El sistema autonómico precisa una reforma que no caiga en las propuestas partidistas, sino que sume un amplio consenso y evite las medidas puramente coercitivas como solución a los problemas, escribe en El País el profesor Alberto López Basaguren, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco, utilizando para ello el recuerdo de lo sucedido al ilustre político liberal británico William Ewart Gladstone, primer ministro del Reino Unido en cuatro ocasiones, entre 1868 y 1894, y uno de los estadistas más célebres de la época victoriana, al que Winston Churchill citaba como inspirador suyo.
Pocos asuntos se han demostrado en la historia tan potencialmente desestabilizadores del sistema democrático como la puesta en riesgo de la integridad territorial del Estado, especialmente cuando el peligro procede del interior. Una crisis de esas características solo se puede abordar, con sólidas posibilidades de éxito, desde un sistema democrático que reconozca una profunda autonomía territorial. Uno y otra, sistema democrático y autonomía, están indisolublemente unidos. No solo en España. Los países con profunda diversidad interna han encontrado y garantizado la paz política cuando han optado por un sistema federal y han acertado al combinar una profunda y amplia autonomía con el establecimiento de los instrumentos de integración adecuados para garantizar la estabilidad política.
Nuestro sistema autonómico tiene importantes defectos y limitaciones en ambos aspectos. Ha permitido despejar las incógnitas básicas que históricamente España había sido incapaz de resolver, pero, si quiere garantizar su viabilidad futura, debe encauzar adecuadamente los problemas que han aflorado en su desarrollo. Hay que mejorar la autonomía —con, entre otros, un sistema de financiación más equitativo que asegure la suficiencia— y los instrumentos de integración que garanticen la estabilidad, porque están ausentes o defectuosamente configurados.
No somos el primer país que se enfrenta al dilema entre reforma e inmovilismo. Por eso es necesario recordar que han salido airosos quienes han encarado la reforma y han acertado en su contenido, mientras que han fracasado quienes la han eludido o han errado en su diseño.
Cuando en las elecciones de 1885 el Irish Parliamentary Party de Charles Parnell obtuvo una victoria arrolladora en Irlanda —85 de 103 escaños—, William Gladstone se enfrentó a ese mismo dilema. Vio con claridad que implantar el autogobierno —Home Rule— era la forma de mantener a Irlanda dentro del Reino Unido, porque era necesario lograr la adhesión de la mayoría de sus gentes. La experiencia de la aplicación de la Irish Coercion Act (1881) le había mostrado que mantenerla por la fuerza abocaba a una escalada que acabaría siendo inaceptable. Los unionistas se opusieron a su proyecto. Reclamaban un Gobierno decidido —resolute government—, dispuesto a imponer una política de mano dura —robustly coercive policy—. Algo similar a lo que muchos reclaman en España: la aplicación en Cataluña del artículo 155 de la Constitución, sin límites materiales ni temporales. ¿Y después?
En el Reino Unido, hace 100 años, triunfaron los unionistas y todas las partes pagaron un alto precio: la división de Irlanda, la independencia de una parte de la isla, la guerra civil entre los nacionalistas irlandeses y el enfrentamiento sectario en Irlanda del Norte, que ha llegado hasta nuestros días. Pero también Gladstone contribuyó de forma muy importante a ese fracaso, porque el suyo era un proyecto de partido —incluso, personal— con importantes errores y contradicciones.
Hoy en España se sostiene que la reforma no es factible porque no hay consenso sobre su contenido y se reclama que quienes la proponen presenten previamente su propuesta con detalle y precisión para, entonces, aceptarla o rechazarla. Quien así lo plantea no ha entendido las condiciones de procedimiento que exige la elaboración de un texto constitucional —o su reforma— para tener posibilidades de éxito. No hay país democrático solvente que lo haya logrado de esa forma. Nuestra propia Constitución no hubiese sido posible si en 1977 se hubiese exigido algo similar.
Para tener posibilidades de éxito una reforma requiere un amplio consenso, que solo se puede alcanzar recorriendo juntos el camino de su elaboración, en un largo proceso de debate, confrontación de propuestas, acercamiento de posturas y, finalmente, construcción de acuerdos. Así se han elaborado las sucesivas reformas de la Constitución alemana, la nueva Constitución suiza (1999) y también, en su día, la Constitución de Estados Unidos. Alexander Hamilton y James Madison, los más destacados autores de The Federalist, no escribieron aquellos extraordinarios papers en defensa de “su” proyecto de Constitución, personal, de grupo o de partido, sino del proyecto aprobado —consensuado— en la Convención de Filadelfia (1787) por los representantes de los Estados, tras arduos y encendidos debates.
Ante el espíritu de facción que imperaba en el país, Madison advirtió —paper número 37— que en la elaboración de un texto constitucional deben concurrir, necesariamente, dos condiciones. Por una parte, la asamblea que lo elabora debe ser capaz de superar los nefastos efectos de los enfrentamientos partidistas; y, por otra, quienes en ella participan deben quedar satisfechos del resultado o, cuando menos, considerarlo aceptable, ya sea porque están profundamente convencidos de la necesidad de sacrificar las opiniones e intereses particulares en beneficio del bien común o por la inquietud que les provoca retrasarlo o tener que volver a empezar de nuevo desde el principio.
En estos 40 años el sistema autonómico ha conocido una evolución que —eludiendo estériles polémicas nominalistas— lo ha situado en el espacio de los sistemas federales. ¿Por qué esa resistencia a cerrar de forma idónea esa evolución aprendiendo de la experiencia de las federaciones más solventes para tratar de incorporar los instrumentos —ausentes en nuestra Constitución— que nos permitan resolver los problemas que se nos han planteado? La reforma debe estar dirigida a desarrollar un sistema autonómico que trate de resolver los problemas generales. El beneficiario debe ser el conjunto del sistema. Pero no puede eludir el problema que plantea el mayor riesgo para su propia estabilidad. Se afirma, contradictoriamente, que no hay que afrontar la reforma porque se trata de satisfacer a quienes pretenden la secesión y, al mismo tiempo, porque es inútil, ya que no satisface a quienes la pretenden. Sin embargo, la estrategia de ruptura viene facilitada por el inmovilismo. El respaldo social alcanzado por las opciones rupturistas —secesionistas o confederales— es inexplicable sin la hábil utilización de los defectos del sistema autonómico por quienes las propugnan.
En Cataluña y en el País Vasco la única mayoría posible cualitativamente clara es la que suman quienes manifiestan satisfacción con la autonomía y quienes consideran necesaria una reforma federal. Y solo por esa vía puede lograrse el debilitamiento de los apoyos logrados por el independentismo en los momentos de eclosión. ¿Por qué no tratar de conformar políticamente esa mayoría cuando todavía es posible? La reforma, obviamente, plantea importantes retos y dificultades. La cuestión es si se debe poner el foco en las dificultades para abordarla o en la necesidad imperiosa de realizarla. Solo la segunda podrá remover los obstáculos para emprenderla. Quien sienta preocupación real por la salud de nuestro sistema democrático debería contribuir a que concurran las condiciones señaladas por Madison en lugar de alimentar los peligros sobre los que alertaba; debería advertir seriamente contra las propuestas de reforma partidistas, porque nos llevarían, como a Gladstone, al más rotundo de los fracasos; y debería prevenir contra el espejismo de las medidas puramente coercitivas como definitiva solución.