En épocas de confusión y malestar, dice José María Ruiz Soroa, brotan los arbitristas, esos seres que tienen, o creen que tienen, la capacidad de identificar con precisión la causa de los males de la sociedad y, además, la de encontrar y señalar su solución. Que casi siempre suele ser sencilla, directa y fácil. Si sus descubrimientos son presentados como algo novedoso y sus propuestas son rompedoras, el éxito de audiencia está asegurado, aunque la contribución que finalmente hacen al conocimiento humano sea nula.
José María Ruiz Soroa es un prestigioso abogado y ensayista político autor de libros como Seis tesis sobre el derecho a decidir. Panfleto político; Tres ensayos liberales. Foralidad, lengua y autodeterminación; y El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2010), uno de los libros más interesantes que he leído en mucho tiempo. En el último número de Revista de Libros publica una excelente reseña crítica del libro Contra las elecciones. Cómo salvar la democracia, de David Van Reybrouck (Taurus, Barcelona, 2017), del que ya escribí en una entrada del blog el pasado mes de marzo comentando un artículo al respecto del profesor Arias Maldonado.
De arbitrista (persona que en los siglos XVI y XVII elevaba memoriales al rey o a las Cortes con propuestas de todo género para resolver problemas de la Hacienda y del Estado, enmarcadas frecuentemente dentro de planes o proyectos con rasgos extravagantes o utópicos) califica Ruiz Soroa a Van Reybrouck. Es lo que sucede, señala, con esta breve incursión de David Van Reybrouck en la filosofía y ciencia políticas, materias en las que se desconoce su previa maestría o dedicación (su editor nos informa de que «estudió Arqueología y Filosofía», aunque su doctorado en Leiden parece más bien referirse a la Etnografía). Es poco más que una ocurrencia poco fundamentada y menos desarrollada, aunque, eso sí, diseñada con habilidad para provocar la atención de los medios: ¡anda, fíjate, aquí hay uno que dice que hay que suprimir las elecciones y nombrar a los gobernantes por sorteo!
José María Ruiz Soroa es un prestigioso abogado y ensayista político autor de libros como Seis tesis sobre el derecho a decidir. Panfleto político; Tres ensayos liberales. Foralidad, lengua y autodeterminación; y El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2010), uno de los libros más interesantes que he leído en mucho tiempo. En el último número de Revista de Libros publica una excelente reseña crítica del libro Contra las elecciones. Cómo salvar la democracia, de David Van Reybrouck (Taurus, Barcelona, 2017), del que ya escribí en una entrada del blog el pasado mes de marzo comentando un artículo al respecto del profesor Arias Maldonado.
De arbitrista (persona que en los siglos XVI y XVII elevaba memoriales al rey o a las Cortes con propuestas de todo género para resolver problemas de la Hacienda y del Estado, enmarcadas frecuentemente dentro de planes o proyectos con rasgos extravagantes o utópicos) califica Ruiz Soroa a Van Reybrouck. Es lo que sucede, señala, con esta breve incursión de David Van Reybrouck en la filosofía y ciencia políticas, materias en las que se desconoce su previa maestría o dedicación (su editor nos informa de que «estudió Arqueología y Filosofía», aunque su doctorado en Leiden parece más bien referirse a la Etnografía). Es poco más que una ocurrencia poco fundamentada y menos desarrollada, aunque, eso sí, diseñada con habilidad para provocar la atención de los medios: ¡anda, fíjate, aquí hay uno que dice que hay que suprimir las elecciones y nombrar a los gobernantes por sorteo!
Contado en pocas palabras, sigue diciendo, una vez referidos y descritos como mortales los síntomas que aquejan a la democracia en la actualidad, el libro pasa a diagnosticar con asombrosa precisión la causa de sus males: que sería la del empeño secular en utilizar las elecciones como método para reclutar a los gobernantes. Lo que lleva por sí mismo a la solución: basta con cambiar de sistema de selección y recurrir al de sorteo. Además, se nos explica, lo raro y asombroso es que no hayamos caído en la cuenta, en los últimos doscientos años transcurridos desde la implantación de los Estados liberales, de que las elecciones eran poco más que un timo diseñado por las elites oligárquicas burguesas y propietarias a finales del siglo XVIII para mantenerse en el poder, y que lo que correspondía, como desde antiguo enseñó la práctica de la verdadera democracia, la de Atenas, era valerse del sorteo para seleccionar a los gobernantes. Pues sólo el sorteo es verdaderamente democrático, desde el momento que es el único método que garantiza a todos los ciudadanos exactamente las mismas oportunidades para ocupar un cargo. La humanidad, nos dice nuestro filósofo, «lleva casi tres mil años experimentando con la democracia y apenas doscientos sirviéndose de las elecciones de forma exclusiva para ello». Una desproporción que hablaría por sí misma, por mucho que lo de los «tres mil años de experimentación con la democracia» suene un tanto asombroso para quien conozca algo la historia. Igual de asombroso que resulta el hecho de que se presente la democracia ateniense como modelo de éxito para corregir la actual, olvidando que fue una experiencia efímera, turbulenta y fracasada.
Según nos informa el autor, añade Ruiz Soroa, a David Van Reybrouck se le apareció la verdad allá por 2012 en un pueblecito pirenaico vasco, y lo hizo bajo la forma de un ejemplar de El contrato social de Rousseau (ya saben, el de que los ingleses creen que son libres porque votan un día cada varios años), seguido poco después, cómo no, por el libro apasionante de Bernard Manin sobre Los principios del gobierno representativo (Madrid, Alianza, 1998), un texto que a todos los interesados en la ciencia política nos ha impresionado en su momento por su rigor analítico y su capacidad de sugerencia. Allí encontró Van Reybrouck las referencias convencionales a la práctica del sorteo en Atenas, Florencia y Venecia, y allí encontró el sentimiento de relativa sorpresa ante la circunstancia de que los padres fundadores de la república estadounidense o los animadores intelectuales de la Revolución Francesa no hubieran, aparentemente, ni siquiera considerado la posibilidad del sorteo como método para encontrar a los gobernantes representativos de las nuevas repúblicas liberales que estaban fundando. El humilde sorteo se le transmutaba así en un «tesoro escondido», en una «tradición oculta», de la que podía echarse mano como del bálsamo milagroso.
Confirmado pronto que el comportamiento de los padres de las revoluciones burguesas no era sino un caso en que «se había engatusado al pueblo con bonitas palabras»”, sigue diciendo, vendiéndole como democracia lo que no era sino «aristocracia, oligarquía, feudalismo o colonización» del común por las elites, pasa nuestro autor a arreglar el entuerto histórico aprovechando la crisis actual: volvamos al sorteo como método de seleccionar a las asambleas deliberativas gobernantes, bien que con cierto gradualismo, no de golpe y porrazo. Sorteo y deliberación: la receta infalible para salvar a la democracia actual de la enfermedad degenerativa que le provocan las elecciones. Y poco más en el terreno de las ideas, los razonamientos y las propuestas.
Una salvedad ya de entrada, comenta: la experimentación actual (en Canadá, Estados Unidos, Irlanda y otros países) con una variada fenomenología de foros o asambleas (más o menos institucionalizadas) de estudio y deliberación de temas conflictivos concretos, sean compuestas de manera aleatoria más o menos pura, sea de manera electiva, como formas auxiliares y complementarias a un gobierno democrático, merece todo mi respeto y atención, porque no pueden sino enriquecer la opinión pública informada en cuyo ámbito deben tomarse las decisiones democráticas. El texto reseñado contiene una buena descripción e información acerca de estos experimentos. Pero de ahí a sostener que el gobierno mismo debería sea seleccionado mediante sorteo por la sencilla razón de que la elección es un mecanismo antidemocrático y anticuado que debe ya erradicarse, hay un abismo. Conceptual y práctico. Van Reybrouck cruza este abismo en su argumentación, por mucho que a la hora de hacer propuestas concretas muestre una curiosa moderación y limite sus innovaciones a unas asambleas legislativas complementarias de las actuales. Pero en esta limitación hay una notable incongruencia con los presupuestos de los que parte, como intentaremos mostrar en esta reseña.
La democracia como sistema de gobierno, dice más adelante, a pesar de su aparente éxito en el tiempo y espacio, estaría hoy sujeta a una doble crisis: la crisis de legitimación, desde el momento en que los gobernados cada vez contemplan con más desconfianza y lejanía a los gobiernos, cada vez se sienten menos representados por las instituciones, cada vez son más volubles y menos fieles a los partidos políticos. Y, además, una crisis de eficacia: cada vez les es más difícil a las elecciones producir gobiernos estables, y a éstos tomar decisiones válidas en el largo plazo para afrontar los problemas que aquejan a las sociedades. Hay un «síndrome de fatiga democrática».
Nuestro autor, continúa diciendo, rechaza tanto las soluciones populistas (la culpa es de la casta) como las tecnocráticas (la culpa es de los ignorantes). Las primeras, porque son peligrosas para las minorías; las segundas lo son para las mayorías, según lo expone. Tampoco considera que la solución pueda encontrarse en una vuelta a la democracia directa, en la que el pueblo se gobierna a sí mismo sin intermediación. Pero hay solución, y es sencilla: se encuentra en cambiar el método de selección de los gobernantes y abandonar de una vez por todas el método de las elecciones periódicas libres. Puesto que serían precisamente éstas, las elecciones periódicas que se celebran para nombrar a los representantes, las culpables de la fatiga democrática: «la histeria colectiva propiciada por los medios de comunicación comerciales, las redes sociales y los partidos políticos ha convertido en permanente la campaña electoral, con graves consecuencias para la democracia: la eficiencia se resiente debido al cálculo electoral y la legitimidad queda sometida al ansia constante de destacar. El sistema electoral hace que el largo plazo y el interés general cedan ante el corto plazo y los intereses de partido» (p. 67). Sucinta y escasa argumentación para unas conclusiones tan terminantes como las de que si «en un principio, las elecciones se idearon para hacer posible la democracia, en las circunstancias actuales parecen ser un obstáculo para ella. Las elecciones se han convertido en algo enfermizo [...]. La democracia se encuentra en una situación delicada, la más delicada desde la Segunda Guerra Mundial. Si no vamos con cuidado, pronto nos veremos inmersos en una dictadura de las elecciones [sic] [...]. En nuestros tiempos las elecciones son algo primitivo y una democracia que se reduzca sólo a ellas está condenada a extinguirse [...]. Las elecciones son el combustible fósil de la política [...] en su momento proporcionaron un impulso fabuloso a la democracia, pero ahora todo indica que están ocasionando problemas colosales [...] la obcecación por mantener las elecciones a toda costa ha socavado la democracia» (p. 70). Estaríamos enfermos de «fundamentalismo electoral», es decir, que «vemos las elecciones como un fin en sí mismo, como un principio sagrado de valor intrínseco e inalienable» (p. 52).
El tesoro escondido, para nuestro autor, dice más adelante, yace en la política ateniense del siglo V a. C. Allí se valieron sobre todo del sorteo como método de selección de los componentes de las instituciones colectivas, tanto legislativas como judiciales. Sólo para los cargos ejecutivos que exigían cierta competencia se practicaba el sistema de la elección. La autoridad de Aristóteles confirma que la razón era muy sencilla: el sorteo es el método que mejor se adecúa a la democracia, porque es el único que garantiza a todos exactamente las mismas oportunidades para gobernar. La elección, en cambio, es propia de un régimen aristocrático, porque inevitablemente responde a la distinción del candidato. Y, sobre todo, desde un punto de vista funcional, el hecho de que existieran muy numerosas y nutridas instituciones legislativas y judiciales, unido a una duración breve del desempeño del cargo, hacía que prácticamente con seguridad un ciudadano ateniense pudiera en su vida adulta experimentar tanto ser gobernado como gobernar. Es decir, se conseguía lo que para Van Reybrouck es la esencia de la democracia: abolir la distinción entre gobernantes y gobernados, entre superiores e inferiores. Según él, la democracia no admite la distancia vertical (p. 118) y Atenas consiguió un sistema para eliminarla.
El método del sorteo, señala, se conservó en la Edad Media y Moderna europeas en las comunas italianas de Florencia y Venecia y en los municipios de Aragón. Siempre según nuestro autor, la elección quedó reservada a un solo caso: el del papa en la Iglesia católica. Sorprendente afirmación histórica ésta para quien sepa algo del parlamentarismo medieval, pero que le sirve para poner de relieve con más fuerza impresionista la sorpresa ante el hecho de que los padres fundadores estadounidenses (Alexander Hamilton, James Madison, Thomas Jefferson) o los revolucionarios franceses (Emmanuel-Joseph Sieyès), a la hora de constitucionalizar sus repúblicas modernas, ni siquiera pensasen en el sorteo como método de selección de los parlamentos y gobiernos, sino que acudiesen en exclusiva al método de las elecciones. A pesar de que Montesquieu y Rousseau habían recordado que era el sorteo el método democrático por excelencia.
Y es verdad, dice: los padres fundadores de las nuevas repúblicas nunca ocultaron que, para ellos, las elecciones eran un medio para interponer un filtro de reflexión y sabiduría reposadas entre el pueblo anónimo y el gobierno. Es decir, eran muy conscientes de que las elecciones crearían una cierta «aristocracia» poseedora de la virtud y sabiduría que no estaba al alcance de todos. Estas son «habas contadas» que, sin embargo, Van Reybrouck parece querer descubrir ahora como si fuera una conspiración histórica: la de las burguesías de propietarios para arrebatar al pueblo su autogobierno.
Si hubiera leído más a fondo a Bernard Manin, comenta Ruiz Soroa, nuestro arbitrista hubiera descubierto que, junto a este interés burgués disfrazado de bonhomía, lo que realmente provocó que nadie se plantease siquiera recurrir al sorteo, en lugar de la elección de los representantes, fue sencillamente que la atmósfera cultural de la época no era ya la de la polis griega. El individualismo dominante interpretaba la obligación política de las personas como un acto de consentimiento: el ser humano estaba obligado con el gobierno porque lo había consentido, y lo propio del consentimiento era precisamente la elección activa, no el sorteo pasivo. Lo relevante de la libertad para el hombre occidental moderno era la capacidad individual de consentir, de elegir, no la igualdad de oportunidades para ser electo. La elección tenía forma de derecho; el sorteo, de pasividad. Por eso, como dice Manin, las elecciones pueden verse a la vez, y según como se las mire, como método perfectamente democrático (la igual voz de todos) y como método aristocrático (se elige a quien se distingue por algo).
Por otro lado, dice, Van Reybrouck salta por encima de un hecho bastante obvio que ha sido siempre señalado por la politología: entre la democracia de Atenas y la democracia moderna existe una homonimia, pero no una homología: las llamamos igual, pero no son la misma cosa. La polis era una comunidad, no un Estado; era, «sólo sociedad» o «todo sociedad», mientras que en los regímenes actuales hay sociedad y hay Estado. La polis era pequeña de tamaño y de relativa simplicidad, lo que permitía (en teoría) que todos fueran sucesivamente gobernantes y gobernados: el autogobierno era una posibilidad físicamente real. Pero en los regímenes políticos estatales modernos, el autogobierno del pueblo es ya imposible como expediente real. La complejidad y la división de funciones, además del tamaño, lo han hecho imposible. El autogobierno del que hablamos los modernos es el gobierno por unos pocos que mantienen un lazo de control y dependencia con los muchos, pero nunca volverá a ser el gobierno «por el pueblo» que se turna en las instituciones.
En cualquier caso, añade, para Van Reybrouck las elecciones están condenadas desde su mismo inicio, por mucho que durante dos siglos hayan servido relativamente para consolidar la democracia moderna: «en realidad, nunca fueron un instrumento democrático [...] son una copa de veneno, un proceso que se ha revelado claramente como antidemocrático».
En el momento en que nuestro autor pasa del terreno de la descripción y argumentación al de la prescripción, dice más tarde, se vuelve mucho más inconcreto y escurridizo. Si se tomara en serio su propia argumentación, lo que no hace, debería seguirla hasta sus últimas consecuencias lógicas: es decir, debería proponer la supresión del sistema de elección para seleccionar a los representantes políticos (y los judiciales y administrativos: no nos olvidemos de que todos son gobernantes) y su sustitución por el sorteo aleatorio de tales cargos, con la consiguiente desaparición de los partidos políticos, que pasarían a carecer de función alguna. Los parlamentos, congresos y senados se nutrirían de ciudadanos corrientes que deliberarían durante unos años con sosiego y tranquilidad acerca del interés general y que, sin duda, lo encontrarían. Y luego vendrían otros ciudadanos, por riguroso sorteo.
Deliberar, dice: ésta es la segunda parte de la receta de Van Reybrouck, el de la generalización de la democracia deliberativa habermasiana, en la cual unas asambleas de ciudadanos imparciales y que dejan de lado sus prejuicios e intereses (y sus emociones), abriendo sus mentes a la fuerza del mejor argumento, llegan necesariamente a soluciones de mayor valor moral y epistémico que el de esos compromisos inestables que alcanzan los actuales parlamentos de políticos sujetos a las constricciones del crudo interés y que emplean la defectuosa técnica de la negociación. La deliberación transforma a sus participantes, refinándolos como seres humanos y ciudadanos (valor moral) y, además, tiene mucha mayor capacidad epistémica para dar con las soluciones correctas a los problemas planteados. Si, además, la asamblea deliberativa está compuesta por una muestra aleatoria pura de la sociedad, obtenida a través del sorteo, es como si fuera la misma sociedad entera la que se autogobierna deliberando: se diría que estamos cerca del paraíso de la racionalidad perfecta. Si se llegara a ese nivel, la misma política dejaría de ser necesaria, pues la verdad consensual se impondría por sí misma.
Van Reybrouck, sigue diciendo, se limita a apuntar estas ideas someramente, pero, en lugar de desarrollarlas (y ahí el asunto se hubiera puesto interesante), se limita a repasar la información disponible sobre los muy numerosos y diversos experimentos realizados en el mundo con «asambleas, jurados, paneles, públicos» de tipo deliberativo y composición frecuentemente aleatoria para tratar casi siempre de temas aislados y concretos, sin pretensión alguna de sustituir a los gobiernos de los electos ni a los parlamentos representativos. Es decir, experiencias para complementar a la democracia electoral que practicamos desde hace siglos suplementando la información disponible sobre cuestiones conflictivas. Interesante, sí, pero esto no era lo prometido.
Como mucho, añade, nuestro autor se atreve a apuntarse a algún proyecto para crear una «tercera cámara» en la Unión Europea, la cámara de los sorteados, que actuaría al lado de las cámaras de los electos. Pero se limita a mencionar y revisar los proyectos en marcha, sin analizar mínimamente las consecuencias reales previsibles que tendría la sustitución progresiva de las cámaras legislativas electas por cámaras legislativas compuestas por sorteo.
En la cobardía de Van Reybrouck, critica, hay una llamativa inconsecuencia y una consiguiente carencia: la de una –aunque fuera mínima– reflexión o previsión de cómo sería un mundo democrático en el que las elecciones se sustituyeran por el sorteo. No basta con decir que «algo hay que hacer», o que «no podemos seguir como hasta ahora: también hay que pensar cómo funcionaría la política si su diagnóstico fuera correcto y sus deseos se cumpliesen. Y, ya que el autor no lo ha hecho, nos subrogaremos en el cumplimiento de esa inexcusable tarea.
Las elecciones no cumplen en democracia el papel que les asigna Van Reybrouck con escasa reflexión, afirma: no son el método de selección de los gobernantes, sino el método de expulsión de los gobiernos. Su valor funcional esencial es el de permitir echar a un gobierno cuando la opinión de la mayoría no lo consiente. De esa función expulsiva, que es anticipada e interiorizada constantemente por los representantes, es de donde nace la sujeción de los gobiernos a la opinión pública, por pobre y limitada que ésta sea. Los gobernantes hacen caso al pueblo porque tienen el sano temor de que les eche. Y en torno a ese hecho básico es donde se monta todo el juego de la democracia, entre intereses en conflicto, entre partidos a la greña, entre relatos ideológicos en competencia. Esta es la cacofonía democrática, que nunca sonará como una armonía, porque está siempre en crisis. La democracia es el reino de la incertidumbre, no de la seguridad ni de la verdad. Y las elecciones son el mecanismo político más igualitario que tenemos y que podemos tener, como dijo Adam Przeworski.
Pensemos con Van Reybrouck, dice, pero más allá de Van Reybrouck: suprimamos las elecciones, hagamos gobiernos por sorteo. El juego de la democracia habrá terminado, porque habrá desaparecido la incertidumbre y el conflicto. Unos gobernantes desinteresados e imparciales determinarán en cada caso, con la ayuda de los expertos en deliberar, cuál es el bien común o el interés general de cada ocasión contingente. Nadie podrá oponerse a sus conclusiones consensuadas salvo por mala voluntad, puesto que la deliberación imparcial garantiza el consenso moral y la verdad coyuntural. Los gobiernos serán lo más parecido que quepa imaginar a una comisión de sabios o a un jurado judicial: sus conclusiones serán consensuales e inatacables. La política habrá conseguido producir verdad (epistemé) y no mera opinión (doxa), como sucede ahora. Y en el camino habrá convertido en santos a los participantes. El platonismo al poder, aunque no sea monológico.
Derribar el gobierno, señala: ¿por qué? ¿Para qué? ¿Cómo? No tendría sentido oponerse a una asamblea de ciudadanos gobernantes sorteados que son sustituidos cada cuatro años por otros igualmente sorteados. Aun suponiendo que quedara resquicio para algún conflicto de interés o de opinión en este mundo perfecto, no habría cauce alguno para su resolución, salvo el de someterlo a la asamblea gobernante para ser deliberado.
Claro, dice Ruiz Soroa, que la inmensa mayoría de los ciudadanos no serían gobernantes, porque por muy amplias que fueran las instituciones a rellenar por sorteo, no habría sitio en ellas para todos. Van Reybrouck se encontraría (¡incómoda realidad!) con que seguiría habiendo unos pocos gobernando y unos muchos obedeciendo. La mayoría no conocería nunca en su vida las mieles de la deliberación, porque nunca saldría su número en el sorteo. Podría dedicarse a seguir por televisión o las redes la deliberación de los pocos que sí salieron (esperando que así se le contagiase la educación moral que la deliberación otorga, aunque ver deliberar sobre el tamaño de los alevines susceptibles de captura en el Cantábrico sea aburrido), o directamente a otra cosa más excitante, porque al fin y al cabo el gobierno le garantiza que el interés general se cumple a rajatabla. En realidad, la política como tal se habría terminado para siempre: en un mundo de personas tan racionales y razonables, no sería necesaria para nada ni la política ni el gobierno.
En un libro reciente, concluye diciendo, Democrazia sfigurata. Il popolo fra opinione e verità, (Università Bocconi, Bolonia, 2014), la profesora Nadia Urbinati recordaba que la democracia no es el mundo de la verdad ni de la demostración racional, sino el ámbito de la opinión y de la oratoria. De la verosimilitud. Por eso, el más importante de los derechos en democracia es el derecho de la sociedad a tomar decisiones equivocadas. Pero, eso sí, siempre revisables. Y para ello tienen que existir elecciones periódicas derogatorias. Así de sencillo.