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miércoles, 13 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Partitocracia






Si los partidos se deben a la ciudadanía en general, afirma en el A vuelapluma de hoy [La partitocracia. ABC, 4/5/2020] José Manuel Otero Lastres, jurista, académico electo de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, convendría que dejasen de atender a sus propias necesidades profesionales y que tuviesen en cuenta que su previsión constitucional es para articular la participación política con vistas a la defensa de la voluntad popular y el aseguramiento de la convivencia democrática conforme a un orden económico y social justo. 

"Si alguien acude al Diccionario de la RAE en busca del significado de «partitocracia», comienza diciendo Otero Lastres, se encontrará con que dicha palabra no figura entre las 80.000 que lo forman. ¿Quiere decir que no existe? Evidentemente, no. Nos dirán oficialmente que la razón de su no inclusión en el Diccionario es que no es una palabra de uso común extendido en un ámbito representativo. Y puede que tengan razón. Pero tengo para mí que el verdadero motivo es que a «partitocracia» no le gusta que hablen de ella, prefiere pasar inadvertida por temor a que llegue a saberse lo que significa y qué se esconde tras ella.

A poco que se tenga un mínimo de intuición se advertirá que se trata de un término que conjuga dos palabras «parti» (alusiva a los partidos políticos) y «cratos» (que refiere a «poder»). De tal suerte que hablar de «partitocracia» viene a significar el «poder de los partidos políticos»; o dicho con mayor rigor que el poder democrático ha acabado acumulándose en los partidos políticos.
Así las cosas, lo primero que hay que preguntarse es si es esto lo que establece la Constitución, si nuestra Carta Magna nació con el designio de que el poder en el sistema democrático descansase por entero en los partidos políticos.

El artículo 6 de la Constitución dispone que «los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos». La lectura de este precepto advierte de que de las dos grandes fórmulas de articular la participación ciudadana, la democracia directa y la democracia representativa, nuestra Ley de Leyes optó por esta última. Los ciudadanos eligen a sus representantes en las dos Cámaras, y los diputados invisten al presidente del Ejecutivo.

Pues bien, creo no exagerar ni un ápice si digo que la puesta en práctica del sistema diseñado en nuestra Constitución se ha traducido a lo largo de estos años en una concentración formidable del poder democrático en los partidos políticos que se han hecho señores y dueños de la actividad política. Es verdad que en nuestra Constitución hay división de poderes y que, en consecuencia, cada poder tiene su propio ámbito competencial y de actuación. Pero no lo es menos que las personas titulares de esos poderes provienen, si no en su totalidad, sí en una parte claramente mayoritaria, de las decisiones de los partidos. Es el partido el que confecciona las listas, que además son cerradas, para concurrir a las elecciones, sean generales, autonómicas y municipales; son los partidos los que determinan el candidato que va a ser investido presidente del Gobierno y de los demás gobiernos locales; y son los partidos, aunque aquí su influencia no es absoluta como en los otros dos poderes, los que se reparten el Consejo del Poder Judicial e influyen en la designación de los magistrados de los más altos tribunales.

¿Deseaba el legislador constitucional que acumularan tanto poder los partidos políticos cuando habló de su función de concurrir a la formación y manifestación de la voluntad popular? ¿Quería eso mismo cuando los configuró como instrumentos fundamentales para la participación política? ¿Responden en su funcionamiento a los principios democráticos? No soy un experto en Derecho Constitucional, pero me temo que no.

En tanto que asociaciones de personas, los partidos tienen que descansar en unos órganos permanentes que articulan sus actuaciones en los distintos ámbitos de la política. Lo que tal vez nunca imaginó el Constituyente fue que la actividad política se iba a profesionalizar progresivamente. Y no solo en un partido político, sino en todos. Por eso, en todo lo que sea crear nuevas oportunidades políticas profesionales (idear nuevos puestos y cargos) y mantener abiertos los ya existentes, el interés de todos los partidos es coincidente. Razón por la cual sus conductas serán siempre en esos puntos conscientemente paralelas, porque de lo que hoy dispones tú, cuando se produzca la esperada alternancia en el poder, lo disfrutaré yo.

De suerte que quienes no participan en la generación de la riqueza, sino solo en su administración y tienen por misión gestionar los intereses de la generalidad, de lo que cuidan por encima de todo es de su profesión, pues en eso se ha convertido la política para gran parte de los que viven durante años de practicarla. Y esto no es defender los intereses generales de la ciudadanía, sino actuar corporativamente en defensa de sus intereses profesionales de grupo.

Hay como una especie de defensa del gremio «político» por encima del sagrado interés del pueblo. Por eso, se entiende que casi nunca el que esté en el poder, y sea del partido que sea, tome decisiones que perjudiquen al «gremio» en su conjunto, como por ejemplo, reducir el número de los políticos profesionalmente ocupados en los puestos de diputados, senadores, parlamentarios autonómicos, etcétera.

Lo malo de todo lo que antecede es que son ellos, como profesión, los que tienen el poder. Y, en consecuencia, tienen bajo control todas las medidas que pueden beneficiar o perjudicar al «gremio». En los años que llevamos de democracia, hemos visto tanto que actúan por unanimidad para subirse los sueldos y mejorar los privilegios inherentes al cargo, como rechazar cualquier medida perjudicial para el «gremio», como cuando hubo intentos por reducir los puestos en los parlamentos autonómicos.

Si los partidos se deben a los votantes, simpatizantes, militantes, dirigentes y, por encima de todos, a la ciudadanía en general, convendría que dejasen de atender a sus propias necesidades profesionales y que tuviesen en cuenta, y cada vez más, que su previsión constitucional es para articular la participación política con vistas a la defensa de la voluntad popular y el aseguramiento de la convivencia democrática conforme a un orden económico y social justo. No para convertirse en un conjunto de personas que ejercen un empleo duradero en el ámbito del poder político".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 12 de septiembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Se buscan políticos; razón, epidemia...





Los abandonos de Domènech y Sáenz de Santamaría exponen el desgaste de un oficio desprestigiado, escribe en El País su columnista Rubén Amón: La política no está fuera de la sociedad, pero la tentación de desprestigiarla y el desgaste que supone desempeñarla implica que muchos profesionales adecuados hayan emprendido otras alternativas menos perseguidas y devaluadas. La precariedad de nuestros líderes contemporáneos podría atribuirse a la singularidad generacional, pero también cabría preguntarse hasta qué extremo la política ahuyenta a las mujeres y los hombres cabales por haberse convertido en un camino excesivo de heroísmo o de vanidad. 

No estaba prevista la “espantá” de Xavi Domènech, comienza diciendo Amón,  y sí parecía inminente la retirada de Soraya Sáenz de Santamaría, pero uno y otro caso, no digamos el abandono de Mariano de Rajoy, acreditan el feroz desgaste de la política, la sobreexposición de sus artífices y sus protagonistas.

La opinión pública reniega de ellos a semejanza de una estirpe maldita, así es que el desprestigio de la profesión desdibuja el espacio institucional y conlleva el peligro de una crisis de vocaciones. ¿Qué razones habría para dedicarse a la política?

Las razones para eludirla como oficio o devoción se amontonan. Y no solo por la precaria remuneración de la mayoría de los cargos públicos, sino porque la vida del político queda escrutada desde el primer balbuceo -del primer tuit, de la primera borrachera- y porque la eventualidad de una imputación -haya o no condena después- equivale a la muerte civil.

Predominan los políticos honestos y las gestiones transparentes, pero la escandalera de los casos de corrupción y los procesos de descapitalización que emprenden los propios partidos -purgas, ajustes, catarsis...- malogran cualquier expectativa de rehabilitación gremial. De hecho, la nueva política busca caminos de credibilidad y de tolerancia castigándose con la devaluación de los propios sueldos. Como si el dinero alojara un veneno. Y como si no fuera precisamente la emancipación salarial el reflejo de un mérito y la garantía contra las tentaciones del sobre, la comisión, la prosaica recalificación de un terreno.

Resulta tentador y hasta supersticioso restringir el problema de la corrupción española a la clase política, incluso conviene establecer una jerarquía de la responsabilidad, pero ya escribía el economista italiano Slyos Labini que la corrupción no arraiga en una sociedad sana. Y la nuestra se resiente de la picaresca antropológica, de los resabios posfranquistas, de la falta de ejemplaridad en que incurren las instituciones, la clase política y la Administración, es verdad, pero también del comportamiento mimético de los ciudadanos en la estrategia de los atajos.

No siendo noruegos ni daneses, los españoles nos hacemos los suecos. Exageramos la corrupción ajena sin reparar en la propia. Y engendramos, vuelta a vuelta, la sociedad mareante de la desconfianza y de la suspicacia, muchas veces mamando del mismo Estado al que hacemos trampas.

La política no está fuera de la sociedad, pero la tentación de desprestigiarla y el desgaste que supone desempeñarla implica que muchos profesionales adecuados hayan emprendido otras alternativas menos perseguidas y devaluadas. La precariedad de nuestros líderes contemporáneos podría atribuirse a la singularidad generacional, pero también cabría preguntarse hasta qué extremo la política ahuyenta a las mujeres y los hombres cabales por haberse convertido en un camino excesivo de heroísmo o de vanidad.




La exvicepresidenta del gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

jueves, 22 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] Publicistas y política





Los publicistas tienen un brillante futuro en la política: Nadie lee los programas y triunfan los movimientos o partidos liderados por personajes no sometidos a reglas democráticas internas, escribe en El País la periodista y escritora Gabriela Cañas.

En las democracias vivimos en una permanente contradicción de manera que a veces la sustancia es lo accesorio y viceversa, comienza diciendo. Vemos tan de cerca a los líderes políticos, se cuelan con tanta naturalidad en nuestras vidas a través de los medios, que un mal gesto o una afirmación inconveniente pueden echar por la borda todo el programa político que defienden.

Las elecciones francesas del pasado año fueron paradigmáticas. Los dos grandes partidos del país vecino celebraron primarias. Los contendientes expusieron y debatieron ampliamente sus proyectos. Pero en las urnas ganaron dos personajes que nunca se sometieron a tan intensa evaluación: Marine Le Pen y Emmanuel Macron.

Los franceses votaron a Macron sin saber si su primer ministro sería socialista, conservador o de centro. El movimiento lanzado por él era una estructura vertical en la que la ley fundamental era la voluntad del líder, pero encandiló su gesto, su perfil exitoso, su europeísmo y su desafío a los partidos clásicos. Y ganó frente a los politólogos que poco antes de las elecciones insistían en que el centro nunca ha cosechado en Francia más del 20% de los votos.

El triunfo de Donald Trump en Estados Unidos tampoco lo previeron los politólogos. Llegar a la Casa Blanca sin apenas apoyo de su partido, con la vaga promesa de recuperar la grandeza del país, de frenar la inmigración y de dejar sin seguro sanitario a millones de personas —él, que es multimillonario— parecía una misión imposible. No lo fue.

En España, los partidos están obligados por la Constitución a funcionar de forma democrática, precepto que no siempre se cumple, y la gente no se pregunta por qué Albert Rivera se eterniza en el liderazgo y se apasiona por saber si Mariano Rajoy se retira o no porque ello solo depende de sí mismo.

El PSOE ha aprobado sus nuevas reglas. Introduce normas para seleccionar a sus cabezas de lista y obliga a consultar a las bases para suscribir pactos o elegir a su secretario general, al que solo puede echar la militancia. Son normas contra las que se han rebelado veteranos del partido y que pueden ser criticadas porque cambian los equilibrios de poder, pero la realidad es que no hay otro partido en este país con tanta vocación de transparencia y juego democrático. Y, sin embargo, ello no le augura un mayor éxito en las urnas. Su programa es tan pormenorizado y ambicioso como el de los demás. El problema es que los programas no se leen y el del PSOE se percibe errático y, sobre todo, no llega, no cala, no se termina de oír.

La directora gerente del FMI Christine Lagarde explicó una vez que Nicolas Sarkozy la nombró ministra de Economía por puro casting. Era su forma de demostrar en un juicio por corrupción que no le unía a su exjefe una gran amistad. “Querían una mujer”, dijo. Los publicistas tienen un brillante futuro en la política, aunque seguramente se equivoquen tanto como los politólogos.



La cúpula del PSOE: Cristina Narbona, Pedro Sánchez Adriana Lastra.



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt








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sábado, 17 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] ¿Se puede prohibir un partido político?





Existe en la República federal de Alemania una cierta experiencia histórica relacionada con la prohibición de partidos políticos cuyo ideario se muestre radicalmente contrario a los valores y principios de la Constitución en vigor, comenta en El Mundo el profesor Francisco Sosa Wagner (1946), jurista, catedrático y escritor español, y exdiputado del Parlamento Europeo, preguntándose si se podría llegar a prohibir a un partido político en España en función de su ideología.

Así ocurrió con la herencia de los nazis. En 1949, y como si no hubiera pasado nada, se creó un partido político que era continuador del nacional-socialista que pedía respetar al "soldado alemán" y abordar de nuevo la "cuestión judía" aunque con métodos menos expeditivos que los empleados por Hitler. El Gobierno de Adenauer reaccionó y solicitó al Tribunal Constitucional su ilegalización a lo que este accedió declarando que tal organización "es contraria al orden democrático, desprecia los derechos fundamentales, está edificada sobre el principio del caudillaje (Führerprinzip) y sus dirigentes se hallan estrechamente ligados a los del partido de Adolf Hitler". El Tribunal aprovechó para declarar al tiempo nulos los mandatos parlamentarios obtenidos "sin posibilidad de sustitución" (la sentencia es de octubre de 1952). Y añadió algo interesante: "los electores de los representantes eliminados no pueden quejarse por esa pérdida porque la pretensión de ser representado por un diputado de un partido inconstitucional es ya, en sí misma, inconstitucional". Lo mismo ocurrió con la prohibición del partido comunista, más complicada porque esta organización tenía mayor importancia: aunque había rechazado la Ley Fundamental, participó en las elecciones al Bundestag. Además, la preparación del proceso y el proceso mismo se aprovecharon para, desde la República comunista vecina, diseñar una campaña en la que se subrayaba la legalidad en ella de la democracia cristiana. Se olvidaban de añadir que, en el sistema de la DDR, en la práctica nada significaba tal organización política. Después de muchas idas y venidas, la sentencia -de agosto de 1956- declaró asimismo la inconstitucionalidad del partido comunista. 

A partir de estas dos fechas ya no han existido más prohibiciones de partidos. La refundación en 1964 de un partido nazi fue tolerada y tan solo los movimientos de sus dirigentes y afiliados, vigilados. El intento de declararlo ilegal por parte del Gobierno socialdemócrata y verde del canciller Schröder fracasó precisamente en el Tribunal Constitucional (2003) y con el comunismo nadie se ha atrevido. 

En enero de 2017, el Tribunal Constitucional vuelve a ocuparse de la cuestión en un pleito promovido por los Länder a través del Bundesrat. Procede aclarar al lector español que la Ley Fundamental de Bonn contiene un artículo, el 21, apartado segundo que de manera contundente señala (en su redacción de 1949) que "los partidos que por sus fines o por el comportamiento de sus afiliados tienden a desvirtuar o eliminar el régimen fundamental de libertad y democracia o a poner en peligro la existencia de la República Federal de Alemania, son inconstitucionales.

Sobre la inconstitucionalidad decide el Tribunal Constitucional". Los jueces de este Tribunal, presidido por Andreas Vosskuhle, un prestigioso catedrático de Derecho Público que enseña en Friburgo, decidieron de nuevo desestimar la demanda del Bundesrat. Su argumentación se basa en que los partidos políticos son piezas esenciales en el Estado democrático de Derecho por lo que la prohibición de cualquiera de ellos no puede hacerse si no es analizando muy detenidamente su ideario y su comportamiento. Se trata de una "norma excepcional" en la medida en que reduce el espacio democrático y por eso ha de ser interpretada de forma restrictiva. El ideario del partido nacionalsocialista sometido a juicio es racista porque defiende una «comunidad del pueblo» que pretende restringir los derechos políticos y sociales a aquellas personas que, según su criterio, sean realmente alemanes y además se aparta del mundo de valores constitucionales alemanes que tienen su máxima expresión en la «dignidad humana» cuya garantía se extiende a la salvaguardia de la individualidad personal, de la identidad y de la integridad así como de la igualdad. La concepción racista de esta organización es incompatible con la dignidad humana tal como es concebida por el texto constitucional. Pero el Tribunal, alejándose del criterio empleado en 1956 en la sentencia del partido comunista, que acuñó la expresión "actitud de lucha agresiva" para designar su forma de comportamiento, sostiene que no existen indicios de peso para considerar que este partido nacionalsocialista constituye realmente un peligro para el orden democrático, social y liberal del Estado de Derecho por la sencilla razón -digámoslo breve y claramente- de que carece del eco popular suficiente al cosechar resultados muy pobres en las elecciones que se celebran en el territorio alemán, tanto a nivel de la Federación como de los Länder. No existe la más mínima posibilidad, dicen los jueces de Karlsruhe, de que los nacionalsocialistas logren sus objetivos a la vista del actual panorama político alemán y añade que no existen espacios en la República que puedan considerarse sustraídos al control del Estado ni siquiera en el Land de Mecklemburgo Antepomerania (donde la presencia de estos sujetos es especialmente enojosa).

La sentencia ha sido elogiada y criticada, como es usual cuando de pronunciamientos judiciales fuertemente politizados se trata. Sorprende en ella la minuciosidad con la que describe una ideología, la patrocinada por el partido sometido a examen, que claramente es contraria a los principios y valores en que se inspira el mundo constitucional alemán, bien mimados y perfilados en 1949, escaldados como estuvieron los constituyentes tras los años sangrientos y sombríos del adolfato. Para acabar los jueces concluyendo que, aunque todo eso es perceptible en los estatutos del partido, en las declaraciones de sus dirigentes, en las acciones callejeras que alientan y patrocinan, lo cierto es que tales sujetos carecen de fuerza para imponer su ideología y poder alterar así el orden republicano y federal. Es decir, que como son unos indigentes en respaldo popular auténtico, el que se traduce en votos y escaños, no se les va a otorgar la aureola, el glamour, de ser unos proscritos. Ahora bien, si todo esto es así, el propio Tribunal, conocido por sus sutilezas, en la declaración que hizo su propio presidente al anunciar la sentencia, dejó abierta una puerta por la que colar un instrumento demoledor, más demoledor aunque su prohibición: cortar su financiación por medio de una reforma constitucional. Se trataría pues de suprimir los recursos económicos de un partido legal que, en el caso del NPD, recibió 1,3 millones de euros en 2015 salidos de los bolsillos de los contribuyentes. El estacazo se ha producido en junio de 2017, momento en el que, gracias al acuerdo de las fuerzas políticas parlamentarias, se ha añadido al artículo 21 -que antes he citado- la exclusión de la financiación estatal, acerca de la cual también decide el Tribunal Constitucional. 

Me he animado a contar esta historia alemana para que el lector español pueda comprobar, de un lado, lo mucho que se puede conseguir si los partidos políticos son capaces de pactar entre ellos cuestiones sustanciales y no encastillarse en sus triviales prejuicios. De otro, por si a alguien le suena en nuestra España dolorida este asunto de la existencia de organizaciones que claramente defienden valores y principios contrarios al orden constitucional. Y por si alguien se anima a emprender acciones contra ellas. ¿Podremos albergar los españoles la esperanza de que algún día dejen de burlarse de nosotros?



Dibujo de Raúl Arias para El Mundo



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sábado, 23 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] El futuro comienza hoy





Cuando Zapatero no las tenía todas consigo a pocos días de las elecciones de 2004, afirmó en una entrevista en El Mundo: "Gane o pierda, yo soy el futuro". Arrimadas hoy, con su voz rota y entusiasmo intacto, debe apropiarse de la expresión: gobierne o no, ella es el futuro. Porque al final el futuro es siempre la razón y la concordia, comenta en El Mundo Javier Redondo, profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid.

Ciudadanos es el primer partido en Cataluña. Rompió hace una década la barrera del silencio y ayer se elevó sobre tanto ruido y toda la chatarra tribal. La victoria de Arrimadas será considerada simbólica porque tendemos a pensar que la Historia sepulta al que no obtiene el báculo del poder, comienza diciendo el profesor Redondo. 

Sin embargo, la situación es muy distinta. Los catalanes que se sienten españoles han perdido el miedo a hablar, a expresarse y se niegan a asumir en silencio el adoctrinamiento implacable del supremacismo. La imagen de Arrimadas es la pesadilla del separatismo. Sienten y sentirán su aliento en el cogote. Ha demostrado que no desfallecerá. Ella, Ciudadanos y los ciudadanos de Cataluña ya no van a parar. Han provocado un fervor constitucional frente a las olas de odio. Se masca la tragedia de una mayoría separatista. Aunque no será igual. El 155 ha desbaratado muchos planes y cosido muchos pies a la tierra. 

Por su parte, Rajoy no luce pero sigue ahí. Su partido se desmorona en Cataluña pero su concurso es esencial: mientras permanezca en La Moncloa ata en corto a los sediciosos. Cs y PP crean una joint venture: un matrimonio de conveniencia. Se necesitan y a la vez se neutralizan.Evaluar contrafácticos es un ejercicio estéril. Nunca sabremos qué hubiese pasado posponiendo las elecciones autonómicas en Cataluña o juntándolas con unas generales. No obstante, hubiese supuesto asumir dos riesgos innecesarios: que el frenesí constitucionalista decayese y, sobre todo, que la gran coalición que aplicó el 155 se desintegrase al calor de una campaña nacional. Rajoy hizo su trabajo y le dejó a Rivera y los suyos completar la tarea. Los catalanes constitucionalistas no han penalizado la aplicación del 155, sino que han antepuesto la utilidad y preferido la frescura. Cs ha aglutinado el voto constitucionalista porque mantiene la pureza de origen. El futuro empieza hoy: el nuevo Govern será probablemente independentista de corazón y pecará de palabra pero no podrá hacerlo con sus actos. La sociedad civil se ha articulado en torno a un movimiento que pretende recuperar la política frente a la antipolítica, la libertad frente al totalitarismo y la pluralidad frente al supremacismo y la segregación. Generar divisiones y fracturas sociales tiene sus contraindicaciones. 

Los atropellados tienden a juntarse bajo el paraguas más impermeable y seguro. La política es demasiado compleja y produce reacciones imprevistas. El éxito de Arrimadas no estaba anotado en la Moleskine de Jové. "Pido el voto a todos los catalanes que creen en el futuro de España (...), que apuesten por lo que es propio de los catalanes, por la moderación, por el equilibrio y por la sensatez (...)". Rajoy reivindicó aquel triste y plomizo 12 de marzo de 2004 la «identidad múltiple" de muchos españoles en su último mitin de campaña en Barcelona. Entonces el catalanismo y la doble identidad era un espacio muy concurrido y fértil. Convergència y PSC se repartían sus frutos. Para uno las autonómicas y para otro las generales. 

Hoy ese terreno es un erial. El triunfo final del constitucionalismo dependía en última instancia del poder de atracción de Iceta, cuyo papel consistía en sumar al bloque constitucionalista a los desencantados del espectro nacionalista. No le beneficiaba una campaña tan polarizada. El logro independentista ha sido borrar todos los matices en una sociedad plagada de ellos. El fracaso de los socialistas ha sido y es no pilotar un microcosmos de izquierda donde la derecha vota a los nacionalistas. 

Pese a la seguridad mostrada y actitud avasalladora, el separatismo tenía dudas, inquietudes y desconfianzas. Lo revelan los papeles de Jové, el documento #EnfoCATs, esencial para que el juez Llarena mantuviese en prisión a los sediciosos. Por un lado, advertía en 2016 del desgaste emocional del separatismo. Así que sus comités estratégico y político pisaron el acelerador hasta octubre del año siguiente: secuestraron la política, cerraron el Parlament dos veces y se dedicaron en cuerpo y alma a la agitación y la propaganda. 

Por otro lado, y esto es lo realmente importante: en todo momento, los sediciosos han sido conscientes de que les faltaba un 15% de apoyo para consumar su propósito. Necesitaban ampliar su base social. Al mismo tiempo generaron conflicto y tantearon la desconexión forzosa. O no estaban dispuestos a esperar otra generación o pensaron en cebarla sumando una nueva fecha al relato victimista y de agravios con otra sonora derrota. El caso es que el separatismo cuenta como suyos a los partidarios del derecho a decidir. Iceta apartó sus dedos de esa sartén ardiendo. Si los comunes no son necesarios para formar Govern, Xavier Domènech respirará aliviado. Es otra de las paradojas de esta comedia de lo absurdo en la que se ha convertido la política en Cataluña. Tanto, que si Domènech fuese llamado a filas por ERC, el PSOE se frotaría las manos. Domènech estuvo vivo en campaña y dijo que en ningún caso formaría tripartito con la lista de Puigdemont. Por desgracia, la realidad no va a forzarle a rectificar ni a verificar sus palabras. Se mantiene inmaculadamente accesorio. 

Mientras, el PSC no ha expulsado los demonios del tripartido. Lo forjó con 42 diputados en 2003. Los socialistas de Cataluña se arrojaron en brazos del derecho a decidir y aportaron una explicación de carácter social y aparentemente no identitaria a la inmersión lingüística: serviría para la integración social de las capas más humildes de la sociedad. Tácitamente y sin querer alimentó el supremacismo. Aquello fue devastador para la izquierda en Cataluña y para el partido, que abandonó a su base social para cultivar un izquierdismo naíf y elitista. Si Convergencia emprendió su camino de perdición cuando aprobó una ampliación de capital de su negocio y se vio obligada a cobijar y cobijarse en ERC; los socialistas iniciaron el suyo al buscar la simpatía y aprobación del nacionalismo: malditos complejos. 

El último apunte es con vistas a Europa. Esto es lo que hay y lo que se avecina: Cataluña ha sufrido una campaña de derrumbe de la democracia. Dulcificamos el contenido con anglicismos y barbarismos: fake o posverdad. Los separatistas nos han metido en la máquina del tiempo y hemos retrocedido casi un siglo. Ha sido una campaña propia de los años 20 y 30, cuando las movilizaciones antifascistas escondían el totalitarismo comunista; la defensa de la identidad desataba olas de odio y la política se reducía a la consigna y el pensamiento asociativo. Todo era cartelería de guerra y emoción a flor de piel. Hoy todo es ilusionismo y golpes de efecto. La mentira empuja a la razón a desmentirla, pero mientras lo hace no se ocupa de construir argumentos sino de desmontar tramoyas. Los medios serios vamos con la lengua fuera cazando embustes. El nacionalpopulismo ha secuestrado la política. Junqueras, harto de las tretas de Puigdemont -candidato sin partido- le combatió. Y el prestidigitador no se inmutó e intervino estelarmente con una de las frases de la representación: "Sigue siendo mi vicepresidente". Puigdemont no ha renunciado al cargo. Su performance le ha proporcionado fama y crédito entre su público. Los separatistas escogen al héroe y prescinden del triste mártir. Las fechorías de Puigdemont acabarán en la frontera de los Pirineos. No hay más receta que la que aportan los autores de Políticas del odio. Violencia y crisis en las democracias de entreguerras, Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío. Contra la descomposición de lo político, la fortaleza de las instituciones. Cs es el primer partido en votos y escaños: estos son los hechos con los que construir la realidad y conquistar el futuro.



Dibujo de Ajubel para El Mundo


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viernes, 15 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] Los enemigos de la Constitución





¿Quiénes son los verdaderos enemigos de la Constitución?, se pregunta en El País el profesor Fernando Rey, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid y consejero de Educación en la comunidad autónoma de Castilla y León. El independentismo catalán no es la enfermedad, sino el síntoma más grave de la pérdida de ilusión en algo que nos una en España. La confianza entre ciudadanos y sus representantes se ha roto.

La Constitución roza los 40 años, la edad del demonio meridiano contra el que proviene el salmo 91, comienza diciendo el profesor Rey. El azote que devasta en las horas centrales del día, las de mayor calor, cuando uno está más débil. En la tradición monacal, a esa hora se produce el peor ataque: la acedía, la tentación por la que el monje se vuelve perezoso y descuidado… y pierde la esperanza. España vive una crisis de acedía democrática, de pérdida de ilusión en algo que nos una; es un tiempo de echar las culpas siempre al otro, de pereza e incluso de crispación para convivir. El independentismo catalán no es la enfermedad, sólo el síntoma actual más grave.

El constitucionalismo se enfrenta en todo el mundo a poderosos enemigos culturales. La realidad económica es tan cruda y la política tan frustrante porque sabemos que el futuro puede ser peor que el presente. Ahora, la división política más profunda está entre quienes aceptan esta verdad incómoda como punto de partida del análisis y la de quienes no la aceptan y se instalan, por ignorancia o por cinismo, en la pos-verdad, es decir, quienes eligen creer mentiras. Evidentemente, a partir de la realidad se pueden configurar diferentes políticas, pero la cuestión política central hoy es la de enfrentar o no la áspera realidad. Juan de Mairena observó: “Lo corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero cuanto le reporta alguna utilidad; por eso hay tantos hombres capaces de comulgar con ruedas de molino”.

Los dos principales enemigos culturales del constitucionalismo democrático (y lo son porque están instaladas dentro del sistema y no enfrente como el comunismo o el fundamentalismo) son dos corrientes de pensamiento que se sitúan confortablemente en la mentira: el populismo y el nacionalismo independentista. Ambas tienen bastante en común. De hecho, algunos populismos (los del centro y norte de Europa) son también nacionalistas y de derechas; y algunos populismos nacionalistas son de izquierda (ERC, CUP, etcétera).

Populistas y nacionalistas inventan la comunidad ideal (el pueblo, los catalanes, los vascos, etcétera) oprimida y saqueada por otros (España, la casta). No es casual que desde posiciones populistas se hable, incluso, de “fraternidad”, pero sólo entre los miembros del grupo de las víctimas llamado a redimirse por el nuevo movimiento. Algo así hizo Robespierre cuando acuñó el concepto contemporáneo de “fraternité” a fin de establecer el servicio militar obligatorio (el pueblo en armas) frente a la monarquía absoluta y los aristócratas (la casta del momento).

Nacionalistas y populistas dividen profundamente porque crean sus respectivos enemigos: habría españoles buenos y malos; o incluso habría españoles que no son españoles. No celebran el día de la Constitución porque el significado profundo e inicial de nuestra Constitución, de cualquier Constitución, es la de crear la comunidad política, el Estado español: artículo primero, apartado segundo, la soberanía nacional reside en el pueblo español. Nacionalistas y populistas niegan la existencia de este pueblo español: impugnan el “nosotros”, que es la cuestión constitucional central.

Nacionalistas y populistas coinciden en inventar imaginarios emocionales pero intelectualmente falsos sobre el presente y sobre la historia, por supuesto, reinventada a propia conveniencia. Historias y no historia. De ahí su éxito. Populistas y nacionalistas prometen imposibles ilusionantes; son un destello de luz en medio de la oscuridad más tenebrosa: la independencia o el ascenso al poder de los “puros” arreglará, per se, todos los problemas. Demagogos “tropicalizando” el constitucionalismo en medio de un pueblo cabreado. El bosque abrasado por el calor y la llama en el momento oportuno.

Pero nacionalistas y populistas no son los únicos enemigos. Citaré en estrados otros dos: el pensamiento de izquierdas que considera que la Constitución es una hija (quizá no deseada, pero hija) del franquismo y que remite la auténtica legitimidad democrática a la República. Y, por supuesto, los casos de corrupción y su aparente laxo manejo. Todo esto hace que se haya roto la confianza entre los ciudadanos y sus representantes. Sobre todo entre los jóvenes. La juventud es el problema político fundamental de nuestro país.

Hace falta reformar en profundidad nuestra Constitución, pero no se dan las condiciones porque hemos perdido por el camino el ingrediente previo y principal, que sí tenían los constituyentes de 1978: el espíritu de concordia: “Con-cor”, un solo corazón. Algo que va más allá del consenso, que es un método inteligente de resolver problemas: elegimos no lo tuyo ni lo mío, pero sí algo que podamos admitir ambos. El consenso es el punto de llegada de la reforma y la concordia, el punto de partida. Es el deseo de vivir unidos con un proyecto de convivencia en común. Justo lo que niegan los enemigos de la Constitución.

La única buena noticia es que, a pesar de nacionalistas, populistas, corruptos y republicanos historicistas, la vieja Constitución resiste. Que se lo pregunten a los indepes. Hay que reformarla, pero ¿por dónde empezar? Un grupo de colegas ha presentado unas ideas interesantes. Pero me parece que la cuestión primordial ahora ya no es traer al redil constitucional a los independentistas. Eso es imposible. Jamás se contentarán con menos de lo que pretenden. Y, además, consolida una evolución de nuestro Estado territorial que premia a los más ricos (con cupos fiscales que incrementan la insolidaridad) y a los que peor se portan (los independentistas). Estos tendrán que aprender a convivir con su deseo frustrado; como lo hace el tercio de españoles, por ejemplo, que según el CIS querrían abolir por completo las autonomías (una suma de gente superior a todos los indepes sumados, y creciendo, aunque no hagan ruido… por ahora).

En este contexto, la primera reforma a acometer es, creo, la del sistema electoral del Congreso para evitar depender tanto en las políticas estatales de los partidos nacionalistas autonómicos. Esquerra, la ex-Convergencia, PNV y Bildu, con el 6,6% de los votos nacionales, tienen 24 escaños vitales. Hay que encontrar una fórmula electoral que deje de privilegiarlos. Eso tenía sentido en 1978 pero no en 2018. Estos partidos ya tendrían el Senado (y mejor si es tipo alemán) para obtener representación y participar en la toma de decisiones estatales.


Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 12 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] La "Constituqué" tendrá que esperar





Ante el empecinamiento del PSOE por que se remodele la Constitución, buscando impenitentes el encaje de esos nacionalismos que desencajan España, el presidente Rajoy evoca la actitud flemática, en consonancia con su propio carácter, del párroco aquel de la localidad onubense de Beas al que sus feligreses rogaban que accediera a sacar en rogativa a la Virgen de Clarines para que se acabara la pertinaz sequía que asolaba al pueblo, comenta en el diario El Mundo su director, el periodista Francisco Rosell.

 Al cabo de algunas semanas, comienza diciendo, y harto de las requisitorias que recibía a cada paso que daba, este cura con fama de trabucaire tiró la teja y dio su brazo a torcer. Eso sí, a fin de que luego nadie se llevara a engaño y derivara en porfías de fe, el buen pastor apostilló como el que remacha un clavo torcido: «Si queréis sacar a la Virgen, sacadla; allá vosotros, pero que sepáis que el tiempo no está pá llover. Así que luego no me vengáis con leches». 

Aquella retranca cazurra de don José, ducho en la teología del seminario y en la meteorología de las cabañuelas de agosto, ha tornado esta semana en socarronería de Rajoy al enfriar la propuesta socialista de renovar la Carta Magna: «Hay quienes -aseveró el miércoles, durante el Día de la Constitución- defienden una reforma. Para ello es necesario saber qué se quiere cambiar. Si eso se cumple, la modificación será posible». El presidente del Gobierno hace, cada vez que puede, de la circunstancia causa. Lo evidenció al aplicar un artículo 155 de mínimos para sofocar la rebelión independentista en Cataluña, amparando su apocamiento en que no daba para larguezas el cicatero apoyo de PSOE y Ciudadanos. Era perceptible que usaba la boca chica porque, en el fondo, suspiraba por no meterse en más fregados de los debidos. De hecho, lo disimuló tan poco que quien ha obtenido más rédito del 155, a tenor de los sondeos, ha sido paradójicamente Cs, pese a las reservas iniciales de Albert Rivera al entender que dicho artículo estaba «estigmatizado» para luego verlo exento de cualquier contraindicación.

Más allá de pendencias sobre el 155, resulta palmario que un partido de Gobierno que escasamente atesora escaños -137 sobre 350- para sostener su verticalidad y que mendiga votos para sacar adelante los Presupuestos dejándose en el envite hasta las hijuelas, como refrenda el cuponazo vasco para dicha del PNV, no puede adentrarse mar abierto a envidar a lo grande una mudanza constitucional en aguas tan procelosas y expuestas. Rajoy no ignora que, aun mejor pertrechado de votos, un órdago así es temerario bajo el volcán catalán y cuando no existen puntos comunes básicos entre los grupos mayoritarios. Redúcese toda coincidencia a un difuso deseo de transformarla. Dicho sea esto por el que no digan. No es plato de gusto ser tachado de inmovilista y recalcitrante, dado el prestigio del que goza el sugestivo término «cambio», atrayente envoltorio de cualquier cosa, incluida la nada. Sin carta náutica ni timonel claros, con cada tripulante marcando rumbos contradictorios, la reforma constitucional capotaría en la misma bocana del puerto. Al modo quizá de aquella infausta réplica de la nao Victoria, la primera embarcación que completó la vuelta al mundo al mando de Elcano, y que se fue a pique a los 20 minutos de su botadura en el puerto onubense de Isla Cristina ante el estupor de los capitostes de la conmemoración del V Centenario del Descubrimiento de América. Al no tener muy claro por dónde debía tirar el pesquero que arrastraba la carabela, la encalladura forzó a arrojarse por la borda a la mascota de la Expo de Sevilla y, junto al pájaro Curro, a los marineros, quedando varada a unos palmos de su amarre de salida. 

No parece que sea cosa repetir el ridículo aquel, por mucho que a Rajoy le endilguen la condición de ser una especie de Juan del Buen Alma. No le hace falta haber leído a Richelieu para apreciar que un buen político es aquel que sabe cuándo abandonar los principios para conservar el poder. Pero es que, además, en cuanto se formulan negro sobre blanco algunas propuestas de trueque constitucional, se verifica que, más que resolver los problemas que mueven a esa intervención quirúrgica, se agrandan. Puede que de modo tan disparatado como el de aquel apurado marino que, en medio del naufragio, discurre achicar el agua multiplicando los agujeros, lo que aceleró el hundimiento de su bote. A ojos vista, pasma que, en lugar de coser a dos cabos y amarrar fuertemente los descosidos originados por aquellos que buscan deshacer la Constitución, se perfile una especie de Constituqué. Esto es, una especie de artefacto explosivo que haga saltar por los aires la nación española, deconstruida en «nación de naciones», donde se determinaría una relación bilateral. Nacioncitas con ínfulas de Estado podrían exaltar aquello de «nos, que somos y valemos tanto como vos, pero juntos más que vos, os hacemos Principal entre los iguales, con tal que guardéis nuestros fueros y libertades; y si no, no», atendiendo a la fórmula que los señores feudales imponían al Rey de Aragón. A este fin, hay catedráticos que auspician que los futuros Estatutos de Autonomía, para dar gusto al independentismo, no deberían ser refrendados por el Congreso de los Diputados, depositario de la soberanía nacional, lo que es un modo de autodeterminarse. Amén ello de incorporar medidas ya fallidas en Alemania en lo que hace a la reconfiguración del Senado como cámara de representación territorial. Y eso que, por aquellos pagos, ningún länder, pese a su embrollado sistema de toma de decisiones, ha perdido la perspectiva de formar parte de un todo en el que se sienten plenamente reconocidos. 

En síntesis, remedios de sofistas que, en realidad, son medios para el sepulcro. Tal proceder rememora a los impúdicos médicos del aprensivo protagonista de El enfermo imaginario de Molière. Más preocupados por darle satisfacción a aquel burgués hipocondríaco que, en enderezar su torcida salud, medran en derredor de quien ven como «una buena vaca lechera» a la que ordeñar. Ello da pie a que el gran comediógrafo verbalice sus prejuicios contra los médicos por boca de otro personaje: «Casi todos los hombres mueren de los remedios, no de sus enfermedades». Aun así, en solitario, como el rayo que no cesa, el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, aguanta con la vela encendida, a la espera del desenlace de los comicios catalanes. La configuración de un eventual tercer tripartito socialista, esta vez de Iceta, fontanero de los de Maragall y Montilla, con ERC, más el apéndice de los comunes de Ada Colau, reconfiguraría no sólo el mapa catalán, sino que desencadenaría un seísmo de incalculables secuelas para toda España. Como legado de los dos primeros tripartitos catalanes, quede el epitafio escrito por su autor, el entonces presidente Rodríguez Zapatero, en una entrevista en EL MUNDO publicada en 2006: «Dentro de 10 años España será más fuerte, Cataluña estará más integrada y usted y yo lo viviremos». Es verdad que el PSC ha puesto del revés su lema de las elecciones generales de 2008 contra el PP -«Si tú no vas, ellos vuelven»- por este otro contra los independentistas: «Si tú no vienes, ellos se quedan».

No hay duda de que, a base de plantear remedios no pensados, los arbitristas pueden hacer fenecer una de las naciones más antiguas del orbe. No en vano, como refiere el hermano del doliente de Molière, «toda la excelencia de su arte reside en un pomposo galimatías y en una engañosa locuacidad que da palabras por razones y promesas por hechos». Vestido de amarillo, y desde entonces signo de mal fario, Molière fallecería sobre el escenario del estreno de El enfermo imaginario, tan imaginario y amarillo como el prófugo Puigdemont, el burlador de Bruselas. Tratar de ganar tiempo puede ser también una forma de perderlo, si se yerra el camino. Cuando ello acaece, los daños se convierten en irreparables y los males, irreversibles. Aun así, y aunque no esté de llover, como previniera el párroco de Beas, hay quienes se empecinan en sacar la Carta Magna en procesión para ver si obra el milagro que no puede operar.



Dibujo de Ulises para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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