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viernes, 5 de julio de 2019

[TEORÍA POLÍTICA] España ante el dilema Gladstone





El sistema autonómico precisa una reforma que no caiga en las propuestas partidistas, sino que sume un amplio consenso y evite las medidas puramente coercitivas como solución a los problemas, escribe en El País el profesor Alberto López Basaguren, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco, utilizando para ello el recuerdo de lo sucedido al ilustre político liberal británico William Ewart Gladstone, primer ministro del Reino Unido en cuatro ocasiones, entre 1868 y 1894, y uno de los estadistas más célebres de la época victoriana, al que Winston Churchill citaba como inspirador suyo.

Pocos asuntos se han demostrado en la historia tan potencialmente desestabilizadores del sistema democrático como la puesta en riesgo de la integridad territorial del Estado, especialmente cuando el peligro procede del interior. Una crisis de esas características solo se puede abordar, con sólidas posibilidades de éxito, desde un sistema democrático que reconozca una profunda autonomía territorial. Uno y otra, sistema democrático y autonomía, están indisolublemente unidos. No solo en España. Los países con profunda diversidad interna han encontrado y garantizado la paz política cuando han optado por un sistema federal y han acertado al combinar una profunda y amplia autonomía con el establecimiento de los instrumentos de integración adecuados para garantizar la estabilidad política.

Nuestro sistema autonómico tiene importantes defectos y limitaciones en ambos aspectos. Ha permitido despejar las incógnitas básicas que históricamente España había sido incapaz de resolver, pero, si quiere garantizar su viabilidad futura, debe encauzar adecuadamente los problemas que han aflorado en su desarrollo. Hay que mejorar la autonomía —con, entre otros, un sistema de financiación más equitativo que asegure la suficiencia— y los instrumentos de integración que garanticen la estabilidad, porque están ausentes o defectuosamente configurados.

No somos el primer país que se enfrenta al dilema entre reforma e inmovilismo. Por eso es necesario recordar que han salido airosos quienes han encarado la reforma y han acertado en su contenido, mientras que han fracasado quienes la han eludido o han errado en su diseño.

Cuando en las elecciones de 1885 el Irish Parliamentary Party de Charles Parnell obtuvo una victoria arrolladora en Irlanda —85 de 103 escaños—, William Gladstone se enfrentó a ese mismo dilema. Vio con claridad que implantar el autogobierno —Home Rule— era la forma de mantener a Irlanda dentro del Reino Unido, porque era necesario lograr la adhesión de la mayoría de sus gentes. La experiencia de la aplicación de la Irish Coercion Act (1881) le había mostrado que mantenerla por la fuerza abocaba a una escalada que acabaría siendo inaceptable. Los unionistas se opusieron a su proyecto. Reclamaban un Gobierno decidido —resolute government—, dispuesto a imponer una política de mano dura —robustly coercive policy—. Algo similar a lo que muchos reclaman en España: la aplicación en Cataluña del artículo 155 de la Constitución, sin límites materiales ni temporales. ¿Y después?

En el Reino Unido, hace 100 años, triunfaron los unionistas y todas las partes pagaron un alto precio: la división de Irlanda, la independencia de una parte de la isla, la guerra civil entre los nacionalistas irlandeses y el enfrentamiento sectario en Irlanda del Norte, que ha llegado hasta nuestros días. Pero también Gladstone contribuyó de forma muy importante a ese fracaso, porque el suyo era un proyecto de partido —incluso, personal— con importantes errores y contradicciones.

Hoy en España se sostiene que la reforma no es factible porque no hay consenso sobre su contenido y se reclama que quienes la proponen presenten previamente su propuesta con detalle y precisión para, entonces, aceptarla o rechazarla. Quien así lo plantea no ha entendido las condiciones de procedimiento que exige la elaboración de un texto constitucional —o su reforma— para tener posibilidades de éxito. No hay país democrático solvente que lo haya logrado de esa forma. Nuestra propia Constitución no hubiese sido posible si en 1977 se hubiese exigido algo similar.

Para tener posibilidades de éxito una reforma requiere un amplio consenso, que solo se puede alcanzar recorriendo juntos el camino de su elaboración, en un largo proceso de debate, confrontación de propuestas, acercamiento de posturas y, finalmente, construcción de acuerdos. Así se han elaborado las sucesivas reformas de la Constitución alemana, la nueva Constitución suiza (1999) y también, en su día, la Constitución de Estados Unidos. Alexander Hamilton y James Madison, los más destacados autores de The Federalist, no escribieron aquellos extraordinarios papers en defensa de “su” proyecto de Constitución, personal, de grupo o de partido, sino del proyecto aprobado —consensuado— en la Convención de Filadelfia (1787) por los representantes de los Estados, tras arduos y encendidos debates.

Ante el espíritu de facción que imperaba en el país, Madison advirtió —paper número 37— que en la elaboración de un texto constitucional deben concurrir, necesariamente, dos condiciones. Por una parte, la asamblea que lo elabora debe ser capaz de superar los nefastos efectos de los enfrentamientos partidistas; y, por otra, quienes en ella participan deben quedar satisfechos del resultado o, cuando menos, considerarlo aceptable, ya sea porque están profundamente convencidos de la necesidad de sacrificar las opiniones e intereses particulares en beneficio del bien común o por la inquietud que les provoca retrasarlo o tener que volver a empezar de nuevo desde el principio.

En estos 40 años el sistema autonómico ha conocido una evolución que —eludiendo estériles polémicas nominalistas— lo ha situado en el espacio de los sistemas federales. ¿Por qué esa resistencia a cerrar de forma idónea esa evolución aprendiendo de la experiencia de las federaciones más solventes para tratar de incorporar los instrumentos —ausentes en nuestra Constitución— que nos permitan resolver los problemas que se nos han planteado? La reforma debe estar dirigida a desarrollar un sistema autonómico que trate de resolver los problemas generales. El beneficiario debe ser el conjunto del sistema. Pero no puede eludir el problema que plantea el mayor riesgo para su propia estabilidad. Se afirma, contradictoriamente, que no hay que afrontar la reforma porque se trata de satisfacer a quienes pretenden la secesión y, al mismo tiempo, porque es inútil, ya que no satisface a quienes la pretenden. Sin embargo, la estrategia de ruptura viene facilitada por el inmovilismo. El respaldo social alcanzado por las opciones rupturistas —secesionistas o confederales— es inexplicable sin la hábil utilización de los defectos del sistema autonómico por quienes las propugnan.

En Cataluña y en el País Vasco la única mayoría posible cualitativamente clara es la que suman quienes manifiestan satisfacción con la autonomía y quienes consideran necesaria una reforma federal. Y solo por esa vía puede lograrse el debilitamiento de los apoyos logrados por el independentismo en los momentos de eclosión. ¿Por qué no tratar de conformar políticamente esa mayoría cuando todavía es posible? La reforma, obviamente, plantea importantes retos y dificultades. La cuestión es si se debe poner el foco en las dificultades para abordarla o en la necesidad imperiosa de realizarla. Solo la segunda podrá remover los obstáculos para emprenderla. Quien sienta preocupación real por la salud de nuestro sistema democrático debería contribuir a que concurran las condiciones señaladas por Madison en lugar de alimentar los peligros sobre los que alertaba; debería advertir seriamente contra las propuestas de reforma partidistas, porque nos llevarían, como a Gladstone, al más rotundo de los fracasos; y debería prevenir contra el espejismo de las medidas puramente coercitivas como definitiva solución.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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domingo, 9 de junio de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] La música y la letra del federalismo





En 1787, el colectivo "Publius" (Alexander Hamilton, James Madison y John Jay) publicó en Nueva York una serie de artículos para convencer a sus conciudadanos de ratificar la Constitución aprobada poco antes por la Convención en Filadelfia. Los escritos fueron reunidos después bajo el título de El federalista ("The Federalist Papers") y constituyen hoy todavía uno de los más perspicaces análisis del fundamento y el esqueleto de una república moderna y específicamente de una de naturaleza federal. Lúcidos, realistas y discutibles, como lo prueba que sigan siendo debatidos en la actualidad, pero como comenta en El País el abogado y ensayista José María Ruiz Soroa, en España tendemos a fijarnos en la música del termino federalismo y olvidarnos de su letra, que no es otra que la igualdad de los ciudadanos como personas concretas, no como territorios. 

Pues bien, comienza diciendo Ruiz Soroa, no parece sino que en nuestra actualidad hispana todo el que es alguien en el mundo progresista ha decidido emular a "Publius" en lo de titularse “federalista”. Trátese de practicones o de teóricos, todo el espectro político de izquierdas coincide en que lo suyo es ser y defender el federalismo como futuro inevitable de organización del país. La diferencia, ¡ay!, es que entre nosotros nadie explica nada, nadie concreta en que consistirá ese federalismo (más allá de una huera palabrería sobre plurinacionalidad y asimetría), nadie propone un texto articulado: lo de federalista suena tan bien que coloca al que tal se declara más allá de la necesidad de elaborar su pensamiento. Un eslogan o tuit pasa por ello.

Decía el profesor Francisco Sosa Wagner, en su intervención ante aquella mesa del Congreso que trató de la reforma constitucional hace un par de años, que lo mínimo que se puede hoy pedir a quien proponga una reforma en la Constitución es que presente para poder hablar un texto concreto alternativo. Que ponga en un texto a doble columna la redacción actual y la que propone. Es la única forma de saber de qué hablamos. Como hicieron los fundadores, se trata de defender un texto, no de tararear una música.

Por ejemplo, se trata de concretar (y concretar quiere decir descender a las cifras) qué va a ser de la igualdad en ese federalismo reclamado. Sí, ya sabemos que este se funda sobre el respeto a la diferencia de las partes federadas, es decir, en la desigualdad del régimen de inserción de los territorios en lo común. Pero hay otro ámbito de la igualdad que se olvida en esa música, y es la igualdad de los ciudadanos como personas concretas, no como territorios. ¿Será el mismo el estatus de ciudadanía en toda España? ¿A qué aspectos alcanzará esa igualdad y a cuáles la diferencia? ¿Serán los derechos relativos a los servicios del Estado de bienestar iguales? ¿Gozarán de la misma financiación por parte de la Administración? Hoy en España la brecha de la financiación foral respecto a la común es ya del 100%; el ciudadano foral es el doble de ciudadano que el corriente. Pero incluso entre las comunidades autónomas del régimen común la dispersión en la financiación llega también al 100%: Cantabria recibe el doble de financiación por habitante ponderado que Valencia. La redistribución de rentas ¿funcionará a nivel de Estado o solo de territorios? ¿Y con qué intensidad? ¿Qué propones en concreto, "Publius"?

Se trata de plasmar (y también bajando a la realidad del día a día) qué va a ser de la libertad personal en ese federalismo que se silba tan bonito. De nuevo, anticipamos que cada territorio, nación, Estado o región regulará la enseñanza, la cultura, la identidad y la lengua. Claro, pero ¿cómo se protegerá a las personas concretas de la discriminación o de la imposición, del afán por educarlas y hablarlas a gusto de la mayoría local? Porque la regla democrática de la mayoría no basta para proteger a los ciudadanos de, precisamente, las mayorías democráticas; para eso hacen falta reglas y contrapoderes. ¿Cuáles propones, Publius moderno? ¿O lo abandonas… a lo que salga?

Y no dejemos de lado algo que muy sensatamente advirtió Juan José Linz hace ya años (el profesor de Yale debe ser colocado en el linaje de los empíricos, lejos de los músicos): aunque suene sorprendente a algunos, por ejemplo a nuestro Publius, resulta que el federalismo y sus instituciones trabajan directamente en contra de la unión, es decir, a favor de la disgregación de un Estado, si y cuando las élites gobernantes en las subunidades federadas no hacen un uso de él deliberadamente dirigido a promover la unión en un clima de concordia nacional. Si usan los poderes federativos para crear un clima de hostilidad, el Estado será inviable a corto plazo. Pronóstico cuyo acierto ha quedado ya demostrado por estos lares, ¿no?

El "Publius" original proponía el federalismo para unir a unas colonias hasta entonces separadas en una laxa confederación inconexa ("to go together"). Nuestro "Publius" redivivo propone el federalismo para ver si así el invento no se rompe del todo, para ver de pegar lo que los separatistas desean romper y van rompiendo desde hace años ("to keep together"). Pero ¿es que vale el federalismo para eso cuando no se queda en mera música y se propone con detalle y precisión? Haga nuestro "Publius" el esfuerzo de concretar, y entonces veremos.



Conferencia de Presidentes Autonómicos. Madrid, enero de 2017



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lunes, 28 de mayo de 2018

[TEORÍA POLÍTICA] Una opción federal



La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787)


En abril de 2011 subí al blog una entrada, titulada Federalismo mejor que nacionalismo, que se ha convertido en una de las diez más visitadas del blog. Espero que no sea por el desabrido comentario de su inicio sobre una final de copa futbolística, y sí por la defensa del federalismo como opción política para Canarias, España y Europa que en ella proponía. 

Soy un federalista convencido. No sólo creo que el federalismo, tal y como lo expusieron a finales del siglo XVIII los ilustrados norteamericanos Hamilton, Madison y Jay en su memorable libro El Federalista (se dice que su lectura y comprensión equivale a un máster en Ciencias Políticas)es la mejor forma de organizar políticamente una sociedad, es decir, de organizar un Estado, sino que como expreso en la columna de presentación del blog es también el mejor marco donde desenvolver y desarrollar la autonomía personal y el autogobierno de los pueblos. Si lo desean, les invito a explorar las entradas dedicadas al tema en Desde el trópico de Cáncer poniendo la voz "federal" o "federalismo" en el buscador del blog.

Hoy me complace iniciar una nueva sección del blog dedicada a la Teoría Política, subiendo al mismo el estudio académico de la profesora del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Carlos III de Madrid, Amuitz Garmendia Madariaga. Doctora en Ciencias Políticas  por la Universidad de Binghamton (Nueva York), la profesora Garmendia ha sido también investigadora Max Weber en el Instituto Universitario Europeo de Florencia. Su agenda  está centrada en el estudio de la economía política comparada, el federalismo y la descentralización, y en el estudio del comportamiento y la competición política en las democracias multinivel.

El trabajo de la profesora Garmendia: "La posible plasmación de la teoría del tercer miembro del Estado federal en el ordenamiento jurídico español", publicado por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales en sus Papeles de Trabajo nº 5 (2011), que pueden leer en el enlace inmediatamente anterior, defiende la teoría de que el Estado autonómico español es, jurídicamente, un Estado federal, reinterpretado por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional a partir de la posición de la Constitución como norma suprema del ordenamiento jurídico. Todo ello, a partir de la existencia implícita de un "tercer miembro" que subyace en la actual comprensión del Estado autonómico, como garantía del principio de unidad en un Estado descentralizado como el nuestro.

La "Teoría del tercer miembro del Estado federal" fue formulada por el jurista austriaco Hans Kelsen (1881-1973). En ella defiende que las Federaciones y los Estados miembros de las mismas se encuentran ubicados en una misma posición, no de subordinación de uno a otro, lo que presupone un tercer ámbito jurídico constituido, la "Constitución total", supraordenada a aquellos otros. 

La profesora Garmendia defiende que a partir de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional sobre principios tales como el de soberanía nacional, que radica exclusivamente en el pueblo español (no en el Estado ni en las autonomías) o el de competencias del Estado central y de las Comunidades autónomas, se puede sostener la existencia implícita de un "tercer miembro" o Constitución total, que engloba a los otros dos miembros clásicos del Estado federal: la Federación y los Estados miembros, cuya virtualidad se encuentra en la necesidad de su existencia para comprender la lógica del ordenamiento jurídico español y de sus características, así como sus posibilidades de elemento integrador y fortalecedor de la unidad nacional. Les recomiendo su lectura encarecidamente.



Banderas de las Comunidades autónomas españolas



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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

martes, 5 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] ¿España, capital Barcelona?





Hay una leyenda, con toda seguridad apócrifa, que cuenta que el rey Carlos I, poco antes de morir, habría dicho a su hijo, el futuro Felipe II: "si quieres aumentar tus reinos, pon la Corte en Lisboa, si quieres conservarlos déjala en Toledo, y si los quieres perder, trasládala a Madrid". No dijo nada de Barcelona, pero, ¿cómo hubiera sido la Historia de España de haber trasladado Felipe II la corte a la bella ciudad mediterránea? 

El cambio que necesitamos debe llevar a los catalanes a creer que ganarán más dentro que fuera del país, afirma en El País el profesor Santiago Petschen, catedrático emérito de Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid.

El título que encabeza este artículo no es una boutade, comienza diciendo el profesor Petschen. Es una idea política, a la vez, profunda y pragmática. El independentismo catalán se acabaría solo con que cambiáramos una palabra de la Constitución que se encuentra en el artículo 5. Donde pone capital del Estado Madrid, poner capital del Estado, Barcelona. Sería así porque, aunque revestido de diversos ropajes, el elemento motor que impulsa el independentismo es el poder.

Nadie cree que fuera posible realizar ese cambio ya. Aunque tal vez sí, dentro de algunas décadas. Ahora debe ser solo una idea inspiradora como reforma exigida por el caminar profundo de la historia dirigido por la evolución demográfica.

Para ningún hombre de Estado puede ser un valor establecer en la Unión Europea una nueva frontera. Las fronteras deben seguir el camino iniciado de su supresión. No puede haber una marcha atrás tan llamativa, en tan meritorio objetivo. Por ello es negativo lo que quieren los independentistas aunque se hayan lanzado a una guerra que busca la victoria. Una guerra incruenta, sí. Pero guerra. Cualquiera de los dos contendientes sabe que, si empieza una batalla cruenta, por pequeña que sea, tiene perdida la guerra. Consecuencia de la admirable madurez que en este punto ha alcanzado la opinión pública sin fronteras de la Unión Europea.

A los no independentistas nos agradaría mucho que Puigdemont llegase a tener una naturaleza de hombre de Estado. Y a quien escribe estas líneas más que a nadie. Sería la forma de que abandonase su maltrecho propósito de conseguir una nueva frontera. ¿Qué sería Cataluña en caso de hacerlo? Hay algunos que doran la píldora a los ciudadanos ofreciendo el modelo de Eslovenia. ¿Hay algún paralelismo? Veámoslo. Desde un primer momento Eslovenia contó con la ayuda de muchos Estados. Antes de la proclamación de la independencia, Reino Unido y Estados Unidos se implicaron en su rearme. Alemania, Austria e Israel le apoyaron. Algunos países (Croacia, Georgia, las Repúblicas Bálticas) reconocieron a Eslovenia en las primeras semanas de su declaración como Estado soberano. Y al cabo de seis meses ya lo habían hecho los Estados grandes y muchos más, tras el impulso de Alemania. Ningún parecido con Cataluña como aspirante a Estado soberano por el que nadie muestra interés alguno. ¿Qué modelo puede decirse que seguiría entonces Cataluña? El modelo de Chipre del Norte. La culminación más consumada del Estado paria.

Como aleteos populares de la realidad internacional que envuelve a la cuestión catalana, unos manifestantes independentistas de Barcelona gritaban: Europa una vergonya. Al percibir, sin embargo, tanto silencio en el entorno internacional, ¿no se irán inclinando poco a poco a preguntarse: no seremos la vergonya nosotros?

En Cataluña ha habido una admirable manifestación de esfuerzo. Una gran esperanza puesta en un ideal gigantesco. Una pasión de muchos cientos de miles de personas. No se puede desperdiciar. El independentismo no se va a acabar. Pero tiene que asimilar altas dosis de realismo.

¿Cómo debe operar esa idea inspiradora de España capital Barcelona, en el momento actual? Debe influir y de una manera muy eficaz, en la preparación de un cambio de la Constitución. En dos aspectos.

El cambio que se necesita es tan grande que antes de que entre a afrontarlo una comisión del Congreso, condicionada por partidos políticos y comunidades autónomas, tiene que abordar la cuestión un reducido grupo de expertos independientes como los que elaboraron la Ley Fundamental de Bonn o redactaron en la calle Martignac el ejemplar texto del Tratado de la CECA. Tendrían más libertad para el audaz salto que hay que dar y prepararían moderadamente a quienes tuvieran que seguir después con él.

 En segundo lugar hay que tener en cuenta que, entre otras virtualidades, debe llevar a que el catalán moderado piense que Cataluña -al igual que sucede con el País Vasco- gana más dentro de España que fuera. Y algo además, y es lo más importante, lo mucho nuevo que se ponga en manos de Cataluña debe tener siempre un carácter centrípeto. Nunca centrífugo. Es el punto en donde la Constitución actual debe ser superada. ¿Con qué concreciones? La pregunta me sobrepasa totalmente. Al grupo reducido de expertos no le sobrepasaría. ¿El Senado a Barcelona? Tal vez un federalismo a dos planos. Uno de modelo yugoslavo para la economía, con tres entidades geográficas. Y otro de modelo suizo con diecisiete unidades, para todo lo demás.



Vista de Barcelona


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miércoles, 8 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Regiones, nacionalidades y naciones





Apenas quedan ya regiones en España, afirma el historiador Santos Juliá, catedrático de Historia Social y del Pensamiento Político de la UNED, doctor en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid, profesor visitante y conferenciante en universidades europeas y americanas y autor de numerosos trabajos sobre historia política y social de España en el siglo XX. Hay que abrir el debate pendiente desde 2004 partiendo de la asunción del hecho de que las comunidades autónomas, sean naciones, nacionalidades o regiones, son poderes del Estado que tienen que participar en la reforma constitucional.

Reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado español,comienza diciendo: tal parece ser el talismán que abrirá la puerta a un mejor encaje de nuestras mal llamadas naciones sin Estado en la Constitución después de someterla a una profunda reforma. Se trata de una demanda presentada de manera formal en 1998, cuando PNV, CiU y BNG, evocando los pactos de la Triple Alianza de 1923 y el que dio origen a Galeuzca diez años después, firmaron una declaración en Barcelona, recordando que cumplidos 20 años de democracia continuaba sin resolverse “la articulación del Estado español como plurinacional”.

Los firmantes de esta declaración partían del supuesto de que había en España nacionalidades y regiones y que, tras el desarrollo de los Estatutos, las regiones se sentían satisfechas con el grado de autonomía alcanzado durante esos años, pero las nacionalidades, precisamente porque las regiones disfrutaban ya del nivel máximo de competencias, se encontraban ante la terrible amenaza de la “uniformización”. En verdad, Jordi Pujol nunca dejará de repetir que si seguíamos por el camino de la uniformidad, “se llegará a la situación absurda de que en España no habrá regiones”. Y eso, para los catalanes, concluía Pujol, “tiene trascendencia”, la de no ver reconocida su diferencia.

Pues bien, ya hemos llegado al absurdo: apenas quedan regiones en España. Y no estará de más recordar que en el punto de partida de esta historia no había más que provincias, las establecidas por los liberales en 1833. Décadas después, un grupo de diputados y senadores catalanes plantearon en 1906 al Gobierno de Su Majestad “La cuestión catalana”, que consistía en elevar las cuatro provincias de Cataluña al estatuto de región dotada de un derecho originario a la autonomía. De su reconocimiento por el Estado, esperaban aquellos parlamentarios, inmunes al síndrome Pujol, el resurgir de las energías dormidas de todas las regiones de España: la causa de Cataluña, escribían, “es la causa de todas las regiones españolas”; la autonomía, también.

Hubo que esperar, sin embargo, a la proclamación de la República para que una Constitución española recogiera, por impulso catalán, el derecho de una o varias provincias limítrofes, con características históricas, culturales y económicas comunes, a organizarse en región autónoma para formar un núcleo político-administrativo dentro del Estado español. En los años de República en paz solo se constituyó una región autónoma, Cataluña, aunque otras dos, País Vasco y Galicia, plebiscitaron también Estatutos de autonomía antes de que la rebelión militar los arrasara a todos por la fuerza de las armas y del terror. En el exilio abundaron los debates sobre la futura configuración del Estado, ahora como Comunidad Ibérica de Naciones, o como Confederación de Nacionalidades españolas o ibéricas, o como España como nación de naciones, y hasta de España, según la veía Pere Bosch Gimpera, como “una supernacionalidad en la que cabían todas las nacionalidades”.

De cuántas y cuáles eran estas nacionalidades se publicaron no pocas reflexiones, plagadas de un profundo historicismo al servicio de la causa. En resumen, se debatieron dos proyectos de futuro: uno, muy arraigado en círculos del exilio catalán, vasco y gallego, dibujaba el mapa a base de cuatro naciones confederadas: Castilla, Cataluña, Galicia y Euskadi, entendiendo que, para equilibrar el peso de las tres últimas con la primera, Cataluña abarcaría el conjunto de países catalanes y Euskadi se extendería por Navarra y tierras limítrofes de Aragón; el otro, de preferente acogida por castellanos, contaba hasta catorce nacionalidades, reproduciendo más o menos el mapa de los estados diseñados en la no nata Constitución federal de la República de 1873.

En los medios de oposición a la dictadura en el interior se llegó, sin embargo, a identificar democracia con recuperación de libertades y de estatutos de autonomía por las nacionalidades y regiones, nueva pareja muy solidaria y bien avenida, que viajó en el mismo vagón hasta su reconocimiento en la Constitución de 1978 en términos calcados de la de 1931: provincias limítrofes con características históricas, económicas y culturales comunes. Cuáles eran nacionalidades y cuáles regiones quedó implícitamente entendido con el reconocimiento del derecho a dotarse de Estatuto por la vía rápida a los territorios que “en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía”, o sea, por este orden: Cataluña, Euskadi y Galicia, aunque Andalucía se subió de un triple salto al mismo carro.

Y así fue hasta que las regiones procedieron a redefinirse en los estatutos de nueva planta aprobados entre 2006 y 2010. De entidad regional, Cantabria pasó a identificarse como comunidad histórica, denominación adoptada también por Asturias. Aragón se definió como nacionalidad histórica en 2007, lo mismo que el pueblo valenciano, que al constituirse en Comunidad autónoma lo hacía como expresión de su identidad diferenciada como nacionalidad histórica. De manera, que mientras las nacionalidades se convertían en naciones, o en realidades nacionales, las regiones, salvo Castilla-La Mancha y Murcia, se identificaron, por las razones históricas poéticamente inventadas en los preámbulos de sus nuevos estatutos, en comunidades históricas, en nacionalidades históricas, o simplemente, en nacionalidades.

¿Cómo hemos llegado a esto? Muy sencillo: desde que asumieron sus competencias, los Gobiernos de las comunidades autónomas dedicaron parte notable de sus recursos, primero, a recuperar “señas de identidad” para, olvidándose de la lealtad o solidaridad federal, embarcarse en la construcción de identidades diferenciadas, remontando la diferencia a una forja de los antepasados perdidos en las brumas de los tiempos. Así los catalanes, siempre pioneros, pero también los andaluces, aragoneses, valencianos y demás. Y así, cantando loores a la diferencia colectiva han convertido cada nación o nacionalidad en sujeto de derechos históricos, comenzando por el derecho a decidir, en el que tomaron la delantera los vascos, siguieron los catalanes y ahora, como parte de un “momento destituyente” reivindica la CUP y otros populismos para todos los pueblos.

¿Qué hacer? Ante todo, llamar a las cosas por su nombre: las políticas de identidad son como mantos primorosamente repujados que cubren políticas de poder. Cuando un poder reclama una identidad colectiva separada, enseguida afirma una voluntad nacional-popular como sujeto de decisión, primero, de soberanía inmediatamente. Mejor será ir al grano y abrir el debate que tenemos pendiente desde 2004 partiendo de la asunción de este nuevo hecho político construido a partir de 1978: que las comunidades autónomas, sean naciones, nacionalidades o, todavía, regiones, son poderes del Estado y que, como tales, tienen su palabra que decir en todo lo que se refiera a una reforma constitucional, mal que les pese a quienes no ven otro horizonte que la destrucción del mismo Estado.



Dibujo de Eulogia Merle para El País


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miércoles, 16 de agosto de 2017

[A vuelapluma] ¿España federal o plurinacional?





Entre las resoluciones aprobadas por el PSOE en su último Congreso figura la defensa del carácter “plurinacional” del Estado y la propuesta de modificar la Constitución para incluir esa fórmula en el artículo 2 en el marco de una reforma en clave federal, pero la plurinacionalidad puede desembocar en el caos; no está en las constituciones europeas y es un concepto extraño a la democracia occidental. Pedro Sánchez y el PSOE deberían aclarar si pretenden una España federal o una España plurinacional, defiende Javier Tajadura Tejada, profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco y exmagistrado del Tribunal Superior de Justicia de Navarra.

Los partidarios de la opción plurinacional, comienza diciendo, se basan en la distinción entre dos conceptos de nación (cultural y político). La nación política es soberana mientras que las naciones culturales no lo son. Junto a la única nación política existente —dotada de soberanía— que es España, habría que reconocer la existencia de un número indeterminado de naciones culturales. Para defender esta interpretación del Estado Constitucional vigente no hace falta ninguna reforma. El actual artículo 2 ya menciona junto a la “indisoluble unidad de la nación española”, titular de la soberanía indivisible, la existencia de “nacionalidades y regiones” a las que se les reconoce el derecho a la autonomía política. La introducción del concepto de “nacionalidades” en el artículo segundo de la Constitución supuso ya reconocer la existencia de “naciones culturales”.

Nación cultural es el significado que hay que dar al término “nacionalidad” del artículo 2. Inicialmente no eran muchas, pero el jardín de las naciones ha ido floreciendo. Aragón, por ejemplo, al constituirse en comunidad autónoma no se consideró nacionalidad sino región, pero con el tiempo, a los dirigentes políticos de la comunidad, región les supo a poco y optaron por convertir la región en nacionalidad. Lo mismo hicieron otras. Según el artículo 2, España ya es una nación política que reconoce la autonomía de las naciones culturales (nacionalidades). Si esto es lo que defiende el PSOE, no se comprende que reclame una reforma del artículo 2. La reforma que se propone tiene otro significado y alcance.

Aunque la Constitución reconozca la existencia de una serie de naciones culturales, España no es un “Estado plurinacional”. Y no puede serlo porque como Estado democrático es un Estado de ciudadanos y no de naciones. La fórmula propuesta por el PSOE para contentar a las fuerzas nacionalistas supone considerar a las naciones como elementos constitutivos del Estado. En esto consiste el verdadero alcance del término “Estado plurinacional”. La existencia de naciones culturales ya está reconocida por la Constitución, lo que no lo está es la consideración de las mismas como elementos constitutivos del Estado.

Esta es la contradicción intrínseca de la propuesta. Cuando sus promotores subrayan que defienden la concepción de España como una única nación política, parecen olvidar el significado ideológico de la nación política. La nación política no es solo la nación soberana, sino sobre todo la “nación cívica”, es decir, compuesta por ciudadanos libres e iguales en derechos. Esa nación cívica —el presupuesto del Estado constitucional— es incompatible con cualquier definición del Estado como plurinacional. El Estado constitucional está integrado por ciudadanos (iguales) y no por naciones (diversas). No es la soberanía, sino la libertad y la igualdad lo que está en juego. La defensa del “plurinacionalismo” supone sacar del desván de la historia uno de los artilugios del pensamiento reaccionario: la noción romántica de nación, definida por elementos culturales y sentimentales, que ha sido siempre combatida por la izquierda consecuente preocupada por la igualdad y por construir Estados (más que naciones) de ciudadanos libres.

El Estado federal es incompatible con la lógica de la plurinacionalidad. Está basado en la igualdad sustancial de los entes que lo componen mientras que el Estado plurinacional presupone la desigualdad. La definición constitucional del Estado como plurinacional obligaría a precisar el número de naciones que lo integran. Hoy esto no es necesario porque, al no ser las nacionalidades (y regiones) elementos constitutivos del Estado, su número puede variar sin consecuencias prácticas. Y exigiría determinar que consecuencias jurídicas se derivan para los ciudadanos de una entidad territorial que esta sea calificada como nación. Si suponen algún tipo de ventaja, los ciudadanos de Cartagena podrían también querer definirse como “nación”. Y los de León, y los de La Gomera, etcétera.

La fórmula “plurinacional” puede desembocar fácilmente en el caos y no aparece en ninguna Constitución democrática de Europa, concluye diciendo el profesor Tajadura. Solo la recogen las de Bolivia y Ecuador. El PSOE debe aclarar si su modelo territorial es Alemania (como paradigma del federalismo) o Bolivia.





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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 30 de mayo de 2017

[Especial] Día de Canarias, 2017



El Roque Nublo (Gran Canaria). Al fondo, el Teide (Tenerife)


ODA A CANARIAS

La patria es una peña,
la patria es una roca,
la patria es una fuente,
la patria es una senda y una choza. 

Mi patria no es el mundo;
mi patria no es Europa;
mi patria es de un almendro
la dulce, fresca, inolvidable sombra. 

A veces por el mundo
con mi dolor a solas
recuerdo de mi patria
las rosadas, espléndidas auroras. 

A veces con delicia
mi corazón evoca,
mi almendro de la infancia,
de mi patria las peñas y las rocas. 

Y olvido muchas veces
del mundo las zozobras,
pensando de las islas
en los montes, las playas y las olas. 

A mí no me entusiasman
ridículas utópias,
ni hazañas infecundas
de la razón afrenta, y de la Historia. 

Ni en los Estados pienso
que duran breves horas,
cual duran en la vida
de los mortales las mezquinas obras. 

A mí no me conmueven
inútiles memorias,
de pueblos que pasaron
en épocas sangrientas y remotas. 

La sangre de mis venas,
a mí no se me importa 
que venga del Egipto
o de la razas célticas y godas. 

Mi espíritu es isleño
como las patrias rocas,
y vivirá cual ellas
hasta que el mar inunde aquellas costas. 

La patria es una fuente,
la patria es una roca,
la patria es una cumbre,
la patria es una senda y una choza. 

La patria es el espíritu,
la patria es la memoria,
la patria es una cuna,
la patria es una ermita y una fosa. 

Mi espíritu es isleño
como las patrias costas,
donde la mar se estrella
en espumas rompiéndose y en notas. 

Mi patria es una isla,
mi patria es una roca,
mi espíritu es isleño
como los riscos donde vi la aurora.

Nicolás Estévanez (1838-1914)



Nicolás Estévanez



Me sumo a la efeméride del Día de Canarias, hoy, 30 de mayo, y lo hago trayendo hasta el blog un asunto que dos siglos después de iniciado sigue influyendo decisivamente en la difícil vertebración política de Canarias. Vertebración agravada por un sistema electoral que aunque declarado constitucional por el máximo órgano jurisdiccional del Estado, el Tribunal Constitucional, distorsiona hasta extremos grotescos el valor del voto de los ciudadanos en función de la isla en que residen. Un sistema difícil de reformar pues, en el fondo, y aunque no lo confiesen, beneficia a los tres partidos hegemónicos del archipiélago. 

Marcos Guimerá Peraza (1921-2012), es uno de los grandes historiadores, y ha dado muchos, que han nacido en esta tierra atlántica común que nos acoge. Hace ya cuarenta años escribió un ensayo sobre la compleja vertebración política de Canarias con el título de "El Pleito Insular". Se publicó en el prestigioso Anuario de Estudios Atlánticos (Casa de Colón, Las Palmas, 1967-1974) en cinco entregas sucesivas que pueden ustedes leer en el enlace anterior.  

Un pleito difícil de entender para quien no sea canario, no solo por lo que tiene de peculiar e idiosincrásico, sino por la carga política que lo provocó, lo mantuvo, y que aún colea, y que en realidad se resume en la lucha por la hegemonía en el archipiélago de las burguesías dominantes y enfrentadas de las ciudades de Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria. 

Guimerá Peraza lo deja meridianamente claro desde el inicio del primero (1967) de los estudios que le dedicó: Las luchas por la capitalidad, primero, y por la división, después, cuentan con más de un siglo de antigüedad en el Archipiélago Canario. Y gozan siempre, por desdicha, de actualidad, tan pronto se apunta, siquiera, el tema de la unidad regional, después de más de cuarenta años de la división, en dos, de la provincia de Canarias. 

Con la renovación del pleito insular, -sigue diciendo- el tema de la capitalidad resurge. Orillado con la división de 1927, sustituido mucho antes por el divisionismo, con la pensada creación de regiones cobra el problema de la capitalidad del Archipiélago nuevos bríos. 

Como es sabido, -continúa- la organización de las Islas Canarias, antes y después de la Conquista, a fines del siglo xv, fue por Islas, regidas por sus antiguos Ayuntamientos o Cabildos. No hubo nunca una capitalidad provincial o regional, que extendiera su jurisdicción a todo el territorio. Había, sí, en la isla de Gran Canaria una Audiencia y un Obispado; como en la de Tenerife una Comandancia o Capitanía General, desde finales del siglo XVII : concretamente, instalada en Santa Cruz desde 1723, por el Marqués de Vallehermoso. Pero no existió una capital administrativa, poiítica ni económica, hasta bien entrado el siglo XIX.

La realidad -añade- es que la unidad ha sido, y es, la Isla. El Archipiélago es, por definición, un conjunto de Islas, y en las Canarias presentan caracteres bien distintos entre sí, y no sólo geográficos. La historia, política y administrativa, ha coincidido con la geografía. Y la economía ha presentado diferencias notables entre Islas.

Pues bien, pese a ello, -concluye- al nacer la Provincia de Canarias con la Constitución de 1812, surgió, casi de inmediato, el pleito sobre la capitalidad. Pero como quiera que la pugna entre Tenerife y Gran Canaria ya había aparecido desde el Motín de Aranjuez en 1808, nuestro estudio va a comprender la historia de la lucha por la capitalidad durante el primer tercio del siglo a XIX, es decir, la parte del mismo que va desde la guerra de la Independencia  contra Napoleón hasta el final de la primera guerra carlista: de 1808 a 1839". 

El pleito que tan exhaustivamente relata Guimerá Peraza es evidente que ya no es lo que era, ni histórica ni políticamente, pero sigue estando ahí por algo tan sencillo de explicar como difícil de entender para muchos: que la realidad insoslayable de Canarias, como él mismo enfatiza, es la "isla", y que el archipiélago canario son siete (o trece) islas diferentes física, histórica, social, cultural y económicamente. Y para resolver circunstancias como esta se inventó, a finales del siglo XVIII, el federalismo.

Personalmente siempre he creído que el federalismo es un marco idóneo en el que desenvolver el autogobierno de los pueblos y los Estados. Federalizar Canarias supondría, a mi juicio, replantearse la distribución del poder político en el seno de la Comunidad Autónoma de manera horizontal entre el gobierno regional y los gobiernos insulares mediante un reparto de competencias tasado estatutariamente tanto a nivel regional como insular, y la configuración de un parlamento regional (o Cabildo General de Canarias) bicameral, en el que estuvieran representados tanto el pueblo del archipiélago en su conjunto como cada una de sus islas (consideradas como entidades territoriales propias y autónomas) con competencias colegislativas iguales para ambas cámaras, y otras propias y específicas de cada una de ellas. 

La cámara de elección popular podría ser elegida por la totalidad de la población del archipiélago mediante un sistema proporcional puro, en una circunscripción electoral única, y con listas cerradas pero no bloqueadas, en las que el elector pudiera ordenar por orden de preferencia hasta una cuarta parte de los candidatos de la lista de su elección. Aunque a decir verdad, yo prefiero un sistema electoral directo y mayoritario, a dos vueltas (como el francés), en circunscripciones electorales de igual número de electores en las que se elija a un solo candidato en cada una de ellas, de forma que el voto de cada elector valga exactamente lo mismo en todas y cada una de las circunscripciones.

La cámara territorial podría conformarse por representantes de los gobiernos de los Cabildos Insulares, en número igual para cada uno de ellos, y con entre uno y cinco votos para cada isla en función de su población de derecho. 

No es la primera vez que planteo esta posibilidad. Lo he hecho ya ante el propio Parlamento de Canarias en 1995, 1996 y 1997, con ocasión de las deliberaciones que llevaron a la reforma del Estatuto de Autonomía, y en artículos de prensa que tuvieron cierta repercusión en medios académicos, pero ninguna en los políticos. Esos artículos pueden leerse en el blog en las entradas correspondientes a los días 26 y 27 de octubre y 25 y 28 de noviembre de 2006. 

Respecto al tan traído y llevado tema de las identidades compartidas, como digo en la presentación del blog, me gustaría dejar claro expresamente que no tengo problema alguno al respecto: me siento tan ciudadano de mi ciudad, Las Palmas, como grancanario, canario, español y europeo. No renuncio a ninguna, no las confronto, todas son mías y con todas me siento igual de solidario. 

Como los lectores de Desde el trópico de Cáncer saben, me gusta definir a Canarias como un estado de ánimo rodeado de agua por todas partes que tiene sus pies en África, su corazón en América y su cabeza en Europa. Desde ese estado de ánimo, pleno de esperanza en un futuro mejor, les deseo un feliz Día de Canarias a todos los canarios de las islas y la diáspora.







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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