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domingo, 12 de abril de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Vientos autoritarios

Dibujo de Eduardo Estrada para El País


Se ha producido una exorbitante utilización del estado de alarma, comenta en el Especial dominical de hoy [Hay que tomarse la Constitución en serio. El País, 10/4/2020] el catedrático emérito de Derecho Constitucional y exmagistrado del Tribunal Constitucional, Manuel Aragón Reyes: La protección de la salud es una obligación de los poderes públicos, pero solo puede realizarse a través de las reglas del Estado de derecho.

"En estos días desgraciados, en los que estamos sufriendo una horrorosa pandemia, con sus inevitables y muy graves consecuencias personales, sanitarias, sociales y económicas, -comienza diciendo Aragón Reyes- creo que se está descuidando algo por completo fundamental, como es el exacto cumplimiento de la Constitución. No me refiero solo al mal ejemplo que se ha venido dando de un formato de ruedas de prensa presidenciales o ministeriales difícilmente concebibles en cualquier país democrático, problema que ya parece, afortunadamente, resuelto; ni tampoco al inadecuado lenguaje del presidente del Gobierno en sus últimas comparecencias televisadas, utilizando un tuteo paternalista al dirigirse a los ciudadanos y proclamándose, literalmente, de manera poco conciliable con la realidad de nuestro sistema institucional, como “el representante” o “el máximo representante” de “la nación en su conjunto”, cuando resulta que a la nación la representan únicamente las Cortes Generales, como bien dice la Constitución, y al Estado, como también la Constitución manda, solo lo representa el Rey. El presidente del Gobierno representa al poder ejecutivo, y nada más. Este “presidencialismo”, incompatible con nuestra monarquía parlamentaria, y que va calando, quizás por inercia o ignorancia, se corresponde con la deriva cesarista en los partidos y en el mismo poder ejecutivo que desde hace años estamos experimentando, lamentablemente.

A lo que sí me refiero, de manera principal, porque me parece que tiene mayor gravedad, es a la exorbitante utilización del estado de alarma. En primer lugar, la declaración del estado de alarma no puede legitimar la anulación del control parlamentario del Gobierno, como parece que está sucediendo, porque la Constitución establece que el funcionamiento de las Cámaras no podrá interrumpirse durante la vigencia de cualquiera de los estados excepcionales, y porque la ausencia de previsiones en los reglamentos del Congreso y el Senado para circunstancias como la presente no es obstáculo para que las presidencias de las respectivas Cámaras usen el poder que tienen para suplir esos reglamentos en casos de omisión y adaptar el funcionamiento parlamentario a las limitaciones sobre las reuniones o incluso sus modalidades no presenciales que la situación exige. Parece que ya se anuncia una futura rectificación de esa criticable ausencia de control, pero para juzgarla habrá que esperar a ver su alcance.

En segundo lugar, la declaración del estado de alarma no permite, a su amparo, decretar, como se ha hecho, la suspensión generalizada del derecho de libertad de circulación y residencia de los españoles, medida que solo puede adoptarse en el estado de excepción, como determina el artículo 55.1 de la Constitución. Nuestra Norma Fundamental, en ese sentido, es perfectamente clara. Y también la Ley Orgánica 4/1981, al permitir, en su artículo 11. a), en el estado de alarma, “limitar la circulación o permanencia de personas” en “horas o lugares determinados o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos”.

Ordenar una especie de arresto domiciliario de la inmensa mayoría de los españoles, que es lo que realmente se ha hecho, no es limitar el derecho, sino suspenderlo, y esa conclusión resulta difícilmente rebatible desde un entendimiento jurídico correcto, y en tal sentido la medida adoptada creo que es bien distinta de la normativamente estipulada para el estado de alarma. Sí se corresponde con el estado de excepción, que tiene prevista esa posibilidad de suspensión en el artículo 55.1 de la Constitución y en el artículo 20 de la Ley Orgánica 4/1981. La protección de la salud es una finalidad que legitima la actuación de los poderes públicos, por supuesto, y más aún, es una obligación que les viene impuesta, pero ese objetivo solo puede llevarse a cabo a través de las reglas del Estado de derecho. Ambas obligaciones son, y deben ser, perfectamente compatibles. El confinamiento general, salvo determinadas excepciones, de las personas en sus domicilios ha sido, probablemente, una decisión necesaria para intentar atajar la pandemia, y debemos aceptarla y sufrirla resignadamente, pero siempre que se haya respetado escrupulosamente la forma que la Constitución exige, algo que, a mi juicio, no se ha hecho, por lo que acabo de decir.

Por no hablar de la escasa adecuación a la Constitución de algunas de las medidas económicas que al amparo del estado de alarma se están adoptando, cuyo examen habrá que dejarlo para otra ocasión, pues el espacio de un artículo de prensa es limitado. De todos modos, sí parece pertinente adelantar al menos que, frente al intento de un alto cargo del Gobierno de legitimar algunas de las medidas económicas y sociales adoptadas y que en el futuro pudieran adoptarse apelando a lo previsto en artículo 128 de la Constitución, hay que dejar bien claro que dicho precepto no dota de poderes omnímodos al Estado, ni siquiera en situaciones de excepción, por la sencilla razón de que está inserto en una Constitución democrática que impide cualquier despotismo. La proclamación por aquel precepto de que “toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general” no puede entenderse ni aplicarse al margen de las demás prescripciones constitucionales que garantizan los derechos de los ciudadanos, la libertad de empresa en una economía de mercado, la seguridad jurídica y la proscripción de la arbitrariedad de los poderes públicos. Incluso en casos de emergencia nacional, nuestra Constitución pone límites al derecho de excepción, estableciendo, en su artículo 116, los supuestos habilitantes, las medidas a adoptar, sus límites y su control, político y jurisdiccional. Por ello, en España, las situaciones de excepción no permiten el establecimiento, para intentar resolverlas, de una dictadura constitucional, sino solo un reforzamiento de los poderes del Estado que no autoriza, sin embargo, la derogación completa de las garantías constitucionales.

La Constitución forma una unidad, y no cabe elegir a capricho cualquiera de sus partes, ya sean, por ejemplo, el artículo 116 o el artículo 128, desconociendo el resto. Del mismo modo que el Estado social, garantizado por la Constitución, no permite dejar sin garantías al Estado democrático, que es lo mismo que decir que la consecución de la igualdad no permite la abolición de la libertad, sino que obliga al equilibrio entre ambos valores. Parece mentira que haya que recordar a ciertos políticos algo tan elemental. España es, por fortuna, un Estado democrático que impone, en toda circunstancia, el control político del poder, y un Estado de derecho, que exige, sin excepción, su protección por jueces y tribunales independientes. Y también, ha de esperarse, su salvaguarda por la inmensa mayoría de los ciudadanos, que, al socaire de una enorme desgracia sanitaria, no deben permitir que se debilite la democracia conseguida hace ya cuarenta años. Creo que igualmente cabe confiar en que esa protección la otorguen aquellos partidos, incluido el socialista, que hemos de considerar como sostenedores del sistema político que los españoles nos dimos hace ya cuarenta y dos años. Y, por supuesto, también ha de esperarse que esa protección provenga del Gobierno, siempre que, corrigiendo los errores cometidos, algo que, al parecer, ya ha comenzado a hacer, actúe de aquí en adelante con la convicción de que a la Constitución hay que tomársela completamente en serio".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.



El magistrado Manuel Aragón con el rey Felipe VI



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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domingo, 7 de enero de 2018

[A vuelapluma] La reacción del Estado





Los Estados modernos suelen ser tomados a efectos de análisis politológico como unas “cajas tontas” dentro de las cuales “pasan cosas”. El Estado sería un mero contenedor institucional inerte, mientras que las cosas pasarían en su interior o su derredor, protagonizadas por los auténticos actores, fueran éstos los partidos, las clases, las naciones, la elite económica o las religiones. Por ello, los análisis y predicciones que produce la política como disciplina se centran normalmente en la actividad y resultados de éstos, desdeñando la contemplación del Estado como un actor por sí y en sí. Pero el Tribunal Supremo está descubriendo una confabulación criminal y mutando radicalmente las reglas de juego, escribe en El País el abogado José María Ruiz Soroa sobre la conjura del independentismo catalán.

Existe sin embargo otro enfoque, para el cual los Estados modernos (por muchas limitaciones que tengan) son la dinámica acumulativa de poder más intensa que ha conocido la historia y, como tales realidades dinámicas, son actores de la política a título principal, por mucho que no resulten visibles a corto plazo. Tocqueville y Weber entre los clásicos, o Charles Tilly o Theda Scokpol entre los contemporáneos, son ejemplos de investigación demostrativa de cómo, por poner un ejemplo, todas las revoluciones modernas han tenido una consecuencia común: la de fortalecer al Estado que la experimentaba, incrementando su capacidad de control sobre las fuerzas sociales internas. O cómo es el Estado el que, en gran manera, ha creado a las naciones como estructuras comunitarias útiles para fortalecer su dominio (el “gran truchimán” que decía Ortega). O cómo las revoluciones pueden perfectamente ser vistas como los estertores de un Estado en crisis (exitosos o no) para acomodarse a una realidad económica o global.

Perdonen la pedantería. Pero en España ha tenido lugar un intento de revolución radical (ya dijo Kelsen que la secesión para un Estado es una revolución) y, si no me equivoco, asistimos a una no menos radical reacción del Estado, entendido como poder institucionalizado. Lo curioso (y probablemente impredecible) es que a la cabeza de esa reacción radical se ha puesto un poder estatal casi siempre secundario y reactivo, el judicial, que ha tomado la iniciativa de defender al Estado a través de las élites tecnoburocráticas de Fiscalía y Tribunal Supremo.

Este no es un comentario de cariz jurídico, sino estrictamente politológico. Y desde esta perspectiva puede entenderse la sorprendente instrucción del caso por la Sala 2ª, en la que día a día se va produciendo una casi mágica reescritura o reinterpretación del proceso secesionista catalán. En colaboración muy estrecha con la Guardia Civil, el tribunal está “descubriendo” que ha existido desde hace un par de años una confabulación política en Cataluña para llegar a la secesión a través de un proceso de excitación identitaria, acción gubernamental y pseudoreferendos. Y al descubrir esta actividad la está a la vez repintando o caracterizando como algo criminal, como incursa en los delitos de rebelión o sedición, una caracterización que ninguno de los que asistimos al proceso en su día (pues fue público y notorio) soñamos siquiera.

Así, el Tribunal está llevando a cabo una mutación radical de las reglas del juego constitucional español. Hasta ahora, el secesionismo pacífico era ilegal por cuanto buscaba conseguir un resultado anticonstitucional por medios distintos de los previstos en la Constitución, pero no era en sí mismo criminal. Por eso las instituciones, desde el gobierno al Constitucional, asistieron indefensas a su desarrollo, limitándose a formular quejas sobre concretos actos de desobediencia o malversación. Ahora avanza una verdad muy diversa: el proceso era en sí mismo criminal, porque secesionarse era lo mismo que rebelarse, intentar la declaración de independencia era lo mismo que alzarse violentamente.

Más importante, esta mutación radical de las reglas del juego, de acusado cariz defensivo de la estatalidad vigente, se realiza para ser aplicada no sólo a posteriori sino que es rabiosamente actual con respecto a la realidad política hodierna: el intento de continuar con el proceso está predefinida como actividad delictiva que —artículo 155 aparte— puede ser yugulada directamente por el juez instructor. El Estado cuenta ahora —le guste más o menos al gobierno— con un arma defensiva nueva de una eficacia masiva. En nada se parece ya la situación del Estado español de octubre 2017, titubeante ante lo escaso de su arsenal defensivo, con la de ese mismo Estado en 2018, encabezado por un adalid poderoso (recuerden, el poder de un juez instructor español es el mayor que existe en nuestra realidad). ¿Y dicen ustedes que estamos donde estábamos? ¡Quia!






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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viernes, 3 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Hispanofobia española





En un momento crítico, Iglesias y sus aliados emprenden una operación de sabotaje al Estado español que retoma las viejas pulsiones autodestructivas. La operación de fondo consiste en renegar de la Constitución, de la bandera ‘rancia’ y del ‘sistema‘, comenta en el diario El País el periodista y escritor Rubén Amón.

La simplificación del procés —o el proceso, en sentido kafkiano— a un conflicto entre Cataluña y España tanto subordina el escenario principal —la división de Cataluña misma— como subestima la operación de sabotaje de España a la propia España. La sugestión de una emergencia nacional tendría que haber privilegiado el deber patriótico respecto al ventajismo político, pero el Gobierno de Rajoy, muchas veces negligente en la gestión del caos, ha sido expuesto a un escarmiento de la deslealtad que aspira a la implosión de la sociedad en una crisis de identidad nacional.

El pretexto es el antimarianismo, la fobia al PP, la maldición de Génova, pero esta misma bandera exorcista ha introducido confusión y felonía. Confusión porque los detractores de España en su realidad contemporánea —los indepes, Pablo Iglesias, los otros nacionalismos— sobreponen el Estado y el presidente del Gobierno conscientes del desprestigio de Rajoy. Y felonía porque la operación de fondo no consiste tanto en provocar la caída de un Ejecutivo como renegar de la Constitución, del “frente monárquico”, de la bandera rancia y del “sistema”, cuyo pecado original digno de expiarse sería el linaje franquista y la derivada del régimen del 78.

Ninguna manera más eficaz de probar semejante corrupción que la represión brutal de los tricornios, la coacción electoral del 1-O, el confinamiento de presos políticos —Jordi I y Jordi II— y el sesgo tiránico, “golpista”, con que se ha interpretado la aplicación severa del artículo 155.

La crónica frívola del victimismo indepe ha incorporado todas estas falacias como extremos inequívocos de la opresión y como síntomas de una supresión de derechos. El problema es la celeridad con que han asumido este mismo discurso incendiario otras formaciones del parlamento nacional. Y no Bildu o ERC en la connivencia oportunista del separatismo, sino el PNV desde el chantaje a los presupuestos generales y, sobre todo, Podemos, cuyo líder ha estimulado las conexiones en Bruselas para denunciar en la instancia de la Comisión Europea la violencia del Estado español. Exigía la formación morada, incluso, activar contra la credibilidad y estabilidad de su propio país el artículo 7 del Tratado de la UE. Habría España infringido el capítulo de “valores fundamentales”. Y se le debería escarmentar sustrayéndola del voto y de otras funciones capitales en el organismo supremo e intergubernamental del Consejo Europeo.

La iniciativa no ha prosperado más allá de su propio exotismo, pero es ilustrativa no sólo del insólito fervor comunitario que parece haber descubierto la euroescéptica Podemos, sino de la conspiración que España urde contra sí misma en un frente abierto e inesperado cuyas energías desestabilizan la concentración en la prioridad histórica de la crisis catalana.

Se diría que el españolismo se ha convertido en un folclorismo anacrónico. Y que cualquier escrúpulo hacia la Constitución o hacia la incolumidad del Estado se interpreta desde Podemos y sus satélites —Ada Colau, por ejemplo— como una trasnochada veneración sentimental. Ha prosperado no en Barcelona, sino en Madrid, un ajuste de cuentas que indistintamente denuncia el genocidio indígena, que maldice los Pactos de la Moncloa y que reconoce la adanista, pura, identidad de los pueblos, siempre y cuando esa identidad no consista precisamente en la española ni se revista de la bandera roja y gualda o incurra en una autoestima patriótica.

Reaparece así una antigua tradición autodestructiva que el historiador Stanley Payne describió desde la academia y la equidistancia. La peculiaridad de la leyenda negra de España —su ferocidad imperialista, su pulsión inquisitorial, su esclavismo, su oscurantismo intelectual— no consiste sólo en que la fomentaran las potencias rivales desde la propaganda y la hegemonía geopolítica, sino que le otorgase musculatura la propia intelectualidad y progresía nacionales. Fue necesario incluso crear un neologismo hiperbólico, el “excepcionalismo”, para definir la propensión a la vergüenza patriótica que ha adquirido impostura teatral estas semanas de camisetas y banderas blancas.

Ya lo escribía la historiadora Elvira Roca Barea: los intelectuales españoles han tenido que ser hispanófobos para alcanzar una posición de prestigio. Sucedió con la pérdida de Cuba y de Puerto Rico en el desmantelamiento del imperio colonial. Ocurrió en el primer brote del nacionalismo decimonónico. Los rivales de España estaban fuera y estaban dentro. Y más dentro que fuera están ahora, toda vez que la campaña de desprestigio que encabeza Pablo Iglesias desde el derecho de autodeterminación y la aquiescencia de una cierta izquierda mediática, aspira a desfigurar el modelo de convivencia, incluso a abjurar de un milagro político, la transición, que se estudia y observa en ultramar como una proeza de responsabilidad, audacia, cesión y consenso.

No termina de superarse el cainismo celtibérico. La riña a garrotazos de Goya representa un símbolo cultural y antropológico que exige periódica renovación de sudor y de sangre. Pero no estamos en la pugna de una España contra otra España, a la usanza del guerracivilismo ni de las antiguas implicaciones ideológicas, sino en una hispanofobia de matriz española cuyos exégetas instan a avergonzarse de la nación, balcanizarla y caricaturizarla como un parque temático donde están proscritos los sentimientos de pertenencia a un proyecto común.

Ser español no significa emocionarse con Manolo Escobar, por mucho que el difunto mito almeriense haya resucitado como una insólita expresión de la canción protesta. Significa reconocerse en un país que ha prosperado sin rencor, que ha superado la aberración del terrorismo etarra, que se ha adherido al proceso de construcción europeo, que ha progresado en la tolerancia y en la conquista de derechos sociales, que se ha descentralizado, que es solidario y generoso —la donación de transplantes, las manos blancas—, que ha extirpado de su naturaleza política la extrema derecha y cuya idiosincrasia plural, compleja caleidoscópica no consiste en la restricción ni en la exclusión, sino en una concepción de la identidad enriquecida a la que pretende devorar el oso cavernario apretando las fauces del populismo y el nacionalismo.



Dibujo de Eulogia Merle para El País



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jueves, 5 de octubre de 2017

[Política] El independentismo catalán contra la democracia y el Estado de Derecho





Esta vez comienzo por el final. "Es legítimo y razonable sentirse orgulloso de ser español. Por su historia, por su cultura, por su diversidad, por su porvenir. Sería terriblemente irresponsable no recurrir a todos los medios del Estado de derecho, incluida su fuerza legítima, para no abortar un referéndum ilegal que ya se ha convertido en la mayor amenaza contra la paz y la convivencia de nuestra sociedad democrática", decía Rafael Narbona, escritor, crítico literario y profesor de filosofía, y uno de los mayores expertos españoles en el estudio del totalitarismo como fenómeno político, en su blog "Viaje a Siracusa". Lo hacía justamente dos días antes del chusco referéndum llevado a cabo por la conjunción nazi-fascista del nacionalismo catalán. A la vista de lo ocurrido desde ese día, parece que hay que darle la razón.

Manuel Azaña intentó apoyarse en los nacionalistas vascos y catalanes para llevar a cabo su idea de España, basada en el reformismo y el laicismo, comienza diciendo. Pensó que las regiones más desarrolladas podrían ayudar a consolidar la Segunda República, promoviendo un patriotismo cívico y moderado, que contemplara el reconocimiento de las demandas autonómicas. Su planteamiento se reveló ingenuo y estéril, pues a los nacionalistas sólo les interesaba independizarse, no modernizar España ni fomentar la cohesión social. La tendencia rupturista lanzó su mayor desafío el 6 de octubre de 1934, cuando Lluís Companys proclamó el Estat Catalá, al mismo tiempo que Asturias iniciaba un levantamiento revolucionario organizado por la Alianza Obrera, dirigida por la UGT y el PSOE con el apoyo de la CNT. El Estat Catalá duró diez horas, pues –entre otras cosas– no contó con el respaldo de los anarquistas. Companys pidió a Domingo Batet, capitán general de Cataluña y oriundo de Tarragona, que se pusiera al servicio de la Generalitat, pero no logró su adhesión. Batet se mantuvo fiel a la República y acabó con los pequeños focos de resistencia con la mínima fuerza posible. A pesar de todo, murieron treinta y ocho civiles y ocho militares. La derecha nunca le perdonó que no hubiera actuado como Franco en Asturias, que reprimió la revuelta con ferocidad, aplicando los métodos de las campañas en Marruecos contra las cabilas rifeñas. Dos años más tarde, Batet sería fusilado por las tropas franquistas por negarse a secundar la rebelión militar.

Durante la Guerra Civil, la Generalitat apenas colaboró con Madrid. En La velada en Benicarló (1937), Azaña escribió: «La Generalidad funciona insurreccionada contra el Gobierno. Mientras dicen privadamente que las cuestiones catalanistas han pasado a segundo término, que ahora nadie piensa en extremar el catalanismo, la Generalidad asalta servicios y secuestra funciones del Estado, encaminándose a una separación de hecho». Durante la Transición, se especuló que el Estado de las Autonomías resolvería el problema de los regionalismos separatistas, pero el tiempo ha demostrado que sólo ha servido para acentuar el conflicto. La transferencia de las competencias educativas proporcionó una poderosa arma a los independentistas, que han utilizado las escuelas para alimentar mitos y mentiras, convirtiendo la Guerra de Sucesión en Guerra de Secesión y la revuelta campesina de los segadores en una gesta independentista. Se ha utilizado el idioma para segregar, no para enriquecer y convivir.

A estas alturas ya no sirven los argumentos racionales, basados en datos históricos contrastados, ni las objeciones morales o económicas. En Cataluña se ha impuesto un sentimiento nacionalista puramente emocional que inventa Arcadias y profetiza Paraísos. El odio y la xenofobia no cesan de crecer. Se identifica lo español con el atraso, la intolerancia y el autoritarismo. Todo el que se atreve a discrepar sufre un linchamiento moral y un creciente acoso social. Las muchedumbres no dejan de hostigar a las Fuerzas de Seguridad del Estado, evidenciando que el nacionalismo nunca es amable, dialogante o sonriente. Se esgrime el derecho a decidir, ocultando que la mayoría de los países democráticos (Francia, Alemania, Portugal o Suiza) prohíben cuestionar la unidad territorial. No es un simple capricho del legislador, sino una medida adoptada para neutralizar el problema de los nacionalismos, que desencadenó horripilantes guerras en un pasado reciente. La Unión Europea se construyó para desterrar definitivamente la exaltación nacionalista y sus devastadoras consecuencias. Cataluña no puede invocar el derecho de autodeterminación, pues Naciones Unidas únicamente reconoce esa posibilidad a los pueblos sometidos a una dominación extranjera. Según el Derecho Internacional, la independencia sólo es una reivindicación legítima cuando el Estado aplica políticas de discriminación grave y sistemática contra una comunidad territorial por razones étnicas, religiosas, lingüísticas o culturales, violando reiteradamente los derechos fundamentales de los individuos y los pueblos. Se habla de pactar un referéndum legal, pero esa propuesta atenta contra nuestro orden constitucional y abre las puertas a la fragmentación de España. La disparatada entelequia de los Países Catalanes evoca los delirios de la Gran Serbia o la Gran Alemania, asociando la ciudadanía a la comunidad cultural y lingüística. Si avanzaran los proyectos secesionistas, los compatriotas de hoy se convertirían en vecinos poco amistosos, abocados a la confrontación y el resentimiento.

¿Cómo hemos llegado a esta situación? El problema de los nacionalismos periféricos surge a finales del siglo XIX, cuando el ideario romántico se propaga por el continente europeo, despertando la nostalgia de los paraísos perdidos, casi siempre naciones supuestamente destruidas por elementos extraños. El politólogo nazi Carl Schmitt definió el nacionalismo romántico como «metafísica secularizada», indicando que la patria –real o imaginaria– pasó a ocupar el lugar de la fe. Eso explica que las guerras de religión fueran reemplazadas por guerras entre naciones. El siglo XX, con sus dos guerras mundiales, constituye la apoteosis de esa mentalidad. La Declaración de Derechos Humanos de 1948 y el proyecto de la Unión Europea, con inequívocas raíces ilustradas, nacieron para dejar atrás esa catástrofe e impedir que se repitiera. ¿Cómo hemos llegado entonces a esta situación? Al margen de las maniobras de los partidos independentistas, hay que distribuir la responsabilidad entre la izquierda y la derecha. La derecha ha fomentado un modelo de desarrollo orientado a sustituir los vínculos comunitarios por la libre competencia entre individuos. Ese programa puede funcionar en momentos de relativa prosperidad, pero no en momentos de crisis. Sin políticas redistributivas, las naciones pierden el apoyo de sus ciudadanos, que acabando sucumbiendo a los discursos populistas. Si, además, los casos de corrupción proliferan y afectan a las más altas instituciones, sólo hace falta una chispa para provocar un incendio social. Las naciones se debilitan cuando se descuida la solidaridad. Es cierto que la mejor política social consiste en crear empleo, pero siempre habrá que arbitrar medidas para no dejar desamparados a los ciudadanos que –por distintos motivos– caen en cuadros de exclusión, particularmente si son menores, personas discapacitadas o de la tercera edad.

La izquierda tampoco ha ayudado a normalizar la convivencia, alentando las fantasías jacobinas. En su mitología, nunca ha desaparecido la fantasía de asaltar los cielos. La socialdemocracia ha cortejado a los independentistas, pensando que nunca se plantearían seriamente destruir la nación española. Es evidente que se ha equivocado. Su rumbo errático ha coexistido con grandes escándalos de corrupción, que han menoscabado su credibilidad. Más grave es el caso de Podemos y sus confluencias. La alianza con las fuerzas «soberanistas», incluida la rama política de ETA, siempre chocó con su estrafalaria reivindicación del patriotismo español. Ahora ha quedado muy clara la intención de fondo: reemplazar la monarquía parlamentaria por una confederación de repúblicas socialistas. No es sorprendente en un partido que ha elogiado la Cuba de Fidel Castro y la Venezuela de Hugo Chávez. De todas formas, el pecado capital de la izquierda ha consistido en fomentar el discurso del odio contra España. Mientras los vascos, catalanes y gallegos independentistas aireaban sus banderas, la izquierda afirmaba que la bandera nacional era una herencia del franquismo. El filósofo y antropólogo marxista Eloy Terrón afirmaba en Sociedad e ideología en los orígenes de la España contemporánea (1958) que en la universidad de su juventud se respiraba «un desinterés, muy próximo al desprecio, por la producción intelectual española». Investigar sobre el krausismo le enseñó que España tenía «una historia no menos viva y vigorosa que la de cualquier otro país». Terrón deploraba la inexistencia de «una conciencia nacional». España le había dado la espalda a su pasado histórico, sin comprender la importancia de «la tradición como agente modelador y potenciador del pensamiento individual». Las reflexiones de Terrón no han perdido un ápice de vigencia. España debe aprovechar la crisis catalana para reconciliarse con su pasado y crear una conciencia nacional a la altura de los tiempos. España es el país de Cervantes, Cisneros, Jovellanos, Azaña, Ortega y Gasset, Unamuno, Antonio Machado, Josep Pla, Salvador Espriu y Rosalía de Castro. Su acervo cultural es de una enorme riqueza. El castellano es la lengua oficial de veinte países. Ningún país está exento de momentos aciagos y, en nuestro caso, se han incurrido en notables exageraciones. Como ha señalado el prestigioso hispanista Joseph Pérez, la Leyenda Negra es falsa, una obra de la mala fe inventada por los adversarios de España, con el propósito de recortar su influencia. Es legítimo y razonable sentirse orgulloso de ser español. Por su historia, por su cultura, por su diversidad, por su porvenir. Sería terriblemente irresponsable no recurrir a todos los medios del Estado de derecho, incluida su fuerza legítima, para no abortar un referéndum ilegal que ya se ha convertido en la mayor amenaza contra la paz y la convivencia de nuestra sociedad democrática.



El gobierno de Cataluña, fuera de la ley



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miércoles, 4 de octubre de 2017

[A vuelapluma] ¿De qué uso desproporcionado de la fuerza me hablan ustedes?





Como cuestión previa admito que puedo equivocarme en mis juicios, pero creo que en política no todo vale para alcanzar el poder. Creo que el PSOE de Pedro Sánchez está persiguiendo pescar en río revuelto al pedir la reprobación por el Congreso de la vicepresidenta del gobierno. Creo que marra en el disparo. Y creo, sinceramente, que está jugando con fuego y puede abrasarse. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué insiste en pedir diálogo con quienes se han situado fuera de la legalidad y están perpetrando lisa y llanamente un Golpe de Estado al más puro estilo nazi-leninista? Me decepciona la puerilidad de este hombre; casi tanto como la lenidad e incompetencia del presidente del gobierno de España en la gestión de la crisis. Y lo que me preocupa de verdad, lo digo con sinceridad, es que la arrogancia fascistoide de los nacionalistas catalanes, la puerilidad del uno y la lenidad del otro, las vamos a pagar todos los españoles. Y no nos lo merecemos, y menos que nadie los catalanes que aún confían en la democracia, en el Estado y en el Derecho. Y de la respuesta de Podemos y sus mareas y sus meandros de IU y demás compañeros de viaje, a la defensa de la legalidad constitucional por parte del Rey, no creo que pudiera esperarse algo distinto: repugna a cualquier conciencia con un mínimo de dignidad democrática. Para patéticos se pintan solos.

Pero volvamos al asunto central de esta entrada de hoy. ¿Dónde está la desproporción de las fuerzas de seguridad del Estado en su actuación el 1 de octubre en Cataluña?, se preguntan en El País Félix Ovejero, profesor de la Universidad de Barcelona, y el abogado Alejandro Molina. La opinión pública debe asumir con madurez democrática cómo funciona el Estado, cualquier Estado, ante la desobediencia de las leyes, comienzan diciendo.

Es inconcebible que se pueda calificar de “error” o “torpeza” que las fuerzas del orden encargadas de ejecutar la resolución judicial de impedimento del “referéndum” cumplieran, precisamente, con su cometido. ¿Cuál es el error? ¿Que usaran la fuerza? Oigan, un antidisturbios no es un filósofo de la palabra que aborde su tarea por el método deliberativo de disuadir con argumentos a quien con su comportamiento delictivo se apodera ilegalmente de locales públicos. La fuerza del orden interviene cuando el delincuente, persistente en su conducta, ya se ha desentendido de la fase deliberativa, que precisamente ha concluido con una resolución judicial que ha sido desatendida: por eso sólo queda el recurso de la fuerza. Porque el Derecho no es más que fuerza: es la regla que determina quién en un conflicto puede usar la fuerza y cuánta. Intelectualmente no se puede estar, como Pedro Sánchez, a “favor de la legalidad” pero en contra de su efectividad.

Estamos hablando de unos efectivos policiales que tuvieron que ejecutar una orden judicial de desalojo de espacios públicos de los que previamente se habían apoderado grupos organizados con el total apoyo logístico y material de toda una Administración autonómica actuando en abierta rebeldía delictiva y haciéndolo coordinadamente con la mayoría aplastante de una fuerza pública armada. Una fuerza pública que, en lugar de cumplir la orden judicial que la obligaba, llegó en algunos casos incluso a obstruir su ejecución y colaborar con los sediciosos. Aún no se han calibrado las gravísimas responsabilidades (descomunales e insólitas históricamente en Europa) que ese comportamiento inconcebible supone en una fuerza policial armada.

¿Desproporción? Según algunos relatos, desencantados con la efectividad del Derecho, se habría “reprimido” a casi 2.300.000 de supuestos “votantes”. Abstracción hecha de que la actuación de la fuerza pública se circunscribió, espacial y subjetivamente, a quien impedía por la fuerza la ejecución de la orden judicial, y no a los “votantes”, repugna a la mera lógica de los hechos que esa “brutal represión” sobre millones de personas haya arrojado el “brutal” saldo de un total de dos hospitalizados, uno de ellos un pobre anciano infartado. Si vamos a los “heridos”, que la Generalitat cifra en más de 800, en realidad estamos hablando de “atendidos” (es decir, personas que nunca pisaron un hospital aunque fueron objeto de examen y diagnóstico en la vía pública) pero incluyendo en la cifra las lipotimias, ataques de ansiedad e irritaciones por inhalación de humo. Y no olvidemos que estamos hablando de unos supuestos dos millones de personas que fueron desde los días previos instados desde la propia Generalitat, sus dirigentes y su formidable aparato mediático, a tomar parte colectivamente en actos delictivos para impedir por la fuerza la ejecución de una orden judicial ¿Y el balance son dos hospitalizados, y uno de ellos, un infartado? ¿Dónde está la desproporción en el uso de la fuerza?

Finalmente, resulta descorazonador el nivel intelectual y profesional de la prensa española, incluso cuando no actúa con intereses espurios. Ayer vimos un titular de un diario catalán, bastante ecuánime hasta ahora, que titulaba Dirigentes europeos critican la actuación policial y piden diálogo, ilustrando la noticia con una imagen de Angela Merkel y una falsedad (como se ha sabido hoy): esa primera ministra habría llamado a Rajoy “para interesarse por los heridos”. De inmediato me precipité a leer el texto: Ni rastro de Merkel, por supuesto, y ninguno de los “dirigentes” europeos dirigía nada, pues quitando al belga que gobierna en coalición con los nacionalistas flamencos (¡qué casualidad!), ni un solo jefe de Estado o primer ministro europeo ha hecho otra cosa que respaldar el Estado de derecho en España. El resto de “dirigentes” eran cabecillas de movimientos nacionalistas, como el de Escocia, o políticos y hasta excandidatos de partidos en la oposición en sus países respectivos cuyos planteamientos equivaldrían a los de Podemos en España.

Más vale que la prensa y la opinión pública tomen de una vez conciencia con responsabilidad del desafío de lo que se nos viene encima, y que como sociedad adulta asumamos que los derechos y libertades que la ley reconoce en la democracia se garantizan, si es preciso, por la fuerza, máxime cuando quienes los desafían desobedecen abiertamente la legalidad vigentes.

Un aviso: el artículo 155 desemboca en una resolución del Gobierno, previo aval del Senado, con medidas necesarias para obligar a una comunidad autónoma que atente gravemente contra el interés general al cumplimiento forzoso de sus obligaciones para la protección del mencionado interés. Pero para que se hagan efectivas esas medidas quizá haya que usar la fuerza de nuevo, y más vale que cuando llegue ese momento no tengan a una institución armada de su lado que se desentienda otra vez de la legalidad. Y si eso ocurre, que al menos la opinión pública asuma con madurez democrática cómo funciona el Estado; cualquier Estado.




Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt




HArendt






Entrada núm. 3887
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)