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miércoles, 25 de septiembre de 2019

[TEORÍA POLÍTICA] Apuesta de alto riesgo



Dibujo de Nicolás Aznarez


El Boletín Oficial del Estado publica esta mañana el Real Decreto de disolucion de las Cortes y la convocatoria de elecciones generales para el próximo 10 de noviembre. A esa posibilidad indeseada, ahora ya cumplida, se refería días pasados Josep M. Vallès Casadevall, catedrático emérito de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona: El sistema, decía, necesita que se desarrollen políticas de reforma sustantiva en sus puntos centrales y para ello es necesario una coalición de gobierno lo más sólida y eficiente posible.

Quienes tienen vocación de líderes políticos tienen algo de apostadores profesionales, comenzaba diciendo Vallès. Suelen tentar a la fortuna que Maquiavelo entendía como factor intrínseco de la vida política. Pedro Sánchez ha demostrado atracción por el riesgo. Le ha valido hasta hoy para alcanzar sus objetivos. Primero, para imponerse contra pronóstico a la vieja guardia de su partido y conquistar por dos veces la secretaría general socialista. Después, para aprovechar la fugaz oportunidad de descabalgar al desgastado Rajoy y ganar la primera moción de censura en cuarenta años de democracia española. Está por ver ahora si la misma obstinación y arrojo le valdrán para dar al país un Gobierno estable y eficiente, con capacidad para resolver los graves problemas planteados. O si, por el contrario, le llevarán a donde no desea, empeorando la situación de ineficiencia política que nos afecta desde hace tiempo.

Porque el riesgo que corre en este nuevo envite es muy elevado. Parece como si se pasara por alto el hecho de que no estamos ante una incidencia ocasional de cualquier ciclo político. No estamos ante una peripecia circunstancial. La cuestión es que el sistema de gobierno articulado durante la Transición ya no se acomoda a las exigencias de una sociedad que ha experimentado importantes transformaciones sociales, culturales y económicas. Son transformaciones que no se corresponden con el inmovilismo político e institucional que nos aqueja.

Es cierto que cuesta admitir la “crisis de régimen”, una calificación casi blasfema para quienes se sienten protagonistas de la dificultosa transición posfranquista. O incluso para los que nos consideramos espectadores comprometidos con ella. Pero la expresión se demuestra adecuada si entendemos por régimen lo que algunos aprendimos de Duverger vía Jiménez de Parga en nuestro primer curso universitario. Un régimen político es la forma que una sociedad tiene de gestionar sus problemas colectivos, recurriendo a una determinada combinación de instituciones, normas y actores sociales y políticos. Desde esta perspectiva, el balance del régimen de 1978 durante sus primeros 20 años de existencia puede recibir valoraciones matizadas. Pero no se podrá negar que dio al país dos décadas de estabilidad y progreso sin precedentes en su historia contemporánea.

Sin embargo, de manera progresiva y acelerada desde principios de este siglo, el régimen va dejando de ser una forma de gestionar razonablemente los problemas colectivos. Presenta indicios graves de fatiga estructural. Son atribuibles a factores internos y a factores de un entorno global que ya no es el de los años setenta del siglo pasado. La crisis de régimen se manifiesta en su incapacidad para reaccionar satisfactoriamente ante los retos provocados por aquellos factores: en materia de desigualdad económica, protección social, sostenibilidad medioambiental, calidad educativa, etcétera. Sin olvidar su ineptitud manifiesta para emprender cambios urgentes en la organización territorial y en la estructura constitucional del Estado.

La dificultad repetida para formar mayorías de gobierno es otro síntoma de la misma crisis. El bloqueo institucional no puede atribuirse solamente a rasgos psicológicos —según algunos, incluso patológicos— de sus dirigentes. Procede de elementos estructurales dañados que no serán compensados por el voluntarismo de personas empeñadas en un más o menos agitado muddling through. O, en términos castizos, en un ir tirando a trancas y barrancas. La cosa no va únicamente de desconfianzas entre dirigentes o de químicas personales incompatibles. La actual negativa del PSOE a compartir capacidad de decisión con Unidas Podemos prueba de nuevo la resistencia a reconocer que no será posible solventar las grandes cuestiones pendientes, aplicando esquemas del pasado como sería la pretensión de conservar la hegemonía de los tiempos del bipartidismo.

Es una resistencia nostálgica, alimentada además por otra pieza del régimen de 1978 que ha eludido su necesaria puesta al día. Me refiero a la actitud de determinados aparatos de la Administración central, reacios a ceder su capacidad de influencia sobre políticas de Estado que en ocasiones quieren orientar a su manera, al margen de la expresión democrática de la ciudadanía. Son estamentos que —a diferencia del Portugal que ahora nos llama la atención— no se transformaron en el momento original del sistema, tal como ha señalado el profesor Robert Fishman en su investigación comparada sobre los dos regímenes peninsulares.

Tampoco es una casualidad que la discrepancia sobre la cuestión catalana haya sido presentada por el PSOE como obstáculo insuperable para un acuerdo de gobierno con Unidas Podemos. Me temo que este sea el argumento más sincero y creíble entre todos los esgrimidos por los negociadores socialistas durante las escaramuzas de la supuesta negociación. Porque en el asunto catalán resalta de manera sobresaliente la incapacidad del régimen para dar respuesta a una cuestión de innegable trascendencia. Afrontar esta cuestión políticamente y no judicialmente implicaría, entre otras cosas, una redistribución de cuotas de poder que incomoda a determinados aparatos burocráticos del Estado.

Es indudable que la competencia por el electorado de izquierdas también dificulta el acuerdo. Y es incontestable asimismo que a Unidas Podemos le está costando articularse como el sujeto político de nueva generación que pretende ser. Lo cual le ha llevado a errores de planteamiento y a decisiones equivocadas.

Pero reducirles por ello a una función subalterna y confiar la salida de la crisis del régimen a una combinación de profesionales de los partidos tradicionales y de la Administración General del Estado no parece que haya de llevarnos demasiado lejos, tras la repetición sucesiva de elecciones generales. Al contrario, aumenta el riesgo de una explosión incontrolada de descontento que favorecería el auge de tendencias autoritarias, promovidas por aquellos cuyas convicciones democráticas son bastante precarias o totalmente inexistentes.

En estas condiciones parecía mucho mejor intentar una fórmula tan “revolucionaria” como la que practican desde hace décadas casi todas las democracias europeas, ya sea un Gobierno de coalición, ya sea un pacto de investidura. Salvo sorpresas de última hora, no parece que se vaya a hacer de este modo, y que se prefiere acudir nuevamente a las elecciones. Los costes inmateriales de la campaña electoral serán importantes, si se desarrolla en plena resaca producida por la sentencia del procés catalán, cuando amenaza la nueva crisis económica o en el momento en que la UE afronta el desenlace agónico del Brexit.

Puede especularse con que su resultado posibilite otras alternativas que no sean la coalición PSOE-Unidas Podemos: por ejemplo, Gobierno minoritario del PSOE, abstención positiva de los conservadores, gran coalición con el PP o el acuerdo moderado PSOE-Ciudadanos. ¿Es esperable que alguna de estas alternativas pueda ser más sólida y eficiente cuando se trata de acometer políticas de reforma sustantiva en puntos centrales del sistema?

Por lo demás, y como remate, no cabe descartar que después de tanta agitación volvamos al punto de partida, con condiciones parlamentarias no muy diferentes a las actuales y con resistencias renovadas a adoptar el camino que ahora se rechaza. En tal caso, puede agravarse todavía más la crisis de un régimen que no sabe reformarse a tiempo porque sus dirigentes no acaban de admitir la gravedad de la situación. Edmund Burke escribió en sus Reflexiones sobre la Revolución Francesa una sensata advertencia: “Los Estados sin capacidad de reforma ponen en peligro su misma conservación”. En esta ocasión no estaría de más atender a los consejos de un conservador inteligente.



La muerte de Sócrates, de Jacques-Luois David (1787)



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sábado, 20 de enero de 2018

[POLÍTICA] Un horizonte compartido






Eduardo Madina, exdiputado socialista en el Congreso, distanciado con la dirección actual de su partido, y víctima de un atentado de la ETA en el que perdió una pierna en su juventud, escribía hace unos días en El País sobre la necesidad de crear un horizonte compartido de país, y que es ahora, cuando se cumplen 40 años de la aprobación de la Constitución, cuando es un buen momento para que las fuerzas políticas acuerden un objetivo común en un proyecto para legar a quienes nacen ahora otros 40 años que merezcan la pena

Se cumplen 40 años de la aprobación de la Constitución, el instante originario de la recuperación democrática en España tras cuatro décadas de dictadura, comenzada diciendo. El año 2018 será probablemente un año de balances sobre el resultado de este recorrido democrático.

Es innegable que, desde la perspectiva histórica el balance solo puede ser positivo. El sistema nacido en el año 1978 y las decisiones que tanto la sociedad española como sus diferentes Gobiernos —con aciertos y errores— han ido tomando en estas cuatro décadas han llevado a nuestro país a la mejor situación de toda su historia.

España es hoy un Estado destacado dentro del mejor marco político existente en toda la geografía y la historia humana, la Unión Europea. Está situado entre los 20 mejores de la OCDE en calidad democrática y calidad de vida y entre los 30 más avanzados del mundo en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas. Es un país que ha experimentado incrementos notables de esperanza de vida (de 74,5 años de media en 1978 a 83 en 2017), que ha mejorado sustancialmente sus indicadores de igualdad, que ha alcanzado cotas de desarrollo y cohesión social, de derechos y libertades públicas que no eran siquiera imaginables en los comienzos de la democracia.

El recorrido realizado en estas cuatro décadas se puede equiparar perfectamente al que iniciaron 33 años antes la mayoría de los Estados de Europa Occidental con la victoria aliada en la II Guerra Mundial.

Es por tanto evidente que en la evaluación de estos 40 años hay muchas más luces que sombras. Y en ese sentido, resultan llamativas las apelaciones despectivas contra eso que algunos denominan sombríamente “el régimen del 78”. Apelaciones realizadas precisamente por miembros de la generación nacida a las puertas de la democracia o en la democracia misma, la principal beneficiada por aquel acuerdo político, la que mejores condiciones y oportunidades ha tenido de cuantas haya habido en España. Ninguna lo tuvo mejor antes. Ninguna recorrió 40 años así —paz y desarrollo, democracia ininterrumpida, derechos y libertades— como los que han vivido quienes nacieron a partir de los años setenta.

De dicha generación —la mía— se esperaría algo más que un torrente de críticas al pasado. En primer lugar, se esperaría la demostración de alguna capacidad para relatar un proyecto completo de país. En segundo lugar, capacidad para llevarlo al campo del acuerdo político y, finalmente, voluntad de consenso de un horizonte común para la España de los próximos 40 años. ¿Es mucho pedir a nuestras fuerzas políticas un horizonte compartido? ¿Tienen capacidad para relatar cada uno el suyo para después ponerse de acuerdo en uno común?

Porque establecido el objetivo de país, la deliberación política queda para lo que debe, para el debate de cuáles son los mejores caminos para alcanzarlo, cuáles las mejores medidas, los marcos regulatorios y las leyes más eficaces, la distribución fiscal y la presupuestaria. Es decir, discutir sobre los distintos retos, sobre las distintas materias y los distintos asuntos, pero sabiendo para qué.

Sin embargo, es precisamente eso lo que más se echa en falta, un horizonte hacia el que apuntar. Y mientras lo echamos en falta, España va acumulando retos suficientes como para plantearse además si está centrando el debate político en sus propias prioridades.

El país se la juega en retos que, en algunos casos, son compartidos con los países de nuestro entorno y en otros son problemáticas propias producto de dinámicas endógenas negativas. Y de la resolución de los mismos dependerá que las generaciones futuras tengan otros 40 años de desarrollo y avances como los vividos en España en las últimas cuatro décadas.

La competitividad por valor añadido de la economía y la calidad del empleo. La sostenibilidad medioambiental de nuestro modelo de desarrollo. La transformación robótica y digital de la cuarta revolución tecnológica y sus inmensos desafíos éticos y jurídicos en las relaciones humanas. El reto migratorio y demográfico de una España envejecida y la sostenibilidad de un funcionamiento eficaz de los servicios públicos. La cohesión social que, en parte, se deriva de ello. La cohesión territorial. La brecha creciente entre la realidad urbana y la realidad rural. La definición de nuestra ciudadanía, su significado y sus límites, nuestros derechos y obligaciones, nuestras libertades públicas. La igualdad plena de las mujeres en una sociedad libre de asesinatos machistas y violencia de género.

Son sólo algunos ejemplos. Indudablemente, hay muchos más. Ejemplos de todo lo que se trata, en la conversación pública española, mucho menos y con menos profundidad de lo que debería. No son temas con quizá tanto atractivo como el que sorprendentemente ha tenido la cabalgata de Vallecas, pero son los retos donde el país se la juega. Es probable que merezcan más demanda y más atención.

Quizá el déficit de contenidos que vivimos obedezca, en parte, a que carecemos de un horizonte compartido de país que delimite y ordene las prioridades de la deliberación política y la conversación pública.

En 1978, las diferentes formaciones políticas consiguieron definir, pactar e implementar un objetivo de país al que supieron llevar a la gran mayoría de la sociedad española; una democracia asentada y un estado social y de derecho modernizado en una España que funcionara dentro del marco de la Unión Europea.

En el año 2018 también se podría plantear un horizonte compartido, un país con una economía altamente competitiva por valor añadido, formación y tecnología, con niveles elevados de cohesión social y de igualdad, donde la condición de ciudadanía fuera la más avanzada del mundo en derechos, obligaciones y libertades públicas.

Cuando se cumplen 40 años de la aprobación de la Constitución, ese sería el mejor compromiso de las principales fuerzas políticas con el futuro de la sociedad española; acordar un horizonte compartido de país. Un objetivo común en el que los principales dirigentes políticos podrían demostrar que son capaces de encontrarse y de hacer que nos encontremos. Una idea hacia la que caminar. Una idea que ordene y oriente el debate público. Un proyecto de país para legar a quienes están naciendo ahora otros 40 años que merezcan la pena. Cuatro décadas más. Mejores, incluso, que las últimas cuatro.




Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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martes, 5 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] ¿España, capital Barcelona?





Hay una leyenda, con toda seguridad apócrifa, que cuenta que el rey Carlos I, poco antes de morir, habría dicho a su hijo, el futuro Felipe II: "si quieres aumentar tus reinos, pon la Corte en Lisboa, si quieres conservarlos déjala en Toledo, y si los quieres perder, trasládala a Madrid". No dijo nada de Barcelona, pero, ¿cómo hubiera sido la Historia de España de haber trasladado Felipe II la corte a la bella ciudad mediterránea? 

El cambio que necesitamos debe llevar a los catalanes a creer que ganarán más dentro que fuera del país, afirma en El País el profesor Santiago Petschen, catedrático emérito de Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid.

El título que encabeza este artículo no es una boutade, comienza diciendo el profesor Petschen. Es una idea política, a la vez, profunda y pragmática. El independentismo catalán se acabaría solo con que cambiáramos una palabra de la Constitución que se encuentra en el artículo 5. Donde pone capital del Estado Madrid, poner capital del Estado, Barcelona. Sería así porque, aunque revestido de diversos ropajes, el elemento motor que impulsa el independentismo es el poder.

Nadie cree que fuera posible realizar ese cambio ya. Aunque tal vez sí, dentro de algunas décadas. Ahora debe ser solo una idea inspiradora como reforma exigida por el caminar profundo de la historia dirigido por la evolución demográfica.

Para ningún hombre de Estado puede ser un valor establecer en la Unión Europea una nueva frontera. Las fronteras deben seguir el camino iniciado de su supresión. No puede haber una marcha atrás tan llamativa, en tan meritorio objetivo. Por ello es negativo lo que quieren los independentistas aunque se hayan lanzado a una guerra que busca la victoria. Una guerra incruenta, sí. Pero guerra. Cualquiera de los dos contendientes sabe que, si empieza una batalla cruenta, por pequeña que sea, tiene perdida la guerra. Consecuencia de la admirable madurez que en este punto ha alcanzado la opinión pública sin fronteras de la Unión Europea.

A los no independentistas nos agradaría mucho que Puigdemont llegase a tener una naturaleza de hombre de Estado. Y a quien escribe estas líneas más que a nadie. Sería la forma de que abandonase su maltrecho propósito de conseguir una nueva frontera. ¿Qué sería Cataluña en caso de hacerlo? Hay algunos que doran la píldora a los ciudadanos ofreciendo el modelo de Eslovenia. ¿Hay algún paralelismo? Veámoslo. Desde un primer momento Eslovenia contó con la ayuda de muchos Estados. Antes de la proclamación de la independencia, Reino Unido y Estados Unidos se implicaron en su rearme. Alemania, Austria e Israel le apoyaron. Algunos países (Croacia, Georgia, las Repúblicas Bálticas) reconocieron a Eslovenia en las primeras semanas de su declaración como Estado soberano. Y al cabo de seis meses ya lo habían hecho los Estados grandes y muchos más, tras el impulso de Alemania. Ningún parecido con Cataluña como aspirante a Estado soberano por el que nadie muestra interés alguno. ¿Qué modelo puede decirse que seguiría entonces Cataluña? El modelo de Chipre del Norte. La culminación más consumada del Estado paria.

Como aleteos populares de la realidad internacional que envuelve a la cuestión catalana, unos manifestantes independentistas de Barcelona gritaban: Europa una vergonya. Al percibir, sin embargo, tanto silencio en el entorno internacional, ¿no se irán inclinando poco a poco a preguntarse: no seremos la vergonya nosotros?

En Cataluña ha habido una admirable manifestación de esfuerzo. Una gran esperanza puesta en un ideal gigantesco. Una pasión de muchos cientos de miles de personas. No se puede desperdiciar. El independentismo no se va a acabar. Pero tiene que asimilar altas dosis de realismo.

¿Cómo debe operar esa idea inspiradora de España capital Barcelona, en el momento actual? Debe influir y de una manera muy eficaz, en la preparación de un cambio de la Constitución. En dos aspectos.

El cambio que se necesita es tan grande que antes de que entre a afrontarlo una comisión del Congreso, condicionada por partidos políticos y comunidades autónomas, tiene que abordar la cuestión un reducido grupo de expertos independientes como los que elaboraron la Ley Fundamental de Bonn o redactaron en la calle Martignac el ejemplar texto del Tratado de la CECA. Tendrían más libertad para el audaz salto que hay que dar y prepararían moderadamente a quienes tuvieran que seguir después con él.

 En segundo lugar hay que tener en cuenta que, entre otras virtualidades, debe llevar a que el catalán moderado piense que Cataluña -al igual que sucede con el País Vasco- gana más dentro de España que fuera. Y algo además, y es lo más importante, lo mucho nuevo que se ponga en manos de Cataluña debe tener siempre un carácter centrípeto. Nunca centrífugo. Es el punto en donde la Constitución actual debe ser superada. ¿Con qué concreciones? La pregunta me sobrepasa totalmente. Al grupo reducido de expertos no le sobrepasaría. ¿El Senado a Barcelona? Tal vez un federalismo a dos planos. Uno de modelo yugoslavo para la economía, con tres entidades geográficas. Y otro de modelo suizo con diecisiete unidades, para todo lo demás.



Vista de Barcelona


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domingo, 26 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Otoño del 17





En marcha ya sin demasiadas complicaciones la aplicación del 155 de la Constitución y confirmado que todos los partidos políticos catalanes se van a presentar las elecciones en Cataluña el 21 de diciembre (lo que supone, en la práctica, un 155 de mínimos y una salida política más que digna al embrollo catalán) podemos extraer algunas lecciones de los sucesos vividos en España en el agitado otoño de 2017 que entrará a formar parte de la Historia de nuestro país aunque ciertamente no del modo previsto por sus instigadores, comenta en El Mundo Elisa de la Nuez, abogada del Estado, coeditora de ¿Hay Derecho? y miembro del consejo editorial de ese diario.

El famoso principio -recogido por Karl Marx en su ensayo sobre el 18 de Brumario de Luis Napoleón Bonaparte-, comienza diciendo Elisa de la Nuez, según el cual la historia se repite siempre dos veces, primero como tragedia y después como farsa, se ha cumplido religiosamente en el caso del independentismo catalán del siglo XXI. Afortunadamente. La razón es que el momento histórico de este tipo de nacionalismos (en base a los cuales se construyeron muchos Estados-nación durante los siglos XIX y XX) ha pasado hace mucho tiempo al menos en los países desarrollados. De ahí el carácter inevitablemente retro y nostálgico de un independentismo que necesita para sobrevivir revivir clichés de siglos anteriores magnificando la importancia de "las estructuras de Estado" y negando la profunda transformación que ha experimentado la sociedad española en las últimas décadas. Una transformación que es mucho mayor que la del propio Estado dicho sea de paso. Nuestras instituciones necesitan una renovación urgente que deberíamos acometer en un plazo perentorio para adaptarlas a las necesidades y a las exigencias de una sociedad española muy distinta a la que vivió el franquismo y la Transición y no solo por obvios motivos generacionales. Es también la sociedad que acaba de vivir la gran recesión, lo que la ha convertido en una sociedad más resistente, más crítica, más consciente y más segura de sí misma. Baste recordar que durante los últimos meses ha sido básicamente la ciudadanía y la sociedad civil y no las instituciones la que ha protagonizado la defensa intelectual, mediática y social de los valores democráticos y constitucionales. La cantidad de análisis, reflexiones, manifiestos, concentraciones y manifestaciones propiciadas al margen o incluso en contra de los cauces oficiales en un cortísimo periodo de tiempo ha sido realmente espectacular, lo mismo que la decidida voluntad de suplir las deficiencias de la estrategia de comunicación oficial particularmente en relación con los medios extranjeros. Lo que demuestra la enorme vitalidad y recursos de los que disponemos como sociedad y, lo que es más importante, la convicción de que podemos y debemos usarlos sin esperar a que una mediocre clase política claramente sobrepasada por los acontecimientos nos saque las castañas del fuego. En definitiva, hemos vivido un proceso de maduración acelerada que nos ha permitido tomar la delantera a nuestros políticos e instituciones, lo que también nos permite ser mucho más críticos y exigentes con unos y con otras. Quizás el caso catalán siga siendo la excepción más notable frente a este cambio aunque hay que destacar la comparecencia in extremis de la mayoría silenciosa y algunas iniciativas de personas y colectivos que empiezan a romper la omertá nacionalista. Pero sin duda una de las características más llamativas del independentismo es que ha impedido que una parte significativa de sus electores haya experimentado el mismo proceso de maduración ciudadana al recurrir a un relato político infantilizado de malos y buenos sólo apto para consumidores acríticos.

La conclusión parece clara: no necesitamos ni queremos rebeliones institucionales y saltos en el vacío para mejorar nuestro entramado político e institucional. En el selecto club de las democracias liberales occidentales de la Unión Europea, al que afortunadamente pertenecemos, las cosas no se hacen así. Claro que hay muchas reformas que siguen pendientes, especialmente, las políticas e institucionales que son además las que permitirían abordar todas las demás en mejores condiciones. Pero mantener desde un poderoso Gobierno regional con cargo al erario público que la única posibilidad de mejora pasa por la independencia (incluso cuando la desidia y la incompetencia del Gobierno central vienen en tu ayuda) y que además una parte de la ciudadanía -precisamente la más privilegiada en términos sociales y económicos- está oprimida es bastante más complicado que sostenerlo desde el exilio, la cárcel, la guerrilla o las huelgas de hambre, por mencionar algunos de los instrumentos tradicionales a los que los realmente oprimidos no tienen más remedio que recurrir. Ni siquiera la prisión preventiva de Junqueras y otros consejeros o el autoimpuesto exilio de Puigdemont son suficientes para demostrar la existencia de ese Estado opresor que el separatismo necesita para justificar la vulneración de los principios y valores de nuestro pacto de convivencia nacional y europeo. En ese sentido, es muy comprensible el desprecio que suscitan los que denuncian injusticias y agravios imaginarios a los que han luchado y todavía luchan por combatir las injusticias y agravios reales como se ha puesto de manifiesto en las declaraciones de algunos representantes de la izquierda histórica española que saben de lo que hablan.

También se ha puesto de manifiesto el enorme valor del Estado de derecho en nuestras sociedades. La previsibilidad y la certeza que proporciona a ciudadanos y empresas en un momento dado no puede arrojarse por la borda a cambio de vagas promesas. Las leyes se pueden y se deben mejorar siempre, pero a través de los procedimientos establecidos. Sin duda nuestro Estado de derecho tiene imperfecciones pero el peor de los ordenamientos jurídicos democráticos es mejor que ninguno o que la pura y simple arbitrariedad de los gobernantes. Para un jurista no deja de ser una satisfacción comprobar cómo un concepto tan abstracto y tan complejo ha sido interiorizado por los españoles con ocasión de esta crisis. Y es que -como ocurre con tantas otras cosas importantes en la vida- sólo apreciamos su valor cuando corremos el riesgo de perderlo.

Por tanto, como sociedad madura que ya somos conviene desconfiar de los gobernantes que nos prometen alcanzar la tierra prometida (la famosa Dinamarca del sur) de un día para otro y a coste cero adulando nuestras más bajas pasiones. Hay que ser conscientes de que las grandes transformaciones jurídicas e institucionales pueden ocurrir, pero requieren de debate, de tiempo y de esfuerzo. Tratar a los ciudadanos con respeto supone reconocerlo así. Ocultar los costes y el esfuerzo de cualquier promesa que se haga a los votantes de saltos económicos, institucionales, jurídicos o incluso sociales para ponernos a la altura de los países más avanzados del mundo por arte de magia es pura y simple demagogia, y deberíamos empezar a denunciarlo. En este sentido, hay que hablar no sólo de la irresponsabilidad de los líderes políticos (sin duda clamorosa y que debería propiciar en algún momento su sustitución por otros que, aun manteniendo la misma ideología, sean más honestos con sus votantes) sino también de la de muchos brillantes académicos, economistas y expertos de toda índole cuya frivolidad (no siempre desinteresada) ha sido pavorosa. Estamos ante una versión moderna de la traición de los intelectuales criticada por Julian Benda en su famoso libro de 1927 La trahison des clercs. Efectivamente, se trata de una traición en toda regla a la principal misión de un intelectual: el compromiso con la verdad. Como siempre, el problema es que los platos rotos económicos e institucionales no los pagarán los más responsables porque suelen ser los que tienen el poder y los medios para evitarlo. Los pagarán los más débiles y los menos organizados. Más allá del recorrido judicial que tengan los procesos judiciales ya estamos viendo que la mayoría de los políticos responsables del destrozo repiten en las listas electorales. También los empresarios consentidores seguirán con sus negocios y los prestigiosos profesores en sus cátedras. La vida sigue pero los que perderán o verán amenazados sus puestos de trabajo serán otros desde los pequeños empresarios que quebrarán por el boicot a sus productos hasta los empleados de los negocios dependientes del turismo y en general todos aquellos trabajadores y empresarios a los que les irá un poco peor. Si algo podemos aprender como sociedad de esta gran crisis del otoño de 2017 es que la ineludible renovación de nuestro pacto de convivencia representado por la Constitución de 1978 exige tiempo, dedicación, esfuerzo y la participación de todos.  



Dibujo de LPO para El Mundo



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viernes, 17 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] ¿Paz por territorio? ¿También en Cataluña?





Para salir del bucle nihilista en el que estamos hace falta restablecer toda la presencia del Estado que sea compatible con una autonomía y una Constitución reformadas. No hay que dar otro paso atrás y ceder a la presión independentista, escribe en el diario El País el profesor Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid.

Paz por territorios fue la fórmula acuñada por la Conferencia de Paz celebrada en Madrid en octubre de 1991 para encauzar el problema palestino mediante una transacción que parecía razonable: los palestinos renunciaban a la destrucción del Estado de Israel y este cedía una parte de su territorio para que sus adversarios pudieran disponer de una administración propia. A simple vista, la aplicación del caso palestino al problema catalán no hace más que confundir las cosas, más aún que otras analogías al uso, como el paralelismo con Quebec o con Escocia. Ni hay un problema de ocupación por la fuerza, ni —de momento— un conflicto entre comunidades enfrentadas, ni es fácil identificar al soberanismo catalán con uno de los bandos en litigio en el problema de Oriente Próximo. Al contrario, en ese magma heterogéneo que es el independentismo se puede reconocer un sector prosionista, vinculado al catalanismo histórico, y otro propalestino en la CUP. El símil, sin embargo, tiene alguna utilidad para intentar dar una respuesta a las dos grandes preguntas que plantea la crisis institucional en Cataluña: cómo hemos llegado a esto y cómo podríamos salir de aquí.

El modelo autonómico establecido por la Transición supuso en parte el regreso a la fórmula ensayada por la Segunda República. El nacionalismo catalán, representado entonces por Esquerra Republicana, abdicaba de la independencia y el Estado aceptaba reducir su presencia en Cataluña al ceder a las instituciones autonómicas buena parte de sus competencias. El nacionalismo ofrecía la paz al Estado, abandonando cualquier pretensión secesionista, y este renunciaba a ejercer como tal en aquella parte del territorio nacional. Paz por territorios. No se puede decir que el experimento de la Segunda República colmara las esperanzas que sus dirigentes depositaron en el Estatuto de Autonomía de 1932. Dos años después de su aprobación, la Generalitat se sublevaba contra un Gobierno republicano que cumplía todas las formalidades constitucionales. Ya en la Guerra Civil, Manuel Azaña señaló la necesidad imperiosa de que la República recuperara las competencias que había perdido en Cataluña por la deslealtad y la política de hechos consumados del Gobierno de Companys. Así lo declaró Azaña ante el presidente Negrín y sus ministros en mayo de 1937: “Les dije que el Gobierno estaba obligado a trazarse con urgencia una política catalana, que no puede ser la de inhibirse y abandonarlo todo. (…) El Gobierno debe restablecer en Cataluña su autoridad en todo lo que le compete”.

El pacto de la Transición se inspiró en gran medida en eso que el propio Azaña llamó “la musa del escarmiento”, la voluntad de no incurrir en viejos errores que podían tener las mismas consecuencias que en los años treinta. Los pocos representantes activos de la generación de la República, como Tarradellas, lo entendieron perfectamente: “Mai mès un trenta-quatre” (“nunca más un 34”). El procedimiento empleado por la Segunda República para resolver el problema catalán tenía esta vez a su favor el efecto pedagógico de la musa del escarmiento y el convencimiento de que las dos partes respetarían un principio no escrito del pacto estatutario, que podría expresarse mediante la fórmula paz por territorios. El nacionalismo catalán renunciaba a su programa máximo —la independencia— y el Estado a estar presente en los ámbitos fundamentales de la vida pública catalana. Ocurrió, sin embargo, que la solución autonómica creaba una dinámica expansiva difícil de contener y que, pasado cierto tiempo, las nuevas generaciones nacionalistas se sintieron desligadas del pacto fundacional de la autonomía catalana. De esta forma, el repliegue del Estado, en vez de servir de garantía a la vigencia del pacto, fue una tentación constante a su incumplimiento. Sólo un impensable alarde de lealtad por parte del nacionalismo y su renuncia voluntaria a más altos empeños podían impedir la ruptura del marco estatutario, porque el Estado carecía de capacidad de coacción o hacía dejación de ella para no irritar al catalanismo, a menudo, necesario para contar con mayoría en las Cortes. No era sólo la ausencia de instituciones que no tenían competencias que ejercer en el territorio catalán, sino su falta de autoridad para hacer cumplir la ley y las sentencias judiciales. Frente a un Estado en retirada emergía una Administración autonómica que se jactaba, con razón, de estar creando unas “estructuras de Estado”. Cuando se elaboró el segundo Estatuto, su principal artífice, Pasqual Maragall, anunció que, tras su aprobación, el Estado tendría una presencia “marginal” en Cataluña. No se podía decir más claro.

Era cuestión de tiempo que el orden constitucional quedara reducido a la impotencia y fuera sustituido por una estructura de poder alternativa desarrollada por las instituciones autonómicas y sustentada en una formidable capacidad de movilización propia de un régimen totalitario, reforzada por un movimiento populista de apariencia asamblearia. Esa multiplicidad de impulsos, desde arriba y desde abajo, explica la sorprendente disfuncionalidad de la declarada y suspendida República catalana, mitad ácrata, mitad totalitaria, business friendly y anticapitalista al mismo tiempo, incapaz en todo caso de crear un marco de convivencia estable y pacífico ni siquiera para la Cataluña independentista. Se entiende que ante la perspectiva de vivir bajo ese proyecto de Estado fallido el mundo empresarial esté buscando amparo en territorios más seguros.

Poco importa a estas alturas si todo respondió a un plan preconcebido o ha sido fruto de una inercia natural del nacionalismo, que se encontró el campo despejado para hacer realidad sus ensoñaciones identitarias. El hecho es que la transacción paz por territorios nos ha traído adonde estamos. El Estado cumplió su parte al abandonar virtualmente el territorio catalán, fiándolo todo a la buena fe del nacionalismo, que aprovechó ese vacío para hacer de la autonomía un Estado embrionario, a punto de ver la luz tras una larga gestación.

Los últimos acontecimientos han puesto de manifiesto el agotamiento del pacto autonómico en Cataluña según se concibió en la Transición, como una renuncia al programa máximo de cada parte. La retirada del Estado ha alimentado el irredentismo en vez de apaciguarlo. Si hay una forma de salir del bucle nihilista al que se ha llegado en Cataluña es restableciendo toda la presencia del Estado que sea compatible con una autonomía y una Constitución reformadas. Por el contrario, conviene evitar la tentación de dar un nuevo paso atrás y ceder a la presión independentista, porque ese intento de apaciguamiento, en vez de traernos la paz, aunque fuera una paz deshonrosa, nos situaría ante una nueva exigencia: esta vez, los países catalanes. Y de esta forma, al final, no tendríamos ni paz ni territorio.




Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 14 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Un pacto de renuncias mutuas para reformar la Constitución





Para reformar la Constitución es necesario que la mayor parte de las fuerzas políticas acepten el reto y estén dispuestas a ceder menos en lo importante: hacer posible la convivencia en paz y libertad de las próximas generaciones, comenta en El País el exdiputado socialista Eduardo Madina.

Eduardo Madina Muñoz (Bilbao, 1976) fue secretario general del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso entre 2009 y 2014. Historiador, ha trabajado como técnico en el Paramento europeo y es profesor asociado en Historia Contemporánea de la Universidad Carlos III de Madrid. En 2002 perdió una pierna en un atentado de ETA.

El día de Navidad de 1989, comienza diciendo, El País publicó un texto de Hans Magnus Enzensberger titulado Los héroes de la retirada. En él, el autor de origen alemán señalaba que cuando se trata de crear las condiciones necesarias para la convivencia, la renuncia es el techo más alto que se puede alcanzar en política.

Es verdad que esta tiene siempre una erótica menor, que su imagen, ante los electorados propios, no es aparentemente la más atractiva, que su argumentación no está al alcance de cualquiera y que exige dominar una idea antes de que ella te domine a ti.

“Quien abandona las posiciones propias no solo entrega un terreno objetivo, sino también una parte de sí mismo”, señalaba el autor. Convendrán conmigo que este nivel de transitividad resulta muy poco habitual, que los principales actores políticos dedican muchos más esfuerzos a la narrativa de todo lo que les resulta completamente irrenunciable. Es esta una posición que, en principio, tiene mejor público y sugiere menos riesgos. Ante los seguidores de cada uno, tiene la apariencia de lo irreprochable.

Frente a la fuerza del dogma irrenunciable, la renuncia por consciencia de pluralidad, la renuncia a postulados propios para hacer posible la convivencia entre diferentes parece siempre un objetivo menor. Un logro de cara B. A corto plazo, no conduce a quienes la protagonizan a tener estatuas en su pueblo ni a dar nombre a grandes avenidas. En el mejor de los casos, queda garantizada la incomprensión. En el peor, aparecerá el insulto y la descalificación. Es también probable que haya incluso quien, desde su desprecio a la pluralidad, desde su ignorancia de la misma y su autoproclamada pureza, describa en las redes la acusación de traición.

Enzensberger ejemplificaba su tesis en el papel que desempeñó ante la historia Wojciech Jaruzelski, que contribuyó de forma decisiva a evitar que Polonia fuera invadida por la URRS en 1981. O en Mijaíl Gorbachov que, entre ingratitud e incomprensión, desmontó paso a paso el régimen soviético surgido en 1917.

Más cerca, en nuestro propio país, el autor cita —lleno de razón— a Adolfo Suárez y su papel en la Transición, contribuyendo de forma decisiva al desmontaje del régimen franquista desde dentro. Podríamos completar la escena. Podríamos poner a su lado a Santiago Carrillo y a Felipe González, en la certeza de que sin la renuncia a la república por parte del Partido Comunista y sin la renuncia al marxismo por parte del PSOE, la convivencia democrática en España no se habría producido.

Un pacto de renuncias, también podríamos comprender así la Transición española. Renuncias, todas ellas de enorme altura, que hicieron posible la aceptación mutua en un mismo espacio público de una sociedad tan plural como sobrecargada de historia. Desangrada 40 años antes, sometida en los 40 de después. Una sociedad protagonista en una democracia liberal, con intención de adaptarse en desarrollo a su entorno europeo, convencida de dejar atrás cuatro décadas de dictadura, atraso histórico y aislamiento internacional.

La altura de los protagonistas que lo lograron, que alcanzaron el punto de encuentro del 78 ha estado fuera de toda duda hasta la entrada en escena de los dirigentes políticos de mi generación. Nacidos en los años setenta, doctorados en la crítica al “régimen del 78” —el que, por cierto, facilitó que hayamos desarrollado toda nuestra vida en las mejores condiciones de la historia de España— y especializados en lo irrenunciable. Una generación que tiene ahora ante sí un reto de enorme trascendencia, la crisis política y territorial abierta por el independentismo en Cataluña. Seguramente, uno de los mayores desafíos a los que se ha enfrentado la política en los últimos 40 años.

En ese contexto, la expectativa de una reforma constitucional que modernice el modelo territorial español es la salida de emergencia a la que todos nos acogemos una y otra vez. Una salida de emergencia ante el incendio provocado en Cataluña por la vía de una reforma que consiga que la gran mayoría de la sociedad se sienta cómoda dentro de un renovado marco constitucional.

Una expectativa de reforma a la que muchos recurrentemente apelamos intuyendo que es la mejor vía de salida a esta crisis, pensando que es el mejor canal de entrada en un nuevo escenario de estabilidad en la organización del territorio y la convivencia.

Es de tal importancia esa expectativa de reforma, en esta situación crítica, que lo prioritario sería no convertirla en frustración en este clima de posiciones enquistadas.

Por eso sería necesario que si comienzan los trabajos para la reforma constitucional, lo hagan una vez que los actores políticos estén dispuestos a alcanzar al techo más alto que existe en política; decidir entre lo renunciable y lo irrenunciable con el objetivo de hacer posible la convivencia en un país de 48 millones de personas.

Sería deseable, en primer término, que los trabajos comenzaran solo si entran en ellos la gran mayoría de las fuerzas políticas. Y, en segundo lugar, si todas ellas están dispuestas a anteponer la convivencia del conjunto frente a la tentativa de imponer todos y cada uno de los puntos de vista propios. Esto último tan solo conduce al fracaso.

Solo hay una Constitución. Y es de todos. Y para que de todos sea, serán necesarias renuncias para no convertir una expectativa de tanta importancia en una enorme frustración colectiva. Básicamente, porque no tenemos muchas más salidas de emergencia ante el incendio que algunos han provocado en Cataluña. Es deseable, por tanto, que si la mayoría de las fuerzas políticas entran es porque van a saber salir. Conscientes de que solo hay una salida posible: un punto de encuentro construido sobre renuncias mutuas.

Esto debería ser lo único irrenunciable; hacer posible la convivencia en paz y libertad de las próximas generaciones. Es, sin duda, el gran reto contemporáneo de la política en España. La generación nacida en los setenta, con miembros de la misma al mando de no pocos de los principales partidos políticos en España, está sin duda ante su gran reto histórico. Quizá también, ante su gran oportunidad; demostrar que está a la altura de aquellos a los que tanto ha criticado. Demostrar que todos ellos son capaces de conducir a sus organizaciones y sus electorados hacia un nuevo punto de encuentro colectivo. En el fondo, un objetivo heroico.



Dibujo de Raquel Marín para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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