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lunes, 15 de mayo de 2017

[Pensamiento] Contra las elecciones en democracia. ¿Mejor por sorteo?



La Acrópolis ateniense


En épocas de confusión y malestar, dice José María Ruiz Soroa, brotan los arbitristas, esos seres que tienen, o creen que tienen, la capacidad de identificar con precisión la causa de los males de la sociedad y, además, la de encontrar y señalar su solución. Que casi siempre suele ser sencilla, directa y fácil. Si sus descubrimientos son presentados como algo novedoso y sus propuestas son rompedoras, el éxito de audiencia está asegurado, aunque la contribución que finalmente hacen al conocimiento humano sea nula. 

José María Ruiz Soroa es un prestigioso abogado y ensayista político autor de libros como Seis tesis sobre el derecho a decidir. Panfleto político; Tres ensayos liberales. Foralidad, lengua y autodeterminación; y El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2010), uno de los libros más interesantes que he leído en mucho tiempo. En el último número de Revista de Libros publica una excelente reseña crítica del libro Contra las elecciones. Cómo salvar la democracia, de David Van Reybrouck (Taurus, Barcelona, 2017), del que ya escribí en una entrada del blog el pasado mes de marzo comentando un artículo al respecto del profesor Arias Maldonado. 

De arbitrista (persona que en los siglos XVI y XVII elevaba memoriales al rey o a las Cortes con propuestas de todo género para resolver problemas de la Hacienda y del Estado, enmarcadas frecuentemente dentro de planes o proyectos con rasgos extravagantes o utópicos) califica Ruiz Soroa a Van Reybrouck. Es lo que sucede, señala, con esta breve incursión de David Van Reybrouck en la filosofía y ciencia políticas, materias en las que se desconoce su previa maestría o dedicación (su editor nos informa de que «estudió Arqueología y Filosofía», aunque su doctorado en Leiden parece más bien referirse a la Etnografía). Es poco más que una ocurrencia poco fundamentada y menos desarrollada, aunque, eso sí, diseñada con habilidad para provocar la atención de los medios: ¡anda, fíjate, aquí hay uno que dice que hay que suprimir las elecciones y nombrar a los gobernantes por sorteo!

Contado en pocas palabras, sigue diciendo, una vez referidos y descritos como mortales los síntomas que aquejan a la democracia en la actualidad, el libro pasa a diagnosticar con asombrosa precisión la causa de sus males: que sería la del empeño secular en utilizar las elecciones como método para reclutar a los gobernantes. Lo que lleva por sí mismo a la solución: basta con cambiar de sistema de selección y recurrir al de sorteo. Además, se nos explica, lo raro y asombroso es que no hayamos caído en la cuenta, en los últimos doscientos años transcurridos desde la implantación de los Estados liberales, de que las elecciones eran poco más que un timo diseñado por las elites oligárquicas burguesas y propietarias a finales del siglo XVIII para mantenerse en el poder, y que lo que correspondía, como desde antiguo enseñó la práctica de la verdadera democracia, la de Atenas, era valerse del sorteo para seleccionar a los gobernantes. Pues sólo el sorteo es verdaderamente democrático, desde el momento que es el único método que garantiza a todos los ciudadanos exactamente las mismas oportunidades para ocupar un cargo. La humanidad, nos dice nuestro filósofo, «lleva casi tres mil años experimentando con la democracia y apenas doscientos sirviéndose de las elecciones de forma exclusiva para ello». Una desproporción que hablaría por sí misma, por mucho que lo de los «tres mil años de experimentación con la democracia» suene un tanto asombroso para quien conozca algo la historia. Igual de asombroso que resulta el hecho de que se presente la democracia ateniense como modelo de éxito para corregir la actual, olvidando que fue una experiencia efímera, turbulenta y fracasada.

Según nos informa el autor, añade Ruiz Soroa, a David Van Reybrouck se le apareció la verdad allá por 2012 en un pueblecito pirenaico vasco, y lo hizo bajo la forma de un ejemplar de El contrato social de Rousseau (ya saben, el de que los ingleses creen que son libres porque votan un día cada varios años), seguido poco después, cómo no, por el libro apasionante de Bernard Manin sobre Los principios del gobierno representativo (Madrid, Alianza, 1998), un texto que a todos los interesados en la ciencia política nos ha impresionado en su momento por su rigor analítico y su capacidad de sugerencia. Allí encontró Van Reybrouck las referencias convencionales a la práctica del sorteo en Atenas, Florencia y Venecia, y allí encontró el sentimiento de relativa sorpresa ante la circunstancia de que los padres fundadores de la república estadounidense o los animadores intelectuales de la Revolución Francesa no hubieran, aparentemente, ni siquiera considerado la posibilidad del sorteo como método para encontrar a los gobernantes representativos de las nuevas repúblicas liberales que estaban fundando. El humilde sorteo se le transmutaba así en un «tesoro escondido», en una «tradición oculta», de la que podía echarse mano como del bálsamo milagroso.

Confirmado pronto que el comportamiento de los padres de las revoluciones burguesas no era sino un caso en que «se había engatusado al pueblo con bonitas palabras»”, sigue diciendo, vendiéndole como democracia lo que no era sino «aristocracia, oligarquía, feudalismo o colonización» del común por las elites, pasa nuestro autor a arreglar el entuerto histórico aprovechando la crisis actual: volvamos al sorteo como método de seleccionar a las asambleas deliberativas gobernantes, bien que con cierto gradualismo, no de golpe y porrazo. Sorteo y deliberación: la receta infalible para salvar a la democracia actual de la enfermedad degenerativa que le provocan las elecciones. Y poco más en el terreno de las ideas, los razonamientos y las propuestas.

Una salvedad ya de entrada, comenta: la experimentación actual (en Canadá, Estados Unidos, Irlanda y otros países) con una variada fenomenología de foros o asambleas (más o menos institucionalizadas) de estudio y deliberación de temas conflictivos concretos, sean compuestas de manera aleatoria más o menos pura, sea de manera electiva, como formas auxiliares y complementarias a un gobierno democrático, merece todo mi respeto y atención, porque no pueden sino enriquecer la opinión pública informada en cuyo ámbito deben tomarse las decisiones democráticas. El texto reseñado contiene una buena descripción e información acerca de estos experimentos. Pero de ahí a sostener que el gobierno mismo debería sea seleccionado mediante sorteo por la sencilla razón de que la elección es un mecanismo antidemocrático y anticuado que debe ya erradicarse, hay un abismo. Conceptual y práctico. Van Reybrouck cruza este abismo en su argumentación, por mucho que a la hora de hacer propuestas concretas muestre una curiosa moderación y limite sus innovaciones a unas asambleas legislativas complementarias de las actuales. Pero en esta limitación hay una notable incongruencia con los presupuestos de los que parte, como intentaremos mostrar en esta reseña.

La democracia como sistema de gobierno, dice más adelante, a pesar de su aparente éxito en el tiempo y espacio, estaría hoy sujeta a una doble crisis: la crisis de legitimación, desde el momento en que los gobernados cada vez contemplan con más desconfianza y lejanía a los gobiernos, cada vez se sienten menos representados por las instituciones, cada vez son más volubles y menos fieles a los partidos políticos. Y, además, una crisis de eficacia: cada vez les es más difícil a las elecciones producir gobiernos estables, y a éstos tomar decisiones válidas en el largo plazo para afrontar los problemas que aquejan a las sociedades. Hay un «síndrome de fatiga democrática».

Nuestro autor, continúa diciendo, rechaza tanto las soluciones populistas (la culpa es de la casta) como las tecnocráticas (la culpa es de los ignorantes). Las primeras, porque son peligrosas para las minorías; las segundas lo son para las mayorías, según lo expone. Tampoco considera que la solución pueda encontrarse en una vuelta a la democracia directa, en la que el pueblo se gobierna a sí mismo sin intermediación. Pero hay solución, y es sencilla: se encuentra en cambiar el método de selección de los gobernantes y abandonar de una vez por todas el método de las elecciones periódicas libres. Puesto que serían precisamente éstas, las elecciones periódicas que se celebran para nombrar a los representantes, las culpables de la fatiga democrática: «la histeria colectiva propiciada por los medios de comunicación comerciales, las redes sociales y los partidos políticos ha convertido en permanente la campaña electoral, con graves consecuencias para la democracia: la eficiencia se resiente debido al cálculo electoral y la legitimidad queda sometida al ansia constante de destacar. El sistema electoral hace que el largo plazo y el interés general cedan ante el corto plazo y los intereses de partido» (p. 67). Sucinta y escasa argumentación para unas conclusiones tan terminantes como las de que si «en un principio, las elecciones se idearon para hacer posible la democracia, en las circunstancias actuales parecen ser un obstáculo para ella. Las elecciones se han convertido en algo enfermizo [...]. La democracia se encuentra en una situación delicada, la más delicada desde la Segunda Guerra Mundial. Si no vamos con cuidado, pronto nos veremos inmersos en una dictadura de las elecciones [sic] [...]. En nuestros tiempos las elecciones son algo primitivo y una democracia que se reduzca sólo a ellas está condenada a extinguirse [...]. Las elecciones son el combustible fósil de la política [...] en su momento proporcionaron un impulso fabuloso a la democracia, pero ahora todo indica que están ocasionando problemas colosales [...] la obcecación por mantener las elecciones a toda costa ha socavado la democracia» (p. 70). Estaríamos enfermos de «fundamentalismo electoral», es decir, que «vemos las elecciones como un fin en sí mismo, como un principio sagrado de valor intrínseco e inalienable» (p. 52).

El tesoro escondido, para nuestro autor, dice más adelante, yace en la política ateniense del siglo V a. C. Allí se valieron sobre todo del sorteo como método de selección de los componentes de las instituciones colectivas, tanto legislativas como judiciales. Sólo para los cargos ejecutivos que exigían cierta competencia se practicaba el sistema de la elección. La autoridad de Aristóteles confirma que la razón era muy sencilla: el sorteo es el método que mejor se adecúa a la democracia, porque es el único que garantiza a todos exactamente las mismas oportunidades para gobernar. La elección, en cambio, es propia de un régimen aristocrático, porque inevitablemente responde a la distinción del candidato. Y, sobre todo, desde un punto de vista funcional, el hecho de que existieran muy numerosas y nutridas instituciones legislativas y judiciales, unido a una duración breve del desempeño del cargo, hacía que prácticamente con seguridad un ciudadano ateniense pudiera en su vida adulta experimentar tanto ser gobernado como gobernar. Es decir, se conseguía lo que para Van Reybrouck es la esencia de la democracia: abolir la distinción entre gobernantes y gobernados, entre superiores e inferiores. Según él, la democracia no admite la distancia vertical (p. 118) y Atenas consiguió un sistema para eliminarla.

El método del sorteo, señala, se conservó en la Edad Media y Moderna europeas en las comunas italianas de Florencia y Venecia y en los municipios de Aragón. Siempre según nuestro autor, la elección quedó reservada a un solo caso: el del papa en la Iglesia católica. Sorprendente afirmación histórica ésta para quien sepa algo del parlamentarismo medieval, pero que le sirve para poner de relieve con más fuerza impresionista la sorpresa ante el hecho de que los padres fundadores estadounidenses (Alexander Hamilton, James Madison, Thomas Jefferson) o los revolucionarios franceses (Emmanuel-Joseph Sieyès), a la hora de constitucionalizar sus repúblicas modernas, ni siquiera pensasen en el sorteo como método de selección de los parlamentos y gobiernos, sino que acudiesen en exclusiva al método de las elecciones. A pesar de que Montesquieu y Rousseau habían recordado que era el sorteo el método democrático por excelencia.

Y es verdad, dice: los padres fundadores de las nuevas repúblicas nunca ocultaron que, para ellos, las elecciones eran un medio para interponer un filtro de reflexión y sabiduría reposadas entre el pueblo anónimo y el gobierno. Es decir, eran muy conscientes de que las elecciones crearían una cierta «aristocracia» poseedora de la virtud y sabiduría que no estaba al alcance de todos. Estas son «habas contadas» que, sin embargo, Van Reybrouck parece querer descubrir ahora como si fuera una conspiración histórica: la de las burguesías de propietarios para arrebatar al pueblo su autogobierno.

Si hubiera leído más a fondo a Bernard Manin, comenta Ruiz Soroa, nuestro arbitrista hubiera descubierto que, junto a este interés burgués disfrazado de bonhomía, lo que realmente provocó que nadie se plantease siquiera recurrir al sorteo, en lugar de la elección de los representantes, fue sencillamente que la atmósfera cultural de la época no era ya la de la polis griega. El individualismo dominante interpretaba la obligación política de las personas como un acto de consentimiento: el ser humano estaba obligado con el gobierno porque lo había consentido, y lo propio del consentimiento era precisamente la elección activa, no el sorteo pasivo. Lo relevante de la libertad para el hombre occidental moderno era la capacidad individual de consentir, de elegir, no la igualdad de oportunidades para ser electo. La elección tenía forma de derecho; el sorteo, de pasividad. Por eso, como dice Manin, las elecciones pueden verse a la vez, y según como se las mire, como método perfectamente democrático (la igual voz de todos) y como método aristocrático (se elige a quien se distingue por algo).

Por otro lado, dice, Van Reybrouck salta por encima de un hecho bastante obvio que ha sido siempre señalado por la politología: entre la democracia de Atenas y la democracia moderna existe una homonimia, pero no una homología: las llamamos igual, pero no son la misma cosa. La polis era una comunidad, no un Estado; era, «sólo sociedad» o «todo sociedad», mientras que en los regímenes actuales hay sociedad y hay Estado. La polis era pequeña de tamaño y de relativa simplicidad, lo que permitía (en teoría) que todos fueran sucesivamente gobernantes y gobernados: el autogobierno era una posibilidad físicamente real. Pero en los regímenes políticos estatales modernos, el autogobierno del pueblo es ya imposible como expediente real. La complejidad y la división de funciones, además del tamaño, lo han hecho imposible. El autogobierno del que hablamos los modernos es el gobierno por unos pocos que mantienen un lazo de control y dependencia con los muchos, pero nunca volverá a ser el gobierno «por el pueblo» que se turna en las instituciones.

En cualquier caso, añade, para Van Reybrouck las elecciones están condenadas desde su mismo inicio, por mucho que durante dos siglos hayan servido relativamente para consolidar la democracia moderna: «en realidad, nunca fueron un instrumento democrático [...] son una copa de veneno, un proceso que se ha revelado claramente como antidemocrático».

En el momento en que nuestro autor pasa del terreno de la descripción y argumentación al de la prescripción, dice más tarde, se vuelve mucho más inconcreto y escurridizo. Si se tomara en serio su propia argumentación, lo que no hace, debería seguirla hasta sus últimas consecuencias lógicas: es decir, debería proponer la supresión del sistema de elección para seleccionar a los representantes políticos (y los judiciales y administrativos: no nos olvidemos de que todos son gobernantes) y su sustitución por el sorteo aleatorio de tales cargos, con la consiguiente desaparición de los partidos políticos, que pasarían a carecer de función alguna. Los parlamentos, congresos y senados se nutrirían de ciudadanos corrientes que deliberarían durante unos años con sosiego y tranquilidad acerca del interés general y que, sin duda, lo encontrarían. Y luego vendrían otros ciudadanos, por riguroso sorteo.

Deliberar, dice: ésta es la segunda parte de la receta de Van Reybrouck, el de la generalización de la democracia deliberativa habermasiana, en la cual unas asambleas de ciudadanos imparciales y que dejan de lado sus prejuicios e intereses (y sus emociones), abriendo sus mentes a la fuerza del mejor argumento, llegan necesariamente a soluciones de mayor valor moral y epistémico que el de esos compromisos inestables que alcanzan los actuales parlamentos de políticos sujetos a las constricciones del crudo interés y que emplean la defectuosa técnica de la negociación. La deliberación transforma a sus participantes, refinándolos como seres humanos y ciudadanos (valor moral) y, además, tiene mucha mayor capacidad epistémica para dar con las soluciones correctas a los problemas planteados. Si, además, la asamblea deliberativa está compuesta por una muestra aleatoria pura de la sociedad, obtenida a través del sorteo, es como si fuera la misma sociedad entera la que se autogobierna deliberando: se diría que estamos cerca del paraíso de la racionalidad perfecta. Si se llegara a ese nivel, la misma política dejaría de ser necesaria, pues la verdad consensual se impondría por sí misma.

Van Reybrouck, sigue diciendo, se limita a apuntar estas ideas someramente, pero, en lugar de desarrollarlas (y ahí el asunto se hubiera puesto interesante), se limita a repasar la información disponible sobre los muy numerosos y diversos experimentos realizados en el mundo con «asambleas, jurados, paneles, públicos» de tipo deliberativo y composición frecuentemente aleatoria para tratar casi siempre de temas aislados y concretos, sin pretensión alguna de sustituir a los gobiernos de los electos ni a los parlamentos representativos. Es decir, experiencias para complementar a la democracia electoral que practicamos desde hace siglos suplementando la información disponible sobre cuestiones conflictivas. Interesante, sí, pero esto no era lo prometido.

Como mucho, añade, nuestro autor se atreve a apuntarse a algún proyecto para crear una «tercera cámara» en la Unión Europea, la cámara de los sorteados, que actuaría al lado de las cámaras de los electos. Pero se limita a mencionar y revisar los proyectos en marcha, sin analizar mínimamente las consecuencias reales previsibles que tendría la sustitución progresiva de las cámaras legislativas electas por cámaras legislativas compuestas por sorteo.

En la cobardía de Van Reybrouck, critica, hay una llamativa inconsecuencia y una consiguiente carencia: la de una –aunque fuera mínima– reflexión o previsión de cómo sería un mundo democrático en el que las elecciones se sustituyeran por el sorteo. No basta con decir que «algo hay que hacer», o que «no podemos seguir como hasta ahora: también hay que pensar cómo funcionaría la política si su diagnóstico fuera correcto y sus deseos se cumpliesen. Y, ya que el autor no lo ha hecho, nos subrogaremos en el cumplimiento de esa inexcusable tarea.

Las elecciones no cumplen en democracia el papel que les asigna Van Reybrouck con escasa reflexión, afirma: no son el método de selección de los gobernantes, sino el método de expulsión de los gobiernos. Su valor funcional esencial es el de permitir echar a un gobierno cuando la opinión de la mayoría no lo consiente. De esa función expulsiva, que es anticipada e interiorizada constantemente por los representantes, es de donde nace la sujeción de los gobiernos a la opinión pública, por pobre y limitada que ésta sea. Los gobernantes hacen caso al pueblo porque tienen el sano temor de que les eche. Y en torno a ese hecho básico es donde se monta todo el juego de la democracia, entre intereses en conflicto, entre partidos a la greña, entre relatos ideológicos en competencia. Esta es la cacofonía democrática, que nunca sonará como una armonía, porque está siempre en crisis. La democracia es el reino de la incertidumbre, no de la seguridad ni de la verdad. Y las elecciones son el mecanismo político más igualitario que tenemos y que podemos tener, como dijo Adam Przeworski.

Pensemos con Van Reybrouck, dice, pero más allá de Van Reybrouck: suprimamos las elecciones, hagamos gobiernos por sorteo. El juego de la democracia habrá terminado, porque habrá desaparecido la incertidumbre y el conflicto. Unos gobernantes desinteresados e imparciales determinarán en cada caso, con la ayuda de los expertos en deliberar, cuál es el bien común o el interés general de cada ocasión contingente. Nadie podrá oponerse a sus conclusiones consensuadas salvo por mala voluntad, puesto que la deliberación imparcial garantiza el consenso moral y la verdad coyuntural. Los gobiernos serán lo más parecido que quepa imaginar a una comisión de sabios o a un jurado judicial: sus conclusiones serán consensuales e inatacables. La política habrá conseguido producir verdad (epistemé) y no mera opinión (doxa), como sucede ahora. Y en el camino habrá convertido en santos a los participantes. El platonismo al poder, aunque no sea monológico.

Derribar el gobierno, señala: ¿por qué? ¿Para qué? ¿Cómo? No tendría sentido oponerse a una asamblea de ciudadanos gobernantes sorteados que son sustituidos cada cuatro años por otros igualmente sorteados. Aun suponiendo que quedara resquicio para algún conflicto de interés o de opinión en este mundo perfecto, no habría cauce alguno para su resolución, salvo el de someterlo a la asamblea gobernante para ser deliberado.

Claro, dice Ruiz Soroa, que la inmensa mayoría de los ciudadanos no serían gobernantes, porque por muy amplias que fueran las instituciones a rellenar por sorteo, no habría sitio en ellas para todos. Van Reybrouck se encontraría (¡incómoda realidad!) con que seguiría habiendo unos pocos gobernando y unos muchos obedeciendo. La mayoría no conocería nunca en su vida las mieles de la deliberación, porque nunca saldría su número en el sorteo. Podría dedicarse a seguir por televisión o las redes la deliberación de los pocos que sí salieron (esperando que así se le contagiase la educación moral que la deliberación otorga, aunque ver deliberar sobre el tamaño de los alevines susceptibles de captura en el Cantábrico sea aburrido), o directamente a otra cosa más excitante, porque al fin y al cabo el gobierno le garantiza que el interés general se cumple a rajatabla. En realidad, la política como tal se habría terminado para siempre: en un mundo de personas tan racionales y razonables, no sería necesaria para nada ni la política ni el gobierno.

En un libro reciente, concluye diciendo, Democrazia sfigurata. Il popolo fra opinione e verità, (Università Bocconi, Bolonia, 2014), la profesora Nadia Urbinati recordaba que la democracia no es el mundo de la verdad ni de la demostración racional, sino el ámbito de la opinión y de la oratoria. De la verosimilitud. Por eso, el más importante de los derechos en democracia es el derecho de la sociedad a tomar decisiones equivocadas. Pero, eso sí, siempre revisables. Y para ello tienen que existir elecciones periódicas derogatorias. Así de sencillo.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3493
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 20 de marzo de 2017

[Pensamiento] ¿Es posible una democracia sin elecciones?





Que la democracia está en crisis nadie parece dudarlo; que siempre ha estado en crisis y siempre lo estará, en cambio, tendemos a olvidarlo. Pero es un hecho que debería moderar nuestra melancolía, si no fuera porque esa melancolía explica en buena parte esa sensación de crisis. Y es que aspiramos a un régimen de autogobierno que funciona mejor en la teoría que en la práctica. O, mejor dicho, que sólo puede realizarse plenamente en la teoría y nunca del todo en la práctica. 

Las palabras anteriores las publicaba hace unos días en Revista de Libros el teórico político y profesor de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado, en un artículo titulado ¿Democracia sin elecciones? que iniciaba con estas palabras del ilustre politólogo italiano Giovanni Sartori: "En ningún caso la democracia tal y como es coincide, ni coincidirá jamás, con la democracia tal y como quisiésemos que fuera".

De manera que el ideal democrático en sus versiones más igualitarias y participativas, continúa el profesor Arias, incorpora un componente utopista que alimenta la insatisfacción con la democracia realmente existente, promoviendo así una conversación incesante sobre su buena o mala salud, sus limitaciones y posibilidades. Nada de lo que sorprenderse, pues la democracia no difiere de otros conceptos políticos que operan también como ideales con carga prescriptiva: justicia, igualdad, libertad. Y, como ellos, lleva a cuestas una historia accidentada en cuyo curso han cambiado tanto sus significados como sus formas. Siendo la principal transformación aquella por la cual la participación directa de los ciudadanos en el gobierno se limitó –por buenas razones, relacionadas ante todo con la escala de las sociedades modernas– a su elección periódica de representantes. Un cambio en el contenido institucional con su correspondiente reflejo semántico, ya que cuando decimos «democracia» hoy nos referimos a la democracia representativa (o liberal, o constitucional) antes que a la democracia directa (deliberativa o de referéndum). Algo que, sobre todo en épocas de descontento, conduce a la frustración: si hablamos de «gobierno del pueblo», ¿por qué el pueblo no gobierna?

Porque nunca se contempló tal posibilidad, podríamos decir, añade. Tal como explica Hans Maier en su contribución a la historia conceptual impulsada por Reinhart Koselleck, el propio término «democracia» aparece en la filosofía política europea sólo en oposición a una «república» que se tenía por preferible, de acuerdo con una tradición cuyo origen está en Aristóteles y su clasificación de las formas de gobierno: el gobierno puro del pueblo era considerado impracticable. Inevitablemente, esta negativa ha producido una corriente permanente de insatisfacción en el pensamiento político occidental. Son muchos los pensadores y movimientos que han defendido justamente lo contrario, a saber, que el ideal democrático es realizable. Máxime cuando algunas de las razones que habrían justificado históricamente el miedo a las mayorías no se sostendrían ya: el analfabetismo que inspiró la propuesta epistocrática de John Stuart Mill (voto universal, pero dos votos para los más educados) hace tiempo que dejó de ser una preocupación de las sociedades avanzadas.

En este contexto, dice más adelante, no dejan de aparecer nuevas propuestas teóricas destinadas a renovar el debate sobre la democracia. Frente a quienes ven en fenómenos como el Brexit o el ascenso general del populismo una razón de peso para desconfiar de la capacidad decisoria de los ciudadanos, desconfianza que encontraría respaldo adicional en las últimas averiguaciones sobre las deficiencias de nuestra racionalidad o nuestras dependencias afectivas, los demócratas radicales entienden que esas mismas señales pueden ser interpretadas en sentido contrario. Así, el populismo no dejaría de ser un fenómeno intrínsecamente democrático, que nos alerta sobre la insatisfacción popular ante el desempeño de unos gobiernos percibidos como tecnocráticas estrellas distantes. El problema de la democracia es la falta de democracia, y no al revés. Es decir: el problema de la democracia representativa es no ser lo bastante democrática.

Pues bien, añade, una de las últimas ideas en ponerse sobre esta mesa es la de que debemos prescindir de las elecciones y abrazar la práctica del sorteo. ¡Ahí es nada! Aunque no es una propuesta original, sino la recuperación de una vieja práctica ateniense que sobrevivió en algunos reinos europeos durante la Edad Media; entre ellos, Aragón, donde a partir del término italiano imborsazione se la llamaba «insaculación». Debemos la recuperación de esta idea a David Van Reybrouck, quien no es exactamente un académico, sino un intelectual holandés que triunfó hace unos años con una historia del Congo. Contra las elecciones, que fue publicado originalmente en Holanda en 2013 y traducido al inglés el año pasado, aparece ahora en España de la mano de la editorial Taurus. Es un libro breve, escrito con la elegante concisión habitual en su género, que vivifica el debate sobre la democracia de manera análoga –aunque, a la postre, quizá menos productiva– a como lo hizo un trabajo que sirve aquí como confesa inspiración: la obra sobre el gobierno representativo de Bernard Manin. Van Reybrouck deja clara su filiación teórica con una cita inicial de Rousseau: "Las gentes de Inglaterra se engañan a sí mismas cuando se figuran que son libres; lo son, de hecho, solo durante la elección de los miembros del parlamento. Ya que tan pronto como uno nuevo es elegido, están de nuevo encadenados y no son nada".

Se trata, comenta, del habitual reproche de los participativistas, que se niegan a aceptar que los votantes retienen mucho más poder del que solemos creer al condicionar la acción de un gobierno que desea ser reelegido e influye sobre él, indirectamente, por medio de la opinión pública. ¡Dejando al margen que no todo lo que podemos hacer en la vida debe estar mediado por el gobierno! Van Reybruck es más proclive a pensar que la libertad de los modernos no es incompatible con la libertad de los antiguos y presume que los ciudadanos contemporáneos albergan intensos deseos de participación política. Y razona que en una sociedad menos jerarquizada y más horizontal, donde las herramientas digitales hacen posible tanto un debate público permanente como nuevas formas de cooperación, las elecciones periódicas son un mecanismo torpe y disfuncional del que haríamos bien en prescindir. Algo en lo que seguramente lleve razón: que tengamos buenas alternativas para ellas, la suya incluida, es harina de otro costal.

Nos hemos acostumbrado a considerar las elecciones como el símbolo de la democracia, comenta seguidamente, hasta el punto de que las primeras votaciones populares en países que han hecho la transición desde formas no democráticas de gobierno son destacadas por encima de cualquier otra cosa en los medios de comunicación. Viene a la memoria aquella hermosa película de Babak Payami, El voto es secreto, sobre los esfuerzos de una delegada del gobierno por encontrar votantes en una remota isla del Golfo Pérsico. La papeleta en manos del votante se convierte así en la máxima representación del poder devuelto a los ciudadanos. Sin embargo, la propia tradición liberal ha puesto de manifiesto que el voto es solamente uno de los elementos de la democracia constitucional, y ni siquiera el más importante: ¿de qué serviría votar en ausencia de imperio de la ley, separación de poderes, tribunales independientes, prensa libre o derechos civiles y políticos? Es más, ¿sería razonable que se votara cualquier cosa, sin ningún tipo de restricciones? Sabemos que no es el caso y por eso los elementos democráticos son corregidos por los liberales: el autogobierno se limita en defensa de los derechos individuales y de las minorías.

Dicho esto, añade, las elecciones periódicas, aunque en la práctica constantes debido a la coexistencia de múltiples niveles de gobierno, plantean no pocos problemas para un gobierno democrático eficaz. A saber: condicionan la toma de decisiones debido al natural deseo de reelección de los gobernantes; generan una dinámica de «campaña electoral permanente» que exige de estos últimos una conducta de candidato antes que de representante; estimulan un ruido mediático incesante y una mayor atención pública a los protagonistas de la contienda electoral que a sus ideas o programas. Para Van Reybruck, las democracias contemporáneas padecen un «síndrome de fatiga democrático» cuya etiología remite al énfasis en las elecciones: "El fundamentalismo electoral es la creencia inconmovible en la idea de que la democracia es inconcebible sin elecciones y en que las elecciones son una precondición necesaria y fundamental cuando hablamos de democracia".

Irónicamente, dice, las elecciones son adoptadas en origen como una institución aristocrática, esto es, el procedimiento para elegir a los mejores representantes –o a los representantes entre los mejores– antes de que existieran los partidos políticos propiamente dichos o los medios de comunicación conocieran su fuerte desarrollo posterior. Es el elemento republicano de la democracia antes aludido, cuya razón de ser es el temor a la tiranía de la mayoría. A la vista está que las elecciones terminaron por democratizarse y los representantes no siempre son, precisamente, los mejores; también que, pese a ello, las democracias han demostrado ser mucho más inclusivas que sus alternativas. En cualquier caso, esas transformaciones estructurales posteriores habrían terminado, a juicio de nuestro autor, por convertir las elecciones en una rémora para la democracia, una antigualla («el combustible fósil de la democracia») que debe pasar a la reserva. Pero, ¿cómo articular un gobierno democrático sin elecciones periódicas? Van Reybruck lo tiene claro: recuperando el sorteo.

Presente en la antigüedad, comenta, la Edad Media y el Renacimiento, el sorteo establece la distinción entre gobernantes y gobernados mediante una lotería: es una democracia representativa aleatoria o no electoral. En Atenas, cualquier ciudadano podía ser elegido para cualquier cargo legislativo o ejecutivo, a excepción de los altos cargos militares y financieros, durante un tiempo limitado. Van Reybruck incluye en su libro tablas bien elaboradas que dan noticia de su presencia histórica y de las variantes organizativas que ha conocido. Hay algunos rasgos comunes: Estados pequeños y urbanizados, donde sólo podía participar un limitado segmento de la población, período de prosperidad y esplendor cultural, combinación del sorteo con elecciones para asegurar la competición, estabilidad política y aumento de la participación como resultado. De lo que se trataría es de traer al presente esta vieja institución para salvar el futuro de la democracia.

Van Reybruck, dice el profesor Arias, hace un movimiento teórico inteligente cuando vincula la práctica del sorteo con la de la deliberación, concepto cuya primavera académica se vivió en la década de los noventa. En ella, según él mismo la define, «la deliberación es central y los participantes formulan soluciones racionales y concretas a los desafíos sociales, basándose en la información y el razonamiento». Y refiere un ingente número de proyectos consultivos donde ciudadanos elegidos de manera aleatoria han tomado parte en procesos deliberativos complementarios de la representación. En la mayor parte de los casos, el procedimiento incluía una fase de entrenamiento bajo la dirección de expertos, con el fin de remediar el desconocimiento técnico de los ciudadanos. Pero no deja de ser sintomático que Van Reybruck se declare ante todo impresionado por el proyecto islandés, donde veinticinco ciudadanos debatieron el proyecto de reforma constitucional durante cuatro meses: la reducidísima escala del país es propicia para esta suerte de town meetings de difícil reproducción en comunidades más grandes. Las propuestas, dicho sea de paso, habían de ratificarse posteriormente en referéndum, lo que crea problemas a su vez: el ciudadano vota sin haber seguido el proceso deliberativo y un foro ciudadano posee poca auctoritas debido a su carácter temporal. A lo que podemos añadir las demás complicaciones intrínsecas al referéndum, que el autor holandés viene a reconocer. También aduce una razón verosímil para explicar el poco interés de los medios por esta alternativa: "La democracia parlamentaria es teatro y a veces genera gran televisión, pero la democracia deliberativa contiene poco drama y difícilmente puede hacerse con ella una buena historia".

Sin embargo, señala, la misma razón sirve para explicar el desinterés de los propios ciudadanos, quienes, no obstante, serían obligados a participar –se entiende– si les toca la lotería; momento a partir del cual se tomarán la tarea tan en serio como cuando forman parte de jurados penales populares. Van Reybruck limita, no obstante, y en nombre del realismo, el alcance de su propuesta: los ciudadanos elegidos por sorteo compondrían una cámara legislativa popular complementaria, lo que produciría un modelo «birrepresentativo» que combina elecciones y sorteo. La ventaja de estos representantes –pues representantes serían– es que no tendrían deseo de ser reelegidos; quizá podría asignárseles la función de reflexionar sobre problemas a largo plazo. Este modelo de democracia sería el apropiado para «una era alfabetizada, de comunicación hiperveloz y descentralizada, que ha creado nuevas formas de implicación política». Todos somos adultos, añade: demos al sorteo una oportunidad.

¿Por qué no?, se pregunta. El argumento es seductor y la experimentalidad del sorteo se presenta limitada por su coexistencia con las demás cámaras parlamentarias y las propias elecciones: finalmente, Van Reybruck no llega a sugerir su eliminación. Y vaya por delante que la democracia liberal-representativa ya se ha abierto considerablemente a nuevos canales de participación, como demuestra el propio desarrollo de los procesos consultivos de los que este libro da noticia. Y que la experimentación democrática, sobre todo en el plano local, tiene mucho sentido. Por desgracia, la propuesta no está exenta de problemas. Dejaremos aquí a un lado las objeciones que pueden planteársele desde el punto de vista de la antropología política, que en el actual momento del saber enfatiza las limitaciones de nuestra racionalidad y los efectos perversos de la deliberación grupal.

Van Reybruck, señala, como tantos otros participativistas, dibuja un panorama democrático desolador y deposita su fe regeneracionista en una mayor implicación ciudadana. Su propuesta tiene la ventaja de no recurrir a la participación directa y frecuente de todos, por ejemplo a través del referéndum, en lo que constituye la respuesta equivocada a las novedades que representan los medios digitales y la mayor horizontalidad social. Pero no deja de apoyarse en la premisa de que los ciudadanos desean participar más y estar más atentos a los asuntos públicos, algo que no parece ni mucho menos asegurado; otra cosa es que la digitalización haya otorgado mayor visibilidad a la minoría que sí lo reclama. De alguna manera, el autor holandés está pensando en una comunidad política mucho más pacífica que la existente, donde la elección por sorteo contribuiría adicionalmente a disolver las tensiones sociales que ahora encuentran expresión en el auge populista o la introversión nacionalista. Pero cabe preguntarse si sería realmente el caso: si los buenos en quienes Van Reybruck está pensando ganarían esa partida o sucedería exactamente lo contrario. Tampoco está claro cómo se resolvería el choque de legitimidades entre la cámara popular y la cámara electa, o entre aquella y los tribunales constitucionales. ¿Resistirían los ciudadanos elegidos por sorteo la tentación de invocar su superior legitimidad? ¿Y qué sucede con aquellas propuestas rechazadas por los ciudadanos que no han podido votarlos? ¿De qué manera habría de resolverse ese conflicto en ausencia de elecciones? ¿Qué sucedería si esta cámara evacuase propuestas xenófobas? ¿Y si formulase normas que exigiesen un endeudamiento disparatado? Por otro lado, ¿está garantizado que los ciudadanos de sociedades multiculturales se sentirán debidamente representados por los ganadores de un sorteo? Más aún, no está claro que una cámara así constituida pueda encontrar respuestas para los asuntos complejos que las democracias del siglo XXI están llamadas a resolver: desde la robotización hasta la productividad. Si la respuesta a esto es que los diputados elegidos por sorteo dispondrán de expertos a los que consultar, no está claro que para este viaje hicieran falta semejantes alforjas. Hay que recordar que una importante función de los gobiernos es limitar las demandas populares allí donde sea necesario; función tan antipática como necesaria.

Aunque no carece de interés, concluye el profesor Manuel Arias, el trabajo de Van Reybrouck ofrece una solución que parece traer consigo un número ilimitado de problemas. Además del lógico interés por encontrar un argumento llamativo en el mercado global de las ideas políticas, se percibe en la crítica de la democracia representativa una comprensible nostalgia por la comunidad en tiempos –casi todos lo son– de incertidumbre. Bien podemos negar la mayor y afirmar que la democracia representativa funciona, por más que se encuentre en crisis: la crisis de siempre, acentuada en estos años por unos pobres rendimientos socioeconómicos. Funciona, quiere decirse, todo lo bien que puede si asumimos que el «gobierno del pueblo» es un oxímoron en cuerpos sociales complejos y de gran escala: quede Islandia para los islandeses. Es verdad que no hay razones para rechazar el empleo experimental del sorteo, que puede tener sentido aplicado a procesos consultivos susceptibles de informar la toma de decisiones por parte de los representantes ordinarios y de desempeñar con ello un cierto papel simbólico: creando la sensación del autogobierno popular. Pero, más allá de eso, su aplicación sistemática nos haría ver enseguida que la democracia representativa, aun con todos sus defectos, no es precisamente un capricho histórico.







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)