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miércoles, 4 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Apología del Senado (como ágora)




Dibujo de Eulogia Merle para El País


Yo, de niño, quería ser senador. No de la Roma repúblicana, que me quedaba muy lejos. Ni del Estado español franquista, cuyo sucedáneo era el Consejo Nacional (que me atraía un poco más). No, yo quería ser senador del Senado de los Estados Unidos de América. Pero me faltaba la nacionalidad, y eso me parecía algo complicado de solventar. ¿Y por qué ese deseo de ser senador del Senado de los Estados Unidos de América, se preguntarán ustedes? Pues muy sencillo, porque quería emular a quien era mi personaje público favorito de principios de los 60: John F. Kennedy. De mi admiración por él en aquella lejana época de mi infancia y primera juventud ya he escrito a menudo en el blog. No voy a reiterarme. Más tarde, con el paso de los años, tras la restauración  de la democracia y la entrada de España en la Unión Europea mis intereses se volvieron más caseros: deseaba ser senador, ahora sí, del Senado español, y miembro del Parlamento Europeo. Pero ya ven, ni siquiera conseguí ser concejal de mi ciudad, cargo al que opté por dos veces. La segunda con ciertas posibilidades de éxito, pero tampoco coló... Termino esta íntima digresión de hoy que no acabo de entender muy bien a qué rábanos ha venido, con una frase que recuerdo haber oído a otra gran persona a la que admiro profundamente: Joan Manuel Serrat. Dijo Serrat (y espero que no sea apócrifa porque se la tengo adjudicada a él con mucho cariño): "La felicidad consiste en aspirar a cumplir todos nuestros deseos y conformarnos con lo que nos toque". Es verdad, por eso soy feliz.

El filósofo y profesor Manuel Cruz, actual presidente del Senado (y espero que por una legislatura completa al menos) escribe sobre el Senado como ágora, ya saben la plaza pública que en Atenas servía de reunión a los ciudadanos de la polis. La Cámara Alta, dice Cruz, tiene la oportunidad de ser un espacio de debate y encuentro idóneo para atender todos los problemas que nos van a definir como individuos, como sociedad y como país en los próximos años. A mí personalmente, que sigo soñando despierto con ser senador (de "senectus": anciano), me ha gustado mucho. Por eso lo subo hoy al blog en este "A vuelapluma". Porque es algo que a mí me hubiera gustado contribuir a lograr como senador del Senado de España.

Quien albergue el firme propósito de neutralizar una demanda tiene a su disposición una vieja fórmula, de eficacia probada, comienza diciendo Cruz. Se trata de presentar dicha demanda cada cierto tiempo, pero cuidándose mucho de que nada cambie como consecuencia de la presentación. De esta manera, se consigue que los destinatarios del mensaje se acostumbren tanto a verla presentada como a la ausencia de resultados. El desenlace último de tanta vana insistencia es que la reclamación originaria queda convertida en una letanía tan previsible como bienintencionada, que se ve incorporada al catálogo de reivindicaciones heredadas, pero de la que nadie espera que se derive verdaderamente consecuencia alguna. Ni siquiera se trata, pues, como en la sentencia de Lampedusa en El gatopardo, de que “todo cambie para que todo siga igual”. A veces, parece que basta con limitarse a formular el deseo, sin más, para así dar por concluido un deber institucional o político.

Eso es en buena medida lo que parece haber ocurrido con el debate sobre el papel del Senado desde hace décadas. El diagnóstico sobre la necesidad de su reforma es compartido de manera prácticamente unánime por todas las fuerzas políticas, y así se ha venido expresando a lo largo de varias legislaturas, especialmente al inicio de las mismas. Todo el mundo ve necesario dotar al Senado de mayor peso y relevancia, y adecuarlo así de forma genuina a lo que la Constitución de 1978 nos dice que es: una Cámara de representación territorial y, también, de segunda lectura legislativa. Sin embargo, las urgencias y coyunturas de una vida política cambiante —que ha pasado de un escenario de bipartidismo imperfecto a un multipartidismo al que aún nos hemos de acostumbrar, pero cuyo destino no deja de ser también incierto— siempre han terminado por imponer su ritmo y sus intereses, aunque estos no fueran siempre los de España. Eso debe cambiar, y ha de hacerlo en la presente legislatura.

Soy muy consciente de las dificultades de la tarea, y a ellas ya me referí en mi discurso de toma de posesión: son demasiados los matices jurídicos y políticos que hacen de mi intención algo complejo, y en cierta medida, ajeno a mi sola voluntad y a la del grupo que me propuso para el cargo que ahora ocupo. Pero no es menos cierto que sí se dispone de un margen determinado para acercar nuestra realidad a nuestras aspiraciones. Un terreno que estoy decidido a explorar en esta legislatura —dure lo que dure— y con el decidido objetivo de no hacer de este un esfuerzo inútil que, en palabras de Ortega, nos conduzca a todos a la melancolía, sino un camino fecundo que culmine una aspiración no solo ampliamente compartida, sino también necesaria y urgente.

Vivimos momentos de zozobra personal y política, de perplejidad ante acontecimientos que cuestionan una forma asentada de entender el mundo. El relato ilustrado se nos presenta en crisis, con la linealidad de la idea del progreso puesta en entredicho y con la consiguiente crisis de nuestra relación con el futuro. Todos hemos escuchado el generalizado lamento de que nuestros hijos e hijas vivirán peor que nosotros. Por añadidura, durante estos años convulsos las instituciones democráticas han perdido solidez y atractivo a los ojos de unos ciudadanos crecientemente desencantados, hasta el extremo de que podría hablarse de una auténtica quiebra de uno de los pilares sobre los que se sostiene el edificio democrático, a saber, la confianza entre ciudadanos e instituciones.

Ahora bien, incluso la desconfianza admite grados, y no cabe llamarse a engaño respecto a que la misma se ve agravada cuando sobre las instituciones de las que se desconfía ya recaía con anterioridad algún tipo de sospecha (de inutilidad, de obsolescencia u otra), como es el caso del Senado de España. Pero precisamente porque me ha correspondido el honor de presidirlo y he asumido el deber político y moral de reivindicarlo, me atrevo a formular esta idea con toda rotundidad. Es hora de cambiar el orden de la ecuación: si el Senado pudo ser parte involuntaria de ese problema, debe ser ahora, con más determinación, uno de los ejes de la recuperación de nuestra autoestima como ciudadanos políticos de una democracia plena.

No se trata de un mero desiderátum, y mucho menos de una mal entendida obligación institucional. Se me permitirá a este respecto una reflexión final que atañe tanto a nuestro sistema político como a nuestro momento histórico general. Dominados como están nuestro debate y nuestra vida pública por las urgencias cortoplacistas y nuestra adaptación inmediata a un nuevo sistema de partidos, el Senado tiene la oportunidad y el deber de pensar a largo plazo, de ser la conciencia estratégica de nuestro sistema político. Desde el regreso de la democracia, nunca como hasta ahora podrán ser más evidentes las virtudes del bicameralismo y del equilibrio de poderes de nuestro andamiaje institucional. No en vano acreditados especialistas gustan de referirse, de tan tentados por demasiados estímulos y falsas urgencias como nos vemos constantemente, a la capacidad de atención como el nuevo cociente intelectual de nuestros días. Pues bien, es este papel de reflexión de fondo el que nuestra Cámara Alta está en disposición de jugar mejor que ninguna otra institución.

Aspiro a que el Senado sea a partir de esta legislatura la Cámara que hable con voz más autorizada sobre aquellos asuntos relacionados con la organización y la estabilidad territorial de España. Porque no son pocas las iniciativas que podremos tomar en este sentido, desde la recepción de las conferencias de presidentes autonómicos hasta el análisis y el impulso de un nuevo sistema de financiación autonómica, pasando por la creación de ponencias y comisiones encargadas de estudiar todo aquello relacionado con lo que, de forma diáfana, podríamos encuadrar como asuntos de competencia territorial. Pero, como Senado, tenemos además una oportunidad añadida en estos años venideros: la de hacernos cargo de los retos estratégicos que afrontamos como país y como sociedad a medio y largo plazo. Ser capaces de elaborar diagnósticos ampliamente compartidos que puedan luego servir de base para el diseño de las políticas públicas adecuadas. Ser, en definitiva, una auténtica y genuina cámara de reflexión, conciencia y brújula, en la que se debatan aquellos asuntos medulares que constituyen el entramado básico de las preocupaciones colectivas que conforman nuestro presente. Con el corolario ineludible que se desprende de lo anterior: precisamente por la trascendencia de la tarea pendiente, se necesita la participación en la misma de todos aquellos ciudadanos que tengan ideas que aportar en orden a construir un mejor futuro para todos.

Estoy convencido de que el Senado tiene ahora, y de forma inédita en los últimos años, la oportunidad de convertirse en una auténtica ágora influyente, eficaz, cercana. En un espacio de debate y encuentro menos asediado por distracciones y complicaciones coyunturales, e idóneo para atender todos aquellos problemas que nos van a definir como individuos, como sociedad y como país en los próximos años. Porque vivimos un auténtico cambio de época, en un crucial momento de transformaciones globales, y todo ciudadano debe sentir y saber que el Senado está a su altura y a su servicio. Ese es mi objetivo, y en base a él quisiera que, pasado el tiempo, se juzgara mi desempeño.





La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido, pero sí, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 26 de octubre de 2017

[A vuelapluma] La legitimidad del Rey





En varias ocasiones hemos oído al portavoz de Unidos Podemos realzar su propio respaldo entre los ciudadanos expresado en las urnas para, a renglón seguido, descalificar a Don Felipe VI por «no haber sido elegido», comenta Francisco Sosa Wagner, jurista, catedrático de universidad, escritor y exdiputado del Parlamento Europeo. 

Aunque la afirmación procede de un político que a veces se manifiesta de forma tan vehemente como infundada, sigue diciendo, conviene meditar sobre el alcance de su afirmación y el apoyo que le sirve de peana, que, para no perdernos, se puede formular con gran simplicidad: el único origen del poder en un sistema democrático es el voto cuyo titular es el ciudadano. Es así que el rey en una monarquía hereditaria no ha sido elegido por nadie, luego nadie puede tomarse en serio su autoridad ni su pretendida superioridad institucional. Me propongo demostrar la falsedad de tal afirmación, al menos cuando se la presenta de esta forma superficial y ayuna de matices. Cierto es que en una democracia el apoyo electoral es el ingrediente básico que determina la atribución del poder. 

Cuando se empieza a desplomar la idea de que la legitimidad del monarca procede de Dios, y al evocar esta conquista preciso es musitar una oración de agradecimiento a los pensadores del Renacimiento, de Maquiavelo para acá, se van abriendo paso otras concepciones que llevan a la construcción del Estado, que será absoluto en el pensamiento de Hobbes y que empieza perezosamente a vislumbrarse como democrático en Locke, en Montesquieu o en Rousseau. En todos ellos tropezamos con el gran invento del contrato o pacto social que supone la libre decisión de un pueblo para atribuir el poder a un hombre o a una asamblea conjurando por esta vía peligros y evitando que los individuos se entreguen a asestarse dentelladas a diario con sus vecinos. Las revoluciones americana y francesa pondrán las bases de todo lo demás y ello es bien conocido: la separación de poderes más los derechos y libertades de los individuos. Por su parte, la democracia, es decir, la atribución del poder al pueblo por medio de elecciones, se irá adentrando poco a poco en la modernidad: desde el voto censitario hasta el sufragio universal masculino, luego femenino, etc. Y en ello estamos. 

Del «Estado soy yo» que pregonaba Luis XIV a finales del siglo XVII hasta la finura de la «volonté générale» rousseauniana -ya entrado el XVIII- y su comprensión como la verdadera voluntad, justa y razonable del pueblo hay todo un mundo en la comprensión de nuestra convivencia según pautas que, pese a su antigüedad, aún siguen lozanas. Porque sobre ellas se edifican los cargos representativos de los Estados modernos: los parlamentos, los presidentes de República o los Gobiernos que se forman tras los procesos electorales. Y lo mismo procede decir respecto de las corporaciones locales, los Estados federados o las regiones, etc., allí donde existan. Todos ellos traen causa, como le gusta al portavoz del grupo Unidos Podemos, del voto emitido libremente en las urnas por los ciudadanos: a más votos, mayor posibilidad de participar en las decisiones; a menos, mayor soledad y más mustia lejanía de los centros del poder. 

Pero para que «los muchos no puedan mucho» como quería el rey romano Servio Tulio, para que «le pouvoir arrête le pouvoir» según prefería Montesquieu o para conjurar la tiranía del pueblo que describía Adams desde América, las constituciones se han inventado ingeniosos instrumentos. Y así vemos cómo ese mismo Estado que cultiva -devoto- el voto alberga en su seno nada menos que un poder, el judicial, que no gira en torno a la urna pues quienes lo administran han sido seleccionados en virtud de sus conocimientos. En ningún caso elegidos y, cuando lo son a través de una elección indirecta, caso de los magistrados del Tribunal Constitucional, la ley se ocupa de limitar con exactitud quienes pueden participar en la selección: catedráticos, funcionarios de los altos cuerpos del Estado, etc. Es decir, tan solo profesionales muy cualificados. Por donde se nos cuela otra fuente de legitimidad en las sociedades democráticas a colocar junto al voto popular: a saber, la competencia profesional o técnica. Es verdad que las constituciones emplean expresiones como «la justicia emana del pueblo» (art. 117 de la española) o «todos los poderes del Estado proceden del pueblo» (art. 20. 1 de la alemana) pero ello no significa sino que existe una cadena que liga, aunque sea de forma remota, el nombramiento de todo servidor del Estado democrático con el pueblo. Pero una elección popular de los jueces no existe en el continente europeo. En España, por lo demás, la justicia «se administra en nombre del Rey» (artículo 117. 1 de la Constitución) igual por cierto que decía la Constitución de 1812 (art. 257) o la de 1869 (art. 91) por citar dos muy diferentes y la de la II República de 1931 prescribía que esa función se haría «en nombre del Estado» (art. 94). 

Avancemos en el razonamiento para consignar que en el mundo moderno, junto a las organizaciones tradicionales del Estado, han surgido decenas de entes, institutos, agencias que se ocupan de dirigir, administrar o vigilar concretos sectores de la acción pública: las telecomunicaciones, los mercados, la radiotelevisión, la seguridad nuclear, la protección de datos... Se las llama precisamente «Administraciones independientes» porque en ellas se desea que esa cadena con el pueblo propiamente dicho y sus representantes sea lo más débil posible. ¿Por qué? para asegurar el ejercicio, libre de influjos políticos, de sus cometidos y funciones. Un objetivo que solo se puede asegurar si las apartamos de la influencia de gobiernos, ministros, diputados, etc. y confiamos los nombramientos de sus directivos y la selección de su personal a procedimientos técnicos para que puedan actuar con la mayor neutralidad posible. El caso de los bancos centrales -como el del Banco central europeo- y su obligado alejamiento de las decisiones políticas es el paradigma de lo que vengo sosteniendo. 

Por tanto ya tenemos conviviendo a dos legitimidades: la del voto, básica en una sociedad democrática, y la de la competencia profesional. No olvidemos que ya Hobbes dejó consignado que «nadie es buen consejero sino en los negocios donde está muy versado... lo que no se obtiene más que con estudio». Vayamos con la última legitimidad, la que afecta a una institución singular en algunos países como es la del rey hereditario, caso de los Borbones en España. Provoca mucho enfado en aquellos compatriotas -como el portavoz de Unidos Podemos- que no admiten que alguien pueda ostentar un poder cuya razón de ser es preciso buscar entre los renglones de un relato antiguo, cubierto incluso por telarañas, encorvados sus protagonistas bajo el peso de batallas e intrigas. Personas que desconocen, como diría un legitimista del siglo XIX, la magia y el brillo de la diadema real. Pero no hay, en puridad, ningún arcano si admitimos que la historia es un paisaje en el que predominan las anfractuosidades, un río pleno de meandros y que, como nos enseñaron los clásicos, apenas hay una monarquía o una república cuyos orígenes puedan justificarse en conciencia. En la Unión Europea hay siete monarquías, alguna nacida de la propia voluntad de los revolucionarios que alumbraron el país, caso de Bélgica; otras cuyas testas coronadas se surtieron del exceso de oferta existente en los principados alemanes, casos de la monarquía inglesa o incluso danesa ... Curioso es un país como Suecia, ¿alguien le negaría su condición democrática? Pues el jefe del Estado, el rey actual Carlos XVI Gustavo, es el descendiente de un mariscal del Ejército de Napoleón que se llamaba Bernadotte, algo así como si entre nosotros hubiera arraigado la monarquía de José I. 

Alejémonos pues de los tópicos y preguntemos con sencillez ¿no es bueno que al menos un cargo -de la máxima dignidad- esté sustraído a la contienda electoral? ¿no enseña la experiencia que entre las personas a las que votamos se nos cuela algún que otro botarate? ¿por qué hemos de renunciar a que nos represente el descendiente de una familia llena de blasones (y de miserias como todas las familias), un joven que ha recibido una educación esmerada, habla idiomas y maneja con soltura los cubiertos del pescado? Y por último ¿ganaríamos algo sustituyendo a Don Felipe por algún personaje de nuestro tablado político? ¿no se ha acreditado este Monarca como sólido defensor de una España democrática y constitucional en sus intervenciones recientes sobre la crisis catalana? De donde resulta que, en esta realidad irisada, veo conviviendo tres legitimidades como tres son las personas que conviven en el misterio de la Santísima Trinidad. Pues, ¿no es al cabo un misterio la democracia misma? 



Dibujo de LPO para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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sábado, 1 de abril de 2017

[A vuelapluma] Calidad democrática





Quejarnos de la mala calidad de nuestras democracias liberales se ha convertido en una especie de deporte nacional, pero ni de la clase política ni de los ciudadanos de a pie surgen propuestas realistas de solución, o al menos que sirvan para reparar la confianza en las instituciones de las mismas. 

Democracia, ¿para qué? El profesor de la Universidad de Barcelona Félix Ovejero afirmaba hace unos días en un artículo que peligra el vínculo entre elecciones y calidad democrática. Que el sistema no es sensible al cambio; que tampoco hay demanda ciudadana ni oferta política. Y que los votantes, humanos a fin de cuentas, somos animales de senda y detestamos las novedades

Lo dijo John Adams, comienza escribiendo: “Delegar el poder de la mayoría en unos pocos entre los más sabios y los más buenos”. Lo repitió Madison: “Conseguir como gobernantes a los hombres que posean mayor sabiduría para discernir y más virtud para procurar el bien público”. Y Jefferson: “Permitir que los aristócratas naturales gobernaran de manera más eficiente posible”. Los votos de ciudadanos ignorantes y sin virtud cívica escogerían a los mejores, a los sabios y santos.

Si levantaran la cabeza, sigue diciendo, los fundadores se lo pensarían antes de repetir que nuestras democracias —ellos dirían Repúblicas—, difíciles de defender desde la participación y la igualdad de los ciudadanos, se justifican porque identifican a los mejores. Una idea que suena disparatada: que los que no saben puedan escoger a los que saben. Raro, pero no imposible: el mercado, en sus mejores horas, infrecuentes, funciona de esa manera. Yo, y otros como yo, incapaces de freír un huevo, al elegir restaurante penalizamos al mal cocinero y premiamos al bueno.

Desgraciadamente, añade, la política no es como el mercado. Bueno, sí, es como el mercado que no funciona, como el mercado con información asimétrica, cuando uno no sabe lo que adquiere, cuando elige a ciegas y le venden la mula ciega. Siempre se vota a tientas. Entre las circunstancias que concurren en ello hay una inexorable: la política está orientada hacia un futuro incierto por definición. No hay manera de especificar hoy en un contrato soluciones a retos que descubriremos mañana. Lo de “cumplir el programa” aguanta, si acaso, un rato, porque no puede ser de otro modo. Y las cosas no mejoran informativamente, si tenemos en cuenta que los votantes tenemos limitadas capacidades cognitivas, memoria endeble y que, al decidir, nos fiamos antes del envoltorio que del contenido: quienes votan contra “rehabilitar drogadictos” están a favor “tratar la adicción a las drogas” y quienes desprecian el “cambio climático” son partidarios de combatir el “calentamiento global”.

Resulta discutible el potencial de las democracias para abordar retos sin rentabilidad electoral inmediata, al menos los importantes, señala. Ningún alcalde reformará su ciudad si las obras duran más que el ciclo electoral. Se imponen el corto plazo, la velocidad para renovar las broncas y la pirotecnia. El alcalde preferirá hablar de las plagas del mundo y proclamará el veganismo de su ciudad: el mundo intacto, la culpa de los otros y el lustre moral asegurado. La verdad no importa. Nadie espera a comprobar si el corrupto lo es, mientras exista un titular que arrojar a las redes. Lo importante es ganar la mano. Aunque no se sepa muy bien qué decir sobre el fracking o la reproducción asistida, hay un algoritmo infalible: apostar en contra de la opinión del contrario. Más tarde ya se encontrarán intelectuales públicos dispuestos a sacrificar el conocimiento consolidado (lo han denunciado en economía Cahuc y Zylberberg en Le négationnisme économique).

No es nuevo, dice. Es la lógica electoral de las democracias. Lo nuevo son las redes sociales, que amplifican las resonancias. Cuando el titular desplaza al argumento, los 140 caracteres son alivio, antes que limitación, como sucedía con el etcétera en la magistral apreciación de Jardiel Poncela: “El descanso de los sabios y la excusa de los ignorantes”.

Perpetuas elecciones, problemas en espera y la vida cívica falsamente encanallada, comenta. El único horizonte es la próxima campaña electoral y siempre hay alguna. En realidad, las elecciones degradan el debate democrático. Un debate, no se olvide, ya de por sí reducido a unos pocos con suficientes recursos para superar las costosas barreras de entrada del mercado político, para financiar campañas y tecnologías que permiten modular un relato (una mentira) a medida de cada cual, para que solo escuche lo que quiere escuchar, esto es, para que ignore casi todo lo demás: esos 250 millones de perfiles personalizados que, Big Data mediante, permitieron a Trump ganar. Naturalmente, con esas reglas, se refuerza lo de siempre, la voz de los ricos (Gilens, Affluence and Influence).

En esas circunstancias peligra, continúa diciendo, el vínculo entre elecciones y calidad democrática. Incluso peor: las elecciones resultan vivero de las patologías. He dicho elecciones, no representación ni participación. El aviso, obligatorio en nuestros tiempos, resultaría innecesario para los clásicos, los Rousseau o los Montesquieu, para quienes las elecciones poco tenían que ver con la democracia, según nos recordó Manin en Los principios del gobierno representativo. Para ellos, el sorteo aseguraba una mejor representación. Las elecciones, si acaso, servirían para detectar aristocracias naturales, a los mejores. Pues eso. Que no.

La pregunta, afirma, es si debemos revisar los diseños institucionales que hasta ahora nos han servido, no me atrevo a decir si para bien o para mal, visto lo visto y a la espera de lo que nos queda por ver. Ese es el diagnóstico de solventes reflexiones académicas que divulga eficazmente Van Reybrouck en Contra las elecciones. Se buscaría recoger el componente de racionalidad deliberativa del ideal parlamentario, aliviando las patologías asociadas a la competencia electoral y a los sesgos derivados de una representación que ignora los problemas y las propuestas de muchos ciudadanos. En esencia, proponen aligerar la presencia de los partidos en competencia electoral e incorporar mecanismos de participación, deliberación, mérito, asesoramiento experto y… sorteo. Sí, sorteo, el más clásico de los procedimientos democráticos. Sus virtudes, vistas las disfunciones de nuestras democracias, no son desdeñables: permite la representación de minorías (y de mayorías desatendidas, esas García que nunca asoman en los parlamentos señoreados por élites nacionalistas) sin la ortopedia antidemocrática de los cupos; disuelve las barreras de ingreso en la participación; elimina los encanallamientos partidistas, el griterío gestero de las falsas discrepancias; socava la corrupción asociada al coste de las campañas; acaba con la instrumentalización de instituciones (justicia, organismos supervisores) sometidas a la partitocracia. Por supuesto, el sorteo también tiene problemas, que invitan a administrarlo en dosis y en formas híbridas.

Por supuesto, concluye diciendo, esas innovaciones no prosperarán. La nueva política no va de eso. Es la vieja más adanismo moral, un vacuo fariseísmo en sentido ferlosiano: nutre su santidad con el plato único de la perfidia ajena. Aunque solo sea por eso, casi resulta preferible la vieja, cuando no la arcaica. Pero tampoco. Porque el problema es más básico. El sistema no es sensible al cambio. No hay demanda ciudadana ni oferta política. Los votantes, humanos, somos animales de senda y detestamos las novedades. Y los partidos, obviamente, no quieren suicidarse. El diseño de incentivos para la renovación de las democracias solo es comparable al que en Estados Unidos tenían las ambulancias cuando eran gestionadas por funerarias. Mala cosa, dada la naturaleza del enfermo.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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