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lunes, 20 de julio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Jurisprudencia constitucional. Publicada el 19 de mayo de 2010




Palas Atenea


Creo que lo escribe con excesiva vehemencia, pero que no deja de tener buena parte de razón. Me refiero al artículo que en el diario El País publica hoy miércoles el abogado José María Ruiz Soroa, titulado ¿Democracia ramplona?, sobre las críticas, a su juicio infundadas, que se formulan a la labor del Tribunal Constitucional como garante de los derechos y libertades de los españoles que la Constitución establece. En particular y sobre todo, a partir del interminable proceso de examen del Estatuto de Cataluña.

Dice Ruiz Soroa que hay dos formas de criticar el funcionamiento, incluso la existencia, de un Tribunal Constitucional. La primera, la de aquellos que argumentan que la capacidad de un pueblo para autogobernarse no puede estar limitada por unos textos constitucionales más o menos rígidos y heredados de generaciones pasadas. Y menos aún por unos tribunales que imponen su opinión elitista y técnica a los representantes de la ciudadanía e invalidan o recortan las leyes por estos aprobadas. Para estos autores, dice, nuestras actuales democracias constitucionales son "democracias paternalistas" (Waldrom) o "democracias jibarizadas" (Sánchez Cuenca), que tratan al ciudadano como a un ser precisado de muletas para desempeñarse en la vida pública. Es muy discutible, concluye, pero es una opinión razonada.

La polémica viene de antiguo, sobre todo a partir de los años 30 del pasado siglo, y se hizo patente en la confrontación que llevaron a cabo dos grandes juristas: el austriaco Hans Kelsen y el alemán Carl Schmitt, sobre "quién debe ser el defensor de la Constitución". Ya la he tratado anteriormente en el blog, y allí me remito.

La segunda, siempre a juicio del autor del artículo, es la de aquellos que aun teniendo a la vista que el Tribunal Constitucional ya había acordado en su sentencia nonata de hace unas semanas la inconstitucionalidad de una veintena de artículos del Estatuto, algo en lo "que todos sus miembros estuvieron de acuerdo", añade, han emprendido una campaña desaforada para sacarlo adelante pese a quien pese. Supongo, aunque no lo dice, que se refiere a los partidos que han promovido el reciente acuerdo del Parlamento de Cataluña en defensa del actual texto estatutario y solicitando la modificación de la ley del Tribunal Constitucional.

Desde mi atalaya de mero espectador y seguidor interesado de la jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional, comparto con el señor Ruiz Soroa su opinión de que la labor del Tribunal ha sido, en cuanto a la salvaguardia de los derechos y libertades de los españoles se refiere, a pesar de algunas excepciones de interpretación que ahora no vienen al caso, absolutamente positiva. Dicho lo cual, reitero dos cuestiones que están en la mente de todos y que nuestro articulista no menciona: a) es absolutamente injustificable que una sentencia sobre la constitucionalidad de una ley, sea ésta de la complejidad que sea, lleve más de tres años sin resolverse; y b) es absolutamente injustificable que la renovación de aquellos de sus miembros que han cumplido su mandato se prorrogue indefinidamente por la imposibilidad de acuerdo entre los dos grandes partidos nacionales.

De la primera cuestión los únicos responsables son los propios miembros del Tribunal; de la segunda, los únicos responsables son el partido popular y el partido socialista. Como obligar a estos últimos a un ejercicio de responsabilidad resulta poco menos que una utopía, me pregunto: ¿por qué no dimiten en pleno los miembros del Tribunal Constitucional forzando así su renovación? 

He puesto en la cabecera de la entrada del blog la milenaria y venerada imagen de Palas Atenea, diosa de la Sabiduría, a ver si nos ilumina en estos momentos de tribulación.  Esperemos que sí... HArendt




El abogado José María Ruiz Soroa 



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domingo, 1 de diciembre de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] Más que soluciones, tratamientos



Manifestantes catalanes protestan contra la sentencia del Tribunal Supremo


El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensado en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. El Especial de esta semana está escrito por el conocido abogado José María Soroa, y dice en él que el pueblo catalán tiene derecho a la autodeterminación, pero no a la secesión. 

"Los problemas políticos no tienen solución -comienza diciendo-, entendida esta como verdad que convence, por mucho que echemos mano de la ética del discurso. Son insolubles. Como mucho, tienen algún arreglo, siempre inestable e insatisfactorio. Es decir, tienen tratamiento. Por eso, proclamar que “esa no es la solución” es una obviedad pedestre disfrazada de pensamiento, y encima sugiere que sí existe una. Facilón.

Si hay violencia hay conflicto. Y si hay conflicto hay que dialogar. A calzón quitado. No hay que aplicar la ley ni judicializar. Malo. Lógica caprichosa que se aplica cuando conviene al intelectual de turno. Y todavía quedan. Muchos. A pesar de ETA.

Pacta sunt servanda: hay que respetar lo acordado. Se clasifique esta afirmación perentoria como Derecho, como Política o como Ética, la consecuencia es la misma. Sin ese suelo no hay arreglo posible salvo el que proporcionan las vías de hecho. Y por esas vías comparece siempre Carl Schmitt. Mala compañía. Volver a hablar de Weimar. Ominoso. Pero hablamos. Por algo.

Dado que la identidad nacional es una construcción social, las sociedades y los individuos pueden sumar y mezclar identidades en su almario y ser plurinacionales. El nacionalismo lo niega y dice que solo se puede tener una. O que solo se debe, que para él es lo mismo. Confunde su propia prescripción prejuiciosa con una descripción empírica de su sociedad. Por eso es reduccionista y denigratorio, decía Amartya Sen.

Los límites del lenguaje son los límites de la reflexión. Por eso esta no avanza cuando los más se empeñan en hablar de Cataluña o España como sinécdoques de millones de personas diversas. Un razonamiento político con un exceso de metáforas en un mal discurso político salvo que solo se desee confundir, sugestionar y enardecer al respetable. Lo advirtió Locke.

La Constitución vigente arregló de forma razonable para una buena temporada la cuestión de la plurinacionalidad en España. Claro que no pudo contentar a los que nunca querrán ser contentados, pero sí abrió un amplio terreno de libre reconocimiento para la variopinta sociedad que vive en este territorio.

El nacionalismo catalán no encuentra arreglo para la plurinacionalidad de su sociedad porque no la reconoce, o no le gusta, que viene a ser lo mismo. Ese es su conflicto, que pretende transformar en conflicto de todos. Con bastante éxito, por cierto. Ahora tenemos a Vox.

Reducir el conflicto a su ámbito y su límite propios es condición para poder pensar en su arreglo. Transformarlo en un conflicto del resto de la sociedad española es la tentación en que caen una y otra vez unas derechas e izquierdas españolas a la búsqueda de argumentos para desprestigiarse mutuamente. Simplemente bobos. Autodestructivos.

El nacionalismo catalán ha intentado con porfía y durante treinta años homogeneizar culturalmente a su población para crear una pista de despegue a la independencia. Que la mitad de esa sociedad rechace la independencia todavía hoy es una prueba de la fuerza del gusto por la libertad del ser humano. O del capricho. O de la inercia resiliente de lo hispano.

El error del sistema autonómico español en su desarrollo fue el de igualar por el máximo a todos los autogobiernos, cegando la vía más fácil para dar satisfacción parcial a los nacionalismos fuertes, la de reconocerles una diferencia de grado de gobierno. En su descargo puede decirse que cedió a la pasión por la igualdad, un gusto siempre noble. Ahora tiene mal arreglo.

Ceder, ceder algo. Pero el privilegio entendido en su etimología primera (ley particular) termina por producir privilegio en su sentido más moderno (ventaja arbitraria); de ahí el peligro de adentrarse por esa vía de arreglo, la de los derechos históricos y las mutaciones constitucionales. Véase Euskal Herria.

La tentación de los bellos diseños. Pero es que construir modelos normativos de federalismo simétrico, asimétrico, o mediopensionista es muy fácil. Como de segundo de Políticas. Lo difícil es compatibilizar el federalismo con el soberanismo y con la deslealtad. La veritá effettuale della cosa, ese es el reto. Siempre lo ha sido.

El pueblo catalán tiene derecho a la autodeterminación, cómo no. Todos los pueblos lo tienen. Lo dicen los textos internacionales básicos. Pero también dicen que ese derecho no incluye el de secesión. Lo sabe ya hasta el más tonto. Hacer desde un Gobierno en ejercicio como que no es así es una noble mentira de las de Platón. Aunque no tan bien intencionada.

Que la secesión no sea un derecho no implica necesariamente que no deban explorarse sus condiciones de posibilidad en una sociedad abierta. Pero esto no sucederá nunca bajo amenaza y mientras no se generen islas de confianza, como decía Hannah Arendt que necesitaba el futuro de cualquier sociedad. Y la promesa convertida en ley es la mayor isla de confianza que la humanidad ha inventado para sobrevivir en libertad. Así que… de vuelta al Derecho". 



Bosque de laurisilva en La Gomera. Islas Canarias, España



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domingo, 9 de junio de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] La música y la letra del federalismo





En 1787, el colectivo "Publius" (Alexander Hamilton, James Madison y John Jay) publicó en Nueva York una serie de artículos para convencer a sus conciudadanos de ratificar la Constitución aprobada poco antes por la Convención en Filadelfia. Los escritos fueron reunidos después bajo el título de El federalista ("The Federalist Papers") y constituyen hoy todavía uno de los más perspicaces análisis del fundamento y el esqueleto de una república moderna y específicamente de una de naturaleza federal. Lúcidos, realistas y discutibles, como lo prueba que sigan siendo debatidos en la actualidad, pero como comenta en El País el abogado y ensayista José María Ruiz Soroa, en España tendemos a fijarnos en la música del termino federalismo y olvidarnos de su letra, que no es otra que la igualdad de los ciudadanos como personas concretas, no como territorios. 

Pues bien, comienza diciendo Ruiz Soroa, no parece sino que en nuestra actualidad hispana todo el que es alguien en el mundo progresista ha decidido emular a "Publius" en lo de titularse “federalista”. Trátese de practicones o de teóricos, todo el espectro político de izquierdas coincide en que lo suyo es ser y defender el federalismo como futuro inevitable de organización del país. La diferencia, ¡ay!, es que entre nosotros nadie explica nada, nadie concreta en que consistirá ese federalismo (más allá de una huera palabrería sobre plurinacionalidad y asimetría), nadie propone un texto articulado: lo de federalista suena tan bien que coloca al que tal se declara más allá de la necesidad de elaborar su pensamiento. Un eslogan o tuit pasa por ello.

Decía el profesor Francisco Sosa Wagner, en su intervención ante aquella mesa del Congreso que trató de la reforma constitucional hace un par de años, que lo mínimo que se puede hoy pedir a quien proponga una reforma en la Constitución es que presente para poder hablar un texto concreto alternativo. Que ponga en un texto a doble columna la redacción actual y la que propone. Es la única forma de saber de qué hablamos. Como hicieron los fundadores, se trata de defender un texto, no de tararear una música.

Por ejemplo, se trata de concretar (y concretar quiere decir descender a las cifras) qué va a ser de la igualdad en ese federalismo reclamado. Sí, ya sabemos que este se funda sobre el respeto a la diferencia de las partes federadas, es decir, en la desigualdad del régimen de inserción de los territorios en lo común. Pero hay otro ámbito de la igualdad que se olvida en esa música, y es la igualdad de los ciudadanos como personas concretas, no como territorios. ¿Será el mismo el estatus de ciudadanía en toda España? ¿A qué aspectos alcanzará esa igualdad y a cuáles la diferencia? ¿Serán los derechos relativos a los servicios del Estado de bienestar iguales? ¿Gozarán de la misma financiación por parte de la Administración? Hoy en España la brecha de la financiación foral respecto a la común es ya del 100%; el ciudadano foral es el doble de ciudadano que el corriente. Pero incluso entre las comunidades autónomas del régimen común la dispersión en la financiación llega también al 100%: Cantabria recibe el doble de financiación por habitante ponderado que Valencia. La redistribución de rentas ¿funcionará a nivel de Estado o solo de territorios? ¿Y con qué intensidad? ¿Qué propones en concreto, "Publius"?

Se trata de plasmar (y también bajando a la realidad del día a día) qué va a ser de la libertad personal en ese federalismo que se silba tan bonito. De nuevo, anticipamos que cada territorio, nación, Estado o región regulará la enseñanza, la cultura, la identidad y la lengua. Claro, pero ¿cómo se protegerá a las personas concretas de la discriminación o de la imposición, del afán por educarlas y hablarlas a gusto de la mayoría local? Porque la regla democrática de la mayoría no basta para proteger a los ciudadanos de, precisamente, las mayorías democráticas; para eso hacen falta reglas y contrapoderes. ¿Cuáles propones, Publius moderno? ¿O lo abandonas… a lo que salga?

Y no dejemos de lado algo que muy sensatamente advirtió Juan José Linz hace ya años (el profesor de Yale debe ser colocado en el linaje de los empíricos, lejos de los músicos): aunque suene sorprendente a algunos, por ejemplo a nuestro Publius, resulta que el federalismo y sus instituciones trabajan directamente en contra de la unión, es decir, a favor de la disgregación de un Estado, si y cuando las élites gobernantes en las subunidades federadas no hacen un uso de él deliberadamente dirigido a promover la unión en un clima de concordia nacional. Si usan los poderes federativos para crear un clima de hostilidad, el Estado será inviable a corto plazo. Pronóstico cuyo acierto ha quedado ya demostrado por estos lares, ¿no?

El "Publius" original proponía el federalismo para unir a unas colonias hasta entonces separadas en una laxa confederación inconexa ("to go together"). Nuestro "Publius" redivivo propone el federalismo para ver si así el invento no se rompe del todo, para ver de pegar lo que los separatistas desean romper y van rompiendo desde hace años ("to keep together"). Pero ¿es que vale el federalismo para eso cuando no se queda en mera música y se propone con detalle y precisión? Haga nuestro "Publius" el esfuerzo de concretar, y entonces veremos.



Conferencia de Presidentes Autonómicos. Madrid, enero de 2017



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miércoles, 9 de enero de 2019

[A VUELAPLUMA] Sobre identidad y nacionalismo






En recientes estudios sobre el nacionalismo, concretamente sobre el nacionalismo español, apunta con fuerza la tendencia a considerar como una misma realidad nacionalismo y sentimiento nacional, es decir, a considerar que el sentimiento de quienes con más o menos precisión se sienten españoles no es sino una forma de nacionalismo, escribe el abogado José María Ruiz Soroa, nacionalismo que no se percibe como tal por estar amparado y diluido en un Estado de larga duración, por lo que tendería a vivirse poco menos que como “natural” o “de sentido común”. Pero, continúa diciendo, algunos estudiosos consideran, que aunque sea como “nacionalismo banal”, ese sentirse españoles (o vascos o catalanes) es también y en el fondo nacionalismo, con lo cual, prácticamente toda la población sería nacionalista de alguna nación, concluyen. 

Esta idea confunde dos realidades muy diversas y, sobre todo, convierte en inexplicable la existencia y perduración de España como comunidad política. Por un lado, no tiene en cuenta que el nacionalismo incluye necesariamente un elemento dogmático o doctrinal característico, el de la exclusividad. Las naciones de los nacionalistas son por definición excluyentes de cualquier otra, de manera que una persona y un territorio sólo pueden corresponderse con una nación. Esta exclusividad se traduce en la noción de soberanía, entendida a la manera antigua de Bodino: la nación aspira a ser soberana, a constituirse como la última y única fuente de poder constituyente para una sociedad concreta. En términos más concretos, una persona no puede ser a la vez nacionalista española y nacionalista vasca. 

Bueno, pues resulta que muchas personas, dos de cada tres en el País Vasco (tomo los datos del Euskobarómetro de otoño 2018) se sienten a la vez vascas y españolas, aunque sea con intensidad diversa de ambas identidades (igual en la mayoría). Y esta identificación nacional subjetiva se produce tanto entre los sujetos nacionalistas como en los no nacionalistas: el 65,3% de los votantes del PNV se sienten de ambas identidades, sólo el 30,2% se siente exclusivamente vasco. Les ahorro parecidas encuestas de otras naciones, nacionalidades y regiones españolas. Y, ¿qué significa esto? Pues si no me equivoco mucho, significa precisamente que por ser la de nación una realidad social construida o imaginada sobre la base de sentimientos e ideas, no una realidad objetiva derivada de datos naturales, las personas somos perfectamente capaces de sentirnos miembros de más de una nación, de identificarnos como miembros de más de una comunidad simbólica de pertenencia y afectos. La idea de soberanía exclusiva no nos atenaza con su dualismo inexorable porque los sentimientos nacionales no son pura ideología (como sí lo es el nacionalismo) sino una construcción personal lábil y barroca que cada uno construye a su gusto, o al gusto de sus recuerdos e infancias. Sólo cuando a las personas se les fuerza en situaciones de polarización empiezan a construir su sentimiento nacional como exclusivo o antagónico, en situaciones normales pueden hacer perfectamente lo que los nacionalismos no pueden: poseer varias naciones. ¡Y allá cuidados con la soberanía y el poder constituyente, uno no vive cotidianamente en un cielo dogmático! 

La sociedad que habita en ese ámbito territorial que denominamos España se siente mayoritariamente como parte integrante de una comunidad política y cultural muy vieja, pero también de otras más pequeñas comunidades, tanto culturales como políticas, igual de viejas y más próximas a su ámbito de experiencia (no sólo naciones, sino también ciudades y pueblos). Y no encuentra ninguna contradicción en ello porque en general no es nacionalista, sino sólo nacional. Y de varias cosas a la vez. Es más, todos los estudios sobre la cuestión han destacado desde antiguo la elevadísima fuerza que tiene el sentimiento de identificación subestatal en el caso de los españoles, algo llamativamente característico en Europa. No es algo en absoluto exclusivo de las consideradas como naciones propiamente dichas (Euskal Herria o Cataluña), sino que aparece con igual o superior pujanza para Extremadura o León. El español es característicamente muy territorial en sus identificaciones sentimentales, e incluso a veces construye su idea de España no directamente sino a través o por medio de su tierra próxima. 

Si todos esos abigarrados, mezclados y superpuestos sentimientos nacionales fueran de verdad nacionalismo en sentido estricto, España habría dejado de existir hace mucho. Porque serían incompatibles, cada uno reclamando angustiado su plaza exclusiva en ese lugar llamado soberanía y dando codazos eslovenos al otro. Y no es así, lo demuestra la historia. Mientras no se polaricen por la pasión estúpida de los dogmáticos, los españoles convivimos con nuestras variadas pertenencias sin necesidad de recluirnos en nuestras ínsulas. Discutimos sobre la distribución del poder, pero eso es normal en toda sociedad compleja y no nos debe llevar a caer en la unidimensionalidad nacionalista. Es la que peor se adecua a España. Incluso para entenderla.



Plaza de España, Madrid

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miércoles, 31 de octubre de 2018

[A VUELAPLUMA] Los matices son la cuestión





El sociólogo e historiador José Andrés Rojo escribía hace unos días en El País sobre el hecho de que los mitos, en palabras de Keith Lowe, no nos permiten ver que las guerras son siempre una realidad turbia y moralmente ambigua en la que los matices no pueden ni deben obviarse.

Entre 1939 y 1945, comienza diciendo, fueron asesinados en torno a uno de cada seis polacos y uno de cada cinco ucranianos. Se cree que durante la Segunda Guerra Mundial perecieron al menos 20 millones de rusos. El número de víctimas en China, según los cálculos más conservadores, oscila entre los 15 y los 20 millones. Las fuerzas aliadas bombardearon Dresde hasta reducirla a escombros y Estados Unidos lanzó las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. El historiador británico Keith Lowe recoge estas referencias en algún lugar de El miedo y la libertad, su libro sobre los cambios que produjo la Segunda Guerra Mundial y que se tradujo en España el año pasado. Habla también del Holocausto, y explica que es a los judíos a quienes les ha tocado desempeñar el papel de “la víctima por antonomasia” de aquellos terribles años. “Se los asesinó de manera más eficaz y en mayores números que a ningún otro grupo racial. Y los métodos industriales empleados para aniquilarlos parecen el epítome de la inhumanidad tanto del sistema nazi como de la guerra en sí misma. En ese sentido, los judíos son un símbolo ideal de nuestro victimismo colectivo”.

Cada uno de los capítulos del libro de Lowe recoge la experiencia de una persona, y a partir de esta va iluminando aspectos concretos relacionados con aquel devastador conflicto. Cuando cuenta lo que le ocurrió al soldado estadounidense Leo Creo, que llegó a Europa para combatir contra los nazis, escribe que “lo que sucedió realmente en la guerra y lo que recordamos de ella son dos cosas muy distintas, y esa discrepancia, que no deja de aumentar, le incomoda sobremanera”. Aquel soldado pensaba que no pudo hacer gran cosa en la defensa de Estrasburgo —lo hirieron y fue retirado del combate— y le fastidiaba la inmensa estatura de héroe que le habían otorgado a su regreso. No todos los soldados que pelearon en Europa, además, fueron nobles y valientes. También los hubo que saquearon ciudades, violaron mujeres, cometieron abusos. Pero los mitos que se construyeron al final de la guerra borraron cualquier sutileza.

Madrid, miércoles 24 en la Facultad de Derecho de Tres Cantos: el historiador Santos Juliá y el abogado José María Ruiz Soroa han sido convocados por la Universidad Autónoma y la Fundación Pablo Iglesias para volver sobre el pasado bajo el título ¿Qué memoria histórica? Da la impresión de que en España todavía fuera necesario establecer un relato sobre lo que ocurrió durante la Guerra Civil y la dictadura. Es lo que los socialistas pretenden hacer con la propuesta de crear una comisión de la verdad que han incluido en su proyecto de reforma de la llamada Ley de Memoria Histórica.

Ruiz Soroa exploró los aspectos jurídicos de las últimas propuestas legislativas sobre esta cuestión y llamó la atención sobre su alta carga emocional y su deficiente factura técnica. Santos Juliá había explicado antes que igual no se trata de establecer lo que hay que recordar, como si fuéramos los fieles de una religión. Olvidar lo que nos molesta y alimentar lo que contribuye a reforzar una identidad para el presente. Frente a eso quizá sea más fecunda la actitud del historiador: salir de los tuyos y no apagar ninguna voz que proceda del pasado. Lowe lo expresa de otra manera cuando dice que los mitos no nos permiten ver que la guerra fue una realidad turbia y moralmente ambigua. La cuestión que plantea la iniciativa de los socialistas es si la sociedad española necesita realmente ese relato único sobre lo que ocurrió o si ya está madura para los matices.



Dresde, Alemania, tras los bombardeos de 1945



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sábado, 15 de septiembre de 2018

[A VUELAPLUMA] La esencia del liberalismo: el hombre, lo primero





Me dan cierta aprensión, aunque los síntomas no sean fácilmente perceptibles a simple vista, las personas a las que no se les caen de la boca palabras altisonantes y grandilocuentes, siempre pronunciadas con mayúsculas, como Dios, Libertad, Justicia, Patria, Nación, Estado, Pueblo, Democracia, Partido, República, Verdad, Razón, Política, Sociedad, y otras de tal cariz. Pienso, como escribe en El País el polemista intelectual y abogado José María Ruiz Soroa, que la sociedad, las naciones, el Estado, todo, existe para el ser humano, y nunca al revés, y que esa es la esencia del liberalismo y una de las razones de su éxito. 

Giovanni Sartori debía estar un poco harto de la murga hegeliana acerca de las supuestas filosofías de la historia, comienza diciendo Ruiz Soroa, cuando escribió sarcásticamente que “el liberalismo sigue siendo la única ingeniería de la historia que no nos ha traicionado”. Pero era verdad. Esa humilde doctrina, que se cimenta en una observación tan simple como la de que todo poder tiende a causar miedo y sufrimiento a las personas pero que su supresión total es inviable y solo cabe embridarlo como a una bestia mediante normas impersonales y abstractas, esa humilde verdad es la que ha hecho posible el progreso de la humanidad. Un progreso que no es lineal, constante ni uniforme, ni es igual para todos y en todos los sitios, pero que es patente para quien quiera mirar y contar. Contar con cifras no con jeremiadas, claro.

¿Qué es el liberalismo? ¿Una doctrina, un partido, una cultura, un talante, una forma de actuar? Difícil responder, como todo lo que es histórico no se puede dar un concepto del liberalismo. Pero sí se puede dar algún rasgo nuclear suyo.

Por ejemplo, que el liberalismo es lo contrario del radicalismo. El radical va a la raíz de los problemas para solucionarlos de una vez por todas. El liberal predica en contra de ello, defiende que es más prudente tratar sólo los síntomas de esos problemas, mediante la contención y el reformismo progresivo. Cualquier doctrina que se sustente en un cambio antropológico de la condición humana como base de futuro es sospechosa de conducir al desastre. Las relaciones de poder, de arriba abajo, nunca desaparecerán y es peligroso hipotetizar un camino que nos pretenda llevar a un mundo sin dominación. Marx, que era un liberal en cuanto al futuro final que defendía, incurrió en ese error.

El liberalismo aprecia y defiende la limitación como una herramienta imprescindible para convivir. ¿Limitación de qué? Pues de todo, pero sobre todo limitación de la voluntad política. Decía Pierre Rosanvallon que en el mundo moderno laten escondidas dos utopías que pelean incansables: la utopía de la voluntad y la utopía de la regla impersonal. Pues el liberalismo se apunta decidido a la segunda: su ideal es el de un mundo en que el poder esté despersonalizado mediante reglas anónimas. Y eso vale para la política y para la economía: el mercado del liberal quiere ser el reino de una regla que no pueda estar a la disposición de nadie.

Apreciar la limitación significa creer firmemente que la política misma es una actividad parcial y limitada. No es el ámbito privilegiado de realización del ser humano, ni mucho menos. Y apreciar la limitación implica también defender con convicción y a contracorriente que la democracia posible es una democracia muy limitada. Limitada mediante la exclusión del pueblo del Gobierno y mediante la exclusión de muchos asuntos del ámbito de lo decidible. Anatema para la política correcta, claro.

El liberal es individualista. Acérrimo e irreductible. La persona individual es el único agente moral relevante a la hora de construir el mundo de las reglas sociales. Estas existen solo para propiciar el desarrollo de la autonomía personal en la construcción de la propia vida, mediante su generalidad y su predictibilidad. Naturalmente que el humano es un ser socialmente construido y que precisa de la sociedad, pero ello no cambia nada en su valoración: el mundo humano es un reino de fines, nunca de medios. La sociedad, las naciones, el Estado, todo, existe para el ser humano, nunca al revés.

El liberal cree que la sociedad debe estar organizada de forma que el ser humano pueda perseguir autónomamente su felicidad. No para hacerle feliz, sino para permitirle construir su felicidad. La suya. Algo que suena muy mal en esta España nuestra en la que eso de la pursuit of happiness siempre ha sonado a egoísta, ñoño y simplón comparado con la profundidad de los mensajes redentoristas que nos prometen un mundo justo y cabal. O de los nacionalismos que nos prometen una identidad satisfecha. O del perfeccionismo que quiere construirnos felices él solito. O prohibirnos pensar autónomamente acerca del pasado y del presente, como nos guste. Candidatos a profetas es lo que sobra en nuestro pasado y presente, liberales a la Stuart Mill es lo que falta. Y se nota.



John Stuart Mill



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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

domingo, 7 de enero de 2018

[A vuelapluma] La reacción del Estado





Los Estados modernos suelen ser tomados a efectos de análisis politológico como unas “cajas tontas” dentro de las cuales “pasan cosas”. El Estado sería un mero contenedor institucional inerte, mientras que las cosas pasarían en su interior o su derredor, protagonizadas por los auténticos actores, fueran éstos los partidos, las clases, las naciones, la elite económica o las religiones. Por ello, los análisis y predicciones que produce la política como disciplina se centran normalmente en la actividad y resultados de éstos, desdeñando la contemplación del Estado como un actor por sí y en sí. Pero el Tribunal Supremo está descubriendo una confabulación criminal y mutando radicalmente las reglas de juego, escribe en El País el abogado José María Ruiz Soroa sobre la conjura del independentismo catalán.

Existe sin embargo otro enfoque, para el cual los Estados modernos (por muchas limitaciones que tengan) son la dinámica acumulativa de poder más intensa que ha conocido la historia y, como tales realidades dinámicas, son actores de la política a título principal, por mucho que no resulten visibles a corto plazo. Tocqueville y Weber entre los clásicos, o Charles Tilly o Theda Scokpol entre los contemporáneos, son ejemplos de investigación demostrativa de cómo, por poner un ejemplo, todas las revoluciones modernas han tenido una consecuencia común: la de fortalecer al Estado que la experimentaba, incrementando su capacidad de control sobre las fuerzas sociales internas. O cómo es el Estado el que, en gran manera, ha creado a las naciones como estructuras comunitarias útiles para fortalecer su dominio (el “gran truchimán” que decía Ortega). O cómo las revoluciones pueden perfectamente ser vistas como los estertores de un Estado en crisis (exitosos o no) para acomodarse a una realidad económica o global.

Perdonen la pedantería. Pero en España ha tenido lugar un intento de revolución radical (ya dijo Kelsen que la secesión para un Estado es una revolución) y, si no me equivoco, asistimos a una no menos radical reacción del Estado, entendido como poder institucionalizado. Lo curioso (y probablemente impredecible) es que a la cabeza de esa reacción radical se ha puesto un poder estatal casi siempre secundario y reactivo, el judicial, que ha tomado la iniciativa de defender al Estado a través de las élites tecnoburocráticas de Fiscalía y Tribunal Supremo.

Este no es un comentario de cariz jurídico, sino estrictamente politológico. Y desde esta perspectiva puede entenderse la sorprendente instrucción del caso por la Sala 2ª, en la que día a día se va produciendo una casi mágica reescritura o reinterpretación del proceso secesionista catalán. En colaboración muy estrecha con la Guardia Civil, el tribunal está “descubriendo” que ha existido desde hace un par de años una confabulación política en Cataluña para llegar a la secesión a través de un proceso de excitación identitaria, acción gubernamental y pseudoreferendos. Y al descubrir esta actividad la está a la vez repintando o caracterizando como algo criminal, como incursa en los delitos de rebelión o sedición, una caracterización que ninguno de los que asistimos al proceso en su día (pues fue público y notorio) soñamos siquiera.

Así, el Tribunal está llevando a cabo una mutación radical de las reglas del juego constitucional español. Hasta ahora, el secesionismo pacífico era ilegal por cuanto buscaba conseguir un resultado anticonstitucional por medios distintos de los previstos en la Constitución, pero no era en sí mismo criminal. Por eso las instituciones, desde el gobierno al Constitucional, asistieron indefensas a su desarrollo, limitándose a formular quejas sobre concretos actos de desobediencia o malversación. Ahora avanza una verdad muy diversa: el proceso era en sí mismo criminal, porque secesionarse era lo mismo que rebelarse, intentar la declaración de independencia era lo mismo que alzarse violentamente.

Más importante, esta mutación radical de las reglas del juego, de acusado cariz defensivo de la estatalidad vigente, se realiza para ser aplicada no sólo a posteriori sino que es rabiosamente actual con respecto a la realidad política hodierna: el intento de continuar con el proceso está predefinida como actividad delictiva que —artículo 155 aparte— puede ser yugulada directamente por el juez instructor. El Estado cuenta ahora —le guste más o menos al gobierno— con un arma defensiva nueva de una eficacia masiva. En nada se parece ya la situación del Estado español de octubre 2017, titubeante ante lo escaso de su arsenal defensivo, con la de ese mismo Estado en 2018, encabezado por un adalid poderoso (recuerden, el poder de un juez instructor español es el mayor que existe en nuestra realidad). ¿Y dicen ustedes que estamos donde estábamos? ¡Quia!






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lunes, 4 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] El cupo vasco, inconstitucional





El Cupo vasco es inconstitucional, afirma el abogado y escritor José María Ruiz Soroa en El País. El Concierto está recogido en la Constitución, pero esta prohíbe que las diferencias entre comunidades autónomas impliquen privilegios económicos o sociales como los que en la práctica otorga el opaco cálculo de la compensación anual.

Me van a permitir que comience mi exposición con dos brochazos de trazo grueso. El primero, las Leyes Quinquenales de Metodología para la determinación del cupo contienen, en forma de anexo,una grosera cifra global del importe de las competencias asumidas por el País Vasco y de las compensaciones a aplicar por otros conceptos, de las cuales resulta el cupo líquido a abonar. Pues bien, nadie ha sido nunca capaz de explicar de dónde salen esas cifras, es decir, cómo y por qué se han valorado así las competencias (no se dice ni cuáles son) y no en otra cifra diversa. Es un cálculo que todos los expertos definen como totalmente opaco. Resulta así que el Congreso aprueba mansamente cada cinco años un cálculo que no lo es tal, unas cifras que no están explicadas y menos justificadas, que sólo los Gobiernos de Vitoria y Madrid saben de dónde han salido. Sorprendente, ¿no?

Pero, segundo apunte, resulta además que estas Leyes del Cupo se aprueban por un procedimiento de lectura única que no permite discutirlas ni enmendarlas sino sólo votarlas sí o no. Recordará el lector que ese procedimiento es el que la mayoría del Parlament de Catalunya decidió aplicar en septiembre pasado a las leyes de desconexión y referéndum, siendo acusado por ello de haber violado los derechos de la minoría al examen y discusión reposada de los proyectos de ley. Pues eso mismo es lo que se hace en Madrid con las Leyes del Cupo, aunque una minoría se oponga. Tramitar sin explicación ni debate una norma basada en un cálculo que nadie entiende. Más sorprendente aún, ¿no?

Dado que la forma en que ha sido calculado es opaca e impenetrable para los propios expertos, parece claro que la única manera de valorar si el Cupo es correcto o no desde un punto de vista económico y fiscal es la de fijarse en los resultados empíricos que produce. Tales resultados son al final el único índice que permite deducir si la cantidad que el País Vasco abona anualmente al Estado como pago de las competencias comunes no asumidas que este le presta (en eso consiste el meollo del Concierto) es correcto. O, lo que es lo mismo, si la parte de impuestos recaudados en y por Euskadi que esta comunidad se queda para financiar las competencias asumidas (policía, educación, sanidad, etc) es la correcta. ¿Correcta desde qué parámetro, preguntará el lector? Pues desde el de igualdad de trato, es decir, el que establece que, a igual esfuerzo fiscal de sus poblaciones y a igual nivel de competencias a financiar, todas las comunidades españolas deberían disponer de una financiación per capita similar: la justicia como imparcialidad.

Pues bien, estos cálculos sí están hechos, discutidos y contrastados por los expertos en la materia (me refiero, por citar a algunos, a Ignacio Zubiri, Carlos Monasterio o Ángel de la Fuente, o a la Fundación BBVA, o al Sistema de Cuentas Públicas Territorializadas). Aquí sí que luce la claridad, en contraste con la penosa fraseología huera de precisión de los políticos de turno. Y tales datos dicen que las instituciones vascas disfrutan hoy de más del doble de financiación pública por habitante que la media de las comunidades de régimen común. Y que además el importe de esa sobrefinanciación no cesa de crecer: 165% (2002), 177% (2007), 235% (2009). Y crecerá más con el nuevo minicupo.

Visto desde otro ángulo, la ventaja vasca en financiación se prueba también en el hecho de que esta comunidad no contribuye al esfuerzo de igualación entre comunidades mediante la redistribución a través de los fondos de suficiencia. Siendo como es una región cuya riqueza es muy superior a la media española debería presentar un saldo fiscal negativo (como sucede con las otras “ricas” como Madrid, Cataluña o Baleares), es decir, debería ser aportadora neta de fondos a la solidaridad en un importe de alrededor del 8% de su propio PIB. Pues bien, los números demuestran que por el contrario Euskadi es receptora neta de financiación del resto de España, una situación incomprensible e inimaginable en cualquier sistema federal comparado.

Últimamente, y para intentar justificar lo injustificable, se arguye por los defensores del Cupo que esta sustancial ventaja está justificada por la asunción de un riesgo unilateral. La idea sería que Euskadi estaría asumiendo el riesgo de que, si en algún momento la recaudación fiscal en la comunidad vasca se desplomase y pasara a ser una región “pobre”, entonces no podría reclamar la solidaridad del resto del Estado sino que tendría que apechugar ella sola con su pobreza. Los 7.000 millones que se ahorra ahora no serían, así, sino la prima por correr con un riesgo. El argumento no se tiene de pie, puesto que se trataría de un riesgo inexistente: Euskadi siempre ha sido más rica que la media, y precisamente su ventaja vía Cupo hace que se vuelva más y más rica comparativamente con las demás regiones. Nunca en la historia ha sucedido ese espantoso caso cuya teórica posibilidad cobran tan alto los vascos.

Carece igualmente de cualquier fundamento empírico contrastado, igual que de cualquier cálculo ajustado, el argumento de que la ventaja vasca se debe en realidad a una mayor eficacia de su gestión de los tributos, a una Hacienda foral de rigor superior a la española que sacaría dinero donde otros no lo encuentran. Un argumento de corte supremacista carente de cualquier estudio ad hoc que lo soporte.

Por último, no es cierto que los vascos paguen más impuestos y por eso tengan más recursos (Montoro dixit). Lo cierto es que todos los impuestos concertados son más bajos en el País Vasco que en el territorio común, lo que sucede es que debido a su mayor riqueza y a la progresividad del sistema tributario la presión fiscal media es un 3% superior. Igual que sucede en otras comunidades ricas, claro, la diferencia está en que Euskadi retiene íntegramente para sí el exceso de recaudación mientras que Cataluña o Madrid lo aportan a la solidaridad.

Ultimo y aparentemente definitivo argumento: el sistema de Concierto está recogido en la Constitución (DA 1ª), luego cállense los críticos que esto no hay quien lo toque. ¿Correcto? No: lo que la Constitución amparaba eran los “derechos históricos de los territorios forales” pero (incluso suponiendo —que ya es mucho— que el Concierto Económico caiga dentro de ese vago concepto), añadía que su actualización debe llevarse a cabo dentro del marco de la Constitución. Y ese marco constitucional expresamente prohíbe (artículo 138) que las diferencias entre las comunidades autónomas puedan implicar en ningún caso privilegios económicos o sociales. O sea, Concierto sí, pero desarrollado en la práctica de manera que no genere diferencias de contribución o financiación tan potentes como para ser calificables de “privilegio”. Y si un Cupo que garantiza a los vascos disponer del doble de financiación para servicios públicos que los demás españoles (insisto, a iguales servicios y a igual esfuerzo fiscal) no es un privilegio de los que repugnaba y repelía el artículo 138, que baje Dios y lo vea.



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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