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viernes, 1 de febrero de 2019

[A VUELAPLUMA] La tercera dimensión de la democracia





Los consejos propuestos por Rosa Luxemburgo deberían poder actuar hoy como una red complementaria de la democracia delegada. Ayudarían a los partidos políticos a corregir su alejamiento de la sociedad y podrían convertirse en una "tercera dimensión" de la democracia, comenta la periodista y escritora italiana Luciana Castellina.

Aunque nunca falta quien diga: “Otro más, esto no hay quien lo aguante”, celebrar los aniversarios como se hace cada vez más a menudo no es mala cosa, comienza diciendo Castellina. Permite avivar recuerdos que, de lo contrario, corren el riesgo de perderse por falta de atención. Especialmente interesantes han sido los de estos últimos tres años, 1967, 1968 y 1969, que han propiciado sugestivas intersecciones: entre la Revolución rusa y la cubana, entre el nacimiento de Marx y el asesinato de Rosa Luxemburgo. Todo ello, de una manera u otra, entrelazado con el fantástico 68 estudiantil (cuyos 50 años acabamos de celebrar), una insurrección impulsada por la búsqueda de una manera diferente de pensar acerca de cómo construir “otro mundo posible”. Y que consiguió romper los estrechos confines de las ortodoxias imperantes entonces.

En particular, Rosa Luxemburgo, ampliamente recordada por EL PAÍS, tuvo una estrecha relación con el 68 italiano, pues, para un gran parte de este movimiento, la herética heroína espartaquista se convirtió en un valioso punto de referencia. Por muchas razones, pero sobre todo por una esencial: con sus precoces críticas al grupo bolchevique por haber reprimido de forma demasiado expeditiva la libertad de opinión con la idea de que lo que no estaba de acuerdo con las decisiones del partido era solo una expresión del enemigo de clase, no relanzaba de manera plana la alternativa del parlamentarismo liberal, sino que señalaba una hipótesis nueva y sugestiva: la de los consejos. Es decir, dar vida a una tercera dimensión dentro de la cual cobrara cuerpo la dialéctica Estado-partido-sociedad: los consejos, no como sóviets insurreccionales, ni como titulares de un exclusivo poder deliberativo, sino como formas permanentes de democracia directa, ejercicio desde abajo de un poder capaz de dar expresión a la sociedad civil, en explícita y abierta dialéctica con las demás instituciones.

¿Puede resultar útil hoy esta tesis de Rosa Luxemburgo, no solo para quienes siguen considerándose comunistas, sino para todos aquellos que, en número cada vez mayor, asisten alarmados al creciente deterioro, por todas partes, pero en Italia en particular, del modelo de democracia representativa del que hemos disfrutado durante muchas décadas? Yo creo que sí. Ese modelo basó su fuerza, de hecho, en los grandes partidos de masas que caracterizaron la vida política de posguerra. Porque esas organizaciones han sido el indispensable canal de comunicación entre ciudadanos e instituciones, han permitido una participación política incisiva (si bien a través de la representación parlamentaria), han sido núcleos de crecimiento cultural, de experiencia cívica, fuente de conciencia y de un hábito de razonar en clave de “nosotros” y no con el mezquino “yo” umbilical.

Esos partidos ya no existen, o están en declive, y, en cualquier caso, se han vuelto terriblemente impopulares, porque por todas partes han consumado su divorcio de la sociedad, sin capacidad ya de relacionarse con sus respectivos territorios. Como alternativa, se nos presenta hoy, a cargo de nuestros 5 Estrellas,la multiplicación de referendos, ya no solo abrogativos como hasta ahora en Italia, sino también propositivos; la democracia digital, es decir, el recurso al sí o al no del ordenador, a los automatismos de los algoritmos de las plataformas. Todas ellas formas con las que se corre el riesgo de asesinar a la democracia por “exceso de democracia”, como he visto que dicen en Francia aquellos que se oponen a los chalecos amarillos, quienes invocan también, al igual que en Italia los seguidores de Beppe Grillo, la democracia directa. Todos, en efecto, exaltan el ombligo hasta alturas estelares, porque esa opinión que llega con un clic, o mediante un plebiscito referendario, carece de una confrontación colectiva, de una asunción común de responsabilidad hacia la propia comunidad, a la que la confusión de los medios sociales no aporta, desde luego, correctivos; todo lo contrario.

Otra cosa son los “consejos” sugeridos por Rosa Luxemburgo, una hipótesis que por lo demás recuperó y en la que profundizó nuestro Antonio Gramsci en sus Cuadernos de la cárcel. Y que hoy podría representar una valiosa sugerencia para responder de manera razonable a una exigencia de participación que no encuentra ya canales de expresión en nuestro reseco ordenamiento político.

A pesar de la crisis de los partidos y de la desconfianza en las instituciones, sigue habiendo en Italia (y no solo allí) movimientos de notable vivacidad que luchan por temas específicos, pero importantes, y tal vez cabría intentar proporcionarles un cauce a través de formas consolidadas, articulaciones de la democracia al nivel de la sociedad, capaces de asumir la responsabilidad de la gestión de ciertos segmentos de la vida colectiva. De consejos, en definitiva, como una red complementaria de la democracia delegada.

En Italia, los Consejos de Fábrica y más tarde de Zona, nacidos de los movimientos de lucha pos-68, representaron una experiencia muy positiva. Podrían haber sido una importante herramienta para reducir el autorreferencialismo de los partidos y ayudarlos a corregir, antes de que fuera demasiado tarde, su involución burocrática y su alejamiento de la sociedad. Desafortunadamente, a los partidos de la izquierda les despertaban temor y los movimientos eran demasiado débiles para apoyarlos. Hoy tal vez fuera posible, y no solo en Italia, relanzar esa hipótesis, para garantizar esa famosa “tercera dimensión” a la que aludía Rosa Luxemburgo, útil para revivir a los partidos, que incluso ella consideraba instrumentos indispensables para la unificación y construcción de una visión del mundo.

También la atención prestada por mucha gente en el ámbito municipal de la democracia, hoy muy fuerte en Italia (las “redes de alcaldes” se extienden por doquier), pero, también en este caso, no solo en nuestro país, tiene aspectos positivos y peligrosos a la vez. Es cierto que las ciudades se han convertido en la única ágora que aún sobrevive entre el desinterés generalizado por la política, pero sería útil recordar a quienes tanto entusiasmo muestran por este modelo, que, así como los “soberanismos” desean regresar a los Estados nacionales deshaciéndose de entidades institucionales superiores, el municipalismo se arriesga aún más a reforzar la ilusión de poder volver al modelo de ciudad Estado de los siglos XV y XVI. A diferencia de entonces, nos guste o no, incluso las decisiones tomadas a escala municipal están condicionadas en gran medida por las que se toman en el ámbito mundial, y renunciar a construir instrumentos democráticos en ese terreno para poder controlarlos supondría el suicidio de la democracia.

Sea cual sea la opinión que nos despierte cuanto Rosa Luxemburgo nos ha legado, creo que a quienes vivimos 100 años después de su muerte nos toca comprender que la crisis de nuestro modelo tradicional de democracia es grave. Y que se necesitan nuevas soluciones, y urgentes, para que no prevalezca un peligroso plebiscitarismo, o la muerte de toda participación democrática, reemplazada por un Ejecutivo fuerte que no responda ante nadie.



Dibujo de Nicolás Aznárez

miércoles, 1 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Las tres vidas del socialismo español





El PSOE tiene tantos motivos para celebrar un pasado rico en experiencias como para sentir desasosiego por encontrar un rumbo claro. Es dudoso que el equipo dirigente actual pueda aclarar qué quieren decir cuando dicen “somos la izquierda”, comenta en El País el historiador y sociólogo Santos Juliá, doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense, catedrático del Departamento de Historia Social y del Pensamiento Político de la UNED, y autor de numerosos trabajos sobre historia política y social de España durante el siglo XX, así como de historiografía.

Llegaron al poder, hoy hace 35 años, comienza diciendo, cabalgando sobre las expectativas levantadas por la convicción de que todo, a partir de ese momento, iba a cambiar. Comenzaron ellos mismos, o mejor, culminaron el cambio iniciado desde el congreso extraordinario de 1979, cuando Felipe González llegó a la conclusión de que había sido un error para el PSOE haberse declarado marxista. En el socialismo francés, Michel Rocard reconocerá lo mismo cuando escriba que, en 1981, la cuestión principal era de qué modo romper con el capitalismo y que, dos años después, de lo que todo el mundo hablaba era de modernización. La experiencia francesa fue clave para todo el socialismo del sur, que de anticapitalista se convirtió en modernizador.

En España, con la memoria aun fresca del intento de golpe de Estado, con ETA en la cima del terror y en medio de una crisis general de los partidos políticos, el discurso de transición al socialismo, de sociedad sin clases y de nacionalización de la banca y de las industrias estratégicas, fue desplazado por el de consolidación de la democracia, vertebración de España, ajuste económico, incorporación a Europa. Tuvieron éxito y diez años después de su llegada al poder, en 1992, pudieron contar la reciente historia como un logro en todos los sentidos, mostrándola al mundo en los fastos de Sevilla y Barcelona. España funcionaba.

Presumieron además de ser los portadores de una nueva ética política, de un proyecto de regeneración moral del Estado y de la sociedad. Y aquí fue donde perdieron la batalla, porque al cabo de una década en el poder, los escándalos de corrupción derivados de la financiación irregular y de las redes clientelares crecidas al calor de la fuerte expansión económica, escindieron al partido desde la cima a la base: González, personificación del Gobierno, dimitió como secretario general y arrastró con su marcha a Guerra, personificación del Partido. La frustrada candidatura de Josep Borrell a la presidencia del Gobierno y su sustitución por el perdedor de aquellas primarias, Joaquín Almunia, culminó, como era previsible, en el peor resultado de la reciente historia socialista, favoreciendo así, con la huida del voto joven y urbano, el primer triunfo por mayoría absoluta del Partido Popular.

La doble derrota de Borrell, ante el aparato de su partido, y de Almunia, ante los electores, abrió en el PSOE una brecha generacional, con la formación de Nueva Vía, un grupo de cuadros que llevó en volandas a José Luis Rodríguez Zapatero a la secretaría general en junio de 2000. Todo era nuevo en el primer programa elaborado por este grupo generacional: los tiempos, la política, los retos, las respuestas, los derechos, las ciudades, los municipios. Nada de extraño que procedieran al ritual de la muerte del padre proclamando bien alto que se sentían libres de ataduras con el pasado y disolvieran la identidad socialdemócrata de sus mayores en la nueva gramática con que expresaron sus ideas políticas, el republicanismo cívico, capaz de atraer al electorado perdido.

Lo atrajeron, rebasando de nuevo la cota del 40%, como en los mejores tiempos de la socialdemocracia europea. Y como la economía, y España entera, iban bien, el foco comenzó a proyectarse, y las leyes a sucederse, sobre cuestiones relacionadas con los derechos y la cultura: la mujer, los homosexuales, las personas dependientes, los discapacitados, el divorcio, los plazos para el aborto, la memoria histórica, la violencia de género y tantas otras. Éramos ricos y crecíamos a tasas superiores a la media europea, con un sistema financiero envidiado por su solidez en Berlín y en Washington, con una economía asentada en firmes cimientos, solo nos quedaba dar un paso más para superar a la vieja Alemania.

En el marco de este republicanismo cívico habría de encontrar también su respuesta definitiva la cuestión territorial, con las clases políticas de las comunidades autónomas, ya consolidadas, transformando en los estatutos de nueva planta las nacionalidades en naciones y las regiones en nacionalidades o comunidades nacionales. Al cabo, nación era un término tan polisémico que nadie podía concretar qué diferencia existía entre ella y nacionalidad: todo cabía en la España Plural, un sintagma del que se esperaban maravillas tanto en Madrid como en Barcelona, un talismán que transmutaría las comunidades autónomas en naciones sin tocar la Constitución.

Y en esas estábamos cuando, súbitamente, se acabó la fiesta. En un reportaje que sonó como una enmienda a la totalidad, The Economist reprochaba al presidente del Gobierno haber despilfarrado su primera legislatura en guerras culturales contra la derecha olvidando acometer la reformas de fondo por miedo a que los sindicatos se le echaran encima. Y lo que se echó encima fue la gran recesión que dejó literalmente mudo al Gobierno: si en enero de 2010 Zapatero anunciaba que ese sería el año de la recuperación, en mayo no supo qué decir después de la noche triste en las que se vio obligado a someterse al dictado de la famosa troika, reconociendo en la práctica que carecía de una política socialdemócrata para salir de la crisis. Ya no volvería a levantar cabeza.

El recurso al político mejor dotado de la vieja guardia, un superviviente cargado de méritos entre los que sobresalía su papel en la derrota de ETA, Alfredo Pérez Rubalcaba, profundizó la amenazante catástrofe electoral, con la pérdida, en noviembre de 2011 de 4,3 millones de votos, la peor de la reciente historia. Agonizaba así la segunda vida del PSOE, sin que apareciera en el horizonte nadie capaz de insuflar al paciente la energía necesaria para no seguir cediendo terreno en un campo que, mientras tanto, había experimentado un cambio radical, con la eclosión de dos nuevos fenómenos políticos: la transformación del catalanismo conservador en soberanismo independentista y la irrupción de dos nuevos partidos que mordían en el espacio electoral del PSOE tanto por la izquierda como por la derecha.

Desde entonces, todo ha sido como un quiero y no puedo recuperar el terreno perdido. Quemados los programas modernizador y republicano-cívico, y finiquitado el sistema de partidos en el que siempre ocupó el PSOE un espacio bien definido, el nuevo secretario general, Pedro Sánchez, ha identificado, en su segunda navegación, socialismo con izquierda, pero es algo más que dudoso que el actual equipo dirigente esté en condiciones de aclarar qué quieren decir cuando dicen “somos la izquierda” sin utilizar palabras vacías de sentido. En todo caso, a los 35 años de su llegada al Gobierno, el PSOE tiene tantos motivos para celebrar un pasado rico en experiencias y realizaciones políticas, pero también en frustraciones y derrotas, como para sentir cierto desasosiego por encontrar un rumbo claro y una unidad de propósito en estos tiempos turbulentos, cuando el Estado que tanto debe a sus años de gobierno y oposición sufre el doble asalto de una “voluntad colectiva nacional-popular” (que diría Gramsci) desde el interior de sus propias instituciones.




Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3972
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 30 de junio de 2017

[Pensamiento] Utopías. ¿Tienen sentido aún?



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512, Museos Vaticanos)


Utopía: Del lat. mod. Utopia, isla imaginaria con un sistema político, social y legal perfecto, descrita por Tomás Moro en 1516, y este del gr. οὐ ou 'no', τόπος tópos 'lugar' y el lat. -ia '-ia'. Plan, proyecto, doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización. Representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano (Real Academia Española).

Respeto a todo aquel que piense lo contrario, pero tengo que decir que las utopías me provocan pánico. Las dos utopías sociopolíticas que emergieron en el pasado siglo, comunismo y nazismo, tiñeron de sangre el mundo y deberían habernos vacunado para un largo plazo de tiempo, pero sospecho que no es así. Ahora se llaman nacionalismo y populismo. Me gustaría verlas desaparecer pero soy bastante escéptico al respecto. 


Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga. Ha sido Fulbright Scholar en la Universidad de Berkeley y completado estudios en Keele, Oxford, Siena y Múnich. Es autor de Sueño y mentira del ecologismo (Madrid, Siglo XXI, 2008) y de Wikipedia: un estudio comparado (Madrid, Documentos del Colegio Libre de Eméritos, núm. 5, 2010). Sus últimos libros son Real Green. Sustainability after the End of Nature (Londres, Ashgate, 2012), Environment & Society. Socionatural Relations in the Anthropocene (Dordrecht, Springer, 2015) y La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI (Barcelona, Página Indómita, 2016). 

Hace unas semanas el profesor Maldonado publicaba en Revista de Libros un interesante artículo titulado Izquierda, capitalismo y utopía: comedia para el fin de los tiempos, reseñando el libro An American Utopia. Dual Power and the Universal Army (Londres y Brooklyn, Verso, 2016), de Fredric Jameson, editado por Slavoj Žižek

«Estoy harto de utopías», exclama Visarión Belinski, crítico literario que formaba parte de la camarilla modernizadora liderada por Aleksandr Herzen y Mijaíl Bakunin durante las décadas centrales del siglo XIX, en un momento de La costa de la utopía, la espléndida trilogía que Tom Stoppard dedica a aquellos exiliados románticos de la Rusia zarista, comienza diciendo Maldonado. En ese hartazgo, nuestro hombre se parece más a nosotros que a sus contemporáneos, impregnados de la esperanza en un futuro de armonía social y abundancia material. Tiene su lógica: aunque la literatura utópica poseía ya entonces una larga solera, su realización histórica no se produciría hasta décadas más tarde con la llegada al poder de los bolcheviques rusos. Es ahora, pasados cien años del exitoso golpe de Estado bolchevique y casi veinte después de la caída del Muro de Berlín, que simbolizó largamente la vigencia de la alternativa comunista, cuando esa ingenuidad nos resulta alarmante: la negra luz de la historia ha debilitado nuestros anhelos utópicos mediante una amarga cura de realidad. ¡Nadie otorga ya crédito a las utopías! O, al menos, eso creíamos.

Y lo creíamos hasta que Fredric Jameson, sigue diciendo, veterano pensador marxista y celebrado teórico del capitalismo tardío, ha dado a la imprenta An American Utopia, que es exactamente lo que su título sugiere: una utopía política comunista concebida para su aplicación en la Norteamérica contemporánea.  Jameson mismo es un experto en pensamiento utópico: a él dedicó un exhaustivo estudio publicado hace poco más de una década. Aquí ha puesto en práctica esos saberes para diseñar una utopía propia, cuyo interés excede con mucho el que dispensaríamos a una simple fantasía política. Entre otras razones, porque el propio Jameson presenta ambiguamente su utopía como un «programa político», difuminando la línea que lo separa de un ideal situado fuera de la historia. Pero también por el carácter sintomático de la obra, que Slavoj Žižek presenta en su prólogo como «ideal para activar un debate sobre posibles e imaginables alternativas al capitalismo global». La estructura de la obra es peculiar: tras un breve prólogo de Žižek, se abre con el largo ensayo de Jameson y continúa con una serie de capítulos de varios autores que hacen las veces de comentario a la propuesta utópica en cuestión, incluido uno del propio Žižek, para cerrarse con un epílogo de Jameson en el que este responde a las críticas. El papel de Žižek como editor del libro, que reúne tras el largo ensayo inicial de Jameson a lo más granado del pensamiento de izquierda radical contemporáneo (Jodi Dean, Alberto Toscano, Agon Hamza e tutti quanti), representa un aval para sus pretensiones y tiende un puente entre dos generaciones separadas por el tiempo, pero unidas por su voluntad de acabar con el capitalismo. Es verdad que muchas de las glosas son severas, pero la discrepancia tiene que ver con los medios y no con los fines. Todos, pues, están de acuerdo con algo que ha dicho Žižek en otro lugar: que la «hipótesis comunista» −así bautizada por Alain Badiou− es el único marco apropiado para el diagnóstico de la actual crisis.

En realidad, comenta, quizá sería más correcto afirmar que sin crisis no habría diagnóstico o, cuando menos, que este tendría menos fuerza, ya que son la Gran Recesión y sus consecuencias sociopolíticas las que han otorgado nueva legitimidad al rechazo integral del capitalismo. Y es que de este provendrían todos los males, al decir de sus críticos, empezando por la deformación de las subjetividades individuales y terminando por la abolición de la política democrática. Jameson tiene claro que democracia y capitalismo son incompatibles, entre otras razones porque «las grandes empresas no pueden operar en una situación en la que los presupuestos y la política fiscal en general sean decididas mediante el voto popular» (p. 32). Se trata de un argumento que la izquierda radical ha sostenido de manera constante, pero que también enarbolan con éxito los populismos de todas las confesiones y que no es extraño a la tradición utopista. En su prólogo a la edición de 1976 de Walden Two, publicada originalmente en 1948, el psicólogo B. F. Skinner presenta su utopía conductista a la luz de una crisis de legitimidad de las democracias que recuerda en muchos aspectos a la contemporánea: «mucha gente [...] ha perdido la fe en un proceso democrático en el que la así llamada voluntad del pueblo es obviamente controlada de manera antidemocrática». Žižek, por su parte, acusa al capitalismo de privar a los individuos «de cualquier mapa cognitivo significativo»: de no proporcionar un sentido capaz de llenarnos afectivamente. Este defecto central se vería agravado ahora que el capitalismo se extiende al resto de civilizaciones. Žižek dice aquí lo mismo que Pankaj Mishra en su celebrado Age of Anger: la globalización no presta a las sociedades no occidentales el tiempo necesario para elaborar culturalmente el impacto de la modernización. Para colmo, el malestar resultante converge ahora con el experimentado en las propias sociedades occidentales. Sorprende, en ese sentido, que Jameson nos presente una utopía nacional en lugar de una global. Aunque se sobreentiende que su hipotético éxito en Estados Unidos, centro de tantos poderes, provocaría un efecto perturbador sobre el resto del complejo liberal-capitalista.

Sea como fuere, añade, el problema teórico estriba menos en la presentación de una crítica frontal al capitalismo −muy engrasada ya− que en la formulación de una alternativa viable que dé expresión al anhelo transformador de la izquierda marxista. A este respecto, como plantea Agon Hamza en su contribución a este volumen, esta misma izquierda se ha convertido en «una fuerza política desmoralizada y desmoralizante» que no es capaz de perturbar a su enemigo (p. 149). Por eso, sostiene, el primer paso para cualquier política emancipadora contemporánea es «abandonar la noción y el concepto de la izquierda» (p. 149). ¡Ahí es nada! Hamza alude con ello tanto a las hipotecas que el marxismo jamás podrá pagar como a un lenguaje autorreferencial cuyo impacto sobre la realidad social −exigible a la luz de la undécima tesis sobre Feuerbach− es casi inexistente. Y ello, en gran medida, porque pese a las chanzas vertidas contra el "Fin de la Historia" anunciado por Francis Fukuyama tras el derrumbe del comunismo soviético, la alternativa sistémica al capitalismo global sigue sin aparecer por ninguna parte. Quizá por eso tiene dicho Jameson que es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Es aquí donde entra en juego, para bien y para mal, su utopía estadounidense.

Jameson, dice poco después, arranca su reflexión señalando que ninguna de las vías tradicionales para la política de izquierda posee ya credibilidad alguna: tanto el reformismo socialdemócrata como la revolución tradicional son vías muertas en el camino a la sociedad poscapitalista. Hay, en cambio, un tercer tipo de transición menos reconocida, pero más prometedora, que constituirá el núcleo de su programa político y conducirá a su propuesta utópica: el poder dual. Teorizado por Lenin, el poder dual se dará allí donde una organización política provea de servicios a una comunidad ignorada por el gobierno central, de manera que el poder se desplace gradualmente de uno a otro, hasta que ese poder alternativo se convierta en gobierno de facto sin necesidad de desafiar abiertamente a la estructura legal vigente. Son ejemplos de esta práctica los Panteras Negras y Hamas, pero no Chiapas (donde los zapatistas ocuparon un territorio espacialmente separado del poder estatal) ni insurrecciones explícitas como la Primavera Árabe u Occupy Wall Street. Si este razonamiento resulta familiar al lector español, se debe a que Pablo Iglesias hizo hace unos meses la defensa de los «contrapoderes sociales» que trabajan al margen de lo que disponga un parlamento donde «todo el pescado está vendido y todas las cartas están repartidas», invocando precisamente el ejemplo de los Panteras Negras como proveedores de servicios comunitarios en la Norteamérica de los años sesenta.

Ahora bien, señala el profesor Maldonado, ¿qué institución puede cumplir ese papel en la Norteamérica contemporánea? ¿Desde dónde proyectar ese poder dual llamado a absorber, andando el tiempo, el poder del Estado? Jameson descarta sucesivamente a los sindicatos (dado que entramos en una era de desempleo estructural masivo y el mercado «gris» domina la oferta de empleo), al servicio postal nacional (debilitado institucionalmente, pese a que llegó a cumplir funciones de caja de ahorros en algunos países), así como a las Iglesias (que entiende ligadas a una religión que ningún marxista puede defender, pero a la que concede cierto crédito como fetiche cohesionador en determinados momentos históricos). Nuestro autor se decanta, en cambio, por un candidato improbable: el ejército. Y no por razones utópicas, subraya, sino de orden práctico. En el sistema federal norteamericano, apunta, el ejército es una de las pocas instituciones que trasciende las jurisdicciones estatales, asumiendo de paso funciones de asistencia sanitaria para los soldados veteranos. Jameson tiene en mente convertirlo en un Ejército Universal, que no es una forma de gobierno, sino una nueva estructura socioeconómica. Y el procedimiento para lograrlo comienza con la conscripción forzosa que nos convierte a todos en soldados; una renacionalización que exigirá una previa lucha discursiva que devuelva a esta política su prestigio perdido. Una vez que el reclutamiento se haga obligatorio, integrando en el ejército a todas las personas entre los quince y los sesenta años, el ejército se transformará en una «masiva fuerza popular capaz de coexistir con éxito con un “gobierno representativo” cada vez menos representativo» (p. 28). Jameson trae así a colación a un Jean Jaurès que enfatizaba la importancia sociopolítica de los reservistas y a un Trotski que defendía la «democracia militar» y la función liberadora del «ejército socialista». Todo ello bajo la premisa de que la militarización asegura la disciplina necesaria para construir una sociedad igualitaria. Su previsión es que los hospitales militares se conviertan en una sanidad universal y gratuita, mientras que la propia educación podría reorientarse con arreglo a directrices militares.

Se percibe aquí, añade, hasta qué punto el ejército presenta una ventaja espacial por su mera presencia en todos los Estados federados. Pero Jameson no habla de un acto revolucionario militar, sino del ejército como vehículo para una transformación social que otorgará a lo militar un papel perdurable en la sociedad así transformada. Es a la luz de estas consideraciones como cobran sentido sus críticas al miedo cuasiparanoide que exhibe el foucaultianismo ante cualquier forma de organización social o política y a la propia idea de libertad. A su juicio, el obstáculo principal para la realización de la utopía es el miedo a la utopía misma: miedo existencial a disolver nuestra individualidad en un colectivo más amplio, a mezclarnos con extraños en una institución interclasista como el ejército. Por eso este último es «el primer atisbo de una sociedad sin clases» (p. 61) y la experiencia de la conscripción forzosa da paso a una promiscuidad social que representa el genuino «modo de ser» de una verdadera democracia.

Pero, ¿qué pasa después?, se pregunta. ¿Qué tipo de sociedad produce el desplazamiento del poder a esa institución dual que es el ejército universal? ¿Y de qué manera se organiza? Jameson sostiene que su utopía presupone el fin del Estado y de la política tal como las entendemos, al tiempo que afirma que la productividad y la tecnología «se cuidan solas» aun cuando el sistema motivacional difiera del capitalista. El problema no es la productividad, afirma, sino la distribución. Sobre todo, la del trabajo, debido a la función social vertebradora que cumple el pleno empleo. Una posible solución sería el uso de una lotería que adjudicase los empleos de manera periódica, siguiendo la propuesta de Barbara Goodwin. No hace falta ser economista para percatarse de que esto causaría problemas de especialización y competencia, porque ni siquiera en una sociedad utópica puede cualquiera ejercer como ingeniero. Jameson se desmarca por elevación: el verdadero problema sería el culto a la eficiencia, elemento central a la lógica del capitalismo sin cuya crítica frontal no es posible completar la necesaria transformación de las mentalidades. De manera que un repudio sistemático de la ideología de la eficiencia [...] bien puede suministrar una nueva visión del mundo, donde la naturaleza humana (podemos dar vida al concepto en una suerte de esencialismo estratégico) es entendida no como buena ni mala, sino como esencialmente ineficiente (p. 49).

Hay que suponer, continúa diciendo, que el ciudadano educado en el Ejército Universal aceptará de buen grado esa falta de eficiencia. En todo caso, no se aburrirá: Jameson no incurre en el error de dibujar una sociedad carente de conflictos interhumanos, sino que subraya cómo la desaparición de los antagonismos de clase hará aumentar los antagonismos individuales. Su realismo es saludable, máxime en el marco de una tradición acostumbrada a concebir la revolución como el punto final de todo conflicto:

¿Puede alguien de verdad creer que el disgusto visceral que a veces siente un individuo por otro desaparecerá en un mundo perfecto? ¿O que la rivalidad desaparecerá en las jóvenes generaciones, con independencia de las recompensas que puedan ofrecerse en lugar del dinero y el beneficio? ¿O, incluso, más seriamente, que el conflicto generacional no amenazará perpetuamente la reproducción social (incluyendo la del propio sistema utópico)? ¿O, finalmente, [...] que la envidia [...] dejará de atormentar a los individuos biológicamente incompletos que somos y que no dejaremos de ser, siquiera en el «paraíso»? (p. 64), ironiza Maldonado.

Jameson se apoya aquí, dice más adelante, en el agonismo político de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, pero sobre todo deja ver la influencia de Lacan y su identificación del «otro» como componente interno a nuestra propia subjetividad: envidiamos a los demás porque suponemos que experimentan un goce que a nosotros nos está vedado. La cura es, por ello, imposible y lo más que puede hacerse es abrazar el antagonismo social como rasgo permanente de cualquier colectividad imaginable: todos somos neuróticos en el sentido psicoanalítico y la sociedad, del tipo que sea, no puede ser sino una colección de neuróticos de varios tipos, cuya cohabitación nunca puede ser regulada de manera armónica o utópica (p. 77).

Una sociedad socialista sí sabrá, al menos, fomentar la conciencia individual de esta falta y de su insolubilidad, a diferencia de lo que sucede en una sociedad capitalista, donde ese sentimiento negativo trata de canalizarse hacia el consumo de bienes, afirma. A fin de acabar con la lacra del consumismo, Jameson prevé incluso la desaparición del dinero, que coexistirá en su utopía estadounidense con una redistribución bienes y plusvalías «absoluta». Sólo así podrá solventarse el problema del antagonismo individual y resolverse el obstáculo que representa el federalismo, que crea estructuras políticas separadas y desiguales que resisten toda homogenización.

Otros aspectos destacables de la sociedad futura concebida por Jameson, comenta Maldonado, tienen que ver con el equilibrio entre normalidad y excepcionalidad. Jameson trata aquí de cuadrar el círculo, al enfatizar la necesidad de dejar espacio en la utopía para «la pasión por la estabilidad y la continuidad, para un heideggeriano habitar la tierra» en coexistencia con «el disfrute de la aceleración, la novedad, la destrucción creativa y el movimiento perpetuo» (p. 78). A tal fin, piensa en unas «vacaciones desplazadas» con arreglo a las cuales la población de ciudades enteras intercambia sus lugares de residencia. No menos pintoresca es la solución que encuentra al problema de la criminalidad, entendida como una pulsión inerradicable: adoptar la propuesta del escritor de ciencia ficción Samuel Delaney e instituir un sector «liberado» donde todo esté permitido. Estas vías de escape son las que autorizan a Jameson a descartar el peligro del totalitarismo, a su modo de ver un problema menor al lado del que plantea el federalismo.

No obstante, añade, es en las páginas finales de su bosquejo utópico donde Jameson presenta una institución llamada a reemplazar de manera natural al gobierno y las estructuras políticas: la Agencia de Colocación Psicoanalítica [Psychoanalitic Placement Bureau]. Citando como precedente el «cálculo de las pasiones» ideado por Charles Fourier, nuestro autor atribuye a esta agencia la función de organizar y distribuir el empleo, así como asignar toda clase de terapias individuales y colectivas con el auxilio de sistemas informáticos complejos. Lo que se trata de organizar es un cuerpo social cuyos miembros participan en tareas productivas unas cuantas horas al día, quedando libres para hacer lo que deseen una vez que las concluyan. La existencia de una agencia así se explica por la creencia de Jameson en que la organización económica no plantea demasiados problemas: las horas de producción pueden calcularse, reducirse las horas, garantizarse un salario mínimo anual.

Y este, concluye Jameson, es el lugar donde empezar, una afirmación que ilustra admirablemente el celebrado novelista de ciencia ficción Kim Stanley Robinson en Mutt and Jeff Push the Button, la primera de las glosas que incluye este volumen: un relato breve cuyos protagonistas son dos informáticos que, tras una breve charla sobre las condiciones políticas existentes, deciden apretar el botón que reconfigurará la sociedad.

Se ha apuntado que los últimos años han conocido un resurgimiento de las obras dedicadas al fin del capitalismo, comenta: ensayos de distinto orden dedicados a preverlo, planificarlo o profetizarlo. Desde el poscapitalismo digital de Paul Mason (para quien el progreso tecnológico capitalista no podrá ser asumido por el propio capitalismo) al ejercicio de futurología de Peter Frase (quien dibuja un conjunto de escenarios que van desde el exterminismo al comunismo), pasando por el más riguroso análisis de Wolfgang Streeck (quien, no obstante, sostiene, a la manera clásica, que el capitalismo se derrumbará gradualmente debido a sus contradicciones internas). Sin embargo, ninguna de ellas hace una apuesta formal tan arriesgada como An American Utopia, inscrita en un género de hondas raíces en el pensamiento occidental y nunca desaparecido del todo. Antes de reflexionar sobre lo que nos dice Jameson, pues, hay que preguntarse por qué nos lo dice mediante la forma utópica, que naturalmente forma parte de lo que nos dice.

No hace falta detenerse demasiado en la bien conocida prosapia del género utópico, afirma más adelante, que tiene en la República de Platón una de sus primeras manifestaciones y se enriquece posteriormente con las aportaciones clásicas de Tomás Moro, Tommaso Campanella o Francis Bacon, hasta conocer en las últimas décadas aportaciones tan personales como las de Ursula K. Le Guin, Margaret Atwood u Octavia E. Butler. Interesa más elucidar cuál es el carácter del género, que presenta la imagen mental de una sociedad donde determinados principios ideales son aplicados en la práctica. Abundan las variaciones: si la utopía es la prueba de que esos principios son aplicables, la antiutopía es la afirmación de lo contrario, y la distopía, la figuración de un futuro catastrófico a partir de un presente defectuoso. A diferencia de otras manifestaciones del pensamiento político, la utopía se caracteriza por su atención al detalle: por una minuciosa descripción de la sociedad imaginaria, que a menudo atiende a aspectos marginados por el pensamiento abstracto. Sería un error, sin embargo, creer que las utopías se conciben siempre como modelos para ser aplicados. Más bien, como ha señalado Peter Stillman, pueden servir a distintos fines (reforma, transformación, crítica) empleando una misma estrategia: crear en el lector una sensación de extrañamiento respecto de su realidad que lo empuje a pensar de otra manera, en lugar de aceptar pasivamente la hegemonía del presente. Desde este punto de vista, hacer una lectura literal de la utopía sería una mala práctica interpretativa, por más que la vívida minuciosidad que suele caracterizarlas nos empuje en esa dirección.

Antes de elaborar una utopía propia, sigue diciendo, Fredric Jameson ya había dedicado su atención al género y sus múltiples manifestaciones. Es en su Archaeologies of the Future donde desarrolla una teoría política de la utopía que sitúa en su núcleo la dialéctica entre identidad (la sociedad existente) y diferencia (la sociedad posible).  Escribe nuestro autor: La forma utópica es en sí misma una meditación representacional sobre la diferencia radical, la radical otredad, y sobre la naturaleza sistémica de la totalidad social, hasta el punto de que uno no puede imaginar ningún cambio fundamental en nuestra existencia social que no haya sido antes prefigurado en una visión utópica, como las chispas que deja atrás un cometa.

Por eso atribuye a la «psicología de la producción utópica» una función epistémica colectiva, comenta, e identifica un «impulso utópico» que trasciende a las obras concretas y se manifiesta con fuerza en géneros aparentemente marginales, como la ciencia ficción. Ese impulso habría renacido en los últimos años, después de que la Guerra Fría hubiese «neutralizado» el género por la vía de convertirlo en instrumento anticomunista. Para Jameson, la utopía ha vuelto a cambiar de signo y está de nuevo al servicio de las fuerzas progresistas. No obstante, sugiere en An American Utopia, la utopía no puede limitarse ya a presentar los defectos de la sociedad contemporánea, sino que debe proponer versiones más elaboradas de un sistema social alternativo. Es como si Jameson urgiera a los pensadores de izquierda radical a dejarse de vaguedades y les instase a concretar a qué se refieren cuando hablan de subjetividades alternativas y futuros contrahegemónicos a fin de que podamos evaluar su deseabilidad. Esa concreción es la que lleva él a cabo en la obra que nos ocupa, respondiendo con cierto detalle a aquellas preguntas que resulta más fácil dejar sin respuesta. Tal como escribía Quentin Skinner en el prólogo a su utopía: «¿Qué hay de la economía y del gobierno? ¿No debemos responder también a esas preguntas? Bien, no estoy seguro de que debamos». Honra a Jameson que las aborde; cuestión distinta es que sus respuestas resulten satisfactorias.

Pero tampoco está claro que debamos tomarnos en serio esas respuestas, dice Maldonado. ¿No supondría eso incurrir en una lectura literal de esta utopía estadounidense y reducir con ello el abanico potencial de sus significados? En su contribución al volumen, el filósofo alemán Frank Ruda relata cómo el día en que Jameson presentó su propuesta en el Graduate Center de la City University de Nueva York, el público rompió a reír de manera espontánea. La utopía de Jameson, dice Ruda, es «una utopía cómica» (p. 208). A sus ojos, Jameson formula una propuesta imposible y eso la mantiene arraigada en el género utópico, por cuanto una utopía imaginable cambia inmediatamente de carácter. Su valor reside entonces en hacernos ver que incluso en una sociedad utópica seguiríamos siendo freaks sujetos a deseos irrealizables y envidias permanentes; estamos, pues, ante una terapia. También la filósofa feminista Kathi Weeks apuesta por no leer literalmente −o no del todo− la obra de Jameson, apostando más bien por la función negativa de la utopía como mecanismo de distanciamiento. Podríamos, asimismo, leerla como una ficción: en el epílogo del libro, Jameson sostiene que el socialismo no será posible sin un nuevo cuerpo de fantasías e imágenes capaces de superar las que emanan del capitalismo tardío. Hay que pensar que su utopía tiene por objeto contribuir a la construcción de ese imaginario y dotarlo de fuerza afectiva, aunque Jameson escribe una reflexión teórica y no una narración literaria.

No son pocos los pensadores que se decantan en este mismo volumen por una interpretación más o menos literal, comenta. Saroj Giri encomia a Jameson por haber encontrado una manera de resolver −nada menos− el problema de la relación entre libertad individual y democracia, mientras que Agon Hamza valora sobre todo el «programa positivo» contenido en la obra, que habrá por ello de ser juzgada en función de «los efectos que tiene sobre el pensamiento contemporáneo» (p. 153). Todos los demás, de Jodi Dean a Slavoj Žižek, proceden a discutir las propuestas concretas que Jameson pone sobre la mesa: el ejército como poder dual, la Agencia Psicoanalítica de Colocación, la relación entre trabajo y ocio. Desde luego, es difícil tomarse en serio un organismo llamado «Agencia Psicoanalítica de Colocación», por no hablar del intercambio de viviendas entre ciudades enteras o la instauración de un sector social en el que no rijan las leyes penales: son ideas tan delirantes que quizá sólo puedan tomarse en serio «rebajándolas» a la categoría de ficciones literarias. Pero, si es el caso, ¿por qué leer An American Utopia? Si es una broma destinada a inocular en nosotros una distancia crítica respecto del presente, ¿por qué discutir sus detalles? Si es una alegoría, ¿dónde queda la realidad?

Recordemos que el propio Jameson es ambiguo acerca del estatuto de la obra, comenta, oscilando en todo momento entre la propuesta utópica y el programa político. Y no cabe duda de que el empleo del ejército como poder dual pertenece al segundo, aun cuando el bosquejo de la sociedad resultante se inscriba en la primera. Pero, a su vez, los principios generales que dan forma a la utopía no son utópicos en sí mismos, sino dignos de discusión. E incluso los aspectos más cómicos de la misma, como la Agencia Psicoanalítica de Colocación, han de debatirse como si se planteasen en serio y fueran realizables. ¿No es el como si la instancia fundacional que comparten la utopía y el pensamiento político normativo en sus respectivas meditaciones sobre lo deseable? Aunque la etimología de la palabra ya manifieste con claridad que lo propio de la utopía es presentar un lugar que no existe ni puede existir, la única manera de honrar la propuesta de Jameson es discutirla como si pudiera realizarse.

Allí donde otros autores eligen comunidades pequeñas que sirven como experimentos piloto para construir una sociedad alternativa, señala después, Jameson trabaja a lo grande: su propósito es acabar con el capitalismo y ello exige una considerable concentración de poder, aunque nuestro autor se limite a la transformación inicial de la sociedad norteamericana. Es la necesidad de esa concentración la que explica la elección del ejército como instrumento del poder dual, pues su implantación federal haría posible vencer la resistencia ejercida por las unidades políticas individuales que no desean perder sus privilegios o sacrificar su identidad. En este aspecto, su utopía no se aleja demasiado de los planteamientos comunistas clásicos, por cuanto el cambio social es impuesto mediante un poder centralizado más que decidido por sus protagonistas. Naturalmente, Jameson no habla en esos términos, sino que imagina una transición gradual caracterizada por un desplazamiento de la legitimidad: el ejército la acumularía, el gobierno central la perdería. Es verdad que, como le reprocha Žižek, aquí se desmantela el aparato estatal tradicional. Pero otras facetas de su propuesta delatan la naturaleza coercitiva del proyecto, que no ha pasado inadvertida para los propios comentaristas de izquierda.

Así, señala más adelante, Jodi Dean lamenta que el ejército universal −colectividad en la que uno no elige integrarse− opere en la práctica como mecanismo despolitizador, al generar una población «maquinal» organizada en términos económicos a través de la Agencia de Colocación Psicoanalítica. Tanto él como Hamza prefieren, por eso, un partido universal antes que un ejército. Por su parte, Kathi Weeks plantea la dificultad de concebir un ejército libre de connotaciones masculinas: simbólicamente, es una institución desafortunada. Desde luego, no es la primera vez que alguien defiende la función cohesionadora de la conscripción obligatoria y la subsiguiente creación de un espacio de convivencia entre personas de distinto origen social. Entre nosotros, Rafael Sánchez Ferlosio se opuso a la abolición del servicio militar invocando argumentos de corte republicano, arguyendo que un ejército profesional es un ejército mercenario y no un «ejército de ciudadanos» capaz de oponerse a decisiones políticas injustas. Pero Ferlosio está pensando en sociedades democráticas, y no en el empleo del ejército como herramienta para un cambio social radical. La utopía estadounidense de Jameson comienza así con un acto de coerción: la inclusión forzosa de todos los ciudadanos en una institución militar común a todos. ¿Y cómo podría suceder esto? Según cuenta Žižek, interrogado en el seminario neoyorquino cómo imagina que pudiera llegar a aplicarse su conscripción forzosa, Jameson respondió que probablemente de resultas de una catástrofe ecológica. Y Žižek mismo se plantea si no es triste que la izquierda radical haya de ser salvada por una catástrofe. Tan triste, podemos añadir, como ver aplicado su programa mediante la militarización obligatoria.

Pero los ribetes autoritarios −o antipolíticos− de la utopía jamesoniana no terminan aquí, señala el profesor Maldonado. Recordemos que no será el individuo quien decida qué tipo de contribución hace a la vida productiva, en función de sus gustos o habilidades, sino que esa decisión corresponderá a la Agencia de Colocación Psicoanalítica.  Más aún, esta forma organizativa es burocrática y no política: Jameson incurre en el viejo defecto marxista de suprimir la esfera política, pese a que no es tan ingenuo como para esperar una desaparición de los conflictos individuales en la sociedad sin clases. Si no hay forma de gobierno en la utopía estadounidense, sin embargo, es porque se espera que el fin del capitalismo sea también el fin de los conflictos propiamente políticos. Tiene su lógica: la construcción de un enemigo todopoderoso −el capitalismo tentacular − sólo puede conducir a una sociedad liberada de sus males. Es por eso especialmente llamativo que la crítica frontal al capitalismo no se corresponda con un conocimiento suficiente de su funcionamiento, como queda de manifiesto cuando Jameson esboza los principios organizativos de la «estructura» económica de su sociedad utópica.

El veterano pensador norteamericano, señala, razona como si las virtudes productivas del capitalismo pudieran replicarse en ausencia de las instituciones que lo hacen posible. Así, por una parte, la productividad y la tecnología se dan por supuestas, incluso en ausencia de un sistema motivacional −ligado sobre todo a las recompensas salariales− capitalista. Se nos da a entender que seremos productivos y seguiremos innovando, sin aclararse cómo, porque lo que interesa a Jameson es decidir cómo vamos a distribuir los frutos de ese dinamismo económico. Pero, ¿habrá empresas, competencia, precios? En realidad, ni siquiera habrá dinero: Jameson propone su abolición a fin de suprimir con ello el consumo desordenado de bienes que identifica como principal enfermedad moral del capitalismo. Los bienes y las plusvalías serán redistribuidos de manera «absoluta», aunque no tengamos una noción clara de la procedencia de esas plusvalías, ni se pondere el efecto que una redistribución así tiene sobre las motivaciones individuales; aunque algo sí sabemos gracias a la historia del comunismo soviético. Su concepción del mercado de trabajo no es menos pintoresca: la Agencia de Colocación Psicoanalítica funciona porque se deposita una fe injustificada en la planificación centralizada, que hace posible calcular las horas de producción necesarias y garantizar un salario mínimo anual (pagadero en especie, hay que suponer). Incurre Jameson en la clásica falacia que imputa un número fijo de empleos disponibles a una economía con independencia de lo que suceda en esa economía. ¡No digamos si esos empleos son asignados al margen de nuestras competencias o talentos! Nada de esto tiene mucho sentido, o sólo lo tiene para quien participe de una visión simplista del mercado, pero ya se ha apuntado antes que Jameson guarda un as en la manga: la deslegitimación cultural de la eficiencia.

Su argumento es que la revolución cultural que la utopía presupone y fomenta tiene como tema central una reivindicación de la naturaleza «ineficaz» de los seres humanos, afirma. De qué manera encajan entre sí la crítica de la eficiencia y el elogio de la disciplina militar es algo que no podemos saber. Y aunque no hay nada que objetar a la crítica de los excesos cometidos en nombre de la eficiencia, ¿cree Jameson que la eficiencia es un fin en sí mismo, una herramienta ideológica diseñada para convertirnos en esclavos del sistema económico? Seguramente su cristalización pueda explicarse de manera mucho más sencilla en el marco de la competencia económica e intelectual, como un proceso espontáneo de mejoramiento que debe mucho a la experiencia comparada entre distintos modelos de gestión y manufacturación. En cualquiera de los casos, suponiendo que se creasen aquellos incentivos negativos que fomentasen la ineficiencia, ¿cómo podría hacerse realidad la utopía abundantista de Jameson? Porque se da por hecho que la combinación de productividad y tecnología generará una riqueza que debe ser redistribuida de manera «absoluta», pero simultáneamente se denuesta la eficiencia que la hace posible. En la utopía estadounidense así pergeñada, ¿quién se ocuparía de que las estanterías de los supermercados estuviesen llenas de productos, de la innovación médica, de los rendimientos agrícolas, de garantizar la movilidad individual y colectiva, de la seguridad alimentaria, de la sostenibilidad medioambiental, de la producción editorial, del funcionamiento de Internet, del orden público, de impartir justicia? ¿Sería todo esto hacedero con la ineficacia por bandera? ¿Aceptarían los ciudadanos de esa sociedad un estado de cosas semejante? ¿Cómo se compadece una economía estacionaria con el dinamismo y la aceleración que Jameson admite como parte de la buena vida en su utopía?

Aunque Jameson responde a muchas preguntas que otros dejan en blanco, continúa diciendo, es aún mayor el número de las que esperan respuesta. Tal como expone Gerald Gaus en su reciente trabajo sobre las teorías ideales, cuando una filosofía política pasa de hacer juicios abstractos sobre la justicia a presentar recomendaciones organizativas, no puede limitarse a justificar sus preferencias normativas: tiene que apoyarse en otras disciplinas para exponer seriamente el modo en que su sociedad ideal funcionaría. Y eso Jameson, apoyándose en la naturaleza utópica de su propuesta, no lo hace.

Nos encontramos, señala, así con un programa político consistente en la militarización universal y forzosa de la población, que da paso a una propuesta utópica cuyo aspecto central es el desmantelamiento del capitalismo y su reemplazo por una forma centralizada de organización social. En ella, el empleo es asignado con ayuda de algoritmos y el individuo apenas trabaja tres o cuatro horas al día antes de dedicarse a aquello que le plazca, todo ello en un contexto de abundancia material no reñido con la animosidad interpersonal. Así es, a grandes rasgos, la utopía estadounidense de Fredric Jameson. Y cabe preguntarse: ¿es esta la alternativa que la izquierda marxista opone al capitalismo liberal-democrático en la segunda década del siglo XXI?

Todo depende del punto de vista del observador, comenta. Para Žižek, la propuesta de Jameson es un ejercicio de realismo en la persecución de la sociedad comunista. Es, en otras palabras, «un gran paso en la dirección de la censura de nuestros sueños» (p. 279). La razón es que Jameson se atreve a romper algunos de los viejos tabúes de la izquierda revolucionaria: rechaza por igual el socialismo de Estado de corte leninista-estalinista y la visión libertaria del comunismo como red asociativa, acepta la pervivencia del resentimiento en la sociedad sin clases, y acepta la separación de producción y placer en la sociedad comunista: mañanas productivas, tardes placenteras. Por todo ello, Žižek incluye la utopía estadounidense de Jameson dentro de esas «semillas de la imaginación» (expresión que parafrasea un título anterior de Jameson) que han de plantarse para poder imaginar de nuevo una sociedad comunista. Son, pues, razones internas a una literatura fascinante y esotérica cuya conexión con la realidad social se antoja dudosa. Que la izquierda marxista tiene un sentido peculiar del realismo se demuestra en sus consideraciones sobre el comunismo histórico: Jodi Dean lamenta el final de la Unión Soviética debido a que con ella se derrumbó «el sujeto sobre el que proyectaba la creencia, el sujeto a través del cual otros creían» (p. 127), mientras que Žižek ve en las sociedades comunistas «territorios liberados» del capitalismo totalitario.

¿Qué pensar?, se pregunta. Es patente que nos encontramos, para empezar, con una severa discrepancia en el diagnóstico. Si las sociedades liberal-capitalistas son contempladas −en un mashup de Marx con Foucault− como órdenes injustos y desiguales donde las libertades individuales carecen de contenido real a causa del control social de la subjetividad individual, la utopía estadounidense de Jameson no tendrá mal aspecto. Pero si se arroja sobre nuestra realidad social una mirada más templada y se comparan los datos disponibles −sobre renta per cápita, pobreza, asistencia sanitaria, desigualdad entre regiones y países, acceso a bienes básicos, posición social de la mujer o tolerancia hacia formas de vida alternativas− con los de hace cincuenta o cien años en las propias sociedades liberales, no digamos en las comunistas, el veredicto no puede ser tan negativo.

Desde luego que no vivimos en el mejor de los mundos posibles, comenta, pero quizá sí en el mejor de los que han existido hasta el momento: esto es poco, pero es algo. Y a la vista de la experiencia histórica, no puede proclamarse tan alegremente que una sociedad comunista mejorará a las sociedades liberales: no se encuentran pruebas de esta afirmación por ninguna parte. Sin duda, el impulso utópico es comprensible, porque la utopía acaso exprese eso tan humano que es la frustración: frustración, a la vista del sufrimiento y las privaciones de tantos, por que las cosas no puedan ser de otra manera. Pero es que hoy, tras siglos de experimentación económica e institucional, sabemos que algunas cosas no pueden ser de otra manera o no pueden serlo inmediatamente; lo que, claro, nos frustra aún más.

Nada de esto quiere decir, concluye su reseña el profesor Maldonado, que no sea legítimo presentar eso que Žižek ha descrito como el problema del bien común, ni que el comunismo sea una idea que deba ser excluida del debate teórico y público. Tampoco que las utopías, entendidas como maniobras de extrañamiento respecto del presente, hayan dejado de ser útiles. Pero no puede ocultarse que el pensamiento anticapitalista atraviesa una notable crisis de credibilidad cuya causa mayor es la ausencia de una alternativa sistémica al capitalismo liberal. Hay críticas y objeciones, así como propuestas de reforma parcial; pero no una idea de sociedad a la vez radicalmente diferente y políticamente viable. Esto puede explicarse por el propio dinamismo del sistema capitalista, por el éxito institucional de la socialdemocracia, por la velocidad del cambio tecnológico, por el fracaso de la alternativa comunista en el siglo XX o por el disfrute (alienante o no) que experimentan los individuos en el capitalismo de consumo. El hecho es que casi treinta años después de que Fukuyama proclamase el fin de la historia, la izquierda marxista no tiene ningún modelo viable que oponer a las sociedades abiertas que combinan democracia representativa, libre mercado y asistencialismo estatal: sólo una enmienda a la totalidad de gran sofisticación teórica y escaso impacto social. Y es éste un vacío que la utopía estadounidense de Jameson, con su militarización universal y su agencia de colocación psicoanalítica, viene involuntariamente a confirmar.




Desfile militar en Corea del Norte



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3593
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 31 de octubre de 2016

[Historia] Los socialistas, la democracia y la monarquía



La diosa Clío, musa de la historia


Para cuando ustedes lean esta entrada en Desde el trópico de Cáncer, Mariano Rajoy, del partido popular, ya habrá sido investido como presidente del gobierno de España por el Congreso, gracias a la abstención de 68 diputados del partido socialista. Yo hubiera preferido otro presidente del gobierno para mi país, pero es lo que hay. 

Aunque me defino de izquierdas y socialdemócrata, y por tanto no marxista, no estoy afiliado a ningún partido. La mayor parte de mis amigos se declaran de izquierdas, muchos socialistas, y algunos, menos, votantes de Podemos. Por respeto a ellos, a los primeros, no he querido intervenir en exceso en la polémica que ha sacudido hasta los cimientos a los afiliados, votantes y simpatizantes del partido socialista. Pero me duele la polémica porque creo que se han formulados juicios precipitados sobre la misma. Creo que se equivocan muchos de sus afiliados, votantes y simpatizantes cuando piensan que lo que han hecho los diputados del partido socialista al abstenerse es una traición a sus principios; creo que se equivocan cuando piensan que la ideología y los principios del socialismo deben estar por encima de los principios de la democracia; creo que se equivocan cuando piensan que hay otras formas de democracia distintas y mejores que la representativa; y creo que se equivocan cuando piensan que la Transición fue un enorme engaño en el que cayeron, como imbéciles, los dirigentes socialistas de aquel entonces. No; creo honestamente que se equivocan los que así piensan, porque tanto los diputados socialistas de 1978, con Felipe González a la cabeza, como los 68 diputados socialistas de octubre de 2016, han antepuesto los intereses de todos los españoles y de una democracia que acoja a todos ellos, sean estos de derechas o de izquierdas, al triunfo improbable y siempre parcial de sus propios intereses como partido. Y creo que se equivocan también aquellos socialistas que enarbolan como propia, con honestidad no exenta de nostalgia pero también con ignorancia, la bandera tricolor de la II República, rechazando como ajena la que lo es de todos desde hace más de 250 años. La bandera tricolor es el símbolo de una democracia perdida y añorada, pero que nunca lo fue; porque no la dejaron, sí, pero porque tampoco supo ser la de todos y para todos por desgracia para los españoles.

Ese mismo reconocimiento a los socialistas de 1978 lo hago extensivo también con todo merecimiento al partido comunista español y a sus dirigentes de aquel momento histórico, y a su secretario general Santiago Carrillo. Que fuera oportunismo su gesto de aceptación de la monarquía y la bandera de todos, se me escapa. Pero fue un gesto que hizo posible el inicio de la paz y la reconciliación de los españoles de buena fe, y de una verdadera democracia por vez primera en toda nuestra historia. Paz y reconciliación que 38 años después algunos, no de tan buena fe como cabría esperar, se empeñan en negar, desde la derecha y desde la izquierda. 

Ignoro si mis palabras anteriores van a molestar a algunos lectores habituales del blog y desilusionar a algunos amigos. Lo siento. Por ellos, y por mí sobre todo, porque nunca he antepuesto mis ideas políticas a mi relación con las personas, y menos aún con mis amigos. Pero algunas veces, aunque, no soy de los que creen eso de que la verdad nos hace siempre libres, conviene decir lo que uno piensa para que otros no crean eso que dicen también de que el que calla otorga.

Les pido perdón por este largo excurso porque la verdad es que el motivo de esta entrada no era hablar de la elección de Mariano Rajoy como presidente del gobierno sino de un libro recientemente publicado sobre la interesante y complicada historia del socialismo español con la democracia y la monarquía (y la república).

Manuel Álvarez Tardío, profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Rey Juan Carlos, autor de Anticlericalismo y libertad de conciencia. Política y religión en la Segunda República Española (1931-1936) (Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2002); El camino a la democracia en España. 1931 y 1978 (Madrid, Gota a gota, 2005); y, con Roberto Villa García, El precio de la exclusión. La política durante la Segunda República (Madrid, Encuentro, 2010), publicaba hace unos días en Revista de Libros un artículo titulado "Los socialistas y la monarquía", reseñando el reciente libro del también historiador Juan Francisco Fuentes, titulado Con el rey y contra el rey. Los socialistas y la monarquía. de la Restauración canovista a la abdicación de Juan Carlos I (1879-2014) (Madrid, La Esfera de los Libros, 2016)

Muy pocos días después del golpe de los bolcheviques en Rusia, señala el profesor Álvarez Tardío, en plena Guerra Mundial, "El Socialista" reconocía abiertamente en su editorial el «asombro y dolor» por una acción que podía poner en peligro la victoria de los aliados. Pero había también algo más en esas reservas. Varios meses más tarde, Pablo Iglesias mantenía una posición de abierta discrepancia, calificando lo de los bolcheviques como una «perturbación». A la vez, justificaba la huelga general apoyada por los socialistas españoles en 1917 y señalaba que entre los objetivos de esa acción estaba conseguir una república en la que las organizaciones obreras fueran influyentes. Quedaban por delante meses de profundas discusiones y congresos extraordinarios hasta la derrota de los terceristas y la consumación de la escisión comunista. Eran los años, además, de la crisis de la Monarquía de la Restauración, en los que los socialistas españoles se enfrentaban a problemas domésticos decisivos para su futuro. Por entonces, pese a sus más de treinta años de vida, no eran ni de lejos el grupo de gran afiliación e influencia que llegarían a ser a partir de 1931. Su capacidad para competir con éxito en las elecciones y consolidar un partido que les permitiera ser un factor de peso en la redefinición constitucional del régimen de 1876 venía dado no tanto por los posibles obstáculos que impedían la democratización de la monarquía, como por una evidente y paralizante ortodoxia marxista, en virtud de la cual buena parte de la elite socialista seguía instalada en posiciones ambiguas y radicales que no contribuían a desterrar el lenguaje de la dictadura del proletariado y la lucha de clases en beneficio del de los derechos individuales y el reformismo parlamentario. Si ya hacía casi veinte años que Eduard Bernstein había explicado a sus compañeros alemanes que el socialismo no era un punto de llegada, sino un camino, y que si la libertad y la dignidad del individuo se subordinaban a la revolución el resultado no podía ser otro que una nueva forma de tiranía de partido, en la mayoría de los socialistas españoles esas reflexiones no habían calado. Actuaban con cierta prudencia en beneficio de la estabilidad de su organización, y tanto por ese pragmatismo como porque advirtieron que la dictadura del proletariado de Lenin era la dictadura del partido bolchevique, se mantuvieron a cierta distancia del aventurismo revolucionario.

Por eso, dice más adelante, en parte, reaccionaron como lo hicieron cuando, en septiembre de 1923, un golpe de Estado acabó con el orden constitucional, es decir, no secundaron ninguna acción de movilización y protesta y esperaron a ver venir los acontecimientos. Porque su línea de acción hasta finales de 1930 puede definirse como la de un conservadurismo notable de la organización, no incompatible, antes al contrario, con una ortodoxia marxista totalmente ajena al revisionismo bernsteiniano y, por tanto, basada en la idea de que no había, para ellos, motivo alguno para preferir instituciones liberal-constitucionales antes que cualesquiera otras mientras el orden socioeconómico y, por tanto, la lucha de clases estuvieran vigentes. Pablo Iglesias había hablado de República en 1918 y seguiría hablando de dictadura del proletariado. Pero el rasgo fundamental que caracterizaba a los socialistas españoles antes de 1930, y que explica su reacción acomodaticia con la dictadura de Primo de Rivera, no consistía en situarse, primero y por encima de todo, en el debate entre libertad y despotismo, sino en considerar ese debate una preocupación pequeñoburguesa que podía distraerles en el camino de la consolidación de su organización sindical y en la preparación del terreno para la inexcusable, aunque ciertamente imprecisa y siempre inalcanzable, revolución social. Así las cosas, la monarquía, el parlamento, las elecciones y, más globalmente, las instituciones del Estado de derecho, eran asuntos con los que relacionarse de forma problemática e imprecisa, advirtiendo en última instancia que todo eso no formaba parte de su camino y de sus preocupaciones, si bien puntualmente podían dedicarle alguna atención. Monarquía o república eran cuestiones accidentales, hasta el punto de que monarquía seguía siendo España cuando ellos colaboraron con la dictadura de Primo de Rivera.

Y esa percepción, sigue diciendo, sólo cambió cuando se decidieron a apoyar el movimiento republicano en 1930 y se encontraron, literalmente de la noche a la mañana, en abril de 1931, con que podían profundizar en la línea iniciada en los años previos y utilizar el poder, ahora republicano, para consolidar su posición sindical y modificar más profundamente las normas del mercado laboral y el campo educativo como paso previo a transformaciones más profundas. No formaban un bloque monolítico y existían, obviamente, diversas corrientes internas y liderazgos que rivalizaban entre sí provocando fuertes tensiones internas. Pero la etiqueta del accidentalismo era, probablemente, lo que mejor casaba con la trayectoria del socialismo español desde principios de siglo hasta el tiempo de la Segunda República. Porque, como se demostró con la llegada de esta última, lo relevante, para ellos, no era en absoluto la conciliación de la teoría liberal del Derecho con una postura de socialismo reformista –el sector que más se acercaba a esa posición nunca fue muy fuerte–; no, dentro de objetivos sindicales y políticos muy concretos, articulados de forma imprecisa en torno al lenguaje de la revolución, república o monarquía eran cuestiones accidentales en un camino en el que lo importante era derribar obstáculos tradicionales y afianzar la organización: claro está que a costa de anarquistas y católicos. No en vano, cuando empezó el debate constituyente de la república, los socialistas no sólo carecían de una propuesta concreta para articular institucionalmente la división de poderes, sino que su mayor preocupación, como reconoció abiertamente su jurista de cabecera, Luis Jiménez de Asúa, era hacer o no hacer una Constitución de partido. Es decir, la república como entramado institucional al servicio de la libertad individual, el pluralismo y la competencia pacífica por el poder no era una convicción socialista, ni siquiera una preocupación prioritaria. La república importaba como entramado de poder al servicio de conquistas concretas y progresivas que permitieran, bajo la etiqueta de reformas, justificar su colaboración.

Cuarenta y seis años más tarde, en 1977, continúa diciendo, no sólo habían cambiado las elites del socialismo español, sino que también lo habían hecho las circunstancias nacionales e internacionales. Había pasado, además, mucho tiempo, el suficiente para reflexionar a fondo sobre el papel del PSOE en la política de los años treinta y encajar, incluso, algo de autocrítica respecto de la quiebra de la democracia y el transcurso de la Guerra Civil. Pero lo más importante, por lo que se refiere a la inminente conciliación de socialismo, democracia representativa y monarquía, residía en una audaz apuesta de una nueva elite que comprendió dónde había estado buena parte del problema de su partido antes de 1936. Lo expresó muy bien el socialista Gregorio Peces-Barba en un artículo publicado en la revista Sistema en abril de 1977, cuando escribió sobre los impedimentos que habían «retrasado la existencia de una teoría socialista del Derecho y del Estado» que fuera ¡nada menos! que «integradora de la teoría liberal democrática». Los impedimentos no eran otros que las raíces de la ortodoxia marxista que había acompañado a los socialistas desde los tiempos de Pablo Iglesias: la llamada «determinación de la superestructura, y dentro de ella del Derecho y del Estado por la infraestructura de las relaciones de producción, de una manera simplista y mecánica y la progresiva desaparición del Derecho y del Estado en la sociedad socialista». Todas esas «barreras para la reflexión» de las que hablaba Peces-Barba eran, en realidad, las barreras intrínsecas al marxismo socialista que habían impedido, tanto en tiempos de la monarquía de Alfonso XIII como en el de la Segunda República, colocar al PSOE en una posición que sí adoptaría en 1978: aquella desde la que la «perspectiva liberal democrática» no era el enemigo a derrotar, sino el elemento a integrar en una reformulación del socialismo en la que quedara claro que el Estado de derecho y la protección jurídica de los derechos individuales no podían ser elementos irrelevantes en una discusión ideológica que primara elementos «tan inmaduros y tan toscos como el de dictadura del proletariado». De este modo, los dirigentes socialistas iban a desembocar en el trascendental debate constituyente desde una posición para la que la monarquía no tenía por qué ser un obstáculo, sino todo lo contrario, en el proceso de construcción de un Estado nuevo que podía y debía integrar elementos de una teoría del Derecho socialista a partir de la «continuidad dialéctica», que no del enfrentamiento estéril, entre lo que Peces-Barba llamaba «liberalismo-democracia y socialismo».

Cómo pudo llevarse a cabo ese tránsito, señala, entre un socialismo accidentalista que abrazó la Segunda República como oportunidad de transformación radical del país en el marco de un régimen acaparado por las izquierdas, hasta un socialismo democrático que, sin dejar de ser accidentalista, se aferró a la monarquía «de todos los españoles» para construir un Estado de derecho que era antes liberal que socialista, pero que abría enormes oportunidades de transformación social y económica, es una de las historias más fascinantes de la compleja evolución de la política española en el siglo XX. Y esa historia es la que ha contado y analizado Juan Francisco Fuentes en su último libro: Con el rey y contra el rey. Los socialistas y la monarquía, bien editado por La Esfera de los Libros.

Fuentes es uno de los mejores historiadores de la política española del siglo XX, dice más adelante, como ha demostrado ya con varios títulos, entre los que destaca la sobresaliente biografía de Adolfo Suárez. Además, su buen conocimiento del socialismo español –publicó también una biografía de Largo Caballero– y, en general, de la complejidad de la evolución institucional de nuestro país, son credenciales más que suficientes para abordar una cuestión tan espinosa como una historia del socialismo español en sus más de ciento treinta años de vida. Porque el libro Con el rey y contra el rey no es solamente una narración de la relación entre el partido de Pablo Iglesias y la monarquía, sino un intento de explicar las claves de una evolución cargada de paradojas y no pocos sinsentidos entre los socialistas, la revolución y la democracia.

Uno de los méritos indudables del trabajo que ha realizado Fuentes, añade, es que no renuncia a plantear ninguno de los problemas que han jalonado la larguísima trayectoria del socialismo español. Con todo, si bien el libro aborda en sus comienzos la mala relación del PSOE con la monarquía de la Restauración, el grueso del mismo está centrado en la evolución de los socialistas tras la Guerra Civil y su incuestionable e importante contribución a la construcción de una democracia inclusiva (ahora sí) a partir de 1977. Como explica Fuentes, «la república nunca fue una prioridad para los padres fundadores del PSOE» (p. 425). Se comprende peor por qué, manteniendo vigente la lógica del análisis marxista, dejaron de considerar que era una «falsa ilusión» y se comprometieron con la República de 1931. Pero, como señala Fuentes, lo indiscutible (si bien casi desconocido por las elites del socialismo de la era pos-Rodríguez Zapatero) es que lo de los años treinta fue «una mala experiencia», y no sólo por la guerra. Sin esta consideración no se entiende, como ha explicado el autor, que durante los años del exilio fuera fraguándose una autocrítica y un balance del tiempo pasado que, sumado al cambio de contexto social, económico e internacional, preparó a los socialistas para convertirse en protagonistas de una democratización que, como pedía Peces-Barba, no aspiraba a demoler, sino a integrar una teoría del Derecho liberal. El porqué no siguió siendo un obstáculo la monarquía fue, como explica Fuentes, primero por el hecho de que los socialistas ya se habían acostumbrado a negociar con monárquicos para acabar con Franco antes de 1975, pero, sobre todo, porque Felipe González y otros altos dirigentes socialistas de la Transición comprendieron algunas lecciones centrales del pasado y, a diferencia de la experiencia de los años treinta, no permanecieron presos de las trampas que se derivaban de sus obsesiones ideológicas. Así, comprendieron que si la monarquía contribuía a una «ruptura» constitucional pactada e integradora, no cabía sino darle la bienvenida. Es verdad que no fue un camino fácil y el libro de Fuentes demuestra que no siempre la aceptación de la monarquía llegó con una sólida reflexión histórica y teórica, sino por pura contemporización y cálculo de intereses. Pero esta vez, al menos, el pragmatismo y el accidentalismo contribuyeron a una posición política basada en la weberiana ética de la responsabilidad.

Pero el libro de Fuentes no acaba ahí, concluye diciendo. Buena parte de su valor reside, además, en que el lector encontrará otras doscientas páginas más, después del análisis de la transición a la democracia, sobre la evolución de los socialistas en la monarquía parlamentaria desde 1979 hasta hoy. Páginas en las que se formulan algunas respuestas a preguntas de tanta actualidad como son la relación entre los presidentes del gobierno y el titular de la Corona o la verdadera dimensión del papel del rey en la política exterior. Lo cierto, en todo caso, es que buena parte de esa larga historia lo es de liderazgos o de su ausencia, y también, por tanto, de relaciones personales, sin las que no se entiende no ya el binomio socialismo-monarquía, sino la relación entre el PSOE y la democracia representativa. Hace bien Fuentes en concluir citando unas palabras pronunciadas por Felipe González a mediados de 2014 y que reflejan buena parte del problema, a la vez que solución, de la cuestión socialismo-monarquía en la España del siglo XX: «Mis compañeros se confunden al decir que los socialistas siempre hemos sido republicanos. No es así. Éramos accidentalistas».



Manifestación republicana



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




Entrada núm. 2997
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)