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viernes, 5 de julio de 2019

[TEORÍA POLÍTICA] España ante el dilema Gladstone





El sistema autonómico precisa una reforma que no caiga en las propuestas partidistas, sino que sume un amplio consenso y evite las medidas puramente coercitivas como solución a los problemas, escribe en El País el profesor Alberto López Basaguren, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco, utilizando para ello el recuerdo de lo sucedido al ilustre político liberal británico William Ewart Gladstone, primer ministro del Reino Unido en cuatro ocasiones, entre 1868 y 1894, y uno de los estadistas más célebres de la época victoriana, al que Winston Churchill citaba como inspirador suyo.

Pocos asuntos se han demostrado en la historia tan potencialmente desestabilizadores del sistema democrático como la puesta en riesgo de la integridad territorial del Estado, especialmente cuando el peligro procede del interior. Una crisis de esas características solo se puede abordar, con sólidas posibilidades de éxito, desde un sistema democrático que reconozca una profunda autonomía territorial. Uno y otra, sistema democrático y autonomía, están indisolublemente unidos. No solo en España. Los países con profunda diversidad interna han encontrado y garantizado la paz política cuando han optado por un sistema federal y han acertado al combinar una profunda y amplia autonomía con el establecimiento de los instrumentos de integración adecuados para garantizar la estabilidad política.

Nuestro sistema autonómico tiene importantes defectos y limitaciones en ambos aspectos. Ha permitido despejar las incógnitas básicas que históricamente España había sido incapaz de resolver, pero, si quiere garantizar su viabilidad futura, debe encauzar adecuadamente los problemas que han aflorado en su desarrollo. Hay que mejorar la autonomía —con, entre otros, un sistema de financiación más equitativo que asegure la suficiencia— y los instrumentos de integración que garanticen la estabilidad, porque están ausentes o defectuosamente configurados.

No somos el primer país que se enfrenta al dilema entre reforma e inmovilismo. Por eso es necesario recordar que han salido airosos quienes han encarado la reforma y han acertado en su contenido, mientras que han fracasado quienes la han eludido o han errado en su diseño.

Cuando en las elecciones de 1885 el Irish Parliamentary Party de Charles Parnell obtuvo una victoria arrolladora en Irlanda —85 de 103 escaños—, William Gladstone se enfrentó a ese mismo dilema. Vio con claridad que implantar el autogobierno —Home Rule— era la forma de mantener a Irlanda dentro del Reino Unido, porque era necesario lograr la adhesión de la mayoría de sus gentes. La experiencia de la aplicación de la Irish Coercion Act (1881) le había mostrado que mantenerla por la fuerza abocaba a una escalada que acabaría siendo inaceptable. Los unionistas se opusieron a su proyecto. Reclamaban un Gobierno decidido —resolute government—, dispuesto a imponer una política de mano dura —robustly coercive policy—. Algo similar a lo que muchos reclaman en España: la aplicación en Cataluña del artículo 155 de la Constitución, sin límites materiales ni temporales. ¿Y después?

En el Reino Unido, hace 100 años, triunfaron los unionistas y todas las partes pagaron un alto precio: la división de Irlanda, la independencia de una parte de la isla, la guerra civil entre los nacionalistas irlandeses y el enfrentamiento sectario en Irlanda del Norte, que ha llegado hasta nuestros días. Pero también Gladstone contribuyó de forma muy importante a ese fracaso, porque el suyo era un proyecto de partido —incluso, personal— con importantes errores y contradicciones.

Hoy en España se sostiene que la reforma no es factible porque no hay consenso sobre su contenido y se reclama que quienes la proponen presenten previamente su propuesta con detalle y precisión para, entonces, aceptarla o rechazarla. Quien así lo plantea no ha entendido las condiciones de procedimiento que exige la elaboración de un texto constitucional —o su reforma— para tener posibilidades de éxito. No hay país democrático solvente que lo haya logrado de esa forma. Nuestra propia Constitución no hubiese sido posible si en 1977 se hubiese exigido algo similar.

Para tener posibilidades de éxito una reforma requiere un amplio consenso, que solo se puede alcanzar recorriendo juntos el camino de su elaboración, en un largo proceso de debate, confrontación de propuestas, acercamiento de posturas y, finalmente, construcción de acuerdos. Así se han elaborado las sucesivas reformas de la Constitución alemana, la nueva Constitución suiza (1999) y también, en su día, la Constitución de Estados Unidos. Alexander Hamilton y James Madison, los más destacados autores de The Federalist, no escribieron aquellos extraordinarios papers en defensa de “su” proyecto de Constitución, personal, de grupo o de partido, sino del proyecto aprobado —consensuado— en la Convención de Filadelfia (1787) por los representantes de los Estados, tras arduos y encendidos debates.

Ante el espíritu de facción que imperaba en el país, Madison advirtió —paper número 37— que en la elaboración de un texto constitucional deben concurrir, necesariamente, dos condiciones. Por una parte, la asamblea que lo elabora debe ser capaz de superar los nefastos efectos de los enfrentamientos partidistas; y, por otra, quienes en ella participan deben quedar satisfechos del resultado o, cuando menos, considerarlo aceptable, ya sea porque están profundamente convencidos de la necesidad de sacrificar las opiniones e intereses particulares en beneficio del bien común o por la inquietud que les provoca retrasarlo o tener que volver a empezar de nuevo desde el principio.

En estos 40 años el sistema autonómico ha conocido una evolución que —eludiendo estériles polémicas nominalistas— lo ha situado en el espacio de los sistemas federales. ¿Por qué esa resistencia a cerrar de forma idónea esa evolución aprendiendo de la experiencia de las federaciones más solventes para tratar de incorporar los instrumentos —ausentes en nuestra Constitución— que nos permitan resolver los problemas que se nos han planteado? La reforma debe estar dirigida a desarrollar un sistema autonómico que trate de resolver los problemas generales. El beneficiario debe ser el conjunto del sistema. Pero no puede eludir el problema que plantea el mayor riesgo para su propia estabilidad. Se afirma, contradictoriamente, que no hay que afrontar la reforma porque se trata de satisfacer a quienes pretenden la secesión y, al mismo tiempo, porque es inútil, ya que no satisface a quienes la pretenden. Sin embargo, la estrategia de ruptura viene facilitada por el inmovilismo. El respaldo social alcanzado por las opciones rupturistas —secesionistas o confederales— es inexplicable sin la hábil utilización de los defectos del sistema autonómico por quienes las propugnan.

En Cataluña y en el País Vasco la única mayoría posible cualitativamente clara es la que suman quienes manifiestan satisfacción con la autonomía y quienes consideran necesaria una reforma federal. Y solo por esa vía puede lograrse el debilitamiento de los apoyos logrados por el independentismo en los momentos de eclosión. ¿Por qué no tratar de conformar políticamente esa mayoría cuando todavía es posible? La reforma, obviamente, plantea importantes retos y dificultades. La cuestión es si se debe poner el foco en las dificultades para abordarla o en la necesidad imperiosa de realizarla. Solo la segunda podrá remover los obstáculos para emprenderla. Quien sienta preocupación real por la salud de nuestro sistema democrático debería contribuir a que concurran las condiciones señaladas por Madison en lugar de alimentar los peligros sobre los que alertaba; debería advertir seriamente contra las propuestas de reforma partidistas, porque nos llevarían, como a Gladstone, al más rotundo de los fracasos; y debería prevenir contra el espejismo de las medidas puramente coercitivas como definitiva solución.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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miércoles, 3 de octubre de 2018

[A VUELAPLUMA] Norma para la convivencia





"Los mismos ciudadanos crearon este país y le dieron una Constitución, en la cual se enumeran las competencias que corresponden, por la voluntad popular, al Gobierno federal, dejando otras en manos de las entidades estatales o de los representantes del pueblo. (...) Un propósito primordial fue que el Gobierno no tuviera que someterse a la presión de ninguno de los estados federados".

No son palabras de ningún sabio español, escribe en el diario El Mundo el profesor Felipe Fernández-Armesto, historiador, y titular de la cátedra Príncipe de Asturias de la Tufts University, en Boston (Massachusetts, EEUU), en un brillante artículo que suscribo plenamente, sino de Daniel Webster, el gran lexicógrafo y político estadounidense que, en 1830, ofreció en el Congreso uno de los discursos que en Norteamérica se consideran fundamentales para comprender la Constitución de Estados Unidos. Generaciones de escolares han aprendido la oración y la doctrina de la unidad del país que Webster proclamó:"Una sola nación indivisible, bajo el mandato de Dios", como reza textualmente la declaración que recitan a diario todos los colegiales, hasta el día de hoy, antes de empezar las clases. La Constitución estadounidense lleva vigente ya más de dos siglos; la española cumple este 2018 40 años y muchos españoles no le quieren prolongar la vida. Pero ambos documentos nacieron en circunstancias políticas parecidas y con el objetivo de encontrar el equilibrio entre un Gobierno central suficientemente fuerte para conseguir requisitos comunes de seguridad, prosperidad y justicia para el país, y cuidar las prioridades a veces divergentes de las autonomías con sus identidades, tradiciones e intereses particulares. En EEUU la tarea fue aún más difícil que en el caso español, ya que en el siglo XVIII el país estaba dividido por la mitad entre los estados donde no se admitía la esclavitud y los que dependían económicamente de esa institución peculiar. En España, al menos, la esclavitud es uno de los pocos asuntos donde el consenso es unánime. Hay dos Españas, como mínimo, pero tienen la ventaja de varios siglos de historia, a veces conflictiva, pero siempre compartida. EEUU, en cambio, surgió como un país improvisado para mantenerse unido por intereses mutuos. 

En ambos países, dirigentes de algunas de las entidades autonómicas (estados, en el léxico estadounidense) reclamaban -y siguen reclamando- al menos parte de la soberanía que correspondía al país entero. Y en ambos se adoptó la misma solución -la única solución justa-: que el interés de todos debe ser superior a la voluntad de algunos. Es razonable que a las minorías secesionistas se les conceda la máxima libertad compatible con la unidad del país, pero no que ellas se arroguen su independencia sin el acuerdo de sus conciudadanos. En Estados Unidos, el debate terminó en una guerra civil; y, desde entonces, el dictamen de Webster se ha mantenido en vigor. En España también hemos sufrido en los últimos dos siglos algunas guerras semejantes, pero las lecciones enunciadas por Webster siguen, por lo visto, sin aprenderse.

Y lecciones hay para todos. Si a los secesionistas les vendría bien estudiar el texto mencionado, los demás también habrían de tener en cuenta otro párrafo de la misma alocución: "Recuerden que la Constitución no es inalterable. Debe mantenerse tal como es sólo mientras el pueblo lo desee. Si el pueblo cree que la distribución de competencias entre el Gobierno central y las entidades autonómicas ha dejado de ser saludable, se puede cambiar de acuerdo con la voluntad popular".

Los estadounidenses suelen enorgullecerse por la durabilidad de su Constitución, que nació tan perfecta que las enmiendas adoptadas en sus 231 años de existencia han sido muy ligeras y todas en forma de cláusulas añadidas sin escindir nada de lo que pusieron los fundadores en el texto original. La escuela de jurisprudencia prevaleciente en la actualidad mantiene que las interpretaciones judiciales deben ajustarse al pie de la letra de la Carta Magna y al significado de las palabras tal como eran en el momento de la independencia. Toda sentencia es labor etimológica e investigación humanística. Así que un lenguaje dieciochesco queda momificado en las decisiones más recientes del Tribunal Supremo. Según las doctrinas de los llamados originalistas, las palabras de la Constitución tienen un aire de escritura sagrada -más que los dogmas de la Iglesia que, por lo menos, pueden reinterpretarse de un momento histórico para otro, según los cambios y las circunstancias de aggiornamento y los nuevos paradigmas que surgen de vez en cuando-. 

Hay quien quiere que la Constitución española se venere con un fundamentalismo semejante. Pero si el rigor es recomendable, la rigidez es errónea. Por citar un solo ejemplo, el derecho de llevar armas -consagrado en la enmienda segunda de la Constitución estadounidense- no puede significar lo mismo en 2018 que en 1791. Todo texto evoluciona al ritmo de los cambios sociales. Las interpretaciones judiciales pueden introducir modificaciones que no exigen revisiones textuales.

Luego queda siempre la posibilidad de cambiar una Carta Magna por vías legales: en España, por la decisión de no menos del 60% de los votos de las dos cámaras legislativas, a lo que seguiría después un referéndum. Dos veces hemos experimentado cambios en el texto constitucional: en 1992, para incorporar las medidas del Tratado de Maastricht sobre participación de extranjeros en elecciones, y en 2011, agregando el concepto de estabilidad presupuestaria a las normas de gobierno. En ambos casos, la iniciativa procedió de las instituciones estatales, pero no hay ningún motivo por dejar de intentar otros cambios provocados por iniciativas populares. Todo lo contrario: la receptividad de la Constitución a la voluntad ciudadana es una condición imprescindible para lograr y mantener la paz social.

Esta voluntad debe expresarse de una forma clara, inequívoca e incontenible, porque las modificaciones impuestas por una generación afectan a la posteridad, cuya voz no se oye a la hora de votar. Por eso el sistema español exige una mayoría aplastante. En Estados Unidos, la enmienda constitucional exige ser aprobada por dos tercios del Senado, algo difícil de alcanzar. En la vecina Canadá, en el referéndum sobre la propuesta de independencia de Quebec, al que se acaba de referir el presidente Sánchez en su viaje a Norteamérica, se impuso la necesidad de que se alcanzara una mayoría del 60%. El "50% más uno" defendido por los independentistas catalanes, aun si se pudiera conseguir, no sería una base adecuada para tumbar la Constitución española y socavar los derechos de la ciudadanía. En Turquía, donde la consagración de Erdogan en una especie de nuevo sultán absoluto se aprobó por sólo el 52% de los votantes -o sea, una minoría del electorado- muestra los peligros de la tiranía de la demagogia. En el Reino Unido, todos los sufrimientos del Brexit empezaron con un referéndum que lanzó lo que es en efecto un cambio constitucional, con el sacrificio del derecho a la ciudadanía europea de que los británicos disponen en la actualidad, sin tener en cuenta la necesidad de insistir en una mayoría adecuada. El divorcio de la Unión sólo fue respaldado por el 52% de los votantes, que supuso el 37% del electorado total. Pero la Justicia exige generosidad hacia las minorías. No existe en la actualidad, ni en Cataluña ni en ninguna parte de España, una mayoría a favor de destrozar el país, pero sí hay minorías suficientes y suficientemente descontentas con algunos aspectos de la Constitución como para hacerles caso e intentar reconciliarles. Me da pena decirlo, porque para mí -y creo que para casi todos los de mi generación, que sabemos, por experiencia propia y por la de nuestros padres, todo lo sufrido en los años de guerra fratricida y las décadas de dictadura desalentadora- la Constitución del 78 es un logro precioso y podría ser tan imperecedera como la de EEUU. Nos dio una España que inspira orgullo, encarna pluralismo y acoge a todo español y a todos los que quieren ser españoles. Claro que entre los que no la aprecian hay malvados intransigentes que aman el odio y odian al próximo. Pero la mejor forma de frustrarles es dejarles aislados. Al cabo de 40 años, es la hora de aclamar la Constitución -y quizá de cambiarla-.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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jueves, 30 de agosto de 2018

[TEORÍA POLÍTICA] La reforma de la Constitución. ¿Necesaria pero imposible?




La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)


Aunque existen preguntas abstractas sobre la reforma constitucional, relativas sobre todo a su naturaleza y procedimientos, aquí voy a ocuparme de una pregunta concreta: la pregunta sobre la reforma de la Constitución de 1978 tal como puede formularse a mediados de 2018, comenzaba escribiendo el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga Manuel Arias Maldonado en la primera de sus entregas sobre la reforma de la Constitución, publicadas consecutivamente en Revista de Libros el pasado mes de julio. 

Naturalmente, no es posible separar del todo ambas preguntas, pues la reforma española no es un caso sui generis, o al menos no lo es en mayor medida que cualquier otro caso particular de reforma constitucional; lo que pueda decirse de las reformas constitucionales en general debe poder aplicarse al caso español. Asimismo, el interrogante sobre la reforma no se responderá del mismo modo en los distintos momentos de la vida política ‒o constitucional‒ de un país: la España de 2018 difiere de las de 2008, 1998 o 1988, aunque también existen rasgos más o menos constantes o que no han cambiado de manera significativa. En nuestro caso, si ahora mismo se plantea con especial insistencia la conveniencia o necesidad de proceder a una reforma constitucional, no es debido al hecho anecdótico de que el texto del 78 vaya a cumplir cuarenta años el próximo otoño, sino a la concatenación de dos crisis políticas de largo alcance. Nos son bien conocidas: por un lado, la desencadenada por la Gran Recesión que, iniciada globalmente en septiembre de 2008 con la caída de Lehman Brothers, trae consigo la movilización ciudadana del 15-M y la disrupción de nuestro sistema de partidos, aparición de un populismo antisistema incluida; por otro, el desafío independentista lanzado por el nacionalismo catalán desde al menos 2012, que culminó en un ataque explícito al orden constitucional durante los meses de septiembre y octubre de 2017. Sin estos dos acontecimientos no podría comprenderse cabalmente el frenesí reformista que, por momentos, ha podido observarse en la esfera pública española.

Mi propósito es responder a dos preguntas sucesivas sobre la reforma constitucional. Son, dicho sea de paso, las mismas que formulé en el curso de verano que, bajo la dirección de la profesora María Inmaculada Gómez Muñoz, y con el título Cuarenta años de la Constitución española. ¿Es necesaria su reforma para atender los desafíos de nuestro país?, se celebró esta misma semana en El Escorial; lo que presento aquí es una versión considerablemente extendida de aquella charla.

Primera pregunta: ¿es necesaria la reforma constitucional? Y segunda: ¿es posible la reforma constitucional? Podría alegarse que, si no fuera posible reformar nuestro texto constitucional, difícilmente podríamos sostener que tal reforma sea necesaria, por cuanto su posibilidad es condición para su necesidad. Pero no es así exactamente, pues cabría pensar en una situación en la que una reforma que se antoja necesaria no pueda llevarse a buen puerto, con las consecuencias correspondientes: estancamiento, agravamiento o crisis. Algo así, de hecho, sucede en España. En lo que sigue, defenderé la idea de que, si bien la reforma se ha hecho necesaria, en realidad no es necesaria y, además, es imposible de hacer. Las consecuencias de esa imposibilidad, por lo demás, no tienen por qué ser dramáticas. De ahí que pueda decirse de la reforma lo mismo que dice el filósofo Javier Gomá de la inmortalidad: que es necesaria, pero imposible. Veamos por qué.

1. ¿Es necesaria la reforma constitucional?

Para un buen número de expertos, comentaristas y ciudadanos, la respuesta es que sí. De hecho, la afirmación se ha convertido en un recurso expresivo: cuántas veces no hemos afirmado en estos años que sólo una reforma de la norma suprema permitiría a España resolver los problemas que más le acucian, logrando con ello de paso renovar el pacto constitucional forjado en 1978 e incrementar la legitimidad percibida del sistema democrático. Podemos distinguir aquí dos tipos de justificaciones, de carácter bien distinto, que, no obstante, convergen en lo que parece ser el mismo punto: la demanda de reforma. Aunque no es exactamente, como se verá enseguida, el mismo punto.

En primer lugar, al menos cronológicamente, nos encontramos con la demanda populista. Es aquella que plantean quienes entienden que la crisis económica supone una quiebra del sistema democrático y no sólo defienden que el cambio constitucional puede y debe servir de solución a la crisis, sino que es también una causa de la misma. El relato nos es ya familiar, por más que haya perdido cierta fuerza o visibilidad: la crisis es una «crisis de régimen» que desvela no ya el fracaso de la democracia española, sino la naturaleza fraudulenta del «régimen del 78». Se trataría de una continuación del franquismo por otros medios y, por tanto, la Constitución sería también una Constitución adulterada. En este caso, tampoco bastaría cualquier reforma, sino que se aspira a algo mucho más ambicioso, a saber: la apertura de un «proceso constituyente» que culminase con la aprobación de una norma que consagrase un gran número de nuevos derechos sociales e instaurase una democracia con un mayor énfasis en la participación de los ciudadanos y, desde luego, republicana más que monárquica. Izquierda Unida lo llevó al frontispicio de su programa para las últimas elecciones generales, mientras que Podemos ha manifestado en más de una ocasión ‒por ejemplo, en unas jornadas sobre el tema celebradas en Córdoba a finales de noviembre del año pasado‒ la necesidad de «refundar el Estado democrático a través de una nueva Constitución», que a su vez habrá de redactarse de abajo arriba, es decir, atendiendo «al mandato expresado por la mayoría social surgida del 15-M». A menudo se aduce aquí un argumento generacional: a cada generación le asistiría el derecho de redactar su propia Constitución. Manuel Monereo, diputado de Unidos Podemos, lo expresó así: «Una Constitución debería durar lo que dura una generación; los muertos no pueden estar dirigiendo eternamente a los vivos». Razón de más para considerar inaplazable la intervención sobre la norma suprema.

En segundo lugar, el desafío independentista catalán ha sido interpretado por algunos publicistas como una consecuencia del sistema de organización territorial del poder del Estado, tan mal definido en 1978 que habría dado lugar a un golpe de Estado. De ahí la necesidad de reformar, como mínimo, este aspecto del texto constitucional, regulado en su conocido Título VIII: para así encauzar el problema catalán. Ha escrito Gregorio Cámara:

Si bien en 1931 y 1978 hubo un rotundo rechazo del agobiante centralismo y una indudable aspiración al establecimiento de la autonomía regional, no pudo fraguarse una neta voluntad constituyente en esta materia que estuviera en condiciones de sostener un modelo claramente definido. Así las cosas, la cuestión territorial sigue abriéndose recurrentemente en canal en los momentos de crisis, a falta de una constitucionalización adecuada que permita vertebrar nuestro Estado con la eficacia y estabilidad necesarias.

En un sentido parecido se han expresado últimamente algunos destacados académicos. Es el caso de Ideas para una reforma constitucional, propuesta presentada por un conjunto de profesores de Derecho Constitucional y Administrativo encabezados por Santiago Muñoz Machado, o del manifiesto titulado Renovar el pacto constitucional, que, firmado por un nutrido grupo de importantes intelectuales y profesores universitarios, defiende una reforma federal del Estado como medio para acomodar las reivindicaciones identitarias. Podemos leer en el texto de los primeros:

Se trata de introducir cambios que configuren un modelo territorial en el que sea necesario el diálogo y se reduzca el conflicto; en definitiva, aplicar las técnicas del federalismo que en otros Estados garantizan la integración a través de la participación de los territorios en las decisiones que les afectan.

También aquí, si bien por un camino distinto, se identifica en la Constitución, si no la causa de la crisis, en este caso la catalana, sí una de sus causas. De alguna manera, las deficiencias del modelo territorial habrían «empujado» al nacionalismo a presentar ‒como ya hiciera su homóloga vasca con el llamado Plan Ibarretexe‒ una reclamación de autodeterminación desatendida por el gobierno. Así que sólo cambiando la Constitución podríamos preservar la unidad del país: Cataluña, podríamos decir, bien vale una reforma. En este caso, una federal.

Por supuesto, ambas posiciones son muy distintas. Mientras que el populismo, o lo que empezó siendo populismo y ahora quizá ya no lo sea tanto, reclama un proceso constituyente llamado a sustituir la Constitución por otra nueva, los partidarios de la federalización reclaman una mera reforma de la misma. Ésta, empero, no tendría por qué limitarse al Título VIII, sino que podría alcanzar a otros aspectos del texto. Así, en la formulación de Muñoz Machado et altera, «la incorporación de una cláusula europea, la modificación del orden sucesorio en la Corona, el reconocimiento de garantías de algunos derechos sociales, la mejora de la calidad democrática de las instituciones, etc.». Tampoco sería necesario abordar a la vez todos estos cambios, sino que bastaría hacerlo paulatinamente; únicamente las reformas que afectan al modelo territorial se juzgan «urgentes y prioritarias» y no podrían esperar, pues urgente y prioritario es resolver la crisis catalana.

Ahora bien, aunque aquí estamos ocupándonos solamente de la reforma constitucional y no de la posible sustitución del texto del 78 tras un proceso constituyente, no cabe duda de que la presión ejercida por quienes desean un texto nuevo refuerza el argumento para la reforma: quien quiere lo más puede querer también lo menos. Es más, se interpreta que una generación a la que se imputa un fuerte anhelo transformador no se conformará con menos que una reforma; siempre que tenga suficiente calado como para legitimar nuestro régimen político a ojos de esa diversa coalición que forman no sólo los jóvenes, sino también, y por ejemplo, las feministas que demandan la introducción en el texto constitucional de una «perspectiva de género». Todo suma, pues, en la generación del sentimiento reformista. Desde este punto de vista, la reforma sería tan necesaria como insoslayable. Si no se hace, ni se resolverá el problema catalán ni se contará con el apoyo de las generaciones más jóvenes: la democracia española estará en ese caso poco menos que condenada.

No pocos españoles parecen estar de acuerdo: según un sondeo de GAD3 publicado por La Vanguardia en marzo de este año, el 60% de los ciudadanos apoyaría una reforma constitucional de la que saliera un Estatuto catalán con un reparto claro de competencias. Algo antes, en enero de 2017, y según Sigma Dos, casi el 66% de los encuestados aprobaba la idea de una reforma antes del fin de la legislatura, con un apoyo mucho mayor entre los votantes de izquierda: un 78% en el lado del PSOE y un 85% en el de Podemos, frente al 65% de Ciudadanos y el 44% en el PP. Qué reforma, claro, es asunto distinto: si un 32% apostaba entonces por reducir las competencias de las Comunidades Autónomas, un 30% las aumentaría. ¡Y esto, antes del golpe de septiembre y octubre! En la encuesta del CIS publicada en abril de este año, los partidarios de dar más poderes a las autonomías descendían del 29,7% al 25,9%, mientras que subía del 12,4% al 23,8% el número de quienes prefieren que el Estado autonómico continúe tal cual y, finalmente, bajaba del 44% al 36% el porcentaje de quienes reconocerían el derecho de las Autonomías a la independencia. Significativamente, no aumentaba en exceso el número de quienes recentralizarían competencias o regresarían al Estado unitario. Está por verse de qué manera puedan evolucionar estas cifras, en respuesta al discurso de los partidos y a la evolución de la coyuntura política. Pero sí cabe extraer una conclusión, siquiera sea provisional: cuanto mayor es la gravedad percibida de una crisis, ya sea socioeconómica o territorial, más fuerte es la inclinación a depositar en la reforma constitucional la esperanza de su resolución. Y viceversa.

Esto, bien mirado, no deja de ser curioso. Este fetichismo de la reforma hace suya la premisa de que los problemas de la democracia española tienen su causa en la Constitución, o, al menos, pueden explicarse como efecto de deficiencias constitucionales. Pero, ¿es el caso? ¿O estamos convirtiendo la constitución en una suerte de chivo expiatorio, de inocente conducido al cadalso con objeto de resolver las tensiones latentes en el seno de la comunidad política? Tomemos cada uno de los argumentos anteriores: ¿son las políticas económicas y la ausencia de reformas de los últimos veinte o treinta años un efecto del diseño constitucional? ¿Podemos identificar fallas institucionales que nos permitan explicar la respuesta española al abaratamiento del crédito, la incompetencia de los españoles con las lenguas extranjeras o el fracaso reiterado del INEM? ¿O no será que es más fácil refugiarse en abstracciones tales como «el régimen del 78», los «oscuros despachos» o el «no nos representan»? Por decirlo de otra manera, ¿hay algo en la constitución de 1978 que haya impedido a los sucesivos gobiernos dar forma a una Televisión Española independiente, constituir un órgano de supervisión fiscal con suficientes poderes, o dar impulso a la evaluación ex post de las políticas públicas? Y en cuanto al segundo argumento: ¿son los problemas territoriales consecuencia de un mal diseño constitucional, o más bien consecuencia del diseño de la ideología nacionalista? ¿No podría decirse más bien que el nacionalismo es la causa del problema catalán? ¿Es que algo impide a las Comunidades Autónomas, incluidas las gobernadas por los nacionalistas, cooperar cabalmente en el marco de las conferencias sectoriales? En el mismo sentido, ¿podemos justificar o explicar, a la vista del texto constitucional y del posterior proceso de descentralización, que el poder autonómico catalán se haya rebelado contra el Estado?

Es importante introducir aquí un matiz de gran importancia: que los problemas españoles no sean problemas constitucionales no significa que una reforma constitucional no pueda ayudar a resolverlos o carezca, de llegar a hacerse y hacerse bien, de efectos benéficos. Son asuntos distintos. En la medida en que la reforma constitucional ‒de la que, no obstante, se habla algo menos que antes‒ ha adquirido connotaciones emocionales positivas, que se corresponden con la asignación de un valor emocional negativo a la ausencia de reforma, quizás esta última se haya hecho necesaria, aun no siéndolo en sentido estricto. Y se habría hecho necesaria en la medida en que son mayoría quienes piensen que es necesaria; por ejemplo, los españoles. De acuerdo con esta lógica algo perversa, el principal rédito de la reforma sería la reforma misma, con independencia de su contenido específico. Ser capaces de reformar sustancialmente la Constitución tendría un valor simbólico: no sería tanto un medio para un fin como un fin en sí mismo.

De una reforma se esperaría, entonces, que legitimase el orden constitucional a ojos de las generaciones más jóvenes, que deberían ser capaces de sentir como suyo el texto reformado, mientras que habría de resolver la crisis territorial por medio de una federalización explícita de nuestro orden político. Ambas perspectivas pueden confluir si la reforma federal consigue relegitimar la Constitución a ojos de los ahora desafectos; incluidos, claro, los independentistas.

Reservando mi escepticismo para el siguiente apartado, es indudable que una federalización bien diseñada y que gozase de un amplio consenso podría ser una excelente noticia para España. Sobre todo, en la medida en que pudiera proceder a sancionar y refinar los resultados del proceso de creación del Estado autonómico. En este caso, la reforma constitucionalizaría aquello que se ha materializado a través del proceso autonómico, al tiempo que corrige sus deficiencias. De paso, se trataría de acabar con esa concepción del Estado que va del centro a la periferia y entiende la descentralización como una concesión del poder central a sus partes componentes. Federalizar sería entonces crear una cultura federal que convertiría a España en una nación sin centro. Pero nótese la ironía: es ahora cuando España está preparada para describirse a sí misma de esa manera; no lo estaba en 1978. Éste es uno de los efectos de nuestro federalismo inverso, que, por lo demás, no carece de efectos negativos. Sobre todo, el de generar una inercia centrífuga que conduce al progresivo vaciamiento del Estado central; algo que quizá no plantearía problemas demasiado graves en Alemania y, sin embargo, sí los plantea en España, donde existen dos nacionalismos subestatales con aspiraciones soberanistas.

En suma, la reforma constitucional no es necesaria, pero parece haberse hecho necesaria como solución a dos problemas interrelacionados pero separables: el malestar constitucional de quienes consideran caduco el «régimen del 78» y la desafección insurreccional del independentismo catalán. A continuación ‒pero ya la semana que viene‒ elucidaremos si esa deseable reforma es, también, posible, no sin antes tomar un pequeño desvío de la mano de Bruce Ackerman y su idea del «momento constitucional».

Una semana después la primera entrega, el profesor Arias Maldonado continuaba su exposición sobre la reforma de la Constitución: Me ocupaba aquí la semana pasada de la reforma constitucional, de la que se hablaba mucho hasta que ha empezado a hablarse poco, pero a la que, no obstante, sigue apelándose, casi como un latiguillo del discurso, cuando se habla de la crisis territorial y su posible superación. Y empecé por preguntarme si la reforma es necesaria, concluyendo que no lo es, pero quizá se haya hecho tal a fuerza de repetirlo. Ahora toca responder al segundo interrogante: ¿es posible reformarla? Antes, sin embargo, un breve excursus servirá para sopesar si, sea posible o no, estamos ante un «momento constitucional».

2. Excursus: ¿estamos ante un momento constitucional?

Entre las contribuciones más destacadas del constitucionalismo de los últimos decenios se cuenta, sin duda, la teoría del «momento constitucional» del norteamericano Bruce Ackerman. Su trabajo se inscribe en la historia del constitucionalismo norteamericano, lo que dificulta un tanto su aplicación a otros contextos políticos; es instructivo, empero, aplicarlo a nuestro caso. Curiosamente, el sintagma «momento constitucional» tiene algo de engañoso, pues no dice exactamente lo que parece decir. Ackerman está refiriéndose a aquellos episodios de la historia norteamericana en los que un elevado nivel de interés del público por los asuntos políticos hace posible un cambio constitucional sin que se realice necesariamente una enmienda de la Constitución. Esto último es posible porque se produce un cambio significativo en la comprensión pública y la interpretación judicial del texto constitucional.

En estos «momentos constitucionales», la política normal deja paso a la alta política y el pueblo se convierte en soberano mediante el ejercicio informal de la soberanía. Para que nos encontremos ante un cambio constitucional de este tipo, sostiene Ackerman, el apoyo al mismo debe ser «hondo, amplio y decisivo». Es decir, un apoyo derivado de un «juicio sopesado» que incluya el aprendizaje y el rechazo ponderado de las alternativas, además de ser numéricamente sólido (aunque el autor norteamericano no explicita porcentajes), y mantenerse vivo durante un período suficiente de tiempo: sólo así gozará la autoridad necesaria. Hablamos entonces de aquellos raros momentos en que los movimientos políticos tienen éxito dando forma a nuevos principios de la identidad constitucional, que ganan el apoyo meditado de una mayoría de ciudadanos norteamericanos después de un proceso institucional prolongado de prueba, debate y decisión.

Ackerman entiende que así sucede con la fundación del país, con el período de la reconstrucción que sigue a la Guerra Civil y con el New Deal que ve crecer el poder del Estado federal. A su juicio, las innovaciones que traen consigo estos episodios tienen el mismo estatus que las enmiendas constitucionales. Nótese que Ackerman habla de ese tipo particular de cambio y no de los cambios constitucionales que siguen un procedimiento reglado. Pero nuestro autor adopta un punto de vista normativo cuando se pregunta por qué decisiones adoptadas en el pasado ‒a veces distante‒ constriñen de manera legítima las decisiones de los contemporáneos; que es lo que suelen hacer las Constituciones, no digamos la norteamericana. ¿Qué convierte en vinculantes a las Constituciones, pese al transcurso del tiempo? Su respuesta es que la deliberación pública durante los momentos constitucionales tiene rasgos especiales que la distinguen de la política ordinaria, lo que da a las innovaciones constitucionales así realizadas prioridad normativa sobre las decisiones posteriores. Esto es: si durante los períodos de política ordinaria los ciudadanos atienden mayormente a sus asuntos privados, en los momentos constitucionales el público se compromete con la deliberación pública en torno al interés general, adoptando, al menos en el nivel agregado, una posición relativamente imparcial. Por lo demás, el entusiasmo público exhibido durante esos períodos se conserva en el ánimo de los ciudadanos, como expresión del compromiso con la Constitución que contribuyen a crear. Pero lo decisivo es que se trata de mejores decisiones y tienen, por tanto, la prioridad correspondiente.

Esta teoría persigue resolver el muy norteamericano problema de la «legitimidad revolucionaria», el problema de la ilegalidad de los procedimientos mediante los cuales esos cambios se llevan a cabo. Para Ackerman, el problema se resuelve identificando una «tercera vía» que rechaza la dicotomía entre el legalismo ortodoxo y la fuerza bruta. En los momentos constitucionales, la ruptura de la legalidad no implica ilegalidad. ¿Cómo? No es necesario detallar aquí el intrincado conjunto de interacciones entre la movilización popular favorable al cambio constitucional y las distintas ramas del gobierno federal que describe Ackerman. En esencia, una vez que el movimiento político ha situado su agenda de cambio en el centro del debate público, se produce una fase propositiva y deliberativa, que a su vez se subdivide en momentos de resistencia conservadora, victoria electoral e impasse constitucional hasta que otra victoria electoral contundente ratifica el cambio en cuestión y el Tribunal Supremo traslada la reforma a la doctrina constitucional. Esto habría sucedido en los tres momentos arriba citados, resolviéndose así el problema de la legitimación a posteriori de cada uno de esos episodios.

El momento constitucional es, así, un cambio extralegal de la Constitución. Pero, como ha señalado Sujit Choudhry, la pregunta que queda en el aire es por qué los actores políticos realizan un cambio constitucional al margen de los procedimientos establecidos. La respuesta es la existencia de una crisis. En estos momentos, que Choudhry denomina de «política constitutiva», los propios procedimientos de cambio constitucional entran en crisis, pues son también aquellos durante los cuales los fundamentos de la comunidad política son objeto de crítica existencial. En otras palabras: ¿cómo pueden las normas ordinarias de reforma constitucional regular los momentos de política constitutiva? Para Choudhry, la enseñanza de Ackerman para la perspectiva comparada es que existen límites a la capacidad de las formas constitucionales para regular la política constitucional; límites que son, también, los del propio constitucionalismo.

Pues bien, ¿de qué modo podemos aplicar la teoría del momento constitucional al caso español? Sería razonable pensar que algo parecido a un momento constitucional se produjo cuando las Comunidades Autónomas ordinarias, encabezadas por Andalucía, demandaron una vía rápida a la autonomía e inauguraron eso que luego vino en llamarse «café para todos». No podría decirse lo mismo, en cambio, del desarrollo posterior, entre político y jurisprudencial, del Estado de las Autonomías, que careció del elemento popular central a la tesis de Ackerman. Posteriormente, pudo pensarse que las movilizaciones del 15-M darían pábulo a un nuevo momento constitucional, pero la contundente victoria electoral del PP de Mariano Rajoy en las elecciones generales y el fracaso de Podemos en su pugna con el PSOE cancelaron esa posibilidad, relegando a los márgenes la demanda de un «cambio de régimen».

¿Y qué hay de la crisis catalana? Mal podríamos hablar de un momento constitucional para describir la ruptura unilateral del orden democrático por parte del movimiento independentista, que pretendía acabar con la vigencia de la Constitución en Cataluña antes que cambiar la Constitución para España. En cambio, es razonable preguntarse si no se aproximaría un poco más a la idea de Ackerman el efecto de la sublevación nacionalista en el resto de Cataluña y en España: allí, sacando a la luz la existencia de una comunidad no nacionalista poco dispuesta a transigir con los propósitos del independentismo; aquí, generando un sentimiento de hartazgo frente a las demandas nacionalistas que se traduciría en un tipo particular de «voluntad política», a saber, la de poner freno a la centrifugación del Estado y reclamar el aseguramiento de una cierta igualdad básica entre ciudadanos españoles, además de defender la existencia de una identidad nacional española cuyos símbolos habrían de ser rehabilitados como patrimonio común de todos los ciudadanos. De ser el caso, estaríamos ante un momento de cambio no recogido de momento en las normas constitucionales y que, de hecho, va en dirección contraria a la mayoría de las reformas propuestas, casi todas ellas de carácter federal.

A decir verdad, este hipotético «momento constitucional» está todavía lejos de confirmarse. Al igual que sucediera con el 15-M, la oposición explícita al nacionalismo ‒cuyo estandarte ha alzado por el momento Ciudadanos‒ no se ha alzado con victoria electoral alguna. Por añadidura, la exitosa moción de censura de Pedro Sánchez ha otorgado la iniciativa a la propuesta de signo contrario, que es el bilateralismo privilegiado por el PSOE como medio para la cauterización de las heridas abiertas por el procés. En el debate público, las posiciones siguen enfrentadas. Y mientras no sepamos qué quiere decir «federalismo» en boca de cada uno de sus defensores, será difícil que el debate se desplace en una u otra dirección. Las siguientes elecciones generales serán decisivas para medir el apoyo relativo del que goza cada una de las posiciones aquí discernibles. Siendo así que los resultados de las elecciones autonómicas en las Comunidades históricas son, y seguirán siendo, la más eficaz fuerza de veto contra cualquier cambio constitucional que pueda reforzar al Estado central o apunten hacia una más decidida igualdad entre españoles, sea cual sea su origen. Fin del excursus.

3. ¿Es posible la reforma constitucional?

Preguntarse por la viabilidad de la reforma constitucional es algo muy diferente de hacerlo por su conveniencia o necesidad, pero no cabe desvincular del todo ambos interrogantes; desear lo imposible no deja de ser un signo de romanticismo o inmadurez. Ni que decir tiene que la reforma constitucional, valga la tautología, es constitucional. El texto de 1978 recoge el procedimiento para su propia reforma en los artículos 166, 167 y 168. En consecuencia, la reforma es legalmente posible; otra cosa es que sea políticamente viable. Y en las dificultades que puede encontrarse la política para hacer una reforma influyen notablemente las dificultades que la Constitución misma plantea cuando explicita los procedimientos y las mayorías requeridas para llevarla a cabo. La reforma posible, para empezar, no es fácil.

Aunque de un tiempo a esta parte se haya convertido en un lugar común de nuestra esfera pública decir eso de que «si hay que reformar, se reforma, y no pasa nada», formulación que expresa o persigue la normalización de las reformas constitucionales, no parece que el constituyente estuviera de acuerdo. Nuestra Constitución exhibe una considerable «rigidez» que hace difícil su reforma; sobre todo, su reforma sustancial. Pedro de Vega ha explicado este rasgo a partir de la ausencia en nuestra norma suprema de toda «cláusula de intangibilidad», es decir, de la prohibición material de revisar aspectos concretos de la misma. Estas cláusulas, contra lo que pudiera pensarse, no son raras en el Derecho comparado: la constitución francesa de 1958 dice en su artículo 58 que «Ningún procedimiento de revisión puede ser iniciado o llevado adelante cuando se refiera a la integridad del territorio. La forma republicana de Gobierno no puede ser objeto de revisión»; la alemana de 1949 establece en su artículo 79.3 que «Es inadmisible toda modificación de la presente Ley Fundamental que afecte a la división de la Federación en Estados o al principio de la cooperación de los Estados en la legislación o a los principios consignados en los artículos 1 y 20»; y la Constitución italiana de 1947 prescribe en el artículo 139 que «La forma republicana no podrá ser objeto de revisión constitucional». Si bien el constituyente español no quiso incluir cláusulas de este tipo con objeto de evitar cualquier comparación con el carácter «perpetuo e inmodificable» de los llamados «Principios Fundamentales del Movimiento», fijó un procedimiento formal de gran rigidez con objeto de hacer casi imposible su reforma.

Se trata de algo que, como también ha señalado Pedro de Vega, no deja ser lógico si se refieren a materias que otros textos constitucionales declaran irreformables. Y ello hasta el punto de que un mismo procedimiento, el agravado del artículo 168, exige dos consultas populares: una en las nuevas elecciones generales que siguen a la disolución de las Cortes tras la aprobación de la reforma propuesta por mayoría de dos tercios en cada cámara, y otra en referéndum tras la ratificación de la propuesta por las nuevas Cortes. En el caso del procedimiento simplificado del artículo 167 -que puede reformar todo aquello que no se encuentre en el Título Preliminar, el Capítulo Segundo, Sección Primera del Título I, o el Título II‒, bastará una mayoría de tres quintos en cada cámara y, en principio, no será necesario el referéndum (no lo ha habido, de hecho, cuando se ha reformado la Constitución para reconocer el sufragio pasivo de los ciudadanos europeos en las elecciones municipales y con objeto de establecer la regla de estabilidad presupuestaria). Pero, y no puede minusvalorarse la relevancia de esta cláusula cuando tomamos en consideración la viabilidad de la reforma, el referéndum habrá de celebrarse «cuando así lo soliciten, dentro de los quince días siguientes a su aprobación, una décima parte de los miembros de cualquiera de las Cámaras» (artículo 167.3). Vale decir, al menos treinta y cinco diputados.

En sí mismo, como demostrarían las sencillas reformas ya efectuadas, el grado de exigencia del procedimiento no imposibilita la reforma: sólo lo dificulta. Mi sospecha, sin embargo, es que lo dificulta hasta hacerlo imposible en las actuales circunstancias políticas. En fin de cuentas, los procedimientos creados por las Constituciones ‒ya sea para regular la política constitucional o la política democrática ordinaria‒ están lejos de ser neutrales. Tal como ha señalado Jeremy Waldron, los procedimientos políticos siempre reflejan concepciones en disputa sobre los valores que subyacen a ambos registros políticos: el constitucional y el ordinario. De ahí, por ejemplo, las críticas que hacen los populistas a las Constituciones liberales por no ser suficientemente participativas, o «democráticas», y las que hacen los nacionalismos en términos de falta de reconocimiento del sujeto soberano: las naciones de las que se predican portavoces.

Todo depende, ciertamente, de los presupuestos de que se parta. Cuando Santiago Muñoz Machado et altera proponen abrir un «tiempo de reformas» orientado a forjar consensos sucesivos sobre aquello que, a su juicio, exige ser reformado, señalan que para que esta operación sea exitosa «sería necesario un profundo cambio en la cultura política ‒y, por tanto, en el actuar‒ de los partidos con representación parlamentaria». Pero esta formulación es, además de lógica, algo tramposa: si la cultura política fuese otra, quizá no habría necesidad de reformar la Constitución y podríamos dar un rumbo distinto a nuestra comunidad política sin necesidad de retocar la norma suprema. Ellos mismos matizan, razonablemente, que el consenso no existirá al comienzo del proceso de reforma, sino que será el resultado o la consecuencia de las negociaciones: el único consenso que se necesita para empezar se refiere a la voluntad de culminar la reforma. Y aunque con esto es fácil estar de acuerdo en el plano normativo, hay que tener en cuenta que una cosa es el proceso imaginado y otra el proceso real: algo sobre lo cual el Brexit nos ha dejado amargas lecciones. En ese sentido, la posibilidad de la reforma se vería lógicamente reforzada si todos los actores políticos exhibieran un compromiso explícito con ella. Sin embargo, incluso en ese caso podría suceder que cada uno de ellos se comprometiese exclusivamente con su reforma, fijando de entrada un conjunto de eso que ahora se llaman «líneas rojas» que jamás traspasarían. En ese caso, la negociación puede convertirse en una guerra de trincheras donde los vetos cruzados impidieran cualquier acuerdo.

Tal vez la pregunta más acuciante en este contexto sea la de si las reformas constitucionales que tienen en mente los distintos actores políticos en liza son compatibles entre sí. Ya se ha dicho que los partidos populistas desean un proceso constituyente que alumbre una república participativa en la que se constitucionalice el máximo número posible de derechos sociales. Por su parte, los socialistas apuntan hacia un federalismo de rasgos aún inconcretos, pero que parece inclinarse por eso que se ha llamado «asimetría» en el reparto de bienes competenciales y simbólicos. Es algo que los conservadores no verán con tan buenos ojos, mientras que Ciudadanos no ha dejado de poner sobre la mesa el problema de la igualdad entre españoles como parte de un combate ideológico contra los presupuestos del nacionalismo. En cuanto a los actores nacionalistas, está por ver que también ellos crean que una reforma federalizante es la solución a una crisis territorial que no sabemos si quieren «solucionar». Hace un par de semanas, José Antonio Zarzalejos apuntaba, en el marco de un curso de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, que los nacionalistas se sienten cómodos en la «viscosidad jurídica» y no en un reparto claro y preciso de competencias de cada poder del Estado. Asimismo, no es descabellado anticipar que los españoles ‒si es que son preguntados en una encuesta‒ se manifestarán generalmente favorables a un federalismo racional que no vaya en desdoro de la igualdad entre ciudadanos. Es dudoso, en cambio, que esos mismos ciudadanos abracen una reforma de signo confederal: una cosa es vivir con un confederalismo de facto y otra es discutirlo y aprobarlo explícitamente en el marco de un proceso deliberativo inevitablemente contaminado por la lucha electoral y con el recuerdo aún vivo del procés.

¿Son compatibles, en fin, estas reformas? No lo parece. Y es evidente que la obligación o posibilidad ‒incluso en el procedimiento simplificado‒ del referéndum complica mucho el recurso a una solución orquestada desde la elite. Por dos razones elementales: ¿aceptarán fácilmente los populistas una reforma que no cuestione la Jefatura del Estado o deje de incorporar nuevos derechos sociales y mecanismos de participación? Puede que la aritmética parlamentaria impida a los nacionalistas exigir tal referéndum, pero, ¿podría hacerse una reforma contra los nacionalistas, cuando se trata de solucionar con ella la crisis territorial? Más aún, ¿puede justificarse una reforma que no incluya una consulta popular en una época dominada por el argumento populista? Difícilmente. Así las cosas, ¿podría someterse a referéndum una reforma que corriese el riesgo de recibir un débil apoyo popular? No hace falta preguntar a David Cameron ni a Matteo Renzi: la posibilidad de que la reforma fuese rechazada en las provincias catalanas o vascas, o que recibiese el rechazo de una parte de los jóvenes por no haber cuestionado la monarquía, es suficiente para contemplar esa opción con justificado recelo. En otras palabras: la reforma constitucional necesita de un consenso que no existe ni parece realista esperar en el medio plazo. Y sería una frivolidad inaceptable forzar una reforma constitucional que no disfrutase del mismo.

Por otro lado, si bien la reforma difiere notablemente de un proceso constituyente, las expectativas generadas por ella trascienden las de un mero retoque técnico. Está investida, por el contrario, de un alto valor simbólico: el que le hemos dado. Sin embargo, a diferencia de lo que sucedía en 1978, no existe una razón incontestable para hacerla. Entonces, no había Constitución y era necesario proveerse de una; hoy, tenemos una y no es imprescindible ‒aunque pudiera ser aconsejable‒ reformarla. No concurren hoy el miedo (a la regresión) ni la esperanza (en la democracia venidera) que animaron el compromiso forjado en la Transición. Si la aprobación de la Constitución era entonces insoslayable, su reforma es hoy aplazable. Y eso, se quiera o no, influye en la psicología de los actores implicados.

Análogamente, habría que preguntarse si estamos realmente ante el momento apropiado para hacer la reforma. Es una cruel paradoja del reformismo, y no sólo del constitucional, que el incentivo para cambiar las cosas es mayor en época de crisis, pero las épocas de crisis generan a menudo malas reformas; cuando la crisis ha terminado, el deseo de reforma disminuye considerablemente. En nuestro caso, resulta más que discutible que pueda afrontarse una reforma de la organización territorial cuando todavía está tan presente la sublevación del nacionalismo catalán. ¿Es acaso concebible que un hipotético proceso de reforma ignore las lecciones del procés? O, si se prefiere, ¿podemos reformar la Constitución para resolver los problemas creados por el nacionalismo, que ha sido desleal con la formidable descentralización consagrada en 1978, suspendiendo nuestra incredulidad en lo que a la naturaleza del nacionalismo se refiere? Incluso: ¿podemos echar en saco roto aquello que hemos aprendido sobre el pluralismo interior de Cataluña, dejando de garantizar los derechos de aquellos ciudadanos catalanes que no comulgan con los presupuestos del nacionalismo?

Tomemos al Senado como ejemplo. Durante al menos veinte años hemos venido diciendo que se trata de una cámara inútil que no cumple su función y que, por tanto, su reforma constitucional es una prioridad. Y está bien que así se diga. Pero, ¿de qué serviría reformar el Senado, otorgándole nuevos poderes o deberes de coordinación, si los partidos nacionalistas van a seguir condicionando las alianzas políticas en el Congreso de los Diputados, haciendo de facto política regional en la cámara que habría de representar al conjunto de los ciudadanos en cuanto españoles? De nada, seguramente. Pero tampoco cabe, siendo realistas, neutralizar la fuerza de los nacionalistas en el Congreso por otra vía que no sea el improbable acuerdo de los partidos no nacionalistas: la idea de aplicar de manera sobrevenida una barrera electoral de exclusión que los dejase fuera del hemiciclo, defendida últimamente por Ciudadanos, es poco afortunada. Esto no supone que el Senado no pueda reformarse: sólo que no puede esperarse demasiado de su reforma. Dicho de otra manera: no puede reforzarse el federalismo de nuestro Estado mediante una reforma constitucional sin la «lealtad federal» (Bundestreue) de los actores políticos nacionalistas.

Tiene así la reforma algo de trágico, porque los bienes en conflicto no son conciliables. No podemos descartar que un proceso negociador, una vez iniciado, pudiera crear dinámicas imprevistas que condujesen a resultados milagrosos. Por desgracia, la comisión parlamentaria para la reforma constitucional ahora en marcha ha ido languideciendo por la palmaria ausencia de eso que se denomina «voluntad política»; hasta el punto de que los partidos nacionalistas se han negado a pasar por ella. Tal vez sería aconsejable que el discurso sobre la reforma adoptase una tonalidad nueva, más alejada de la épica refundadora de la que a menudo quiere revestirse y, a la vista de la situación aquí descrita, subrayase la relación entre democracia y frustración: porque sólo cuando cada actor político acepte que no puede conseguir todo lo que desea será posible empezar a entendernos. Aunque también puede ser que ese día, si llega, no sólo haga más fácil la reforma de la Constitución, sino que nos convenza de que podemos mejorar la democracia española sin reformar ‒al menos no de manera sustancial‒ la Constitución misma. En fin: si la reforma constitucional es hoy necesaria pero imposible, nada sería más deseable que poder decir algún día que se ha vuelto posible pero también innecesaria.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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sábado, 3 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] La España de las autonomías





La crisis catalana ha hecho tambalearse la creencia de que el Estado de las autonomías había adquirido, más o menos, su forma definitiva. Pero lejos de romper con el sistema hay que aprovechar que la Constitución es reformable, escribe en El País Álvaro Delgado-Gal, físico, filósofo, profesor de Lógica y Filosofía del Lenguaje en la Universidad Complutense de Madrid, y director de Revista de Libros.

La gran crisis catalana ha tenido sobre la nación dos efectos, manifiesto el primero y menos visible y tal vez más importante el segundo, comienza diciendo. No es cuestión baladí, desde luego, que la mitad de la clase política se haya amotinado en una de las regiones más pobladas de España y la cuarta en renta per cápita. Sin embargo, hay más, mucho más. El espasmo secesionista catalán ha conmovido la creencia de que el Estado autonómico había adquirido su hechura definitiva, punto arriba, punto abajo. Esta idea encerraba un aspecto moral y otro ejecutivo: se entendía que los poderes locales proclives al nacionalismo estaban siendo capaces de conciliar su sesgo ideológico con una lealtad suficiente al país en su conjunto, y que no entrañaba riesgos grandes darle hilo a la cometa. Pero la hipótesis ha decaído, como la fe en la medicina homeopática o la invulnerabilidad de la línea Maginot. Un balance muy rápido de lo que en este momento se piensa y no siempre se dice, incluiría por lo menos los puntos siguientes: uno, que la vigencia de la ley en Cataluña comenzó a debilitarse a partir de 1984, cuando se renunció a pedir responsabilidades a Jordi Pujol en todo lo atinente a la quiebra de Banca Catalana; dos, que la inhibición prolongada del Estado indujo la aparición en aquella comunidad de fueros o jurisdicciones informales y no controlables; tres, que consecuencia y, a la vez, condición sine qua nonde todo esto, fue una desnaturalización de la Constitución; cuatro, que el comportamiento de los grandes partidos nacionales fue equívoco, por cuanto inspirado, no ya en un principio de prudencia, sino en la necesidad en que cada uno se veía de completar mayorías parlamentarias en oposición al otro; cinco, que la única alternativa para hacer compatible la pugna partidaria con la imposición de la ley en todo el territorio, a saber, un acuerdo sobre mínimos en los extremos que más afectan a la integridad del Estado, no se adoptó finalmente, o por sectarismo o por inadvertencia o por las dos cosas a un tiempo.

Resultaría enormemente injusto extraer de este diagnóstico una interpretación integral de los años que nos separan del 78. Ahora bien, la ecuanimidad, exigible en los libros de historia, rara vez contagia a la historia misma, y no excluyo grandes sustos y accidentes en los años venideros. En lo referente a las causas mediatas o inmediatas del gran drama del uno de octubre de 2017 (drama en un sentido teatral, amén de histórico), caben conjeturas diversas. Es posible afirmar, no sin fundamento, que el proceso de desarticulación nacional estaba muy avanzado, y que por algún sitio tenía que saltar la liebre; o también que entraba dentro de lo esperable que el envión penal contra la familia Pujol fuera interpretado por círculos convergentes como una ruptura del pacto implícito que hasta ese momento había regido las relaciones entre Madrid y el nacionalismo catalán. En realidad, los dos argumentos son complementarios. El primero, no obstante, ofrece al análisis más ángulos que el segundo. Conforme se desleía el Estado, la política se iba adaptando a esa mengua o disminución, complicada de sobrellevar aunque, en apariencia, no letal. La resulta ha sido una mutación en bloc de las autonomías, de los partidos y de las expectativas asociadas a los mandatos constitucionales. Más a hurtadillas que de manera explícita, y más por vía práctica que enunciativa, se ingresó en usos de gobierno crecientemente alejados de lo previsto en el 78.

La deriva, proyectada en un horizonte virtual, apuntaba hacia lo que Pedro Sánchez, en uno de sus momentos (momentos tan mudables y espantadizos, que se necesita cuaderno y lápiz para no hacerse un lío cuando se intenta situarlos en el calendario), ha denominado “nación de naciones”. En otras palabras, un arreglo confederal. Dado, sin embargo, que la confederación no es viable, por razones que estimo innecesario enumerar aquí, nos encontramos con que el proceso ha terminado por ser, más que de recolocación, de descomposición, tanto en lo que toca a la estructura estatal, como a las conductas que deberían protegerla. Los compromisos, los reflejos, las inercias acumuladas durante decenios se han convertido en un obstáculo para que se intente lo que no se puede dejar de intentar, esto es, una reconducción del Estado autonómico y la inauguración de modos políticos menos atentatorios contra la estabilidad nacional.

Se comprueba lo apurado del caso observando el revuelo reciente sobre la aplicación del cupo vasco. Ciudadanos la ha denunciado como insolidaria y poco democrática. Absolutamente nadie puede poner en duda que es insolidaria y poco democrática. No se comprende que la segunda comunidad española en renta per cápita no transfiera recursos y pueda, gracias a esta singularidad, invertir en dinero público por habitante una cantidad que dobla a la media nacional. Pese a ello, muchos han acusado a Ciudadanos de demagógico, me temo que no siempre de mala fe. En efecto, la libertad de maniobra, en los tiempos que corren, es muy estrecha, sobre todo si se asume el punto de vista de un profesional de la política. Forzar la equidad en el País Vasco obligaría a vencer la voluntad de las filiales populares y socialistas en aquella región, produciría un enfrentamiento con el PNV y, punto más interesante aún, exigiría medidas cuyo alcance no es previsible y que podrían conducir, en virtud de una lógica intrínseca, a revisar el juego de flujos, prestaciones y contraprestaciones que en la interfaz autonómica (no sola catalana o vasca sino igualmente andaluza, manchega, gallega o castellanoleonesa) gobierna la captación de recursos y habilita a los grandes partidos nacionales para proveer cargos y poner orden en sus filas. El argumento de que el encaje de Cataluña será imposible mientras esta siga sufriendo un agravio fiscal comparativo, y de que el empate por lo alto tampoco es hacedero, puesto que la extensión del privilegio haría que el Estado fuera infinanciable, remite a tiempos y plazos que se perciben como remotos y por ende políticamente no operativos. La resulta es una suerte de parálisis, o, peor, de multiplicación de movimientos que mutuamente se contradicen. Lo evidencia la actitud esquizofrénica del PSOE, favorable en Cataluña a políticas no redistributivas, y en Andalucía a la redistribución en nombre, no de la igualdad de todos los españoles, sino de derechos regionales que se envuelven en una retórica de acento localista y fugas seudonacionalistas.

Por ahí irá perdiendo fuerza el sistema actual. Y por otros rotos y descosidos que el lector no tendrá dificultad en imaginar. Cada cierto tiempo, y ha transcurrido bastante, el tinglado partidario se desgasta, y se precisa algo más que cataplasmas y composturas para que continúe funcionando. Por fortuna, no se adivinan alternativas a la democracia del 78 ni nadie piensa seriamente en salirse de la Unión Europea, salvo algunos radicales y los independentistas, los cuales, bien mirado, tampoco quieren salirse de la Unión Europea. Y tenemos una Constitución, y, por tanto, la oportunidad de reformarla. Ya vendrá la buena. Paciencia y barajar.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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