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viernes, 10 de julio de 2020

[DE LIBROS Y LECTURAS] Irazoki y las gotas contadas





"Las aberraciones de la historia [Irazoki y las gotas contadas, Revista de Libros, 2/6/2020] comenta el escritor y crítico literario Rafael Narbona- merman nuestra fe en el hombre, pero cada vez que surge la voz de un poeta fieramente humano se restablece nuestra confianza, revelándonos que la ternura y la inteligencia hacen retroceder a las pasiones más indignas. Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) es un hombre bueno y eso se transparenta en su poesía, luminosa, humilde y esperanzadora. La excelencia moral no es siempre garantía de excelencia artística, pero cuando ambas virtudes convergen el resultado es altamente inspirador. El contador de gotas es la última entrega de una trilogía que comenzó con Los hombres intermitentes y continuó con Orquesta de desaparecidos. Se trata de un tríptico autobiográfico, donde una suave melancolía convive con un acendrado optimismo vital. Irazoki nunca ha caído en la trampa del pesimismo. Conoce el dolor, pues ha sufrido accidentes y pérdidas, pero nada le ha hecho repudiar la vida. Su concepto de la existencia excluye lo sobrenatural. No hay ninguna referencia a Dios. Nunca deplora la finitud. Como diría su entrañable amigo Fernando Aramburu, «un paseo por la vida es suficiente». Irazoki es un poeta intimista y con grandes dotes de introspección, pero nunca le ha dado la espalda a  la realidad. Su voz se ha alzado contra el terrorismo de ETA, cuidando la memoria de las víctimas. Su coraje cívico nunca se ha oscurecido con sentimientos de rencor o revancha. Simplemente, se ha distanciado de los corazones endurecidos que han bañado de sangre su tierra natal, escarneciendo su tradicional espíritu de paz y acogida.

El contador de gotas comienza con una cita de Ramón Eder: «Sin compasión no hay cordura». Irazoki manifiesta desde la primera línea su perspectiva humanista. No hay equilibrio ni armonía sin piedad y solidaridad. Nuestros semejantes no son un escenario de fondo, sino una llamada permanente a la fraternidad. Irazoki inicia su viaje al pasado con las letras del alfabeto: «las letras del abecedario dormitan contra una tapia de mi cerebro». Las palabras son la llave de los recuerdos, la clave que hace inteligible lo que vivimos, la puerta que franquea el paso a la memoria. Irazoki se remonta hasta el principio: «Nací en una familia de campesinos y pastores feos que enamoraron a mujeres de gran belleza». La feliz conjunción de «belleza y desarmonía extremas» alumbró invariablemente el mismo fruto: «una mansedumbre que plantaba árboles». Fundidos con la tierra, los antepasados de Irazoki crecieron como árboles cargados de frutos: «El atuendo de mis ancestros incluía esquejes de roble, castaño o haya». El abuelo abandonó el pastoreo trashumante. Sus dos hijos mayores emigraron a América y, a su regreso, trajeron semillas de tabaco, sin reparar en que las lluvias y las granizadas no favorecían su cultivo. El abuelo no se arredró y logró que las semillas fructificaran con tamaños desiguales, evidenciando la diversidad de la vida. «Cada hebra de tabaco era una bomba de surrealismo». Cada bocanada, provocaba fenómenos insólitos: las pupilas crecían, la estatura disminuía. El abuelo se transformó en «un tallo transparente». Gracias al tabaco, Irazoki y su hermana crecieron como «borrachos sobrios», evitando los abismos que devoraron a otros jóvenes de su generación. Sus neuronas solo necesitaban la imaginación para bailar y vagar por el mundo.

Tras demorarnos en el pórtico de El contador de gotas, ya sabemos lo que nos espera: un árbol frondoso donde lo fantástico y lo cotidiano se funden, un poliedro de infinitas caras que atrapan imágenes del pasado y de un posible porvenir, un templo donde la naturaleza y el hombre se expanden interminablemente. Personalmente, me ha recordado los mejores momentos del realismo mágico, pero sin ningún preciosismo que lastre las palabras, cargándolas con un empalagoso almíbar. Zoki —me permito llamarle así, pues siempre he sentido su obra como algo muy cercano— es enemigo de la retórica, algo previsible en un tenaz adversario del fanatismo moral y político. Su niñez estuvo poblada por ilusionistas, otoños, soledades, espejos, intrusos, silencios, disfraces, oscuridades, aguadores, desiertos, zorros —ese «poeta maldito» que camina «atado a su soledad omnívora»—. Infancia de poeta, pero también de atleta que hacía subir el balón a una velocidad vertiginosa por un campo de fútbol. Una mala caída frustró su carrera deportiva, dejando una huella permanente en su cuerpo. La desgracia, lejos de llenarlo de amargura, hizo crecer su humanidad. Una humanidad que ya se había rebelado contra los prejuicios en nombre de los cuales se menospreciaba a los emigrantes o se desconfiaba de los gitanos.

Irazoki aprendió muy pronto a amar la diversidad. La promiscua alegría de las ciudades ahuyentó cualquier delirio de pureza racial. Frente al ensimismamiento de los esencialismos, apostó por la apertura a lo incierto y plural. Al igual que Albert Camus, se topó con las primeras certezas en un campo de fútbol. En el terreno de juego se aprende coraje, alegría y resignación. Despedirse de él por una mala caída es doloroso, pero es una buena experiencia para entender que la vida es una sucesión de adioses. La poesía reemplazó al fútbol: Blas de Otero, César Vallejo, Nazim Hikmet, Emily Dickinson. La belleza de las letras no apagó el fervor por las proezas deportivas. Sus ojos advirtieron que los ciclistas de la Vuelta a España eran «dioses manchados» que subían por «las cuestas» del deseo. Las peripecias de un pelotón son minuciosas analogías de la vida. En ellas, hay soledad, gregarismo, fatalidad.

El paso de los años desnudó el mundo real. El «hábito inmóvil» del racismo hacia los que no encajaban en el mito de la patria vasca declaraba intrusos a las  familias de Andalucía, Extremadura, Galicia, Asturias. Los partidarios del odio subían por una escalera hasta llegar a «una cima sin preguntas». Eran los cazadores de «palabras, pensamientos, ideas, incertidumbres». Con el corazón hundido en el resentimiento, hablaban con «frases encarceladas», esgrimiendo «las rejas de sus teorías». Irazoki abrazó a uno de esos corazones, pero descubrió que solo era «una piedra llena de odio». Buscó entonces otros interlocutores: Verlaine, Julio Ramón Ribeyro, Lautréamont, París. Irazoki completó su aprendizaje en las ciudades. La irrupción del amor le arraigó aún más a la vida. No en vano El contador de gotas está dedicado a Bárbara Loyer, su compañera. Compuesto en París entre 2016 y 2019, recoge un tiempo de gozo y de heridas, de recuerdos y proyectos. El pasado, lejos de ser un fardo, labra el porvenir. Irazoki sabe que el poeta es todos los hombres. Sus palabras le permiten infiltrarse en las vidas ajenas. No es una apropiación, sino un encuentro. El poeta «cuenta las gotas de los días vividos». Observa su yo y su yo le devuelve la mirada. Es imposible escribir y no sentirse escindido, desdoblado, multiplicado. El yo es realmente otro.

Irazoki rinde tributo a la música. Los músicos callejeros no son solitarios que esperan unas monedas, sino los artífices de la felicidad. La angustia se aplaca con sus notas. Sus interpretaciones son medicamentos que curan. El alma se alimenta de la belleza. Al heredar de sus familiares, Irazoki se desprendió de todo lo material para refugiarse en Los cantos de Maldoror. Se demolió por dentro para reconstruirse, masticando una pequeña bola de luz. El fruto fue una aguda conciencia ética. Irazoki no es un poeta didáctico, pero sí es un poeta comprometido. Comprometido con la causa del hombre y siempre en guerra con el totalitarismo. Lector de Ósip Mandelstam y Anna Ajmátova, ha vivido en sus carnes la lepra de la intolerancia. El silencio es la casa del poeta, pero el poeta no puede quedarse mudo cuando los pistoleros intentan sepultar la libertad. Irazoki evoca su primer paseo con Maite Pagazaurtundúa por San Sebastián. En las calles se respiraba miedo, complicidad con los asesinos, turbia equidistancia. Era el mismo aire opresivo que se respiró en la Alemania nazi, la Italia fascista y la Unión Soviética. Detrás, siempre el mismo mito: la identidad colectiva, un tótem que se nutre del egoísmo primario.

Irazoki rescata dos cuadernos de su juventud que contienen una serie de aforismos. Son frases ingeniosas que expresan un decálogo moral: desconfiar del idealismo; utilizar el ingenio para combatir las supersticiones, especialmente las que disfrutan de un amplio crédito; alejarse de los placeres que esclavizan la mente y el cuerpo; espantar el dogmatismo con preguntas; no transigir con la amargura; no permitir que la ambición material nos robe la vida; no complacerse con las propias lágrimas; sitiar el rencor. «Que el perdón —concluye Irazoki— sea más fuerte que la herida». Es indudable que el mundo sería un lugar mucho más habitable, cumpliendo estos preceptos. El contador de gotas es una bella utopía. No me importaría vivir entre sus páginas, donde todo es muy humano. Con su barba de ermitaño, Zoki podría confundirse con un santo laico, pero sé que a él no le agradaría la comparación. Su mirada no está en lo alto, sino en este mundo. Su paraíso es una calle de París iluminada por las notas de una balada de jazz".



El crítico literario Rafael Narbona



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domingo, 18 de agosto de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Fin de viaje





El filósofo y crítico de arte, Rafael Narbona, se despide de los lectores de su blog "Viaje a Siracusa", despedida que espero sea momentánea,  con una sentida autocrítica del marxismo de su juventud y una encendida defensa de la democracia, la filosofía, el arte y la buena literatura.

Hace cinco años, comienza diciendo, Álvaro Delgado-Gal, director de Revista de Libros, me propuso escribir un blog. Yo acepté de inmediato y no tardó en surgir el título: Viaje a Siracusa. Pensé que evocar la «segunda navegación» de Platón convenía a un proyecto concebido para expresar mi desengaño con la política. Durante mis años de estudiante universitario en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense, el marxismo conservaba el crédito adquirido durante los años de lucha antifranquista. La Movida había irrumpido con fuerza, invitando al escepticismo y a la frivolidad, pero aún flotaba en el ambiente el aprecio por una ideología a la que se atribuía la voluntad de crear una sociedad justa e igualitaria. Aún se observaba con desconfianza a quienes mencionaban los estragos causados por el comunismo. Algunos de mis profesores no ocultaban su simpatía por figuras como el profesor Toni Negri, condenado por la justicia italiana por su colaboración con las Brigadas Rojas. Cuando finalicé la carrera, me olvidé de la política, pero no repudié el marxismo. Para mí, ya no era una ideología, sino una creencia. Había interiorizado sus dogmas, prescindiendo del escrutinio de la razón. No era un militante, pero me identificaba con una visión del mundo que abordaba la historia y la economía desde una perspectiva utópica.

El hundimiento de Lehman Brothers en 2008 desató una crisis mundial que algunos consideraron una depresión económica en toda regla. La política recobró el protagonismo perdido en las últimas décadas. Volvieron las ideologías. El marxismo, apolillado y casi olvidado, resucitó y comenzó a caminar, invitando a asaltar los cielos. Yo me sumé al revisionismo político que reivindicaba la herencia marxista. Durante dos años y medio, me dejé llevar por esa marea, que cuestionaba la Transición, asegurando que no vivíamos en una democracia, sino en un régimen. Se responsabilizaba de todos los males al capitalismo. Los problemas del mundo se resolverían mediante expropiaciones. El Estado debería asumir la dirección de la economía. Ese discurso no era inocuo. La retórica revolucionaria del marxismo no es simple pirotecnia, sino una exaltación de la violencia como vía legítima para conseguir el poder. De ahí que el populismo de izquierdas rescatara del armario a Ernesto Che Guevara, notable matarife, y, en algunos casos, al mismísimo Iósif Stalin. La Cuba de Fidel Castro y la Venezuela de Hugo Chávez se convirtieron en modelos de referencia. Al mismo tiempo, se blanqueó a la izquierda abertzale, afirmando que era una fuerza soberanista y no un movimiento que amparaba el terrorismo. Inevitablemente, esa visión de la política internacional incluía un odio feroz al Estado de Israel. Las comprensibles críticas a la política israelí con los palestinos apenas lograban disimular un bochornoso antisemitismo. Mi malestar con estos planteamientos se hizo intolerable y se impuso una severa autocrítica. En ese punto empezó mi Viaje a Siracusa.

¿Cuál es el balance después de cuatro años? El capitalismo no es perverso. Ha creado riqueza y prosperidad. También es cierto que ha producido desigualdad, pero en mucho menor grado que la sociedad feudal. Combinado con la democracia, ha engendrado el Estado de bienestar. La economía capitalista soporta graves insuficiencias: no podría ser de otro modo. No existen sociedades perfectas, pero el comunismo no es la alternativa. La utopía marxista sólo es un mito. Los países que han sufrido su hegemonía han soportado grandes penalidades materiales y una feroz represión política. La democracia siempre es la solución. En una sociedad abierta, la confrontación entre distintas fuerzas políticas corrige los aspectos indeseables y crea un juego de alternancia que frustra el monopolio del poder por una minoría. El liberalismo, con su defensa de la libertad y la tolerancia, y la socialdemocracia, con su conciencia social, contribuyen a mejorar la convivencia, asumiendo que sus discursos no están libres de errores, y, sobre todo, no perciben al adversario político como un enemigo. Creo que el populismo de izquierdas es tan dañino como el populismo de derechas. Ambas fuerzas nacen de sentimientos primarios e infantiles que demandan discursos planos y soluciones mágicas. El ser humano no se resigna a vivir sin ídolos. Siente nostalgia de los paraísos imaginarios que han prometido distintas ideologías.

Mi Viaje a Siracusa hizo una escala en la teología. Educado como católico, siempre simpaticé con la tradición del cristianismo progresista encarnada por figuras como Emmanuel Mounier, Karl Jaspers, Jacques Maritain, Henri Bergson, Max Scheler o Edith Stein. Después de perder el punto de apoyo que representaba el marxismo, busqué nuevas convicciones. No sospechaba entonces que reemplazaba unos dogmas por otros bastante similares. Raymond Aron no se equivocaba al afirmar que «el marxismo es una herejía del cristianismo». Al igual que el marxismo, la escatología cristiana augura el paraíso. Entretanto, arremete contra todos los que no comparten sus creencias, grotescamente transformadas en verdades de fe. La idea de un Dios omnipotente y providente no me parece tranquilizadora. Se parece bastante a la figura de un déspota que envía al Gulag a los disidentes. En vez de grandes espacios helados, fuego eterno. Afirmar que Dios está detrás de cada hoja que cae o de cada gorrión que se balancea en una rama parece harto improbable. Ni siquiera creo que el rabino Jesús de Nazaret se considerara el hijo de Dios, el Cristo. ¿En qué creo entonces? En la literatura, la música, el cine. En definitiva, en el ser humano, capaz de grandes vilezas, pero también artífice de grandes obras y capaz de asombrosas gestas. Pienso en Sophie Scholl, Rosa Parks, Martin Luther King, Nelson Mandela. Y en Shakespeare, Cervantes, Tolstói, Dante, Proust. No puedo dejar de mencionar a John Ford y Hergé, que me han proporcionado tantas horas de felicidad. Creo que he llegado a buen puerto. No he viajado en vano.

No quiero despedirme sin agradecer a Álvaro Delgado-Gal su amistad y su buen criterio. Le agradezco esta oportunidad y espero que nuestros destinos vuelvan a unirse en otras aventuras similares. Álvaro fue mi profesor de Lógica en la universidad. Me puso la nota más baja de mi expediente académico: un seis. Indignado, llamé a su casa. Por entonces, no era infrecuente que un profesor facilitara su número de teléfono. Me atendió su padre, el pintor Álvaro Delgado Ramos. Me escuchó con amabilidad y con humor, divertido por mi enfado. Mi nota se mantuvo inalterable, pero en el siguiente examen obtuve una calificación mucho mejor. Creo que fue por mis méritos, no por mi arrebato de ira. Yo era un estudiante tímido que intentaba pasar inadvertido. Álvaro no me recuerda en esa época, pero yo sí lo recuerdo a él, pegando patadas al borrador cada vez que se caía a la tarima. O mordisqueando su pipa, cuando aún se permitía fumar en las aulas.

Sería una imperdonable descortesía no mencionar a los lectores de mi blog, especialmente a los que me han seguido con más fidelidad, transformándose en amigos que me empujaban discretamente cada vez que experimentaba desánimo o desaliento. Otros, mucho menos numerosos, han manifestado su disgusto con las cosas que escribía. Algunos me han llamado «sargento», lo cual es paradójico, pues fui objetor de conciencia; otros me han acusado de ser agente de la CIA por escribir un texto sobre John Wayne. Sinceramente, no creo que ninguna agencia de seguridad mostrara interés por mis servicios. No reúno ninguna de las cualidades y virtudes que se presuponen a un buen agente. Se impone ahora una pausa. No se trata de un adiós definitivo, sino de un período de reflexión, donde intentaré fijar un nuevo rumbo, sin ignorar que no hay itinerarios cerrados. Como dijo Antonio Machado, «se hace camino al andar», lo cual significa que cualquier sendero implica bifurcaciones, digresiones e, incluso, felices extravíos. Lo mejor de un viaje no es llegar al destino, sino acumular experiencias, descubrir paisajes y celebrar lo inesperado. Yo he conocido todas esas alegrías y sólo puedo sentirme feliz por mi Viaje a Siracusa, que me ha ayudado a desprenderme de dogmas y a comprender que ser hombre significa vivir en lo incierto, ligero de equipaje y sin sombras tutelares que proporcionan falsas certezas a cambio de nuestra irrenunciable libertad.





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lunes, 28 de enero de 2019

[HISTORIA] Siete días de enero




La diosa Clío, musa de la Historia


No existen procesos políticos ejemplares, pues el ser humano es imperfecto y el azar siempre interfiere en los planes de la razón, produciendo turbulencias, malentendidos y errores, escribe el profesor de filosofía y crítico literario Rafael Narbona, refiriéndose a los sucesos que ocurrieron en los últimos días de enero de 1977 en Madrid, que pusieron en jaque la transición española a la democracia. Sin embargo, añade, hay cambios históricos que merecen ser elogiados por su contribución al bienestar general. 

Podemos citar como ejemplos el fin del apartheid en Sudáfrica, la caída del Muro de Berlín, la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial o la Transición española. Desde la crisis de 2008, la Transición ha sufrido un descrédito inmerecido. El populismo de izquierda elaboró un nuevo relato que explicaba el paso de la dictadura al actual Estado de Derecho como una operación de maquillaje del franquismo. Ese planteamiento apareció acompañado por la recuperación de las viejas ideologías que –presuntamente‒ podrían ofrecer una alternativa al sistema capitalista, demonizado hasta lo grotesco. Se rehabilitó el marxismo-leninismo, el anarquismo y, en algunos casos, el estalinismo. Afortunadamente, nadie –al menos que yo sepa‒ agitó la bandera del maoísmo, si bien se alzaron algunas voces en defensa de Corea del Norte, celebrando las excelencias del «socialismo autosuficiente y creativo» de Kim Jong-un. Parece que ese discurso disparatado se ha desinflado notablemente, pero el separatismo regionalista ha aprovechado su fuerza para movilizar a las víctimas de la crisis económica, prometiéndoles el paraíso en el marco de pequeños Estados independientes. De momento, ha copiado las técnicas del populismo izquierdista, promoviendo la insurgencia callejera. Al mismo tiempo, ha surgido un populismo de derechas que habla de Reconquista con una retórica de cartón piedra. En este escenario, el centro político, liberal y reformista, se revela más necesario que nunca, pero en un tiempo de estériles radicalismos casi nadie se atreve a invocar la moderación, la prudencia y el diálogo, las grandes virtudes de la Transición. Un espíritu conciliador, hoy inexistente, podría atemperar el debate político, ahorrándonos los malos modos de algunos parlamentarios, sin otra fuente de inspiración que el lodo, el ruido y la furia de las redes sociales.

De las películas que intentaron reflejar los acontecimientos políticos de la Transición, recuerdo dos con especial aprecio: ¡Arriba Hazaña! (José María Gutiérrez Santos, 1978) y Siete días de enero (Juan Antonio Bardem, 1979). ¡Arriba Hazaña! emplea un internado religioso como metáfora de lo que estaba sucediendo en la sociedad española. Los curas más viejos se oponen a cualquier cambio, los jóvenes se muestran partidarios de introducir reformas y los alumnos oscilan entre el pacto y la ruptura revolucionaria. La interpretación de Fernando Fernán Gómez es memorable, encarnando a un sacerdote que ha servido en la Legión durante la Guerra Civil. ¿Quizá se pretendía lanzar un guiño al espectador, aludiendo al papel del actor en Balarrasa, la película de 1951 dirigida por José Antonio Nieves Conde, en la que Fernán Gómez interpretaba al capitán Mendoza, un legionario que ingresaba en un seminario para ordenarse sacerdote? Héctor Alterio también realiza una brillante interpretación como director del internado. Desbordado por los crecientes altercados, Alterio da palos de ciego para mantener el orden. Su impotencia e inseguridad muestra la carga soportada por los políticos que temían pronunciarse en un ambiente de máxima crispación. José Sacristán asume con solvencia el papel de cura reformista con un talante que recuerda a Adolfo Suárez. Los alumnos que rechazan su oferta de diálogo, cabecillas de la oposición surgida contra las rígidas normas del internado, manifiestan su desacuerdo con nuevos actos de sabotaje, pero sus compañeros no les siguen en su deriva hacia ninguna parte. Es evidente que la actitud de esa minoría descontenta se corresponde con el terrorismo de ETA y los GRAPO, dos siglas que han escrito los episodios más negros de nuestra historia reciente, intentando dinamitar la convivencia democrática en nombre la revolución socialista y la independencia de los pueblos. En 2020, HBO estrenará una serie de ocho capítulos basada en Patria, la magistral novela de Fernando Aramburu. Desconozco los planes literarios de Aramburu, pero sería fantástico que se animara a escribir una trilogía, recreando los orígenes de ETA y mostrando las secuelas de la violencia en la memoria colectiva.

Siete días de enero recrea la semana más trágica de la Transición. Con un estilo neorrealista y testimonial, Bardem combina ficción y realidad para reproducir el clima de tensión creado por una cascada de catástrofes: el secuestro de Antonio Oriol y el teniente general Emilio Villaescusa, el asesinato del estudiante Arturo Ruiz, la muerte de la universitaria María Luz Nájera y la matanza de Atocha. Oriol y Villaescusa fueron secuestrados por los GRAPO. Arturo Ruiz cayó bajo las balas de la ultraderecha. María Luz Nájera perdió la vida cuando un bote de humo de la policía impactó en su cara. La matanza de Atocha –cinco muertos y cuatro heridos graves‒ se produjo el 24 de enero de 1977. El 4 de octubre del año anterior, ETA había asesinado Juan María Araluce Villar, presidente de la Diputación de Guipúzcoa, ametrallado por un comando que también acabó con la vida de su chófer y sus tres escoltas. Las fuerzas que luchaban contra la Transición hicieron todo lo posible para propagar el caos y evitar que se celebraran las primeras elecciones democráticas. La película de Bardem emplea imágenes de la época para acentuar la credibilidad, logrando un perfecto encaje entre lo cinematográfico y lo documental. José Manuel Cervino interpreta magistralmente a uno de los pistoleros ultraderechistas que dispararon contra los abogados de Atocha. La película produce desasosiego y malestar. No está de más recordar esos días de sangre, frustración y esperanza en una época de revisionismo histórico que falsea la verdad.

La Transición triunfó sobre sus enemigos. No fue el preámbulo del régimen de 1978, sino una valiente y difícil apertura que hizo posible una sociedad libre, plural y democrática, con elecciones, pluripartidismo, derechos, libertades, separación de poderes y avances sociales. No fue una maniobra perfecta que abrió las puertas a la utopía, sino un ejercicio de precisión que hizo posible un escenario donde las diferencias podrían resolverse al fin pacíficamente. No significó el fin de los problemas económicos y sociales, pero sí el descrédito de la violencia como arma política. Las necesarias críticas al régimen de Franco no deben desfigurar nuestro pasado. El cine político debe aspirar a la objetividad. De momento, no se ha cumplido esta exigencia. Las películas de las últimas décadas no se cansan de exaltar a la izquierda revolucionaria de los años treinta, omitiendo sistemáticamente que la Revolución de Asturias no fue una gesta épica, sino un golpe de Estado organizado por el PSOE con la colaboración de la CNT. Salvador de Madariaga, notable antifranquista, escribió en 1979: «El alzamiento de 1934 es imperdonable. [...] El argumento de que José María Gil-Robles intentaba destruir la Constitución para instaurar el fascismo era a la vez hipócrita y falso. […] Con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936» (España. Ensayo de historia contemporánea). También se silencia que la represión republicana no fue obra de «incontrolados», sino una estrategia de guerra respaldada por los sucesivos gobiernos, como ha demostrado Julius Ruiz en El terror rojo (2012) y en Paracuellos, una verdad incómoda (2015).

Ruiz sostiene que Santiago Carrillo se limitó a cumplir las órdenes de la Junta de Defensa y el Gobierno, organizando con su íntimo amigo Segundo Serrano Poncela, delegado de Orden Público, la matanza de Paracuellos, perpetrada con el pretexto de aniquilar a una quinta columna inexistente. Los supuestos traslados o evacuaciones que finalizaron con fusilamientos en masa contaron con el apoyo de Manuel Muñoz (director general de Seguridad), Ángel Galarza (ministro de Gobernación), Juan García Oliver (ministro de Justica) e incluso Francisco Largo Caballero (presidente del Gobierno). Dentro de esta estrategia represiva, hay que mencionar los campos de trabajos forzosos. En abril de 1937 se abre el primero en Totana (Murcia). No fue creado por las autoridades franquistas, sino por las republicanas, y no se distinguió por su carácter humanitario. Según Julius Ruiz, se ejecutaba sumariamente a quienes se negaban a trabajar por estar demasiado enfermos o hambrientos. Corrían la misma suerte los compañeros de brigada de los presos fugados para desanimar a posibles fugitivos. A la entrada del campo había un cartel con la siguiente consigna: «Trabaja, y no pierdas la esperanza». Juan Negrín, presidente de Gobierno, aprobaba esta política represiva, pues creía que no había otra forma de ganar la guerra.

La Transición pudo fracasar. En aquellos siete días de enero de 1977 se tambaleó la reforma política que condujo a la democracia, pero, afortunadamente, la crisis se superó, permitiendo que en junio se celebraran las primeras elecciones generales. Después vendrían el 23-F y los años de plomo de ETA y los GRAPO. La democracia volvió a imponerse, no sin grandes dosis de sufrimiento, pero el cine aún no nos ha proporcionado obras a la altura de los acontecimientos. Espero que las películas de las próximas décadas sean justas con la Transición, pues –como señaló Felipe VI ante el Parlamento con motivo del cuadragésimo aniversario de la Constitución de 1978‒ «en el espíritu, en los valores y en los ideales que inspiró este período de nuestra historia se encuentra la mejor España».



Entierro de los abogados laboralistas asesinados en Madrid en 1977


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jueves, 9 de noviembre de 2017

[Política] Cataluña, o el paraíso en la otra esquina





La historia se ha acelerado en Cataluña hasta el punto de convertir cualquier artículo en un ejercicio de reflexión con una exigua fecha de caducidad, comentaba recientemente Rafael Narbona Monteagudo, escritor, crítico literario y profesor de filosofía en su blog Viaje a Siracusa

Las novedades fluyen a un ritmo vertiginoso, transformando constantemente el escenario e introduciendo nuevas variables, a veces esperpénticas, comienza diciendo. La fuga a Bruselas ‒¿o se trata de un viaje diplomático?‒ de Puigdemont y varios exconsellers del Govern introduce una nota pintoresca que evoca las intrigas de la ficticia Ruritania. La maniobra produce estupor y vértigo. ¿Se busca internacionalizar el procés, creando conflictos legales en el seno de la Unión Europea? Cualquier persona sensata anhela el restablecimiento de la legalidad y entiende que las fuerzas políticas constitucionalistas no pretenden reeditar el franquismo, sino preservar la convivencia y la estabilidad. El Gobierno ha activado el artículo 155 de la Constitución de 1978 con extraordinaria prudencia, rehuyendo la confrontación directa con los secesionistas. Muchos han criticado esta demora, pero la cautela nunca es excesiva cuando se aborda una crisis con un enorme potencial desestabilizador. Es imposible saber lo que sucederá el próximo 21 de diciembre, fecha fijada por el Gobierno para celebrar elecciones autonómicas, pero nadie ignora que los resultados de los comicios influirán decisivamente en el porvenir del conjunto del Estado. ¿Merece la pena formular hipótesis? Las especulaciones casi siempre suelen ser desmentidas por la realidad. Aún recuerdo a Paul Krugman vaticinando en 2012 la inminente salida de Grecia de la Eurozona y la imposición de un «corralito» en España para evitar el colapso del sistema financiero. Creo que las conjeturas son menos interesantes que los argumentos, particularmente cuando las urnas tienen la última palabra. Las conjeturas son volátiles; los argumentos, en cambio, nacen con voluntad de permanencia y pueden reelaborarse, sin renunciar a lo esencial.

Al igual que el populismo, el secesionismo se ha beneficiado de la crisis económica de 2008. Casi componen un binomio complementario, aunque paradójicamente se destrocen mutuamente. Conviene analizarlos por separado. Al principio, el populismo adoptó un perfil discreto. Podemos se presentó como una plataforma política cuyo objetivo era devolver el protagonismo a la «gente» por medio de «círculos» o asambleas. La prioridad de esta iniciativa era fomentar el diálogo y la unidad entre la izquierda, no «asaltar los cielos», como se dijo más tarde. Este movimiento acabó convirtiéndose en un partido político convencional que no tardó en despojarse de la retórica revolucionaria para abrazar supuestamente las tesis de la socialdemocracia. Eso sí, sin romper con el chavismo, ni renunciar a las pinceladas leninistas. Al margen de los devaneos ideológicos, nunca se abandonó el propósito inicial: liquidar el «régimen del 78» para reemplazarlo por una república popular y federal. Las encuestas indican que Pablo Iglesias ha retrocedido significativamente en la intención de voto por su postura en la crisis catalana. Me pregunto si quienes aún le dispensan su confianza conocen y respaldan su proyecto fundacional: salir del euro, devaluar la moneda nacional para favorecer las exportaciones, decretar la suspensión del pago de la deuda, nacionalizar la banca, mejorar las condiciones de trabajo, subir los salarios para estimular el consumo, nacionalizar los servicios públicos. Algunas de estas reivindicaciones producen escalofríos. Salir del euro, devaluar la moneda nacional y nacionalizar la banca nos dejaría literalmente a la intemperie, con el mismo grado de vulnerabilidad de los países tercermundistas. Suspender el pago de la deuda nos expulsaría de los mercados, eliminando cualquier posibilidad de financiación. Otras medidas ya están en la agenda de los partidos políticos y no pasan de una simple declaración de intenciones. ¿Quién no desea mejorar las condiciones de trabajo, estimular el consumo y ampliar la protección social? Sin embargo, esas medidas no pueden imponerse por decreto. Su aplicación depende de la solidez de nuestra economía, no de un loable sentimiento solidario. Las buenas intenciones son inútiles si no cuentan con la posibilidad real de llevarlas a cabo.

Carolina Bescansa ha afirmado que en Podemos se echa de menos un proyecto político para España. Sería más exacto decir que Podemos carece de un proyecto político. Su ideología se abastece de ensoñaciones adolescentes y arrebatos revolucionarios. Es evidente que, si llegara al poder, se plegaría a las reglas internacionales, como hizo Syriza, pero hasta entonces resulta más rentable explotar la demagogia. El secesionismo actúa de la misma forma. Prometer el paraíso es el camino más corto para movilizar a una sociedad insatisfecha. Sólo hace falta agitar unas cuantas consignas y deformar sistemáticamente la realidad. El procés no ha avanzado por medio de razones y hechos, sino de un discurso altamente emocional y escandalosamente simplista, según el cual Cataluña es una vieja nación y su pueblo suspira unánimemente por la independencia tras siglos de humillante ocupación. España es el imperio, la metrópoli opresora que impide su «derecho a decidir». Los catalanes que no piensan de este modo son «españolistas», «unionistas», «colaboracionistas», y sólo merecen ser señalados y segregados del proceso de construcción nacional. ¿Qué sucederá cuando Cataluña se libere de sus cadenas? Empezará «el mambo», es decir, el fin de la sociedad capitalista y patriarcal. O, según los más moderados, el florecimiento económico y cultural de un país mediterráneo con el genio de la Grecia clásica, el sentido del comercio de los fenicios y la creatividad del Renacimiento italiano. Por cierto, los anticapitalistas deberían plantearse que el capitalismo existe allí donde se producen intercambios comerciales regulados por las reglas de la oferta y la demanda. Si quieres librarte de sus garras, la única opción es recuperar el estilo de vida de los antiguos cazadores y recolectores.

El populismo y el secesionismo han identificado claramente a su enemigo: el bloque monárquico. La monarquía parlamentaria es el vástago corrupto del franquismo. Dado que no es posible descabezarla, sería deseable desmontarla. No importa que algunos de los países más avanzados del planeta (Noruega, Suecia, Dinamarca, Nueva Zelanda, Canadá, Australia y Países Bajos) conserven la monarquía parlamentaria como forma del Estado. Se olvida que las monarquías constitucionales poseen un carácter representativo y una función moderadora. Pueden asumir un liderazgo esencial durante una situación de crisis, como ha sucedido en España durante la rebelión del Govern o el golpe del coronel Tejero. La monarquía proporciona continuidad, estabilidad, solemnidad. Lo simbólico desempeña un papel esencial en la vida de un país. La limitación de poderes de la Corona neutraliza los estragos que podría causar un mal rey. En cambio, el presidente de una república no está sujeto a un control tan estricto y puede causar verdaderos estropicios. Evidentemente, la monarquía debe funcionar con transparencia y ejemplaridad para no caer en el descrédito, pero no debe confundirse lo público con lo privado. El rey es tan humano como el presidente de cualquier república. El juicio sobre su comportamiento se circunscribe a sus actos públicos. Sus problemas domésticos sólo son de su incumbencia. José María Pemán nos dejó una frase memorable sobre la monarquía: «Al lado del Carlos V de Tiziano, un presidente de República tiene un cierto aire de retorno, no diré que hacia el jefe de la tribu, pero sí hacia el alcalde pedáneo o el juez de paz». Felipe VI no es Carlos V. De hecho pertenece a otra dinastía, pero varios siglos de tradición le proporcionan una densidad histórica y simbólica que no está al alcance de un político sujeto a una transitoriedad consustancial.

El paraíso no está en la otra esquina. No se me ocurre un argumento más consistente contra las promesas utópicas del populismo y el secesionismo. La política se hace con sentido común y prudencia, no con raptos místicos que suelen conducir a la fractura social, el odio hacia el otro y el cataclismo económico. En la arena política, no hay que batallar por lo absoluto, sino por lo óptimo y posible. La crisis catalana parece desinflada, pero no resuelta. El problema persistirá durante mucho tiempo y sólo se resolverá mediante la pedagogía, el diálogo y el respeto a la ley. Mientras tanto, podemos descargar la tensión de las últimas semanas preguntándonos si Carles Puigdemont ha digerido que no se parece a Abraracúrcix, jefe de la indómita aldea gala, sino a Asurancetúrix, el bardo cuyo espantoso canto desencadena tormentas.



La plana mayor del independentismo catalán



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lunes, 16 de octubre de 2017

[A vuelapluma] El discurso del rey Felipe





Rafael Narbona, profesor de filosofía, escritor y crítico literario, publicaba el 6 de octubre en su blog "Viaje a Siracusa" un durísimo alegato en defensa del discurso del rey Felipe VI del día anterior, y en contra del gobierno de la comunidad autónoma de Cataluña y de Podemos y sus compañeros de viaje hacia la nada de IU, a los que acusaba de sectarios. También se llevaba su crítica el PSOE por el anuncio de reprobar a la vicepresidenta del gobierno por la actuación de las fuerzas de orden público en Cataluña el pasado 1 de octubre. Con muy buen criterio, a mi juicio, el PSOE ha rectificado su postura y se ha posicionado, como no podía ser menos, del lado de la defensa de la Constitución, de la legalidad, de la democracia y del gobierno de la nación, que por muchas críticas que se merezca, y a mi juicio, se las merece, en este momento debe contar con el apoyo de todos los españoles de bien, que son muchos más de los que los independentistas catalanes, las mareas y meandros de la izquierda radical de Podemos & Cía, y los nacionalismos ombliguistas de todo pelaje y condición se creen.

El discurso de Felipe VI, comienza diciendo el profesor Narbona, no ha defraudado a quienes aún creen en España como nación y en la democracia como sistema de gobierno. El rey se ha limitado a constatar lo evidente: la «deslealtad inadmisible» de la Generalitat, la flagrante violación de la legalidad vigente, el ataque contra la armonía y la convivencia, la apropiación ilegítima de las instituciones. Los independentistas, con un absoluto desprecio por el resto de la sociedad española, han ejecutado un golpe de Estado que atenta contra la libertad, la paz y la estabilidad. El Gobierno no tiene otra alternativa que adoptar las medidas necesarias para restaurar el orden constitucional, el imperio de la ley y el normal funcionamiento de las instituciones: «Son momentos difíciles, pero los superaremos. Son momentos muy complejos, pero saldremos adelante», ha afirmado el Rey, intentando transmitir esperanza y serenidad.Se ha dicho que el rey no ha ofrecido diálogo, que su discurso es una incitación a la guerra, que sólo ha arrojado gasolina al conflicto. Estas objeciones carecen de fundamento, pues ya no hay margen para la negociación. Las turbas que se han apoderado de las calles, hostigando a las fuerzas y cuerpos de seguridad y a los políticos de signo contrario, no aceptarán ninguna alternativa que no sea la independencia. Lo único que podría negociarse son las condiciones de la separación, lo cual significaría ceder al chantaje y a la violencia. Quienes defienden la ley y la unidad de España tienen un miedo absurdo a ser tildados de «fachas». De nuevo circulan las consignas que sembraron el terror en la retaguardia republicana durante nuestra desdichada contienda civil. Todo el que no está con ellos es un «fascista» y sólo merece ser acosado, vituperado, marginado y silenciado. Antoine de Saint-Exupéry visitó Barcelona y Lérida en agosto de 1936 y comprobó con sus propios ojos cómo se aplicaba esta fórmula en un contexto de guerra: «Aquí se fusila como quien tala árboles [...]. Con cal o con petróleo queman a los muertos como abono para los campos. No hay ningún respeto hacia el hombre». En un pueblo de montaña, las milicias populares hablan con el escritor y admiten que han fusilado a diecisiete personas: «Al cura, a la criada del cura, al sacristán y a catorce notables del pueblo». Saint-Exupéry también menciona la represión en el otro bando, lamentando que unos y otros hayan «acorralado las conciencias como si fuera una enfermedad». No estamos en un contexto de guerra, pero sí en un momento prebélico donde se tiende a deshumanizar al adversario. Los independentistas no ocultan su odio a lo español, y los españoles, perplejos por los agravios, comienzan a perder la paciencia. El desgraciado y muy minoritario «¡A por ellos!» podría sumar adeptos en un futuro cercano, cuando el cúmulo de ofensas adquiera una dimensión insoportable.

El comportamiento del PSOE no puede ser más deplorable. Pedir la reprobación de Soraya Sáenz de Santamaría, vicepresidenta del Gobierno, por las cargas policiales sólo es un ejercicio de oportunismo inspirado por el deseo de complacer a Unidos Podemos, cuyo objetivo ya ha quedado claro: desmantelar la nación española, liquidar quinientos años de historia e instaurar el socialismo bolivariano que tanto sufrimiento está causando en Venezuela. Afortunadamente, han surgido voces críticas dentro de las filas de la socialdemocracia, recordando que no se negoció con el coronel Tejero y advirtiendo que en Cataluña se vive «una situación prefascista». No es una exageración. Puigdemont no esconde sus intenciones: «Les damos miedo y más miedo les daremos». Esas palabras serían previsibles en un terrorista, pero resultan inadmisibles en un cargo público. El Estado de derecho se enfrenta a una rebelión que podría desembocar en la balcanización, con España dividida en varios cantones de dudosa viabilidad política y económica. Pienso que se trata de una amenaza mucho más grave que el 23-F, pues entonces los sublevados no contaban con unas masas instruidas para ocupar las calles y apoyar su desafío. La sedición de los Mossos, planificada y alevosa, agrava aún más el problema, pues no puede descartarse que actúen como una fuerza paramilitar si se suspende la autonomía y se recurre al artículo 8 de la Constitución. No es una medida deseable, pero el Estado de derecho ha desaparecido en Cataluña y ya se han agotado los recursos judiciales y policiales. Los independentistas son los dueños de las calles. Barcelona ya no parece una ciudad europea, sino un enclave tercermundista, con una multitud ciega y furiosa, imponiendo su fuerza con la vergonzosa complicidad de las autoridades locales.

El discurso del rey representa un llamamiento a la realidad, con grandes dosis de valentía. Ya no hay otro camino que aplicar la ley. Con todas las consecuencias. Sin complejos, ni vacilaciones. La fuerza legítima del Estado es la última línea defensiva de una democracia amenazada. En estos casos, como escribió José Ortega y Gasset en España invertebrada (1922), «la fuerza de las armas no es fuerza bruta, sino fuerza espiritual». Podríamos sustituir «fuerza espiritual» por «civilización» sin alterar el sentido de la frase. Sin una fuerza legítima y efectiva, con los recursos necesarios para garantizar los derechos y las libertades de los ciudadanos, desaparece la civilización, la racionalidad, la sensatez. Los ciudadanos que creen en el Estado de derecho deberían prepararse para apoyar a esa «hueste ejemplar» –por utilizar las palabras de Ortega‒ que cada vez parece más inevitable movilizar. No es una perspectiva alegre, pero sería mucho más lúgubre que un nacionalismo intolerante y excluyente convirtiera en extranjeros a ciudadanos españoles. Las multitudes que han tomado Barcelona repiten desafiantes: «Nosotros somos catalanes. Ellos no saben lo que son». Y no les falta razón. Una izquierda demagógica e irresponsable ha fomentado el desprecio a España durante generaciones. No es algo reciente. Ese clima ya existía en los años ochenta. Yo lo viví como estudiante universitario en Madrid y asimilé ese discurso, que recobró bríos con el 15-M. Mi viaje a Siracusa empezó hace tres años, cuando rompí definitivamente con esa ideología, lo cual no me convierte en «fascista», sino en un verdadero demócrata y un español orgulloso de su historia y sus grandes aportaciones en el terreno de la cultura. Lo que caracteriza al fanático, según Winston Churchill, es su incapacidad para cambiar de opinión. Sólo un necio sería leal a sus equivocaciones. Eso sí, al mirar hacia atrás y recordar algunas compañías, me viene a la cabeza una frase de Gregorio Marañón: «Y aún es mayor mi dolor por haber sido amigo de tales escarabajos», concluye diciendo.






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jueves, 5 de octubre de 2017

[Política] El independentismo catalán contra la democracia y el Estado de Derecho





Esta vez comienzo por el final. "Es legítimo y razonable sentirse orgulloso de ser español. Por su historia, por su cultura, por su diversidad, por su porvenir. Sería terriblemente irresponsable no recurrir a todos los medios del Estado de derecho, incluida su fuerza legítima, para no abortar un referéndum ilegal que ya se ha convertido en la mayor amenaza contra la paz y la convivencia de nuestra sociedad democrática", decía Rafael Narbona, escritor, crítico literario y profesor de filosofía, y uno de los mayores expertos españoles en el estudio del totalitarismo como fenómeno político, en su blog "Viaje a Siracusa". Lo hacía justamente dos días antes del chusco referéndum llevado a cabo por la conjunción nazi-fascista del nacionalismo catalán. A la vista de lo ocurrido desde ese día, parece que hay que darle la razón.

Manuel Azaña intentó apoyarse en los nacionalistas vascos y catalanes para llevar a cabo su idea de España, basada en el reformismo y el laicismo, comienza diciendo. Pensó que las regiones más desarrolladas podrían ayudar a consolidar la Segunda República, promoviendo un patriotismo cívico y moderado, que contemplara el reconocimiento de las demandas autonómicas. Su planteamiento se reveló ingenuo y estéril, pues a los nacionalistas sólo les interesaba independizarse, no modernizar España ni fomentar la cohesión social. La tendencia rupturista lanzó su mayor desafío el 6 de octubre de 1934, cuando Lluís Companys proclamó el Estat Catalá, al mismo tiempo que Asturias iniciaba un levantamiento revolucionario organizado por la Alianza Obrera, dirigida por la UGT y el PSOE con el apoyo de la CNT. El Estat Catalá duró diez horas, pues –entre otras cosas– no contó con el respaldo de los anarquistas. Companys pidió a Domingo Batet, capitán general de Cataluña y oriundo de Tarragona, que se pusiera al servicio de la Generalitat, pero no logró su adhesión. Batet se mantuvo fiel a la República y acabó con los pequeños focos de resistencia con la mínima fuerza posible. A pesar de todo, murieron treinta y ocho civiles y ocho militares. La derecha nunca le perdonó que no hubiera actuado como Franco en Asturias, que reprimió la revuelta con ferocidad, aplicando los métodos de las campañas en Marruecos contra las cabilas rifeñas. Dos años más tarde, Batet sería fusilado por las tropas franquistas por negarse a secundar la rebelión militar.

Durante la Guerra Civil, la Generalitat apenas colaboró con Madrid. En La velada en Benicarló (1937), Azaña escribió: «La Generalidad funciona insurreccionada contra el Gobierno. Mientras dicen privadamente que las cuestiones catalanistas han pasado a segundo término, que ahora nadie piensa en extremar el catalanismo, la Generalidad asalta servicios y secuestra funciones del Estado, encaminándose a una separación de hecho». Durante la Transición, se especuló que el Estado de las Autonomías resolvería el problema de los regionalismos separatistas, pero el tiempo ha demostrado que sólo ha servido para acentuar el conflicto. La transferencia de las competencias educativas proporcionó una poderosa arma a los independentistas, que han utilizado las escuelas para alimentar mitos y mentiras, convirtiendo la Guerra de Sucesión en Guerra de Secesión y la revuelta campesina de los segadores en una gesta independentista. Se ha utilizado el idioma para segregar, no para enriquecer y convivir.

A estas alturas ya no sirven los argumentos racionales, basados en datos históricos contrastados, ni las objeciones morales o económicas. En Cataluña se ha impuesto un sentimiento nacionalista puramente emocional que inventa Arcadias y profetiza Paraísos. El odio y la xenofobia no cesan de crecer. Se identifica lo español con el atraso, la intolerancia y el autoritarismo. Todo el que se atreve a discrepar sufre un linchamiento moral y un creciente acoso social. Las muchedumbres no dejan de hostigar a las Fuerzas de Seguridad del Estado, evidenciando que el nacionalismo nunca es amable, dialogante o sonriente. Se esgrime el derecho a decidir, ocultando que la mayoría de los países democráticos (Francia, Alemania, Portugal o Suiza) prohíben cuestionar la unidad territorial. No es un simple capricho del legislador, sino una medida adoptada para neutralizar el problema de los nacionalismos, que desencadenó horripilantes guerras en un pasado reciente. La Unión Europea se construyó para desterrar definitivamente la exaltación nacionalista y sus devastadoras consecuencias. Cataluña no puede invocar el derecho de autodeterminación, pues Naciones Unidas únicamente reconoce esa posibilidad a los pueblos sometidos a una dominación extranjera. Según el Derecho Internacional, la independencia sólo es una reivindicación legítima cuando el Estado aplica políticas de discriminación grave y sistemática contra una comunidad territorial por razones étnicas, religiosas, lingüísticas o culturales, violando reiteradamente los derechos fundamentales de los individuos y los pueblos. Se habla de pactar un referéndum legal, pero esa propuesta atenta contra nuestro orden constitucional y abre las puertas a la fragmentación de España. La disparatada entelequia de los Países Catalanes evoca los delirios de la Gran Serbia o la Gran Alemania, asociando la ciudadanía a la comunidad cultural y lingüística. Si avanzaran los proyectos secesionistas, los compatriotas de hoy se convertirían en vecinos poco amistosos, abocados a la confrontación y el resentimiento.

¿Cómo hemos llegado a esta situación? El problema de los nacionalismos periféricos surge a finales del siglo XIX, cuando el ideario romántico se propaga por el continente europeo, despertando la nostalgia de los paraísos perdidos, casi siempre naciones supuestamente destruidas por elementos extraños. El politólogo nazi Carl Schmitt definió el nacionalismo romántico como «metafísica secularizada», indicando que la patria –real o imaginaria– pasó a ocupar el lugar de la fe. Eso explica que las guerras de religión fueran reemplazadas por guerras entre naciones. El siglo XX, con sus dos guerras mundiales, constituye la apoteosis de esa mentalidad. La Declaración de Derechos Humanos de 1948 y el proyecto de la Unión Europea, con inequívocas raíces ilustradas, nacieron para dejar atrás esa catástrofe e impedir que se repitiera. ¿Cómo hemos llegado entonces a esta situación? Al margen de las maniobras de los partidos independentistas, hay que distribuir la responsabilidad entre la izquierda y la derecha. La derecha ha fomentado un modelo de desarrollo orientado a sustituir los vínculos comunitarios por la libre competencia entre individuos. Ese programa puede funcionar en momentos de relativa prosperidad, pero no en momentos de crisis. Sin políticas redistributivas, las naciones pierden el apoyo de sus ciudadanos, que acabando sucumbiendo a los discursos populistas. Si, además, los casos de corrupción proliferan y afectan a las más altas instituciones, sólo hace falta una chispa para provocar un incendio social. Las naciones se debilitan cuando se descuida la solidaridad. Es cierto que la mejor política social consiste en crear empleo, pero siempre habrá que arbitrar medidas para no dejar desamparados a los ciudadanos que –por distintos motivos– caen en cuadros de exclusión, particularmente si son menores, personas discapacitadas o de la tercera edad.

La izquierda tampoco ha ayudado a normalizar la convivencia, alentando las fantasías jacobinas. En su mitología, nunca ha desaparecido la fantasía de asaltar los cielos. La socialdemocracia ha cortejado a los independentistas, pensando que nunca se plantearían seriamente destruir la nación española. Es evidente que se ha equivocado. Su rumbo errático ha coexistido con grandes escándalos de corrupción, que han menoscabado su credibilidad. Más grave es el caso de Podemos y sus confluencias. La alianza con las fuerzas «soberanistas», incluida la rama política de ETA, siempre chocó con su estrafalaria reivindicación del patriotismo español. Ahora ha quedado muy clara la intención de fondo: reemplazar la monarquía parlamentaria por una confederación de repúblicas socialistas. No es sorprendente en un partido que ha elogiado la Cuba de Fidel Castro y la Venezuela de Hugo Chávez. De todas formas, el pecado capital de la izquierda ha consistido en fomentar el discurso del odio contra España. Mientras los vascos, catalanes y gallegos independentistas aireaban sus banderas, la izquierda afirmaba que la bandera nacional era una herencia del franquismo. El filósofo y antropólogo marxista Eloy Terrón afirmaba en Sociedad e ideología en los orígenes de la España contemporánea (1958) que en la universidad de su juventud se respiraba «un desinterés, muy próximo al desprecio, por la producción intelectual española». Investigar sobre el krausismo le enseñó que España tenía «una historia no menos viva y vigorosa que la de cualquier otro país». Terrón deploraba la inexistencia de «una conciencia nacional». España le había dado la espalda a su pasado histórico, sin comprender la importancia de «la tradición como agente modelador y potenciador del pensamiento individual». Las reflexiones de Terrón no han perdido un ápice de vigencia. España debe aprovechar la crisis catalana para reconciliarse con su pasado y crear una conciencia nacional a la altura de los tiempos. España es el país de Cervantes, Cisneros, Jovellanos, Azaña, Ortega y Gasset, Unamuno, Antonio Machado, Josep Pla, Salvador Espriu y Rosalía de Castro. Su acervo cultural es de una enorme riqueza. El castellano es la lengua oficial de veinte países. Ningún país está exento de momentos aciagos y, en nuestro caso, se han incurrido en notables exageraciones. Como ha señalado el prestigioso hispanista Joseph Pérez, la Leyenda Negra es falsa, una obra de la mala fe inventada por los adversarios de España, con el propósito de recortar su influencia. Es legítimo y razonable sentirse orgulloso de ser español. Por su historia, por su cultura, por su diversidad, por su porvenir. Sería terriblemente irresponsable no recurrir a todos los medios del Estado de derecho, incluida su fuerza legítima, para no abortar un referéndum ilegal que ya se ha convertido en la mayor amenaza contra la paz y la convivencia de nuestra sociedad democrática.



El gobierno de Cataluña, fuera de la ley



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