La publicación a finales del pasado año por la editorial Galaxia Gutenberg de Las cosas como son. Diarios de un político socialista (1980-1994), de Carlos Solchaga, da ocasión al profesor Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense y Visiting Senior Fellow en el IDEAS Centre de la London School of Economics, para realizar una interesante reseña en Revista de Libros de la publicación de Solchaga que merece la pena subir al blog.
Disponemos ya, comienza diciendo Juan Francisco Fuentes, de un buen número de memorias y diarios de la transición democrática y de los gobiernos socialistas presididos por Felipe González entre 1982 y 1996. A esta etapa corresponden, al menos en parte, las memorias de Alfonso Guerra, Joaquín Almunia, Fernando Morán, Julio Feo, Pablo Castellano, Pedro Solbes y Jorge Semprún, que escribió una amarga crónica de sus tres años como ministro de Cultura entre 1988 y 1991 (Federico Sánchez se despide de ustedes, 1993). Por su parte, José Bono recogió en el primer volumen de sus diarios (Les voy a contar), que arrancan en 1992, sus impresiones a vuelapluma sobre el final del felipismo y el tránsito al posfelipismo, en un proceso convulso y seguramente mal resuelto, cuyas consecuencias llegan hasta nuestros días. María Antonia Iglesias es autora, además, de una voluminosa obra, titulada La memoria recuperada. Lo que nunca han contado Felipe González y los dirigentes socialistas (2003), compuesta de entrevistas a los principales dirigentes del socialismo español, incluido Felipe González, cuyo testimonio en este libro es lo más parecido que nos quedará seguramente a unas memorias del principal protagonista de aquellos años.
Los diarios que acaba de publicar Carlos Solchaga, ministro de Industria entre 1982 y 1985, y de Economía y Hacienda entre 1985 y 1993, coinciden con los testimonios de Semprún y Almunia en ofrecer una imagen descarnada de la situación interna del PSOE en una etapa marcada por las disputas entre Alfonso Guerra y sus adversarios en el partido y en el gobierno. Si los métodos de Guerra gozaron durante años del apoyo de un nutrido grupo de incondicionales –«guerrismo es», dijo uno de ellos, «ganar las elecciones por mayoría absoluta»–, sus oponentes, conocidos en su momento como «renovadores», actuaron a menudo en orden disperso, sin la eficacia y la disciplina que caracterizaron al aparato guerrista en sus buenos tiempos. Esa dificultad de los adversarios de Guerra para formar un grupo tan cohesionado como el suyo se pone claramente de manifiesto en estos diarios, en los que afloran también, aquí y allá, las desavenencias que el autor mantuvo con potenciales aliados suyos en la lucha contra el guerrismo. De ahí que la liquidación del viejo aparato guerrista sin una alternativa sólida capaz de tomar el relevo produjera en la militancia una sensación de vacío de poder y desgobierno, agudizada cuando, en 1997, Felipe González anunció su renuncia a la dirección del partido.
A Carlos Solchaga no podrá reprochársele, desde luego, que esté poseído por un espíritu gregario o por una tendencia a capitanear grupos y banderías. Sólo el apoyo de González, su único pero poderoso valedor, explica su larga presencia en los gobiernos socialistas pese a sus malas relaciones con la dirección del PSOE y, sobre todo, de la UGT, que lo convirtió en su bestia negra. El título elegido, Las cosas como son, refleja esa fama de hombre soberbio que le crearon sus enemigos y con la que él se sintió siempre cómodo. Nada tiene de particular que el autor de unos diarios, memorias o autobiografía defienda a capa y espada su versión del pedazo de historia que le tocó vivir y, en parte, protagonizar. Para eso se escriben estos libros. Pero el título, en lo que tiene de declaración de intenciones, parece ir más allá de los códigos establecidos por el género y advertir al lector sobre el grado de autocrítica que puede esperar de estas páginas. El autor no es alguien dispuesto, por decirlo suavemente, a negociar «su verdad».
La extensa introducción que precede a estos diarios sirve para contextualizar esos catorce años de anotaciones cotidianas, que se inician en abril de 1980, cuando la renuncia de un diputado socialista por Álava convirtió a Solchaga en diputado de las Cortes elegidas en 1979, y terminan en junio de 1994, tras abandonar su escaño, meses después de salir del gobierno, al verse afectado indirectamente por alguno de los casos de corrupción que salieron a la luz pública en la agonía del felipismo. A lo largo de esos catorce años se sucedieron cuatro elecciones generales, tres presidentes del gobierno, un golpe de Estado, la entrada de España en la Comunidad Económica Europea, el referéndum de la OTAN, varias huelgas generales –una de ellas, la del 14-D, de gran impacto–, los fastos del año 1992 y, fuera de España, la caída del muro de Berlín y el fin de la Unión Soviética y de la Guerra Fría. Carlos Solchaga fue, sin duda, testigo cualificado de esa trascendental etapa histórica. Es interesante observar, sin embargo, cómo en sus diarios los problemas más inmediatos prevalecen sobre los cambios de más largo aliento, eclipsados por la vorágine diaria de la lucha política y de la acción de gobierno, como «esas batallas» con Guerra y los suyos a las que él mismo alude en la introducción y a las que dedica tal vez las páginas más jugosas del libro.
La importancia de esta cuestión obliga a interrogarse sobre la razón última del antagonismo feroz, permanente, casi cósmico, que mantuvieron Alfonso Guerra y sus oponentes en el PSOE. Hay una explicación genérica que remite a la naturaleza autodestructiva de los partidos y a la tendencia al canibalismo político que se atribuye a sus miembros. «¡Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros!», exclamó Pío Cabanillas en cierta ocasión para expresar la desazón que le producía la compañía de los suyos en un partido (UCD) que fue paradigma, y finalmente víctima, de ese síndrome cainita. El PSOE no ha llegado a esos extremos, pero en su larga historia ha dejado también momentos memorables de divisiones internas y enfrentamientos personales que habrían de tener graves consecuencias. El que protagonizaron Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto condujo, según la exagerada opinión de Salvador de Madariaga, nada menos que a la Guerra Civil. Cabe preguntarse en qué medida la lucha entre caballeristas y prietistas sirve como precedente para entender lo ocurrido en los años ochenta y noventa, según un elemental paralelismo que convertiría al guerrismo en ala izquierda del partido, una especie de caballerismo redivivo, y a Solchaga y su entorno en la encarnación de aquel socialismo liberal representado en su día por Prieto. La analogía es tentadora, pero tiene una utilidad muy limitada, y acaso engañosa, para entender el enfrentamiento Guerra-Solchaga, verdadero choque de egos en el que la posición ideológica de cada cual tuvo una importancia secundaria. No parece, en efecto, que el eje derecha/izquierda aclare mucho las cosas. El papel que Guerra desempeñó en el referéndum de la OTAN y en el conflicto con la UGT o sus excelentes relaciones con la Corona –al contrario que Solchaga– obligan a relativizar su imagen como guardián de las esencias del socialismo español. La polarización política del PSOE en los años del felipismo se entiende mejor a partir de un eje populismo/elitismo (o tecnocracia, si se prefiere) que explicaría, por ejemplo, la «grave disputa» que, en palabras del autor, se produjo entre ellos en un consejo de ministros celebrado en junio de 1983, apenas seis meses después de la victoria socialista, a cuenta de una compra de acciones de CAMPSA por el Estado: «Su ignorancia es de tal magnitud ‒afirma al consignar en su diario aquel encontronazo con Alfonso Guerra‒ que no tengo paciencia para entrar en mayores explicaciones». «Tanto su pose de intelectual como su populismo de izquierdas», dirá cinco años después, tras la incorporación de Semprún al ejecutivo, «no le duran a Semprún ni un asalto». Guerra, por su parte, utilizó las conexiones de Miguel Boyer y Carlos Solchaga con una cierta elite financiera, conocida como beautiful people, para desacreditarles ante la opinión pública y la militancia socialista.
En diciembre de 1982, recién formado el primer gobierno de Felipe González, Solchaga se hace eco ya de las andanzas de ese grupo de amigos de Claudio Boada «a los que de manera más bien desafortunada la prensa llama “beautiful people”». La frase, que figura entre paréntesis, podría haber sido incorporada al original mucho después, tal vez al preparar la edición del libro, como un inciso destinado a poner al lector en antecedentes de un fenómeno llamado a tener enorme trascendencia. Ocurre que, según los archivos digitales de ABC y La Vanguardia, la expresión no empezó a ser utilizada con ese sentido hasta cuatro o cinco años después, por lo que parece poco probable que, ya en diciembre de 1982, Solchaga la recogiera en su diario. Hay otras frases o expresiones manifiestamente anacrónicas: en abril de 1983, octubre de 1984 y febrero de 1986 alude al «PP», entonces AP (Alianza Popular), cuyo cambio de nombre no se produjo hasta 1989, y en octubre de 1988 se refiere a Erich Honecker como «último presidente de la República Democrática de Alemania». Naturalmente, en aquel momento era imposible saber que el fin de la RDA convertiría a Honecker en el último (en realidad, penúltimo) presidente de su historia. Más allá de estos casos fácilmente detectables, resulta aventurado determinar hasta dónde llegan los posibles retoques introducidos a posteriori en el manuscrito original y hasta qué punto afectan a cuestiones sustanciales del texto, como ciertas apreciaciones tempranas sobre cosas (la corrupción, por ejemplo) y personas (como Ricardo García Damborenea) que darían mucho que hablar.
Aunque se trata de un testimonio de carácter político, con escasas referencias a la vida personal, el autor esboza en él un autorretrato probablemente bastante fiel al original. Hombre inteligente y culto, con tendencia a la misantropía, representa a una generación de servidores públicos con una preparación, unas inquietudes y unas lecturas que hoy en día serían inimaginables en la mayoría de los políticos en el poder o en la oposición. De la variedad y enjundia de sus aficiones literarias sirve de muestra la lista de los autores que amenizaron sus vacaciones en 1982: Canetti, Döblin, Torrente Ballester, Sciascia, Le Carré, Asimov y Galdós. Si estas lecturas veraniegas dan la medida de su bagaje cultural, se entiende que la visita del ministro de Economía alemán, Otto Lambsdorff, en marzo de 1984, le llevara a hacerse esta acuciante pregunta: ¿sería este Lambsdorff descendiente del conde del mismo nombre que fue ministro de Asuntos Exteriores de la Rusia zarista antes de la Primera Guerra Mundial? La cuestión de sus lecturas y saberes es menos tangencial de lo que puede parecer si recordamos lo que afirmó en su día Leopoldo Calvo-Sotelo, personaje también de vasta cultura y larga experiencia política: «El político no tiene que leer». La diferencia entre Solchaga y Calvo-Sotelo es que, frente a la limitada vocación política de este último, la del exministro socialista fue clara y rotunda, y le llevó a postularse para más altos empeños a medida que el escalafón gubernamental fue despejándose de adversarios o competidores. Así, cuando dimitió Guerra en 1991, acarició la idea de ocupar su lugar y cuando, un año después, murió Francisco Fernández Ordóñez, se ofreció para la cartera de Asuntos Exteriores. En este caso, su «falta evidente de entusiasmo monárquico», como él mismo reconoce, habría frustrado su nombramiento para un puesto que, según Felipe González, requería una estrecha colaboración con la Casa Real.
Por una cosa o por otra, siempre se encontró algún obstáculo, alguna fatalidad o algún rival inesperado que le impidieron alcanzar el protagonismo que creía merecer. Fue algo más que una secreta fantasía personal: en junio de 1992 recoge en su diario el rumor de que figura, junto a Narcís Serra y Javier Solana, en una hipotética terna de aspirantes a la sucesión de Felipe González. El ocaso del guerrismo, que, según Solchaga, «perdió prácticamente todo su poder entre 1994 y 1995», aumentó sus posibilidades de tener un papel determinante en el posfelipismo. Pero la falta de apoyos en el partido, y el relevo generacional que se produjo tras los intentos fallidos de Borrell y Almunia, lo dejaron sin opciones reales de continuar en el primer plano de la política española. Fue un digno exponente de una etapa histórica en la que abundaron políticos altamente cualificados que en pocos años pasaron, como Solchaga, de la extrema izquierda, en su caso del trotskismo, a una socialdemocracia bastante tibia. En él se da, sin embargo, una circunstancia singular: una vocación de corredor de fondo, de llanero solitario, que casa mal con su ambición política, forzosamente supeditada al aparato de su partido. Entre los cuadros y dirigentes socialistas nunca disfrutó de grandes simpatías y, llegado el momento, González tampoco le vio las hechuras necesarias para sucederle al frente de un PSOE que debía prepararse para una larga travesía del desierto. Tenía más condiciones para presidente del gobierno que para líder carismático. En todo caso, sus diarios serán a partir de ahora un testimonio insoslayable para conocer aquellos años de vino y rosas.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt