenón de Citio, natural de la colonia griega de Chipre, figura como fundador de la escuela. Tenían algo en común con los cínicos, sobre todo la vida frugal y el desprecio de los bienes mundanos, y reflexionaron sobre el destino y la relación entre naturaleza y espíritu. Hubo un estoicismo medio (platónico, pitagórico y escéptico), pero los que dieron fama a la escuela fueron sus representantes romanos: un emperador, un senador y un esclavo. Todos ellos surgieron, como ahora, al abrigo del Imperio. Aquel imperio era militar, el de hoy es tecnológico. Imaginen ustedes a Zuckerberg abrazando el estoicismo; pues bien, eso es lo que hizo el emperador Marco Aurelio. Séneca nació en la periferia del Imperio, en la colonia bética de Hispania, pero fue una figura fundamental de la política en Roma, senador con Calígula y tutor de Nerón. Epicteto había llegado a la ciudad siendo un esclavo. Cuando fue liberado fundó una escuela, y aunque, siguiendo el ejemplo de Sócrates, no escribió nada, sus discípulos se encargarían de transmitir su legado.

Moralistas y contemplativos, todos ellos defendieron la vida virtuosa, la imperturbabilidad y el desapasionamiento, sentimientos todos ellos muy poco rentables para una sociedad del entretenimiento. El estoicismo conquistó gran parte del mundo político-intelectual romano, pero, a diferencia del 15-M, no cristalizó en “partido”, sino que se decantó en norma de acción y su influencia alcanzaría a grandes filósofos como Plotino o Boecio. No entraremos a describir su refinada lógica, pero merece la pena recordar que la subordinaban a la ética. Al contrario de hoy, al menos en el mundo financiero, donde el algoritmo domina la moral. Destaca en ella su doctrina de los indemostrables, probablemente de origen indio. Concebían el alma como un encerado donde se graban las impresiones. De ellas surgen las certezas (si el alma acepta la impresión) y los interrogantes (si es incapaz de ubicarla). Para los estoicos, el mundo era, como para nosotros, sustancialmente corporal, pero su física no niega lo inmaterial. Concibe la naturaleza como un continuo dinámico, cohesionado por el pneuma, un aliento frío y cálido, compuesto de aire y fuego. Heredaron de Heráclito el fuego como principio activo y primordial, del que han surgido el resto de los elementos y al que regresarán. Como el humor o el llanto, el pneuma no se desplaza, sino que se “propaga”, contagiando alegría o enfermedad.

Hoy no estaría de más poner en práctica algunos de sus principios. El imperativo ético de vivir conforme a la naturaleza, que nuestro planeta agradecería. El ejercicio constante de la virtud, o eudemonía, que permite el desprendimiento. Y, finalmente, lo que Nietzsche llamó el amor fati, la aceptación y querencia del propio destino, remedio eficaz para todo aquello que produce desasosiego. No puede decirse que estos principios proliferen en nuestros días. Si un viejo estoico pudiera asomarse a nuestro tiempo, vería, en las grandes desigualdades propiciadas por la economía financiera, un descuido de sí, un olvido de esa autonomía moral que evita que se desaten emociones como el miedo y la vanidad, que crean la codicia. Emociones contrarias a la razón del mundo que, en nuestro caso, es la razón del planeta.



Dibujo de Fernando Vicente para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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martes, 29 de diciembre de 2015

[A vuelapluma] Cosas que uno siente por Navidad



Belén navideño tradicional


Si hay algo que me pone de los nervios es la ignorancia pedante trufada de fanatismo. Reconozco que hay mucho gilipollas suelto (lo digo sin ánimo injurioso alguno, sino en el coloquial sentido que da al adjetivo la Real Academia Española) que piensa que los no creyentes en dioses trinos y unos somos seres arreligiosos, carentes de espiritualidad y personas de moral relajada, por no decir amorales absolutos... La verdad es que me da igual lo que piensen los susodichos, pero se equivocan.

Por citar un ejemplo de espiritualidad profunda entre los no creyentes, mencionaría a Simone Weil, la joven filósofa francesa, muerta en 1943 a los 34 años de edad. Quizá la pensadora europea que mejor ha sabido entender la esencia del cristianismo en el siglo XX; un cristianismo que no necesita la existencia de un Dios para convertirse en el centro de la existencia humana, y cuyas raíces se hunden en los mitos más antiguos de la humanidad y del pensamiento filósofico y teológico de la antigua Grecia. O si prefieren otro, quizá más accesible, el del también francés Albert Camus y su humanismo cristiano sin Dios.

A mi el mito cristiano de la Navidad me parece bellísimo, y lo sigo celebrando cada año con mi familia, con mis hijas y mis nietos, y perdónenme la irreverencia si alguien se siente ofendido, con mis gatos, que también son animalitos de Dios. Y todo ello, con independencia de que el mito no se sostenga en realidad alguna, y que tenga precedentes claros en otros mitos mucho más antiguos como los de Isis, en el antiguo Egipto, o el del dios Mitra (también nacido en una cueva, de madre virgen, un 25 de diciembre, y adorado por magos y pastores que le traen regalos un 6 de enero). Líquido, blanco y en botella... Vale: pues sí, leche.

Los mitos son una forma de pensar el mundo. Lo dijo el antropólogo francés, (¡vaya por Dios, hoy va todo de franceses!) Claude Lévi-Strauss en un erudito y bellísimo libro del que ya he hablado en ocasiones anteriores en el blog: Mitológicas. Lo crudo y lo cocido, mitos que construyen una explicación total del mundo en toda su riqueza, y en los que toda realidad -física, biológica y espiritual- está determinada por ellos y en ellos.

El escritor castellano-leonés Gustavo Martín Garzo publicaba hace unos años en El País por estas mismas fechas un entrañable artículo titulado El buey y los ángeles, rememorando las navidades de su infancia. Como a él, a mí también me resulta imposible desprenderme de esas figuras maltrechas por los años, los hijos, los nietos y los gatos, que configuran nuestro Belén en el mejor rincón de nuestro hogar; celebración anual de la Navidad, tan Navidad como la de los creyentes, y con la misma fe y esperanza en un mundo, aquí, ahora y en el futuro, mucho mejor que el que nosotros heredamos de nuestros padres. Y todo sin dejar de reconocer que no es más que un mito, pero un mito central, junto a la herencia cultural greco-latina, para poder comprender lo que es y significa Occidente y su forma de pensar. 

Y no sé si fiel a una tradición que desconozco o simple fruto del azar, me encuentro de nuevo hace unos días, en el mismo periódico, otro hermoso artículo de Gustavo Martín Garzo titulado El papagayo verde, que habla de compasión, silencios, bondad con los desconocidos, y el peso del mundo y la realidad, quizá influido una vez más por los sentimientos a que nos hace proclives la Navidad. Lo hace tomando como excusa el proceso de redacción de la novela Un corazón simple, de Gustave Flaubert. Una novela corta, nos cuenta Martín Garzo, para escribir la cual Flaubert necesitó cinco meses intensivos de trabajo. "¿No le parece que nuestros amigos se preocupan poco de la Belleza. Y sin embargo es en el mundo lo único importante?", le cuenta Flaubert por carta a su amigo Turguéniev sobre sus dificultades para terminarla. Y es que, como bien dice Martín Garzo en su artículo citado "el arte no habla de lo que tenemos sino de lo que nos falta, ofreciéndonos una segunda vida". 

Un corazón simple, nos cuenta Martín Garzo, habla de ese mundo de la pequeña burguesía rural que Flaubert conocía como la palma de su mano y que ya había retratado magistralmente en Madame Bovary. Su protagonista, sigue contándonos, es Félicité, una abnegada mujer que vive a la sombra de su señora, cuidando a sus hijos y ocupándose de las tareas de la casa. Flaubert se detiene con puntilloso realismo en los pormenores de esa vida insignificante y nos habla de sus pesares y pequeñas alegrías, y de los seres que van pasando por su vida: un novio poco delicado, los hijos de su ama, un sobrino, un anciano al que cuida en su enfermedad. Unos mueren, otros se van de su lado o sencillamente la olvidan, y Félicité se queda sola. Casi es una anciana cuando una familia de indianos se muda a la casa vecina. Ella vive pendiente de sus conversaciones animadas, de su afición a la música, de sus vestidos alegres. Tienen un loro, que se llama Loulou. Lo han traído de sus lejanas tierras y a Félicité le fascinan sus colores tan vivos, su voracidad, sus gritos desdeñosos, su mirada desafiante. Pero los indianos no se adaptan bien ni a los inviernos ni al rigor de las costumbres de la comarca, y deciden regresar a sus tierras. Y como el loro es un estorbo para ese viaje se lo regalan a Félicité. Su vida cambia desde entonces, ya que el loro se transforma en su única compañía. A tal punto se obsesiona con él que, cuando muere, Félicité manda disecarle y le construye en su propio cuarto un pequeño altar que se convierte en el centro más secreto de sus fantasías.

Y para colmar el vaso de las cosas que uno siente por Navidad, hoy mismo, una buena amiga a la que no veo hace muchos años pero con la que guardo una entrañable complicidad epistolar, me pregunta con íntimo desasosiego como es posible celebrar en paz con uno mismo estas fiestas entrañables cuando miles de seres humanos, refugiados de las crisis humanitarias que asolan Oriente Medio y África del Norte, caminan sin rumbo ni futuro por estas cristianas tierras de Europa, que les rechaza y les teme a la vez. "Es necesario algo más que buenos pensamientos por esta gente...", me dice al final de su carta. Y no sé qué contestarle, porque no tengo respuesta alguna.

Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. Y ¡Feliz Año Nuevo! HArendt



Isla de Lesbos, Grecia (U.E.), Diciembre de 2015



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sábado, 25 de octubre de 2014

Noche de Difuntos



Doña Inés y don Juan, en la famosa escena del sofá



Dentro de unos días el mundo católico y algunos países cristianos de origen anglosajón celebran la festividad de Todos los Santos. Una fiesta a la que sigue indisolublemente unida la noche de ese día, "Noche de Difuntos", ahora trivializada como tantas otras cosas para convertirla en fiesta de disfraces para niños y adultos infantilizados, como si de una celebración carnavalera anticipada se tratara.

Hoy día la fiesta de Todos los Santos, unida a la Noche de Difuntos, la llaman en todo el mundo la fiesta de "Halloween", contracción de la frase en inglés "all hallow's eve" (víspera de todos los santos), una celebración de origen celta que se celebra en los países anglosajones la noche del 31 de octubre y que se ha extendido prácticamente a todo el mundo occidental perdiendo por completo su sentido originario.

Las cosas ya no son como eran. Si eso es para bien o para mal, no soy quién para decirlo..., pero a mi me gustaba más lo de antes. Cuando era niño, a inicios de los 50 del pasado siglo, la "Noche de Difuntos" era mágica ¡y terrible! para mí. Sentado al calor del brasero bajo la mesa camilla, oí junto a mi madre durante años la retransmisión radiofónica del Don Juan Tenorio de Zorrilla lleno de miedo, emoción y asombro. Me encantaba la escena de la seducción de doña Inés por don Juan, aquella de "¿No es verdad, ángel de amor...?"; o esa otra en que, a punto de huir de Sevilla, lanza su famoso "¡Llamé al cielo y no me oyó...!", pero cuando de verdad los pelos se me ponían de punta, literalmente, era cuando el espíritu del comendador, don Gonzalo de Ulloa, invitado sacrílegamente por don Juan en el cementerio a cenar aquella noche en su casa, se presenta a la misma con sus llamadas a las puertas de la casa que iban sonando cada vez más cercanas...

Durante años escuché el "Don Juan" con la cabeza apoyada sobre los brazos simulando dormir pero emocionado hasta los tuétanos; o ayudando a mi madre a separar a mano y una por una las lentejas, o desgranando las judías verdes, que ella cocinaría al día siguiente para todos nosotros; son cosas que no se olvidan... Mis hermanos mayores, sabedores de mis miedos y emociones, cuando llegaba la escena de la aparición del comendador golpeaban las puertas de nuestra casa para asustarme..., ¡y bien que lo conseguían, los muy c...! Esa noche me resultaba difícil conciliar el sueño, y cuando lo lograba era para ser presa de una especie de duermevela agitada que duraba hasta el alba, en la que los esqueletos de los difuntos salían de sus féretros, con sombreros de copa, y se ponían a bailar sobre las tumbas...

Yo sigo prefiriendo recordar esa noche el mito universal, y tan español, de "Don Juan". Quiza por eso, en estas fechas próximas a la noche mágica de Difuntos, o de "Halloween" si lo prefieren, intento releer y disfrutar una vez más el "Don Juan Tenorio" (1844), de José Zorrilla, o su antecedente directo, "El burlador de Sevilla" (1617), de Tirso de Molina. Pueden leer ambas obras en los enlaces de más arriba, pero si no tienen ganas de leer, esperen a la doce de la noche del 1 de noviembre y disfruten de este vídeo, rescatado de los archivos de RTVE, con la representación del "Don Juan Tenorio" de Zorrilla en un "Estudio 1" de 1966, dirigido por Gustavo Pérez Puig, con el actor Francisco Rabal en el papel de don Juan y la actriz Concha Velasco en el de doña Inés. Es un auténtico lujo, se lo aseguro.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Los espíritus de doña Inés y del comendador se disputan el alma de don Juan




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martes, 6 de agosto de 2013

La esencia del cristianismo es Cristo, no Dios...





Pantócrator de San Clemente de Taüll (Cataluña, España)



No soy creyente, así que no se me desanimen de entrada por el epígrafe. Lo cual no quiere decir que no me interese el fenómeno religioso. Si me permiten la aparente contradicción, diría que nos preocupa más la religión a los no creyentes que a los obispos; desde luego más que a la mayoría de los obispos y cardenales españoles, seguro.

Me da pie a esta entrada una historia, ignoro si real o apócrifa, que se atribuye al obispo de Roma, Francisco, cuando siendo aún obispo de Buenos Aires, una mujer se le acercó para pedirle que rogara por su hijo, que había perdido la fe y apartado de la iglesia. Le preguntó a su vez el obispo a la mujer: ¿Sigue su hijo siendo una buena persona que se interesa por los demás? La mujer le repondió que sí. Entonces quédese tranquila; su hijo sigue creyendo en lo único que debe creer, fue su respuesta.

El teólogo José María Castillo, en su obra "La humanidad de Dios" (Trotta, Madrid, 2012) es rotundo: "La esencia del cristianismo es Cristo, no Dios". Con similares palabras se pronuncia también el teólogo Hans Küng: "El cristianismo, esencia e historia" (Trotta, Madrid, 1997). Y no parece distinto el planteamiento del antropólogo y jesuita Teilhard de Chardin en "El fenómeno humano" (Taurus, Madrid, 1965). ¿Todos ellos son herejes? No voy a entrar en esa discusión, pero comparto sus criterios.

Como comparto el de la filosofa francesa Simone Weil, judía, educada en el ateísmo, pero muy cercana al misticismo católicocon una cita que he repetido ya en este blog en numerosas ocasiones: Si el Evangelio omitiera toda mención de la resurrección de Cristo, la fe me sería más fácil. La Cruz sola me basta. ("Carta a un religioso": Trotta, Madrid, 1998).

Ando releyendo y anotando estos días "La esencia del cristianismo" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1996) del filósofo alemán Ludwig Feuerbach, uno de los críticos más agudos de la religión, en general, y del cristianismo en particular. Es un libro complejo, pero revelador, que en el momento de su publicación (1841) conmocionó la filosofía alemana. Su tesis central es que Dios no es sino la proyección exterior de la esencia humana. 

En la página 249 de la edición citada hay un largo párrafo cuya lectura provocó en mí una especie de "exaltación" que me hizo recordar todas las lecturas citadas más arriba (y otras que no vienen al caso) y que me reconfortó sobremanera en mi propio posicionamiento sobre el fenómeno religioso. Espero que les resulte interesante. Dice así: "La expresión inequívoca, el símbolo característico de esta unidad inmediata de género e individuo en el critianismo es Cristo, el verdadero Dios de los cristianos. Cristo es el modelo, el concepto existente de la humanidad, la suma de todas las perfecciones morales y divinas,con exclusión de todo lo negativo e imperfecto; hombre puro, celestial y sin pecado, es el hombre del género, el Adán Kadmon, pero no como la totalidad del género, de la humanidad, sino inmediatamente como un individuo, como una persona. Cristo, es decir, el Cristo cristiano, no es por lo tanto, el centro sino el término de la historia. Esto resulta tanto del concepto como de la historia. Los cristianos esperaban el fin del mundo y de la historia. Cristo mismo profetiza en la Biblia, a pesar de todas las mentiras y sofismas de nuestros exégetas, clara y distintamente el cercano fin del mundo. La historia se apoya en la diferencia de individuo y especie. Allí donde termina esta diferencia se acaba la historia, se pierde el sentido y la inteligencia de la historia. No le queda al hombre más que la contemplación y la apropiación de este ideal realizado y el vacío instinto de propagación: la predicación que enseña que Dios se ha manifestado y que el fin del mundo ha llegado."

Les recomiendo la lectura del artículo de Antonio Piñero en el último número de Revista de Libros (julio/agosto, 2013) titulado "La divinización de Jesús". Y si lo desean, pueden acceder y descargar el texto completo de "La esencia del cristianismo", de Ludwig Feuerbach, en este enlace. Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt





Ludwig Feuerbach (1804-1872)





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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)