lunes, 31 de octubre de 2016

[Historia] Los socialistas, la democracia y la monarquía



La diosa Clío, musa de la historia


Para cuando ustedes lean esta entrada en Desde el trópico de Cáncer, Mariano Rajoy, del partido popular, ya habrá sido investido como presidente del gobierno de España por el Congreso, gracias a la abstención de 68 diputados del partido socialista. Yo hubiera preferido otro presidente del gobierno para mi país, pero es lo que hay. 

Aunque me defino de izquierdas y socialdemócrata, y por tanto no marxista, no estoy afiliado a ningún partido. La mayor parte de mis amigos se declaran de izquierdas, muchos socialistas, y algunos, menos, votantes de Podemos. Por respeto a ellos, a los primeros, no he querido intervenir en exceso en la polémica que ha sacudido hasta los cimientos a los afiliados, votantes y simpatizantes del partido socialista. Pero me duele la polémica porque creo que se han formulados juicios precipitados sobre la misma. Creo que se equivocan muchos de sus afiliados, votantes y simpatizantes cuando piensan que lo que han hecho los diputados del partido socialista al abstenerse es una traición a sus principios; creo que se equivocan cuando piensan que la ideología y los principios del socialismo deben estar por encima de los principios de la democracia; creo que se equivocan cuando piensan que hay otras formas de democracia distintas y mejores que la representativa; y creo que se equivocan cuando piensan que la Transición fue un enorme engaño en el que cayeron, como imbéciles, los dirigentes socialistas de aquel entonces. No; creo honestamente que se equivocan los que así piensan, porque tanto los diputados socialistas de 1978, con Felipe González a la cabeza, como los 68 diputados socialistas de octubre de 2016, han antepuesto los intereses de todos los españoles y de una democracia que acoja a todos ellos, sean estos de derechas o de izquierdas, al triunfo improbable y siempre parcial de sus propios intereses como partido. Y creo que se equivocan también aquellos socialistas que enarbolan como propia, con honestidad no exenta de nostalgia pero también con ignorancia, la bandera tricolor de la II República, rechazando como ajena la que lo es de todos desde hace más de 250 años. La bandera tricolor es el símbolo de una democracia perdida y añorada, pero que nunca lo fue; porque no la dejaron, sí, pero porque tampoco supo ser la de todos y para todos por desgracia para los españoles.

Ese mismo reconocimiento a los socialistas de 1978 lo hago extensivo también con todo merecimiento al partido comunista español y a sus dirigentes de aquel momento histórico, y a su secretario general Santiago Carrillo. Que fuera oportunismo su gesto de aceptación de la monarquía y la bandera de todos, se me escapa. Pero fue un gesto que hizo posible el inicio de la paz y la reconciliación de los españoles de buena fe, y de una verdadera democracia por vez primera en toda nuestra historia. Paz y reconciliación que 38 años después algunos, no de tan buena fe como cabría esperar, se empeñan en negar, desde la derecha y desde la izquierda. 

Ignoro si mis palabras anteriores van a molestar a algunos lectores habituales del blog y desilusionar a algunos amigos. Lo siento. Por ellos, y por mí sobre todo, porque nunca he antepuesto mis ideas políticas a mi relación con las personas, y menos aún con mis amigos. Pero algunas veces, aunque, no soy de los que creen eso de que la verdad nos hace siempre libres, conviene decir lo que uno piensa para que otros no crean eso que dicen también de que el que calla otorga.

Les pido perdón por este largo excurso porque la verdad es que el motivo de esta entrada no era hablar de la elección de Mariano Rajoy como presidente del gobierno sino de un libro recientemente publicado sobre la interesante y complicada historia del socialismo español con la democracia y la monarquía (y la república).

Manuel Álvarez Tardío, profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Rey Juan Carlos, autor de Anticlericalismo y libertad de conciencia. Política y religión en la Segunda República Española (1931-1936) (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002); El camino a la democracia en España. 1931 y 1978 (Madrid, Gota a gota, 2005); y, con Roberto Villa García, El precio de la exclusión. La política durante la Segunda República (Madrid, Encuentro, 2010), publicaba hace unos días en Revista de Libros un artículo titulado "Los socialistas y la monarquía", reseñando el reciente libro del también historiador Juan Francisco Fuentes, titulado Con el rey y contra el rey. Los socialistas y la monarquía. de la Restauración canovista a la abdicación de Juan Carlos I (1879-2014) (Madrid, La Esfera de los Libros, 2016)

Muy pocos días después del golpe de los bolcheviques en Rusia, señala el profesor Álvarez Tardío, en plena Guerra Mundial, "El Socialista" reconocía abiertamente en su editorial el «asombro y dolor» por una acción que podía poner en peligro la victoria de los aliados. Pero había también algo más en esas reservas. Varios meses más tarde, Pablo Iglesias mantenía una posición de abierta discrepancia, calificando lo de los bolcheviques como una «perturbación». A la vez, justificaba la huelga general apoyada por los socialistas españoles en 1917 y señalaba que entre los objetivos de esa acción estaba conseguir una república en la que las organizaciones obreras fueran influyentes. Quedaban por delante meses de profundas discusiones y congresos extraordinarios hasta la derrota de los terceristas y la consumación de la escisión comunista. Eran los años, además, de la crisis de la Monarquía de la Restauración, en los que los socialistas españoles se enfrentaban a problemas domésticos decisivos para su futuro. Por entonces, pese a sus más de treinta años de vida, no eran ni de lejos el grupo de gran afiliación e influencia que llegarían a ser a partir de 1931. Su capacidad para competir con éxito en las elecciones y consolidar un partido que les permitiera ser un factor de peso en la redefinición constitucional del régimen de 1876 venía dado no tanto por los posibles obstáculos que impedían la democratización de la monarquía, como por una evidente y paralizante ortodoxia marxista, en virtud de la cual buena parte de la elite socialista seguía instalada en posiciones ambiguas y radicales que no contribuían a desterrar el lenguaje de la dictadura del proletariado y la lucha de clases en beneficio del de los derechos individuales y el reformismo parlamentario. Si ya hacía casi veinte años que Eduard Bernstein había explicado a sus compañeros alemanes que el socialismo no era un punto de llegada, sino un camino, y que si la libertad y la dignidad del individuo se subordinaban a la revolución el resultado no podía ser otro que una nueva forma de tiranía de partido, en la mayoría de los socialistas españoles esas reflexiones no habían calado. Actuaban con cierta prudencia en beneficio de la estabilidad de su organización, y tanto por ese pragmatismo como porque advirtieron que la dictadura del proletariado de Lenin era la dictadura del partido bolchevique, se mantuvieron a cierta distancia del aventurismo revolucionario.

Por eso, dice más adelante, en parte, reaccionaron como lo hicieron cuando, en septiembre de 1923, un golpe de Estado acabó con el orden constitucional, es decir, no secundaron ninguna acción de movilización y protesta y esperaron a ver venir los acontecimientos. Porque su línea de acción hasta finales de 1930 puede definirse como la de un conservadurismo notable de la organización, no incompatible, antes al contrario, con una ortodoxia marxista totalmente ajena al revisionismo bernsteiniano y, por tanto, basada en la idea de que no había, para ellos, motivo alguno para preferir instituciones liberal-constitucionales antes que cualesquiera otras mientras el orden socioeconómico y, por tanto, la lucha de clases estuvieran vigentes. Pablo Iglesias había hablado de República en 1918 y seguiría hablando de dictadura del proletariado. Pero el rasgo fundamental que caracterizaba a los socialistas españoles antes de 1930, y que explica su reacción acomodaticia con la dictadura de Primo de Rivera, no consistía en situarse, primero y por encima de todo, en el debate entre libertad y despotismo, sino en considerar ese debate una preocupación pequeñoburguesa que podía distraerles en el camino de la consolidación de su organización sindical y en la preparación del terreno para la inexcusable, aunque ciertamente imprecisa y siempre inalcanzable, revolución social. Así las cosas, la monarquía, el parlamento, las elecciones y, más globalmente, las instituciones del Estado de derecho, eran asuntos con los que relacionarse de forma problemática e imprecisa, advirtiendo en última instancia que todo eso no formaba parte de su camino y de sus preocupaciones, si bien puntualmente podían dedicarle alguna atención. Monarquía o república eran cuestiones accidentales, hasta el punto de que monarquía seguía siendo España cuando ellos colaboraron con la dictadura de Primo de Rivera.

Y esa percepción, sigue diciendo, sólo cambió cuando se decidieron a apoyar el movimiento republicano en 1930 y se encontraron, literalmente de la noche a la mañana, en abril de 1931, con que podían profundizar en la línea iniciada en los años previos y utilizar el poder, ahora republicano, para consolidar su posición sindical y modificar más profundamente las normas del mercado laboral y el campo educativo como paso previo a transformaciones más profundas. No formaban un bloque monolítico y existían, obviamente, diversas corrientes internas y liderazgos que rivalizaban entre sí provocando fuertes tensiones internas. Pero la etiqueta del accidentalismo era, probablemente, lo que mejor casaba con la trayectoria del socialismo español desde principios de siglo hasta el tiempo de la Segunda República. Porque, como se demostró con la llegada de esta última, lo relevante, para ellos, no era en absoluto la conciliación de la teoría liberal del Derecho con una postura de socialismo reformista –el sector que más se acercaba a esa posición nunca fue muy fuerte–; no, dentro de objetivos sindicales y políticos muy concretos, articulados de forma imprecisa en torno al lenguaje de la revolución, república o monarquía eran cuestiones accidentales en un camino en el que lo importante era derribar obstáculos tradicionales y afianzar la organización: claro está que a costa de anarquistas y católicos. No en vano, cuando empezó el debate constituyente de la república, los socialistas no sólo carecían de una propuesta concreta para articular institucionalmente la división de poderes, sino que su mayor preocupación, como reconoció abiertamente su jurista de cabecera, Luis Jiménez de Asúa, era hacer o no hacer una Constitución de partido. Es decir, la república como entramado institucional al servicio de la libertad individual, el pluralismo y la competencia pacífica por el poder no era una convicción socialista, ni siquiera una preocupación prioritaria. La república importaba como entramado de poder al servicio de conquistas concretas y progresivas que permitieran, bajo la etiqueta de reformas, justificar su colaboración.

Cuarenta y seis años más tarde, en 1977, continúa diciendo, no sólo habían cambiado las elites del socialismo español, sino que también lo habían hecho las circunstancias nacionales e internacionales. Había pasado, además, mucho tiempo, el suficiente para reflexionar a fondo sobre el papel del PSOE en la política de los años treinta y encajar, incluso, algo de autocrítica respecto de la quiebra de la democracia y el transcurso de la Guerra Civil. Pero lo más importante, por lo que se refiere a la inminente conciliación de socialismo, democracia representativa y monarquía, residía en una audaz apuesta de una nueva elite que comprendió dónde había estado buena parte del problema de su partido antes de 1936. Lo expresó muy bien el socialista Gregorio Peces-Barba en un artículo publicado en la revista Sistema en abril de 1977, cuando escribió sobre los impedimentos que habían «retrasado la existencia de una teoría socialista del Derecho y del Estado» que fuera ¡nada menos! que «integradora de la teoría liberal democrática». Los impedimentos no eran otros que las raíces de la ortodoxia marxista que había acompañado a los socialistas desde los tiempos de Pablo Iglesias: la llamada «determinación de la superestructura, y dentro de ella del Derecho y del Estado por la infraestructura de las relaciones de producción, de una manera simplista y mecánica y la progresiva desaparición del Derecho y del Estado en la sociedad socialista». Todas esas «barreras para la reflexión» de las que hablaba Peces-Barba eran, en realidad, las barreras intrínsecas al marxismo socialista que habían impedido, tanto en tiempos de la monarquía de Alfonso XIII como en el de la Segunda República, colocar al PSOE en una posición que sí adoptaría en 1978: aquella desde la que la «perspectiva liberal democrática» no era el enemigo a derrotar, sino el elemento a integrar en una reformulación del socialismo en la que quedara claro que el Estado de derecho y la protección jurídica de los derechos individuales no podían ser elementos irrelevantes en una discusión ideológica que primara elementos «tan inmaduros y tan toscos como el de dictadura del proletariado». De este modo, los dirigentes socialistas iban a desembocar en el trascendental debate constituyente desde una posición para la que la monarquía no tenía por qué ser un obstáculo, sino todo lo contrario, en el proceso de construcción de un Estado nuevo que podía y debía integrar elementos de una teoría del Derecho socialista a partir de la «continuidad dialéctica», que no del enfrentamiento estéril, entre lo que Peces-Barba llamaba «liberalismo-democracia y socialismo».

Cómo pudo llevarse a cabo ese tránsito, señala, entre un socialismo accidentalista que abrazó la Segunda República como oportunidad de transformación radical del país en el marco de un régimen acaparado por las izquierdas, hasta un socialismo democrático que, sin dejar de ser accidentalista, se aferró a la monarquía «de todos los españoles» para construir un Estado de derecho que era antes liberal que socialista, pero que abría enormes oportunidades de transformación social y económica, es una de las historias más fascinantes de la compleja evolución de la política española en el siglo XX. Y esa historia es la que ha contado y analizado Juan Francisco Fuentes en su último libro: Con el rey y contra el rey. Los socialistas y la monarquía, bien editado por La Esfera de los Libros.

Fuentes es uno de los mejores historiadores de la política española del siglo XX, dice más adelante, como ha demostrado ya con varios títulos, entre los que destaca la sobresaliente biografía de Adolfo Suárez. Además, su buen conocimiento del socialismo español –publicó también una biografía de Largo Caballero– y, en general, de la complejidad de la evolución institucional de nuestro país, son credenciales más que suficientes para abordar una cuestión tan espinosa como una historia del socialismo español en sus más de ciento treinta años de vida. Porque el libro Con el rey y contra el rey no es solamente una narración de la relación entre el partido de Pablo Iglesias y la monarquía, sino un intento de explicar las claves de una evolución cargada de paradojas y no pocos sinsentidos entre los socialistas, la revolución y la democracia.

Uno de los méritos indudables del trabajo que ha realizado Fuentes, añade, es que no renuncia a plantear ninguno de los problemas que han jalonado la larguísima trayectoria del socialismo español. Con todo, si bien el libro aborda en sus comienzos la mala relación del PSOE con la monarquía de la Restauración, el grueso del mismo está centrado en la evolución de los socialistas tras la Guerra Civil y su incuestionable e importante contribución a la construcción de una democracia inclusiva (ahora sí) a partir de 1977. Como explica Fuentes, «la república nunca fue una prioridad para los padres fundadores del PSOE» (p. 425). Se comprende peor por qué, manteniendo vigente la lógica del análisis marxista, dejaron de considerar que era una «falsa ilusión» y se comprometieron con la República de 1931. Pero, como señala Fuentes, lo indiscutible (si bien casi desconocido por las elites del socialismo de la era pos-Rodríguez Zapatero) es que lo de los años treinta fue «una mala experiencia», y no sólo por la guerra. Sin esta consideración no se entiende, como ha explicado el autor, que durante los años del exilio fuera fraguándose una autocrítica y un balance del tiempo pasado que, sumado al cambio de contexto social, económico e internacional, preparó a los socialistas para convertirse en protagonistas de una democratización que, como pedía Peces-Barba, no aspiraba a demoler, sino a integrar una teoría del Derecho liberal. El porqué no siguió siendo un obstáculo la monarquía fue, como explica Fuentes, primero por el hecho de que los socialistas ya se habían acostumbrado a negociar con monárquicos para acabar con Franco antes de 1975, pero, sobre todo, porque Felipe González y otros altos dirigentes socialistas de la Transición comprendieron algunas lecciones centrales del pasado y, a diferencia de la experiencia de los años treinta, no permanecieron presos de las trampas que se derivaban de sus obsesiones ideológicas. Así, comprendieron que si la monarquía contribuía a una «ruptura» constitucional pactada e integradora, no cabía sino darle la bienvenida. Es verdad que no fue un camino fácil y el libro de Fuentes demuestra que no siempre la aceptación de la monarquía llegó con una sólida reflexión histórica y teórica, sino por pura contemporización y cálculo de intereses. Pero esta vez, al menos, el pragmatismo y el accidentalismo contribuyeron a una posición política basada en la weberiana ética de la responsabilidad.

Pero el libro de Fuentes no acaba ahí, concluye diciendo. Buena parte de su valor reside, además, en que el lector encontrará otras doscientas páginas más, después del análisis de la transición a la democracia, sobre la evolución de los socialistas en la monarquía parlamentaria desde 1979 hasta hoy. Páginas en las que se formulan algunas respuestas a preguntas de tanta actualidad como son la relación entre los presidentes del gobierno y el titular de la Corona o la verdadera dimensión del papel del rey en la política exterior. Lo cierto, en todo caso, es que buena parte de esa larga historia lo es de liderazgos o de su ausencia, y también, por tanto, de relaciones personales, sin las que no se entiende no ya el binomio socialismo-monarquía, sino la relación entre el PSOE y la democracia representativa. Hace bien Fuentes en concluir citando unas palabras pronunciadas por Felipe González a mediados de 2014 y que reflejan buena parte del problema, a la vez que solución, de la cuestión socialismo-monarquía en la España del siglo XX: «Mis compañeros se confunden al decir que los socialistas siempre hemos sido republicanos. No es así. Éramos accidentalistas».



Manifestación republicana



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




Entrada núm. 2997
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

2 comentarios:

Mark de Zabaleta dijo...

Muy bueno...

HArendt dijo...

Muchas gracias, Mark. Tenía un poco de respeto a que suscitara mayor polémica, pero ya ves...