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miércoles, 12 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Atizar al Rey y hacerse la selfie





"¿Insomnio? ¿Neuralgias? ¿Inapetencia? ¿Peleas con los cuñados? El independentismo catalán tiene el alivio infalible, idóneo para impresionar a las visitas y muy económico: pegarle un viaje a la monarquía constitucional -comenta el periodista Joaquín Luna, y me salva de nuevo el A vuelapluma de hoy miércoles-. No hay mejor pintura de brocha gorda en la política catalana que atizar a Felipe VI y lo que encarna. ¿ERC y JxC andan a la greña? ¿Que Puigdemont lanzó ayer dardos a Junqueras durante su mitin en la narcisista comisión del 155? ¿Engañamos a la parroquia en el 2017? Cerebrino Mandri: el Rey no nos representa, es franquista –¡si Juan Carlos I desmanteló el régimen!–, cuesta pasta y no nos ayuda a cargarnos España.

A medida que pasa el tiempo, cada ataque o desplante facilón a la monarquía constitucional es otra prueba del fiasco del procés y de la dificultad de sus protagonistas para asumir el desaguisado.

Tanto reclamar diálogo y cuando se les ofrece –ese fue el espíritu del mensaje de Felipe VI en el Parlamento–, aparece el niño malcriado...

Si el independentismo aspira a irse de España, ¿qué les importa la monarquía constitucional, refrendada en las urnas durante el proceso constituyente? Yo, al menos, no detecto que sea una prioridad en el conjunto de España; actitud sensata, porque bastantes problemas tiene la gente como para crear debates artificiales. Si acabaríamos eligiendo a Bertín Osborne... ¡Ay, esa manía de creerse la conciencia de la democracia!

Con estos mismos argumentos contra la monarquía constitucional, el independentismo haría el ridículo en el Reino Unido, Japón o Suecia, aunque acaso cosechase alguna adhesión de los defensores de las repúblicas de Argelia, Corea del Norte o Uzbekistán, estados ejemplares por el hecho de ser firmes detractores del sistema monárquico.

Ya antes del famoso discurso del 3 de octubre –escuchado hoy, sin la emotividad de aquellos días, cambia, y mucho–, el independentismo llevaba años de campaña contra el Monarca y lo que representa –Juegos Olímpicos de Barcelona incluidos–, culminada en la infame encerrona de la manifestación de duelo por los atentados de Barcelona y Cambrils. Imputar el fanatismo de unos catalanes musulmanes al comercio legal con Arabia Saudí fue el acto de demagogia más triste vivido por Europa en horas de luto por el yihadismo. Ya lo saben. ¿Que no hay república? Siempre nos queda atizar a Felipe VI y hacernos una selfie".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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lunes, 22 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] La forja de un rey (en seis minutos)






362 segundos fue el tiempo que duró el discurso de Felipe VI el 3 de octubre, su particular 23-F. Moncloa pensó que se precipitaba, pero lo cierto es que su alegato fiero de seis minutos marca ya su reinado, comentaba hace unos días en El Mundo la periodista y escritora Ana Romero, especialista en los asuntos de la Casa Real. Un relato completo de cómo ha marcado ya su camino el discurso 'catalán', el papel jugado por el 'sanedrín' de Zarzuela, y 'la burbuja' de Madrid de la que el rey se siente muy distante

Ese martes, comienza diciendo Ana Romero, el rey se levantó temprano y desayunó con su mujer y sus hijas en el complejo de La Zarzuela, como siempre que está en Madrid durante la semana. La historia, al final, es una mezcla de rutina doméstica y de hechos extraordinarios. El 3 de octubre de 2017 no fue distinto de otros días. Las niñas se marcharon al colegio y el calor siguió apretando en el monte de El Pardo, pero la decisión que tomó Felipe VI esa mañana determinará su reinado para bien o para mal.

«Yo he jurado bandera dos veces», llegó a afirmar el rey en la recepción del 12 de octubre en el Palacio Real para justificar el discurso fiero de seis minutos que pronunció dos días después del referéndum ilegal en Cataluña, cuando España se asomó al abismo de la desintegración. Se refería a su primera jura en la Academia Militar de Zaragoza en 1985 y a la llamada rejura en la Academia General del Aire de San Javier (Murcia) en 2014. A esta segunda vez, apenas seis semanas antes de convertirse en rey, acudieron la reina Letizia y sus hijas, la princesa Leonor y la infanta Sofía. Así, convencido profundamente de su obligación como jefe del Estado y como capitán general de los tres ejércitos de España, repasó el discurso escrito por última vez con el círculo más íntimo de su sanedrín, tres hombres venidos de distintos rincones del país y que llevan media vida en palacio.

Jaime Alfonsín Alfonso, el abogado del Estado gallego de 62 años que suma 22 al servicio de Felipe VI, el jefe de la Casa, su mano derecha y su más directo asesor. Un hombre introvertido y discreto, muy a tono con el hermetismo que el nuevo rey ha impuesto en torno a su vida personal y profesional. Domingo Martínez Palomo, de 63 años, andaluz criado en Murcia, el teniente general de la Guardia Civil que entró en Zarzuela de escolta del príncipe niño hace 36 años. Además de secretario general y número dos de la Casa, es la memoria histórica de la monarquía reciente, el hombre que todo lo sabe en palacio y todo lo intuye. Meticuloso hasta la extenuación, Palomo es un servidor leal cuya única ambición es no defraudar nunca al rey. Alfonsín y Palomo, como son conocidos en la Casa, aparecen sentados en la foto detrás del rey durante el desfile militar el pasado 12 de octubre. En esa ocasión, Palomo no vistió uniforme militar, como hace a veces en su afán por pasar lo más desapercibido posible. Nada querrían más estos dos hombres, posiblemente dos de los que más poder atesoran en este país, que ser invisibles para dejar que todo el foco brille sobre el rey, al que han entregado su vida.

El tercero es el periodista catalán Jordi Gutiérrez Roldán, 58 años, que trabajó en TV3 antes de entrar en Zarzuela hace 24 años en el gabinete de Comunicación que ahora dirige. Todos contribuyen con sus ideas al discurso, de la misma manera que lo hicieron al de proclamación el 19 de junio de 2014. En Zarzuela se escribe a varias manos, esta vez también. No hay nadie que haga de Rudyard Kipling, el redactor del primer mensaje navideño de la historia para el rey Jorge V de Inglaterra en 1932. Todo, también las palabras elegidas y el orden de inclusión, es fruto del trabajo de equipo. Pero el rey es el alma de este discurso de apenas dos folios, más breve de lo normal. Alfonsín fue el encargado de enviárselo a la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, su interlocutora habitual, abogada del Estado como él. Con ella como enlace del Gobierno está Alfonsín en continuo contacto desde mediados de agosto, cuando se produjo el atentado yihadista en Barcelona. Hubo varios borradores.A última hora de la mañana, el documento está listo para el visto bueno final, el que le da el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, sentado ya frente al rey en el despacho oficial en el palacio de La Zarzuela propiamente dicho, a un kilómetro escaso del edificio donde vive Felipe VI con su familia, el llamado Pabellón del Príncipe. Al igual que Soraya, Rajoy no cambia absolutamente nada. Pasadas las seis de la tarde trabajan en ese mismo despacho las cámaras de Televisión Española de la mano del equipo de institucionales, los mismos que tres años antes fueron conducidos en secreto a grabar el discurso de abdicación de Juan Carlos I. Se graba rápido, el rey tiene interiorizado el discurso desde hace días. Ha pasado la tarde repasándolo y trabajándolo antes de que llegaran los técnicos. Hay partes que se sabe casi de memoria.Finalmente, a las nueve de la noche de ese martes 3 de octubre de 2017, Felipe VI se asoma a la pantalla, como llevan haciendo los reyes más de medio siglo para felicitar la Navidad o hacer una declaración excepcional. La de Felipe VI fue la primera de su reinado, y muy mal tendría que irle a España para que tuviera que volver a intervenir de esa manera un par de veces en su vida. Con el discurso del 3 de octubre puso fin a un mes de cavilaciones. La línea roja la marcaron las leyes de desconexión del Parlamento catalán, pero Zarzuela estaba en modo 24 horas desde el atentado yihadista en Barcelona el 17 de agosto. La manifestación contra el terrorismo el 26 de agosto, con su abucheo organizado contra el rey, les dio la medida de lo que se avecinaba.

Todo el mes de septiembre lo pasó el rey consultando con su sanedrín, que en su totalidad incluye además de los tres mencionados al general José Manuel Zuleta, duque de Abrantes con avenida propia en su Jerez de la Frontera natal y secretario de la reina Letizia, y al diplomático Alfredo Martínez, asturiano como la reina, jefe de protocolo de la Casa. Desde agosto Felipe VI habla a diario con el presidente Rajoy, a veces hasta dos veces. Sabe a lo largo de todo el mes que va a hacer esta intervención y así se lo comunica a algunas personas de fuera de Zarzuela que re reunieron con él a petición suya. Pero no sabe cuándo será el día exacto.Las imágenes del domingo 1-O en Cataluña -unos españoles, civiles, intentando votar ilegalmente para separarse de España y otros españoles, policías, intentando evitarlo- le helaron el corazón. Como jefe del Estado, «símbolo de su unidad y de su permanencia» según la definición que de él hace la Constitución, y como capitán general de los tres ejércitos, supo que había llegado el momento de intervenir. Era lo único que podía hacer: defender el país tal como lo conocemos ahora y todo lo que él mismo y su apellido representan en España desde 1700. Todo eso peligraba seriamente esa primera semana de octubre.«Moncloa pensó que se precipitaba, pero él insistió en hacerlo. El discurso se escribió en Zarzuela y se mostró a Moncloa, que dio luz verde», explican fuentes solventes. El rey guardó las formas institucionales durante 48 horas: dejó que hablara primero el presidente del Gobierno el domingo por la noche, cuando Rajoy negó la existencia del referéndum que todos pudimos ver en directo en las televisiones, y al día siguiente esperó a que el líder del Ejecutivo consultara con sus oponentes políticos, Pedro Sánchez y Albert Rivera.

Aunque el discurso ya estaba listo, el rey pagó un precio por esa espera de 48 horas transcurridas entre el referéndum y el discurso: las redes lo ridiculizaron por su inacción, y con el apodo del Escondido se convirtió en trending topic en Twitter. Sus clientes naturales, la derecha y los pocos monárquicos que hay en España, estaban exasperados. Por WhatsApp mandaron imágenes poco apreciativas. ¿Para qué un rey? ¿Este era el Preparado? Desprecios del tipo «ya lo decía yo» tan típico del Madrid pequeño formado por periodistas, políticos, funcionarios, asesores y correveidiles. Lo que en Zarzuela se denomina «la burbuja» y de la que el rey se siente tan distante. Una Almendra Central que abarca todo lo que ocurre dentro de la M-30, el cinturón que separa a la capital del reino, la de los coches oficiales y los restaurantes caros, de la España normal. Un territorio físico y mental parecido al cinturón que existe en Washington DC, el famoso beltway del que se nutrió el populismo de Trump.

En las horas previas al 3-O, ardía la Almendra Central con indignación. Felipe VI es un hombre prematuramente envejecido con barba cana y patas de gallo. Algunos dicen que su aspecto se debe al enorme esfuerzo que realiza por no levantar la voz, por tragarse sapos con deportividad, por ganarse a pulso el sobrenombre del Paciente, como su abuelo materno, Pablo. En esta corte hermética que es la nueva Zarzuela, Felipe VI muestra además el perfil de un hombre frío que evita las decisiones en caliente. También se achaca a su mujer, la reina Letizia, la capacidad de tomar nota y no olvidar. Cuenta diez antes de estallar, dicen, pero cuando toca lo hace. Como el martes 3 de octubre, cuando en seis minutos acabó con la caricatura de el Quieto, el Ausente, el Falto de Carácter, el Hombre en Manos de su Mujer. Se hizo con otra, la del Rey de Bastos que le han colocado la izquierda más radical, los independentistas catalanes y los nacionalistas vascos. Pero esa es otra historia cuyo final aún no está escrito.

Dos discursos marcan los últimos años de la monarquía española: el de la abdicación de Juan Carlos I el lunes 2 de junio de 2014 y el catalán de Felipe VI el martes 3 de octubre de 2017. Los dos causaron sorpresa. Nadie esperaba que el padre fuera a abdicar. Tampoco que el hijo mostrara tan pronto el hierro del que está hecho. «Es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden constitucional... y el normal funcionamiento de las instituciones, la vigencia del Estado de derecho y el autogobierno de Cataluña, basado en la Constitución y en su Estatuto de Autonomía», dijo Felipe VI, vestido de oscuro, a juego con el ambiente sombrío de su despacho. Nada de ramas de olivo o de palabras en catalán, un idioma que domina, como hará también su hija Leonor, la heredera.«No se habla con quien se ha saltado un semáforo. Primero se le multa, y luego se pregunta por qué lo ha hecho», explican en su entorno. «No se renuncia de golpe a un tercio de la población», afirman lejos de su entorno en referencia a esos independentistas catalanes, nacionalistas vascos, izquierdistas y escépticos, los del Rey de Bastos, que a partir de ese momento se sintieron un poco más lejos de esa Corona que Felipe VI lucha por institucionalizar. A falta de encuestas fiables, se estima que en Cataluña el 80% de la población sintió rechazo a sus palabras. Eso incluye a unionistas o constitucionalistas. El resto de España lo aplaudió en proporción similar, a la inversa. «En Madrid se lee mal Cataluña», afirma un empresario catalán cuya compañía ha abandonado el territorio por miedo a la independencia y que lo último que querría es ver una Cataluña independiente. Pero esa misma persona sabe que tiene que convivir con la mitad de la población que no piensa como él: «Desde Madrid se ve todo muy fácil. Desde Barcelona es distinto».Felipe VI no ha variado su posición. El discurso de Navidad incluye un cambio en el tono pero no en el fondo. El Estado español que representa el rey sufrió un disgusto el 21 de diciembre porque los independentistas volvieron a revalidar la mayoría absoluta. El problema político y constitucional es de largo recorrido, pero Felipe VI ya fijó su posición el 3 de octubre: las autoridades catalanas no podrán volver a repetir esa «deslealtad inadmisible».

Fuera de Cataluña, el discurso ha hecho subir enteros la figura del rey. Los más entusiastas lo comparan con el que pronunció el 3 de septiembre de 1939 del rey Jorge VI, padre de la actual reina de Inglaterra, al declarar la guerra a Alemania. Es conocido por la frase «Con la ayuda de Dios prevaleceremos», pero sobre todo por la película El discurso del Rey (2010) sobre el monarca tartamudo, hermano del abdicado duque de Windsor. España no está en guerra con Cataluña, que sigue sin ser una nación extranjera, y el único parecido entre Jorge VI y Felipe VI es el esfuerzo que pone el monarca español en la buena dicción. A base de trabajo, ha conseguido evitar los molestos quiebros de voz.Dentro de dos semanas cumplirá 50 años, esa edad que supuestamente corona la madurez personal y profesional. Felipe VI, el primer rey verdaderamente constitucional de la historia de España, es un hombre discreto, desconfiado y frío que separa con mano de hierro su vida profesional de la personal. Ha aprendido la lección: cometerá otros, pero no los errores que aprendió de su padre. Ese martes, como todos los días entre semana que está Madrid, acabó como empezó: en casa, con su familia.





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miércoles, 27 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] La Corona y la Constitución





El discurso de Felipe VI en la noche del 3 de octubre tuvo una gran importancia en la crisis catalana. Se trató de una intervención nada inoportuna y justificada por el papel que la Ley Fundamental otorga al Jefe del Estado, afirma en El País el profesor Javier García Fernández, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid.

Durante la crisis secesionista catalana,  comienza diciendo,el Rey tuvo una relevante actuación expresada en su mensaje del 3 de octubre que fue considerado como una declaración de guerra por los independentistas, los comunes y Podemos. Más sorprendente es que algún trabajo académico, tras criticar la intervención regia, lamentase que el Rey no hablara de los contusionados por las cargas policiales. No hace falta ser constitucionalista para entender la crisis política que conocería la Monarquía parlamentaria si su titular criticara implícitamente a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad dirigidas por el ministro del Interior. Las críticas independentistas y de sus aliados incitan a analizar jurídicamente el mensaje del Rey, máxime cuando es la primera vez que el nuevo Monarca tiene que afrontar una crisis constitucional.

Antes de examinar el alcance jurídico del mensaje regio conviene aludir a la problemática constitucional de los mensajes de los jefes de Estado y, más particularmente, al mensaje del rey Juan Carlos en la noche del 23-F. El tema de los mensajes de los jefes de Estado ha dado lugar a una abundante bibliografía en el siglo XX. Aunque en las repúblicas no se pone en cuestión la potestad de dirigir mensajes al Parlamento o a los ciudadanos, los mensajes regios en las monarquías parlamentarias son vistos con cierto recelo salvo en situaciones muy asentadas en la opinión pública —los mensajes navideños— o en actos protocolarios y siempre con el refrendo presunto del Gobierno. En general, los mensajes regios, por tener los reyes una legitimación tradicional y no democrática, solo parecen justificados en situaciones políticas excepcionales.

Por eso tuvo interpretaciones variadas el discurso del rey Juan Carlos en la noche del golpe de Estado de 1981. Sin entrar en el anclaje constitucional que los juristas buscaron para este discurso, conviene resaltar que, a diferencia del discurso del rey Felipe, el del anterior Rey se produjo ex post a la actuación que él mismo realizó para cortar el golpe de Estado. Por eso afirmó que había cursado a los capitanes generales la orden que leyó a continuación.

Fue un discurso de gran importancia política, pero meramente informativo porque la actuación jurídica del Monarca se había producido con anterioridad, al cursar, como titular de un órgano constitucional que no estaba secuestrado, la orden que leyó. Lo contrario que el mensaje de Felipe VI que fue emitido cuando no había vacío de poder.

¿Qué encaje constitucional tiene el mensaje de Felipe VI? En primer lugar, era un mensaje ex ante porque no informó de ninguna actuación jurídica ya producida, como hizo el anterior Rey en 1981. Constatada esta diferencia, veamos cómo encaja esa actuación en la Constitución. En primer lugar, recordemos una potestad que se ha invocado con frecuencia tras el mensaje (y que también se invocó en 1981). Se ha dicho que el mensaje regio tenía su justificación en la expresión “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones” que contiene el artículo 56.1 de la Constitución, pero hay dos razones que obligan a acercarse con reservas a esta función genérica.

En primer lugar, es una expresión originada en la teoría política de Constant que ninguna Constitución española del siglo XIX contenía y que fue “repescada” por Santamaría de Paredes para acrecentar las potestades del rey en la Restauración. Que apareciera en la Constitución de 1978 es todo un anacronismo y obliga a ver en esta función una actuación informal, por medio de la influencia (Manuel Aragón Reyes: Textos Básicos de Derecho Constitucional, II, Madrid, 2001, página 32). En segundo lugar, aun cuando consideráramos que la función arbitral y moderadora es una función con un contenido preciso que habilitaría la actuación del Monarca, el método lingüístico nos dice que con su mensaje Felipe IV no pretendía arbitrar entre dos partes ni tampoco moderar el funcionamiento regular de las instituciones, expresión esta última que empleó precisamente como atribución de los legítimos poderes del Estado, en su conjunto.

Pero el hecho de que el mensaje no tuviera cobertura en la vaporosa función arbitral y moderadora no quiere decir que no tuviera encaje constitucional. A mi modo de ver, el discurso del Rey en la crisis catalana trae causa, en primer lugar, del juramento de guardar y hacer guardar la Constitución que el artículo 61.1 de la Constitución obliga a formular al Rey al ser proclamado ante las Cortes.

Ese mandato, que ni siquiera es una función o una facultad, posee suficiente densidad jurídica para que el Rey, excepcionalmente, se dirija a la opinión pública a advertir y a dar su opinión, dos de las funciones que Bagehot atribuía a los monarcas constitucionales. En segundo lugar, el Rey intervino en condición de símbolo de la unidad del Estado, como proclama el artículo 57.1 de la Constitución.

Si desde un punto de vista teleológico el discurso regio respondía a las previsiones constitucionales hay que ver si su contenido material también respondía a parámetros constitucionales, a fortiori cuando hay constitucionalistas que creen que el Rey carece de libertad de expresión.

Primeramente, el discurso describía muy negativamente la situación en Cataluña y lo hizo con una claridad que ninguna autoridad estatal había empleado hasta entonces. En segundo lugar, el Rey instó a los poderes del Estado a asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones para acabar tranquilizando a los ciudadanos y subrayando el compromiso de la Corona con la Constitución y la democracia. No parece que en el mensaje hubiera proposiciones de contenido inconstitucional.

En 1981 no se hubiera entendido que el Rey no diera órdenes a los mandos militares y en 2017 no se hubiera entendido el silencio del Monarca que quizá se habría interpretado como complicidad con los separatistas o como expresión de desidia o temor ante el problema.

El discurso, quizá exorbitante en una situación de regularidad institucional, no parece inoportuno en una crisis constitucional de esa importancia. Teleológicamente estaba justificado y su contenido material, con el refrendo presunto del Gobierno, era lo propio de quien simboliza la unidad del Estado y tiene que guardar y hacer guardar la Constitución.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



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jueves, 26 de octubre de 2017

[A vuelapluma] La legitimidad del Rey





En varias ocasiones hemos oído al portavoz de Unidos Podemos realzar su propio respaldo entre los ciudadanos expresado en las urnas para, a renglón seguido, descalificar a Don Felipe VI por «no haber sido elegido», comenta Francisco Sosa Wagner, jurista, catedrático de universidad, escritor y exdiputado del Parlamento Europeo. 

Aunque la afirmación procede de un político que a veces se manifiesta de forma tan vehemente como infundada, sigue diciendo, conviene meditar sobre el alcance de su afirmación y el apoyo que le sirve de peana, que, para no perdernos, se puede formular con gran simplicidad: el único origen del poder en un sistema democrático es el voto cuyo titular es el ciudadano. Es así que el rey en una monarquía hereditaria no ha sido elegido por nadie, luego nadie puede tomarse en serio su autoridad ni su pretendida superioridad institucional. Me propongo demostrar la falsedad de tal afirmación, al menos cuando se la presenta de esta forma superficial y ayuna de matices. Cierto es que en una democracia el apoyo electoral es el ingrediente básico que determina la atribución del poder. 

Cuando se empieza a desplomar la idea de que la legitimidad del monarca procede de Dios, y al evocar esta conquista preciso es musitar una oración de agradecimiento a los pensadores del Renacimiento, de Maquiavelo para acá, se van abriendo paso otras concepciones que llevan a la construcción del Estado, que será absoluto en el pensamiento de Hobbes y que empieza perezosamente a vislumbrarse como democrático en Locke, en Montesquieu o en Rousseau. En todos ellos tropezamos con el gran invento del contrato o pacto social que supone la libre decisión de un pueblo para atribuir el poder a un hombre o a una asamblea conjurando por esta vía peligros y evitando que los individuos se entreguen a asestarse dentelladas a diario con sus vecinos. Las revoluciones americana y francesa pondrán las bases de todo lo demás y ello es bien conocido: la separación de poderes más los derechos y libertades de los individuos. Por su parte, la democracia, es decir, la atribución del poder al pueblo por medio de elecciones, se irá adentrando poco a poco en la modernidad: desde el voto censitario hasta el sufragio universal masculino, luego femenino, etc. Y en ello estamos. 

Del «Estado soy yo» que pregonaba Luis XIV a finales del siglo XVII hasta la finura de la «volonté générale» rousseauniana -ya entrado el XVIII- y su comprensión como la verdadera voluntad, justa y razonable del pueblo hay todo un mundo en la comprensión de nuestra convivencia según pautas que, pese a su antigüedad, aún siguen lozanas. Porque sobre ellas se edifican los cargos representativos de los Estados modernos: los parlamentos, los presidentes de República o los Gobiernos que se forman tras los procesos electorales. Y lo mismo procede decir respecto de las corporaciones locales, los Estados federados o las regiones, etc., allí donde existan. Todos ellos traen causa, como le gusta al portavoz del grupo Unidos Podemos, del voto emitido libremente en las urnas por los ciudadanos: a más votos, mayor posibilidad de participar en las decisiones; a menos, mayor soledad y más mustia lejanía de los centros del poder. 

Pero para que «los muchos no puedan mucho» como quería el rey romano Servio Tulio, para que «le pouvoir arrête le pouvoir» según prefería Montesquieu o para conjurar la tiranía del pueblo que describía Adams desde América, las constituciones se han inventado ingeniosos instrumentos. Y así vemos cómo ese mismo Estado que cultiva -devoto- el voto alberga en su seno nada menos que un poder, el judicial, que no gira en torno a la urna pues quienes lo administran han sido seleccionados en virtud de sus conocimientos. En ningún caso elegidos y, cuando lo son a través de una elección indirecta, caso de los magistrados del Tribunal Constitucional, la ley se ocupa de limitar con exactitud quienes pueden participar en la selección: catedráticos, funcionarios de los altos cuerpos del Estado, etc. Es decir, tan solo profesionales muy cualificados. Por donde se nos cuela otra fuente de legitimidad en las sociedades democráticas a colocar junto al voto popular: a saber, la competencia profesional o técnica. Es verdad que las constituciones emplean expresiones como «la justicia emana del pueblo» (art. 117 de la española) o «todos los poderes del Estado proceden del pueblo» (art. 20. 1 de la alemana) pero ello no significa sino que existe una cadena que liga, aunque sea de forma remota, el nombramiento de todo servidor del Estado democrático con el pueblo. Pero una elección popular de los jueces no existe en el continente europeo. En España, por lo demás, la justicia «se administra en nombre del Rey» (artículo 117. 1 de la Constitución) igual por cierto que decía la Constitución de 1812 (art. 257) o la de 1869 (art. 91) por citar dos muy diferentes y la de la II República de 1931 prescribía que esa función se haría «en nombre del Estado» (art. 94). 

Avancemos en el razonamiento para consignar que en el mundo moderno, junto a las organizaciones tradicionales del Estado, han surgido decenas de entes, institutos, agencias que se ocupan de dirigir, administrar o vigilar concretos sectores de la acción pública: las telecomunicaciones, los mercados, la radiotelevisión, la seguridad nuclear, la protección de datos... Se las llama precisamente «Administraciones independientes» porque en ellas se desea que esa cadena con el pueblo propiamente dicho y sus representantes sea lo más débil posible. ¿Por qué? para asegurar el ejercicio, libre de influjos políticos, de sus cometidos y funciones. Un objetivo que solo se puede asegurar si las apartamos de la influencia de gobiernos, ministros, diputados, etc. y confiamos los nombramientos de sus directivos y la selección de su personal a procedimientos técnicos para que puedan actuar con la mayor neutralidad posible. El caso de los bancos centrales -como el del Banco central europeo- y su obligado alejamiento de las decisiones políticas es el paradigma de lo que vengo sosteniendo. 

Por tanto ya tenemos conviviendo a dos legitimidades: la del voto, básica en una sociedad democrática, y la de la competencia profesional. No olvidemos que ya Hobbes dejó consignado que «nadie es buen consejero sino en los negocios donde está muy versado... lo que no se obtiene más que con estudio». Vayamos con la última legitimidad, la que afecta a una institución singular en algunos países como es la del rey hereditario, caso de los Borbones en España. Provoca mucho enfado en aquellos compatriotas -como el portavoz de Unidos Podemos- que no admiten que alguien pueda ostentar un poder cuya razón de ser es preciso buscar entre los renglones de un relato antiguo, cubierto incluso por telarañas, encorvados sus protagonistas bajo el peso de batallas e intrigas. Personas que desconocen, como diría un legitimista del siglo XIX, la magia y el brillo de la diadema real. Pero no hay, en puridad, ningún arcano si admitimos que la historia es un paisaje en el que predominan las anfractuosidades, un río pleno de meandros y que, como nos enseñaron los clásicos, apenas hay una monarquía o una república cuyos orígenes puedan justificarse en conciencia. En la Unión Europea hay siete monarquías, alguna nacida de la propia voluntad de los revolucionarios que alumbraron el país, caso de Bélgica; otras cuyas testas coronadas se surtieron del exceso de oferta existente en los principados alemanes, casos de la monarquía inglesa o incluso danesa ... Curioso es un país como Suecia, ¿alguien le negaría su condición democrática? Pues el jefe del Estado, el rey actual Carlos XVI Gustavo, es el descendiente de un mariscal del Ejército de Napoleón que se llamaba Bernadotte, algo así como si entre nosotros hubiera arraigado la monarquía de José I. 

Alejémonos pues de los tópicos y preguntemos con sencillez ¿no es bueno que al menos un cargo -de la máxima dignidad- esté sustraído a la contienda electoral? ¿no enseña la experiencia que entre las personas a las que votamos se nos cuela algún que otro botarate? ¿por qué hemos de renunciar a que nos represente el descendiente de una familia llena de blasones (y de miserias como todas las familias), un joven que ha recibido una educación esmerada, habla idiomas y maneja con soltura los cubiertos del pescado? Y por último ¿ganaríamos algo sustituyendo a Don Felipe por algún personaje de nuestro tablado político? ¿no se ha acreditado este Monarca como sólido defensor de una España democrática y constitucional en sus intervenciones recientes sobre la crisis catalana? De donde resulta que, en esta realidad irisada, veo conviviendo tres legitimidades como tres son las personas que conviven en el misterio de la Santísima Trinidad. Pues, ¿no es al cabo un misterio la democracia misma? 



Dibujo de LPO para El Mundo


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lunes, 16 de octubre de 2017

[A vuelapluma] El discurso del rey Felipe





Rafael Narbona, profesor de filosofía, escritor y crítico literario, publicaba el 6 de octubre en su blog "Viaje a Siracusa" un durísimo alegato en defensa del discurso del rey Felipe VI del día anterior, y en contra del gobierno de la comunidad autónoma de Cataluña y de Podemos y sus compañeros de viaje hacia la nada de IU, a los que acusaba de sectarios. También se llevaba su crítica el PSOE por el anuncio de reprobar a la vicepresidenta del gobierno por la actuación de las fuerzas de orden público en Cataluña el pasado 1 de octubre. Con muy buen criterio, a mi juicio, el PSOE ha rectificado su postura y se ha posicionado, como no podía ser menos, del lado de la defensa de la Constitución, de la legalidad, de la democracia y del gobierno de la nación, que por muchas críticas que se merezca, y a mi juicio, se las merece, en este momento debe contar con el apoyo de todos los españoles de bien, que son muchos más de los que los independentistas catalanes, las mareas y meandros de la izquierda radical de Podemos & Cía, y los nacionalismos ombliguistas de todo pelaje y condición se creen.

El discurso de Felipe VI, comienza diciendo el profesor Narbona, no ha defraudado a quienes aún creen en España como nación y en la democracia como sistema de gobierno. El rey se ha limitado a constatar lo evidente: la «deslealtad inadmisible» de la Generalitat, la flagrante violación de la legalidad vigente, el ataque contra la armonía y la convivencia, la apropiación ilegítima de las instituciones. Los independentistas, con un absoluto desprecio por el resto de la sociedad española, han ejecutado un golpe de Estado que atenta contra la libertad, la paz y la estabilidad. El Gobierno no tiene otra alternativa que adoptar las medidas necesarias para restaurar el orden constitucional, el imperio de la ley y el normal funcionamiento de las instituciones: «Son momentos difíciles, pero los superaremos. Son momentos muy complejos, pero saldremos adelante», ha afirmado el Rey, intentando transmitir esperanza y serenidad.Se ha dicho que el rey no ha ofrecido diálogo, que su discurso es una incitación a la guerra, que sólo ha arrojado gasolina al conflicto. Estas objeciones carecen de fundamento, pues ya no hay margen para la negociación. Las turbas que se han apoderado de las calles, hostigando a las fuerzas y cuerpos de seguridad y a los políticos de signo contrario, no aceptarán ninguna alternativa que no sea la independencia. Lo único que podría negociarse son las condiciones de la separación, lo cual significaría ceder al chantaje y a la violencia. Quienes defienden la ley y la unidad de España tienen un miedo absurdo a ser tildados de «fachas». De nuevo circulan las consignas que sembraron el terror en la retaguardia republicana durante nuestra desdichada contienda civil. Todo el que no está con ellos es un «fascista» y sólo merece ser acosado, vituperado, marginado y silenciado. Antoine de Saint-Exupéry visitó Barcelona y Lérida en agosto de 1936 y comprobó con sus propios ojos cómo se aplicaba esta fórmula en un contexto de guerra: «Aquí se fusila como quien tala árboles [...]. Con cal o con petróleo queman a los muertos como abono para los campos. No hay ningún respeto hacia el hombre». En un pueblo de montaña, las milicias populares hablan con el escritor y admiten que han fusilado a diecisiete personas: «Al cura, a la criada del cura, al sacristán y a catorce notables del pueblo». Saint-Exupéry también menciona la represión en el otro bando, lamentando que unos y otros hayan «acorralado las conciencias como si fuera una enfermedad». No estamos en un contexto de guerra, pero sí en un momento prebélico donde se tiende a deshumanizar al adversario. Los independentistas no ocultan su odio a lo español, y los españoles, perplejos por los agravios, comienzan a perder la paciencia. El desgraciado y muy minoritario «¡A por ellos!» podría sumar adeptos en un futuro cercano, cuando el cúmulo de ofensas adquiera una dimensión insoportable.

El comportamiento del PSOE no puede ser más deplorable. Pedir la reprobación de Soraya Sáenz de Santamaría, vicepresidenta del Gobierno, por las cargas policiales sólo es un ejercicio de oportunismo inspirado por el deseo de complacer a Unidos Podemos, cuyo objetivo ya ha quedado claro: desmantelar la nación española, liquidar quinientos años de historia e instaurar el socialismo bolivariano que tanto sufrimiento está causando en Venezuela. Afortunadamente, han surgido voces críticas dentro de las filas de la socialdemocracia, recordando que no se negoció con el coronel Tejero y advirtiendo que en Cataluña se vive «una situación prefascista». No es una exageración. Puigdemont no esconde sus intenciones: «Les damos miedo y más miedo les daremos». Esas palabras serían previsibles en un terrorista, pero resultan inadmisibles en un cargo público. El Estado de derecho se enfrenta a una rebelión que podría desembocar en la balcanización, con España dividida en varios cantones de dudosa viabilidad política y económica. Pienso que se trata de una amenaza mucho más grave que el 23-F, pues entonces los sublevados no contaban con unas masas instruidas para ocupar las calles y apoyar su desafío. La sedición de los Mossos, planificada y alevosa, agrava aún más el problema, pues no puede descartarse que actúen como una fuerza paramilitar si se suspende la autonomía y se recurre al artículo 8 de la Constitución. No es una medida deseable, pero el Estado de derecho ha desaparecido en Cataluña y ya se han agotado los recursos judiciales y policiales. Los independentistas son los dueños de las calles. Barcelona ya no parece una ciudad europea, sino un enclave tercermundista, con una multitud ciega y furiosa, imponiendo su fuerza con la vergonzosa complicidad de las autoridades locales.

El discurso del rey representa un llamamiento a la realidad, con grandes dosis de valentía. Ya no hay otro camino que aplicar la ley. Con todas las consecuencias. Sin complejos, ni vacilaciones. La fuerza legítima del Estado es la última línea defensiva de una democracia amenazada. En estos casos, como escribió José Ortega y Gasset en España invertebrada (1922), «la fuerza de las armas no es fuerza bruta, sino fuerza espiritual». Podríamos sustituir «fuerza espiritual» por «civilización» sin alterar el sentido de la frase. Sin una fuerza legítima y efectiva, con los recursos necesarios para garantizar los derechos y las libertades de los ciudadanos, desaparece la civilización, la racionalidad, la sensatez. Los ciudadanos que creen en el Estado de derecho deberían prepararse para apoyar a esa «hueste ejemplar» –por utilizar las palabras de Ortega‒ que cada vez parece más inevitable movilizar. No es una perspectiva alegre, pero sería mucho más lúgubre que un nacionalismo intolerante y excluyente convirtiera en extranjeros a ciudadanos españoles. Las multitudes que han tomado Barcelona repiten desafiantes: «Nosotros somos catalanes. Ellos no saben lo que son». Y no les falta razón. Una izquierda demagógica e irresponsable ha fomentado el desprecio a España durante generaciones. No es algo reciente. Ese clima ya existía en los años ochenta. Yo lo viví como estudiante universitario en Madrid y asimilé ese discurso, que recobró bríos con el 15-M. Mi viaje a Siracusa empezó hace tres años, cuando rompí definitivamente con esa ideología, lo cual no me convierte en «fascista», sino en un verdadero demócrata y un español orgulloso de su historia y sus grandes aportaciones en el terreno de la cultura. Lo que caracteriza al fanático, según Winston Churchill, es su incapacidad para cambiar de opinión. Sólo un necio sería leal a sus equivocaciones. Eso sí, al mirar hacia atrás y recordar algunas compañías, me viene a la cabeza una frase de Gregorio Marañón: «Y aún es mayor mi dolor por haber sido amigo de tales escarabajos», concluye diciendo.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 25 de diciembre de 2016

[Política] Mensaje de Navidad de S.M. el Rey




Buenas noches.

En estas horas de la Navidad quiero desearos, junto a la Reina y nuestras hijas Leonor y Sofía, unas felices fiestas y nuestra esperanza de que el 2017 sea un año mejor para todos. Y en una noche como la de hoy, a tantas familias que han sufrido las recientes inundaciones en nuestro país, quiero decirles especialmente que las tenemos muy presentes.

Navidad es nacimiento, y celebrar con alegría lo que nace es tener fe en el futuro. Es en momentos como estos, cuando los sentimientos personales y colectivos de afecto, de amistad y de fraternidad, creados a través de nuestra convivencia, nos recuerdan el gran patrimonio común que compartimos. Un patrimonio que merece el cuidado de todos y que todos debemos ayudar a proteger como lo mejor que tenemos y somos; como lo mejor de lo que nos une.

Como es tradición, permitidme esta noche que comparta con vosotros algunas reflexiones sobre nuestro presente y sobre nuestro futuro, procurando extraer de todo lo que hemos vivido, especialmente durante este 2016, aquello que mejor nos ayude a seguir adelante.

Siempre se ha dicho que los momentos más difíciles de la vida son las mejores oportunidades para descubrir nuestra fuerza interior, para comprobar nuestro carácter, nuestra verdadera dimensión. A lo largo de este año he estado en diferentes lugares de nuestra geografía nacional. Y tengo que deciros que, en todo ese recorrido por nuestros pueblos y ciudades he visto dificultades y problemas para muchos de nuestros compatriotas; pero también trabajo duro, honesto, sacrificado; mucha capacidad y talento; y, sobre todo, determinación, ganas de salir adelante.

He comprobado, una vez más, el valor que tiene en nuestra sociedad la familia, porque su ayuda ha permitido a muchos sobrellevar los peores momentos.

He conocido a trabajadores y profesionales, hombres y mujeres que, con su esfuerzo sereno, durante estos largos y difíciles años, sin desfallecer ni resignarse, sostienen con gran dignidad y coraje a sus familias, sus vidas y sus trabajos.

He visto, también, en muchos compatriotas la decisión de asumir riesgos para crear o defender puestos de trabajo, y el valor para levantarse y reemprender la tarea después de haber visto destruidas obras hechas con ilusión y gran sacrificio.

Podría dar, además, innumerables ejemplos de solidaridad. Muchos de vosotros entregáis con generosidad vuestro saber, vuestro tiempo y esfuerzo, y sobre todo vuestro corazón, para ayudar a los demás; sois capaces de reaccionar ante cualquier emergencia, probando siempre que, allá donde haga falta, allá donde se necesite una palabra de aliento o una mano amiga, hay un español que demuestra con obras la grandeza y el alma más profunda de nuestra tierra.

Como también he sido, y soy continuamente, testigo de la labor de tantos servidores públicos que, con una extraordinaria vocación de servicio a la comunidad, garantizan nuestras libertades, atienden nuestros hospitales o educan a nuestros hijos; muchos compatriotas que, dentro y fuera de España, velan por nuestra seguridad, defienden nuestros valores y contribuyen al avance de la ciencia y al enriquecimiento de la cultura. Todos ellos son la imagen de nuestro país y también hacen posible que nuestro Estado funcione y que podamos celebrar un día como hoy.

Todo esto para mí y para todos nosotros, es un motivo para sentirnos auténticamente orgullosos; y también es una razón para la esperanza, porque una sociedad que mantenga estas actitudes, estas convicciones y estos valores no puede tenerle miedo al futuro. Estoy seguro de que nuestra memoria colectiva reservará un lugar de honor en la historia para estos tiempos de sacrificio y abnegación; pero también de generosidad y superación.

Pero tenemos que seguir mirando hacia adelante construyendo nuestro país, construyendo también Europa. Tenemos que esforzarnos, paso a paso, día a día y con espíritu positivo, para que la prosperidad y el bienestar sean la base de una convivencia ilusionada. Y por eso hay varios asuntos a los que, concretamente, quiero referirme esta noche:

Es cierto que la crisis ha impuesto grandes sacrificios. Hoy, sin embargo, vivimos con la esperanza de la recuperación que ya hemos iniciado. Todos deseamos que esa recuperación se consolide, que nos permita además crear mucho más empleo y de calidad, y también corregir tanto las desigualdades derivadas de una crisis tan profunda como la que hemos vivido, como fortalecer, en general, nuestra cohesión social, que es una garantía para asegurar la estabilidad y el equilibrio de nuestra sociedad.

En ese sentido, es muy importante para todos que muchas familias puedan recuperar su nivel de vida y que nuestros jóvenes puedan tener oportunidades de futuro, de ilusión, de confianza; que sobre todo las personas más desfavorecidas o más vulnerables tengan la certeza de que no se quedarán en la soledad del camino que España tiene que recorrer en el siglo XXI.

Por otra parte, hemos superado una compleja situación política que conocéis bien. Es importante ahora que en nuestra sociedad se haya recuperado serenidad y que los ciudadanos puedan tener la tranquilidad necesaria para poder llevar a cabo sus proyectos de vida. Como igualmente es esencial, de cara al futuro, que el diálogo y el entendimiento entre los grupos políticos permita preservar e impulsar los consensos básicos para el mejor funcionamiento de nuestra sociedad.

Y me gustaría insistir esta noche también en la necesidad de que cuidemos y mejoremos en todo momento nuestra convivencia. Y la convivencia exige siempre, y ante todo, respeto. Respeto y consideración a los demás, a los mayores, entre hombres y mujeres, en los colegios, en el ámbito laboral; respeto al entorno natural que compartimos y que nos sustenta. Respeto y consideración también a las ideas distintas a las nuestras. La intolerancia y la exclusión, la negación del otro o el desprecio al valor de la opinión ajena, no pueden caber en la España de hoy.

Como tampoco son admisibles ni actitudes ni comportamientos que ignoren o desprecien los derechos que tienen y que comparten todos los españoles para la organización de la vida en común. Vulnerar las normas que garantizan nuestra democracia y libertad solo lleva, primero, a tensiones y enfrentamientos estériles que no resuelven nada y, luego, al empobrecimiento moral y material de la sociedad.

Porque el progreso, la modernización, el bienestar, requieren siempre de una convivencia democrática basada en el respeto a la Ley, en una voluntad decidida y leal de construir y no de destruir, de engrandecer y no de empequeñecer, de fortalecer y no de debilitar.

Porque ahora es el momento de pensar en la España que queremos para las próximas décadas, que será la de nuestros jóvenes de hoy, y de forjarla con solidez. Y para ello, debemos concentrar nuestras energías en mirar hacia el mundo que nos rodea, y darnos cuenta cabalmente de por dónde va.

Un mundo muy incierto, con grandes desafíos políticos, sociales o en materia de desarrollo y seguridad, por ejemplo. Pero entre ellos, hoy quiero detenerme en los avances de la tecnología que, a escala global, condicionan cada día más nuestras vidas cotidianas.

Vivimos una nueva realidad que ha cambiado la forma de comunicarnos y relacionarnos entre nosotros; de recibir información necesaria para formar nuestra opinión y tomar decisiones; que se ha introducido en nuestras empresas, en nuestras fábricas y en nuestras industrias, transformando los procesos productivos y los empleos, tal y como los conocíamos. Incluso está transformando nuestros colegios, universidades y centros de formación. Nunca antes en la historia de la Humanidad y en un espacio de tiempo tan corto, se habían producido cambios tan grandes.

Hoy sabemos que no se trata ya solo de una revolución tecnológica: es algo mucho más profundo. Es un nuevo modelo del mundo que traspasa fronteras, sociedades, generaciones y creencias.

En este contexto es evidente que debemos adaptarnos a esa nueva realidad imparable y desarrollar al máximo nuestras habilidades para actuar con éxito en la ciencia, en la economía o en la cultura, también en la industria y en la seguridad; pero preservando siempre los valores humanos que nos identifican y nos definen. No debemos esperar a que esa nueva realidad se imponga sobre nosotros; tengamos en cambio, la fuerza y el empuje suficientes como país para anticiparnos y asumir el protagonismo necesario en la nueva era que se abre ante nosotros.

Y en esa tarea la educación es –y será sin duda– la clave esencial. Una educación que asegure y actualice permanentemente nuestros conocimientos; pero que también forme en lenguas y en cultura; en civismo y en valores; que prepare a nuestros jóvenes para ser ciudadanos de este nuevo mundo más libres y más capaces y que sepan aprovechar la experiencia de nuestros mayores. Una educación que fomente la investigación, impulse la innovación, promueva la creatividad y el espíritu emprendedor como rasgos y exigencias de la sociedad del futuro, que es ya la sociedad de nuestros días.

No quisiera ocupar durante más tiempo vuestra atención en una noche que debe ser de celebración familiar; aunque no quiero terminar sin deciros que creo sinceramente en una España consciente, solidaria, firme en sus valores, alejada del pesimismo, de la desilusión o el desencanto; creo en una España decidida a superar las dificultades que, aunque grandes, son también vencibles.

Y no tengo duda de que seremos capaces de superarlas si entendemos que ya no vivimos tiempos para encerrarnos en nosotros mismos, sino para abrirnos al mundo; si tenemos claro que no lo son tampoco para fracturas, para divisiones internas, sino para poner el acento en aquello que nos une, construyendo sobre nuestra diversidad; son tiempos para profundizar en una España de brazos abiertos y manos tendidas, donde nadie agite viejos rencores o abra heridas cerradas. Tiempos, en fin, en los que tenemos motivos y razones más que poderosas para la unión, para trabajar todos juntos, desde cualquier lugar de nuestro gran país, con ilusión, con ideales y con proyectos para la mejor España.

Así lo siento y así lo creo. Y con esa profunda convicción os deseo, en esta noche a todos y a cada uno de vosotros y a vuestras familias, una muy feliz Navidad.

Eguberri on / Bon Nadal / Boas festas.

Buenas noches. Y Feliz y próspero 2017.



La Familia Real


Como saben los lectores asiduos del blog nunca comento públicamente, por respeto a la institución, los discursos del rey. Pero sí les invito a leer el análisis del mismo que el comentarista Antoni Gutiérrez-Rubí hace en su artículo Felipe.es

Y ahora sí, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt




Entrada núm. 3113
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