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sábado, 9 de marzo de 2019

[A VUELAPLUMA] El ejemplo de Canadá







Estas dos últimas semanas, escribe el periodista Arcadi Espada, y en la sala más noble del Tribunal Supremo, los presos nacionalistas han pronunciado fluidos, repetitivos y prolijos mítines que la democracia española ha puesto a disposición de cualquiera mediante la retransmisión del juicio. La autoridad judicial no los ha interrumpido, en aplicación de un criterio ultragarantista influido por la seguridad de que el Tribunal de Estrasburgo habrá de pronunciarse sobre este juicio. Y ninguna autoridad política ha denunciado de forma tajante la propaganda. Solo uno ha roto la pasividad democrática. Este miércoles, en Madrid, en la sesión inaugural del XXVI Congreso Mundial del Derecho, el Rey de España dijo: "No es admisible apelar a una supuesta democracia por encima del Derecho". Cabe vincular la frase a estas declaraciones recientes del Valido: "La voluntad del pueblo y la democracia de la gente están por encima de cualquier ley". Y, sobre todo, al argumento, repetido en el Supremo, de que la manifiesta desobediencia del nacionalismo a la ley se habría visto compensada por el ejercicio del "principio democrático".

La alusión concreta a dicho principio que manejan los nacionalistas procede de la "Decisión del Tribunal Supremo de Canadá, en respuesta a una remisión del Gobierno Federal sobre algunas cuestiones relacionadas con la secesión de Quebec", de 20 de agosto de 1998. Antes de proseguir, quiero puntualizar que tomarse como dogma de fe la jurisprudencia canadiense, tal como hacen los nacionalistas, es lo mismo que recordar que en Estados Unidos los chistes de Lepe los hacen con los canadienses. Y ahora prosigamos. El objetivo fundamental de la resolución es negar al Quebec la posibilidad de una secesión unilateral. Pero la resolución contiene una zona erógena de la pasión nacionalista a la que aludieron las alegaciones de la Generalidad ante el Tribunal Constitucional con motivo de un recurso del Gobierno contra la habilitación de presupuesto para el referéndum ilegal, varios de los escritos de la defensa de los hoy procesados y sus propias manifestaciones en el juicio. Estas son las líneas calientes: "Es igualmente cierto que un sistema de gobierno no podrá sobrevivir con el único respeto a la ley. Un sistema político debe, asimismo, dotarse de legitimidad, lo cual exige, en nuestra cultura política, una interacción entre la primacía del Derecho y el principio democrático". 

Conviene, sin embargo, reproducir lo que viene antes: "El asentimiento de los gobernados constituye una función fundamental en nuestra concepción de una sociedad libre y democrática. Sin embargo, la democracia, en el sentido verdadero del término, no puede darse sin el principio de la primacía de la Ley. Es la Ley la que crea el marco en el cual debe determinarse y aplicarse la 'voluntad popular'. Para ser legítimas, las instituciones democráticas han de reposar, en definitiva, en unos fundamentos jurídicos. Esto significa que deben permitir la participación del pueblo y responder ante él mediante instituciones públicas creadas con arreglo a la Constitución". 

Y reproducir también lo que viene después: "El sistema debe poder reflejar las aspiraciones de la población. Pero hay algo más. La legitimidad de nuestras leyes reposa también en un llamamiento a valores morales, muchos de los cuales están incardinados en nuestra estructura constitucional. Sería un error grave reducir la legitimidad a la única 'voluntad soberana' o a la única regla de la mayoría, excluyendo otros valores constitucionales". 

Sería interesante que sobre la incardinación constitucional de determinados valores morales el legislador o el poder judicial respondieran algún día a la cuestión de si la xenofobia -fuerza motriz de la reivindicación secesionista- entra en contradicción con la moralidad constitucional. 

Toda la fuerza del argumento nacionalista del Proceso ha cargado siempre en el principio democrático. El nacionalismo concede que la Ley no está de su parte, pero no admite discutir la legitimidad democrática que lo ampara: "Solo queremos votar". Nadie puede negar el éxito que ha alcanzado en la opinión pública global. La democracia es siempre más sexy que la Ley. Entre otros muchos factores porque la democracia expresa y la Ley obliga. A la gente le gusta mucho expresarse. 

Quiero que se fijen en el adjetivo supuesta, referido a la democracia, que el Rey usaba. Es probable que su intención fuera la de subrayar la imposibilidad de la democracia al margen de la Ley. Pero lo cierto es que el adjetivo mantiene un inesperado vínculo con lo que realmente expone el Supremo canadiense sobre el principio democrático. El tribunal jamás da a entender que la democracia, y por lo tanto la legitimidad, estén en manos de las provincias y la Ley en manos del Estado, como aspiran a que creamos, tan toscamente, nuestros nacionalistas. Tanto la democracia como la Ley son partes indisolubles de la organización política del Estado y las provincias, como no podía ser de otro modo. Taxativamente la resolución declara: "Una mayoría política en cualquier nivel que no actuase de acuerdo con los principios constitucionales mencionados pondría en riesgo la legitimidad del ejercicio de sus derechos y, en definitiva, la aceptación del resultado por parte de la comunidad internacional". Y añade: "El ordenamiento constitucional canadiense existente no podría permanecer indiferente ante la expresión clara, por parte de una mayoría clara de quebequeses, de su voluntad de dejar de formar parte de Canadá". 

Pero este ordenamiento constitucional reposa igualmente en el principio democrático. Así, cuando el Supremo llama a la negociación política entre el Estado Federal y las provincias no está llamando a una negociación entre la Ley y la legitimidad, sino a una negociación entre legitimidades. Y fundamenta la negociación en razón de la naturaleza de la democracia canadiense, que define como «una democracia en evolución» en oposición implícita a una democracia militante, cuya capacidad de reforma está sometida a ciertos límites. La invocación del principio democrático por parte del tribunal solo trata de justificar la legitimidad de la Constitución canadiense para reformarse a sí misma.

La imaginaria aplicación de esta decisión jurídica, en la que se ampara de manera ignorante o malintencionada la propaganda nacionalista, impugnaría de arriba abajo el Proceso. Según la instrucción canadiense los nacionalistas deberían actuar no solo respetando la ley ¡sino el principio democrático! del que se llenan la boca. Para empezar en el interior de su propia comunidad política. Entre los variadísimos mantras que rigen la propaganda y que han sido expuestos abundantemente en el juicio está el de la supuesta mayoría favorable al derecho de autodeterminación, que se cifra en el 80% de los catalanes. Un absurdo porcentaje. La suma de los partidos autodeterministas no supera el 55%, tomando como referencia las últimas elecciones autonómicas. Si la suma se proyecta no sobre los votos emitidos, sino sobre la totalidad del censo electoral, alcanza el 43%. Y si, como hizo el viernes Tadeu, se incluye, como quisieron los nacionalistas el 1 de octubre, a los extranjeros, el porcentaje baja hasta el 37%. 

El principio democrático interno queda lejos de esa mayoría vigorosa favorable a la autodeterminación que el Supremo canadiense ve imprescindible para el inicio de cualquier proceso. Pero si algún día los nacionalistas la alcanzasen, la instrucción canadiense tampoco deja dudas: forzados por el principio democrático, habrían de negociar con el resto de españoles los cambios constitucionales imprescindibles que permitieran el derecho a la autodeterminación. Naturalmente es una vía difícil. Así debe ser, porque la secesión en un Estado democrático es un objetivo costoso, destructivo e inmoral. La vía elegida por los catalanes es, como su objetivo: costosa, destructiva e inmoral. Y, además, imposible.



Dibujo de Sequeiros



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 




HArendt






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domingo, 7 de enero de 2018

[A vuelapluma] La reacción del Estado





Los Estados modernos suelen ser tomados a efectos de análisis politológico como unas “cajas tontas” dentro de las cuales “pasan cosas”. El Estado sería un mero contenedor institucional inerte, mientras que las cosas pasarían en su interior o su derredor, protagonizadas por los auténticos actores, fueran éstos los partidos, las clases, las naciones, la elite económica o las religiones. Por ello, los análisis y predicciones que produce la política como disciplina se centran normalmente en la actividad y resultados de éstos, desdeñando la contemplación del Estado como un actor por sí y en sí. Pero el Tribunal Supremo está descubriendo una confabulación criminal y mutando radicalmente las reglas de juego, escribe en El País el abogado José María Ruiz Soroa sobre la conjura del independentismo catalán.

Existe sin embargo otro enfoque, para el cual los Estados modernos (por muchas limitaciones que tengan) son la dinámica acumulativa de poder más intensa que ha conocido la historia y, como tales realidades dinámicas, son actores de la política a título principal, por mucho que no resulten visibles a corto plazo. Tocqueville y Weber entre los clásicos, o Charles Tilly o Theda Scokpol entre los contemporáneos, son ejemplos de investigación demostrativa de cómo, por poner un ejemplo, todas las revoluciones modernas han tenido una consecuencia común: la de fortalecer al Estado que la experimentaba, incrementando su capacidad de control sobre las fuerzas sociales internas. O cómo es el Estado el que, en gran manera, ha creado a las naciones como estructuras comunitarias útiles para fortalecer su dominio (el “gran truchimán” que decía Ortega). O cómo las revoluciones pueden perfectamente ser vistas como los estertores de un Estado en crisis (exitosos o no) para acomodarse a una realidad económica o global.

Perdonen la pedantería. Pero en España ha tenido lugar un intento de revolución radical (ya dijo Kelsen que la secesión para un Estado es una revolución) y, si no me equivoco, asistimos a una no menos radical reacción del Estado, entendido como poder institucionalizado. Lo curioso (y probablemente impredecible) es que a la cabeza de esa reacción radical se ha puesto un poder estatal casi siempre secundario y reactivo, el judicial, que ha tomado la iniciativa de defender al Estado a través de las élites tecnoburocráticas de Fiscalía y Tribunal Supremo.

Este no es un comentario de cariz jurídico, sino estrictamente politológico. Y desde esta perspectiva puede entenderse la sorprendente instrucción del caso por la Sala 2ª, en la que día a día se va produciendo una casi mágica reescritura o reinterpretación del proceso secesionista catalán. En colaboración muy estrecha con la Guardia Civil, el tribunal está “descubriendo” que ha existido desde hace un par de años una confabulación política en Cataluña para llegar a la secesión a través de un proceso de excitación identitaria, acción gubernamental y pseudoreferendos. Y al descubrir esta actividad la está a la vez repintando o caracterizando como algo criminal, como incursa en los delitos de rebelión o sedición, una caracterización que ninguno de los que asistimos al proceso en su día (pues fue público y notorio) soñamos siquiera.

Así, el Tribunal está llevando a cabo una mutación radical de las reglas del juego constitucional español. Hasta ahora, el secesionismo pacífico era ilegal por cuanto buscaba conseguir un resultado anticonstitucional por medios distintos de los previstos en la Constitución, pero no era en sí mismo criminal. Por eso las instituciones, desde el gobierno al Constitucional, asistieron indefensas a su desarrollo, limitándose a formular quejas sobre concretos actos de desobediencia o malversación. Ahora avanza una verdad muy diversa: el proceso era en sí mismo criminal, porque secesionarse era lo mismo que rebelarse, intentar la declaración de independencia era lo mismo que alzarse violentamente.

Más importante, esta mutación radical de las reglas del juego, de acusado cariz defensivo de la estatalidad vigente, se realiza para ser aplicada no sólo a posteriori sino que es rabiosamente actual con respecto a la realidad política hodierna: el intento de continuar con el proceso está predefinida como actividad delictiva que —artículo 155 aparte— puede ser yugulada directamente por el juez instructor. El Estado cuenta ahora —le guste más o menos al gobierno— con un arma defensiva nueva de una eficacia masiva. En nada se parece ya la situación del Estado español de octubre 2017, titubeante ante lo escaso de su arsenal defensivo, con la de ese mismo Estado en 2018, encabezado por un adalid poderoso (recuerden, el poder de un juez instructor español es el mayor que existe en nuestra realidad). ¿Y dicen ustedes que estamos donde estábamos? ¡Quia!






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






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