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viernes, 24 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] El arte y la ética



Elia Kazan, recogiendo el Óscar (1999). Getty Photos


Si a un autor se lo traga el olvido junto con su obra, nada tendrán que decir los siglos. Pero si la obra sobrevive con su propia majestad, es la que nos seguirá importando, afirma en el A vuelapluma de hoy [Contrapunto entre mezquindad y grandeza. El País, 21/7/2020] el escritor y Premio Cervantes 2017, Sergio Ramírez.

"En el año 2003, -comienza diciendo Ramírez- cuando era profesor visitante en la Universidad de Maryland, me senté frente al televisor una noche de marzo para ver el ritual de la entrega de los Premios Oscar de ese año, esa larga y aburrida ceremonia que tiene tanto del glamour de las revistas del corazón, y tanto de excelsa mediocridad.

Soportaba la larga ceremonia porque esperaba su momento cumbre, cuando Elia Kazan habría de recibir el Oscar por su obra de toda la vida. Algunas de las estrellas de Hollywood que ocupaban las butacas del teatro cumplieron la consigna de no ponerse de pie ni aplaudir, mientras otras lo aclamaban. Y yo me sentía parte de los dos bandos.

Una parte de mí me decía que alguien que había denunciado a sus compañeros ante el tribunal de la inquisición montado por el senador Joe McCarthy para perseguir a los sospechosos de izquierdistas y comunistas como herejes, en el clímax de la guerra fría, no merecía siquiera un desvelo; y la otra parte me retenía en el sillón porque se trataba de unos de los directores que más he admirado.

En abril de 1952, Elia Kazan se presentó a declarar ante el Comité contra Actividades Antiamericanas de la Cámara de Representantes, que entonces sembraba el terror entre intelectuales, escritores y cineastas, inmediatamente después que había participado en la ceremonia de la entrega de los Oscar de ese año, nominado para recibir el premio al mejor director por Un tranvía llamado deseo.

La pregunta acerca de si es posible separar la política y el arte no es la correcta en este caso. Importa poco, y cada vez importará menos, la biografía política de Kazan, miembro del partido Comunista primero, y luego, reacio a que sus ideas artísticas tuvieran que ser aprobadas por algún burócrata de corte estalinista, renunció a su militancia.

La verdadera pregunta se abre al confrontar el hecho de que se hubiera sentado frente a un tribunal inquisitorial para suministrar una lista de sus compañeros de oficio, peligrosos para la seguridad nacional de Estados Unidos. Y peor la contradicción, cuando recordamos que en sus películas exaltó siempre la libertad del individuo en contra de la injerencia del estado, la misma que defendían Tennessee Williams y Arthur Miller; esa injerencia totalitaria que McCarthy, un fanático, representaba.

El conflicto se presenta entonces entre arte y ética, y no entre arte y política. ¿Cómo aceptar que alguien que fue capaz de realizar Nido de ratas, haya sido antes capaz de arruinar para siempre a otros de su mismo oficio al denunciarlos? Mezquindad contra grandeza. Los delatados, actores, dramaturgos, guionistas, camarógrafos, mucho de ellos inmigrantes pobres como el propio Kazan, no volvieron a recibir jamás un contrato en Hollywood.

Y no lo hizo por miedo, según confesó él mismo, sino “por principios”, aunque al mismo tiempo se condoliera de la suerte de alguna de sus víctimas, entre las que se hallaba nada menos que Dashiell Hammett, el gran maestro de la novela negra. Tuvo “remordimientos por el costo humano” provocado, pero no se arrepintió, porque consideraba “haber hecho lo correcto para proteger su carrera, y porque creía que, de lo contrario, hubiera beneficiado al Partido Comunista”, y por tanto no tenía ninguna culpa que expiar.

Quienes se oponían a que Elia Kazan recibiera aquella noche el Oscar por la obra de su vida, lo que alegaban era estas razones éticas, y no la excelencia de sus películas, que está fuera de toda discusión. ¿Es posible separar una y otra cosa, admiración y condena?

Intenté hacerlo entonces, frente al televisor, y no lo logré. Intento hacerlo de nuevo ahora, cuando se vuelve a hablar tanto de la conducta de los artistas y de las consecuencias de esa conducta para su obra, y tampoco lo he logrado.

Hubiera preferido un Elia Kazan convencido de que la delación no cabe en ninguna escala ética, ni se puede vivir con ella. Así lo creyeron Chaplin y John Houston, que se fueron al exilio, y Humphrey Bogart, que tampoco se doblegó. Ese Elia Kazan, y no el que se sentó frente al rabioso comité cazador de brujas, pero cuyas películas seguiré viendo con la misma admiración, aunque a alguien se le ocurra ponerlas en una lista negra.

George Steiner recuerda a Wagner y a Céline, odiosos antisemitas. A Heidegger, “el más grande entre los pensadores y el más mezquino entre los hombres”, admirador del Führer. “Así pues, tal vez nuestra suerte sea no llegar a conocerlos”, dice. Pero estar dispuestos a defender que sus obras son imprescindibles y nadie debería ni expurgarlas ni prohibirlas.

En una de sus reflexiones más rotundas sobre el arte de escribir, Flaubert afirma que su mayor aspiración era desaparecer detrás de sus libros, y no al revés, cuando la personalidad del autor, y sus opiniones, o su conducta, se vuelven más importantes y conocidas que su propia obra literaria. Desaparecer detrás de un libro, de una película, de un cuadro.

A fin de cuentas, si a un autor se lo traga el olvido junto con su obra, nada tendrán que decir los siglos. Pero si la obra sobrevive con su propia majestad, es la que nos seguirá importando".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 9 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Pesadillas



Duelo de garrotazos, Francisco de Goya. Museo del Prado


Cada vez comprendo menos, comenta en el A vuelapluma de hoy sábado [La España negra. El País, 1/5/2020] el escritor Julio Llamazares, cómo se puede amar tanto a España a la vez que se odia a la mitad de los españoles, es la España negra que perdura.

"Cada vez comprendo menos cómo se puede amar tanto a España a la vez que se odia a la mitad de los españoles, comienza diciendo Llamazares-. Es lo que llevo viendo desde hace mucho, pero sobre todo desde que comenzó esta tragedia del coronavirus, que está sacando lo mejor, pero también lo peor, de nosotros.

Desde que comenzó esta tragedia que nos asola y que se ha llevado ya a miles de compatriotas, aparte de arruinar económicamente a muchos más, un sector de la sociedad española se ha lanzado a atacar al Gobierno y a los partidos en los que se apoya como si la culpa del virus la tuvieran ellos. Y, de paso, a insultar y a vilipendiar a todos los que no comparten su opinión ni su actitud antipatriótica, pese a que ellos se consideren los únicos patriotas (en eso se asemejan a otros patriotas más pequeños, para los que tampoco son catalanes o vascos quienes difieren de sus objetivos). Su furia es tal que ni siquiera se privan de descalificar a los millones de españoles que no comparten sus ideas, como reiteradamente les demuestran a la hora de votar. El déficit democrático de cierta derecha española, como el de algún partido independentista, está quedando en evidencia en estas circunstancias de excepcionalidad.

En una fecha, la del 2 de mayo, fiesta de la Comunidad de Madrid, uno no puede menos que evocar el cuadro de Goya que ensalza el valor de los españoles y su unidad ante cualquier enemigo exterior. La lucha contra los mamelucos —como Los fusilamientos del 3 de mayo, que la complementa— es una obra que retrata como pocas el arrojo de los españoles, capaces de enfrentarse a enemigos muy superiores en capacidad o en número cuando la situación lo requiere. Pero también, como el propio Goya nos cuenta en sus Pinturas negras, poseedores de un odio cainita que nos lleva a enfrentarnos cada poco a garrotazos entre nosotros o a devorarnos como Saturno a sus hijos, dos motivos que pintó para decorar su famosa Quinta del Sordo, entre otros varios en la misma estela. Dicen los críticos que con ellos el pintor aragonés reflejó el pesimismo que le producía constatar la incapacidad del pueblo español para superar el impulso autodestructivo con el que escribió su historia y dejar atrás los enfrentamientos. La historia posterior le daría la razón y se la continúa dando a la vista de lo que estamos viendo: media España enfrentada a la otra media por culpa de una pandemia que no nos afecta solo a nosotros. Aunque detrás de ella —parece evidente— está la resistencia de una parte de nuestra sociedad a aceptar los resultados de un sistema, el democrático, que se basa en la alternancia del poder, entre otras cosas. ¿O es que el Gobierno actual no lleva siendo objeto de ataques feroces desde el mismo día en que se constituyó y aún antes?

Revisitar la obra de Goya, como la de Cervantes, Quevedo, Solana, Machado, Valle-Inclán y tantos otros de nuestros escritores y pintores, debería servirnos para conocernos a los españoles y para corregir todo aquello que nos ha hecho sufrir como país más de lo que deberíamos. Ojalá hoy, en la celebración de la fiesta de Madrid, que conmemora los hechos del 2 de mayo de 1808 que Goya plasmó en sus lienzos, los discursos vayan en esa dirección".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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jueves, 7 de mayo de 2020

[A VUELAPLUMA] Nostalgias




Dibujo de Martín Elfman para El País


Sería desear, comenta en el A vuelapluma de hoy jueves [Nostalgia de libertad. El País, 30/4/2020] el periodista y exdirector de El País, Antonio Caño, que la conducta obediente de los ciudadanos durante el confinamiento respondiera a la confianza en las autoridades y en las fuentes de información y no al miedo al virus o a las multas.

Confieso mi sorpresa -comienza diciendo Caño- por la disciplina y abnegación con que los ciudadanos españoles llevan el confinamiento al que están obligados desde hace ya casi dos meses. Sería mejor si su conducta obedeciera a su confianza en las recomendaciones de las autoridades y de las fuentes de información a las que acceden y no simple consecuencia del miedo al virus o a las multas. En todo caso, el confinamiento es toda la respuesta que los Gobiernos de todo el mundo han encontrado hasta ahora a esta amenaza y los españoles la siguen a rajatabla, mejor que nadie.

Aunque esto sea motivo de celebración, creo que debe ser también una oportunidad para la reflexión. Permanecer encerrados en casa durante tan largo periodo de tiempo no es un sacrificio menor. La libertad de un individuo empieza con la libertad de movimientos. Andar, desplazarnos de un lugar a otro, es lo primero que hacemos en la vida, antes incluso de tener conciencia de nuestro ser. Todas las demás libertades vienen como complemento de esta tan básica. Un preso puede ver su sentencia rebajada al arresto domiciliario, pero aún es una condena. Por ser tan elemental y primaria, la libertad de movimientos resulta tan natural. Todas las grandes oleadas migratorias de la humanidad fueron fruto del instinto humano de desplazarse de un lugar a otro en una eterna búsqueda de satisfacción.

Es conveniente, por tanto, plantearnos qué efectos puede tener una pérdida tan prolongada de esa libertad y cómo va a afectar eso a todas las demás libertades. En definitiva, en qué medida puede degradarse nuestra condición de hombres y mujeres libres, hasta qué punto estamos haciendo un sacrificio que puede, a la larga, actuar en detrimento de las sociedades democráticas en las que vivimos. Es muy posible que, por razones de supervivencia, no quede más remedio que hacer lo que estamos haciendo. No lo dudo. Pero aun así, sería oportuno que, junto al debate sanitario, se generara otro político sobre nuestra realidad y nuestro futuro.

Es posible y necesario discutir lo que hacemos con nuestra democracia al mismo tiempo que discutimos lo que hacemos con nuestra salud. Tenemos que asegurarnos de que el Gobierno no confunda nuestra disciplina con docilidad y de que la “nueva normalidad” no equivalga a una pérdida de nuestros derechos. Ya se han producido alrededor del mundo algunos signos del peligro de que la pérdida de la libertad de movimiento sea aprovechado para la incautación de otras libertades. A rebufo del silencio provocado por el coronavirus, el Gobierno chino ha incrementado la represión contra los líderes de las protestas en Hong Kong. En Líbano han crecido las detenciones de opositores. Chile ha postergado el referéndum constitucional con el que el Gobierno había transigido después de meses de manifestaciones. Incluso en Estados Unidos existe el temor a un retroceso democrático, incluido el retraso de las elecciones del próximo mes de noviembre. El candidato demócrata, Joe Biden, ha alertado públicamente sobre la posibilidad de que Donald Trump pueda intentarlo con la excusa del peligro para la salud.

La suspensión de unas elecciones son el grado máximo de degradación de nuestro sistema político. Corea del Sur, que votó en medio de la pandemia con cerca de un 70% de participación, la mayor en 30 años, es un ejemplo de que puede hacerse compatible la preocupación por la salud y por nuestra democracia. Existen hoy, afortunadamente, medios y tecnología suficiente, al menos en los países desarrollados, para poder votar sin poner en peligro a los ciudadanos. “La causa global de la democracia se vería gravemente debilitada si las naciones occidentales fracasan a la hora de celebrar elecciones libres, justas y seguras”, afirma un editorial de The Washington Post.

Nuestra salud democrática exige seguir votando, pero no solo; necesitamos seguir ejerciendo nuestros derechos al máximo posible y gozando de nuestra libertad con los límites mínimos exigidos para hacerla compatible con la vida. Esa es la responsabilidad y la obligación de nuestros Gobiernos. Nuestros dirigentes deben, por supuesto, seguir las indicaciones de los expertos sanitarios en una situación de tanto riesgo para la población. Pero eso no puede ser excusa para la dejación de responsabilidades políticas o la negligencia; mucho menos, para la merma injustificada de nuestra condición de ciudadanos.

Las difíciles circunstancias sanitarias actuales no deben impedir que cada cual y cada institución cumplan con sus obligaciones. El primero, el Gobierno, al que le corresponde asumir la responsabilidad de dirigir y administrar el país, asesorado por expertos, como siempre debería de ser, pero no sustituido por ellos. Solo el Gobierno, no los expertos, debería ser capaz de tomar las decisiones equilibradas que concilian intereses diversos en busca del bien común. Es al Gobierno también al que corresponde la creación del clima político adecuado para vertebrar a la sociedad y fomentar la solidaridad y la colaboración. Es el Gobierno el que tiene que fomentar el diálogo y los acuerdos con otras fuerzas en busca del mayor respaldo posible a sus medidas.

Es al Gobierno al que corresponde eso, y no a la oposición, cuyo papel en una democracia es el del control y la vigilancia, el de analizar las decisiones del Ejecutivo y criticarlas o respaldarlas de acuerdo a su criterio y ante la mirada de los votantes, que se pronunciarán después. Incluso en circunstancias excepcionales, la oposición no puede eludir su obligación fundamental de ser una alternativa al Gobierno constituido. Para eso existe.

Como los medios de comunicación no pueden renunciar a la crítica constante. No he visto en Estados Unidos, con cerca de 60.000 muertos por el virus, una reducción de la crítica a Trump. The New York Times publicaba ayer en doble página un análisis de las 260.000 palabras pronunciadas por el presidente desde el comienzo de esta crisis, con todas sus contradicciones, inexactitudes y mentiras. Trump sigue empeñado en administrar la verdad y en combatir la supuesta difusión de bulos. Cuando un Gobierno se atribuye la autoridad de intervenir en el contenido de la información, con poderes diferentes al que la ley pone en manos de cualquier ciudadano, está atacando la raíz de la libertad de expresión. Lo mismo que cuando inunda los medios públicos con la verdad oficial.

Quizá tengamos que seguir encerrados en casa, pero cada uno tiene que estar en su lugar en la defensa de nuestra libertad y nuestra democracia: los ciudadanos no son los vigilantes de sus vecinos, el Parlamento ha de seguir siendo el lugar en el que el Gobierno responda y los jueces deben continuar con los procedimientos esenciales para que no se produzca una situación de desprotección y desamparo entre la población. Contamos con recursos técnicos para que así sea.

Cualquier gobernante, incluso democrático, ha soñado secretamente alguna vez con un paradisiaco escenario en el que la gente permaneciera en silencio en sus casas y todas las instituciones acalladas por fuerza mayor. No es la primera vez que los líderes políticos se encuentran ante circunstancias que hacen su poder casi absoluto. Ahí es donde se comprueba la estatura de cada cual. El historiador Jon Meachan cuenta que una de las cosas que aprendió John Kennedy en la crisis de los misiles fue la necesidad de imponerse a sí mismo límites al enorme poder que tenía en sus manos, incluido el botón rojo. La estrategia de Trump, en cambio, tal como la describe Michael Gerson, es la de aprovechar sus privilegios —incluido el de las constantes comparecencias televisivas— para dividir al país, satanizar al adversario y polarizar hasta tal punto la situación que solo queden dos grupos: “Los que creen su versión y los que llegan a la conclusión de que no existe ninguna versión que merezca ser creída”.


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 





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martes, 14 de abril de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Una pequeña dosis de "Real politic". Publicada el 11 de octubre de 2009



El presidente de los EE.UU., Barack Obama


La mayoría de los gobiernos europeos no cree en la Unión Europea ni en sus instituciones. La mayoría de los papas, cardenales y obispos tampoco cree en Dios, a lo sumo, en la iglesia (Hans Küng, dixit, creo que con razón), pero ambos (gobiernos y clérigos) simulan creer en lo que no creen y tienden sus manos a la Unión y a Dios, respectivamente, a la hora de pedir... Yo, desde luego, en Dios no creo; en la Unión Europea y sus instituciones, sí, y así me va. Es un problema eso de la credulidad. Uno parece tonto, cuando no lo es; o se pasa de listo, y parece tonto...

Dejo los juegos de palabras para recomendarles, si no lo han hecho ya, la lectura del artículo del profesor Timothy Garton Ash en El País de ayer sábado. Se titula "Obama y Europa", y les aseguro que no tiene desperdicio. Nunca viene mal una pequeña ducha de "realismo". A los optimistas impenitentes como un servidor, les ayuda a reflexionar, profundizar en sus ideas, embridar los ánimos, y seguir luchando para conseguir lo que se pueda. Por ejemplo, evitar por todos los medios que el próximo presidente del Consejo Europeo sea ese impresentable euroescéptico, por no insultarle, de Tony Blair.

El profesor Garton Ash es británico, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford (Gran Bretaña), en la que ocupa la cátedra "Isaiah Berlin" del St. Antony´s College, y profesor de la Hoover Institution de la Universidad de Stanford (EE.UU.) y comienza el artículo citado con un juego de palabras, una paradoja, mucho más interesante que el mío que dice así: "El premio Nobel de la Paz Barack Obama es el presidente más europeo que ha tenido nunca Estados Unidos. El premio Nobel de la Paz Barack Obama es el presidente menos europeo que ha tenido nunca Estados Unidos", para luego ir desgranando una a una las razones por las cuales Europa ya no es una realidad estratégica para los Estados Unidos, discursos y comunicados diplomáticos aparte, a la que miran y observan a partes iguales con respeto y desprecio, para concluir que los europeos quizá sigamos pensando que Obama es "uno de los nuestros", y en un sentido lo es, pero en otro no; y, desde luego, no va a hacer nuestro trabajo. Si los europeos queremos aclararnos las ideas, debemos aclararnos las ideas. Si no lo hacemos, Estados Unidos seguirá tratando con nosotros tal como somos, no como pretendemos ser.

Bueno, por lo menos ahora, sabemos donde estamos... ¿Se conforman ustedes con eso? ¿Prefieren ser cabeza de ratón a cola de león? Yo no, desde luego. Sigo creyendo en Europa, en la Unión, en sus instituciones y en los europeos. Y un primer objetivo es lograr que Tony Blair no la presida, por muy honorífico que sea el cargo, porque no se lo merece, porque no cree en la Unión. HArendt



El profesor Timothy Garton Ash


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sábado, 21 de marzo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Los flecos de la democracia. (Publicada el 21 de septiembre de 2009)



Congreso de los Diputados, Madrid


Un interesante artículo en el diario Público del pasado sábado titulado "Regeneración democrática", escrito por el polémico periodista presentador televisivo José Miguel Monzón ("Gran Wyoming"), traía a colación la reciente controversia política abierta con motivo de la moción de censura presentada contra el alcalde (PP) de la localidad alicantina de Benidorm, relacionándola con la trama de Tamayo y Sáez que despojó de la presidencia de la Comunidad Autónoma de Madrid al partido socialista. La conclusión a la que llegaba el articulista, que comparto en buena medida, era la de que, puesto que el ciudadano no escoge candidatos cuando vota, sino sólo al partido que quiere que le gobierne, resulta bastante cínico que se cuestione la disciplina de voto y que se defienda la propiedad del escaño cuando se abandona el partido por el que uno es elegido, ya que, si no hay listas abiertas, uno se debe a las siglas. No lo reproduzco en su integridad porque no he sido capaz de localizarlo en el archivo de dicho periódico, pero en esencia, esa era la cuestión planteada.

También hace unos días, con motivo de la reelección de Durao Barroso como presidente de la Comisión Europea por el Parlamento de la Unión, se registró el hecho, ya repetido en ocasiones anteriores, de que los parlamentarios socialistas españoles votaran unánimente en contra de lo acordado por el grupo parlamentario socialista europeo y a favor de la reelección del presidente de la Comisión.

La proximidad en el tiempo de ambos hechos, la disidencia de los socialistas españoles respecto de su grupo parlamentario, y el artículo de "Gran Wyoming" sobre la disciplina de voto, me han llevado a reflexionar sobre lo que considero uno de los flecos más interesantes de la democracia representativa, y que es, la libertad real de los representantes elegidos por los ciudadanos para ejercer, en nuestro nombre, la soberanía popular.

La democracia moderna es representativa o no es democracia. La soberanía pertenece al pueblo, pero no se ejerce directamente por éste, sino a través de los órganos constitucionalmente previstos, normalmente, el Parlamento. Ni siquiera la Confederación Helvética (Suiza), que con tanta asiduidad recurre al referéndum como vía de participación política directa del pueblo en los asuntos de Estado, pone en cuestión la premisa de la democracia representativa.

Corolario de la anteriormente expuesto es: 1) que los miembros de los parlamentos, sea cual sea su forma de elección y el partido o formación política por la que se presentan, representan a la nación en su conjunto y no sólo a los electores de su circunscripción, sus votantes o su partido; 2) que no están sujetos a mandato imperativo alguno, ni del pueblo, ni de sus electores ni votantes, y mucho menos de su partido; y 3) que en el ejercicio de sus funciones parlamentarias no están ligados por ningún tipo de disciplina de voto, sino que cuando lo ejercen, lo hacen en conciencia y bajo su exclusiva responsabilidad personal.

Si esto no se acepta, sobran los parlamentos y cualesquiera instituciones representativas de las que se dotan las sociedades democráticas, pues bastaría elegir al hipotético líder de la nación por el pueblo, sin intermediación de partidos, y delegar en él todo el poder del Estado para funcionar. Ni siquiera los regímenes fascitas y de dictadura proletaria se han atrevido a tanto y han guardado alguna apariencia formal de representación política.

Lo ideal sería establecer procedimientos democráticos por los cuales, en casos tasados, los representantes elegidos pudieran ser apartados de sus cargos antes de la finalización de sus mandatos, bien por aquellos mismos que los han elegido o por los órganos jurisdiccionales correspondientes. Pero en el ínterin, no deberíamos rasgarnos tanto las vestiduras ante casos de transfuguismo de un partido a otro, o de rompimiento de la disciplina de voto, porque no siempre están motivados por razones espurias. O por citar otro ejemplo: ¿no exigimos a jueces y magistrados que voten en conciencia sin sujección a mandato imperativo alguno de aquellos por los que han sido designados? Si es así, ¿por qué nos resulta tan difícil admitir lo mismo de nuestros representantes políticos?

En los estados medievales peninsulares, los procuradores que eran enviados por las ciudades con representación en ellas a las Cortes convocadas por el rey, lo hacían bajo mandato imperativo, y sujetos estrictamente a las órdenes dadas por escrito por sus conciudadanos, y cuando volvían de ellas, si no se habían atenido al mandato recibido, se arriesgaban a ser colgados de las almenas de la ciudad. No creo que ese sea el procedimiento idóneo hoy día, aunque nunca de sabe... HArendt




El periodista José Miguel Monzón (Gran Wyoming)


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miércoles, 5 de febrero de 2020

[NUESTRA EUROPA] Un nuevo día para Europa



El Reino Unido abandona la Unión Europea


La Unión Europea no es solo un mercado o una potencia económica, dicen en un artículo escrito al alimón el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, el del Parlamento, David Sassoli, y la presidenta de la Comisón Europea, Ursula von der Layen, sino que representa valores que todos compartimos y defendemos, porque unidos somos más fuertes y hoy comienza un nuevo día para Europa

"Cuando este viernes se haga de noche, -comienzan diciendo los presidentes de las tres más altas instituciones de la Unión Europea- el sol se pondrá sobre más de 45 años de pertenencia del Reino Unido a la Unión Europea. Para nosotros, los presidentes de las tres instituciones principales de la UE, igual que para muchas otras personas, será inevitablemente un día de reflexión marcado por sentimientos encontrados.

Nuestro pensamiento estará con todos los que contribuyeron a hacer de la Unión Europea lo que es hoy, con los que están preocupados por su futuro o decepcionados al ver marcharse al Reino Unido, con los miembros británicos de nuestras instituciones, que han participado en la elaboración de políticas para mejorar la vida de millones de europeos. Pensaremos en el Reino Unido y sus ciudadanos, en su creatividad, su ingenio, su cultura y sus tradiciones, que son parte fundamental del crisol que es nuestra Unión.

Estas emociones son muestra de nuestro afecto por el Reino Unido, algo que va mucho más allá de su pertenencia a nuestra Unión. Desde el primer momento hemos lamentado profundamente su decisión de abandonar la Unión Europea, pero siempre la hemos respetado plenamente. El acuerdo alcanzado es equitativo para ambas partes y garantiza que millones de ciudadanos de la UE y del Reino Unido sigan gozando de la protección de sus derechos en el lugar que elijan como su hogar.

Al mismo tiempo, tenemos que mirar hacia adelante y construir una nueva asociación entre viejos amigos. Juntas, nuestras tres instituciones harán todo lo que esté en su mano para lograrlo con éxito. Estamos dispuestos a ser ambiciosos.

El grado de cooperación que establezcamos dependerá de decisiones que aún deben adoptarse. Cada elección tiene sus consecuencias. Sin la libre circulación de personas no puede haber libre circulación de capitales, bienes y servicios. Sin igualdad de condiciones en los ámbitos del medio ambiente, el empleo, la fiscalidad y las ayudas estatales, no puede garantizarse un acceso óptimo al mercado único. Sin ser miembro de la UE, no se pueden conservar las ventajas inherentes a esta condición.

A lo largo de las semanas, meses y años venideros, tendremos que ir deshaciendo algunos de los lazos que tan cuidadosamente se tejieron durante cinco décadas entre la UE y el Reino Unido. Al hacerlo, tendremos que esforzarnos por diseñar juntos una nueva manera de ser aliados, socios y amigos.

Aunque el Reino Unido deje de ser miembro de la UE, seguirá formando parte de Europa. La geografía, la historia y los vínculos que compartimos en tantos ámbitos nos unen inevitablemente y hacen de nosotros aliados naturales. Seguiremos colaborando en aspectos relacionados con los asuntos exteriores, la seguridad y la defensa, animados por un objetivo común y compartiendo los mismos intereses. Pero lo haremos de manera diferente.

Sin subestimar la tarea que tenemos ante nosotros, confiamos en que, con buena voluntad y determinación, podremos construir una asociación duradera, positiva y valiosa.

Sin embargo, mañana también empezará un nuevo día para Europa.

Los últimos años nos han acercado, como naciones, como instituciones y como personas. Nos han recordado que la Unión Europea no es solo un mercado o una potencia económica, sino que representa valores que todos compartimos y defendemos. Unidos somos más fuertes.

Por esta razón los Estados miembros de la Unión Europea seguirán aunando sus fuerzas y construyendo un futuro común. En una época de competencia entre grandes potencias y de turbulencias geopolíticas, el tamaño importa. Ningún país por sí solo puede frenar la ola del cambio climático, encontrar soluciones para el futuro digital o hacerse oír en un mundo inmerso en una cacofonía creciente.

Juntos, dentro de la Unión Europea, es posible.

Es posible porque tenemos el mercado interior más grande del mundo. Es posible porque somos el principal socio comercial de 80 países. Es posible porque somos una Unión de democracias dinámicas. Es posible porque nuestros pueblos están decididos a promover los intereses y valores europeos en la escena mundial. Es posible porque los Estados miembros de la UE utilizarán su considerable poder económico colectivo en las negociaciones con sus aliados y socios (Estados Unidos, África, China o la India).

Todo ello nos da un propósito común renovado. Sabemos que queremos ir hacia el mismo lugar y tenemos el compromiso de ser ambiciosos sobre las cuestiones fundamentales de nuestra época. Tal como se indica en el Pacto Verde Europeo, queremos ser el primer continente climáticamente neutro de aquí a 2050 y crearemos en ese proceso nuevos puestos de trabajo y oportunidades. Queremos tomar la iniciativa en la próxima generación de tecnologías digitales y queremos una transición justa para apoyar a las personas más afectadas por el cambio.

Creemos que solo la Unión Europea puede hacerlo, pero sabemos que solo podemos conseguirlo juntos: ciudadanos, naciones e instituciones. Y nosotros, como presidentes de las tres instituciones, nos comprometemos a desempeñar el papel que nos corresponde. Esa labor continuará a partir de mañana".



La Victoria de Samotracia, Museo del Louvre, París



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martes, 21 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] Sobre el arte de no escuchar



El diputado Santiago Abascal, en el Congreso


Tendría que enseñarse en las escuelas el arte de aprender a no escuchar. Y es que frente a la nube de banalidad de muchos discursos políticos, señala el escritor Andrés Barba en el A vuelapluma de hoy, tal vez no prestar atención sea una solución.

"El escritor y editor inglés J. R. Ackerley -comienza diciendo Barba- consignó en una entrada de su diario una de esas pequeñas epifanías domésticas que a veces nos hacen comprender súbitamente el carácter de un familiar. Él, que siempre se había quejado de la incapacidad crónica para escuchar de una hermana con la que convivía, se dio cuenta durante una cena de que el ensimismamiento de su hermana estaba acompañado —como en el caso de esos animales minúsculos que se ven obligados a sobrevivir en un entorno hostil— de un don de proporciones equiparables: el de ser capaz de repetir las últimas palabras que se habían dicho y a las que, por supuesto, no había prestado ninguna atención. De ese modo, cada vez que él la acusaba de no escuchar, ella era capaz de repetir —como si recogiera del aire una especie de reverberación— la información necesaria para hacerle creer que sí lo había hecho, cosa que era evidentemente falsa. Esa pequeña epifanía, curiosamente, le hizo ser indulgente con ese defecto que hasta entonces le había sacado de sus casillas.

Si es cierto que es molesto que no nos escuchen, no lo es menos que la gente lo hace por distintos motivos. Resulta extraño, por ejemplo, que la incapacidad para escuchar sea el defecto compartido de dos perfiles de personas tan distintas como los ensimismados y los egomaniacos. Cada uno por sus motivos, los dos acaban en el mismo lugar. Unamuno, que odiaba particularmente a la segunda categoría, se quejaba en su Diario íntimo de esas personas que conversan sin escuchar a su interlocutor “impacientes por decir siempre lo suyo” y concluía que ese fenómeno es “síntoma de una enfermedad dolorosísima” a la que no pone nombre, pero que no nos cuesta reconocer como propia. Podríamos preguntarnos qué habría pensado Unamuno, por poner un caso, del debate televisivo previo a las últimas elecciones en el que no solo era evidente que los candidatos no se escuchaban entre sí, sino que ni siquiera parecían entender las preguntas que les hacían los moderadores, porque contestaban —bordeando el autismo— lo que ya habían preparado sus asesores de prensa. Tal vez añadiría que se trata de un círculo vicioso: quien habla sin saberse escuchado cada vez se preocupa menos por no decir estupideces ya que, al fin y al cabo, todo da lo mismo. Lo que nos llevaría a sumar una tercera observación: la de que en ese estado de cosas resulta inevitable que cada vez tenga menos consecuencias haber dicho una estupidez. Pero dejémoslo ahí.

Ante el vicio de pedir, la virtud de no dar, solía decir mi abuela con sadismo castizo cada vez que le pedía dinero para un helado. Frente a la nube de banalidad de muchos de los discursos políticos, tal vez el arte de no escuchar sea, al fin y al cabo, una solución posible. Y es que el tan cacareado “arte de escuchar” también puede llegar a rozar lo siniestro. La última publicación que he encontrado al respecto, el libro de la norteamericana Kate Murphy, tiene un título que es, en sí, una reprimenda: You’re not Listening: What You’re Missing and why it Matters (No escuchas: lo que te pierdes y por qué es importante). ¿Cómo confiar en un libro que te echa la bronca antes de abrir la primera página? Murphy comienza su aleccionamiento con un párrafo más que revelador: ¿cuándo fue la última vez que escuchaste a alguien?

Me refiero a escuchar de verdad, sin pensar en lo que quieres añadir a continuación, sin mirar el celular cada tres segundos o saltar para decir lo que opinas. Y todo bien con la atención, pero esa escena que describe como el epítome de la felicidad podría interpretarse también de una forma aterradora: la de imaginarnos, como en una pesadilla afiebrada, que esa persona a la que hay que atender es, imaginemos, Santiago Abascal hablando sobre violencia de género y que, frente a cada una de esas palabras, debemos abrir las compuertas de nuestra mente de manera completamente rendida, sin pensar en lo que queremos añadir a continuación, sin saltar para decir lo que opinamos.

En su pequeña epifanía doméstica, J. R. Ackerley acaba concluyendo que, si bien cometen la impertinencia de no atender, algunas de las personas que no escuchan al menos tienen la dignidad de no exigir una atención tan inmisericorde, lo que no deja de ser signo de grandeza en este mundo de bebés chillones.

No escuchar es, al fin y al cabo, un sistema de defensa tan elemental como cualquier otro. Y no menos eficaz. Si no nos empeñáramos en combatir algunas de las estupideces que nos empeñamos en oír, tal vez dejaríamos de oírlas antes de lo que imaginamos. Hasta del bicho más pequeño del bosque, sigue diciendo Ackerley, puede aprenderse algo. Podemos perdonarle que llame bicho a su hermana. La lección, al menos, está clara: no siempre es razonable indignarse, el invierno es largo; la energía, limitada".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 14 de enero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Liderazgos. (Publicada el 15 de junio de 2009)




El expresidente del Gobierno, Adolfo Suárez




Hace unos días leía un artículo en El País sobre liderazgos. Se titulaba "Liderazgo en nuestros tiempos", escrito por José Luis Álvarez, doctor en Sociología por la Universidad de Harvard, que pueden leer en el enlace anterior. Lo primero que se me ocurrió fue acudir a la definición de "liderazgo" del Diccionario de la Real Academia Española, que en su versión electrónica, la presenta como voz enmendada para la próxima edición, la vigésimo tercera, con las acepciones de:

1. m. Condición de líder.
2. m. Ejercicio de sus actividades.
3. m. Situación de superioridad en que se halla una institución u organización, un producto o un sector económico, dentro de su ámbito. 
Como el artículo de José Luis Álvarez tiene claras connotaciones políticas, me quedo con las acepciones primera y segunda y busco de nuevo la definición académica de "líder" y me encuentro con otras tres acepciones, de las que sólo me interesan las dos primeras:

(Del ingl. leader, guía).
1. com. Persona a la que un grupo sigue reconociéndola como jefe u orientadora.
2. com. Persona o equipo que va a la cabeza de una competición deportiva.
3. com. Construido en aposición, indica que lo designado va en cabeza entre los de su clase.

Ya puestos, me asomo al "Thesaurus. Gran Sopena de Sinónimos y Asociación de Ideas", de David Ortega Cavero (Ramón Sopena, Barcelona, 1987), que me da, entre otros, los siguientes sinónimos de "líder": jefe, superior, director, mayor, amo, cabeza, jerarca, prepósito, capataz, presidente, caudillo, prócer, patricarca, jerifalte, abanderado, mandón, importante, capitán, portavoz, primate...

Y no se muy bien porqué, me quedo con la impresión de que todos esas acepciones tienen en mayor o menor grado connotaciones negativas, o al menos peyorativas. ¿Será por qué casi todas son aplicables a los responsables políticos, y esa negatividad es la percepción mayoritaria de la ciudadanía española y europea? Si tomamos como termómetro de nuestra valoración de la clase política la reciente respuesta ciudadana en las elecciones al Parlamento europeo, yo me atrevería a decir que sí.

El artículo que comento de José Luis Álvarez se centra específicamente en un análisis histórico de las cualidades de liderazgo de los cinco presidentes del gobierno que hemos tenido en España desde la aprobación de la Constitución de 1978: Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo-Sotelo, Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero, en el que incluye al actual líder de la oposición, Mariano Rajoy.

El artículista en cuestión establece dos tipos de liderazgo político (el transformacional y el transaccional) y encuadra a cada uno de los líderes citados en uno u otro tipo de liderazgo explicando el por qué de ese encuadramiento.

No voy a opinar sobre ese encuadramiento, que me parece tan subjetivo como cualquier otro, pero que encuentro sumamente interesante. La cuestión, para mi, es que tipo de liderazgo es mejor para la ciudadanía, y ahí, reconozco que me pierdo de nuevo. Personalmente, en circunstancias políticas "normales" (no me pregunten que considero "normal" en política porque la liaríamos de nuevo), prefiero el liderazgo transaccional, a lo Calvo-Sotelo. En circunstancias "excepcionales" (¿estamos ahora en una de ellas?, prefiero pensar que no, y clasificarla como "complicada") optaría por un liderazgo transformacional, como el que significó, al menos para mi, el de Adolfo Suárez, hasta el momento de la aprobación de la Constitución.

El artículo que comento apareció publicado el pasado día 11 en las páginas de Opinión (lo reproduzco más adelante) y no se si por casualidad (es la penúltima pregunta que me hago hoy: ¿existen las casualidades en política?) en el día de ayer la revista Domingo publica dos extensos e interesantes reportajes de mi paisano, el periodista e escritor Juan Cruz, sobre la persona de Adolfo Suárez: uno, centrado en su ascenso al poder, en 1976, titulado "Y que paren los tanques", aupado por una hábil estratagema del presidente de las Cortes, Torcuato Fernández-Miranda, con la complicidad del Rey; el otro, mucho más intimista, titulado "Cómo está Suárez", sobre su situación de enfermo de alzheimer, y su vida actual retirada de todo ámbito público, junto a su familia. Los pueden leer en los enlaces inmediatamente anteriores.

Y termino con una última pregunta que les hago y que me hago a mi mismo: ¿existe hoy algún líder real o potencial en la escena política española y europea? Tengo la impresión de que no, pero, en fin, ustedes dirán... 




Adolfo Súarez, ya enfermo, paseando con el Rey



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