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lunes, 8 de junio de 2020

[TEORÍA POLÍTICA] Ciberleviatán



El filósofo Karl Popper


Cuando Popper -escribe en Revista de Libros [¿El ocaso de la sociedad abierta? Mayo, 2020] el historiador Rafael Núñez Florencio- publicó el libro que le daría fama y se convertiría en un clásico del pensamiento del siglo XX, La sociedad abierta y sus enemigos (1945) no podía en modo alguno vislumbrar que la gran amenaza para el orden liberal y el pensamiento crítico no vendría de sus llamados adversarios tradicionales —aquellos contra los que se dirigía la obra— sino del progreso científico y tecnológico. En términos políticos, durante la casi totalidad del citado siglo, los mayores antagonistas de los regímenes democráticos eran fácilmente identificables: fascismo y comunismo —las dos caras del totalitarismo— y dictaduras civiles o militares —autoritarismo—. Derrotados militarmente los sistemas fascistas y desacreditadas las dictaduras, el tercer acto, la implosión del socialismo real entre 1989 y 1991, parecía sancionar el triunfo definitivo del liberalismo y la democracia, el «fin de la historia» (Fukuyama dixit).

No duró mucho la euforia, si realmente hubo tal. Pocas victorias han sido tan silentes, quizá porque la mentalidad liberal acarrea una mala conciencia histórica, como si tuviese que hacerse perdonar un pecado original de indiferencia o simple postergación de las otras dos proclamas revolucionarias, igualdad y fraternidad (léase, en términos actualizados, justicia social). Pero más importante que este complejo liberal era el hecho de que en la pujante sociedad occidental —en buena medida como consecuencia de su propio éxito— se estaba incubando el huevo de la serpiente: el peor enemigo —una vez más en la historia— no era el que se divisaba enfrente sino el que nacía en el propio seno de una sociedad que parecía satisfacer todas las necesidades humanas y, aun así, se abría a un progreso incesante como punto último de referencia. De aquí precisamente vendría el problema, tan insidioso como inevitable.

Siendo un elemento predecible en sus líneas esenciales, el avance científico y tecnológico ha adquirido en los últimos tiempos un sesgo desconcertante para los seres humanos, probablemente por su desarrollo exponencial. Como se ha dicho en múltiples ocasiones, hoy día cualquier teléfono móvil es más sofisticado que toda la tecnología que usó la NASA hace medio siglo (1969) para llevar el hombre a la luna. Por resumir y simplificar en una acuñación que lo englobe todo, la llamada inteligencia artificial condiciona o, mejor dicho, determina nuestras vidas hasta sus aspectos más nimios. Los requisitos tradicionales para una existencia plenamente humana se han puesto patas arriba en cuestión de pocos años. En la actualidad todo, de la educación al ocio, pasando por la asistencia sanitaria o cualquier otro tipo de interacción social, transita necesariamente por Internet y el acceso a un inmenso depósito de datos y conocimientos. Un mundo insondable que, a falta de mejor término, hemos denominado con notoria imprecisión «realidad virtual».

La imparable tendencia del Estado al control de los individuos —que viene de algunos siglos atrás— ha encontrado en ese desarrollo tecnológico un arma formidable, que implica a su vez un cambio cualitativo en la relación entre el poder y los ciudadanos. ¿Vamos —o acaso estamos ya— ante un Ciberleviatán? Esto es lo que plantea José María Lassalle en un ensayo que lleva por título ese mismo concepto y un subtítulo bastante más aclaratorio de sus intenciones: El colapso de la democracia liberal frente a la revolución digital (Arpa Editores). De entrada, habría que decir que el planteamiento en sí resulta curioso porque remite a la teoría política clásica, el Leviatán de Hobbes frente al Estado liberal de Locke. No estoy totalmente convencido de que este planteamiento académico sea el más adecuado para afrontar una realidad tan novedosa como la presente pero en todo caso, si así fuera, arrojaría un resultado sorprendente, el aplastamiento inmisericorde del sistema liberal por el monstruo hobbesiano.

En esa línea historicista podría también decirse que estamos ante una inopinada variante de la célebre exclamación leninista, «¿libertad, para qué? ». Dimos por sentado apresuradamente que la posición totalitaria no solo fallaba por minusvalorar el ansia humana de libertad sino, sobre todo, porque su alternativa, el poder centralizado, era mucho más ineficiente que el mercado y la sociedad abierta. Esa es la causa última de su fracaso, nos dijimos. Pero… ¿qué pasaría si el desarrollo tecnológico y la inteligencia artificial posibilitaran un Estado más que centralizado, omnipotente, un Ciberestado, que satisficiera todas las necesidades —no solo materiales— de los seres humanos? Un poder que regulara la economía y el trabajo —asegurándonos además una renta mínima vital—, con una prestación universal de educación y sanidad, administrador de ocio y cultura, capaz en fin de atender a los aspectos más diversos de la vida cotidiana. En una palabra, un Estado paternal que proporcionara seguridad y bienestar a cambio de controlar nuestras vidas como piezas de un inmenso engranaje. Un requisito por lo demás —me refiero a dicho control— que estaría plenamente justificado como medio indispensable para el fin antedicho: en el fondo, nuestro bien, nuestra felicidad.

Lassalle examina en su breve ensayo los aspectos más alarmantes de un progreso tecnológico que, como caballo desbocado, escapa ya a nuestro control y, lo que es aún más inquietante, amenaza con arrollarnos en su loca carrera. Esta socorrida imagen resulta empero bastante imprecisa, no ya solo porque no hay nada demencial en este proceso —más bien al contrario— sino especialmente porque nos fuerza a replantearnos el rol de víctimas —nosotros mismos— que arroja el trance. Si todo ello amenaza con convertirnos en cierto modo en esclavos, forzoso es reconocer que habría que hablar, como en la ópera de Arriaga, de «esclavos felices». El matiz está lejos de ser anecdótico porque lo distintivo de este nuevo escenario histórico sería precisamente la general aquiescencia —creo que Lassalle llega en algún momento a usar el concepto de aclamación— con que se produciría la implantación del Ciberleviatán. Al fin y al cabo si ya el existencialismo ponderó el lastre de la libertad —esa condena a ser libres, ese agobio de tomar decisiones—, ahora, en otra vuelta de tuerca, nos veríamos liberados de esa angustia, o sea, absueltos del libre albedrío… ¡por fin! Un poder omnisciente decidiría por nosotros.

Acabo de utilizar una serie de formulaciones condicionales, referidas a un posible tiempo venidero. Pero ¿cabe asegurar que lo anterior se refiere sin más al futuro? ¿No vivimos ya los preliminares —o algo más— de ese proceso? Si es así, ¿estamos aún a tiempo de poderlo detener o, sería mejor decir, queremos detenerlo? Estas preguntas no solo se plantean en el ensayo sino que casi constituyen el leitmotiv angustioso del mismo. Quizá aún sea posible pero, si es así, no dispondremos de muchas más oportunidades antes de que la situación se torne irreversible. Las señales apuntan claramente en un sentido inequívoco y en muchos aspectos ya no hay vuelta atrás. Basta un ejercicio de reconocimiento personal en cada uno de nosotros para constatar lo que significa en nuestro entorno y cotidianeidad la revolución digital (lo mucho que hemos ganado pero también todo lo que nos hemos dejado en el empeño). En cualquier caso, nadie se plantea el imposible o el absurdo de un retorno. De lo que se trata, dice con cordura Lassalle, es de encauzar la situación y sobre todo tomar las riendas para saber a qué horizonte nos queremos dirigir.

Para ello es necesaria una estrategia y antes aún conocer bien el estado actual de cosas, es decir, todo aquello que ha transformado tan radical como inexorablemente nuestro mundo en un puñado de años. El problema no es que las nuevas tecnologías hayan construido una nueva realidad sino que para millones de personas esta realidad paralela se ha convertido en predominante hasta el punto de vivir —trabajar, relacionarse, divertirse— en ella más que en el mundo físico. De hecho, el mundo hoy para la mayoría de los seres humanos se contempla a través de pantallas: móviles, ordenadores, televisiones. La realidad virtual, las recreaciones y hasta las meras ficciones adquieren así más consistencia que la experiencia captable por nuestros sentidos. La distancia que se establece con lo que antes llamábamos la realidad es cada vez mayor, a medida que aumenta la intermediación: antes nos impresionaban por ejemplo los testimonios fotográficos de las guerras pero de unos años a esta parte los bombardeos se presentan y perciben como si fueran videojuegos y, aún más, estos con frecuencia superan en realismo todo lo demás. Por añadir otro ejemplo elemental, la mayoría de los acontecimientos y espectáculos de nuestro mundo se ven mejor —más reales— desde una pantalla que estando en el escenario de los hechos.

Esa nueva realidad ha provocado una transformación del ser humano o, para ser más precisos, un profundo cambio en su conciencia e identidad. Se trata de otro inesperado quiebro en la trayectoria histórica de los últimos siglos. Creíamos desde la Ilustración que el materialismo iba ganando terreno y hubiéramos asegurado hasta hace poco que estaba llamado a convertirse en hegemónico. Hoy la materia ha quedado desplazada como soporte primigenio: simplemente se materializa la creación digital o virtual, como hacemos al escribir libros o cuando usamos una impresora 3D. En el ámbito humano, el cuerpo incorpora cada vez más elementos mecánicos o inteligentes (prótesis, baipás, chips). Con todo, lo más relevante es la superación de la corporeidad como elemento indispensable de la identidad humana. Las máquinas nos han ayudado a concebir el yo desgajado de la envoltura corporal. Empezamos a vislumbrar que la conciencia humana puede encarnarse como un software en cualquier elemento material: de ahí los perfiles virtuales o avatares que nos representan en el ciberespacio. La ciencia ficción ha jugado a menudo con esta nueva noción de la conciencia desgajada del cuerpo: yo sigo siendo yo en cualquier soporte y ello en última instancia me permite acceder a una suerte de inmortalidad, pues al no sentirme ya ligado al cuerpo burlo mi destino último.

Sostiene Lassalle que esta postergación de la corporeidad se enmarca en un ámbito político caracterizado por el ascenso de los populismos, en un clima de crisis —¿definitiva? — del humanismo. Si «el hombre ha perdido la centralidad directiva y narrativa del mundo», si es más importante «sentirse parte de una comunidad virtual que física», si la socialización cae en pura frivolidad y ausencia de empatía, la democracia deviene mera caricatura: aturdido por la saturación de datos en un mundo cada vez más ininteligible sin el auxilio de las máquinas, el ciudadano se siente solo, perdido, incapaz de elegir por sí mismo. Esta nueva minoría de edad constituiría el combustible del populismo. Es verdad que este fenómeno tiene raíces más profundas en la historia pero, soslayando ahora los rasgos diferenciales epidérmicos, los populismos posmodernos coinciden en los tres grandes ingredientes que se daban en el pasado: recetas fáciles para problema complejos, apelación a los sentimientos por encima de la razón y distinción de un enemigo que aglutine un «nosotros» frente a «ellos», responsables de todos los males. Cualquiera de estas tres características vincula el populismo con su primo hermano, el nacionalismo. La democracia —formalmente respetada— se degrada así al nivel de la más rastrera demagogia. El rasgo más alarmante hoy es que esa tendencia se ha hecho universal y aparentemente imparable, sin alternativas factibles.

Este juego democrático degradado sería compatible con el Ciberestado totalitario y controlador, pues esta maquinaria inteligente ejercería su dictadura implacable con autonomía e independencia de las personas y partidos que accedieran al poder. De hecho, con ocasión de la pandemia del Covid-19 hemos podido comprobar la similitud de medidas de confinamiento y control de la población que han adoptado todos los regímenes del mundo, de China a USA pasando por la Unión Europea. Se dirá que este ha sido un caso excepcional, pero también puede verse como un ensayo general, a escala planetaria, del mundo que nos espera. El último capítulo de Lassalle se titula «Sublevación liberal» y a pesar de que su primera frase es «El liberalismo está en crisis», constituye en su conjunto una puerta abierta a la esperanza: el Ciberleviatán no es inevitable (Locke aún puede vencer a Hobbes) y el humanismo liberal puede y debe reaccionar, proyectando «un modelo de civilización digital que subordine las máquinas al hombre». El problema es que Lassalle ha sido tan persuasivo y convincente en los capítulos anteriores que, como pasaba en la literatura regeneracionista clásica, el lector queda tan impactado por la descripción tenebrosa del presente y el inmediato futuro que ese llamamiento a la resistencia le parece, más que otra cosa, un grito desesperado de auxilio. Lo cierto, en fin, es que este presente se parece ya mucho a algunas de las distopías que imaginábamos hace un puñado de años. Y lo peor es que no duele.


El historiador Rafael Núñez Florencio


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miércoles, 13 de mayo de 2020

[TEORÍA POLÍTICA] El populismo como voluntad y representación





"En los últimos años, escribe el historiador cubano residente en México Rafael Rojas  [El populismo como voluntad y representación. Letras Libres, 1/2/2020],  la proliferación planetaria de regímenes populistas, de derecha o izquierda, ha ayudado a comprender que el populismo no es, en la mayoría de los casos, una negación sino un uso de la democracia. Estudios como los de Federico Finchelstein, Jan-Werner Müller, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt han cuestionado el peligroso error de percepción que supone la antinomia entre populismo y democracia. Aun así, poderosas corrientes de opinión, impermeables a las ciencias sociales y el pensamiento crítico más actualizado, persisten en identificar el populismo con el fascismo o el comunismo.

La peligrosidad de esos equívocos reside, fundamentalmente, en el desarrollo de estrategias de contención que apelan a una deslegitimación del populismo, en tanto “enemigo de la democracia”, similar a la del viejo liberalismo antitotalitario. En otro libro que sumar a la nueva biblioteca del populismo, la teórica de la Universidad de Columbia Nadia Urbinati agrega que enfrentar el populismo como un totalitarismo supone el riesgo de contraponer a “democracias iliberales”, como las llama Levitsky, liberalismos autoritarios. En la derecha latinoamericana contemporánea esa es una pifia recurrente; en la izquierda, un artilugio retórico.

En Me the people, Urbinati argumenta que, con frecuencia, el populismo es utilizado en el debate académico y político como un término “polémico” antes que como una categoría “analítica”. La autora propone elegir la segunda vía, lo que supone aceptar que los populismos son “proyectos de gobierno” que pueden transformar los tres pilares de la democracia representativa moderna: la soberanía popular, el principio de la mayoría y la representación política. Si la alteración afecta a los tres pilares a la vez, en un alto grado de profundidad, puede producirse ya no una “reconfiguración” sino una “desfiguración” de la democracia representativa.

Urbinati observa que el ascenso de los populismos en el siglo XXI ha cuestionado algunos estereotipos propios del triunfalismo liberal que siguió a la caída del muro de Berlín en 1989. A diferencia de aquellos años, hoy es evidente que el populismo puede emerger lo mismo en Washington, Londres o París que en Budapest, Caracas o Brasilia. En el siglo XXI el populismo carece de una geografía asociable a un mayor o menor nivel de desarrollo de la democracia. Y, sin embargo, cada populismo es diferente, ya que su identidad proviene de la alteración específica que produzca en el sistema representativo previo.

A nivel discursivo, todos los populismos gravitan en torno a la exaltación de un pueblo originario y homogéneo. Ese desplazamiento del ciudadano por el pueblo actúa sobre el sistema representativo de distintas maneras. Una, muy recurrente, es el uso indiscriminado de ejercicios plebiscitarios que, a la vez que contribuyen a la polarización, desplazan el proceso legislativo consuetudinario y simplifican las alternativas políticas. Urbinati no niega la pertinencia de los ejercicios de democracia directa, pero llama la atención sobre los inconvenientes de su abuso.

En algunos populismos constitucionales la reconfiguración del sistema representativo va unida a la creación de asambleas nacionales o entidades unicamerales que, de por sí, facilitan la subordinación al poder ejecutivo. En esta y otras dimensiones, como la reactivación de los resortes patrióticos del discurso político, el populismo abreva en la tradición republicana clásica pero, por lo general, la conecta con un caudillismo –bonapartismo o cesarismo se les llamaba en el siglo XIX–, que en América Latina, con Rosas en Argentina o Santa Anna en México, fue en buena medida su negación.

Urbinati insiste en que el cesarismo no tiene como único objetivo desplazar al ciudadano por la masa, en tanto sujeto jurídico, sino sustituir la democracia de los partidos políticos y las asociaciones civiles por una “democracia del pueblo”. Dado que, en la mayoría de los casos, un régimen populista coexiste con parlamentos de origen electoral partidista, el líder apela constantemente a la voluntad general por medio de la opinión pública. En vez de contrarrestar la parte con el todo, esa práctica genera una mayor parcialización de la democracia, ya que quienes acaparan la representación son, por lo general, oligarquías leales al líder.

El voluntarismo populista, agrega Urbinati, superpone a las mayorías electas la mayoría del “pueblo verdadero”. Un pueblo que es, desde luego, una ficción, pero una ficción políticamente muy funcional, que permite colocar la autoridad del líder más allá de su propio partido o movimiento. No es raro que, eventualmente, el caudillo populista entre en contradicción con su partido o denuncie la burocratización u oligarquización de su movimiento. Esa recomposición de la élite del poder forma parte de lo que Urbinati define como el tránsito de un impulso “antiestablishment” a una deriva “antipolítica”.

Sin embargo, esta filósofa política no ignora que en el siglo XXI las formas democráticas se han vuelto indispensables para la estabilidad de los regímenes populistas. El papel de la comunidad internacional es decisivo para economías cada vez más conectadas a los circuitos financieros de la globalización. De ahí que, a diferencia de la primera mitad del siglo XX, cuando los populismos tendían a economías autárquicas, los proyectos populistas del siglo XXI sean más cuidadosos con la superficie institucional de las democracias.

La práctica constante de ejercicios electorales y plebiscitarios o la proyección de una imagen de estabilidad son recursos que explotan líderes populistas como Vladímir Putin, Recep Tayyip Erdogan, Viktor Orbán y Nicolás Maduro. Esa construcción de narrativas sobre la legitimidad y el orden internos busca trasmitir confianza a los mercados para atraer inversiones y créditos y, a la vez, propiciar alianzas internacionales que los ayuden a sostenerse en el poder. El maquillaje de la imagen exterior, tan común en potencias globales como Estados Unidos o China, es otra modalidad de la desfiguración de la lógica representativa, ya que la nueva mayoría reafirma su lealtad al líder desde motivaciones geopolíticas".



El historiador Rafael Rojas



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miércoles, 24 de abril de 2019

[A VUELA PLUMA] Camino a la nada





En El camino hacia la no libertad (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018), escribe Mira Milosevic, investigadora principal en el Real Instituto Elcano, Timothy Snyder, como en sus anteriores libros, reivindica la importancia del conocimiento y la comprensión de los hechos históricos para desconfiar de los relatos unilaterales del pasado y entender mejor el presente. Pero, a diferencia de los libros previos, algunos de ellos publicados en castellano por el mismo sello editorial ‒Tierras de sangre. Europa entre Hitler y Stalin (2011), El príncipe rojo. Las vidas secretas de un archiduque de Habsburgo (2014), Tierra negra. El Holocausto como historia y como advertencia (2015)‒, que tratan todos sobre la Segunda Guerra Mundial, el último libro del historiador norteamericano versa sobre una «historia del presente» (expresión que tomo prestada de otro historiador, el británico Timothy Garton Ash). 

El objetivo del libro de Snyder, dice Miloservic, que era analizar las raíces intelectuales y los fundamentos del autoritarismo moderno en Rusia y mostrar cómo ha extendido su influencia a otros países de Europa (anexión de Crimea y guerra de Ucrania, varios casos de desinformación e injerencia rusa en los procesos electorales, apoyo del Kremlin al Brexit) y a Estados Unidos (victoria de Donald Trump, el «candidato ruso» a las elecciones presidenciales de 2016), no se ha alcanzado del todo. El resultado, a pesar de la capacidad retórica y el incuestionable dominio de los conocimientos históricos que el autor aplica a los debates políticos contemporáneos concebidos como oposiciones de conceptos (individualismo versus totalitarismo, verdad versus mentiras, etc.), es desigual.

Si bien expone con detalle los acontecimientos que se han sucedido desde 2010, «la historia del presente» de Snyder se remonta al bienio 1989-1991, el momento del colapso del comunismo y del final de la Guerra Fría, cuando, a juicio del autor, se cometieron ciertos errores políticos e intelectuales. Para definir, analizar y, sobre todo, comprender dichos errores, el historiador apela a dos principios, la política de la inevitabilidad y la política de la eternidad, que estructuran la lectura y pretenden servir de puente entre la historia del pasado y la historia del presente.

Los defensores de la política de la inevitabilidad creen que «la Historia ha terminado», que no hay alternativas al sistema político y económico de la democracia liberal. La Historia avanza inexorablemente hacia un final claro. Quienes creen en la política de la eternidad no ven progreso, sino un ciclo interminable de humillación, muerte y renacimiento que se repite. Ambas posiciones se basan a menudo en iconografías religiosas y justifican la intolerancia hacia quienes no están de acuerdo con ellas. Snyder presenta al filósofo ruso Ivan Ilyin y a Vladímir Putin como paradigmas de la política de la eternidad.

Los principales errores que se cometieron después de la caída del Muro de Berlín se deberían a la política de la inevitabilidad, pues si creemos que el progreso es inevitable, no tenemos motivo alguno para preguntarnos qué debemos hacer como individuos o ciudadanos con la finalidad de promover un buen orden político. La política de la inevitabilidad suprime el sentido de responsabilidad e implica que las ideas han dejado de ser importantes. Si creemos que el futuro será como el presente, o aún mejor, no tenemos que preguntarnos qué es lo bueno en el presente. Esta despreocupación e irresponsabilidad contribuyen al regreso de las políticas de la eternidad. Snyder no explica por qué elige estos dos conceptos para describir la situación actual. Llama la atención que analice, por ejemplo, el marxismo, que, con su teoría de que el capitalismo desembocará fatalmente en el socialismo, serviría mucho más como ilustración de las políticas de la inevitabilidad que la tesis del «fin de la Historia» que construyó Francis Fukuyama a partir de Hegel y de la teoría de la obsolescencia de las ideologías, sostenida en Estados Unidos por Daniel Bell.

Snyder ofrece un análisis detallado y muy convincente de las ideas de Ivan Ilyin, impulsor «de un fascismo cristiano cuyo objetivo era vencer al bolchevismo». Ilyin es un filósofo ruso rehabilitado por Vladímir Putin desde 2006. Sus ideas son una mezcla extraña y tóxica de fascismo, religión y nociones del siglo XIX sobre la raza y la lucha por la supervivencia de un «ser puro e inocente como la nación rusa». Snyder afirma que Ilyin es el pensador clave para comprender las ideas de Vladímir Putin y la política de la eternidad que caracteriza al actual Gobierno ruso. Sin embargo, este análisis brillante y bien documentado de la historia de las ideas se desliza hacia la pura argumentación persuasiva cuando Snyder afirma que, entre 2006 y 2010, «Putin citaba habitualmente a Ilyin en sus discursos anuales [...], unos discursos importantes», pero no aporta pruebas de que Putin «en 2010 empezó a recurrir a Ilyin como fuente para explicar por qué Rusia tenía que debilitar el poder de la Unión Europea e invadir Ucrania». Es bastante obvio que las ideas de Ilyin pueden explicar las raíces del fascismo ruso frente al bolchevismo, así como que los conceptos de política exterior y de seguridad nacional del pensamiento tradicional estratégico de Rusia sirven para comprender el objetivo del Kremlin de debilitar y dividir a Occidente. Pero la afirmación de que Moscú «desde 2013 ha tomado la política de la inevitabilidad tanto estadounidense como europea y la ha impulsado hacia una política de la eternidad» no prueba que entre ellas exista relación alguna ni explica cómo la política de la eternidad se ha convertido en un instrumento estratégico para debilitar y dividir a Europa.

La tesis más provocadora del libro es la de la falsedad de la «fábula de la nación sabia» acerca de la integración de la Unión Europea. El núcleo de dicha «fábula» es la idea de que aunque el Estado-nación europeo tiene una larga existencia histórica, los Estados-nación aprendieron de la Segunda Guerra Mundial y eligieron sabiamente el camino de la integración. Snyder opone a esta fábula otra suya (pero tácitamente apoyada en Arno Mayer): la de que los Estados miembros de la Unión Europea más importantes de Europa Occidental no fueron nunca Estados-nación en el período moderno. Ninguno de ellos fue nunca una entidad soberana con fronteras definidas. Y, por tanto, Snyder sostiene que la integración europea ha consistido en un proceso de sustitución del imperialismo y colonialismo de los países europeos, que los sistemas educativos europeos tienden a ignorar en aras de la «fábula de la nación sabia». Los europeos cambiaron de camino tras perder el poder imperial y vieron la integración europea como una forma de sobreponerse a la desaparición de sus imperios. Aunque la tesis de que el Brexit es un salto hacia algo totalmente desconocido en la historia europea moderna ‒un Estado sin imperio y sin integración‒ resulte parcialmente cierta, Snyder olvida que, desde 1707, el Reino Unido fue un Estado-nación en posesión de un imperio, mientras que, como lo ha señalado Geoffrey Hosking, Rusia era un imperio y no un Estado-nación. Resulta aún más sorprendente que el autor descartase a Francia como un Estado-nación, cuando el concepto de nación se desarrolló en Francia a finales del siglo XII y principios del siglo XIII. El proceso de creación de Estados-nación modernos en Europa arrancó cerca del año 1648 (el año en que se firmó Paz de Westfalia) y ha ido madurando hasta la Revolución francesa de 1789. Francia es un paradigmático modelo europeo de Estado-nación.

El historiador se contradice a sí mismo cuando afirma que, en el siglo XX, los países de Europa Central y Oriental fueron Estados-nación en el período de entreguerras, a diferencia de Europa Occidental, ya que en su anterior libro (Tierra negra. El Holocausto como historia y como advertencia) demostraba precisamente lo contrario: entre 1939 y 1945, los países de Europa Central y Oriental constituyeron un inmenso agujero negro donde fueron masacrados millones de seres humanos, porque sus estructuras estatales eran débiles o inexistentes, mientras que los Estados de Europa Occidental persistieron pese a la ocupación alemana, lo que permitió que el número de los judíos que sobrevivieron en ellos al Holocausto fuera relativamente elevado. Fue la ausencia de una estructura sólida del Estado-nación en Europa Central y Oriental la que hizo posible el Holocausto.

Pese a todo ello, El camino hacia la no libertad es una llamada de atención sobre la gravedad de la crisis de la democracia liberal y una excelente prueba de que el conocimiento de la Historia es imprescindible para comprender las amenazas del presente. Snyder resulta muy convincente cuando analiza la historia de las ideas de una parte del actual pensamiento político ruso, pero no acaba de hacer creíble la tesis de que las ideas de la política de la eternidad de Ivan Ilyin hayan llegado a influir en la Unión Europea y en Estados Unidos a través de la acción política de Vladímir Putin. A pesar de que los hechos descritos por Snyder están bien documentados en lo que respecta a la guerra en Ucrania, el Brexit, las elecciones estadounidenses y la manera en que Rusia ha intentado aprovecharlos para debilitar a Occidente, resulta inverosímil que la política autocrática rusa de la eternidad haya utilizado la política de la inevitabilidad occidental para desmoronar el orden liberal.

Este último libro de Snyder revela la paradoja de los intelectuales occidentales, que recuerdan al protagonista de El doble, la novela de Fiódor Dostoievski. Su antihéroe acaba en un manicomio tras conocer a su doble, un hombre que se parece a él, habla como él, pero muestra todo el encanto y autoestima que él no posee. Cuando se trata de Rusia, Occidente se siente como el personaje de Dostoievski en presencia de su doble, si bien con una diferencia significativa: mientras que en la novela el doble encarna lo que el protagonista siempre quiso ser, Rusia personifica para Occidente aquello en lo que nunca querría convertirse.

En los años noventa del siglo XX, los occidentales consideraban a Rusia como una mezcla de fracaso y banalidad. En el XXI, Rusia se ha transformado en modelo del mundo venidero. El fantasma del pasado ha devenido en embajador del futuro. Según Snyder, lo que sucede en Rusia ya empieza a ocurrir en los países occidentales. Su ensayo desvela que lo que causa ansiedad en el Occidente liberal no es que Rusia dirija el mundo, sino que el mundo se parezca cada vez más a Rusia.




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sábado, 6 de abril de 2019

[A VUELAPLUMA] ¿De dónde vienen nuestras ideas políticas?





Nunca se sabe el origen de nuestras ideas y convicciones, señala el historiador José Andrés Rojo. De los cuadros y la literatura, sí, y hoy también del cine y las series, de la radio, la prensa, la televisión; y nos vamos haciendo políticamente gracias a esas historias que permanecen veladas en nuestra conciencia.

En alguna parte del tercer volumen de Tu rostro mañana, comienza diciendo Rojo, Javier Marías escribe: “Lo cierto es que nunca sabemos de quién proceden en origen las ideas y las convicciones que nos van conformando, las que calan en nosotros y adoptamos como una guía, las que retenemos sin proponérnoslo y hacemos nuestras”. Unas cuantas páginas después irrumpe en su relato una pintura, Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros en Málaga, de Antonio Gisbert. Como ocurre a lo largo de toda la novela (unas 1.600 páginas), Marías salta de un lado a otro, se entretiene en múltiples digresiones, da vueltas sobre asuntos distintos. De la mano de un oscuro personaje, Tupra, que tiene unos cincuenta años y que trabaja en los servicios secretos británicos, el narrador de la obra de Marías se sumerge en las cloacas de la historia y descubre que lo que hay no es sino un rosario de chapuzas y traiciones, de violencias gratuitas, de daños involuntarios e irreparables. Ahí está el cuadro de Torrijos, con los cadáveres de los que ya han sido pasados por las armas y el noble porte de aquellos liberales que van a ser inmediatamente fusilados (y ese sombrero negro tirado en la playa, como un signo abrupto del desamparo de la muerte). No es casual que la prosa de Marías salte del cuadro de Gisbert a la Guerra Civil: “y también me acordé de los ejecutados sin juicio o con farsa en esas mismas playas de Málaga por quien la tomó más un siglo después con sus huestes franquistas y moras y con los Camisas Negras de Roatta o ‘Mancini”.

El Prado inauguró hace unos días una pequeña exposición que protagoniza el célebre cuadro del fusilamiento de Torrijos. Fue el primer encargo de una pintura que hizo el Estado destinado al museo y lo realizó el gabinete liberal de Práxedes Mateo Sagasta en 1886. Antonio Gisbert fue el elegido para su ejecución. Tenía que construir un símbolo que exaltara la lucha por la libertad en la construcción de la nación española. El 2 de diciembre de 1831, el general José María de Torrijos y Uriarte partió de Gibraltar con destino a Málaga acompañado de sesenta cómplices con el afán de provocar un alzamiento militar que restableciera el sistema constitucional. Las fuerzas de Fernando VII los detuvieron a los nueve días. Fueron fusilados, y se convirtieron en mártires de la larga batalla para derrotar al absolutismo. Espronceda, en el soneto que dedicó a Torrijos, ya subraya que esa sangre no había caído en vano: “Y los viles tiranos con espanto / siempre amenazando vean / alzarse sus espectros vengadores”.

Fue el historiador José Álvarez Junco el que recordó esos versos en su Mater dolorosa, donde trata de la idea de España en el siglo XIX. “Si la literatura había puesto palabras en la boca de nuestros antepasados, la pintura les dio forma y color, los imaginó de forma visible. Facilitó los ensueños sobre nuestro pasado”, escribe. Existían asuntos que tenían que prender en la imaginación popular. La entereza de Torrijos y los suyos ante la condena a muerte de los absolutistas era, para los liberales, uno de ellos.

Nunca sabemos de dónde proceden “las convicciones que nos van conformando”. De los cuadros y la literatura, hoy también del cine y las series, de la radio, la prensa, la televisión. Antonio Machado escribió en 1938: “Recordad el cuadro de Gisbert: la noble fraternidad ante la muerte de aquellos tres hombres cogidos de la mano”. Nos vamos haciendo políticamente gracias a esas historias que permanecen veladas en nuestra conciencia. No hay que olvidar que son construcciones y que, a veces, producen monstruos. Así que nunca está de más mantener frente a nuestras más íntimas certezas una saludable distancia irónica.



El fusilamiento de Torrijos, por Antonio Gisbert, 1888. Museo del Prado



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miércoles, 19 de diciembre de 2018

[A VUELAPLUMA] El novísimo teatro político





No puede decirse que la teatralización de la política sea algo nuevo: los faraones egipcios se ataviaban como dioses y los presidentes democráticos visitan inundaciones con el chubasquero puesto, comenta Manuel Arias Maldonado, profesor de Ciencia Política en la Universidad de Málaga, pero es evidente que el fenómeno experimenta hoy una nueva intensidad, cuya causa principal ha de buscarse en la mediatización que distingue a nuestra época. 

Frente a las limitaciones impuestas por los medios analógicos, del periódico a la televisión, las tecnologías digitales equivalen al derribo de la cuarta pared del teatro político, comienza diciendo. Y la novedad es sustancial: los partidos pueden dirigirse directamente al público y ese público, que figuraba como mero receptor pasivo de mensajes en la esfera pública tradicional, puede hablar por sí mismo. Algo profundo está cambiando en las democracias liberales y conviene prestar atención.

Sucede que las nuevas posibilidades comunicativas no han aumentado el contenido deliberativo de los mensajes partidistas; para comprobarlo basta echar un vistazo a algunos hitos recientes de la escenificación mediática. Pensemos en la celebración del acuerdo presupuestario entre el Movimiento 5 Estrellas y la Liga Norte, anunciado por Luigi Di Maio en un balcón del Palacio de Gobierno con aspavientos dignos de una victoria mundialista de la selección italiana de fútbol. Pero también en el álbum fotográfico del presidente Sánchez, a quien hemos visto haciendo jogging y donando sangre; en el acto de campaña montado por Juan Manuel Moreno Bonilla, líder del PP andaluz, en el lugar donde se tomó la célebre fotografía del clan de la tortilla socialista; o en la variada maniera nacionalista: de la coreografía organizada por el independentismo catalán con motivo de la presentación del llamado Consell por la República, que incluía un baile regional ante la mirada del Gran Hermano Puigdemont, a las intervenciones tumultuarias de Gabriel Rufián en el Congreso. No se trata, huelga decirlo, de una relación exhaustiva: cada día tiene su afán.

Se hace en todo caso evidente que los partidos están empleando las herramientas digitales para sostener una campaña electoral permanente donde el argumento racional se subordina al eslogan emocional. Nótese que todos estos actos poseen una cualidad performativa: una idea es presentada mediante su escenificación. Lo que cuenta es el impacto afectivo sobre el electorado; de los contenidos ya se ocuparán los analistas. Así que los partidos -no es sorprendente- se comportan como partidos: tratan de reforzar su marca mediante técnicas publicitarias en un marco de intensa competencia por la atención del público; un público entretenido, a su vez, en una conversación incesante donde la cacofonía es norma.

Para evaluar este fenómeno con una cierta perspectiva histórica, nada mejor que comprobar lo que se decía sobre la relación entre partidos y electorados durante los convulsos años de la República de Weimar. No es un periodo cualquiera: la desgraciada historia de aquella república federal viene recordándonos desde hace décadas que las democracias liberales son reversibles. A ese resonante simbolismo contribuye también a la envergadura de los pensadores que tomaron parte en sus debates políticos y jurídicos, como nos recuerdan Josu de Miguel y Javier Tajadura en su excelente Kelsen versus Schmitt. Política y derecho en la crisis del constitucionalismo (Guillermo Escolar, 2018). Weber, Schumpeter, Kelsen, Schmitt: todos ellos advirtieron, cada uno a su manera, de los desafíos que la naciente democracia de masas planteaba al liberalismo parlamentario. Y lo que dijeron entonces tiene una sorprendente actualidad.

Max Weber, quien había dado la bienvenida a los partidos de masas por su capacidad para educar al ciudadano y estructurar la vida pública, temía sin embargo que en su empeño por movilizar apoyos y ganar votantes esos mismos partidos terminarían por apelar a los elementos irracionales del público. Elementos que ya poseían, como señalara por su parte Joseph Schumpeter, más importancia que cualquier debate sobre un asunto concreto. Para el pensador austriaco, la ampliación masiva del sufragio había hecho del parlamento una institución distinta de la prescrita por la teoría liberal clásica y las intervenciones de los diputados habían dejado de dirigirse a sus colegas, concibiéndose más bien en función de su efecto sobre la audiencia exterior. Así que esto ya pasaba en 1922: mucho antes del telediario y no digamos de Twitter.

No es así de extrañar que en el prefacio a la segunda edición de su crítica al parlamentarismo liberal, Carl Schmitt citase a Walter Lippman, el teórico norteamericano de la opinión pública que había cuestionado la idea de que el público democrático sea capaz de emitir juicios coherentes sobre la realidad política. Schmitt apuntaba que el desarrollo de la democracia de masas convierte la discusión pública basada en argumentos en una formalidad vacía, pues el apoyo de las masas se obtiene mediante una propaganda que explota los intereses y las pasiones más inmediatas: "El argumento, en el sentido que es propio de una discusión genuina, desaparece". A ello añade Schmitt una frase que podría haber sido escrita hoy: "Debe uno por tanto asumir como algo sabido que no se trata hoy de persuadir al oponente de la verdad o justicia de una opinión, sino de alcanzar una mayoría a fin de gobernar con ella". En otras palabras: no se trata de debatir argumentos, sino de obtener votos. Y no obtiene votos quien mejor debate argumentos, sino quien más eficazmente se maneja en el terreno sentimental.

Alarmado por la parálisis legislativa causada en su tiempo por la fragmentación pluralista del parlamento, el siempre controvertido Schmitt resaltaba el principio democrático de la constitución de Weimar por encima de sus aspectos liberales. Y lo hacía en coherencia con su desdén por el procedimentalismo liberal: estaba convencido de que la democracia de masas solo podía ser aclamativa. A su juicio, esto habría quedado demostrado ya en el hecho de que los fundamentos morales e intelectuales del liberalismo se encontraban debilitados por la aparición, en aquellos años de vértigo revolucionario, de dos ideologías más vitales que el liberalismo: el bolchevismo y el fascismo. Es lo que, en relación con el contexto contemporáneo, yo mismo he descrito como la "desventaja propagandística" del liberalismo.

Ahora bien: donde Schmitt decía bolchevismo y fascismo, podemos decir hoy populismo y nacionalismo. O nacionalpopulismo, a la vista de la habilidad con que el nacionalismo imita la estrategia populista. Cobra así forma en nuestros días una peligrosa tendencia plebiscitaria que, mediante una movilización que en buena medida se produce a través de las redes digitales, permite a los líderes populistas de todas las confesiones ponerse detrás del "pueblo". La voluntad popular se convierte entonces en la justificación para saltarse la ley o atentar contra los derechos de las minorías: en Venezuela, en Polonia, en Cataluña. Es paradójico: la idea democrática ha impregnado nuestra época con tal fuerza que casi nadie sabe cómo oponerse a la «voluntad popular». Aunque eso pueda conducir al socavamiento de la democracia.

Hay otras formas de verlo. El filósofo Santiago Gerchunoff, en un libro de próxima aparición, saluda con optimismo la ironía corrosiva de la nueva esfera pública y habla de una "hiperpolítica" más estimulante que peligrosa: un Weimar con final feliz. ¡Ojalá tenga razón! También el sociólogo Ronald Inglehart cree que la democracia es irreversible, pues el individualismo expresivo se ha convertido en un rasgo estructural de nuestras sociedades. Sin embargo, nada garantiza que la conversación pública de masas llegue a las conclusiones correctas. Puede suceder que el desorden comunicativo inducido por las redes sociales contagie al sistema de gobierno y la agudización del pluralismo conduzca al marasmo político; o que una polarización exasperada dinamite las bases de la convivencia. A ello pueden contribuir medios de comunicación y partidos políticos: unos entregándose al sensacionalismo para ganar audiencia, otros alternando demagogia y populismo para conquistar votos. Pero también, claro, el ciudadano que hace uso de las redes.

A una sociedad, en fin, no le basta con discutir; también necesita funcionar con razonable eficacia. Si insiste en no hacerlo, habrá ciudadanos que -prefiriendo la injusticia al desorden- se sientan tentados por el decisionismo autoritario. Por desgracia, no parece que podamos conjurar ese peligro invocando de manera solemne el sentido de la responsabilidad de medios, partidos y ciudadanos; aunque sea una bonita manera de acabar un artículo. Pero cuidado: si del teatro se adueñan los histriones, podemos quedarnos sin teatro.



Dibujo de LPO para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

sábado, 15 de septiembre de 2018

[A VUELAPLUMA] La esencia del liberalismo: el hombre, lo primero





Me dan cierta aprensión, aunque los síntomas no sean fácilmente perceptibles a simple vista, las personas a las que no se les caen de la boca palabras altisonantes y grandilocuentes, siempre pronunciadas con mayúsculas, como Dios, Libertad, Justicia, Patria, Nación, Estado, Pueblo, Democracia, Partido, República, Verdad, Razón, Política, Sociedad, y otras de tal cariz. Pienso, como escribe en El País el polemista intelectual y abogado José María Ruiz Soroa, que la sociedad, las naciones, el Estado, todo, existe para el ser humano, y nunca al revés, y que esa es la esencia del liberalismo y una de las razones de su éxito. 

Giovanni Sartori debía estar un poco harto de la murga hegeliana acerca de las supuestas filosofías de la historia, comienza diciendo Ruiz Soroa, cuando escribió sarcásticamente que “el liberalismo sigue siendo la única ingeniería de la historia que no nos ha traicionado”. Pero era verdad. Esa humilde doctrina, que se cimenta en una observación tan simple como la de que todo poder tiende a causar miedo y sufrimiento a las personas pero que su supresión total es inviable y solo cabe embridarlo como a una bestia mediante normas impersonales y abstractas, esa humilde verdad es la que ha hecho posible el progreso de la humanidad. Un progreso que no es lineal, constante ni uniforme, ni es igual para todos y en todos los sitios, pero que es patente para quien quiera mirar y contar. Contar con cifras no con jeremiadas, claro.

¿Qué es el liberalismo? ¿Una doctrina, un partido, una cultura, un talante, una forma de actuar? Difícil responder, como todo lo que es histórico no se puede dar un concepto del liberalismo. Pero sí se puede dar algún rasgo nuclear suyo.

Por ejemplo, que el liberalismo es lo contrario del radicalismo. El radical va a la raíz de los problemas para solucionarlos de una vez por todas. El liberal predica en contra de ello, defiende que es más prudente tratar sólo los síntomas de esos problemas, mediante la contención y el reformismo progresivo. Cualquier doctrina que se sustente en un cambio antropológico de la condición humana como base de futuro es sospechosa de conducir al desastre. Las relaciones de poder, de arriba abajo, nunca desaparecerán y es peligroso hipotetizar un camino que nos pretenda llevar a un mundo sin dominación. Marx, que era un liberal en cuanto al futuro final que defendía, incurrió en ese error.

El liberalismo aprecia y defiende la limitación como una herramienta imprescindible para convivir. ¿Limitación de qué? Pues de todo, pero sobre todo limitación de la voluntad política. Decía Pierre Rosanvallon que en el mundo moderno laten escondidas dos utopías que pelean incansables: la utopía de la voluntad y la utopía de la regla impersonal. Pues el liberalismo se apunta decidido a la segunda: su ideal es el de un mundo en que el poder esté despersonalizado mediante reglas anónimas. Y eso vale para la política y para la economía: el mercado del liberal quiere ser el reino de una regla que no pueda estar a la disposición de nadie.

Apreciar la limitación significa creer firmemente que la política misma es una actividad parcial y limitada. No es el ámbito privilegiado de realización del ser humano, ni mucho menos. Y apreciar la limitación implica también defender con convicción y a contracorriente que la democracia posible es una democracia muy limitada. Limitada mediante la exclusión del pueblo del Gobierno y mediante la exclusión de muchos asuntos del ámbito de lo decidible. Anatema para la política correcta, claro.

El liberal es individualista. Acérrimo e irreductible. La persona individual es el único agente moral relevante a la hora de construir el mundo de las reglas sociales. Estas existen solo para propiciar el desarrollo de la autonomía personal en la construcción de la propia vida, mediante su generalidad y su predictibilidad. Naturalmente que el humano es un ser socialmente construido y que precisa de la sociedad, pero ello no cambia nada en su valoración: el mundo humano es un reino de fines, nunca de medios. La sociedad, las naciones, el Estado, todo, existe para el ser humano, nunca al revés.

El liberal cree que la sociedad debe estar organizada de forma que el ser humano pueda perseguir autónomamente su felicidad. No para hacerle feliz, sino para permitirle construir su felicidad. La suya. Algo que suena muy mal en esta España nuestra en la que eso de la pursuit of happiness siempre ha sonado a egoísta, ñoño y simplón comparado con la profundidad de los mensajes redentoristas que nos prometen un mundo justo y cabal. O de los nacionalismos que nos prometen una identidad satisfecha. O del perfeccionismo que quiere construirnos felices él solito. O prohibirnos pensar autónomamente acerca del pasado y del presente, como nos guste. Candidatos a profetas es lo que sobra en nuestro pasado y presente, liberales a la Stuart Mill es lo que falta. Y se nota.



John Stuart Mill



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)