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viernes, 17 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Cabezas de turco



Dibujo de Raquel Marín para El País


Ante los rebrotes conviene vigilar al explotador canalla y a quienes le consienten sus ilegalidades; pero preferimos lanzar sermones a los currantes que se han ido a la playa y echar pestes de los inmigrantes, que bastante tienen com sobrevivir, afirma en el A vuelapluma de hoy viernes [Bastante tiene con sobrevivir. El País, 7/7/2020] el periodista José María Izquierdo.

"Mascarillas (elijan ustedes el tipo), máscaras, caretas y tapabocas ya las ha probado todas José K., al que la camisa no le llega al cuerpo, aterrorizado como está ante el maldito bicho. Ha pensado en la escafandra del Museo Naval y la máscara de gas que un día probó. Nada le gusta, nada le sirve, nada le protege como él quisiera, viejo, viejo y viejo, que lo mismo te ve Isabel Díaz Ayuso en la calle Colegiata, un suponer, y te manda a una residencia madrileña. Y no es el momento. “Tengo miedo de cerrar los ojos, tengo miedo de abrirlos”, que decían en El proyecto de la bruja de Blair. ¿Cómo podría hacer, se pregunta despavorido nuestro hombre, para cambiar mi modesto sotabanco por un refugio antinuclear?

Hacemos bien en extremar cuidados, que la alimaña es mala, mala. Surgen rebrotes aquí y allá de muy distinta procedencia, que los hay de afamados tenistas con un coeficiente intelectual tendente a cero, jóvenes estultos que a su edad ven esto de la muerte —ese pequeño problema que tienen los viejos— como un asunto de ciencia ficción o importantes centros de tratamiento de alimentos de todo tipo, sanísimos como frutas o cancerígenos como la carne muy roja, donde malviven y trabajan como esclavos miles de inmigrantes.

Hay, por supuesto, oficinistas inconscientes que llevan la mascarilla en el codo, paseantes que se abalanzan sobre ti en el parque, deportistas de tres al cuarto que salen a correr solo para estrenar sus deportivas carísimas y que ventilan justo a un metro de tu cara en la estrecha acera del casco antiguo, además de señoras y señores que llevan el rostro al descubierto porque los tapabocas afean su agraciado rostro. Hay, en fin, todo género de estúpidos que pululan por las calles y a los que dan ganas de azotar por eso, por estúpidos. A todos ellos les regañamos desde el balcón por su frivolidad y nula solidaridad con los demás, pero ojo, que no nos ciegue la crítica de lo fácil, que los tenemos ahí al lado y describirlos es tarea sencilla. Deberíamos hacer un mayor esfuerzo en afinar las admoniciones y seleccionar mejor a qué dianas disparamos.

Fijémonos, por ejemplo, en las grandes organizaciones mundiales, o los gigantescos complejos industriales, que acuciaban a los Gobiernos para reiniciar la economía lo antes posible, que nos quedamos sin miles de millones en la buchaca o en la cuenta corriente. O en las grandes corporaciones aéreas o de hoteles, que lloraban a gritos para que los turistas pudieran viajar como ponedoras en gallineros, que han presionado hasta el borde del chantaje delictivo para que los Gobiernos aliviaran las alarmas y permitieran, qué ilusión nos hace, esas aglomeraciones en los aeropuertos, esas piscinas de hotel a reventar o esas playas donde no cabe una toalla más.

Y no perdamos de vista, advierte José K., dedo acusador, a todos esos políticos de la derecha y periodistas de la caverna que se quejaban a gritos de que España se quedaba a la cola de la recuperación porque tardábamos en ponernos en marcha, basta ya de esta dictadura del estado de alarma. ¡Hale, hale, abran las puertas de nuestras cárceles! ¡Necesitamos airear los centros comerciales, los grandes almacenes, las ferias y los congresos! Tenemos, también, a los dueños de bares y restaurantes, con los calamares rebozados o los petisús a punto de echarse a perder.

Pero José K., encendido por aterrorizado, fija también la vista en la cosa pública. ¿Qué tal si nos quejamos de los responsables de los sistemas de sanidad que todavía, y ya han corrido meses, no tienen un plan B serio y consensuado para acabar con los rebrotes? No sé si el Gobierno socialista lo ha hecho, pero sería conveniente mirar cómo lo llevan los consejeros de Sanidad de las 17 autonomías, incluidos los nacionalistas, las gentes del PP y todos los independientes que gusten. ¿Tenemos ya organizado el sistema de sanidad primario? ¿Las UCI? ¿Contamos ya con los respiradores y otros adminículos que hemos sabido ayer que existían y que eran vitales para evitar que se nos muriera la madre o el primo?

Y salgamos de esta pequeñísima piel de toro para preguntarnos por las medidas que están tomando esos personajes, tan atrabiliarios como nefastos, que podemos resumir en Johnson, Trump o Bolsonaro, con un número de muertos e infectados propios de una película de zombis. Los suecos, tan listos, ya se han caído del guindo. Hasta los alemanes, crisol de perfecciones, han visto cómo sus mataderos son a la hora de la verdad una cloaca inmunda, más propia de un país del Cuarto Mundo que de la respetadísima República, alma y motor de la vieja y rica Europa.

Pero no. Preferimos subirnos al púlpito de la dignidad y lanzar grandes sermones a los currantes que se han ido el fin de semana a la playa, a los adolescentes que nada saben ni entienden y, lo que es más doloroso, echar pestes de los inmigrantes, marroquíes, bolivianos, rumanos o búlgaros, sobre los que cargamos todas nuestras miserias y a los que tiramos al cubo de la basura como cáscaras de pistacho cuando por un sueldo de miseria ya les hemos sacado hasta los higadillos. Claro que huyen. Todos lo haríamos, despavoridos, si además de toser, tener fiebre y trabajar como una mula, sin nadie que te haya controlado salud o temperatura, que hay que sacar como sea las fresas o los chuletones, vieras cómo te perseguía la justicia, vete a saber qué nueva vejación se les ha ocurrido ahora.

Bastante tienen esos hombres, mujeres y niños con sobrevivir a la miseria a la que les ha condenado este capitalismo salvaje del que unos cuantos disfrutan, como para preocuparse por las PCR, siglas misteriosas que nada significan para ellos. Los vemos malvivir y maldormir, tirados en bancos de piedra, o en el mismísimo suelo, después de machacarse durante horas en un trabajo que será de todo menos cómodo. ¿Ha ido por allí alguna inspección de trabajo? ¿Interesa su situación deplorable a algún partido, a algún alcalde? ¿Y queremos acusarles por infectarnos? Mejor vigílese de cerca al explotador que les chupa la sangre y, ya puestos, a quienes se lo consienten.

Así que José K., a la vista de lo visto, insiste en uno de sus mantras conocidos: exijamos lo máximo solo a quienes tienen lo máximo, de poder o de bienes. Y acabemos ya con este deplorable espectáculo al que hemos asistido estos últimos meses, en los que importantísimos científicos, virólogos de renombre, epidemiólogos de pro, economistas de Premio Nobel y políticos de toda laya, se reconocían abiertamente en las bobas ocurrencias del pazguato Forrest Gump: “Yo no sé mucho de casi nada”. Y sonreían".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 14 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Contagioso



Detención  y muerte de George Floyd. Minneapolis, 25/5/2020


Si uno no se “pronuncia” a chillidos contra los abusos e injusticias, es susceptible de ser acusado de “connivente” con ellos, comenta en el A vuelapluma de este martes [El motor que mueve a los cerebros raquíticos. El País Semanal,5/7/2020] el escritor Javier Marías.

"Siempre he pensado que las protestas, huelgas y manifestaciones debían tener un objetivo práctico, y así fue durante mucho tiempo: se llevaban a cabo para conseguir “algo”, poco o mucho. Para torcer el brazo de los patronos, lograr abolir leyes injustas o abusivas, mejorar condiciones laborales. Hace ya años que se añadió otra finalidad “estética” o “simbólica”, abaratadora de las reivindicaciones y decepcionante: ya no se trataba de obtener nada (o no siempre), simplemente había que “dejar testimonio” del repudio a alguien o algo. Este último propósito ha sufrido una veloz degradación en este siglo.

Pocas imágenes tan repugnantes y atroces como las del policía de Minneapolis Derek Chauvin matando lentamente, con saña, al ciudadano George Floyd. No era la primera vez que eso ocurría, policías americanos bestias o demasiado nerviosos cargándose a inofensivos negros con frecuencia, pero también a blancos que tuvieron la mala idea de sacar un móvil en su presencia, o una pistolita de juguete o la cartera. Las inmediatas protestas, manifestaciones y marchas eran útiles y necesarias en Minneapolis y probablemente en todas las ciudades de su país, con un 13% de población de raza negra y seculares comportamientos racistas de individuos y organizaciones, sobre todo en los Estados secesionistas que condujeron a la Guerra Civil entre 1861 y 1865. De Nueva York a Los Ángeles, la indignación y el clamor tenían finalidad, podían influir en policías, jueces y políticos, aunque era imposible que hicieran mella en el más bruto y racista de los últimos, Donald Trump, que incomprensiblemente continúa al mando y al que se perdonan felonías muy castigadas no ya en otros dirigentes, sino en presentadores de televisión o actores.

Las manifestaciones podían tener sentido incluso en París y Londres, que desde hace décadas son multirraciales. Lo que resulta más pintoresco es que se hayan copiado y reproducido en Madrid, Barcelona, Berlín, Viena o ¡Berna, capital de Suiza! Que los madrileños, vieneses o berneses desplieguen su ira en sus respectivas calles les traerá sin cuidado a los policías americanos bestias y a Trump el Adoquín. Así, hay que preguntarse por el objetivo de esos coléricos, porque conseguir, no iban a conseguir nada. Hay que añadir que todo esto sucedía en plena pandemia y con las personas aún confinadas para evitar y evitarse contagios. Sin embargo, los mismos barceloneses, berlineses y berneses que llevaban tres meses renunciando a ver a sus madres o abuelas, o a sus amantes, no dudaron en mezclarse y compartir sudores —en poner en riesgo sus vidas y las de otros— con tal de exhibir su furia por lo acontecido a miles de kilómetros, y respecto a lo que nada podían lograr práctico, real y efectivo. Hay que mirar a qué puede deberse semejante reacción, meramente testimonial e inútil, hasta el punto de abandonar por ello todas protección y prudencia.

Sólo se me ocurre una explicación, bastante penosa; porque no creo que haya persona en el mundo a la que las imágenes de Chauvin y Floyd no hayan parecido repugnantes y atroces (quitando a los deficientes del Ku-Klux-Klan y criminales afines). Ante algo así no hay obligación de “pronunciarse” en principio, porque el horror y la condena se dan por supuestos. No obstante, en esta época aspaventosa, no basta con lo que uno piense o diga en privado. Si uno no se “pronuncia” a chillidos contra los abusos e injusticias, es susceptible de ser acusado de “connivente” con ellos. En virtud de lo cual han abundado los columnistas ¡españoles! que de pronto se han ofendido melodramática, curil y plañideramente con Lo que el viento se llevó… a los 81 años de su estreno. Bien, ya han alardeado de lo antirracistas que son, ya han cumplido con el precepto que toque cada semana. Pero ¿esas masas apretujadas? Obedecen al mismo espíritu de “meritorio”, me temo. Las redes sociales han creado en sus usuarios una ilusión de “fama”, aunque sólo sea fama entre sus grupúsculos de amistades. Si salta a la actualidad una causa justa y de lucimiento, muchos son incapaces de renunciar a alimentar su vanidad y su narcisismo, así sea a costa de la salud y el pellejo propios y de sus familias. ¿Cómo no voy a enseñar lo virtuoso, recto y empático que soy colgando fotos de mi rabia en Instagram o Facebook? Insisto: en Viena o Berna, que nada tienen que ver con Minneapolis ni con los Estados Unidos, y cuyas voces no van a ser escuchadas donde acaso valdrían de algo. La conclusión es un tópico a estas alturas, pero este episodio internacional enloquecido —la pandemia, la pandemia— lo hace innegable: el motor que mueve a los cerebros raquíticos del mundo no es ya el dinero ni el egoísmo ni el afán de poder —que también—, sino, por encima de todo, una desmedida vanidad de andar por casa y un narcisismo ensimismado, valga la redundancia. Lo peor es que día a día aumenta la cantidad de cerebros que se raquitizan, y que además, como el coronavirus, se trata de un mal contagioso".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 2 de julio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Justicia. Publicada el 30 de marzo de 2010




Los inculpados del caso Gurtel



Las democracias padecen servidumbres que las autocracias no conocen. Por ejemplo, el respeto a los derechos de las personas y el acatamiento estricto a la ley. Por eso los críticos y detractores de las democracias las acusan siempre de debilidad frente a sus enemigos. Se equivocan; esas presuntas debilidades y servidumbres son, precisamente, su mayor fortaleza.

Ya he dicho muchas veces en este blog que no creo en la Justicia. Ni con mayúscula ni con minúscula. Por lo menos, en la que aplica el sistema judicial español. Como conceptos, creo más en el Derecho que en la Justicia. Y no voy a entrar en disquisiciones al respecto, pero quería comentar mi extrañeza por la escasa relevancia informativa que se le ha dado a la anulación de las escuchas policiales del caso Gürtel por parte del Tribunal Superior de Justicia de Madrid. Lo poco que he leído y escuchado al respecto se limitaba a criticar al Tribunal y ver su decisión como una especia de "vendetta" personal contra el juez Baltasar Garzón, y por otra parte a jalear a favor de los inculpados y mofarse del juez de instrucción del caso.

No comparto ninguna de las dos posiciones, pero por una vez y sin que sirva de precedente, si comparto plenamente la decisión del Tribunal aunque no conozca los razonamientos estrictos de su resolución. Y es que a fin de cuentas, estamos hablando del derecho fundamental de todo detenido a comunicarse con su abogado dentro de la más absoluta confidencialidad. Ni siquiera la "razón de Estado", de existir, puede saltarse ese principio. Tan fundamental, y tan manipulado, como el de la presunción de inocencia, que todo el mundo alega única y exclusivamente en función  de como le vaya saliendo la misa, pero que ese mismo mundo se pasa por la entrepierna cuando no es él el afectado.

No se si alguien más habrá escrito al respecto, pero sólo conozco el artículo publicado por el profesor Xosé Luis Barreiro Rivas en la Voz de Galicia. Creo que no se puede decir ni más alto ni más claro: aunque la anulación de las pruebas pueda dejar en la calle a unos chorizos declarados, por muy engominados y de Armani que se vistan, con esta decisión judicial hemos ganado todos. Sobre todo, los demócratas, aunque los beneficiados por ella no se lo merezcan. Pueden leer el artículo de Barreiro Rivas más adelante. HArendt




El juez Baltasar Garzón



"EL CASO GÜRTEL Y LAS ESCUCHAS A LOS ABOGADOS", por X.L. Barreiro
LA VOZ DE GALICIA - Sábado, 27 de marzo de 2010

Para los que creemos que la defensa jurídica es un derecho absoluto e inalienable, que condiciona sin matices el alcance de cualquier legislación democrática, la decisión de anular todas las escuchas practicadas a los abogados del caso Gürtel es indiscutible y necesaria, y constituye una bocanada de aire fresco en la maltrecha cultura procesal española. Pero para los que creen que ese derecho puede ceder ante el empuje de la ley positiva, por motivos de terrorismo o de cualquier crimen que despierte una especial sensibilidad social, el problema planteado al Tribunal Superior de Justicia de Madrid (TSJM) resulta imposible de resolver, y siempre les dejará la amarga sensación de que el criminal se les puede escurrir entre las fisuras del proceso.

Personalmente creo, para que me entiendan, que si tuviésemos la posibilidad de juzgar a Hitler, actuando Himmler como abogado defensor, las conversaciones celebradas en la cárcel entre ambas figuras no podrían ser violadas, y, en el caso de serlo, también deberían anular las pruebas obtenidas por este procedimiento. Y no lo digo por hacer un juicio técnico-jurídico sobre la legislación que regula esta cuestión en España, sino por reivindicar el principio de que los derechos absolutos solo se pueden preservar en términos absolutos, y que la más mínima excepción a esa regla convierte lo absoluto en relativo y abre la cascada de la cesión indefinida.

El terrorismo, que solo cosecha éxitos en la merma de la presunción de inocencia y del garantismo procesal de los códigos democráticos, también puede relativizar entre nosotros el derecho inviolable a la defensa. Y por eso es cada vez más fácil que lo que empezó a utilizarse para penetrar en las organizaciones terroristas, acabe aplicándose a un simple caso de corrupción económica, a un abogado que tomó aceitunas en una herriko taberna , o al defensor que, invirtiendo la técnica, es imputado para hacerle las escuchas.

Nadie puede estar más molesto que yo porque el PP se haya zafado del caso Naseiro, y pueda librarse también del Gürtel, por un pinchazo mal hecho. Pero en el derecho democrático avanzado son mucho más importantes las garantías procesales que la eficacia punitiva, y por eso no tengo ninguna duda de que, si hay que escoger entre cazar a Correa con un procedimiento retorcido, o evitar que se pueda espiar a los defensores dentro de las cárceles del Estado, el demócrata solo puede estar de un lado, y felicitar de corazón -y cabeza- a los jueces que se han atrevido a frenar esta orgía procesal eficientista. Porque es más soportable que el señor Crespo se marche riendo a su casa, que el que cualquier acusado tenga miedo a que una conversación con su abogado sea la prueba que lo condene 




El profesor Xosé Luis Barreiro


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jueves, 6 de febrero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Los jueces del Supremo. (Publicada el 19 de julio de 2009)



La jueza Sonia Sotomayor


Sonia Sotomayor, 54 años, portorriqueña, criada en el Bronx neoyorquino, divorciada, sin hijos, estudiante de Leyes en las universidades de Princeton y Yale, Jueza de Apelaciones en el Segundo Circuito Federal de los Estados Unidos, salvado el trámite de la Comisión del Senado y a la espera de la votación final del pleno de la Cámara Alta norteamericana, está ya a punto de ser la primera mujer de origen hispano en sentarse en el más exclusivo de los ámbitos judiciales del mundo: la Corte Suprema de los Estados Unidos de América, junto a los otros ocho miembros que, de por vida, y "mientras observen buena conducta" (art. III, Sección I, de la Constitución de los Estados Unidos), componen dicho Tribunal.

Una noticia de El País, firmada por la periodista Yolanda Monge: "Sotomayor avanza hacia el Supremo de EE. UU.", y publicada el 14 de julio pasado, dejaba constancia del "estado de la cuestión" en ese preciso momento del proceso de designación. Otro artículo, el día 9, del catedrático de Derecho Civil de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, Pablo Salvador Coderch: "Gerontocracia judicial en Estados Unidos", ilustraba algunas de las las características que convierten en algo más que peculiar a ese Tribunal y a sus miembros. Pueden leerlos más adelante, y espero que los disfruten.

Si hay algo que caracteriza al sistema político norteamericano no es la estructura federal del poder, el presidencialismo, la estricta división de poderes, la libertad religiosa, o el derecho de los ciudadanos a portar armas. No, la característica más peculiar de dicho sistema es la instauración por vez primera en la historia de la facultad de revisión por el Poder Judicial (La Corte Suprema) de todos los actos y leyes contrarios a la Constitución. Era algo que estaba latente en la Constitución (nada dice sobre ello su artículo III, Sección II) aunque ya se proponía en "El Federalista" (Fondo de Cultura Económica, México, 1994). Lo hacía Alexander Hamilton, uno de sus primeros comentaristas y promotores, en su famoso artículo LXXVIII, escrito en abril de 1788. al decir que "no hay proposición que se apoye sobre principios más claros que la que afirma que todo acto de una autoridad delegada, contrario a los términos del mandato con arreglo al cual se ejerce, es nulo. Por lo tanto, -añade-, ningún acto legislativo contrario a la Constitución puede ser válido. Negar esto, afirma Hamilton, equivaldría a afirmar que el mandatario es superior al mandante, que el servidor es más que su amo, que los representantes del pueblo son superiores al pueblo mismo y que los hombres que obran en virtud de determinados poderes puden hacer no sólo lo que éstos no permiten, sino incluso lo que prohiben".

Por favor, no hagan comparaciones con el comportamiento de nuestros políticos, pues no era mi intención fastidiarles el domingo. Pero volviendo al tema que nos ocupa, sólo hacía falta que un jurista del prestigio del Juez Marshall, presidente de la Corte Suprema de 1801 a 1835, lo desarrollara y aplicara en el famoso caso "Marbury versus Madison", para que la "judicial review" se convirtiera en el rasgo más distintivo del sistema constitucional norteamericano. Buena tarde de domingo. HArendt



Los jueces de la Corte Suprema de los Estados Unidos



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lunes, 30 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Nuestra fortaleza





Incapaces de dejar de mirarnos el ombligo en clave nacional, escribe la politóloga Máriam Martínez-Bascuñán en el A vuelapluma de hoy, la disyuntiva es evidente: o se es europeísta o no se es, o se cree en los controles y contrapesos institucionales del Estado de derecho o la respuesta es el autoritarismo tribal.

"La crítica antieuropea -comienza diciendo- se nutre hace tiempo del discurso, simplón, pero eficaz, de la inevitable confrontación del pueblo contra las élites de Bruselas. Bajo esta lógica populista, aquel solo podrá ser gobernado dentro del orden soberano de un Estado capaz de gestionar los asuntos colectivos internos y reivindicar, a su vez, sus intereses en el exterior. Hasta aquí, Le Pen y Abascal, pero también Mélenchon, Corbyn y nuestra izquierda anticapitalista. Al otro lado está lo que todos sabemos, la evidencia de que esa ficción de la modernidad llamada soberanía está hoy en declive, siendo muestras claras de ello la globalización o la UE, un entramado institucional y democrático que es, de hecho, uno de los mayores avances civilizatorios de la historia de la humanidad.

En ese marco encaja la sentencia dictada por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea en respuesta a la consulta elevada por nuestro Tribunal Supremo, y que dictamina que Oriol Junqueras gozaba de inmunidad desde la proclamación de los resultados de las elecciones del 26 de mayo. Y bien está que así sea, pues Europa está para mejorar nuestro sistema democrático, y esa es también nuestra fortaleza: somos Europa. Pero también vemos ahora el coste de dejar únicamente en manos de los jueces un problema de índole política, cuando un fallo judicial legítimo, claro y garantista, puede acabar haciendo supurar la herida de nuestra contumacia identitaria.

Incapaces de dejar de mirarnos el ombligo en clave nacional, la disyuntiva es evidente: o se es europeísta o no se es; o se cree en los controles y contrapesos institucionales del Estado de derecho o la respuesta es el autoritarismo tribal. Por eso sorprende que el PP haya aprovechado la sentencia para hacer antieuropeísmo. Pero también la extraña y cacofónica euforia independentista tras el fallo, pues resulta irónico que el procés haya pretendido dinamitar el mismo Estado de derecho que ampara a Oriol Junqueras. Nuestro sistema judicial, al que también pertenece el TJUE, es, finalmente, el que garantiza los derechos de todos, y por supuesto también de los independentistas, incluso siendo convictos de la justicia. No podría ser de otra manera.

Quizá por ello no se entiende del todo que la sentencia pueda complicar la ya difícil negociación de la investidura. ¿Qué clase de estrategia política sería la que emplea un fallo judicial como instrumento de presión en una negociación? ¿Qué concepción democrática es esa? Vendría a ser precisamente la judicialización de la política, esta vez con la sentencia a favor. ¿Cabe así un diálogo político? Son preguntas que hemos de mirar de frente. Y sin parpadear".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







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jueves, 19 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] ¿Es más barato matar que violar?



Los jugadores de la Arandina condenados por violación. Foto Europa Press


«Somos unos pardillos a los que nos quieren joder la vida». Así se explicó uno de los tres jugadores de la Arandina después de conocer la durísima sentencia que los condena a 38 años de cárcel, -comenta el escritor Fernando Ónega en el A vuelapluma de hoy-, algo nunca visto en delitos de agresión sexual. Sería lícito preguntarse si esa vida ciertamente arruinada se la destrozó la Justicia o la destrozaron ellos mismos. Y hay división de criterios. Para la defensa de los condenados, no se demostró nada en el juicio, solo se contó con la versión de la víctima y a los jugadores se les aplica una pena como si hubieran matado a alguien. Y encima, la menor ofreció varias versiones, lo cual podría hacer sospechar de una denuncia falsa. Estaríamos, por tanto, ante una condena injusta. Sin embargo, para la acusación popular, la fiscalía y el sentenciador, la denuncia de la menor es creíble sin ningún tipo de dudas. Y, respecto a las versiones, son precisamente las que dan credibilidad a su denuncia. Es doctrina judicialmente aceptada que quien miente cuenta siempre los mismos detalles. Quien se equivoca, o no está seguro en referencias menores -sobre todo en su estado de intimidación-, está diciendo la verdad. Ya sabemos todos que antes y después de los pleitos los abogados acusan y defienden de acuerdo con el interés de la parte que representan. Lo importante es lo que aprecia el tribunal o el juez. Posición personal de este cronista: no existe delito sexual más repugnante que el cometido en grupo contra una mujer indefensa. Si, encima, esa mujer es una cría de 15 años de edad y los autores lo saben, estamos ante un agravante execrable. Que nadie espere de mí la menor tolerancia ni compasión. La expresión «que se pudran en la cárcel» será la que utilizaremos cuando el Tribunal Supremo confirme la sentencia de la Audiencia de Burgos. Y la confirmará, porque lo sentenciado ahora es la pura aplicación de la jurisprudencia del Alto Tribunal en el caso de La Manada de Pamplona. Alguien comparó esta condena con la de José Bretón, que fue condenado a 40 años de cárcel por asesinar y quemar a sus dos hijos. Mucha gente se pregunta si sale más barato matar que violar, pero es una comparación demagógica que no procede. Lo que se hizo en Burgos ha sido castigar tres delitos: una agresión sexual (14 años) y dos cooperaciones necesarias (12 años cada una). Podrá ser excesiva pena, no lo sé, pero es la doctrina del Supremo. Seguramente hubo también una enorme presión ambiental, como en todos los juicios por delitos sexuales, pero es inevitable. Lo único relevante es que la sentencia se ajusta a derecho. Y lo secundario, pero importante, que termina con esa perniciosa corriente de opinión que habla de justicia machista y sugiere impunidad. 

¿Por qué los miembros de La Manada fueron condenados a 15 años y los exjugadores de la Arandina a 38? En el caso de los exfutbolistas, cada uno de los acusados está condenado como autor directo por los hechos realizados por él mismo y como cooperador necesario por los ejecutados por los demás15 años para cada uno de los miembros de La Manada, penas de entre 10 y 12 años de cárcel a cinco de los acusados de la violación en grupo sufrida por una menor en Manresa en el 2016 y 38 años de prisión para los tres exjugadores de la Arandina. ¿Por qué hay esta diferencia en las penas impuestas si todas son violaciones múltiples? Una de las grandes claves es que, en este caso, se considera que no hubo una violación, hubo tres. El tribunal atiende a los llamamientos del Supremo: también eres culpable de los delitos de tus compañeros porque eres «cooperador necesario» de su violación".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







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sábado, 10 de agosto de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Justicia constitucional en entredicho



Sala de plenos del Tribunal Constitucional


Los amables lectores que sigan este blog con asiduidad saben ya de mi escasa consideración por la justicia española en general, nuestro sistema judicial en concreto, y la mayoría de los jueces y magistrados en particular. No es nada personal... La cosa viene de antiguo, y tal y como funciona la justicia en España, ya he dicho en alguna ocasión anterior que sería mucho más eficiente, rápido y económico sustituir todos los procedimientos judiciales por un cara-o-cruz con garantías de imparcialidad por parte del lanzador de la moneda al aire. Sólo el Tribunal Constitucional (un órgano que, por cierto, nada tiene que ver con el sistema judicial), se escapaba a tan severo juicio por mi parte. Y no porque dos de sus ilustres miembros hayan sido profesores mios: Francisco Tomás y Valiente y Elisa Pérez Vera, sino por una magnífica ejecutoria de procedimientos y sentencias interpretativas de la Constitución con los que se ganó un merecido prestigio. Hasta el momento en que los políticos, o lo que más de innoble tienen los políticos, metieron a saco sus manazas en él y lo ensuciaron de arriba a abajo.

Creo que fue Winston Churchill, pero no me hagan mucho caso, el que dijo que en política uno tiene (de menor a mayor grado de confrontación): rivales, adversarios, enemigos, y compañeros de partido... La amistad en política no solo es mala consejera, es, siempre, fuente de conflictos, una vez veces íntimos, otras internos y casi siempre, públicos. Y cuando esa amistad o afinidad política interfiere en los nombramientos judiciales..., "¡la jodimos, macarrón!", que decían en mi pueblo.

El martes pasado el catedrático de Derecho Civil, Pablo Salvador Coderch, publicó en El País un artículo titulado "Amigos, jueces y escorpiones", en el que contraponía el sistema de nombramiento de los jueces del Tribunal Supremo de los Estados Unidos al de nuestro Tribunal Constitucional, conformado por miembros designados por el Congreso de los Diputados, el Senado, el Gobierno y el Consejo General del Poder Judicial, que se renuevan periódicamente. En los Estados Unidos, el presidente propone al candidato a juez del Tribunal Supremo, que debe obtener la aprobación del Senado; su mandato es vitalicio, y colegiadamente con los restantes miebros del Tribunal, se convierte en máximo intérprete de la Constitución norteamericana, la más antigua del mundo. Este Tribunal es también el primer órgano judicial en la historia que asumió la decisión de someter las leyes a la Constitución y arrogarse la interpretación de la misma en exclusiva.

¿Es mejor el sistema norteamericano de jueces vitalicios que el español? Méritos y abusos se pueden dar en ambos, pero desde luego lo que no se puede tolerar por más tiempo es que los partidos políticos jueguen con sus nombramientos como críos chicos, intercambiándose cromos con las fotos de sus candidatos, según su grado de amistad y de compromiso o afinidad política. No se lo merecen, ni ellos (los magistrados) ni nosotros. HArendt




Viñeta de Forges


"Amigos, jueces y escorpiones", por Pablo Salvador Coderch

La independencia judicial funciona mejor en Estados Unidos que en España. Allí las instituciones son más fuertes, el cargo de magistrado del Supremo es vitalicio y no hay amiguismo que valga.

El mejor de mis amigos" puede ser una máxima tolerable para la formación de un gobierno o de un tribunal. "Mi mejor amigo" jamás lo es. Uno concibe que quien manda y ejerce consecuentemente su poder designando jueces o magistrados no vaya a buscar candidatos entre los amigos de sus adversarios, pero es insufrible limitar la búsqueda a un círculo tan estrecho como el trazado únicamente por la intensidad de la amistad, sin parar mientes en ninguna otra cualidad.

Pero estas cosas ocurren: en Estados Unidos de América, la Administración Bush intentó, en 2005, nombrar a una abogada, muy amiga y leal servidora del propio presidente, Harriet Miers, como magistrada del Tribunal Supremo federal; pero el Senado, que debía confirmar el nombramiento, dejó muy claro que no lo iba a hacer y Miers se retiró.

En la actualidad, siete de los nueve miembros de aquel Tribunal fueron nombrados por presidentes republicanos, lo cual haría de esperar una línea de decisiones muy escorada del lado conservador. Pero la magia del buen diseño institucional ha impedido que la Administración Bush cuente con mayorías garantizadas en el máximo órgano judicial del país. Y es que la gente es más o menos amiga, pero sobre todo, no suele ser tonta ni indecente y como allí el cargo es vitalicio, una vez alguien medianamente dotado lo ocupa, vuela por su cuenta y puede alcanzar una cabal independencia de juicio. Así, un magistrado como David H. Souter (1939), nombrado en 1990 por Bush padre y confirmado en el Senado contra el voto de senadores de rancio liberalismo, como Ted Kennedy y John Kerry, decepcionó a sus padrinos y se convirtió en el adalid de las causas más genuinamente progresistas. La independencia existe. Otro caso similar de nuestros días es el del magistrado Anthony Kennedy (1936), nombrado en 1988 por Reagan y que suele emitir el voto decisivo (swing vote), moderado y sensato, en un Tribunal, dividido formalmente entre cuatro conservadores y cuatro liberales.

Kennedy ha sido ponente de uno de los casos de este año judicial, Boumedienne contra Bush, decidido en junio, una sentencia que ha devuelto la fe en la independencia de la Justicia, la única cualidad que me interesa resaltar hoy en un juez. Este pleito es el cuarto que ha resuelto el Tribunal sobre los "combatientes enemigos", prisioneros en la Base Naval de la Bahía de Guantánamo -territorio cubano cedido a perpetuidad a los Estados Unidos tras la Guerra con España-. La cuestión planteada ante el Tribunal era "si unos extranjeros aprehendidos y detenidos en países lejanos durante un tiempo de amenazas serias para la seguridad de la Nación, tenían derecho al privilegio constitucional del Hábeas corpus, es decir, el derecho a ser puestos a disposición de la autoridad judicial y bajo su tutela".

Kennedy respondió afirmativamente y dio el voto de la mayoría a sus cuatro colegas, quienes pensaban que, hasta los talibanes de Al Qaeda, si están retenidos en territorio sobre el cual Estados Unidos ejerce soberanía de hecho, tienen derecho a ver revisada su situación por un juez independiente. Guantánamo, escribió, no es ningún limbo jurídico, ningún territorio ajeno a toda legalidad: Cuba retiene una soberanía puramente simbólica sobre la Bahía de Guantánamo y si allí rige algún derecho, éste ha de ser el norteamericano. Pero entonces, la Constitución, que atribuye al presidente y al Congreso el poder de ocupar un territorio o el de abandonarlo, no les otorga el decidir qué parte de la Constitución misma es aplicable allí y cuál no lo es, a gusto del ocupante.

En respuesta a un caso anterior, el Congreso, en 2005, había establecido unos "Tribunales de revisión del estatus de combatiente" (Combattant Status Review Tribunals, CSRT) para los detenidos en Guantánamo, pero Kennedy sostiene que estos tribunales no tienen de tales mucho más que el nombre: no permiten al acusado elegir su propio abogado -de hecho ni siquiera tiene abogado, sino un "representante personal" nombrado por sus acusadores-; no le autorizan tampoco a presentar ni a rebatir testimonios, pues la acusación puede sustanciarse con testimonios de segunda mano -pseudotestigos que no vieron u oyeron los hechos que basan la imputación, sino que sólo oyeron decir a alguien que el acusado es enemigo-; en apelación, no se le permite revisar pruebas distintas de las presentadas en la primera instancia; no se da acceso al acusado a información clasificada. No hay, en suma, revisión judicial independiente, sino simple certificación de lo ya resuelto. Pero un juez no es ningún funcionario; ni una actuación judicial, un procedimiento administrativo sumario.

El riesgo de error es, vistos su probabilidad y el daño resultante, demasiado grande: en algunos casos, los detenidos han estado presos durante seis años sin supervisión judicial y el gobierno no ha presentado pruebas suficientes que justifiquen la exclusión del Hábeas corpus. Si el Congreso, es decir, el legislador quiere suspender, por razones de seguridad nacional, el privilegio de la puesta a disposición judicial de una clase de detenidos deberá, concluye Kennedy, debatirlo expresamente y aprobarlo así en una ley formal.

Los cuatro magistrados discrepantes pusieron el dedo en la llaga del liberalismo legalista de Kennedy: "la muy peligrosa misión asignada a nuestras tropas [en Irak y Afganistán] es combatir a los terroristas, no entregar citaciones judiciales", escribió, punzante, John Roberts, presidente del Tribunal, añadiendo: "No sé de ni un solo caso en el cual a ningún detenido en la situación de los recurrentes le haya sido suministrada información clasificada de ningún tipo".

Un poco más abajo, tronaba su disenso enojado el juez Scalia, el magistrado más sólidamente conservador y epigramático del Tribunal: "hoy, por primera vez en nuestra historia, este tribunal confiere un derecho constitucional a enemigos extranjeros, detenidos en el extranjero por nuestras fuerzas armadas durante una guerra. (...) Al menos 30 de los prisioneros de Guantánamo luego liberados han vuelto al campo de batalla y algunos de ellos han conseguido continuar con sus atrocidades contra civiles inocentes. (...) De entre los más de 400.000 prisioneros internados en suelo americano durante la Segunda Guerra Mundial, ni uno solo vio su detención validada por un juez federal. (...) Esta nación vivirá para arrepentirse de lo que el Tribunal ha hecho hoy", concluye Scalia, para cerrar con un seco "Disiento" -sin añadir el adverbio al uso, "respetuosamente"-. Deja así muy claro que, en este caso, la colegialidad histórica entre magistrados vivos y muertos se ha roto. El clima recuerda la descripción vívida del Tribunal que diera uno de sus miembros más conspicuos, Oliver Wendell Holmes, Jr. (1841-1935): "Nueve escorpiones en una botella". Lamentable.

En nuestro país, sus instituciones son mucho menos fuertes que en Estados Unidos: aquí, suele bastar con ganar las elecciones generales con cierta holgura para asegurarse, además del control del gobierno, el del Parlamento, mucha mano en el poder judicial y bastante en el Tribunal Constitucional. Sin embargo, el zarandeo de que ha sido objeto el Tribunal Constitucional español durante los últimos años, la parálisis de un organismo institucionalmente mediocre, como es el Consejo General del Poder Judicial, el abuso de la legislación simbólica y la crispación verbal de la vida política sugieren que debemos prestar casi todo el apoyo del mundo al consenso en pro de la regeneración de la independencia judicial. En esto, como en casi todo en política, hay dos posiciones extremas: los mejores de entre los conservadores piensan con razones de peso que los jueces deben ser algo así como árbitros, ciegos a los colores de los jugadores, ajenos a sus intenciones y atentos únicamente a su juego. Los mejores de entre los progresistas suelen sostener que la judicatura no es más que otra arena en la cual se dirimen los valores y cuestiones de la Justicia y que el juez es una especie de adelantado, de emprendedor legal. En medio, acaso, nos situamos la mayoría de los ciudadanos, quienes caemos en la simpleza de ansiar que los jueces apliquen la ley si es clara, decidan con humanidad y sentido común si no lo es y que, al hacerlo, se olviden de su mejor amigo. (El País, 19/08/08)




Tribunal Supremo (Washington, DC)



La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido, pero sí su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






HArendt




Entrada núm. 5142
Publicada el 21/8/2008
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 28 de junio de 2019

[PENSAMIENTO] El valor de las palabras en democracia





Para comprobar que las palabras importan, basta con atender a uno de los aspectos que más han centrado la atención de la opinión pública española desde que hace dos años se publicase la sentencia que condenó por abuso sexual a los miembros de La Manada cuya condena acaba de ser elevada por el Tribunal Supremo, comenta en Revista de Libros el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado. 

Ha entendido éste que puede darse por probada la intimidación que sus colegas de la instancia inferior no llegaron a contemplar, al subsumir los hechos probados dentro del abuso por prevalimiento. Se trata de tecnicismos, claro: los que se espera que contenga el Código Penal de una sociedad avanzada que refina en la mayor medida posible la distinción –y el castigo– entre conductas. Pero lo interesante del caso es que ya desde las primeras manifestaciones públicas la protesta fue unánime: «¡No es abuso, es violación!» A pesar de que, como se esforzaron por explicar incontables penalistas, tanto el abuso como la agresión son variantes de la violación. De ahí que una de las exigencias que se plantean a los expertos que debaten la reforma del Código Penal «con perspectiva de género» es que se reintroduzca en éste, con todas las letras, el delito de violación, que había desaparecido del mismo con su última reforma progresista.

Dado que esa contrarreforma no se ha aprobado todavía, resulta desconcertante que la decisión del Tribunal Supremo que interpreta el siniestro episodio pamplonica como agresión en vez de abuso haya conducido a no pocos medios de comunicación, así como al mismísimo presidente del Gobierno a través de un tuit, a sostener que con ello queda finalmente confirmado que «fue violación». ¡No nos enteramos! O no queremos enterarnos: ya era una violación en la primera sentencia, cuando los hechos se calificaron como constitutivos de «abuso», y no son más violación ahora que antes por el hecho de pasar a entenderse como «agresión». Pero, ¿cabe la posibilidad de que la opinión pública española se hubiese conducido de otra manera si la primera sentencia hubiese podido condenar por «violación», conforme a un imaginario Código Penal, aunque la pena hubiese sido la misma? No es descartable: la potencia simbólica de la palabra «violación» así lo sugiere.

De aquí pueden deducirse muchas cosas, pero una de ellas es que elegir bien las palabras posee una importancia crucial. Y tal es, precisamente, el tema del ensayo con que el filósofo barcelonés Daniel Gamper ha obtenido el último Premio Anagrama de Ensayo. Aunque, en el subtítulo, Gamper hace una concesión al uso común de la lengua –o del habla– refiriéndose a la «libre expresión», luego matiza que él prefiere hablar de «palabra libre». De ahí el título: nos habla Gamper de las mejores palabras, que de algún modo sería lo contrario de una palabra cualquiera, pero tampoco es lo mismo que las buenas palabras, y menos aún que unas palabras bonitas. Hay aquí, por tanto, implícito un claro componente normativo, prescriptivo: nos toca esforzarnos para dar con la mejor palabra, pues es responsabilidad nuestra no salir del paso de cualquier manera. Nos recuerda Gamper que, si la palabra puede devaluarse, es porque tiene un valor. Y presenta, a partir de la idea contraria de que hemos de recuperar el valor de la palabra, una sucesión de brillantes meditaciones sobre los momentos en que tal cosa puede suceder.

A mí me interesa aquí, principalmente, seguir el hilo que tiene que ver con la esfera pública y la democracia: con la valencia política de las palabras. Gamper empieza señalando sobre esto que las democracias vienen a exigir tácitamente que todos puedan opinar sobre asuntos de los que no saben nada. Pero nótese que demandar una opinión (obligarnos a formárnosla) no es lo mismo que hacer posible su formulación pública (dar la oportunidad de expresarla). Por lo demás, Gamper adopta una inteligente cautela cuando señala que «lo humano sólo existe en cautividad y la libertad que ahí se puede dar es toda la libertad posible», aplicando este razonamiento a la propia libertad de palabra. Una palabra completamente libre es siempre utópica, porque jamás se darán las condiciones para ella: la comunicación se desarrolla siempre dentro de una comunidad en la que hay un horizonte de expectativas compartido. Robinson Crusoe puede hablar libremente mientras se mantiene solo en la isla, pero es como si no dijera nada: nadie le ha oído decir.

Esta idea de una comunidad con un horizonte de expectativas compartido se torna más problemática, sin embargo, cuando conjugamos nación con lengua y democracia. Acierta Gamper cuando apunta que el demos suele aglutinarse en torno a una comunidad de lenguaje y que una de las debilidades del proyecto europeo es la división de esferas públicas nacionales, cada una con su lengua propia. Estas dificultades, añade, se reproducen en los Estados plurinacionales –podemos dejarlo en federales– donde las lenguas minoritarias luchan por ser reconocidas y sólo podrán tener éxito cuando conquistan los canales institucionales. Sin duda: ahí están las diferencias entre Francia y España o Suiza. Pero recuérdese que los promotores de la lengua minoritaria pueden poner ésta al servicio de un proyecto de nacionalización forzosa de sus ciudadanos, a la manera de esa «captura de las subjetividades» de la que hablan los teóricos políticos de inclinación psicoanalítica. En ese caso, las bellas palabras de una lengua minoritaria pueden convertirse en las peores palabras del ingeniero social. Daniel Gamper desliza una solución discreta: un apoyo institucional a la lengua más pragmático que chovinista. De qué manera pueda esto lograrse sin que quienes manejan los resortes institucionales caigan en la tentación de pervertir políticamente la lengua es asunto distinto que aquí no se resuelve. Y Cataluña es, tristemente, el ejemplo perfecto.

En último término, la reflexión sobre las mejores palabras tiene que ser, por fuerza, normativa: se refiere al modo en que habríamos de conducirnos lingüísticamente. De ahí que Gamper pida mucho, sin que podamos saber si pide demasiado: «Para que el espacio público sea habitable, los ciudadanos deben ser capaces de articularse de maneras mínimamente sofisticadas». Esto incluye una razonabilidad de corte rawlsiano, esto es, la capacidad de distinguir entre lo que rige en el grupo al que uno se adscribe y la validez general de un argumento, así como la capacidad de relacionarse críticamente con las propias convicciones. ¡Ahí es nada! Se incluye aquí implícitamente la exigencia de que el ciudadano diga palabras propias en lugar de limitarse a repetir las palabras de otros, que es lo que suele suceder: no somos mejores que nuestras palabras. Gamper escribe: «Todos somos filólogos en la medida en que, más que a los hechos, prestamos atención a lo que se puede decir y a cómo se dice». Pero lo cierto es que todos hablaríamos mejor si ejerciéramos como filólogos, sobrevolando la lengua e identificando la procedencia e intención de los mensajes que nos llegan en lugar de entenderlos de manera literal. Acaso porque no pide tanto a los ciudadanos, señala Gamper, el liberalismo político es una «utopía factible»: su preocupación es la estabilidad y, por tanto, la gestión eficaz del conflicto social.

Ocurre que John Stuart Mill es un autor liberal y, también, referencia ineludible para cualquiera que desee abordar el estatuto político de la palabra libre. Gamper no es una excepción y subraya el modo en que Mill defiende la libre expresión: como un derecho de los oyentes a no verse privados de todos los pareceres y opiniones. Da igual lo que persiga el hablante: la libre manifestación del pensamiento tiene una finalidad –una «utilidad»– cognitiva y política. Por eso Gamper prefiere hablar de «palabra libre» en el sentido de no interferida, sin que nadie pueda garantizarnos que van a prestarnos la atención que creemos merecer. Pero allí donde Mill elogiaba al excéntrico que permitía imaginar otras formas de vida en la sociedad victoriana, Gamper advierte de que ser excepcional –de un modo trivial– está al alcance de todos, y la disidencia en los gustos no puede convertirse en norma a riesgo de privar de todo sentido a la auténtica disidencia. Cuál sea ésta, sin embargo, no queda del todo claro fuera de los contextos en los que se combate un poder autoritario e injusto. ¿Son disidentes quienes hoy arremeten contra el neoliberalismo o el patriarcado? Difícilmente; aunque ellos lo crean.

Para Gamper, existe en el fondo una inevitable disonancia entre la necesidad de orden y la capacidad desestabilizadora de la palabra libre. Y de ahí que las democracias liberales no vean con entusiasmo las experiencias de la democracia participativa y deliberativa, promoviendo, en cambio, una relación «unilateral» con la ciudadanía. En esto, Gamper quizá sea injusto con la democracia liberal-representativa, máxime cuando él mismo defiende la «polifonía» conceptualizada por Jürgen Habermas como componente necesario de nuestras esferas públicas e invoca la ciudad plural de Aristóteles frente al organicismo de Platón. Nuestras sociedades liberales son plurales y se caracterizan por una conversación pública a la vez desordenada y cacofónica donde, como se señalaba más arriba, todos pueden opinar sobre asuntos acerca de los que no saben nada: es una conversación democrática que –hete aquí el cortafuegos liberal– no se comunica directamente con el proceso de toma de decisiones. Pero deducir de aquí que las palabras allí utilizadas son inservibles sería injusto: por supuesto que los climas de opinión se transmiten a las elites políticas. ¿Acaso no tratan esas mismas elites de influir en su favor sobre los climas de opinión? Por algo será.

Dicho esto, es evidente que las redes sociales nos muestran un diálogo en el que las palabras rara vez son las mejores, en el sentido en que Gamper entiende este adjetivo. Pero, como Habermas mismo se resiste a admitir, la escala de la conversación es decisiva para su calidad. Y ni siquiera la pequeña escala, como han mostrado innumerables estudios, garantiza que se imponga esa fuerza sin violencia del mejor argumento de la que habla el ya nonagenario filósofo alemán. En realidad, Gamper se apoya aquí más en Rawls, y lo hace para desacreditar la idea de que pueda o deba limitarse la libertad de palabra en nombre de la estabilidad social. Escribe Gamper: el discurso subversivo y el libelo sedicioso se permiten, toleran o alientan porque es muy improbable que consigan subvertir el orden, porque no lograrán concitar la adhesión de la mayoría de la ciudadanía.

Y ello, nos explica, porque el liberalismo ya cuenta con otros mecanismos que garantizan la fidelidad de los ciudadanos a la arquitectura institucional. Esto, sin embargo, quizá sea demasiado optimista: bien pueden proliferar malestares de distinto tipo que expresen, con variado andamiaje teórico, el rechazo al orden existente, de tal manera que su suma no resulte desdeñable. Dicho de otro modo: no sobrevaloremos la capacidad de unos regímenes políticos desencantados para sostenerse a sí mismos de manera indefinida. Esto no significa que haya de prohibirse el libelo sedicioso; pero no estaría de más atender periódicamente al tamaño de su tirada. Si no, podríamos decir a la democracia lo mismo que Cefisa a la Andrómaca de Racine: «Demasiada virtud podría haceros culpable».

En el último tercio del ensayo, el inteligente filósofo que es Daniel Gamper parece dejarse arrastrar por un cierto pesimismo acerca de la situación de la democracia y los derechos cívicos en las sociedades occidentales: aunque quizá sea yo quien abuse del optimismo. Pienso en la metáfora de la Torre de Babel que empleaba Peter Sloterdijk para dar cuenta de la dificultad intrínseca a una vida política que se hace entre personas que quieren distintas cosas, y a la que puede darse la vuelta: desde que se dispersasen las lenguas humanas, hemos avanzado de manera extraordinaria en la creación de una koiné con la que comunicarnos y en la adhesión a un conjunto de normas y derechos que modelan un mundo imperfecto pero mejorable. Tiene razón Gamper cuando nos llama a utilizar las mejores palabras, haciendo un esfuerzo por encontrarlas. Pero también nos advierte, en varias ocasiones, acerca de quienes «deciden no oír» y sobre el error que cometemos cuando pensamos que hay alguien que escucha en general. Es un asunto del máximo interés: porque está quien habla y está quien escucha. Y quien habla suele pararse a escuchar y viceversa, al menos en el curso de una conversación. De manera que las mejores palabras serán al menos tan importantes como los buenos oídos, pues sin personas dispuestas a tomar en serio nuestros argumentos y a darles la interpretación más generosa –en lugar de la más maliciosa–, poca democracia puede construirse. A este asunto dedicó Andrew Dobson un libro que aún espera traducción a la lengua española, en el que lamentaba la atención casi exclusiva que la teoría política ha venido dando al habla por delante de la escucha. A su juicio, la conversación democrática debería ser más rigurosamente dialógica, es decir, una relación en la que se diese igual peso a hablar y a escuchar, regulándose con el mismo ahínco el esfuerzo dedicado a ambas actividades.

En ambos casos, haciéndonos cargo de las palabras que pronunciamos, y prestando atención consciente al hecho de que también nos toca escuchar al otro, estaremos ganando autoconciencia: como hablantes y como oyentes. Esto trae consigo una mala noticia: ni siquiera esta disposición favorable garantiza la desactivación de nuestros sesgos tribales e ideológicos. Y una buena: no pueden desactivarse de otro modo.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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Entrada núm. 5022
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