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sábado, 21 de marzo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Los flecos de la democracia. (Publicada el 21 de septiembre de 2009)



Congreso de los Diputados, Madrid


Un interesante artículo en el diario Público del pasado sábado titulado "Regeneración democrática", escrito por el polémico periodista presentador televisivo José Miguel Monzón ("Gran Wyoming"), traía a colación la reciente controversia política abierta con motivo de la moción de censura presentada contra el alcalde (PP) de la localidad alicantina de Benidorm, relacionándola con la trama de Tamayo y Sáez que despojó de la presidencia de la Comunidad Autónoma de Madrid al partido socialista. La conclusión a la que llegaba el articulista, que comparto en buena medida, era la de que, puesto que el ciudadano no escoge candidatos cuando vota, sino sólo al partido que quiere que le gobierne, resulta bastante cínico que se cuestione la disciplina de voto y que se defienda la propiedad del escaño cuando se abandona el partido por el que uno es elegido, ya que, si no hay listas abiertas, uno se debe a las siglas. No lo reproduzco en su integridad porque no he sido capaz de localizarlo en el archivo de dicho periódico, pero en esencia, esa era la cuestión planteada.

También hace unos días, con motivo de la reelección de Durao Barroso como presidente de la Comisión Europea por el Parlamento de la Unión, se registró el hecho, ya repetido en ocasiones anteriores, de que los parlamentarios socialistas españoles votaran unánimente en contra de lo acordado por el grupo parlamentario socialista europeo y a favor de la reelección del presidente de la Comisión.

La proximidad en el tiempo de ambos hechos, la disidencia de los socialistas españoles respecto de su grupo parlamentario, y el artículo de "Gran Wyoming" sobre la disciplina de voto, me han llevado a reflexionar sobre lo que considero uno de los flecos más interesantes de la democracia representativa, y que es, la libertad real de los representantes elegidos por los ciudadanos para ejercer, en nuestro nombre, la soberanía popular.

La democracia moderna es representativa o no es democracia. La soberanía pertenece al pueblo, pero no se ejerce directamente por éste, sino a través de los órganos constitucionalmente previstos, normalmente, el Parlamento. Ni siquiera la Confederación Helvética (Suiza), que con tanta asiduidad recurre al referéndum como vía de participación política directa del pueblo en los asuntos de Estado, pone en cuestión la premisa de la democracia representativa.

Corolario de la anteriormente expuesto es: 1) que los miembros de los parlamentos, sea cual sea su forma de elección y el partido o formación política por la que se presentan, representan a la nación en su conjunto y no sólo a los electores de su circunscripción, sus votantes o su partido; 2) que no están sujetos a mandato imperativo alguno, ni del pueblo, ni de sus electores ni votantes, y mucho menos de su partido; y 3) que en el ejercicio de sus funciones parlamentarias no están ligados por ningún tipo de disciplina de voto, sino que cuando lo ejercen, lo hacen en conciencia y bajo su exclusiva responsabilidad personal.

Si esto no se acepta, sobran los parlamentos y cualesquiera instituciones representativas de las que se dotan las sociedades democráticas, pues bastaría elegir al hipotético líder de la nación por el pueblo, sin intermediación de partidos, y delegar en él todo el poder del Estado para funcionar. Ni siquiera los regímenes fascitas y de dictadura proletaria se han atrevido a tanto y han guardado alguna apariencia formal de representación política.

Lo ideal sería establecer procedimientos democráticos por los cuales, en casos tasados, los representantes elegidos pudieran ser apartados de sus cargos antes de la finalización de sus mandatos, bien por aquellos mismos que los han elegido o por los órganos jurisdiccionales correspondientes. Pero en el ínterin, no deberíamos rasgarnos tanto las vestiduras ante casos de transfuguismo de un partido a otro, o de rompimiento de la disciplina de voto, porque no siempre están motivados por razones espurias. O por citar otro ejemplo: ¿no exigimos a jueces y magistrados que voten en conciencia sin sujección a mandato imperativo alguno de aquellos por los que han sido designados? Si es así, ¿por qué nos resulta tan difícil admitir lo mismo de nuestros representantes políticos?

En los estados medievales peninsulares, los procuradores que eran enviados por las ciudades con representación en ellas a las Cortes convocadas por el rey, lo hacían bajo mandato imperativo, y sujetos estrictamente a las órdenes dadas por escrito por sus conciudadanos, y cuando volvían de ellas, si no se habían atenido al mandato recibido, se arriesgaban a ser colgados de las almenas de la ciudad. No creo que ese sea el procedimiento idóneo hoy día, aunque nunca de sabe... HArendt




El periodista José Miguel Monzón (Gran Wyoming)


La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 1 de abril de 2017

[A vuelapluma] Calidad democrática





Quejarnos de la mala calidad de nuestras democracias liberales se ha convertido en una especie de deporte nacional, pero ni de la clase política ni de los ciudadanos de a pie surgen propuestas realistas de solución, o al menos que sirvan para reparar la confianza en las instituciones de las mismas. 

Democracia, ¿para qué? El profesor de la Universidad de Barcelona Félix Ovejero afirmaba hace unos días en un artículo que peligra el vínculo entre elecciones y calidad democrática. Que el sistema no es sensible al cambio; que tampoco hay demanda ciudadana ni oferta política. Y que los votantes, humanos a fin de cuentas, somos animales de senda y detestamos las novedades

Lo dijo John Adams, comienza escribiendo: “Delegar el poder de la mayoría en unos pocos entre los más sabios y los más buenos”. Lo repitió Madison: “Conseguir como gobernantes a los hombres que posean mayor sabiduría para discernir y más virtud para procurar el bien público”. Y Jefferson: “Permitir que los aristócratas naturales gobernaran de manera más eficiente posible”. Los votos de ciudadanos ignorantes y sin virtud cívica escogerían a los mejores, a los sabios y santos.

Si levantaran la cabeza, sigue diciendo, los fundadores se lo pensarían antes de repetir que nuestras democracias —ellos dirían Repúblicas—, difíciles de defender desde la participación y la igualdad de los ciudadanos, se justifican porque identifican a los mejores. Una idea que suena disparatada: que los que no saben puedan escoger a los que saben. Raro, pero no imposible: el mercado, en sus mejores horas, infrecuentes, funciona de esa manera. Yo, y otros como yo, incapaces de freír un huevo, al elegir restaurante penalizamos al mal cocinero y premiamos al bueno.

Desgraciadamente, añade, la política no es como el mercado. Bueno, sí, es como el mercado que no funciona, como el mercado con información asimétrica, cuando uno no sabe lo que adquiere, cuando elige a ciegas y le venden la mula ciega. Siempre se vota a tientas. Entre las circunstancias que concurren en ello hay una inexorable: la política está orientada hacia un futuro incierto por definición. No hay manera de especificar hoy en un contrato soluciones a retos que descubriremos mañana. Lo de “cumplir el programa” aguanta, si acaso, un rato, porque no puede ser de otro modo. Y las cosas no mejoran informativamente, si tenemos en cuenta que los votantes tenemos limitadas capacidades cognitivas, memoria endeble y que, al decidir, nos fiamos antes del envoltorio que del contenido: quienes votan contra “rehabilitar drogadictos” están a favor “tratar la adicción a las drogas” y quienes desprecian el “cambio climático” son partidarios de combatir el “calentamiento global”.

Resulta discutible el potencial de las democracias para abordar retos sin rentabilidad electoral inmediata, al menos los importantes, señala. Ningún alcalde reformará su ciudad si las obras duran más que el ciclo electoral. Se imponen el corto plazo, la velocidad para renovar las broncas y la pirotecnia. El alcalde preferirá hablar de las plagas del mundo y proclamará el veganismo de su ciudad: el mundo intacto, la culpa de los otros y el lustre moral asegurado. La verdad no importa. Nadie espera a comprobar si el corrupto lo es, mientras exista un titular que arrojar a las redes. Lo importante es ganar la mano. Aunque no se sepa muy bien qué decir sobre el fracking o la reproducción asistida, hay un algoritmo infalible: apostar en contra de la opinión del contrario. Más tarde ya se encontrarán intelectuales públicos dispuestos a sacrificar el conocimiento consolidado (lo han denunciado en economía Cahuc y Zylberberg en Le négationnisme économique).

No es nuevo, dice. Es la lógica electoral de las democracias. Lo nuevo son las redes sociales, que amplifican las resonancias. Cuando el titular desplaza al argumento, los 140 caracteres son alivio, antes que limitación, como sucedía con el etcétera en la magistral apreciación de Jardiel Poncela: “El descanso de los sabios y la excusa de los ignorantes”.

Perpetuas elecciones, problemas en espera y la vida cívica falsamente encanallada, comenta. El único horizonte es la próxima campaña electoral y siempre hay alguna. En realidad, las elecciones degradan el debate democrático. Un debate, no se olvide, ya de por sí reducido a unos pocos con suficientes recursos para superar las costosas barreras de entrada del mercado político, para financiar campañas y tecnologías que permiten modular un relato (una mentira) a medida de cada cual, para que solo escuche lo que quiere escuchar, esto es, para que ignore casi todo lo demás: esos 250 millones de perfiles personalizados que, Big Data mediante, permitieron a Trump ganar. Naturalmente, con esas reglas, se refuerza lo de siempre, la voz de los ricos (Gilens, Affluence and Influence).

En esas circunstancias peligra, continúa diciendo, el vínculo entre elecciones y calidad democrática. Incluso peor: las elecciones resultan vivero de las patologías. He dicho elecciones, no representación ni participación. El aviso, obligatorio en nuestros tiempos, resultaría innecesario para los clásicos, los Rousseau o los Montesquieu, para quienes las elecciones poco tenían que ver con la democracia, según nos recordó Manin en Los principios del gobierno representativo. Para ellos, el sorteo aseguraba una mejor representación. Las elecciones, si acaso, servirían para detectar aristocracias naturales, a los mejores. Pues eso. Que no.

La pregunta, afirma, es si debemos revisar los diseños institucionales que hasta ahora nos han servido, no me atrevo a decir si para bien o para mal, visto lo visto y a la espera de lo que nos queda por ver. Ese es el diagnóstico de solventes reflexiones académicas que divulga eficazmente Van Reybrouck en Contra las elecciones. Se buscaría recoger el componente de racionalidad deliberativa del ideal parlamentario, aliviando las patologías asociadas a la competencia electoral y a los sesgos derivados de una representación que ignora los problemas y las propuestas de muchos ciudadanos. En esencia, proponen aligerar la presencia de los partidos en competencia electoral e incorporar mecanismos de participación, deliberación, mérito, asesoramiento experto y… sorteo. Sí, sorteo, el más clásico de los procedimientos democráticos. Sus virtudes, vistas las disfunciones de nuestras democracias, no son desdeñables: permite la representación de minorías (y de mayorías desatendidas, esas García que nunca asoman en los parlamentos señoreados por élites nacionalistas) sin la ortopedia antidemocrática de los cupos; disuelve las barreras de ingreso en la participación; elimina los encanallamientos partidistas, el griterío gestero de las falsas discrepancias; socava la corrupción asociada al coste de las campañas; acaba con la instrumentalización de instituciones (justicia, organismos supervisores) sometidas a la partitocracia. Por supuesto, el sorteo también tiene problemas, que invitan a administrarlo en dosis y en formas híbridas.

Por supuesto, concluye diciendo, esas innovaciones no prosperarán. La nueva política no va de eso. Es la vieja más adanismo moral, un vacuo fariseísmo en sentido ferlosiano: nutre su santidad con el plato único de la perfidia ajena. Aunque solo sea por eso, casi resulta preferible la vieja, cuando no la arcaica. Pero tampoco. Porque el problema es más básico. El sistema no es sensible al cambio. No hay demanda ciudadana ni oferta política. Los votantes, humanos, somos animales de senda y detestamos las novedades. Y los partidos, obviamente, no quieren suicidarse. El diseño de incentivos para la renovación de las democracias solo es comparable al que en Estados Unidos tenían las ambulancias cuando eran gestionadas por funerarias. Mala cosa, dada la naturaleza del enfermo.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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lunes, 20 de marzo de 2017

[Pensamiento] ¿Es posible una democracia sin elecciones?





Que la democracia está en crisis nadie parece dudarlo; que siempre ha estado en crisis y siempre lo estará, en cambio, tendemos a olvidarlo. Pero es un hecho que debería moderar nuestra melancolía, si no fuera porque esa melancolía explica en buena parte esa sensación de crisis. Y es que aspiramos a un régimen de autogobierno que funciona mejor en la teoría que en la práctica. O, mejor dicho, que sólo puede realizarse plenamente en la teoría y nunca del todo en la práctica. 

Las palabras anteriores las publicaba hace unos días en Revista de Libros el teórico político y profesor de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, en un artículo titulado ¿Democracia sin elecciones? que iniciaba con estas palabras del ilustre politólogo italiano Giovanni Sartori: "En ningún caso la democracia tal y como es coincide, ni coincidirá jamás, con la democracia tal y como quisiésemos que fuera".

De manera que el ideal democrático en sus versiones más igualitarias y participativas, continúa el profesor Arias, incorpora un componente utopista que alimenta la insatisfacción con la democracia realmente existente, promoviendo así una conversación incesante sobre su buena o mala salud, sus limitaciones y posibilidades. Nada de lo que sorprenderse, pues la democracia no difiere de otros conceptos políticos que operan también como ideales con carga prescriptiva: justicia, igualdad, libertad. Y, como ellos, lleva a cuestas una historia accidentada en cuyo curso han cambiado tanto sus significados como sus formas. Siendo la principal transformación aquella por la cual la participación directa de los ciudadanos en el gobierno se limitó –por buenas razones, relacionadas ante todo con la escala de las sociedades modernas– a su elección periódica de representantes. Un cambio en el contenido institucional con su correspondiente reflejo semántico, ya que cuando decimos «democracia» hoy nos referimos a la democracia representativa (o liberal, o constitucional) antes que a la democracia directa (deliberativa o de referéndum). Algo que, sobre todo en épocas de descontento, conduce a la frustración: si hablamos de «gobierno del pueblo», ¿por qué el pueblo no gobierna?

Porque nunca se contempló tal posibilidad, podríamos decir, añade. Tal como explica Hans Maier en su contribución a la historia conceptual impulsada por Reinhart Koselleck, el propio término «democracia» aparece en la filosofía política europea sólo en oposición a una «república» que se tenía por preferible, de acuerdo con una tradición cuyo origen está en Aristóteles y su clasificación de las formas de gobierno: el gobierno puro del pueblo era considerado impracticable. Inevitablemente, esta negativa ha producido una corriente permanente de insatisfacción en el pensamiento político occidental. Son muchos los pensadores y movimientos que han defendido justamente lo contrario, a saber, que el ideal democrático es realizable. Máxime cuando algunas de las razones que habrían justificado históricamente el miedo a las mayorías no se sostendrían ya: el analfabetismo que inspiró la propuesta epistocrática de John Stuart Mill (voto universal, pero dos votos para los más educados) hace tiempo que dejó de ser una preocupación de las sociedades avanzadas.

En este contexto, dice más adelante, no dejan de aparecer nuevas propuestas teóricas destinadas a renovar el debate sobre la democracia. Frente a quienes ven en fenómenos como el Brexit o el ascenso general del populismo una razón de peso para desconfiar de la capacidad decisoria de los ciudadanos, desconfianza que encontraría respaldo adicional en las últimas averiguaciones sobre las deficiencias de nuestra racionalidad o nuestras dependencias afectivas, los demócratas radicales entienden que esas mismas señales pueden ser interpretadas en sentido contrario. Así, el populismo no dejaría de ser un fenómeno intrínsecamente democrático, que nos alerta sobre la insatisfacción popular ante el desempeño de unos gobiernos percibidos como tecnocráticas estrellas distantes. El problema de la democracia es la falta de democracia, y no al revés. Es decir: el problema de la democracia representativa es no ser lo bastante democrática.

Pues bien, añade, una de las últimas ideas en ponerse sobre esta mesa es la de que debemos prescindir de las elecciones y abrazar la práctica del sorteo. ¡Ahí es nada! Aunque no es una propuesta original, sino la recuperación de una vieja práctica ateniense que sobrevivió en algunos reinos europeos durante la Edad Media; entre ellos, Aragón, donde a partir del término italiano imborsazione se la llamaba «insaculación». Debemos la recuperación de esta idea a David Van Reybrouck, quien no es exactamente un académico, sino un intelectual holandés que triunfó hace unos años con una historia del Congo. Contra las elecciones, que fue publicado originalmente en Holanda en 2013 y traducido al inglés el año pasado, aparece ahora en España de la mano de la editorial Taurus. Es un libro breve, escrito con la elegante concisión habitual en su género, que vivifica el debate sobre la democracia de manera análoga –aunque, a la postre, quizá menos productiva– a como lo hizo un trabajo que sirve aquí como confesa inspiración: la obra sobre el gobierno representativo de Bernard Manin. Van Reybrouck deja clara su filiación teórica con una cita inicial de Rousseau: "Las gentes de Inglaterra se engañan a sí mismas cuando se figuran que son libres; lo son, de hecho, solo durante la elección de los miembros del parlamento. Ya que tan pronto como uno nuevo es elegido, están de nuevo encadenados y no son nada".

Se trata, comenta, del habitual reproche de los participativistas, que se niegan a aceptar que los votantes retienen mucho más poder del que solemos creer al condicionar la acción de un gobierno que desea ser reelegido e influye sobre él, indirectamente, por medio de la opinión pública. ¡Dejando al margen que no todo lo que podemos hacer en la vida debe estar mediado por el gobierno! Van Reybruck es más proclive a pensar que la libertad de los modernos no es incompatible con la libertad de los antiguos y presume que los ciudadanos contemporáneos albergan intensos deseos de participación política. Y razona que en una sociedad menos jerarquizada y más horizontal, donde las herramientas digitales hacen posible tanto un debate público permanente como nuevas formas de cooperación, las elecciones periódicas son un mecanismo torpe y disfuncional del que haríamos bien en prescindir. Algo en lo que seguramente lleve razón: que tengamos buenas alternativas para ellas, la suya incluida, es harina de otro costal.

Nos hemos acostumbrado a considerar las elecciones como el símbolo de la democracia, comenta seguidamente, hasta el punto de que las primeras votaciones populares en países que han hecho la transición desde formas no democráticas de gobierno son destacadas por encima de cualquier otra cosa en los medios de comunicación. Viene a la memoria aquella hermosa película de Babak Payami, El voto es secreto, sobre los esfuerzos de una delegada del gobierno por encontrar votantes en una remota isla del Golfo Pérsico. La papeleta en manos del votante se convierte así en la máxima representación del poder devuelto a los ciudadanos. Sin embargo, la propia tradición liberal ha puesto de manifiesto que el voto es solamente uno de los elementos de la democracia constitucional, y ni siquiera el más importante: ¿de qué serviría votar en ausencia de imperio de la ley, separación de poderes, tribunales independientes, prensa libre o derechos civiles y políticos? Es más, ¿sería razonable que se votara cualquier cosa, sin ningún tipo de restricciones? Sabemos que no es el caso y por eso los elementos democráticos son corregidos por los liberales: el autogobierno se limita en defensa de los derechos individuales y de las minorías.

Dicho esto, añade, las elecciones periódicas, aunque en la práctica constantes debido a la coexistencia de múltiples niveles de gobierno, plantean no pocos problemas para un gobierno democrático eficaz. A saber: condicionan la toma de decisiones debido al natural deseo de reelección de los gobernantes; generan una dinámica de «campaña electoral permanente» que exige de estos últimos una conducta de candidato antes que de representante; estimulan un ruido mediático incesante y una mayor atención pública a los protagonistas de la contienda electoral que a sus ideas o programas. Para Van Reybruck, las democracias contemporáneas padecen un «síndrome de fatiga democrático» cuya etiología remite al énfasis en las elecciones: "El fundamentalismo electoral es la creencia inconmovible en la idea de que la democracia es inconcebible sin elecciones y en que las elecciones son una precondición necesaria y fundamental cuando hablamos de democracia".

Irónicamente, dice, las elecciones son adoptadas en origen como una institución aristocrática, esto es, el procedimiento para elegir a los mejores representantes –o a los representantes entre los mejores– antes de que existieran los partidos políticos propiamente dichos o los medios de comunicación conocieran su fuerte desarrollo posterior. Es el elemento republicano de la democracia antes aludido, cuya razón de ser es el temor a la tiranía de la mayoría. A la vista está que las elecciones terminaron por democratizarse y los representantes no siempre son, precisamente, los mejores; también que, pese a ello, las democracias han demostrado ser mucho más inclusivas que sus alternativas. En cualquier caso, esas transformaciones estructurales posteriores habrían terminado, a juicio de nuestro autor, por convertir las elecciones en una rémora para la democracia, una antigualla («el combustible fósil de la democracia») que debe pasar a la reserva. Pero, ¿cómo articular un gobierno democrático sin elecciones periódicas? Van Reybruck lo tiene claro: recuperando el sorteo.

Presente en la antigüedad, comenta, la Edad Media y el Renacimiento, el sorteo establece la distinción entre gobernantes y gobernados mediante una lotería: es una democracia representativa aleatoria o no electoral. En Atenas, cualquier ciudadano podía ser elegido para cualquier cargo legislativo o ejecutivo, a excepción de los altos cargos militares y financieros, durante un tiempo limitado. Van Reybruck incluye en su libro tablas bien elaboradas que dan noticia de su presencia histórica y de las variantes organizativas que ha conocido. Hay algunos rasgos comunes: Estados pequeños y urbanizados, donde sólo podía participar un limitado segmento de la población, período de prosperidad y esplendor cultural, combinación del sorteo con elecciones para asegurar la competición, estabilidad política y aumento de la participación como resultado. De lo que se trataría es de traer al presente esta vieja institución para salvar el futuro de la democracia.

Van Reybruck, dice el profesor Arias, hace un movimiento teórico inteligente cuando vincula la práctica del sorteo con la de la deliberación, concepto cuya primavera académica se vivió en la década de los noventa. En ella, según él mismo la define, «la deliberación es central y los participantes formulan soluciones racionales y concretas a los desafíos sociales, basándose en la información y el razonamiento». Y refiere un ingente número de proyectos consultivos donde ciudadanos elegidos de manera aleatoria han tomado parte en procesos deliberativos complementarios de la representación. En la mayor parte de los casos, el procedimiento incluía una fase de entrenamiento bajo la dirección de expertos, con el fin de remediar el desconocimiento técnico de los ciudadanos. Pero no deja de ser sintomático que Van Reybruck se declare ante todo impresionado por el proyecto islandés, donde veinticinco ciudadanos debatieron el proyecto de reforma constitucional durante cuatro meses: la reducidísima escala del país es propicia para esta suerte de town meetings de difícil reproducción en comunidades más grandes. Las propuestas, dicho sea de paso, habían de ratificarse posteriormente en referéndum, lo que crea problemas a su vez: el ciudadano vota sin haber seguido el proceso deliberativo y un foro ciudadano posee poca auctoritas debido a su carácter temporal. A lo que podemos añadir las demás complicaciones intrínsecas al referéndum, que el autor holandés viene a reconocer. También aduce una razón verosímil para explicar el poco interés de los medios por esta alternativa: "La democracia parlamentaria es teatro y a veces genera gran televisión, pero la democracia deliberativa contiene poco drama y difícilmente puede hacerse con ella una buena historia".

Sin embargo, señala, la misma razón sirve para explicar el desinterés de los propios ciudadanos, quienes, no obstante, serían obligados a participar –se entiende– si les toca la lotería; momento a partir del cual se tomarán la tarea tan en serio como cuando forman parte de jurados penales populares. Van Reybruck limita, no obstante, y en nombre del realismo, el alcance de su propuesta: los ciudadanos elegidos por sorteo compondrían una cámara legislativa popular complementaria, lo que produciría un modelo «birrepresentativo» que combina elecciones y sorteo. La ventaja de estos representantes –pues representantes serían– es que no tendrían deseo de ser reelegidos; quizá podría asignárseles la función de reflexionar sobre problemas a largo plazo. Este modelo de democracia sería el apropiado para «una era alfabetizada, de comunicación hiperveloz y descentralizada, que ha creado nuevas formas de implicación política». Todos somos adultos, añade: demos al sorteo una oportunidad.

¿Por qué no?, se pregunta. El argumento es seductor y la experimentalidad del sorteo se presenta limitada por su coexistencia con las demás cámaras parlamentarias y las propias elecciones: finalmente, Van Reybruck no llega a sugerir su eliminación. Y vaya por delante que la democracia liberal-representativa ya se ha abierto considerablemente a nuevos canales de participación, como demuestra el propio desarrollo de los procesos consultivos de los que este libro da noticia. Y que la experimentación democrática, sobre todo en el plano local, tiene mucho sentido. Por desgracia, la propuesta no está exenta de problemas. Dejaremos aquí a un lado las objeciones que pueden planteársele desde el punto de vista de la antropología política, que en el actual momento del saber enfatiza las limitaciones de nuestra racionalidad y los efectos perversos de la deliberación grupal.

Van Reybruck, señala, como tantos otros participativistas, dibuja un panorama democrático desolador y deposita su fe regeneracionista en una mayor implicación ciudadana. Su propuesta tiene la ventaja de no recurrir a la participación directa y frecuente de todos, por ejemplo a través del referéndum, en lo que constituye la respuesta equivocada a las novedades que representan los medios digitales y la mayor horizontalidad social. Pero no deja de apoyarse en la premisa de que los ciudadanos desean participar más y estar más atentos a los asuntos públicos, algo que no parece ni mucho menos asegurado; otra cosa es que la digitalización haya otorgado mayor visibilidad a la minoría que sí lo reclama. De alguna manera, el autor holandés está pensando en una comunidad política mucho más pacífica que la existente, donde la elección por sorteo contribuiría adicionalmente a disolver las tensiones sociales que ahora encuentran expresión en el auge populista o la introversión nacionalista. Pero cabe preguntarse si sería realmente el caso: si los buenos en quienes Van Reybruck está pensando ganarían esa partida o sucedería exactamente lo contrario. Tampoco está claro cómo se resolvería el choque de legitimidades entre la cámara popular y la cámara electa, o entre aquella y los tribunales constitucionales. ¿Resistirían los ciudadanos elegidos por sorteo la tentación de invocar su superior legitimidad? ¿Y qué sucede con aquellas propuestas rechazadas por los ciudadanos que no han podido votarlos? ¿De qué manera habría de resolverse ese conflicto en ausencia de elecciones? ¿Qué sucedería si esta cámara evacuase propuestas xenófobas? ¿Y si formulase normas que exigiesen un endeudamiento disparatado? Por otro lado, ¿está garantizado que los ciudadanos de sociedades multiculturales se sentirán debidamente representados por los ganadores de un sorteo? Más aún, no está claro que una cámara así constituida pueda encontrar respuestas para los asuntos complejos que las democracias del siglo XXI están llamadas a resolver: desde la robotización hasta la productividad. Si la respuesta a esto es que los diputados elegidos por sorteo dispondrán de expertos a los que consultar, no está claro que para este viaje hicieran falta semejantes alforjas. Hay que recordar que una importante función de los gobiernos es limitar las demandas populares allí donde sea necesario; función tan antipática como necesaria.

Aunque no carece de interés, concluye el profesor Manuel Arias, el trabajo de Van Reybrouck ofrece una solución que parece traer consigo un número ilimitado de problemas. Además del lógico interés por encontrar un argumento llamativo en el mercado global de las ideas políticas, se percibe en la crítica de la democracia representativa una comprensible nostalgia por la comunidad en tiempos –casi todos lo son– de incertidumbre. Bien podemos negar la mayor y afirmar que la democracia representativa funciona, por más que se encuentre en crisis: la crisis de siempre, acentuada en estos años por unos pobres rendimientos socioeconómicos. Funciona, quiere decirse, todo lo bien que puede si asumimos que el «gobierno del pueblo» es un oxímoron en cuerpos sociales complejos y de gran escala: quede Islandia para los islandeses. Es verdad que no hay razones para rechazar el empleo experimental del sorteo, que puede tener sentido aplicado a procesos consultivos susceptibles de informar la toma de decisiones por parte de los representantes ordinarios y de desempeñar con ello un cierto papel simbólico: creando la sensación del autogobierno popular. Pero, más allá de eso, su aplicación sistemática nos haría ver enseguida que la democracia representativa, aun con todos sus defectos, no es precisamente un capricho histórico.







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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