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jueves, 17 de julio de 2014

Ateos y creyentes: para comenzar, respeto mutuo




El sacrificio de Ifigenia, de B. Flemal (1614-1675)




Creo que ya he comentado anteriormente que mis dos personajes favoritos de ficción, ambos femeninos, ambas griegas, son la inocente Ifigenia de Eurípides y la valerosa Antígona de Sófocles. Los masculinos, también de ficción, ambos españoles, el pícaro a la fuerza Lázaro de Tormes de Alfonso de Valdés, y el idealista Don Quijote de La Mancha de Miguel de Cervantes. En cuanto a personajes de la vida real, entre mis contemporáneos más admirados, citaría dos mujeres, la politóloga norteamericana Hannah Arendt y la filósofa francesa Simone Weil, ambas judías, ambas ateas, y dos hombres, el teólogo suizo Hans Küng y el paleontólogo y filósofo francés Teilhard de Chardin, ambos sacerdotes católicos. 

De Hannah Arendt me impresionó sobre todo su libro "Los orígenes del totalitarismo", aunque he leído casi toda su obra; de Simone Weil, su "Carta a un religioso", me dejó una huella profundísima. Y de Teilhard de Chardín, del que tambíen he leído varios de sus libros, el que me produjo más impacto fue sin duda "El fenómeno humano". Pero hoy quería hablar sobre todo de la vida y la obra del controvertido teólogo católico Hans Küng.

De Küng lo último que he leído con inmensa curiosidad y placer ha sido el segundo tomo de sus memorias: "Verdad controvertida. Memorias", que abarca el periodo 1968-2007, con episodios tan relevantes como su enfrentamiento con el Santo Oficio romano (la Inquisición actual), la prohibición de enseñar dictada contra él por el papa Juan Pablo II, y las relaciones primero amistosas y luego tirantes, pero siempre respetuosas, con su ex-compañero de cátedra en la Universidad de Tubinga, Josep Ratzinger, el anterior papa Benedicto XVI.

No estoy intentando crear un paralelismo entre ellos, pero si el personaje de Lázaro es el ejemplo perfecto del trepa para sobrevivir, e Ifigenia cautiva por su inocente voluntad de entrega a los dioses hasta el sacrificio, los de Antígona, Don Quijote, Arendt, Weil, Teilhard de Chardin y Küng, son paradigmas de la voluntad de defender contra todos y frente a todos, su libertad de criterio y opinión, en búsqueda de la verdad. Al menos de su verdad.

Mi primera lectura de Küng fue su monumental "Ser cristiano" (1974), hace más de treinta años, que devoré durante unas vacaciones familiares en Mallorca. Luego, más tarde, seguirían "¿Existe Dios? Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo" (1978), "Proyecto de una ética mundial" (1990), "El judaísmo. Pasado, presente, futuro" (1991), "El cristianismo. Esencia e historia" (1994), "Libertad conquistada. Memorias" (2002), "Credo. El símbolo de los apóstoles explicado al hombre de nuestro tiempo" (2007), y algunas otras más que no cito para no resultar cansino. También durante muchos años estuve suscrito y fui lector fiel de la edición española de la revista internacional de teología "Concilium", fundada por él.

Ninguna de estas lecturas, ni de otras muchas sobre el cristianismo y las religiones de la tierra, ha hecho tambalear mi falta de fe en dios o en la vida eterna. Sigo sin creer ni en uno ni en la otra, pero que nadie confunda falta de fe con falta de respeto por el fenómeno religioso, que no sólo no me es ajeno, sino que me sigue interesando profundamente. Creo que todos saldríamos ganando, ateos y creyentes, si aprendiéramos a respetarnos y no inmiscuirnos en las creencias o no creencias ajenas. Respeto mutuo y cada uno a lo suyo. 

Al mes justo de la muerte de su autor, el teólogo español Casiano Floristán, compañero de Hans Küng en la Universidad de Tubinga, la revista El Ciervo publicaba un hermoso artículo de homenaje a su colega suizo, titulado "Hans Küng, un teólogo muy generoso", que es un estupendo resumen de las vicisitudes teológicas, personales y vitales del gran teólogo católico. Me ha resultado imposible encontrar el enlace en línea a dicho artículo, así que lo reproduzco literalmente. Les dejo con él:

"Vi por primera vez a Hans Küng en junio de 1960, en el patio del seminario católico Wilhelmstift de Tubinga con su pelo ondulado, tupé rubio, gafas “Truman”, tez curtida por los aires y soles del montañismo y la natación, mirada socarrona, sonriente y apuesto. Iba con sandalias sin calcetines, más parecido a un franciscano de Asís que a un jesuita de Roma. Sospecho que sus zapatos los dejó en el Colegium Germanicum et Hungaricum de Roma, donde cursó tres años de filosofía y cuatro de teología (1948-1955). Llamativo contraste: mientras que algunos españoles subíamos a Alemania a estudiar teología, un suizo-alemán bajaba a cursarla en la Gregoriana de Roma. Dice Küng en sus memorias con ironía: “La Roma católica me convirtió en un católico frente a la Roma de la curia”. Ejemplar conversión.

Hans se ordenó sacerdote diocesano el 9 de mayo de 1955 y celebró su primera misa en la cripta de San Pedro, debajo de la cúpula vaticana, sin que se conmovieran sus cimientos. Sin duda, hubo amigos y familiares sólidamente cristianos que rezaron para que el misacantano saliese airoso de sus futuros combates con los responsables de la curia romana. Ese día le rodearon sus padres y hermanos. Todos han hecho piña a su alrededor cuando ha recibido un premio académico o un monitum de la Congregación de la Doctrina de la Fe, otrora Santo Oficio, vigilado por los cardenales, Ottaviani primero, y Ratzinger después.

Al volver de estudiar en Roma y pasar por su casa familiar de Sursee, pueblo suizo donde había nacido en 1928, camino de París para obtener su doctorado, se puso unos zapatos ecuménicos del almacén de su padre, comerciante de calzados, con cuya compraventa se ganaba el pan y las salchichas para su familia numerosa.

En los dos años de París redactó brillantemente su tesis sobre la justificación en Karl Barth, teólogo protestante suizo, con quien trabó gran amistad. La publicación de su trabajo causó sensación, tanto en los medios teológicos católicos como en los protestantes. Empezó a ser conocido en toda Europa, a repensar la teología de arriba abajo y a ser vigilado por monseñores germanos y romanos. Los guardias suizos del Vaticano –por respeto a su paisano– quedaron al margen.

Entonces recibió la llamada de la Universidad de Tubinga. Se hizo cargo a sus 32 años de la cátedra de teología fundamental en la Facultad de Teología Católica. Justamente en enero de 1959, un año antes, había convocado Juan XXIII el Vaticano II. Casualmente yo había aprobado en diciembre de 1959 mi tesis sobre las relaciones entre la pastoral alemana y la sociología religiosa francesa, bajo la dirección del pastoralista Arnold. Por Arnold supe que el claustro de la Facultad católica de Tubinga había aceptado en 1959 a Hans Küng como catedrático en lugar de Urs von Balthasar, exquisito teólogo de la estética, la dramática y la música celestial.

Por cierto, yo regresé de Tubinga a mi diócesis de Pamplona con mi doctorado en pastoral. Al parecer era el primero que obtenía este título en España. Un cura navarro guasón, amigo mío, me presentó a los sacerdotes diocesanos así: este es Casiano, primer pastoralista de España y quinto de Alemania.

Volvamos a Tubinga. Los profesores Küng y Ratzinger, de la misma edad, coincidieron amigablemente tres años en la Facultad de Teología de esa preciosa ciudad, de 1965 a 1968. La revuelta estudiantil del 68 ahuyentó a Ratzinger de la Tubinga liberal a la Babiera conservadora y afianzó a Küng en su cátedra, tapizada de libertad y de verdad. Uno llegó a ser el vigilante de la fe y otro el vigilado. Ratzinger se apuntó a las decisiones inquisitoriales y Küng a las preguntas inquisitivas.

En poco tiempo se hizo Hans con el dominio de las principales lenguas europeas. Lo pude comprobar anualmente en las reuniones de la revista internacional Concilium, durante la semana de Pentecostés, a lo largo de dieciocho años, a partir de 1973, en cuyo consejo editorial ingresé con Gustavo Gutiérrez. La revista Concilium había sido fundada en 1964 por los teólogos Rahner, Congar, Schillebeeckx y Küng. Las discusiones de Küng con los colegas germanos, franceses y angloamericanos sobre cualquier tema, en cualquier idioma, eran admirables. En 1975 fui a la reunión anual de Concilium, aquel año en Nimega, con la encomienda –por parte de unos curas de Vallecas– de traer una buena suma de marcos o dólares para pagar las homilías multadas de aquellos clérigos inquietos y ayudar a los curas que estaban en la cárcel concordataria de Zamora jugando al mus. Pasé la gorra y obtuve el equivalente de lo que entonces costaba un Seat 600. No sólo fue Küng el más generoso, sino que me dijo: “Si no basta, me lo dices”.

Al final del encuentro nos predicaban Rahner o Congar –uno sordo y otro en silla de ruedas–, pero maestros espirituales indiscutibles de la eucaristía final, celebrada en gregoriano y en latín. Menos mal que nunca se asomó por allí un grupo de progres del 68 para increparnos de reaccionarios. Definitivamente quedé admirado de aquellos grandes teólogos: eran piadosos y cantaban bien el gregoriano. Hans Küng sabía más latín que los demás, ya que lo había perfeccionado en Roma a base de silogismos.

Soy testigo del cambio que, por influencia de Gustavo Gutiérrez y Leonardo Boff, hicieron los teólogos de Concilium respecto de la teología de la liberación, reconocida con magnanimidad. Hubo quienes aprendieron castellano para leer directamente los textos básicos latinoamericanos, editados en España, que yo me encargué de que los recibieran.

Las críticas de Küng sin pelos en la lengua a la curia romana han sido siempre claras y contundentes. “La nueva teología conciliar y posconciliar –afirma– apenas ha entrado en la curia”, en la que “se mantienen los privilegios y prerrogativas romanos usuales desde la Edad Media”. No cede Hans a los chantajes, huye de los aduladores y no se considera un “lobo solitario” ni un teólogo con “afecto antirromano”.

Nombrado en 1962 por Juan XXIII “perito conciliar”, trabajó activamente en el Vaticano II. Vivió paso a paso las cuatro sesiones conciliares, examinó los esquemas y los juzgó con lucidez singular. Como sabía escribir muy bien en latín, redactó muchas propuestas para que los obispos amigos renovadores las llevasen al aula conciliar. “No pongas mi intervención en un latín demasiado culto –le dijo una vez el cardenal belga Suenens– porque los obispos del Concilio no lo entienden. Hazlo en un latín macarrónico”.

Küng reconoce que el Concilio aceptó una serie de propósitos reformadores centrales. “A pesar de todas las decepciones –afirma–, el Concilio ha merecido la pena”.

Describe en el primer tomo de sus memorias los rasgos de los papas Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI con vigor y sin acritud, con seriedad y una buena dosis de humor. Esperamos su juicio sobre Juan Pablo II en el segundo tomo. Retrata a los grandes teólogos que ha conocido, valora y pondera sus contribuciones, admira a los exégetas seriamente documentados y muestra sintonía con los métodos histórico-críticos, que conoce y utiliza. Perito oficial del Vaticano II, ha sido discutido por sus escritos. Propuesto en una consulta popular como candidato al obispado de Basilea, la Congregación de la Doctrina de la Fe le retiró en 1979 la misión canónica de enseñar en la Facultad de Teología de Tubinga. No podía ser considerado teólogo católico. Pienso que esto le ocurrió, no sólo por sus consideraciones teológicas, sino por sus desconsideraciones respecto del Papa y del Opus.

No obstante, siguió en esta prestigiosa universidad estatal como profesor interfacultativo de teología ecuménica por decisión del rectorado. Su lema es “decir una palabra clara, con franqueza cristiana, sin miedo a los tronos de los prelados”. Cuando le dicen “siempre fue así”, contesta: “¿Fue siempre así? ¿Y tiene que ser siempre así?” Le han acusado de que ha hecho todo “demasiado pronto”, como si esto fuera un desvarío. “Los teólogos –sentenció en una ocasión– no producen las crisis; simplemente las señalan”.

Al acabar la segunda sesión del Vaticano II en 1963, fue retirado de la circulación un libro suyo sobre el Concilio. Al terminar el Vaticano II provocaron muchas discusiones sus obras sobre la Iglesia y sus estructuras. En 1970 levantó una gran polvareda su reflexión sobre la infalibilidad. Son incisivos sus últimos libros sobre la Iglesia Católica y sobre la mujer. Permanentemente crítico frente al “sistema romano", ha mantenido con coraje su pertenencia activa a la Iglesia o –como él mismo señala–, a su “terruño espiritual”, que es el cristianismo.

Hans conoce los problemas culturales de nuestra época, la tradición cristiana, la situación espiritual de cada momento, el presente de las Iglesias y las grandes religiones hoy activas. Es maestro como expositor, tiene antenas para captar la modernidad y la posmodernidad, sintetiza investigaciones exegéticas e históricas y acuña brillantemente nuevas interpretaciones teológicas. Ha dado la vuelta al mundo por lo menos dos veces. Por eso escribe –como lo recalca él mismo– desde un “horizonte universal”.

Uno de los grandes temas que ha tratado Hans Küng es la esencia del cristianismo. Su respuesta es contundente: “No hay cristianismo sin Cristo”. Por eso el cristianismo como religión no es meramente una idea (justicia o amor, por ejemplo), ni unos dogmas (cristológicos o trinitarios), ni una cosmovisión (frente a visiones ateas), sino la persona de Cristo Jesús. Jesucristo es la figura básica viviente de los cristianos, el centro del cristianismo. Sin Jesucristo no hay historia del cristianismo, ni reunión de cristianos.

Creó la Fundación Ética Mundial, de la que es director desde 1995, dedicada al fomento del diálogo interreligioso sobre postulados éticos. Ha logrado en poco tiempo que su Proyecto de ética mundial se extienda por todo el mundo, traducido a quince idiomas.

Vino a Madrid en la primavera de 1957 a estudiar español, vivió en la Mutual del Clero y asistió a una corrida de toros y decidió no volver más. Como a mí me gustan los toros y estamos en España, me atrevo a decirle a Hans que sabe torear divinamente astados escolásticos, brinda desde el centro del ruedo a un gentío universal sentado democráticamente en la plaza, pone banderillas a miuras que saben latín, da naturales con la izquierda a victorinos curialistas y ejecuta la suerte de matar a la primera, después de haber recibido algunas volteretas y cornadas clericales. Al final, ovación, dos orejas, vuelta al ruedo y salida a hombros por la puerta grande conciliar".


"Hans Küng, un teólogo muy generoso"
Casiano Floristán

Sean felices, por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt




El teólogo Hans Küng






Entrada núm. 2109
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Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)

martes, 6 de agosto de 2013

La esencia del cristianismo es Cristo, no Dios...





Pantócrator de San Clemente de Taüll (Cataluña, España)



No soy creyente, así que no se me desanimen de entrada por el epígrafe. Lo cual no quiere decir que no me interese el fenómeno religioso. Si me permiten la aparente contradicción, diría que nos preocupa más la religión a los no creyentes que a los obispos; desde luego más que a la mayoría de los obispos y cardenales españoles, seguro.

Me da pie a esta entrada una historia, ignoro si real o apócrifa, que se atribuye al obispo de Roma, Francisco, cuando siendo aún obispo de Buenos Aires, una mujer se le acercó para pedirle que rogara por su hijo, que había perdido la fe y apartado de la iglesia. Le preguntó a su vez el obispo a la mujer: ¿Sigue su hijo siendo una buena persona que se interesa por los demás? La mujer le repondió que sí. Entonces quédese tranquila; su hijo sigue creyendo en lo único que debe creer, fue su respuesta.

El teólogo José María Castillo, en su obra "La humanidad de Dios" (Trotta, Madrid, 2012) es rotundo: "La esencia del cristianismo es Cristo, no Dios". Con similares palabras se pronuncia también el teólogo Hans Küng: "El cristianismo, esencia e historia" (Trotta, Madrid, 1997). Y no parece distinto el planteamiento del antropólogo y jesuita Teilhard de Chardin en "El fenómeno humano" (Taurus, Madrid, 1965). ¿Todos ellos son herejes? No voy a entrar en esa discusión, pero comparto sus criterios.

Como comparto el de la filosofa francesa Simone Weil, judía, educada en el ateísmo, pero muy cercana al misticismo católicocon una cita que he repetido ya en este blog en numerosas ocasiones: Si el Evangelio omitiera toda mención de la resurrección de Cristo, la fe me sería más fácil. La Cruz sola me basta. ("Carta a un religioso": Trotta, Madrid, 1998).

Ando releyendo y anotando estos días "La esencia del cristianismo" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1996) del filósofo alemán Ludwig Feuerbach, uno de los críticos más agudos de la religión, en general, y del cristianismo en particular. Es un libro complejo, pero revelador, que en el momento de su publicación (1841) conmocionó la filosofía alemana. Su tesis central es que Dios no es sino la proyección exterior de la esencia humana. 

En la página 249 de la edición citada hay un largo párrafo cuya lectura provocó en mí una especie de "exaltación" que me hizo recordar todas las lecturas citadas más arriba (y otras que no vienen al caso) y que me reconfortó sobremanera en mi propio posicionamiento sobre el fenómeno religioso. Espero que les resulte interesante. Dice así: "La expresión inequívoca, el símbolo característico de esta unidad inmediata de género e individuo en el critianismo es Cristo, el verdadero Dios de los cristianos. Cristo es el modelo, el concepto existente de la humanidad, la suma de todas las perfecciones morales y divinas,con exclusión de todo lo negativo e imperfecto; hombre puro, celestial y sin pecado, es el hombre del género, el Adán Kadmon, pero no como la totalidad del género, de la humanidad, sino inmediatamente como un individuo, como una persona. Cristo, es decir, el Cristo cristiano, no es por lo tanto, el centro sino el término de la historia. Esto resulta tanto del concepto como de la historia. Los cristianos esperaban el fin del mundo y de la historia. Cristo mismo profetiza en la Biblia, a pesar de todas las mentiras y sofismas de nuestros exégetas, clara y distintamente el cercano fin del mundo. La historia se apoya en la diferencia de individuo y especie. Allí donde termina esta diferencia se acaba la historia, se pierde el sentido y la inteligencia de la historia. No le queda al hombre más que la contemplación y la apropiación de este ideal realizado y el vacío instinto de propagación: la predicación que enseña que Dios se ha manifestado y que el fin del mundo ha llegado."

Les recomiendo la lectura del artículo de Antonio Piñero en el último número de Revista de Libros (julio/agosto, 2013) titulado "La divinización de Jesús". Y si lo desean, pueden acceder y descargar el texto completo de "La esencia del cristianismo", de Ludwig Feuerbach, en este enlace. Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt





Ludwig Feuerbach (1804-1872)





Entrada núm. 1929
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