El filósofo y crítico de arte, Rafael Narbona, se despide de los lectores de su blog "Viaje a Siracusa", despedida que espero sea momentánea, con una sentida autocrítica del marxismo de su juventud y una encendida defensa de la democracia, la filosofía, el arte y la buena literatura.
Hace cinco años, comienza diciendo, Álvaro Delgado-Gal, director de Revista de Libros, me propuso escribir un blog. Yo acepté de inmediato y no tardó en surgir el título: Viaje a Siracusa. Pensé que evocar la «segunda navegación» de Platón convenía a un proyecto concebido para expresar mi desengaño con la política. Durante mis años de estudiante universitario en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense, el marxismo conservaba el crédito adquirido durante los años de lucha antifranquista. La Movida había irrumpido con fuerza, invitando al escepticismo y a la frivolidad, pero aún flotaba en el ambiente el aprecio por una ideología a la que se atribuía la voluntad de crear una sociedad justa e igualitaria. Aún se observaba con desconfianza a quienes mencionaban los estragos causados por el comunismo. Algunos de mis profesores no ocultaban su simpatía por figuras como el profesor Toni Negri, condenado por la justicia italiana por su colaboración con las Brigadas Rojas. Cuando finalicé la carrera, me olvidé de la política, pero no repudié el marxismo. Para mí, ya no era una ideología, sino una creencia. Había interiorizado sus dogmas, prescindiendo del escrutinio de la razón. No era un militante, pero me identificaba con una visión del mundo que abordaba la historia y la economía desde una perspectiva utópica.
El hundimiento de Lehman Brothers en 2008 desató una crisis mundial que algunos consideraron una depresión económica en toda regla. La política recobró el protagonismo perdido en las últimas décadas. Volvieron las ideologías. El marxismo, apolillado y casi olvidado, resucitó y comenzó a caminar, invitando a asaltar los cielos. Yo me sumé al revisionismo político que reivindicaba la herencia marxista. Durante dos años y medio, me dejé llevar por esa marea, que cuestionaba la Transición, asegurando que no vivíamos en una democracia, sino en un régimen. Se responsabilizaba de todos los males al capitalismo. Los problemas del mundo se resolverían mediante expropiaciones. El Estado debería asumir la dirección de la economía. Ese discurso no era inocuo. La retórica revolucionaria del marxismo no es simple pirotecnia, sino una exaltación de la violencia como vía legítima para conseguir el poder. De ahí que el populismo de izquierdas rescatara del armario a Ernesto Che Guevara, notable matarife, y, en algunos casos, al mismísimo Iósif Stalin. La Cuba de Fidel Castro y la Venezuela de Hugo Chávez se convirtieron en modelos de referencia. Al mismo tiempo, se blanqueó a la izquierda abertzale, afirmando que era una fuerza soberanista y no un movimiento que amparaba el terrorismo. Inevitablemente, esa visión de la política internacional incluía un odio feroz al Estado de Israel. Las comprensibles críticas a la política israelí con los palestinos apenas lograban disimular un bochornoso antisemitismo. Mi malestar con estos planteamientos se hizo intolerable y se impuso una severa autocrítica. En ese punto empezó mi Viaje a Siracusa.
¿Cuál es el balance después de cuatro años? El capitalismo no es perverso. Ha creado riqueza y prosperidad. También es cierto que ha producido desigualdad, pero en mucho menor grado que la sociedad feudal. Combinado con la democracia, ha engendrado el Estado de bienestar. La economía capitalista soporta graves insuficiencias: no podría ser de otro modo. No existen sociedades perfectas, pero el comunismo no es la alternativa. La utopía marxista sólo es un mito. Los países que han sufrido su hegemonía han soportado grandes penalidades materiales y una feroz represión política. La democracia siempre es la solución. En una sociedad abierta, la confrontación entre distintas fuerzas políticas corrige los aspectos indeseables y crea un juego de alternancia que frustra el monopolio del poder por una minoría. El liberalismo, con su defensa de la libertad y la tolerancia, y la socialdemocracia, con su conciencia social, contribuyen a mejorar la convivencia, asumiendo que sus discursos no están libres de errores, y, sobre todo, no perciben al adversario político como un enemigo. Creo que el populismo de izquierdas es tan dañino como el populismo de derechas. Ambas fuerzas nacen de sentimientos primarios e infantiles que demandan discursos planos y soluciones mágicas. El ser humano no se resigna a vivir sin ídolos. Siente nostalgia de los paraísos imaginarios que han prometido distintas ideologías.
Mi Viaje a Siracusa hizo una escala en la teología. Educado como católico, siempre simpaticé con la tradición del cristianismo progresista encarnada por figuras como Emmanuel Mounier, Karl Jaspers, Jacques Maritain, Henri Bergson, Max Scheler o Edith Stein. Después de perder el punto de apoyo que representaba el marxismo, busqué nuevas convicciones. No sospechaba entonces que reemplazaba unos dogmas por otros bastante similares. Raymond Aron no se equivocaba al afirmar que «el marxismo es una herejía del cristianismo». Al igual que el marxismo, la escatología cristiana augura el paraíso. Entretanto, arremete contra todos los que no comparten sus creencias, grotescamente transformadas en verdades de fe. La idea de un Dios omnipotente y providente no me parece tranquilizadora. Se parece bastante a la figura de un déspota que envía al Gulag a los disidentes. En vez de grandes espacios helados, fuego eterno. Afirmar que Dios está detrás de cada hoja que cae o de cada gorrión que se balancea en una rama parece harto improbable. Ni siquiera creo que el rabino Jesús de Nazaret se considerara el hijo de Dios, el Cristo. ¿En qué creo entonces? En la literatura, la música, el cine. En definitiva, en el ser humano, capaz de grandes vilezas, pero también artífice de grandes obras y capaz de asombrosas gestas. Pienso en Sophie Scholl, Rosa Parks, Martin Luther King, Nelson Mandela. Y en Shakespeare, Cervantes, Tolstói, Dante, Proust. No puedo dejar de mencionar a John Ford y Hergé, que me han proporcionado tantas horas de felicidad. Creo que he llegado a buen puerto. No he viajado en vano.
No quiero despedirme sin agradecer a Álvaro Delgado-Gal su amistad y su buen criterio. Le agradezco esta oportunidad y espero que nuestros destinos vuelvan a unirse en otras aventuras similares. Álvaro fue mi profesor de Lógica en la universidad. Me puso la nota más baja de mi expediente académico: un seis. Indignado, llamé a su casa. Por entonces, no era infrecuente que un profesor facilitara su número de teléfono. Me atendió su padre, el pintor Álvaro Delgado Ramos. Me escuchó con amabilidad y con humor, divertido por mi enfado. Mi nota se mantuvo inalterable, pero en el siguiente examen obtuve una calificación mucho mejor. Creo que fue por mis méritos, no por mi arrebato de ira. Yo era un estudiante tímido que intentaba pasar inadvertido. Álvaro no me recuerda en esa época, pero yo sí lo recuerdo a él, pegando patadas al borrador cada vez que se caía a la tarima. O mordisqueando su pipa, cuando aún se permitía fumar en las aulas.
Sería una imperdonable descortesía no mencionar a los lectores de mi blog, especialmente a los que me han seguido con más fidelidad, transformándose en amigos que me empujaban discretamente cada vez que experimentaba desánimo o desaliento. Otros, mucho menos numerosos, han manifestado su disgusto con las cosas que escribía. Algunos me han llamado «sargento», lo cual es paradójico, pues fui objetor de conciencia; otros me han acusado de ser agente de la CIA por escribir un texto sobre John Wayne. Sinceramente, no creo que ninguna agencia de seguridad mostrara interés por mis servicios. No reúno ninguna de las cualidades y virtudes que se presuponen a un buen agente. Se impone ahora una pausa. No se trata de un adiós definitivo, sino de un período de reflexión, donde intentaré fijar un nuevo rumbo, sin ignorar que no hay itinerarios cerrados. Como dijo Antonio Machado, «se hace camino al andar», lo cual significa que cualquier sendero implica bifurcaciones, digresiones e, incluso, felices extravíos. Lo mejor de un viaje no es llegar al destino, sino acumular experiencias, descubrir paisajes y celebrar lo inesperado. Yo he conocido todas esas alegrías y sólo puedo sentirme feliz por mi Viaje a Siracusa, que me ha ayudado a desprenderme de dogmas y a comprender que ser hombre significa vivir en lo incierto, ligero de equipaje y sin sombras tutelares que proporcionan falsas certezas a cambio de nuestra irrenunciable libertad.
La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido, pero sí, su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt