Mejor juntos, pero se han dinamitado tantos puentes que la única salida es emocional y decir lo mucho que queremos a Cataluña. Desde fuera era el ejemplo de nuestras aspiraciones, un modelo, una ventana de aire fresco hacia la modernidad, dice en El País Ignacio Urquizu, profesor de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid y diputado del PSOE por Teruel en el Congreso.
La crisis territorial, comienza diciendo, se ha corrompido tanto que en estos momentos se encuentra en su última y más dolorosa fase, que es la más difícil: la emocional. Se han dinamitado tantos puentes, se han producido tantas heridas que en el imaginario muchos catalanes ya han desconectado del resto del país. Sus sentimientos hacia España son tan negativos que la tarea que tenemos por delante es titánica, aunque no imposible. Solo tenemos una salida aquellos que queremos seguir viviendo juntos: decir lo mucho que queremos a Cataluña.
Me siento orgulloso de pertenecer a una zona de Aragón limítrofe con Cataluña. Desde que soy pequeño, he oído en muchos de esos pueblos aragoneses hablar catalán. Es parte de su cultura, una cultura que se ha pasado de padres a hijos durante siglos y que ha resistido a monarquías absolutistas o a dictaduras. No concibo la cultura catalana sin la poesía de Desideri Lombarte (Peñarroya de Tastavins, Teruel). De la misma forma que el cardenal y arzobispo de Barcelona, Juan José Omella, se puede dirigir a sus feligreses en catalán gracias a que nació en Cretas (Teruel).
Pero si desde fuera de Cataluña hemos sido capaces de traspasar las fronteras imaginarias que algunos tratan de levantar, desde Cataluña ha llegado en muchas ocasiones el aire fresco que necesitaba España. Juntos hicimos frente a los que querían imponer una dictadura en nuestro país. No tuvimos mucho éxito en frenar la llegada del franquismo. No obstante, no es casualidad que una de las batallas donde más combatientes participaron en la defensa de la República fue la batalla del Ebro. Entre la Tierra Alta de Tarragona y la zona oriental de la provincia de Zaragoza, 100.000 hombres del Ejército del Ebro, entre los que estaban los más jóvenes, la quinta del biberón, trataron de impedir la caída de Cataluña. Es difícil cuantificar el número de bajas, pero decenas de miles de españoles perdieron la vida en aquellos meses de 1938.
Cuando años después la democracia llegó, dos de los siete padres de la Constitución fueron catalanes. Ellos sentaron las bases de nuestro sistema político. Fueron capaces de llegar a acuerdos y establecer unas reglas del juego que han permitido la convivencia durante casi cuarenta años. Pero no solo eso: tras un intento de derribar la incipiente democracia por parte de militares golpistas el 23 de febrero de 1981, fue un catalán, Narcís Serra, quien modernizó y democratizó nuestras Fuerzas Armadas. Y cuando decidimos construir un Estado del bienestar como el resto de países desarrollados, fue también un catalán y socialista, Ernest Lluch, quien sentó las bases del sistema nacional de salud.
La modernización de nuestro país llegó tarde, pero no se entendería el salto de calidad que dio España en la esfera internacional si no es gracias a la Barcelona de Pasqual Maragall y los Juegos Olímpicos de 1992. Muchos dicen que han sido los mejores Juegos Olímpicos de la historia. Lo cierto es que el mundo nos miró con admiración y vio un país moderno y abierto, muy distinto a la imagen que había construido el franquismo de nosotros. Es indudable que, de nuevo, Cataluña contribuyó a que España fuera respetada y apreciada más allá de sus fronteras.
Nunca podremos entender nuestra cultura sin las canciones de Joan Manuel Serrat o Lluís Llach, sin las novelas de Juan Goytisolo o sin las películas de Vicente Aranda. Fue un catalán, Pere Portabella, quien produjo una de las obras maestras del cine español: Viridiana, de Luis Buñuel. Pero la aportación de Cataluña a nuestra cultura es impagable, y no solo por la gran cantidad de cantantes, escritores o directores de cine catalanes que producen sus genialidades, sino porque su lengua, el catalán, es ya parte de nuestra riqueza cultural. Somos un país que es capaz de sentir, amar, soñar o emocionar en varias lenguas. Frente a la homogeneidad de otras sociedades, nosotros siempre hemos vivido en la diversidad cultural y emocional. Será por ello por lo que los españoles aparecemos en muchas encuestas internacionales como los más tolerantes en valores.
Cada vez que debatimos sobre investigación, desarrollo y universidad, siempre aparece Cataluña en el horizonte. Programas como ICREA, centros como la Pompeu Fabra o la Universidad de Barcelona y académicos como Andreu Mas-Colell o Joan Massagué son ejemplos a seguir. Si queremos transformar nuestro modelo económico y fundamentarlo en la innovación, debemos mirarles con mucha atención y aprender de lo que están haciendo.
En definitiva, desde fuera de Cataluña somos muchos los que la hemos admirado, puesto que representaba lo que queríamos para el resto de nuestro país. La veíamos como un ejemplo de nuestras aspiraciones, como un modelo a seguir, como una ventana de aire fresco hacia la modernidad. Quizás, por estar más próximos a Europa, sabíamos que muchas de las soluciones a nuestros males vendrían desde Cataluña. Y como se ha visto en estas líneas, así ha sido en innumerables ocasiones.
Nosotros también hemos contribuido modestamente a una parte del éxito catalán. Aquello que más valor tiene en un territorio, las personas, emigraron a tierras catalanas en busca de un futuro mejor. Muchos de ellos encontraron lo que buscaban, un proyecto de vida, y se quedaron. Mientras en la España del interior perdíamos nuestra mayor riqueza, nuestra población, seguíamos mirando a Cataluña como ese lugar que aspirábamos a emular.
Somos muchos los que queremos y admiramos lo que Cataluña representa para España. Pero en unos momentos donde la fractura social ha alcanzado una brecha inimaginable, es cierto que va a ser necesaria una alta dosis de emoción y afecto. Aquellos que creemos en sociedades abiertas y plurales, no vamos a descansar hasta restaurar la convivencia. Creo en una sociedad donde puedan compartir el espacio público personas tan distintas como Gabriel Rufián y Rafael Hernando. Y no es una quimera. Lo que algunos tienen que empezar a entender es que se puede querer a España sin ser de derechas, de la misma manera que se puede querer a Cataluña sin ser independentista. Es cierto que el desenlace pasa por defender el orden constitucional, pero la solución no es solo jurídica. La fractura social es tan seria que va a ser necesario algo más que la aplicación de las leyes. La empatía, la tolerancia y la concordia son valores ahora muy necesarios. Las sociedades son fuertes cuando gentes que piensan de formas muy diversas conviven juntas, concluye diciendo Urquizu.
1 comentario:
Buen artículo ...
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