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miércoles, 27 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] La Corona y la Constitución





El discurso de Felipe VI en la noche del 3 de octubre tuvo una gran importancia en la crisis catalana. Se trató de una intervención nada inoportuna y justificada por el papel que la Ley Fundamental otorga al Jefe del Estado, afirma en El País el profesor Javier García Fernández, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid.

Durante la crisis secesionista catalana,  comienza diciendo,el Rey tuvo una relevante actuación expresada en su mensaje del 3 de octubre que fue considerado como una declaración de guerra por los independentistas, los comunes y Podemos. Más sorprendente es que algún trabajo académico, tras criticar la intervención regia, lamentase que el Rey no hablara de los contusionados por las cargas policiales. No hace falta ser constitucionalista para entender la crisis política que conocería la Monarquía parlamentaria si su titular criticara implícitamente a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad dirigidas por el ministro del Interior. Las críticas independentistas y de sus aliados incitan a analizar jurídicamente el mensaje del Rey, máxime cuando es la primera vez que el nuevo Monarca tiene que afrontar una crisis constitucional.

Antes de examinar el alcance jurídico del mensaje regio conviene aludir a la problemática constitucional de los mensajes de los jefes de Estado y, más particularmente, al mensaje del rey Juan Carlos en la noche del 23-F. El tema de los mensajes de los jefes de Estado ha dado lugar a una abundante bibliografía en el siglo XX. Aunque en las repúblicas no se pone en cuestión la potestad de dirigir mensajes al Parlamento o a los ciudadanos, los mensajes regios en las monarquías parlamentarias son vistos con cierto recelo salvo en situaciones muy asentadas en la opinión pública —los mensajes navideños— o en actos protocolarios y siempre con el refrendo presunto del Gobierno. En general, los mensajes regios, por tener los reyes una legitimación tradicional y no democrática, solo parecen justificados en situaciones políticas excepcionales.

Por eso tuvo interpretaciones variadas el discurso del rey Juan Carlos en la noche del golpe de Estado de 1981. Sin entrar en el anclaje constitucional que los juristas buscaron para este discurso, conviene resaltar que, a diferencia del discurso del rey Felipe, el del anterior Rey se produjo ex post a la actuación que él mismo realizó para cortar el golpe de Estado. Por eso afirmó que había cursado a los capitanes generales la orden que leyó a continuación.

Fue un discurso de gran importancia política, pero meramente informativo porque la actuación jurídica del Monarca se había producido con anterioridad, al cursar, como titular de un órgano constitucional que no estaba secuestrado, la orden que leyó. Lo contrario que el mensaje de Felipe VI que fue emitido cuando no había vacío de poder.

¿Qué encaje constitucional tiene el mensaje de Felipe VI? En primer lugar, era un mensaje ex ante porque no informó de ninguna actuación jurídica ya producida, como hizo el anterior Rey en 1981. Constatada esta diferencia, veamos cómo encaja esa actuación en la Constitución. En primer lugar, recordemos una potestad que se ha invocado con frecuencia tras el mensaje (y que también se invocó en 1981). Se ha dicho que el mensaje regio tenía su justificación en la expresión “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones” que contiene el artículo 56.1 de la Constitución, pero hay dos razones que obligan a acercarse con reservas a esta función genérica.

En primer lugar, es una expresión originada en la teoría política de Constant que ninguna Constitución española del siglo XIX contenía y que fue “repescada” por Santamaría de Paredes para acrecentar las potestades del rey en la Restauración. Que apareciera en la Constitución de 1978 es todo un anacronismo y obliga a ver en esta función una actuación informal, por medio de la influencia (Manuel Aragón Reyes: Textos Básicos de Derecho Constitucional, II, Madrid, 2001, página 32). En segundo lugar, aun cuando consideráramos que la función arbitral y moderadora es una función con un contenido preciso que habilitaría la actuación del Monarca, el método lingüístico nos dice que con su mensaje Felipe IV no pretendía arbitrar entre dos partes ni tampoco moderar el funcionamiento regular de las instituciones, expresión esta última que empleó precisamente como atribución de los legítimos poderes del Estado, en su conjunto.

Pero el hecho de que el mensaje no tuviera cobertura en la vaporosa función arbitral y moderadora no quiere decir que no tuviera encaje constitucional. A mi modo de ver, el discurso del Rey en la crisis catalana trae causa, en primer lugar, del juramento de guardar y hacer guardar la Constitución que el artículo 61.1 de la Constitución obliga a formular al Rey al ser proclamado ante las Cortes.

Ese mandato, que ni siquiera es una función o una facultad, posee suficiente densidad jurídica para que el Rey, excepcionalmente, se dirija a la opinión pública a advertir y a dar su opinión, dos de las funciones que Bagehot atribuía a los monarcas constitucionales. En segundo lugar, el Rey intervino en condición de símbolo de la unidad del Estado, como proclama el artículo 57.1 de la Constitución.

Si desde un punto de vista teleológico el discurso regio respondía a las previsiones constitucionales hay que ver si su contenido material también respondía a parámetros constitucionales, a fortiori cuando hay constitucionalistas que creen que el Rey carece de libertad de expresión.

Primeramente, el discurso describía muy negativamente la situación en Cataluña y lo hizo con una claridad que ninguna autoridad estatal había empleado hasta entonces. En segundo lugar, el Rey instó a los poderes del Estado a asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones para acabar tranquilizando a los ciudadanos y subrayando el compromiso de la Corona con la Constitución y la democracia. No parece que en el mensaje hubiera proposiciones de contenido inconstitucional.

En 1981 no se hubiera entendido que el Rey no diera órdenes a los mandos militares y en 2017 no se hubiera entendido el silencio del Monarca que quizá se habría interpretado como complicidad con los separatistas o como expresión de desidia o temor ante el problema.

El discurso, quizá exorbitante en una situación de regularidad institucional, no parece inoportuno en una crisis constitucional de esa importancia. Teleológicamente estaba justificado y su contenido material, con el refrendo presunto del Gobierno, era lo propio de quien simboliza la unidad del Estado y tiene que guardar y hacer guardar la Constitución.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 23 de marzo de 2017

[A vuelapluma] La reforma de la Constitución





Javier García Fernández, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid, planteaba de nuevo hace unos días en un interesante artículo en El País el tema de la reforma de la ConstituciónPara proceder a la revisión del texto, dice en él, es necesaria una negociación específica con los partidos catalanes independentistas pero más complejo todavía resulta el momento que se elija y el grado de consenso parlamentario que se alcance. 

Cuando la vicepresidenta del Gobierno, continúa diciendo, compareció en la Comisión Constitucional del Congreso el pasado 1 de diciembre, la reforma de la Constitución dejó de ser un tabú en el PP. Debemos celebrarlo lamentando que la cuestión no se desbloqueara en la legislatura 2011-2015, cuando pudo hacerse una reforma constitucional serena y con suficiente fuerza parlamentaria. No obstante, el desbloqueo, la reforma constitucional sigue suscitando dudas, especialmente sobre cómo y cuándo debe realizarse.

Antes de hablar del cómo y del cuándo debemos referirnos al para qué, añade. La reforma constitucional se sitúa actualmente en un punto intermedio entre quienes creen que no se debe cambiar nada y quienes quieren abrir un nuevo proceso constituyente como el de 1977-1978. A los primeros se les debe recordar que la Constitución es ante todo una norma jurídica y de la misma manera que es necesario reformar cada cierto tiempo el Código Civil o la Ley Hipotecaria para asegurar la eficacia de estas grandes leyes, la Constitución necesita siempre reformas que aseguren su perdurabilidad como expresión del pacto político del que trae causa. Y a quienes quieren abrir un nuevo proceso constituyente conviene recordarles que el “régimen de 1978” es el período que más democracia y más bienestar ha dado a los españoles en toda su historia constitucional, régimen que posibilita que concurran a las elecciones quienes lo quieren transformar, destruir o banalizar.

Esta posición intermedia, comenta, entre quienes no quieren cambiar nada y quienes quieren cambiar todo, ayuda a entender cuál debe ser el alcance de la reforma. La Constitución tiene Títulos muy bien elaborados como el II (Corona), el IV (Gobierno), el V (relaciones Gobierno-Cortes) y el IX (Tribunal Constitucional), por lo que los cambios, a veces simples retoques, aunque necesarios, no deberían ser numerosos. Otras materias, como los derechos fundamentales, el gobierno del Poder Judicial y la organización territorial, pueden necesitar más cambios. Pero no pensemos que una reforma constitucional comporta abrir en canal la Constitución porque no es necesario y probablemente se perdería parte de su excelente y progresista contenido.

Se abre, pues, el tiempo de la reforma constitucional pero deberíamos aprender de las experiencias pasadas. La reforma que impulsó el Gobierno de Rodríguez Zapatero a partir de 2004 era una reforma sensata y políticamente inocua, asumible por la derecha y por la izquierda. Pero fracasó porque se politizó ab initio y se incluyó en el programa electoral del PSOE y en el programa de gobierno del candidato Rodríguez Zapatero, lo que situó al PP en la cómoda posición de negarle su respaldo y hacerla fracasar. Y también fracasó porque el propio Gobierno renunció a elaborarla y delegó en el Consejo de Estado, que al cabo de casi un año publicó un excelente informe —con trabajos académicos complementarios— pero ofreció demasiado tarde el texto articulado que se necesitaba. De aquel fracaso debería aprenderse, renunciando a crear comisiones de trabajo con llamamiento de expertos, como ya se ha propuesto con cierta ingenuidad, porque el trabajo en comisiones parlamentarias con apoyo de expertos suele conducir al fracaso político por exceso de debate y de lucimiento, cuando no de confrontación. Por el contrario, si se quiere realmente la reforma constitucional, el Gobierno debería nombrar a un secretario de Estado o a un ministro sin cartera sin otra función que la de prepararla discretamente, dialogando con los partidos favorables a la reforma, cerrando temas conflictivos y elaborando un proyecto asumible por unos y otros. De forma discreta, repito, sin publicidad, sin anuncios en las redes sociales y sin dar pie a que cada partido venda sus propuestas como si se tratara de los diez mandamientos. Comprendo que este procedimiento no interese a quienes no hacen otra política que la del espectáculo vano, pero la Constitución es una norma jurídica que se debe reformar con prudencia y sin pretender obtener réditos políticos inmediatos.

Hablar del cómo, continúa más adelante, nos conduce a pensar que se hace precisa la negociación específica con los partidos catalanes independentistas. Porque el objetivo de la reforma ha de ser también cerrar el tema autonómico. No es cierto, como suelen decir algunos políticos catalanes, que el modelo autonómico esté agotado pues muestra su pujanza en muchas comunidades autónomas pero la presión rupturista de algunos partidos catalanes obliga a examinar si es posible una reforma que corte las reivindicaciones independentistas. Por ello la cuestión catalana requiere un tipo de negociación diferente del que se ha de tener con los partidos nacionales y el Gobierno debería hacer un esfuerzo de negociación tan intenso como discreto.

Más complejo se presenta el cuándo de la reforma, comenta. Una posibilidad cómoda hubiera sido acometer la reforma en dos fases, esto es, efectuar relativamente deprisa una reforma parcial conforme al artículo 167 de la Constitución y dejar “congeladas”, para el final de la legislatura, las reformas que pudieran afectar a los derechos fundamentales y a la Corona —la no discriminación en la sucesión y poco más— que exigen disolución de las Cámaras, elecciones y referéndum, conforme al artículo 168 de la Constitución. Pero esa posibilidad ya no es posible porque Podemos ha anunciado que en el supuesto de una reforma parcial exigirá en todo caso referéndum, y puede hacerlo porque dispone de más de treinta y cinco diputados que lo pueden solicitar. Esta intención de Podemos trastoca todas las previsiones pues, dada la inanidad del programa de reforma constitucional de este partido, lo único que seguramente pretende es hacer barullo mediático sin ningún contenido político serio. El tema es demasiado complejo como para entrar en una batalla política adicional por lo que parece prudente concentrar todo en una sola reforma conforme al procedimiento agravado que desemboque, al final de la legislatura, en la disolución de las Cámaras y en el ulterior referéndum.

Por último, concluye el profesor García Fernández, el tema del tiempo de la reforma nos lleva directamente a otra cuestión. Se ha repetido, y es cierto, que una revisión constitucional exige alto grado de consenso. Pero consenso no significa unanimidad. Cuando se reforma una Constitución sin un cambio de régimen, es muy difícil lograr el mismo asenso que cuando se aprueba una Constitución tras una larga dictadura. Quiere ello decir que la reforma constitucional precisa un acuerdo muy amplio pero no habría que preocuparse si algún partido, como Podemos o las nuevas formaciones que están sobre la divisoria unidad/secesión, no apoyaran la reforma pues lo contrario sería condicionar la reforma acordada por los partidos mayoritarios a una minoría populista que busca más el espectáculo que la acción política. Más claro, el agua, añado yo sumándome a su propuesta.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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