lunes, 16 de octubre de 2017

[A vuelapluma] El discurso del rey Felipe





Rafael Narbona, profesor de filosofía, escritor y crítico literario, publicaba el 6 de octubre en su blog "Viaje a Siracusa" un durísimo alegato en defensa del discurso del rey Felipe VI del día anterior, y en contra del gobierno de la comunidad autónoma de Cataluña y de Podemos y sus compañeros de viaje hacia la nada de IU, a los que acusaba de sectarios. También se llevaba su crítica el PSOE por el anuncio de reprobar a la vicepresidenta del gobierno por la actuación de las fuerzas de orden público en Cataluña el pasado 1 de octubre. Con muy buen criterio, a mi juicio, el PSOE ha rectificado su postura y se ha posicionado, como no podía ser menos, del lado de la defensa de la Constitución, de la legalidad, de la democracia y del gobierno de la nación, que por muchas críticas que se merezca, y a mi juicio, se las merece, en este momento debe contar con el apoyo de todos los españoles de bien, que son muchos más de los que los independentistas catalanes, las mareas y meandros de la izquierda radical de Podemos & Cía, y los nacionalismos ombliguistas de todo pelaje y condición se creen.

El discurso de Felipe VI, comienza diciendo el profesor Narbona, no ha defraudado a quienes aún creen en España como nación y en la democracia como sistema de gobierno. El rey se ha limitado a constatar lo evidente: la «deslealtad inadmisible» de la Generalitat, la flagrante violación de la legalidad vigente, el ataque contra la armonía y la convivencia, la apropiación ilegítima de las instituciones. Los independentistas, con un absoluto desprecio por el resto de la sociedad española, han ejecutado un golpe de Estado que atenta contra la libertad, la paz y la estabilidad. El Gobierno no tiene otra alternativa que adoptar las medidas necesarias para restaurar el orden constitucional, el imperio de la ley y el normal funcionamiento de las instituciones: «Son momentos difíciles, pero los superaremos. Son momentos muy complejos, pero saldremos adelante», ha afirmado el Rey, intentando transmitir esperanza y serenidad.Se ha dicho que el rey no ha ofrecido diálogo, que su discurso es una incitación a la guerra, que sólo ha arrojado gasolina al conflicto. Estas objeciones carecen de fundamento, pues ya no hay margen para la negociación. Las turbas que se han apoderado de las calles, hostigando a las fuerzas y cuerpos de seguridad y a los políticos de signo contrario, no aceptarán ninguna alternativa que no sea la independencia. Lo único que podría negociarse son las condiciones de la separación, lo cual significaría ceder al chantaje y a la violencia. Quienes defienden la ley y la unidad de España tienen un miedo absurdo a ser tildados de «fachas». De nuevo circulan las consignas que sembraron el terror en la retaguardia republicana durante nuestra desdichada contienda civil. Todo el que no está con ellos es un «fascista» y sólo merece ser acosado, vituperado, marginado y silenciado. Antoine de Saint-Exupéry visitó Barcelona y Lérida en agosto de 1936 y comprobó con sus propios ojos cómo se aplicaba esta fórmula en un contexto de guerra: «Aquí se fusila como quien tala árboles [...]. Con cal o con petróleo queman a los muertos como abono para los campos. No hay ningún respeto hacia el hombre». En un pueblo de montaña, las milicias populares hablan con el escritor y admiten que han fusilado a diecisiete personas: «Al cura, a la criada del cura, al sacristán y a catorce notables del pueblo». Saint-Exupéry también menciona la represión en el otro bando, lamentando que unos y otros hayan «acorralado las conciencias como si fuera una enfermedad». No estamos en un contexto de guerra, pero sí en un momento prebélico donde se tiende a deshumanizar al adversario. Los independentistas no ocultan su odio a lo español, y los españoles, perplejos por los agravios, comienzan a perder la paciencia. El desgraciado y muy minoritario «¡A por ellos!» podría sumar adeptos en un futuro cercano, cuando el cúmulo de ofensas adquiera una dimensión insoportable.

El comportamiento del PSOE no puede ser más deplorable. Pedir la reprobación de Soraya Sáenz de Santamaría, vicepresidenta del Gobierno, por las cargas policiales sólo es un ejercicio de oportunismo inspirado por el deseo de complacer a Unidos Podemos, cuyo objetivo ya ha quedado claro: desmantelar la nación española, liquidar quinientos años de historia e instaurar el socialismo bolivariano que tanto sufrimiento está causando en Venezuela. Afortunadamente, han surgido voces críticas dentro de las filas de la socialdemocracia, recordando que no se negoció con el coronel Tejero y advirtiendo que en Cataluña se vive «una situación prefascista». No es una exageración. Puigdemont no esconde sus intenciones: «Les damos miedo y más miedo les daremos». Esas palabras serían previsibles en un terrorista, pero resultan inadmisibles en un cargo público. El Estado de derecho se enfrenta a una rebelión que podría desembocar en la balcanización, con España dividida en varios cantones de dudosa viabilidad política y económica. Pienso que se trata de una amenaza mucho más grave que el 23-F, pues entonces los sublevados no contaban con unas masas instruidas para ocupar las calles y apoyar su desafío. La sedición de los Mossos, planificada y alevosa, agrava aún más el problema, pues no puede descartarse que actúen como una fuerza paramilitar si se suspende la autonomía y se recurre al artículo 8 de la Constitución. No es una medida deseable, pero el Estado de derecho ha desaparecido en Cataluña y ya se han agotado los recursos judiciales y policiales. Los independentistas son los dueños de las calles. Barcelona ya no parece una ciudad europea, sino un enclave tercermundista, con una multitud ciega y furiosa, imponiendo su fuerza con la vergonzosa complicidad de las autoridades locales.

El discurso del rey representa un llamamiento a la realidad, con grandes dosis de valentía. Ya no hay otro camino que aplicar la ley. Con todas las consecuencias. Sin complejos, ni vacilaciones. La fuerza legítima del Estado es la última línea defensiva de una democracia amenazada. En estos casos, como escribió José Ortega y Gasset en España invertebrada (1922), «la fuerza de las armas no es fuerza bruta, sino fuerza espiritual». Podríamos sustituir «fuerza espiritual» por «civilización» sin alterar el sentido de la frase. Sin una fuerza legítima y efectiva, con los recursos necesarios para garantizar los derechos y las libertades de los ciudadanos, desaparece la civilización, la racionalidad, la sensatez. Los ciudadanos que creen en el Estado de derecho deberían prepararse para apoyar a esa «hueste ejemplar» –por utilizar las palabras de Ortega‒ que cada vez parece más inevitable movilizar. No es una perspectiva alegre, pero sería mucho más lúgubre que un nacionalismo intolerante y excluyente convirtiera en extranjeros a ciudadanos españoles. Las multitudes que han tomado Barcelona repiten desafiantes: «Nosotros somos catalanes. Ellos no saben lo que son». Y no les falta razón. Una izquierda demagógica e irresponsable ha fomentado el desprecio a España durante generaciones. No es algo reciente. Ese clima ya existía en los años ochenta. Yo lo viví como estudiante universitario en Madrid y asimilé ese discurso, que recobró bríos con el 15-M. Mi viaje a Siracusa empezó hace tres años, cuando rompí definitivamente con esa ideología, lo cual no me convierte en «fascista», sino en un verdadero demócrata y un español orgulloso de su historia y sus grandes aportaciones en el terreno de la cultura. Lo que caracteriza al fanático, según Winston Churchill, es su incapacidad para cambiar de opinión. Sólo un necio sería leal a sus equivocaciones. Eso sí, al mirar hacia atrás y recordar algunas compañías, me viene a la cabeza una frase de Gregorio Marañón: «Y aún es mayor mi dolor por haber sido amigo de tales escarabajos», concluye diciendo.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 3923
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)