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jueves, 19 de abril de 2018

[A VUELAPLUMA] Sobre el ejercicio de la política como un vicio solitario





La publicación a finales del pasado año por la editorial Galaxia Gutenberg de Las cosas como son. Diarios de un político socialista (1980-1994), de Carlos Solchaga, da ocasión al profesor Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense y Visiting Senior Fellow en el IDEAS Centre de la London School of Economics, para realizar una interesante reseña en Revista de Libros de la publicación de Solchaga que merece la pena subir al blog.

Disponemos ya, comienza diciendo Juan Francisco Fuentes, de un buen número de memorias y diarios de la transición democrática y de los gobiernos socialistas presididos por Felipe González entre 1982 y 1996. A esta etapa corresponden, al menos en parte, las memorias de Alfonso Guerra, Joaquín Almunia, Fernando Morán, Julio Feo, Pablo Castellano, Pedro Solbes y Jorge Semprún, que escribió una amarga crónica de sus tres años como ministro de Cultura entre 1988 y 1991 (Federico Sánchez se despide de ustedes, 1993). Por su parte, José Bono recogió en el primer volumen de sus diarios (Les voy a contar), que arrancan en 1992, sus impresiones a vuelapluma sobre el final del felipismo y el tránsito al posfelipismo, en un proceso convulso y seguramente mal resuelto, cuyas consecuencias llegan hasta nuestros días. María Antonia Iglesias es autora, además, de una voluminosa obra, titulada La memoria recuperada. Lo que nunca han contado Felipe González y los dirigentes socialistas (2003), compuesta de entrevistas a los principales dirigentes del socialismo español, incluido Felipe González, cuyo testimonio en este libro es lo más parecido que nos quedará seguramente a unas memorias del principal protagonista de aquellos años.

Los diarios que acaba de publicar Carlos Solchaga, ministro de Industria entre 1982 y 1985, y de Economía y Hacienda entre 1985 y 1993, coinciden con los testimonios de Semprún y Almunia en ofrecer una imagen descarnada de la situación interna del PSOE en una etapa marcada por las disputas entre Alfonso Guerra y sus adversarios en el partido y en el gobierno. Si los métodos de Guerra gozaron durante años del apoyo de un nutrido grupo de incondicionales –«guerrismo es», dijo uno de ellos, «ganar las elecciones por mayoría absoluta»–, sus oponentes, conocidos en su momento como «renovadores», actuaron a menudo en orden disperso, sin la eficacia y la disciplina que caracterizaron al aparato guerrista en sus buenos tiempos. Esa dificultad de los adversarios de Guerra para formar un grupo tan cohesionado como el suyo se pone claramente de manifiesto en estos diarios, en los que afloran también, aquí y allá, las desavenencias que el autor mantuvo con potenciales aliados suyos en la lucha contra el guerrismo. De ahí que la liquidación del viejo aparato guerrista sin una alternativa sólida capaz de tomar el relevo produjera en la militancia una sensación de vacío de poder y desgobierno, agudizada cuando, en 1997, Felipe González anunció su renuncia a la dirección del partido.

A Carlos Solchaga no podrá reprochársele, desde luego, que esté poseído por un espíritu gregario o por una tendencia a capitanear grupos y banderías. Sólo el apoyo de González, su único pero poderoso valedor, explica su larga presencia en los gobiernos socialistas pese a sus malas relaciones con la dirección del PSOE y, sobre todo, de la UGT, que lo convirtió en su bestia negra. El título elegido, Las cosas como son, refleja esa fama de hombre soberbio que le crearon sus enemigos y con la que él se sintió siempre cómodo. Nada tiene de particular que el autor de unos diarios, memorias o autobiografía defienda a capa y espada su versión del pedazo de historia que le tocó vivir y, en parte, protagonizar. Para eso se escriben estos libros. Pero el título, en lo que tiene de declaración de intenciones, parece ir más allá de los códigos establecidos por el género y advertir al lector sobre el grado de autocrítica que puede esperar de estas páginas. El autor no es alguien dispuesto, por decirlo suavemente, a negociar «su verdad».

La extensa introducción que precede a estos diarios sirve para contextualizar esos catorce años de anotaciones cotidianas, que se inician en abril de 1980, cuando la renuncia de un diputado socialista por Álava convirtió a Solchaga en diputado de las Cortes elegidas en 1979, y terminan en junio de 1994, tras abandonar su escaño, meses después de salir del gobierno, al verse afectado indirectamente por alguno de los casos de corrupción que salieron a la luz pública en la agonía del felipismo. A lo largo de esos catorce años se sucedieron cuatro elecciones generales, tres presidentes del gobierno, un golpe de Estado, la entrada de España en la Comunidad Económica Europea, el referéndum de la OTAN, varias huelgas generales –una de ellas, la del 14-D, de gran impacto–, los fastos del año 1992 y, fuera de España, la caída del muro de Berlín y el fin de la Unión Soviética y de la Guerra Fría. Carlos Solchaga fue, sin duda, testigo cualificado de esa trascendental etapa histórica. Es interesante observar, sin embargo, cómo en sus diarios los problemas más inmediatos prevalecen sobre los cambios de más largo aliento, eclipsados por la vorágine diaria de la lucha política y de la acción de gobierno, como «esas batallas» con Guerra y los suyos a las que él mismo alude en la introducción y a las que dedica tal vez las páginas más jugosas del libro.

La importancia de esta cuestión obliga a interrogarse sobre la razón última del antagonismo feroz, permanente, casi cósmico, que mantuvieron Alfonso Guerra y sus oponentes en el PSOE. Hay una explicación genérica que remite a la naturaleza autodestructiva de los partidos y a la tendencia al canibalismo político que se atribuye a sus miembros. «¡Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros!», exclamó Pío Cabanillas en cierta ocasión para expresar la desazón que le producía la compañía de los suyos en un partido (UCD) que fue paradigma, y finalmente víctima, de ese síndrome cainita. El PSOE no ha llegado a esos extremos, pero en su larga historia ha dejado también momentos memorables de divisiones internas y enfrentamientos personales que habrían de tener graves consecuencias. El que protagonizaron Francisco Largo Caballero e Indalecio Prieto condujo, según la exagerada opinión de Salvador de Madariaga, nada menos que a la Guerra Civil. Cabe preguntarse en qué medida la lucha entre caballeristas y prietistas sirve como precedente para entender lo ocurrido en los años ochenta y noventa, según un elemental paralelismo que convertiría al guerrismo en ala izquierda del partido, una especie de caballerismo redivivo, y a Solchaga y su entorno en la encarnación de aquel socialismo liberal representado en su día por Prieto. La analogía es tentadora, pero tiene una utilidad muy limitada, y acaso engañosa, para entender el enfrentamiento Guerra-Solchaga, verdadero choque de egos en el que la posición ideológica de cada cual tuvo una importancia secundaria. No parece, en efecto, que el eje derecha/izquierda aclare mucho las cosas. El papel que Guerra desempeñó en el referéndum de la OTAN y en el conflicto con la UGT o sus excelentes relaciones con la Corona –al contrario que Solchaga– obligan a relativizar su imagen como guardián de las esencias del socialismo español. La polarización política del PSOE en los años del felipismo se entiende mejor a partir de un eje populismo/elitismo (o tecnocracia, si se prefiere) que explicaría, por ejemplo, la «grave disputa» que, en palabras del autor, se produjo entre ellos en un consejo de ministros celebrado en junio de 1983, apenas seis meses después de la victoria socialista, a cuenta de una compra de acciones de CAMPSA por el Estado: «Su ignorancia es de tal magnitud ‒afirma al consignar en su diario aquel encontronazo con Alfonso Guerra‒ que no tengo paciencia para entrar en mayores explicaciones». «Tanto su pose de intelectual como su populismo de izquierdas», dirá cinco años después, tras la incorporación de Semprún al ejecutivo, «no le duran a Semprún ni un asalto». Guerra, por su parte, utilizó las conexiones de Miguel Boyer y Carlos Solchaga con una cierta elite financiera, conocida como beautiful people, para desacreditarles ante la opinión pública y la militancia socialista.

En diciembre de 1982, recién formado el primer gobierno de Felipe González, Solchaga se hace eco ya de las andanzas de ese grupo de amigos de Claudio Boada «a los que de manera más bien desafortunada la prensa llama “beautiful people”». La frase, que figura entre paréntesis, podría haber sido incorporada al original mucho después, tal vez al preparar la edición del libro, como un inciso destinado a poner al lector en antecedentes de un fenómeno llamado a tener enorme trascendencia. Ocurre que, según los archivos digitales de ABC y La Vanguardia, la expresión no empezó a ser utilizada con ese sentido hasta cuatro o cinco años después, por lo que parece poco probable que, ya en diciembre de 1982, Solchaga la recogiera en su diario. Hay otras frases o expresiones manifiestamente anacrónicas: en abril de 1983, octubre de 1984 y febrero de 1986 alude al «PP», entonces AP (Alianza Popular), cuyo cambio de nombre no se produjo hasta 1989, y en octubre de 1988 se refiere a Erich Honecker como «último presidente de la República Democrática de Alemania». Naturalmente, en aquel momento era imposible saber que el fin de la RDA convertiría a Honecker en el último (en realidad, penúltimo) presidente de su historia. Más allá de estos casos fácilmente detectables, resulta aventurado determinar hasta dónde llegan los posibles retoques introducidos a posteriori en el manuscrito original y hasta qué punto afectan a cuestiones sustanciales del texto, como ciertas apreciaciones tempranas sobre cosas (la corrupción, por ejemplo) y personas (como Ricardo García Damborenea) que darían mucho que hablar.

Aunque se trata de un testimonio de carácter político, con escasas referencias a la vida personal, el autor esboza en él un autorretrato probablemente bastante fiel al original. Hombre inteligente y culto, con tendencia a la misantropía, representa a una generación de servidores públicos con una preparación, unas inquietudes y unas lecturas que hoy en día serían inimaginables en la mayoría de los políticos en el poder o en la oposición. De la variedad y enjundia de sus aficiones literarias sirve de muestra la lista de los autores que amenizaron sus vacaciones en 1982: Canetti, Döblin, Torrente Ballester, Sciascia, Le Carré, Asimov y Galdós. Si estas lecturas veraniegas dan la medida de su bagaje cultural, se entiende que la visita del ministro de Economía alemán, Otto Lambsdorff, en marzo de 1984, le llevara a hacerse esta acuciante pregunta: ¿sería este Lambsdorff descendiente del conde del mismo nombre que fue ministro de Asuntos Exteriores de la Rusia zarista antes de la Primera Guerra Mundial? La cuestión de sus lecturas y saberes es menos tangencial de lo que puede parecer si recordamos lo que afirmó en su día Leopoldo Calvo-Sotelo, personaje también de vasta cultura y larga experiencia política: «El político no tiene que leer». La diferencia entre Solchaga y Calvo-Sotelo es que, frente a la limitada vocación política de este último, la del exministro socialista fue clara y rotunda, y le llevó a postularse para más altos empeños a medida que el escalafón gubernamental fue despejándose de adversarios o competidores. Así, cuando dimitió Guerra en 1991, acarició la idea de ocupar su lugar y cuando, un año después, murió Francisco Fernández Ordóñez, se ofreció para la cartera de Asuntos Exteriores. En este caso, su «falta evidente de entusiasmo monárquico», como él mismo reconoce, habría frustrado su nombramiento para un puesto que, según Felipe González, requería una estrecha colaboración con la Casa Real.

Por una cosa o por otra, siempre se encontró algún obstáculo, alguna fatalidad o algún rival inesperado que le impidieron alcanzar el protagonismo que creía merecer. Fue algo más que una secreta fantasía personal: en junio de 1992 recoge en su diario el rumor de que figura, junto a Narcís Serra y Javier Solana, en una hipotética terna de aspirantes a la sucesión de Felipe González. El ocaso del guerrismo, que, según Solchaga, «perdió prácticamente todo su poder entre 1994 y 1995», aumentó sus posibilidades de tener un papel determinante en el posfelipismo. Pero la falta de apoyos en el partido, y el relevo generacional que se produjo tras los intentos fallidos de Borrell y Almunia, lo dejaron sin opciones reales de continuar en el primer plano de la política española. Fue un digno exponente de una etapa histórica en la que abundaron políticos altamente cualificados que en pocos años pasaron, como Solchaga, de la extrema izquierda, en su caso del trotskismo, a una socialdemocracia bastante tibia. En él se da, sin embargo, una circunstancia singular: una vocación de corredor de fondo, de llanero solitario, que casa mal con su ambición política, forzosamente supeditada al aparato de su partido. Entre los cuadros y dirigentes socialistas nunca disfrutó de grandes simpatías y, llegado el momento, González tampoco le vio las hechuras necesarias para sucederle al frente de un PSOE que debía prepararse para una larga travesía del desierto. Tenía más condiciones para presidente del gobierno que para líder carismático. En todo caso, sus diarios serán a partir de ahora un testimonio insoslayable para conocer aquellos años de vino y rosas.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 17 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] ¿Paz por territorio? ¿También en Cataluña?





Para salir del bucle nihilista en el que estamos hace falta restablecer toda la presencia del Estado que sea compatible con una autonomía y una Constitución reformadas. No hay que dar otro paso atrás y ceder a la presión independentista, escribe en el diario El País el profesor Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid.

Paz por territorios fue la fórmula acuñada por la Conferencia de Paz celebrada en Madrid en octubre de 1991 para encauzar el problema palestino mediante una transacción que parecía razonable: los palestinos renunciaban a la destrucción del Estado de Israel y este cedía una parte de su territorio para que sus adversarios pudieran disponer de una administración propia. A simple vista, la aplicación del caso palestino al problema catalán no hace más que confundir las cosas, más aún que otras analogías al uso, como el paralelismo con Quebec o con Escocia. Ni hay un problema de ocupación por la fuerza, ni —de momento— un conflicto entre comunidades enfrentadas, ni es fácil identificar al soberanismo catalán con uno de los bandos en litigio en el problema de Oriente Próximo. Al contrario, en ese magma heterogéneo que es el independentismo se puede reconocer un sector prosionista, vinculado al catalanismo histórico, y otro propalestino en la CUP. El símil, sin embargo, tiene alguna utilidad para intentar dar una respuesta a las dos grandes preguntas que plantea la crisis institucional en Cataluña: cómo hemos llegado a esto y cómo podríamos salir de aquí.

El modelo autonómico establecido por la Transición supuso en parte el regreso a la fórmula ensayada por la Segunda República. El nacionalismo catalán, representado entonces por Esquerra Republicana, abdicaba de la independencia y el Estado aceptaba reducir su presencia en Cataluña al ceder a las instituciones autonómicas buena parte de sus competencias. El nacionalismo ofrecía la paz al Estado, abandonando cualquier pretensión secesionista, y este renunciaba a ejercer como tal en aquella parte del territorio nacional. Paz por territorios. No se puede decir que el experimento de la Segunda República colmara las esperanzas que sus dirigentes depositaron en el Estatuto de Autonomía de 1932. Dos años después de su aprobación, la Generalitat se sublevaba contra un Gobierno republicano que cumplía todas las formalidades constitucionales. Ya en la Guerra Civil, Manuel Azaña señaló la necesidad imperiosa de que la República recuperara las competencias que había perdido en Cataluña por la deslealtad y la política de hechos consumados del Gobierno de Companys. Así lo declaró Azaña ante el presidente Negrín y sus ministros en mayo de 1937: “Les dije que el Gobierno estaba obligado a trazarse con urgencia una política catalana, que no puede ser la de inhibirse y abandonarlo todo. (…) El Gobierno debe restablecer en Cataluña su autoridad en todo lo que le compete”.

El pacto de la Transición se inspiró en gran medida en eso que el propio Azaña llamó “la musa del escarmiento”, la voluntad de no incurrir en viejos errores que podían tener las mismas consecuencias que en los años treinta. Los pocos representantes activos de la generación de la República, como Tarradellas, lo entendieron perfectamente: “Mai mès un trenta-quatre” (“nunca más un 34”). El procedimiento empleado por la Segunda República para resolver el problema catalán tenía esta vez a su favor el efecto pedagógico de la musa del escarmiento y el convencimiento de que las dos partes respetarían un principio no escrito del pacto estatutario, que podría expresarse mediante la fórmula paz por territorios. El nacionalismo catalán renunciaba a su programa máximo —la independencia— y el Estado a estar presente en los ámbitos fundamentales de la vida pública catalana. Ocurrió, sin embargo, que la solución autonómica creaba una dinámica expansiva difícil de contener y que, pasado cierto tiempo, las nuevas generaciones nacionalistas se sintieron desligadas del pacto fundacional de la autonomía catalana. De esta forma, el repliegue del Estado, en vez de servir de garantía a la vigencia del pacto, fue una tentación constante a su incumplimiento. Sólo un impensable alarde de lealtad por parte del nacionalismo y su renuncia voluntaria a más altos empeños podían impedir la ruptura del marco estatutario, porque el Estado carecía de capacidad de coacción o hacía dejación de ella para no irritar al catalanismo, a menudo, necesario para contar con mayoría en las Cortes. No era sólo la ausencia de instituciones que no tenían competencias que ejercer en el territorio catalán, sino su falta de autoridad para hacer cumplir la ley y las sentencias judiciales. Frente a un Estado en retirada emergía una Administración autonómica que se jactaba, con razón, de estar creando unas “estructuras de Estado”. Cuando se elaboró el segundo Estatuto, su principal artífice, Pasqual Maragall, anunció que, tras su aprobación, el Estado tendría una presencia “marginal” en Cataluña. No se podía decir más claro.

Era cuestión de tiempo que el orden constitucional quedara reducido a la impotencia y fuera sustituido por una estructura de poder alternativa desarrollada por las instituciones autonómicas y sustentada en una formidable capacidad de movilización propia de un régimen totalitario, reforzada por un movimiento populista de apariencia asamblearia. Esa multiplicidad de impulsos, desde arriba y desde abajo, explica la sorprendente disfuncionalidad de la declarada y suspendida República catalana, mitad ácrata, mitad totalitaria, business friendly y anticapitalista al mismo tiempo, incapaz en todo caso de crear un marco de convivencia estable y pacífico ni siquiera para la Cataluña independentista. Se entiende que ante la perspectiva de vivir bajo ese proyecto de Estado fallido el mundo empresarial esté buscando amparo en territorios más seguros.

Poco importa a estas alturas si todo respondió a un plan preconcebido o ha sido fruto de una inercia natural del nacionalismo, que se encontró el campo despejado para hacer realidad sus ensoñaciones identitarias. El hecho es que la transacción paz por territorios nos ha traído adonde estamos. El Estado cumplió su parte al abandonar virtualmente el territorio catalán, fiándolo todo a la buena fe del nacionalismo, que aprovechó ese vacío para hacer de la autonomía un Estado embrionario, a punto de ver la luz tras una larga gestación.

Los últimos acontecimientos han puesto de manifiesto el agotamiento del pacto autonómico en Cataluña según se concibió en la Transición, como una renuncia al programa máximo de cada parte. La retirada del Estado ha alimentado el irredentismo en vez de apaciguarlo. Si hay una forma de salir del bucle nihilista al que se ha llegado en Cataluña es restableciendo toda la presencia del Estado que sea compatible con una autonomía y una Constitución reformadas. Por el contrario, conviene evitar la tentación de dar un nuevo paso atrás y ceder a la presión independentista, porque ese intento de apaciguamiento, en vez de traernos la paz, aunque fuera una paz deshonrosa, nos situaría ante una nueva exigencia: esta vez, los países catalanes. Y de esta forma, al final, no tendríamos ni paz ni territorio.




Dibujo de Eulogia Merle para El País



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lunes, 31 de octubre de 2016

[Historia] Los socialistas, la democracia y la monarquía



La diosa Clío, musa de la historia


Para cuando ustedes lean esta entrada en Desde el trópico de Cáncer, Mariano Rajoy, del partido popular, ya habrá sido investido como presidente del gobierno de España por el Congreso, gracias a la abstención de 68 diputados del partido socialista. Yo hubiera preferido otro presidente del gobierno para mi país, pero es lo que hay. 

Aunque me defino de izquierdas y socialdemócrata, y por tanto no marxista, no estoy afiliado a ningún partido. La mayor parte de mis amigos se declaran de izquierdas, muchos socialistas, y algunos, menos, votantes de Podemos. Por respeto a ellos, a los primeros, no he querido intervenir en exceso en la polémica que ha sacudido hasta los cimientos a los afiliados, votantes y simpatizantes del partido socialista. Pero me duele la polémica porque creo que se han formulados juicios precipitados sobre la misma. Creo que se equivocan muchos de sus afiliados, votantes y simpatizantes cuando piensan que lo que han hecho los diputados del partido socialista al abstenerse es una traición a sus principios; creo que se equivocan cuando piensan que la ideología y los principios del socialismo deben estar por encima de los principios de la democracia; creo que se equivocan cuando piensan que hay otras formas de democracia distintas y mejores que la representativa; y creo que se equivocan cuando piensan que la Transición fue un enorme engaño en el que cayeron, como imbéciles, los dirigentes socialistas de aquel entonces. No; creo honestamente que se equivocan los que así piensan, porque tanto los diputados socialistas de 1978, con Felipe González a la cabeza, como los 68 diputados socialistas de octubre de 2016, han antepuesto los intereses de todos los españoles y de una democracia que acoja a todos ellos, sean estos de derechas o de izquierdas, al triunfo improbable y siempre parcial de sus propios intereses como partido. Y creo que se equivocan también aquellos socialistas que enarbolan como propia, con honestidad no exenta de nostalgia pero también con ignorancia, la bandera tricolor de la II República, rechazando como ajena la que lo es de todos desde hace más de 250 años. La bandera tricolor es el símbolo de una democracia perdida y añorada, pero que nunca lo fue; porque no la dejaron, sí, pero porque tampoco supo ser la de todos y para todos por desgracia para los españoles.

Ese mismo reconocimiento a los socialistas de 1978 lo hago extensivo también con todo merecimiento al partido comunista español y a sus dirigentes de aquel momento histórico, y a su secretario general Santiago Carrillo. Que fuera oportunismo su gesto de aceptación de la monarquía y la bandera de todos, se me escapa. Pero fue un gesto que hizo posible el inicio de la paz y la reconciliación de los españoles de buena fe, y de una verdadera democracia por vez primera en toda nuestra historia. Paz y reconciliación que 38 años después algunos, no de tan buena fe como cabría esperar, se empeñan en negar, desde la derecha y desde la izquierda. 

Ignoro si mis palabras anteriores van a molestar a algunos lectores habituales del blog y desilusionar a algunos amigos. Lo siento. Por ellos, y por mí sobre todo, porque nunca he antepuesto mis ideas políticas a mi relación con las personas, y menos aún con mis amigos. Pero algunas veces, aunque, no soy de los que creen eso de que la verdad nos hace siempre libres, conviene decir lo que uno piensa para que otros no crean eso que dicen también de que el que calla otorga.

Les pido perdón por este largo excurso porque la verdad es que el motivo de esta entrada no era hablar de la elección de Mariano Rajoy como presidente del gobierno sino de un libro recientemente publicado sobre la interesante y complicada historia del socialismo español con la democracia y la monarquía (y la república).

Manuel Álvarez Tardío, profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Rey Juan Carlos, autor de Anticlericalismo y libertad de conciencia. Política y religión en la Segunda República Española (1931-1936) (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002); El camino a la democracia en España. 1931 y 1978 (Madrid, Gota a gota, 2005); y, con Roberto Villa García, El precio de la exclusión. La política durante la Segunda República (Madrid, Encuentro, 2010), publicaba hace unos días en Revista de Libros un artículo titulado "Los socialistas y la monarquía", reseñando el reciente libro del también historiador Juan Francisco Fuentes, titulado Con el rey y contra el rey. Los socialistas y la monarquía. de la Restauración canovista a la abdicación de Juan Carlos I (1879-2014) (Madrid, La Esfera de los Libros, 2016)

Muy pocos días después del golpe de los bolcheviques en Rusia, señala el profesor Álvarez Tardío, en plena Guerra Mundial, "El Socialista" reconocía abiertamente en su editorial el «asombro y dolor» por una acción que podía poner en peligro la victoria de los aliados. Pero había también algo más en esas reservas. Varios meses más tarde, Pablo Iglesias mantenía una posición de abierta discrepancia, calificando lo de los bolcheviques como una «perturbación». A la vez, justificaba la huelga general apoyada por los socialistas españoles en 1917 y señalaba que entre los objetivos de esa acción estaba conseguir una república en la que las organizaciones obreras fueran influyentes. Quedaban por delante meses de profundas discusiones y congresos extraordinarios hasta la derrota de los terceristas y la consumación de la escisión comunista. Eran los años, además, de la crisis de la Monarquía de la Restauración, en los que los socialistas españoles se enfrentaban a problemas domésticos decisivos para su futuro. Por entonces, pese a sus más de treinta años de vida, no eran ni de lejos el grupo de gran afiliación e influencia que llegarían a ser a partir de 1931. Su capacidad para competir con éxito en las elecciones y consolidar un partido que les permitiera ser un factor de peso en la redefinición constitucional del régimen de 1876 venía dado no tanto por los posibles obstáculos que impedían la democratización de la monarquía, como por una evidente y paralizante ortodoxia marxista, en virtud de la cual buena parte de la elite socialista seguía instalada en posiciones ambiguas y radicales que no contribuían a desterrar el lenguaje de la dictadura del proletariado y la lucha de clases en beneficio del de los derechos individuales y el reformismo parlamentario. Si ya hacía casi veinte años que Eduard Bernstein había explicado a sus compañeros alemanes que el socialismo no era un punto de llegada, sino un camino, y que si la libertad y la dignidad del individuo se subordinaban a la revolución el resultado no podía ser otro que una nueva forma de tiranía de partido, en la mayoría de los socialistas españoles esas reflexiones no habían calado. Actuaban con cierta prudencia en beneficio de la estabilidad de su organización, y tanto por ese pragmatismo como porque advirtieron que la dictadura del proletariado de Lenin era la dictadura del partido bolchevique, se mantuvieron a cierta distancia del aventurismo revolucionario.

Por eso, dice más adelante, en parte, reaccionaron como lo hicieron cuando, en septiembre de 1923, un golpe de Estado acabó con el orden constitucional, es decir, no secundaron ninguna acción de movilización y protesta y esperaron a ver venir los acontecimientos. Porque su línea de acción hasta finales de 1930 puede definirse como la de un conservadurismo notable de la organización, no incompatible, antes al contrario, con una ortodoxia marxista totalmente ajena al revisionismo bernsteiniano y, por tanto, basada en la idea de que no había, para ellos, motivo alguno para preferir instituciones liberal-constitucionales antes que cualesquiera otras mientras el orden socioeconómico y, por tanto, la lucha de clases estuvieran vigentes. Pablo Iglesias había hablado de República en 1918 y seguiría hablando de dictadura del proletariado. Pero el rasgo fundamental que caracterizaba a los socialistas españoles antes de 1930, y que explica su reacción acomodaticia con la dictadura de Primo de Rivera, no consistía en situarse, primero y por encima de todo, en el debate entre libertad y despotismo, sino en considerar ese debate una preocupación pequeñoburguesa que podía distraerles en el camino de la consolidación de su organización sindical y en la preparación del terreno para la inexcusable, aunque ciertamente imprecisa y siempre inalcanzable, revolución social. Así las cosas, la monarquía, el parlamento, las elecciones y, más globalmente, las instituciones del Estado de derecho, eran asuntos con los que relacionarse de forma problemática e imprecisa, advirtiendo en última instancia que todo eso no formaba parte de su camino y de sus preocupaciones, si bien puntualmente podían dedicarle alguna atención. Monarquía o república eran cuestiones accidentales, hasta el punto de que monarquía seguía siendo España cuando ellos colaboraron con la dictadura de Primo de Rivera.

Y esa percepción, sigue diciendo, sólo cambió cuando se decidieron a apoyar el movimiento republicano en 1930 y se encontraron, literalmente de la noche a la mañana, en abril de 1931, con que podían profundizar en la línea iniciada en los años previos y utilizar el poder, ahora republicano, para consolidar su posición sindical y modificar más profundamente las normas del mercado laboral y el campo educativo como paso previo a transformaciones más profundas. No formaban un bloque monolítico y existían, obviamente, diversas corrientes internas y liderazgos que rivalizaban entre sí provocando fuertes tensiones internas. Pero la etiqueta del accidentalismo era, probablemente, lo que mejor casaba con la trayectoria del socialismo español desde principios de siglo hasta el tiempo de la Segunda República. Porque, como se demostró con la llegada de esta última, lo relevante, para ellos, no era en absoluto la conciliación de la teoría liberal del Derecho con una postura de socialismo reformista –el sector que más se acercaba a esa posición nunca fue muy fuerte–; no, dentro de objetivos sindicales y políticos muy concretos, articulados de forma imprecisa en torno al lenguaje de la revolución, república o monarquía eran cuestiones accidentales en un camino en el que lo importante era derribar obstáculos tradicionales y afianzar la organización: claro está que a costa de anarquistas y católicos. No en vano, cuando empezó el debate constituyente de la república, los socialistas no sólo carecían de una propuesta concreta para articular institucionalmente la división de poderes, sino que su mayor preocupación, como reconoció abiertamente su jurista de cabecera, Luis Jiménez de Asúa, era hacer o no hacer una Constitución de partido. Es decir, la república como entramado institucional al servicio de la libertad individual, el pluralismo y la competencia pacífica por el poder no era una convicción socialista, ni siquiera una preocupación prioritaria. La república importaba como entramado de poder al servicio de conquistas concretas y progresivas que permitieran, bajo la etiqueta de reformas, justificar su colaboración.

Cuarenta y seis años más tarde, en 1977, continúa diciendo, no sólo habían cambiado las elites del socialismo español, sino que también lo habían hecho las circunstancias nacionales e internacionales. Había pasado, además, mucho tiempo, el suficiente para reflexionar a fondo sobre el papel del PSOE en la política de los años treinta y encajar, incluso, algo de autocrítica respecto de la quiebra de la democracia y el transcurso de la Guerra Civil. Pero lo más importante, por lo que se refiere a la inminente conciliación de socialismo, democracia representativa y monarquía, residía en una audaz apuesta de una nueva elite que comprendió dónde había estado buena parte del problema de su partido antes de 1936. Lo expresó muy bien el socialista Gregorio Peces-Barba en un artículo publicado en la revista Sistema en abril de 1977, cuando escribió sobre los impedimentos que habían «retrasado la existencia de una teoría socialista del Derecho y del Estado» que fuera ¡nada menos! que «integradora de la teoría liberal democrática». Los impedimentos no eran otros que las raíces de la ortodoxia marxista que había acompañado a los socialistas desde los tiempos de Pablo Iglesias: la llamada «determinación de la superestructura, y dentro de ella del Derecho y del Estado por la infraestructura de las relaciones de producción, de una manera simplista y mecánica y la progresiva desaparición del Derecho y del Estado en la sociedad socialista». Todas esas «barreras para la reflexión» de las que hablaba Peces-Barba eran, en realidad, las barreras intrínsecas al marxismo socialista que habían impedido, tanto en tiempos de la monarquía de Alfonso XIII como en el de la Segunda República, colocar al PSOE en una posición que sí adoptaría en 1978: aquella desde la que la «perspectiva liberal democrática» no era el enemigo a derrotar, sino el elemento a integrar en una reformulación del socialismo en la que quedara claro que el Estado de derecho y la protección jurídica de los derechos individuales no podían ser elementos irrelevantes en una discusión ideológica que primara elementos «tan inmaduros y tan toscos como el de dictadura del proletariado». De este modo, los dirigentes socialistas iban a desembocar en el trascendental debate constituyente desde una posición para la que la monarquía no tenía por qué ser un obstáculo, sino todo lo contrario, en el proceso de construcción de un Estado nuevo que podía y debía integrar elementos de una teoría del Derecho socialista a partir de la «continuidad dialéctica», que no del enfrentamiento estéril, entre lo que Peces-Barba llamaba «liberalismo-democracia y socialismo».

Cómo pudo llevarse a cabo ese tránsito, señala, entre un socialismo accidentalista que abrazó la Segunda República como oportunidad de transformación radical del país en el marco de un régimen acaparado por las izquierdas, hasta un socialismo democrático que, sin dejar de ser accidentalista, se aferró a la monarquía «de todos los españoles» para construir un Estado de derecho que era antes liberal que socialista, pero que abría enormes oportunidades de transformación social y económica, es una de las historias más fascinantes de la compleja evolución de la política española en el siglo XX. Y esa historia es la que ha contado y analizado Juan Francisco Fuentes en su último libro: Con el rey y contra el rey. Los socialistas y la monarquía, bien editado por La Esfera de los Libros.

Fuentes es uno de los mejores historiadores de la política española del siglo XX, dice más adelante, como ha demostrado ya con varios títulos, entre los que destaca la sobresaliente biografía de Adolfo Suárez. Además, su buen conocimiento del socialismo español –publicó también una biografía de Largo Caballero– y, en general, de la complejidad de la evolución institucional de nuestro país, son credenciales más que suficientes para abordar una cuestión tan espinosa como una historia del socialismo español en sus más de ciento treinta años de vida. Porque el libro Con el rey y contra el rey no es solamente una narración de la relación entre el partido de Pablo Iglesias y la monarquía, sino un intento de explicar las claves de una evolución cargada de paradojas y no pocos sinsentidos entre los socialistas, la revolución y la democracia.

Uno de los méritos indudables del trabajo que ha realizado Fuentes, añade, es que no renuncia a plantear ninguno de los problemas que han jalonado la larguísima trayectoria del socialismo español. Con todo, si bien el libro aborda en sus comienzos la mala relación del PSOE con la monarquía de la Restauración, el grueso del mismo está centrado en la evolución de los socialistas tras la Guerra Civil y su incuestionable e importante contribución a la construcción de una democracia inclusiva (ahora sí) a partir de 1977. Como explica Fuentes, «la república nunca fue una prioridad para los padres fundadores del PSOE» (p. 425). Se comprende peor por qué, manteniendo vigente la lógica del análisis marxista, dejaron de considerar que era una «falsa ilusión» y se comprometieron con la República de 1931. Pero, como señala Fuentes, lo indiscutible (si bien casi desconocido por las elites del socialismo de la era pos-Rodríguez Zapatero) es que lo de los años treinta fue «una mala experiencia», y no sólo por la guerra. Sin esta consideración no se entiende, como ha explicado el autor, que durante los años del exilio fuera fraguándose una autocrítica y un balance del tiempo pasado que, sumado al cambio de contexto social, económico e internacional, preparó a los socialistas para convertirse en protagonistas de una democratización que, como pedía Peces-Barba, no aspiraba a demoler, sino a integrar una teoría del Derecho liberal. El porqué no siguió siendo un obstáculo la monarquía fue, como explica Fuentes, primero por el hecho de que los socialistas ya se habían acostumbrado a negociar con monárquicos para acabar con Franco antes de 1975, pero, sobre todo, porque Felipe González y otros altos dirigentes socialistas de la Transición comprendieron algunas lecciones centrales del pasado y, a diferencia de la experiencia de los años treinta, no permanecieron presos de las trampas que se derivaban de sus obsesiones ideológicas. Así, comprendieron que si la monarquía contribuía a una «ruptura» constitucional pactada e integradora, no cabía sino darle la bienvenida. Es verdad que no fue un camino fácil y el libro de Fuentes demuestra que no siempre la aceptación de la monarquía llegó con una sólida reflexión histórica y teórica, sino por pura contemporización y cálculo de intereses. Pero esta vez, al menos, el pragmatismo y el accidentalismo contribuyeron a una posición política basada en la weberiana ética de la responsabilidad.

Pero el libro de Fuentes no acaba ahí, concluye diciendo. Buena parte de su valor reside, además, en que el lector encontrará otras doscientas páginas más, después del análisis de la transición a la democracia, sobre la evolución de los socialistas en la monarquía parlamentaria desde 1979 hasta hoy. Páginas en las que se formulan algunas respuestas a preguntas de tanta actualidad como son la relación entre los presidentes del gobierno y el titular de la Corona o la verdadera dimensión del papel del rey en la política exterior. Lo cierto, en todo caso, es que buena parte de esa larga historia lo es de liderazgos o de su ausencia, y también, por tanto, de relaciones personales, sin las que no se entiende no ya el binomio socialismo-monarquía, sino la relación entre el PSOE y la democracia representativa. Hace bien Fuentes en concluir citando unas palabras pronunciadas por Felipe González a mediados de 2014 y que reflejan buena parte del problema, a la vez que solución, de la cuestión socialismo-monarquía en la España del siglo XX: «Mis compañeros se confunden al decir que los socialistas siempre hemos sido republicanos. No es así. Éramos accidentalistas».



Manifestación republicana



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 26 de septiembre de 2016

[Pensamiento] Los intelectuales descarriados



La acrópolis ateniense, cuna de Occidente

Del libro La desfachatez intelectual. Escritores e intelectuales ante la política (Los Libros de la Catarata Madrid, 2016), de Ignacio Sánchez-Cuenca, se ha hablado y escrito profusamente en lo que va de año en prensa y sobre todo en las redes sociales en las que he participado modestamente, en mi caso, bastante críticamente con el libro y no tanto con su autor. Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid, hace una crítica de ambos, de libro y de autor, en un enjundioso artículo del último número de Revista de Libros que no me resisto a subir hasta el blog.

Desde que los intelectuales hicieron su aparición en el mundo moderno, comienza diciendo, han abundado las críticas a su protagonismo en la vida pública desempeñando funciones y asumiendo una representación que, según sus detractores, nadie les había otorgado. La mayor parte de esas críticas procede de autores conservadores que han denunciado la propensión de los intelectuales a militar en la izquierda, cuando no en la extrema izquierda, y a ejercer su función crítica a partir de un doble rasero que a menudo comportaba una doble moral, bien patente en su disposición a justificar las atrocidades de los suyos. Ejemplo de esta literatura de denuncia sería el libro de Raymond Aron El opio de los intelectuales (1955), sobre su adicción al marxismo durante la Guerra Fría, y, más recientemente, Intellectuals (1988), del escritor británico Paul Johnson. Pero tampoco han faltado quienes, desde la izquierda, hayan criticado algunos rasgos característicos del gremio, como su falta de sentido de la realidad y su oportunismo. Julien Benda les dedicó su célebre La trahison des clercs (1927), dirigido en particular contra Charles Maurras y Maurice Barrès, y, en nuestro país, Indalecio Prieto llegó a lamentar el trato de favor que les dispensó la Segunda República, repartiendo prebendas entre ellos y metiéndolos con calzador en las candidaturas electorales de la izquierda. «¡Cómo se lo pagaron!», exclamará al recordar que algunos estuvieron en el origen de Falange y otros acabaron apoyando la sublevación militar.

Todo empezó a finales del siglo XIX, continúa diciendo, cuando surgió en Francia y España, con una sorprendente sincronización, el nuevo sustantivo intelectual, que Miguel de Unamuno utilizó, acaso por primera vez en español, en una carta a Cánovas del Castillo fechada en noviembre de 1896 a propósito de los llamados procesos de Montjuïc, que concluyeron con varias penas de muerte a presuntos terroristas. En Francia, el sustantivo adquirió carta de naturaleza tras la intervención de Émile Zola con su célebre J’accuse, publicado en enero de 1898, en la polémica por el affaire Dreyfus, que plantea similitudes de fondo y forma con los procesos de Montjuïc en España. El llamativo paralelismo en la aparición del término a uno y otro lado de los Pirineos sugiere la existencia de un sustrato histórico común, propicio al protagonismo de los intelectuales, generalmente a través de la prensa, como contrapeso a los poderes públicos. El fenómeno podría hacerse extensivo al resto de la Europa mediterránea y a la Rusia zarista, donde, a mediados del siglo XIX, surgió la voz intelligentsia para definir, en palabras de Isaiah Berlin, una suerte de «sacerdocio secular» imbuido de una idea de redención colectiva que con el tiempo definiría el papel del intelectual en el siglo XX, no en vano calificado como «el siglo de los intelectuales».

«No sé nada de eso. Yo no soy un intelectual, soy un escritor», contestó Graham Greene al requerirle un periodista su opinión sobre Alexis de Tocqueville. La respuesta del novelista británico, añade, es un caso de modestia poco frecuente entre los de su profesión y un recordatorio de la diferencia que, pese a todo, subsiste entre el escritor y el intelectual, sobre todo en el mundo anglosajón. El libro que acaba de publicar Ignacio Sánchez-Cuenca mantiene, como se aprecia en el subtítulo, la distinción entre estas dos figuras y carga las tintas principalmente contra los escritores, carentes en la mayoría de los casos de preparación para opinar sobre los grandes temas de la actualidad, pero provistos de poderosas tribunas mediáticas que les permiten comunicar sus ocurrencias a una ciudadanía indefensa. No son verdaderos intelectuales, nos dice el autor, sino meros literatos que actúan y opinan con la arrogancia propia del «macho discursivo» que llevan dentro.

La mayoría de ellos han asumido en los últimos años posiciones muy activas en el debate político español, en un sentido contrario a las inquietudes y simpatías de Sánchez-Cuenca, conocido en su día por su pertenencia al círculo intelectual del socialismo zapaterista, continúa más adelante. El índice onomástico permite graduar la importancia que otorga a estos «figurones con egos inflados» contra los que va dirigido el libro. Ordenados de más a menos, según el número de páginas en que aparecen, el ranking de los diez primeros sería el siguiente: Fernando Savater (31 páginas), Antonio Muñoz Molina (30), Félix de Azúa (22), Mario Vargas Llosa (14), Javier Cercas (12), Jon Juaristi (12), César Molinas (11), Luis Garicano (9), Javier Marías (9) y Arcadi Espada (5). A partir de esta lista, puede establecerse un retrato-robot del tipo de escritor que sufre las iras de Sánchez-Cuenca. Predominan los novelistas, pero hay también profesores de universidad y economistas, acusados no de diletantismo, como los demás, sino de practicar un rancio arbitrismo en su diagnóstico de los males de la patria y en sus propuestas de regeneración. Salvo estas pocas excepciones, se trata sobre todo de renombrados escritores que utilizarían sus columnas de opinión en la prensa como puertas giratorias entre la realidad y la ficción. Esa condición de literato entrometido y sabelotodo es una razón de peso para figurar en la lista negra de Sánchez-Cuenca, pero no la única ni la más importante. Hay otros dos factores que, en diverso grado, determinan su adscripción al lado oscuro: su evolución a lo largo de los años de la extrema izquierda a una izquierda establecida, e incluso a la derecha neocon, y su actitud crítica hacia los nacionalismos vasco y catalán. Al menos en la mitad de los casos citados, podría añadirse su vinculación al periódico El País.

«El fenómeno de la derechización, señala que afirma Sánchez-Cuenca, es especialmente agudo entre intelectuales que hoy tienen más de sesenta años». Y lo ilustra con una larga nómina de escritores, profesores y periodistas cuyos nombres aparecen acompañados de las organizaciones en que militaron en su juventud, desde el PCE hasta ETA, pasando por el GRAPO. Hay amplios y jugosos extractos también de lo que decían entonces sobre ETA y su entorno intelectuales que con el tiempo asumieron posiciones intransigentes no sólo ante el nacionalismo radical, sino en contra de los nacionalistas de toda condición y de quienes, sin serlo, han buscado una solución pactada al problema terrorista. Esta parte del libro, esa yuxtaposición entre el pasado y el presente de autores inconstantes en sus ideas, pero contumaces en el error, recuerda un panfleto de los años sesenta publicado con el título de Los nuevos liberales. Florilegio de un ideario político, sin autor ni pie de imprenta, pero auspiciado, según todo los indicios, por el Ministerio de Información y Turismo, e inspirado probablemente por el ministro del ramo, Manuel Fraga Iribarne. La técnica era la misma que ahora utiliza Sánchez-Cuenca: se cogía a seis intelectuales que habían cambiado de bando, pasando del falangismo al antifranquismo –Laín, Tovar, Maravall, Ridruejo, Aranguren y Montero Díaz–, y se comparaban sus puntos de vista antes y después de mudar de chaqueta, con el consiguiente escándalo del lector, que no podía dar crédito a tanta desvergüenza. Como el planfleto franquista, La desfachatez intelectual tiene mucho de «florilegio» de pasajes escogidos de sus protagonistas en su tránsito por las distintas formas de equivocarse que han jalonado su vida. Su propensión al error, nos dice Sánchez-Cuenca, responde a veces a motivaciones tan primarias como la pereza mental o el gusto de apropiarse de lo ajeno, como demuestra una nota a pie de página dedicada al turbio fenómeno del plagio. La nota no tiene desperdicio como ejemplo del doble rasero del autor, porque sorprende que en una relación de «escritores pillados copiando a otros» no figure el nombre de Manuel Vázquez Montalbán, ese gran referente moral de la izquierda, condenado por un juez en 1990 por haber firmado como suya una traducción de Julio César, de Shakespeare, que plagiaba el 40% de otra ya publicada por un especialista. Se dirá que, al tratarse de un autor ya fallecido, su caso estaba de más en una obra dedicada a la actualidad. Esta piadosa razón no impide, sin embargo, que se incluya al también fallecido Camilo José Cela, junto a dos exaltos cargos del PP, entre los escritores conocidos por su «manga ancha con el plagio».

Más importante aún que el eje derecha/izquierda para explicar esta peculiar forma de impartir justicia, añade el profesor Fuentes, es la tendencia de estos autores a sufrir lo que Sánchez-Cuenca llama «la obsesión nacional» o, simplemente, la «obsesión con el terrorismo», que podríamos definir como esa manía de algunos de no dejarse matar. Critica sobre todo su afición a denigrar al nacionalismo vasco y catalán, planteando una analogía con el fascismo que él considera completamente fuera de lugar. No es una cuestión baladí, porque hay argumentos que justifican al menos un debate sobre los elementos simbólicos y las prácticas políticas que comparten los nacionalismos entre sí y estos a su vez con el fascismo, que vendría a ser un nacionalismo sin bozal. Una persona tan poco sospechosa de neocon como el histórico dirigente anarquista José Peirats, al regresar a España tras largos años de exilio, no dudó en calificar de «lenino-fascistas» a los miembros de ETA. No era sólo el recurso al asesinato como parte de una política de exterminio, sino la utilización de una violencia cotidiana que buscaba un efecto intimidatorio entre la población, obligada a elegir entre su tranquilidad y sus principios, cuando estos eran contrarios al credo nacionalista. De la misma forma y con parecida efectividad actuaron las SA hitlerianas en la fase final de la República de Weimar, practicando la kale borroka contra sus adversarios y facilitando el triunfo electoral del nacionalsocialismo en un clima de fuerte presión sobre la ciudadanía, que optó finalmente por claudicar ante los violentos. Ya lo dijo Xabier Arzallus, en frase que, según el interesado –lo recuerda Sánchez-Cuenca, siempre al quite–, se ha interpretado de forma aviesa: «Unos agitan el árbol y otros recogen las nueces».

El caso catalán, añade Fuentes, es, sin duda, distinto, pero no se puede afirmar, como hace el autor, que la trayectoria del nacionalismo en Cataluña, de la Transición a nuestros días, haya estado presidida por la «ausencia de violencia». No hay más que recordar que la oposición a la política lingüística de la Generalitat por parte de un nutrido grupo de escritores, periodistas y profesores, firmantes en 1981 del llamado Manifiesto de los 2000, llevó a la organización terrorista Terra Lliure a secuestrar a uno de sus promotores, Federico Jiménez Losantos, y a dispararle un tiro en la rodilla. El mensaje estaba claro: quien se opusiera al nuevo modelo lingüístico ya sabía a lo que se exponía. Quién sabe si este hecho no influyó en la escasa contestación social que ha suscitado la inmersión lingüística, prueba irrefutable, según los biempensantes, de su aceptación general en el marco del llamado «oasis catalán». Hay ejemplos muy recientes de la existencia de una violencia de baja intensidad, pero sumamente eficaz para conseguir la invisibilidad de quienes cuestionan la inmersión identitaria impuesta por el nacionalismo. Recientemente, dos ciudadanas fueron apaleadas en el centro de Barcelona por defender a la selección española de fútbol. Las autoridades municipales y autonómicas llevan años justificando sus trabas a la celebración pública de los triunfos de la selección por su escaso arraigo en Cataluña. Y, a este paso, acabará siendo cierto, porque el efecto combinado de la coacción desde abajo y el obstruccionismo administrativo desde arriba puede conseguir, como en otros terrenos, que el sentimiento español se convierta en una especie de herejía tolerada, como mucho, en el ámbito privado. La afirmación de Sánchez-Cuenca de que en un futuro «Estado catalán no tendría por qué haber exclusivamente identidades catalanas» resulta de una ingenuidad asombrosa, a la vista del control casi absoluto que el nacionalismo ejerce ya sobre el espacio público y simbólico, antes incluso de haber conseguido un Estado propio.

El exceso de celo del autor en su defensa de los nacionalismos, sigue diciendo, le juega alguna mala pasada. Como ejemplo del juego sucio de «los antinacionalistas más primarios», aduce su insistencia en presentar el ideario nacionalista como un regreso a la tribu. No parece, sin embargo, que anden tan errados, si se recuerda que Anna Gabriel, la dirigente de la CUP y pieza clave en el procés independentista, se ha declarado partidaria de que a los hijos los eduque «la tribu». Sánchez-Cuenca considera temerario prejuzgar la calidad democrática de una futura Cataluña independiente. ¿Quién puede asegurar que se produciría un recorte de libertades, y no lo contrario? Aquí le convendría ser más consecuente con el legado histórico de la izquierda española, que pasó ya por un trance parecido en los años treinta. «No hago la guerra contra Franco para que nos retoñe en Barcelona un separatismo estúpido y pueblerino», declaró el doctor Negrín en 1938, siendo presidente del Gobierno. Cualquiera que haya leído a Manuel Azaña, como sin duda es el caso del autor de este libro, debería tener presente su autorizado testimonio sobre la deslealtad de Esquerra Republicana con la República española, por ejemplo, cuando Azaña reprocha a los dirigentes de ERC «ese sentimiento deprimente de pueblo incomprendido y vejado que ostentan algunos de ustedes», cuando señala las «enormes y escandalosas […] pruebas de insolidaridad y despego, de hostilidad, de “chantajismo” que la política catalana de estos meses ha dado frente al Gobierno de la República», o cuando denuncia la existencia de «delegaciones de la Generalidad en el extranjero». Las «extralimitaciones y abusos de la Generalidad» eran de tal índole, según el presidente de la República, que no cabían «ni en el federalismo más amplio». Hay una base histórica, por tanto, para «prejuzgar», en contra de lo que aconseja el autor, los derroteros que puede seguir el procés en un futuro no muy lejano y para comprender el alarmismo de aquellos «machos discursivos», como los llama Sánchez-Cuenca, que abordan el tema con una «mezcla de frivolidad política y mala leche».

Las marrullerías y el victimismo del nacionalismo, señala más adelante, denunciados ya en su día por Azaña, obligan a ser prudentes ante una posible consulta a la ciudadanía, una opción que en sí misma podría considerarse una salida razonable al atolladero en que se encuentra el contencioso catalán. Huelga decir que el autor es firme partidario de «un referéndum que establezca con claridad cuál es el nivel de apoyo popular a la causa de la independencia». El problema consiste precisamente en fijar y hacer cumplir unas reglas del juego claras. Por lo pronto, no parece fácil traducir en una pregunta concreta y en un porcentaje de votos predeterminado, ya sea sobre el censo electoral o sobre el total de votos emitidos, el gran sofisma del «derecho a decidir». Habría que preguntarse si el principio de autodeterminación que se invoca frente a España se aplicaría también en el interior del «ámbito de decisión», respetando el derecho a decidir de aquellas unidades territoriales –municipios, comarcas, provincias– que mostraran una voluntad contraria a la del conjunto del territorio. Cabría el riesgo, asimismo, de que los partidarios del referéndum rechazaran un resultado que les fuera adverso y siguieran reclamando nuevas consultas hasta salirse con la suya. Aquí Sánchez-Cuenca podría alegar de nuevo que no deben formularse juicios de intención para desacreditar reivindicaciones plenamente legítimas. Pero la historia reciente ofrece una vez más elementos de juicio que hay que tomar en consideración. Valga como aviso a navegantes la respuesta que, en una entrevista en La Vanguardia dio una ministra del Gobierno autónomo de Quebec, partidaria de la independencia frente a Canadá, a la pregunta de si un hipotético triunfo de la secesión en un tercer referéndum, tras su derrota en los dos anteriores, podía ser revisable en un referéndum posterior: «No. ¿Para qué, si ya lo habríamos ganado?» Preguntada por la posibilidad de que el pueblo «cambiase de opinión», contestó lisa y llanamente: «No hay precedentes». Conviene informarse bien sobre esta cuestión de los «precedentes», no sea que alguno se lleve un chasco cuando descubra que el derecho a decidir no comporta el derecho a desdecirse y que la autodeterminación caduca, al parecer, cuando sus partidarios consiguen su objetivo.

Hace poco, señala el profesor Fuentes, una periodista de la televisión pública catalana prendía fuego a un ejemplar de la actual Constitución española en un programa de gran audiencia. Quemar la Constitución no es una práctica tan novedosa como podría parecer. La Inquisición hacía lo mismo con la de Cádiz tras su derogación en 1814. Que, al cabo de doscientos años, pueda considerarse retrógrada la defensa del sistema constitucional y progresista a quien lo vulnera y lo denigra es un fenómeno digno de estudio. Sería un error, por ello, considerar el libro de Sánchez-Cuenca una versión castiza de La trahison des clercs o un simple ajuste de cuentas, tipo Los nuevos liberales, contra aquellos escritores que, según él, se han pasado al enemigo. La desfachatez intelectual es sobre todo un síntoma del extraño síndrome que aqueja a ciertos sectores de la izquierda: la creencia de que los nacionalismos periféricos representan una fuerza progresista y que merecen por ello ser tratados con un respeto reverencial. En cambio, la crítica a los nacionalismos históricos, en parte herederos del viejo carlismo, y la defensa de la Constitución serían el rasgo indeleble de eso que el autor llama «el macho discursivo» y su reaccionaria visión de la política española. Cuesta creer, sin embargo, que semejante desatino pudiera ser compartido por las figuras históricas del republicanismo y del socialismo, especialmente tras el profundo desengaño que sufrieron en los años treinta. Parece urgente que los actuales líderes e intelectuales orgánicos de la izquierda vuelvan a leer a Azaña, Negrín, Prieto, Largo Caballero, Fernando de los Ríos, Araquistáin y demás «machos discursivos» que pasaron ya en su día por una experiencia similar a la nuestra.



La tertulia del café Pombo ( José Gutiérrez Solana, 1920)


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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