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jueves, 2 de julio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Justicia. Publicada el 30 de marzo de 2010




Los inculpados del caso Gurtel



Las democracias padecen servidumbres que las autocracias no conocen. Por ejemplo, el respeto a los derechos de las personas y el acatamiento estricto a la ley. Por eso los críticos y detractores de las democracias las acusan siempre de debilidad frente a sus enemigos. Se equivocan; esas presuntas debilidades y servidumbres son, precisamente, su mayor fortaleza.

Ya he dicho muchas veces en este blog que no creo en la Justicia. Ni con mayúscula ni con minúscula. Por lo menos, en la que aplica el sistema judicial español. Como conceptos, creo más en el Derecho que en la Justicia. Y no voy a entrar en disquisiciones al respecto, pero quería comentar mi extrañeza por la escasa relevancia informativa que se le ha dado a la anulación de las escuchas policiales del caso Gürtel por parte del Tribunal Superior de Justicia de Madrid. Lo poco que he leído y escuchado al respecto se limitaba a criticar al Tribunal y ver su decisión como una especia de "vendetta" personal contra el juez Baltasar Garzón, y por otra parte a jalear a favor de los inculpados y mofarse del juez de instrucción del caso.

No comparto ninguna de las dos posiciones, pero por una vez y sin que sirva de precedente, si comparto plenamente la decisión del Tribunal aunque no conozca los razonamientos estrictos de su resolución. Y es que a fin de cuentas, estamos hablando del derecho fundamental de todo detenido a comunicarse con su abogado dentro de la más absoluta confidencialidad. Ni siquiera la "razón de Estado", de existir, puede saltarse ese principio. Tan fundamental, y tan manipulado, como el de la presunción de inocencia, que todo el mundo alega única y exclusivamente en función  de como le vaya saliendo la misa, pero que ese mismo mundo se pasa por la entrepierna cuando no es él el afectado.

No se si alguien más habrá escrito al respecto, pero sólo conozco el artículo publicado por el profesor Xosé Luis Barreiro Rivas en la Voz de Galicia. Creo que no se puede decir ni más alto ni más claro: aunque la anulación de las pruebas pueda dejar en la calle a unos chorizos declarados, por muy engominados y de Armani que se vistan, con esta decisión judicial hemos ganado todos. Sobre todo, los demócratas, aunque los beneficiados por ella no se lo merezcan. Pueden leer el artículo de Barreiro Rivas más adelante. HArendt




El juez Baltasar Garzón



"EL CASO GÜRTEL Y LAS ESCUCHAS A LOS ABOGADOS", por X.L. Barreiro
LA VOZ DE GALICIA - Sábado, 27 de marzo de 2010

Para los que creemos que la defensa jurídica es un derecho absoluto e inalienable, que condiciona sin matices el alcance de cualquier legislación democrática, la decisión de anular todas las escuchas practicadas a los abogados del caso Gürtel es indiscutible y necesaria, y constituye una bocanada de aire fresco en la maltrecha cultura procesal española. Pero para los que creen que ese derecho puede ceder ante el empuje de la ley positiva, por motivos de terrorismo o de cualquier crimen que despierte una especial sensibilidad social, el problema planteado al Tribunal Superior de Justicia de Madrid (TSJM) resulta imposible de resolver, y siempre les dejará la amarga sensación de que el criminal se les puede escurrir entre las fisuras del proceso.

Personalmente creo, para que me entiendan, que si tuviésemos la posibilidad de juzgar a Hitler, actuando Himmler como abogado defensor, las conversaciones celebradas en la cárcel entre ambas figuras no podrían ser violadas, y, en el caso de serlo, también deberían anular las pruebas obtenidas por este procedimiento. Y no lo digo por hacer un juicio técnico-jurídico sobre la legislación que regula esta cuestión en España, sino por reivindicar el principio de que los derechos absolutos solo se pueden preservar en términos absolutos, y que la más mínima excepción a esa regla convierte lo absoluto en relativo y abre la cascada de la cesión indefinida.

El terrorismo, que solo cosecha éxitos en la merma de la presunción de inocencia y del garantismo procesal de los códigos democráticos, también puede relativizar entre nosotros el derecho inviolable a la defensa. Y por eso es cada vez más fácil que lo que empezó a utilizarse para penetrar en las organizaciones terroristas, acabe aplicándose a un simple caso de corrupción económica, a un abogado que tomó aceitunas en una herriko taberna , o al defensor que, invirtiendo la técnica, es imputado para hacerle las escuchas.

Nadie puede estar más molesto que yo porque el PP se haya zafado del caso Naseiro, y pueda librarse también del Gürtel, por un pinchazo mal hecho. Pero en el derecho democrático avanzado son mucho más importantes las garantías procesales que la eficacia punitiva, y por eso no tengo ninguna duda de que, si hay que escoger entre cazar a Correa con un procedimiento retorcido, o evitar que se pueda espiar a los defensores dentro de las cárceles del Estado, el demócrata solo puede estar de un lado, y felicitar de corazón -y cabeza- a los jueces que se han atrevido a frenar esta orgía procesal eficientista. Porque es más soportable que el señor Crespo se marche riendo a su casa, que el que cualquier acusado tenga miedo a que una conversación con su abogado sea la prueba que lo condene 




El profesor Xosé Luis Barreiro


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martes, 19 de mayo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Misceláneas constitucionales. Publicada el 5 de diciembre de 2009





Reconozco que a mí los aniversarios me ponen sentimental. El hecho de que mañana se cumplan treinta y un años del referéndum de aprobación de la Constitución de 1978 ha motivado que estos últimos días los haya dedicado a releer los "Diarios de Sesiones" del Congreso de los Diputados y del Senado que recogen los debates habidos durante su tramitación. También he releído algunos de los artículos de "El Federalista" (Fondo de Cultura Económica, México, 1994), la magnífica defensa que del proyecto de la Constitución estadounidense hicieran en 1788 Hamilton, Madison y Jay. Y por último, ante el descrédito en que algunos quieren colocar al Tribunal Constitucional, he vuelto a releer la interesantísima polémica que en el año 1931 sostuvieron dos ilustres juristas: uno alemán, Carl Schmitt (1888-1985), autor de "La defensa de la Constitución" (Tecnos, Madrid, 1983); el otro austriaco, Hans Kelsen (1881-1973), autor de "¿Quién debe ser el defensor de la Constución?" (Tecnos, Madrid, 1995), sobre cuál es el órgano político al que debería corresponder la defensa, salvaguardia y protección de la Constitución.

Carl Schmitt, Jurista de Estado, escribió centrado en el conflicto social como objeto de estudio de la ciencia política, y más concretamente sobre la guerra. Su obra atraviesa los avatares políticos de su país y de Europa a lo largo del siglo XX. Militó en el Partido Nazi, aunque las S.S. le consideraba un advenedizo, y le apartaron del primer plano de la vida pública del régimen. Hans Kelsen fue un jurista, filósofo y político austríaco de origen judío, profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Viena desde 1917. Autor intelectual de la Constitución federal austriaca de 1920, es nombrado miembro vitalicio del Tribunal Constitucional, del que es removido años más tarde a causa de sus tendencias socialdemócratas. En 1930, obtuvo una cátedra en la Universidad de Colonia (Alemania), que abandona tras la ascensión del nazismo. En Suiza enseña en la Universidad de Ginebra y más tarde (1936) en la Universidad de Praga. En 1940 emigra a Estados Unidos donde enseña Ciencia Política en la Universidad de Harvard y más tarde en la de California-Berkeley, hasta su muerte.


La polémica que sostuvieron ambos es muy conocida. Básicamente se centraba en la respuesta que debería darse a la pregunta sobre "quién debe ser el defensor de la Constitución", que da título al opúsculo (apenas 80 páginas) con el que Kelsen responde y hace explícitas sus objeciones al anteriormente citado de Schmitt. Para éste último, el "guardian" de la Constitución no puede ser el Parlamento, del que desconfía por su falta de carácter y espíritu "nacional" a causa de la pluralidad de su conformación y por el origen partidista de su elección, ni tampoco un tribunal de justicia ordinario ni creado "ad hoc", puesto que ello supondría "politizar" la Justicia, sino que como establecía la Constitución de la República de Weimar, está función debería corresponder al Presidente del Reich (Imperio) alemán, elegido por sufragio universal de "todo el pueblo alemán". 

Para Kelsen, la solución no pasa por encargar la defensa de la Constitución, básicamente frente a las leyes emanadas del Parlamento o los actos y disposiciones del gobierno (los únicos que podrían conculcarla) al propio Jefe del Estado, que preside el gobierno, o al Parlamento encargado de hacer las leyes, sino precisamente, y por esa causa, a un órgano "neutral, colegiado e independiente", con la tarea específica de proteger la Constitución, es decir, a un Tribunal Constitucional. (Todos los entrecomillados son míos).

Que la Constitución española de 1978 necesita un "repaso" está claro. Hasta el propio Consejo de Estado lo vio así cuando en Febrero de 2006 emitió el famoso "Dictamen sobre Modificaciones de la Constitución Española" que le había solicitado el Gobierno, centrado en cuatro puntos: 1) la supresión de la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión al Trono; 2) la recepción en la Constitución del proceso de construcción de la Unión Europea; 3) la inclusión de la denominación de las Comunidades Autónomas en la Constitución; y 4) la reforma del Senado.

A mi juicio, ese tímido intento de reforma se ha quedado ya bastante corto. Ineludible es la reforma del Senado, para convertirlo en lo que la Constitución dice que es: la Cámara de representación territorial, y en la que deberían estar representados los gobiernos de las distintas comunidades y ciudades autónomas, con voto ponderado para cada una de ellas en función de su población, y con un renovado procedimiento de adopción de acuerdos que implique tanto una mayoría cualificada de la población representada como del número de éstas. Pero también una reforma en profundidad del titulo VIII de la Constitución, en clave federal, que determine claramente cuales son las competencias indelegables de carácter estatal, y dejé todas las demás a lo que decidan los respectivos Estatutos de Autonomía, así como los mecanismos de financiación, colaboración y cooperación de las Comunidades autónomas con el Estado. Y por último, como no, del propio Tribunal Constitucional, delimitando sus competencias a la estricta defensa de la Constitución frente a cualquier ley o acto de gobierno contraria a la misma, y con un renovado proceso de conformación que bien podría ser por designación real (a propuesta del Gobierno, lógicamente), con la aprobación cualificada del Senado, entre juristas de reconocido prestigio, y cuya designación sería vitalicia, o hasta su renuncia voluntaria o impedimento físico apreciado por el propio Tribunal y aceptado por el Senado.

No podría terminar este recorrido sentimental sobre el 31 aniversario de la Constitución de 1978 sin un emocionado recuerdo de quien fuera uno de sus ponentes, Jordi Solé Tura, recientemente fallecido. Descanse en paz. Y a ustedes, pues que quieren que les diga: ¿gritamos "¡Viva la Constitución!"? Por mi, vale. HArendt




El profesor Jordi Solé Tura



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domingo, 1 de diciembre de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] Más que soluciones, tratamientos



Manifestantes catalanes protestan contra la sentencia del Tribunal Supremo


El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensado en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. El Especial de esta semana está escrito por el conocido abogado José María Soroa, y dice en él que el pueblo catalán tiene derecho a la autodeterminación, pero no a la secesión. 

"Los problemas políticos no tienen solución -comienza diciendo-, entendida esta como verdad que convence, por mucho que echemos mano de la ética del discurso. Son insolubles. Como mucho, tienen algún arreglo, siempre inestable e insatisfactorio. Es decir, tienen tratamiento. Por eso, proclamar que “esa no es la solución” es una obviedad pedestre disfrazada de pensamiento, y encima sugiere que sí existe una. Facilón.

Si hay violencia hay conflicto. Y si hay conflicto hay que dialogar. A calzón quitado. No hay que aplicar la ley ni judicializar. Malo. Lógica caprichosa que se aplica cuando conviene al intelectual de turno. Y todavía quedan. Muchos. A pesar de ETA.

Pacta sunt servanda: hay que respetar lo acordado. Se clasifique esta afirmación perentoria como Derecho, como Política o como Ética, la consecuencia es la misma. Sin ese suelo no hay arreglo posible salvo el que proporcionan las vías de hecho. Y por esas vías comparece siempre Carl Schmitt. Mala compañía. Volver a hablar de Weimar. Ominoso. Pero hablamos. Por algo.

Dado que la identidad nacional es una construcción social, las sociedades y los individuos pueden sumar y mezclar identidades en su almario y ser plurinacionales. El nacionalismo lo niega y dice que solo se puede tener una. O que solo se debe, que para él es lo mismo. Confunde su propia prescripción prejuiciosa con una descripción empírica de su sociedad. Por eso es reduccionista y denigratorio, decía Amartya Sen.

Los límites del lenguaje son los límites de la reflexión. Por eso esta no avanza cuando los más se empeñan en hablar de Cataluña o España como sinécdoques de millones de personas diversas. Un razonamiento político con un exceso de metáforas en un mal discurso político salvo que solo se desee confundir, sugestionar y enardecer al respetable. Lo advirtió Locke.

La Constitución vigente arregló de forma razonable para una buena temporada la cuestión de la plurinacionalidad en España. Claro que no pudo contentar a los que nunca querrán ser contentados, pero sí abrió un amplio terreno de libre reconocimiento para la variopinta sociedad que vive en este territorio.

El nacionalismo catalán no encuentra arreglo para la plurinacionalidad de su sociedad porque no la reconoce, o no le gusta, que viene a ser lo mismo. Ese es su conflicto, que pretende transformar en conflicto de todos. Con bastante éxito, por cierto. Ahora tenemos a Vox.

Reducir el conflicto a su ámbito y su límite propios es condición para poder pensar en su arreglo. Transformarlo en un conflicto del resto de la sociedad española es la tentación en que caen una y otra vez unas derechas e izquierdas españolas a la búsqueda de argumentos para desprestigiarse mutuamente. Simplemente bobos. Autodestructivos.

El nacionalismo catalán ha intentado con porfía y durante treinta años homogeneizar culturalmente a su población para crear una pista de despegue a la independencia. Que la mitad de esa sociedad rechace la independencia todavía hoy es una prueba de la fuerza del gusto por la libertad del ser humano. O del capricho. O de la inercia resiliente de lo hispano.

El error del sistema autonómico español en su desarrollo fue el de igualar por el máximo a todos los autogobiernos, cegando la vía más fácil para dar satisfacción parcial a los nacionalismos fuertes, la de reconocerles una diferencia de grado de gobierno. En su descargo puede decirse que cedió a la pasión por la igualdad, un gusto siempre noble. Ahora tiene mal arreglo.

Ceder, ceder algo. Pero el privilegio entendido en su etimología primera (ley particular) termina por producir privilegio en su sentido más moderno (ventaja arbitraria); de ahí el peligro de adentrarse por esa vía de arreglo, la de los derechos históricos y las mutaciones constitucionales. Véase Euskal Herria.

La tentación de los bellos diseños. Pero es que construir modelos normativos de federalismo simétrico, asimétrico, o mediopensionista es muy fácil. Como de segundo de Políticas. Lo difícil es compatibilizar el federalismo con el soberanismo y con la deslealtad. La veritá effettuale della cosa, ese es el reto. Siempre lo ha sido.

El pueblo catalán tiene derecho a la autodeterminación, cómo no. Todos los pueblos lo tienen. Lo dicen los textos internacionales básicos. Pero también dicen que ese derecho no incluye el de secesión. Lo sabe ya hasta el más tonto. Hacer desde un Gobierno en ejercicio como que no es así es una noble mentira de las de Platón. Aunque no tan bien intencionada.

Que la secesión no sea un derecho no implica necesariamente que no deban explorarse sus condiciones de posibilidad en una sociedad abierta. Pero esto no sucederá nunca bajo amenaza y mientras no se generen islas de confianza, como decía Hannah Arendt que necesitaba el futuro de cualquier sociedad. Y la promesa convertida en ley es la mayor isla de confianza que la humanidad ha inventado para sobrevivir en libertad. Así que… de vuelta al Derecho". 



Bosque de laurisilva en La Gomera. Islas Canarias, España



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sábado, 10 de agosto de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Justicia constitucional en entredicho



Sala de plenos del Tribunal Constitucional


Los amables lectores que sigan este blog con asiduidad saben ya de mi escasa consideración por la justicia española en general, nuestro sistema judicial en concreto, y la mayoría de los jueces y magistrados en particular. No es nada personal... La cosa viene de antiguo, y tal y como funciona la justicia en España, ya he dicho en alguna ocasión anterior que sería mucho más eficiente, rápido y económico sustituir todos los procedimientos judiciales por un cara-o-cruz con garantías de imparcialidad por parte del lanzador de la moneda al aire. Sólo el Tribunal Constitucional (un órgano que, por cierto, nada tiene que ver con el sistema judicial), se escapaba a tan severo juicio por mi parte. Y no porque dos de sus ilustres miembros hayan sido profesores mios: Francisco Tomás y Valiente y Elisa Pérez Vera, sino por una magnífica ejecutoria de procedimientos y sentencias interpretativas de la Constitución con los que se ganó un merecido prestigio. Hasta el momento en que los políticos, o lo que más de innoble tienen los políticos, metieron a saco sus manazas en él y lo ensuciaron de arriba a abajo.

Creo que fue Winston Churchill, pero no me hagan mucho caso, el que dijo que en política uno tiene (de menor a mayor grado de confrontación): rivales, adversarios, enemigos, y compañeros de partido... La amistad en política no solo es mala consejera, es, siempre, fuente de conflictos, una vez veces íntimos, otras internos y casi siempre, públicos. Y cuando esa amistad o afinidad política interfiere en los nombramientos judiciales..., "¡la jodimos, macarrón!", que decían en mi pueblo.

El martes pasado el catedrático de Derecho Civil, Pablo Salvador Coderch, publicó en El País un artículo titulado "Amigos, jueces y escorpiones", en el que contraponía el sistema de nombramiento de los jueces del Tribunal Supremo de los Estados Unidos al de nuestro Tribunal Constitucional, conformado por miembros designados por el Congreso de los Diputados, el Senado, el Gobierno y el Consejo General del Poder Judicial, que se renuevan periódicamente. En los Estados Unidos, el presidente propone al candidato a juez del Tribunal Supremo, que debe obtener la aprobación del Senado; su mandato es vitalicio, y colegiadamente con los restantes miebros del Tribunal, se convierte en máximo intérprete de la Constitución norteamericana, la más antigua del mundo. Este Tribunal es también el primer órgano judicial en la historia que asumió la decisión de someter las leyes a la Constitución y arrogarse la interpretación de la misma en exclusiva.

¿Es mejor el sistema norteamericano de jueces vitalicios que el español? Méritos y abusos se pueden dar en ambos, pero desde luego lo que no se puede tolerar por más tiempo es que los partidos políticos jueguen con sus nombramientos como críos chicos, intercambiándose cromos con las fotos de sus candidatos, según su grado de amistad y de compromiso o afinidad política. No se lo merecen, ni ellos (los magistrados) ni nosotros. HArendt




Viñeta de Forges


"Amigos, jueces y escorpiones", por Pablo Salvador Coderch

La independencia judicial funciona mejor en Estados Unidos que en España. Allí las instituciones son más fuertes, el cargo de magistrado del Supremo es vitalicio y no hay amiguismo que valga.

El mejor de mis amigos" puede ser una máxima tolerable para la formación de un gobierno o de un tribunal. "Mi mejor amigo" jamás lo es. Uno concibe que quien manda y ejerce consecuentemente su poder designando jueces o magistrados no vaya a buscar candidatos entre los amigos de sus adversarios, pero es insufrible limitar la búsqueda a un círculo tan estrecho como el trazado únicamente por la intensidad de la amistad, sin parar mientes en ninguna otra cualidad.

Pero estas cosas ocurren: en Estados Unidos de América, la Administración Bush intentó, en 2005, nombrar a una abogada, muy amiga y leal servidora del propio presidente, Harriet Miers, como magistrada del Tribunal Supremo federal; pero el Senado, que debía confirmar el nombramiento, dejó muy claro que no lo iba a hacer y Miers se retiró.

En la actualidad, siete de los nueve miembros de aquel Tribunal fueron nombrados por presidentes republicanos, lo cual haría de esperar una línea de decisiones muy escorada del lado conservador. Pero la magia del buen diseño institucional ha impedido que la Administración Bush cuente con mayorías garantizadas en el máximo órgano judicial del país. Y es que la gente es más o menos amiga, pero sobre todo, no suele ser tonta ni indecente y como allí el cargo es vitalicio, una vez alguien medianamente dotado lo ocupa, vuela por su cuenta y puede alcanzar una cabal independencia de juicio. Así, un magistrado como David H. Souter (1939), nombrado en 1990 por Bush padre y confirmado en el Senado contra el voto de senadores de rancio liberalismo, como Ted Kennedy y John Kerry, decepcionó a sus padrinos y se convirtió en el adalid de las causas más genuinamente progresistas. La independencia existe. Otro caso similar de nuestros días es el del magistrado Anthony Kennedy (1936), nombrado en 1988 por Reagan y que suele emitir el voto decisivo (swing vote), moderado y sensato, en un Tribunal, dividido formalmente entre cuatro conservadores y cuatro liberales.

Kennedy ha sido ponente de uno de los casos de este año judicial, Boumedienne contra Bush, decidido en junio, una sentencia que ha devuelto la fe en la independencia de la Justicia, la única cualidad que me interesa resaltar hoy en un juez. Este pleito es el cuarto que ha resuelto el Tribunal sobre los "combatientes enemigos", prisioneros en la Base Naval de la Bahía de Guantánamo -territorio cubano cedido a perpetuidad a los Estados Unidos tras la Guerra con España-. La cuestión planteada ante el Tribunal era "si unos extranjeros aprehendidos y detenidos en países lejanos durante un tiempo de amenazas serias para la seguridad de la Nación, tenían derecho al privilegio constitucional del Hábeas corpus, es decir, el derecho a ser puestos a disposición de la autoridad judicial y bajo su tutela".

Kennedy respondió afirmativamente y dio el voto de la mayoría a sus cuatro colegas, quienes pensaban que, hasta los talibanes de Al Qaeda, si están retenidos en territorio sobre el cual Estados Unidos ejerce soberanía de hecho, tienen derecho a ver revisada su situación por un juez independiente. Guantánamo, escribió, no es ningún limbo jurídico, ningún territorio ajeno a toda legalidad: Cuba retiene una soberanía puramente simbólica sobre la Bahía de Guantánamo y si allí rige algún derecho, éste ha de ser el norteamericano. Pero entonces, la Constitución, que atribuye al presidente y al Congreso el poder de ocupar un territorio o el de abandonarlo, no les otorga el decidir qué parte de la Constitución misma es aplicable allí y cuál no lo es, a gusto del ocupante.

En respuesta a un caso anterior, el Congreso, en 2005, había establecido unos "Tribunales de revisión del estatus de combatiente" (Combattant Status Review Tribunals, CSRT) para los detenidos en Guantánamo, pero Kennedy sostiene que estos tribunales no tienen de tales mucho más que el nombre: no permiten al acusado elegir su propio abogado -de hecho ni siquiera tiene abogado, sino un "representante personal" nombrado por sus acusadores-; no le autorizan tampoco a presentar ni a rebatir testimonios, pues la acusación puede sustanciarse con testimonios de segunda mano -pseudotestigos que no vieron u oyeron los hechos que basan la imputación, sino que sólo oyeron decir a alguien que el acusado es enemigo-; en apelación, no se le permite revisar pruebas distintas de las presentadas en la primera instancia; no se da acceso al acusado a información clasificada. No hay, en suma, revisión judicial independiente, sino simple certificación de lo ya resuelto. Pero un juez no es ningún funcionario; ni una actuación judicial, un procedimiento administrativo sumario.

El riesgo de error es, vistos su probabilidad y el daño resultante, demasiado grande: en algunos casos, los detenidos han estado presos durante seis años sin supervisión judicial y el gobierno no ha presentado pruebas suficientes que justifiquen la exclusión del Hábeas corpus. Si el Congreso, es decir, el legislador quiere suspender, por razones de seguridad nacional, el privilegio de la puesta a disposición judicial de una clase de detenidos deberá, concluye Kennedy, debatirlo expresamente y aprobarlo así en una ley formal.

Los cuatro magistrados discrepantes pusieron el dedo en la llaga del liberalismo legalista de Kennedy: "la muy peligrosa misión asignada a nuestras tropas [en Irak y Afganistán] es combatir a los terroristas, no entregar citaciones judiciales", escribió, punzante, John Roberts, presidente del Tribunal, añadiendo: "No sé de ni un solo caso en el cual a ningún detenido en la situación de los recurrentes le haya sido suministrada información clasificada de ningún tipo".

Un poco más abajo, tronaba su disenso enojado el juez Scalia, el magistrado más sólidamente conservador y epigramático del Tribunal: "hoy, por primera vez en nuestra historia, este tribunal confiere un derecho constitucional a enemigos extranjeros, detenidos en el extranjero por nuestras fuerzas armadas durante una guerra. (...) Al menos 30 de los prisioneros de Guantánamo luego liberados han vuelto al campo de batalla y algunos de ellos han conseguido continuar con sus atrocidades contra civiles inocentes. (...) De entre los más de 400.000 prisioneros internados en suelo americano durante la Segunda Guerra Mundial, ni uno solo vio su detención validada por un juez federal. (...) Esta nación vivirá para arrepentirse de lo que el Tribunal ha hecho hoy", concluye Scalia, para cerrar con un seco "Disiento" -sin añadir el adverbio al uso, "respetuosamente"-. Deja así muy claro que, en este caso, la colegialidad histórica entre magistrados vivos y muertos se ha roto. El clima recuerda la descripción vívida del Tribunal que diera uno de sus miembros más conspicuos, Oliver Wendell Holmes, Jr. (1841-1935): "Nueve escorpiones en una botella". Lamentable.

En nuestro país, sus instituciones son mucho menos fuertes que en Estados Unidos: aquí, suele bastar con ganar las elecciones generales con cierta holgura para asegurarse, además del control del gobierno, el del Parlamento, mucha mano en el poder judicial y bastante en el Tribunal Constitucional. Sin embargo, el zarandeo de que ha sido objeto el Tribunal Constitucional español durante los últimos años, la parálisis de un organismo institucionalmente mediocre, como es el Consejo General del Poder Judicial, el abuso de la legislación simbólica y la crispación verbal de la vida política sugieren que debemos prestar casi todo el apoyo del mundo al consenso en pro de la regeneración de la independencia judicial. En esto, como en casi todo en política, hay dos posiciones extremas: los mejores de entre los conservadores piensan con razones de peso que los jueces deben ser algo así como árbitros, ciegos a los colores de los jugadores, ajenos a sus intenciones y atentos únicamente a su juego. Los mejores de entre los progresistas suelen sostener que la judicatura no es más que otra arena en la cual se dirimen los valores y cuestiones de la Justicia y que el juez es una especie de adelantado, de emprendedor legal. En medio, acaso, nos situamos la mayoría de los ciudadanos, quienes caemos en la simpleza de ansiar que los jueces apliquen la ley si es clara, decidan con humanidad y sentido común si no lo es y que, al hacerlo, se olviden de su mejor amigo. (El País, 19/08/08)




Tribunal Supremo (Washington, DC)



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Entrada núm. 5142
Publicada el 21/8/2008
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miércoles, 27 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] La Corona y la Constitución





El discurso de Felipe VI en la noche del 3 de octubre tuvo una gran importancia en la crisis catalana. Se trató de una intervención nada inoportuna y justificada por el papel que la Ley Fundamental otorga al Jefe del Estado, afirma en El País el profesor Javier García Fernández, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid.

Durante la crisis secesionista catalana,  comienza diciendo,el Rey tuvo una relevante actuación expresada en su mensaje del 3 de octubre que fue considerado como una declaración de guerra por los independentistas, los comunes y Podemos. Más sorprendente es que algún trabajo académico, tras criticar la intervención regia, lamentase que el Rey no hablara de los contusionados por las cargas policiales. No hace falta ser constitucionalista para entender la crisis política que conocería la Monarquía parlamentaria si su titular criticara implícitamente a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad dirigidas por el ministro del Interior. Las críticas independentistas y de sus aliados incitan a analizar jurídicamente el mensaje del Rey, máxime cuando es la primera vez que el nuevo Monarca tiene que afrontar una crisis constitucional.

Antes de examinar el alcance jurídico del mensaje regio conviene aludir a la problemática constitucional de los mensajes de los jefes de Estado y, más particularmente, al mensaje del rey Juan Carlos en la noche del 23-F. El tema de los mensajes de los jefes de Estado ha dado lugar a una abundante bibliografía en el siglo XX. Aunque en las repúblicas no se pone en cuestión la potestad de dirigir mensajes al Parlamento o a los ciudadanos, los mensajes regios en las monarquías parlamentarias son vistos con cierto recelo salvo en situaciones muy asentadas en la opinión pública —los mensajes navideños— o en actos protocolarios y siempre con el refrendo presunto del Gobierno. En general, los mensajes regios, por tener los reyes una legitimación tradicional y no democrática, solo parecen justificados en situaciones políticas excepcionales.

Por eso tuvo interpretaciones variadas el discurso del rey Juan Carlos en la noche del golpe de Estado de 1981. Sin entrar en el anclaje constitucional que los juristas buscaron para este discurso, conviene resaltar que, a diferencia del discurso del rey Felipe, el del anterior Rey se produjo ex post a la actuación que él mismo realizó para cortar el golpe de Estado. Por eso afirmó que había cursado a los capitanes generales la orden que leyó a continuación.

Fue un discurso de gran importancia política, pero meramente informativo porque la actuación jurídica del Monarca se había producido con anterioridad, al cursar, como titular de un órgano constitucional que no estaba secuestrado, la orden que leyó. Lo contrario que el mensaje de Felipe VI que fue emitido cuando no había vacío de poder.

¿Qué encaje constitucional tiene el mensaje de Felipe VI? En primer lugar, era un mensaje ex ante porque no informó de ninguna actuación jurídica ya producida, como hizo el anterior Rey en 1981. Constatada esta diferencia, veamos cómo encaja esa actuación en la Constitución. En primer lugar, recordemos una potestad que se ha invocado con frecuencia tras el mensaje (y que también se invocó en 1981). Se ha dicho que el mensaje regio tenía su justificación en la expresión “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones” que contiene el artículo 56.1 de la Constitución, pero hay dos razones que obligan a acercarse con reservas a esta función genérica.

En primer lugar, es una expresión originada en la teoría política de Constant que ninguna Constitución española del siglo XIX contenía y que fue “repescada” por Santamaría de Paredes para acrecentar las potestades del rey en la Restauración. Que apareciera en la Constitución de 1978 es todo un anacronismo y obliga a ver en esta función una actuación informal, por medio de la influencia (Manuel Aragón Reyes: Textos Básicos de Derecho Constitucional, II, Madrid, 2001, página 32). En segundo lugar, aun cuando consideráramos que la función arbitral y moderadora es una función con un contenido preciso que habilitaría la actuación del Monarca, el método lingüístico nos dice que con su mensaje Felipe IV no pretendía arbitrar entre dos partes ni tampoco moderar el funcionamiento regular de las instituciones, expresión esta última que empleó precisamente como atribución de los legítimos poderes del Estado, en su conjunto.

Pero el hecho de que el mensaje no tuviera cobertura en la vaporosa función arbitral y moderadora no quiere decir que no tuviera encaje constitucional. A mi modo de ver, el discurso del Rey en la crisis catalana trae causa, en primer lugar, del juramento de guardar y hacer guardar la Constitución que el artículo 61.1 de la Constitución obliga a formular al Rey al ser proclamado ante las Cortes.

Ese mandato, que ni siquiera es una función o una facultad, posee suficiente densidad jurídica para que el Rey, excepcionalmente, se dirija a la opinión pública a advertir y a dar su opinión, dos de las funciones que Bagehot atribuía a los monarcas constitucionales. En segundo lugar, el Rey intervino en condición de símbolo de la unidad del Estado, como proclama el artículo 57.1 de la Constitución.

Si desde un punto de vista teleológico el discurso regio respondía a las previsiones constitucionales hay que ver si su contenido material también respondía a parámetros constitucionales, a fortiori cuando hay constitucionalistas que creen que el Rey carece de libertad de expresión.

Primeramente, el discurso describía muy negativamente la situación en Cataluña y lo hizo con una claridad que ninguna autoridad estatal había empleado hasta entonces. En segundo lugar, el Rey instó a los poderes del Estado a asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones para acabar tranquilizando a los ciudadanos y subrayando el compromiso de la Corona con la Constitución y la democracia. No parece que en el mensaje hubiera proposiciones de contenido inconstitucional.

En 1981 no se hubiera entendido que el Rey no diera órdenes a los mandos militares y en 2017 no se hubiera entendido el silencio del Monarca que quizá se habría interpretado como complicidad con los separatistas o como expresión de desidia o temor ante el problema.

El discurso, quizá exorbitante en una situación de regularidad institucional, no parece inoportuno en una crisis constitucional de esa importancia. Teleológicamente estaba justificado y su contenido material, con el refrendo presunto del Gobierno, era lo propio de quien simboliza la unidad del Estado y tiene que guardar y hacer guardar la Constitución.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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viernes, 29 de abril de 2016

[A vuelapluma] Una nueva Justicia para la sociedad española



La Justicia vista por Forges


El presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo de Justicia, Carlos Lesmes, ha defendido este viernes durante su intervención ante la Comisión de Justicia del Congreso "que solo un nuevo modelo de organización permitirá que la Justicia sea más eficiente" y ha invitado a los grupos parlamentarios a abrir un debate que aborde las reformas estructurales pendientes. 

De auténtico cáncer de la democracia ha definido "Desde el trópico de Cáncer" desde sus primeras bocanadas a la Justicia, o para ser precisos, a la organización de justicia española. Si se permite opinar a un lego en la materia, que quizá precisamente por eso, por ser lego, ve el asunto sin excesivas anteojeras corporativas, me permito sugerir al presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo de Justicia y a los legisladores, sintetizadas, la adopción de algunas de las propuestas expresadas con anterioridad por quien esto suscribe:

1. Suprimir los juzgados de instrucción a todos los niveles. La instrucción de los procesos corresponde a los fiscales, no a los jueces. A los jueces les corresponde aplicar la ley y defender los derechos de las partes, de todas, no de una de ellas, por cualificada que esta sea.

2. Suprimir todos los tribunales colegiados, a todos los niveles y convertirlos en tribunales unipersonales. En primera instancia todos los procesos se dilucidan ante el juez ordinario unipersonal que corresponda. Esta medida se aplicaría igualmente a las Audiencias Provinciales, que desaparecerían, y a la Audiencia Nacional, que pasaría a estar conformada, como tribunal especializado, por tribunales unipersonales. 

3. Establecer en la ley las condiciones taxativas en que, en función del propio hecho o de la cuantía económica del mismo, una sentencia se puede recurrir ante la instancia judicial superior. Estas solo serían dos: el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma, y en su caso, el Tribunal Supremo de Justicia.

4. Establecer el juicio por jurado (puro, sin intervención del juez) de manera generalizada para todos los procesos penales y aquellos civiles que por su cuantía económica determine la ley.

5. El Tribunal Superior de Justicia de cada comunidad autónoma actuaría como última instancia judicial ante cuestiones de Derecho emanadas de su propio ordenamiento jurídico, sin posibilidad alguna de recurso posterior.

6. El Tribunal Supremo de Justicia solo vería los recursos de casación determinados por la ley,  de forma restrictiva, y aquellos otros que decida asumir como propios a efectos de unificación de criterios jurisprudenciales una vez agotadas todas las instancias judiciales previas. La decisión de admitir el recurso, a petición de las partes, correspondería a una sala especial del Supremo distinta de aquella que hubiera de resolverlo. 

7. Centralizar la administración de justicia y sus tribunales ordinarios en las capitales de provincia y en las aquellas ciudades que la ley determine.

8. Tanto los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas como el Tribunal Supremo de Justicia funcionarían mediante salas de tribunales colegiados de tres jueces.

9. En cualquier caso todos los procesos serían gratuitos para las partes, a salvo lo que determinen las sentencias sobre el pago de las costas cuando observen mala fe por parte de los litigantes.

Respecto a las otras cuestiones relevantes del asunto que plantea el presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo de Justicia, como las de elección, permanencia y formación de los jueces, no tengo criterio formado, así que, de momento, opto por el silencio.



Tribunal Superior de Justicia de Canarias, Las Palmas G.C.


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 13 de noviembre de 2015

[Política] ¿Qué queda del sueño de una Europa constitucional?





Tribunal de Justicia de la Unión Europea


A finales del pasado mes de octubre, el duro discurso de Viktor Orbán arrancó enfervorizados aplausos de sus socios del Partido Popular Europeo, reunidos en Madrid. El primer ministro de Hungría rompió el guion de los discursos anodinos y previsibles de los demás líderes conservadores en su intervención ante el plenario del Congreso del PP europeo. Primero, alertando que el reto de la inmigración masiva está ya "desestabilizando el futuro de la familia política" de los conservadores europeos, de varios países y de varios Gobiernos de la Unión. Luego, pidiendo una respuesta clara y firme, con plazos bien determinados, por parte de las instituciones. Acabó precisando algunas cuestiones en las que no está de acuerdo con el acervo común de sus socios políticos, incluso de las resoluciones acordadas durante el cónclave.

Pocos días después, la ONU denunciaba al Gobierno checo por trato degradante a los refugiados; Alemania se planteaba usar aviones militares para expulsar inmigrantes; y Philippe Legrain, ex asesor independiente en temas económicos para la presidencia de la Comisión Europea e investigador superior visitante en el Instituto Europeo de la Escuela de Economía de Londres escribía un artículo en El País titulado "La desintegración de Europa" en el que señalaba que el restablecimiento de fronteras internas es una señal clara de que la UE se caía a pedazos y que la salida del Reino Unido podía trastocar la dinámica de la integración; razón de sobra para arreglarlo antes de que sea demasiado tarde, añadía.

El martes de esta semana el primer ministro británico, David Cameron, hacía públicas las claves del pulso entre el Reino Unido y el resto de la Unión Europea, claves que encuentran el rechazo de la Comisión y de varios de los Estados miembros.

Y un día antes, en un ejercicio de demagogia pseudo-democrática llevada al límite del absurdo, el parlamento de la Comunidad Autónoma de Cataluña, declaraba solemnemente, en un brindis al sol tan característico de esa rancia españolidad que ellos desprecian a boca llena, la independencia de Cataluña de España.

Pero ante tanta desidia, incompetencia y falta de liderazgo en España y Europa, ¿qué cabe hacer? Centrémonos en Europa; supongo que respuestas las hay a decenas (al menos veintiocho), una por cada partido europeo y por cada gobierno estatal. Pero a lo que se ve, todas resultan insuficientes e inaplicables. ¿Y tenemos que conformarnos los ciudadanos, insisto, ante tanta desidia e incompetencia por parte de los líderes de los gobiernos europeos ? 

A mí me ha parecido de enorme interés el artículo publicado recientemente en Revista de Libros por Francisco Rubio Llorente, que fue presidente del Consejo de Estado, vicepresidente del Tribunal Constitucional y director del Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, con el título de "Constitucionalismo contemporáneo y Constitución Europea", reelaboración en lo esencial de lo escrito por el autor en el Libro-Homenaje al magistrado del Tribunal Constitucional, Luis Ortega, recientemente fallecido.

Dice Rubio Llorente al inicio de su artículo: "Para la mayor parte de los ciudadanos europeos de nuestro tiempo, las finalidades que dan sentido al proceso de integración tienen una naturaleza fundamentalmente económica y es la ciencia económica, no la jurídica, la que ha de guiarlo. Como es bien sabido, no siempre fue así, ni debiera ahora ser así. En los comienzos de este proceso, la economía era instrumento al servicio de una finalidad más alta: evitar nuevas guerras, asegurar la paz en Europa mediante una reestructuración jurídico-política del continente, una «apertura» constitucional de los Estados europeos que diese lugar a un nuevo sistema de relación entre ellos. Por eso ha podido decirse que ese proceso no comenzó en los Tratados de Roma o París, sino mucho antes, en las Constituciones promulgadas tras el final de la guerra en todos los Estados fundadores. Pronto, ya en la década de los sesenta del pasado siglo, esa finalidad última pasó, sin embargo, a segundo plano y la economía dejó de ser instrumento para convertirse en objetivo real del proceso de integración. Las exigencias económicas o, más precisamente, la racionalidad propia de la economía de mercado, habían de primar, en consecuencia, sobre cualesquiera otras. El Derecho seguía siendo imprescindible, pero sólo como forma, como «lengua del poder», y las categorías jurídicas que obstaculizaran o entorpecieran la integración económica habrían de ser abandonadas o reformuladas para acomodarse a ella. Una tarea que sólo los jueces pueden llevar a cabo.

La audaz «constitucionalización» jurisdiccional de los Tratados, continúa diciendo, a partir de sentencias de la del caso Costa versus ENEL, hizo posible el avance de la integración económica, el paso del mercado común al mercado único y de las Comunidades a la Unión, pero a costa de eliminar algunos componentes sustanciales del concepto de Constitución. Los Tratados son «Constitución» porque sus normas son de aplicación directa y prevalecen sobre las estatales, sea cual fuere su rango, no porque emanen del poder constituyente de una inexistente soberanía nacional o porque su validez se apoye en la pretensión de positivizar un Derecho más alto, un "higher law". Esta Constitución «funcional» sólo tiene una legitimidad democrática derivada de la de los Estados, «señores de los Tratados», y son también las Constituciones nacionales las que garantizan los derechos en el seno de las respectivas sociedades. En esa función, la «Constitución» europea puede complementarlas, pero sólo en su propio ámbito de actividad, en el ejercicio de sus competencias, que no son universales, como las de los Estados, sino competencias de atribución al servicio de finalidades específicas. Unas puramente políticas, pero poco apremiantes, como las de asegurar la paz en una Europa que vive bajo la protección militar de los Estados Unidos, o formuladas en términos vagos y remitidas a un futuro más o menos lejano, como la de realizar una unión «cada vez más estrecha», pero de cuyo contenido concreto sólo se conocen con precisión los límites que en ningún caso ha de traspasar, pues «la Unión no es una Federación». Otra, no desprovista de consecuencias políticas, pero de naturaleza económica, que es el objeto directo de los Tratados y requiere la acción inmediata y cotidiana de las instituciones europeas y de los Estados miembros, es la integración de estos en un mercado único con plena libertad de circulación de bienes, capitales, servicios y personas". 

Los especialistas en Derecho Constitucional siempre han dicho que lo más característico del proceso de construcción de la democracia norteamericana ha sido el decisivo papel del Tribunal Supremo en la interpretación de la Constitución. Con todas las limitaciones del caso, que acertadamente señala Rubio Llorente, quizá sea el Tribunal de Justicia de la Unión la última instancia que nos quede a los ciudadanos europeos para conservar la esperanza en una Europa unida y en paz. De lo que realicen nuestros políticos no creo que debamos esperar gran cosa, si acaso, como decía Karl Popper en "La sociedad abierta y sus enemigos", que los destrozos que hagan sean los menores posibles.

Espero que se animen a continuar la lectura de los artículos citados en los enlaces de más arriba. 


Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt


Parlamento de la Unión Europea



Entrada núm. 2505
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