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domingo, 1 de diciembre de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] Más que soluciones, tratamientos



Manifestantes catalanes protestan contra la sentencia del Tribunal Supremo


El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensado en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. El Especial de esta semana está escrito por el conocido abogado José María Soroa, y dice en él que el pueblo catalán tiene derecho a la autodeterminación, pero no a la secesión. 

"Los problemas políticos no tienen solución -comienza diciendo-, entendida esta como verdad que convence, por mucho que echemos mano de la ética del discurso. Son insolubles. Como mucho, tienen algún arreglo, siempre inestable e insatisfactorio. Es decir, tienen tratamiento. Por eso, proclamar que “esa no es la solución” es una obviedad pedestre disfrazada de pensamiento, y encima sugiere que sí existe una. Facilón.

Si hay violencia hay conflicto. Y si hay conflicto hay que dialogar. A calzón quitado. No hay que aplicar la ley ni judicializar. Malo. Lógica caprichosa que se aplica cuando conviene al intelectual de turno. Y todavía quedan. Muchos. A pesar de ETA.

Pacta sunt servanda: hay que respetar lo acordado. Se clasifique esta afirmación perentoria como Derecho, como Política o como Ética, la consecuencia es la misma. Sin ese suelo no hay arreglo posible salvo el que proporcionan las vías de hecho. Y por esas vías comparece siempre Carl Schmitt. Mala compañía. Volver a hablar de Weimar. Ominoso. Pero hablamos. Por algo.

Dado que la identidad nacional es una construcción social, las sociedades y los individuos pueden sumar y mezclar identidades en su almario y ser plurinacionales. El nacionalismo lo niega y dice que solo se puede tener una. O que solo se debe, que para él es lo mismo. Confunde su propia prescripción prejuiciosa con una descripción empírica de su sociedad. Por eso es reduccionista y denigratorio, decía Amartya Sen.

Los límites del lenguaje son los límites de la reflexión. Por eso esta no avanza cuando los más se empeñan en hablar de Cataluña o España como sinécdoques de millones de personas diversas. Un razonamiento político con un exceso de metáforas en un mal discurso político salvo que solo se desee confundir, sugestionar y enardecer al respetable. Lo advirtió Locke.

La Constitución vigente arregló de forma razonable para una buena temporada la cuestión de la plurinacionalidad en España. Claro que no pudo contentar a los que nunca querrán ser contentados, pero sí abrió un amplio terreno de libre reconocimiento para la variopinta sociedad que vive en este territorio.

El nacionalismo catalán no encuentra arreglo para la plurinacionalidad de su sociedad porque no la reconoce, o no le gusta, que viene a ser lo mismo. Ese es su conflicto, que pretende transformar en conflicto de todos. Con bastante éxito, por cierto. Ahora tenemos a Vox.

Reducir el conflicto a su ámbito y su límite propios es condición para poder pensar en su arreglo. Transformarlo en un conflicto del resto de la sociedad española es la tentación en que caen una y otra vez unas derechas e izquierdas españolas a la búsqueda de argumentos para desprestigiarse mutuamente. Simplemente bobos. Autodestructivos.

El nacionalismo catalán ha intentado con porfía y durante treinta años homogeneizar culturalmente a su población para crear una pista de despegue a la independencia. Que la mitad de esa sociedad rechace la independencia todavía hoy es una prueba de la fuerza del gusto por la libertad del ser humano. O del capricho. O de la inercia resiliente de lo hispano.

El error del sistema autonómico español en su desarrollo fue el de igualar por el máximo a todos los autogobiernos, cegando la vía más fácil para dar satisfacción parcial a los nacionalismos fuertes, la de reconocerles una diferencia de grado de gobierno. En su descargo puede decirse que cedió a la pasión por la igualdad, un gusto siempre noble. Ahora tiene mal arreglo.

Ceder, ceder algo. Pero el privilegio entendido en su etimología primera (ley particular) termina por producir privilegio en su sentido más moderno (ventaja arbitraria); de ahí el peligro de adentrarse por esa vía de arreglo, la de los derechos históricos y las mutaciones constitucionales. Véase Euskal Herria.

La tentación de los bellos diseños. Pero es que construir modelos normativos de federalismo simétrico, asimétrico, o mediopensionista es muy fácil. Como de segundo de Políticas. Lo difícil es compatibilizar el federalismo con el soberanismo y con la deslealtad. La veritá effettuale della cosa, ese es el reto. Siempre lo ha sido.

El pueblo catalán tiene derecho a la autodeterminación, cómo no. Todos los pueblos lo tienen. Lo dicen los textos internacionales básicos. Pero también dicen que ese derecho no incluye el de secesión. Lo sabe ya hasta el más tonto. Hacer desde un Gobierno en ejercicio como que no es así es una noble mentira de las de Platón. Aunque no tan bien intencionada.

Que la secesión no sea un derecho no implica necesariamente que no deban explorarse sus condiciones de posibilidad en una sociedad abierta. Pero esto no sucederá nunca bajo amenaza y mientras no se generen islas de confianza, como decía Hannah Arendt que necesitaba el futuro de cualquier sociedad. Y la promesa convertida en ley es la mayor isla de confianza que la humanidad ha inventado para sobrevivir en libertad. Así que… de vuelta al Derecho". 



Bosque de laurisilva en La Gomera. Islas Canarias, España



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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miércoles, 11 de octubre de 2017

[A vuelapluma] Los golpistas se ponen la máscara saducea





Una trampa saducea es una pregunta capciosa que se plantea con ánimo de comprometer al interlocutor, ya que cualquier respuesta que dé puede ser malinterpretada o considerada inconveniente.​ Alude a los saduceos, quienes según los Evangelios plantearon a Jesús varias cuestiones de este tipo (por ejemplo, si una mujer tiene siete esposos, en la resurrección ¿ cual será su marido?, si debían cumplir el mandato de Moisés de lapidar a las adúlteras o si era lícito pagar impuestos al César romano) entre otras.

Una trampa saducea es lo que el señor Puigdemont, presidente de la república catalana durante cuarenta y tres segundos, intentó formular ayer, pero por mucha piel de cordero y sonrisa bobalicona y cínica que pongan los independentistas, los falsos profetas, los cupitas totalitarios, los podemitas disfrazados de ursulinas y sus acomplejados e inútiles compañeros de viaje de las mareas y meandros de IU, viendo quienes están de ese lado tengo clarísimo de que lado estoy yo: de la democracia, de la libertad para todos, de la unidad de España, de la Constitución y del Rey. Y después del "sí pero no" de ayer en el Parlamento autonómico de Cataluña, los independentistas se han puesto la máscara del diálogo, pero siguen siendo los mismos golpistas que eran antes de ayer y que creen que van a colarnos sus mentiras y cantos de sirenas al resto de los españoles.

Aunque el independentismo vaya a ser derrotado ahora, continuará activo en la sociedad catalana, dice el historiador catalán Joaquim Coll. Es necesario construir un potente contrapeso a esa influencia infatigable que no tardará en escribir un relato heroico de lo que ha pasado. 

El contundente mensaje del Rey, inequívoco en señalar la culpabilidad de las autoridades de la Generalitat, no nos puede hacer olvidar los errores cometidos por el conjunto de las instituciones españolas, empezando por el Gobierno, que podían haber abortado mucho antes el desarrollo de unos acontecimientos largamente anunciados. Si la situación es de “extrema gravedad”, en palabras de Felipe VI, es porque demasiados frenos y cortafuegos han fallado. Porque no estamos ante el clásico golpe ejecutado de forma sorpresiva, urdido secretamente con el propósito de subvertir la legalidad de un día para otro. Si algo no se les puede reprochar a los partidos y entidades separatistas es que hayan escondido la naturaleza de sus planes. Tampoco se puede alegar que el cariz que estaba tomando la dinámica política en Cataluña no haya sido analizado profusamente por múltiples expertos, tanto para proponer reformas de diversa índole que pudieran encauzar el incremento de la tensión territorial como para señalar la urgencia de actuar con determinación ante la burla sistemática que de las leyes estaban haciendo las instituciones catalanas. Nada de lo sucedido ha podido pillar desprevenido a nadie y, sin embargo, los principales actores de la política española no han sido capaces de diseñar una estrategia reconocible ante la sucesión de escenarios previsibles.

El principal error de base que ha perdurado hasta hace muy poco, tanto en los partidos como en las instituciones del Estado y en no pocos medios de comunicación, ha sido las ganas de engañarse. En julio del año pasado, todavía PP y PSOE consideraban que la antigua Convergència del PDeCAT podía participar en el sostenimiento de la gobernabilidad y para ello a punto estuvieron de regalarle el grupo parlamentario en el Congreso que no había obtenido en base a una lectura ajustada del reglamento. En determinados círculos de poder madrileños no se ha querido asumir durante estos años las consecuencias globales del paso al independentismo del grueso de la derecha nacionalista catalana y de sus dirigentes.

Por otro lado, y sin necesidad de remontarnos a la etapa del procés que empezó con Artur Mas en 2012, los poderes del Estado han tolerado la erosión permanente de la legalidad constitucional en Cataluña, un proceso que se aceleró de forma inequívoca tras la resolución del 9 de noviembre de 2015 en el Parlament, que fue ya una declaración de independencia en diferido a la espera de los 18 meses de plazo para materializar la gran promesa. Tras el reajuste en la hoja de ruta que tuvo que hacer Carles Puigdemont para sortear la crisis de los presupuestos con la CUP, ahora hace un año, el plan culminaba con la aprobación de las leyes del referéndum y de transitoriedad jurídica. Ese autogolpe parlamentario, ejecutado finalmente los días 6 y 7 de septiembre pasados, intentó maquillar su carácter profundamente ilegítimo con una sucesión de jornadas revolucionarias en la calle con el objetivo de desbordar al Estado de derecho. Cualquier excusa ha sido buena para agitar el argumento de que España se había convertido en una dictadura. Y eso es lo que hemos vivido en estas inquietantes semanas hasta el 1-O, seguido de la inaudita “huelga nacional” del martes pasado en medio de un clima social desquiciado por la torpe actuación policial durante las votaciones. Hasta ahora hemos visto la cara mayormente festiva de esa revolución nacionalista, pero no puede descartarse un cierre violento en función del choque final que decidan los líderes separatistas. Han pronunciado demasiadas promesas de alto voltaje que han convencido a miles de catalanes que iban a votar y decidir la independencia.

Ciertamente, el procés ha conocido etapas cansinas hasta lo grotesco. Hemos asistido a una reiteración de anuncios sin consecuencias inmediatas, a una dilación del calendario desesperante incluso para los propios independentistas, y a un rediseño permanente de la táctica en búsqueda de la máxima astucia frente al Estado. Todo ello ha podido contribuir a que mucha gente fuera y dentro de Cataluña no se tomara en serio el desafío o considerase que estaba frente a una “ilusión” o un “pasatiempo” político. Sin embargo, finalmente ha quedado a la luz que estábamos ante una sofisticada técnica posmoderna de golpe de Estado que se ha servido de las instituciones del autogobierno para extender entre la sociedad catalana una dinámica insurreccional bajo la bandera del derecho a decidir y la democracia. Si algún día se hace la auditoría económica de lo que ha costado a las arcas públicas el procés, tanto dentro de Cataluña como de forma privilegiada en el ámbito internacional, descubriremos cifras escandalosas. Pero la clase política española ha sufrido una gran pereza para entender la naturaleza del fenómeno y ha preferido refugiarse en la tranquilidad de “lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible” porque la Constitución no lo permite.

De acuerdo, esta vez no habrá secesión, pero la crisis a que dicho intento nos ha llevado no tiene parangón. Hemos asistido a diversas fases de negación o de parálisis por estupefacción ante la gravedad del envite. También ha habido una renuncia clamorosa al combate de las ideas y a la batalla de la propaganda. Cuántas veces no hemos escuchado con desolación que ya no había nada que hacer en Cataluña, ignorando que somos muchos más los catalanes que no estamos dispuestos a que nos expulsen de nuestro país y nos roben la ciudadanía española y europea. En muchos debates el independentismo se ha impuesto por incomparecencia del Estado, cuya debilidad ha sido pasmosa. Una esclerosis que ha afectado desde lo más básico para hacer posible el cumplimiento de la ley, empezando por los Ayuntamientos, hasta el desinterés por lo que se supone debería preocupar a los servicios de inteligencia ante el intento de destruir la unidad territorial desde una parte del propio Estado. Finalmente, se ha confiado muy poco en los catalanes constitucionalistas que han luchado contra las mentiras del nacionalismo desde primera hora y han hecho propuestas para convertir el desafío en una oportunidad de mejora para Cataluña y España.

No habrá secesión, pero sería imperdonable no aprender de los errores, empezando por que los partidos encaucen de una vez para siempre la cuestión territorial con sentido de Estado. Porque si no se hace bien, cuando llegue la hora de la reforma constitucional, no conseguiremos encauzar la crisis en Cataluña. Aunque el separatismo sea derrotado ahora con la fuerza de la ley continuará operando en la sociedad catalana. Y por eso sería insensato no construir un potente contrapeso (mediático, cultural, económico, asociativo) a la influencia del infatigable nacionalismo, que rápidamente escribirá un relato heroico de su derrota, concluye diciendo.




Dibujo de Eulogia Merle para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt




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miércoles, 20 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] El día después





Me resulta enervante estar subiendo al blog un A vuelapluma tras otro sobre el tema del referéndum catalán (suprimo lo de ilegal por obvio). Obvio pero agobiante, sí. Y es que los catalanes y el resto de los españoles nos estamos jugando mucho en este envite. Pero entiendo que lo primero es restablecer el orden constitucional en Cataluña; eso, lo primero. ¿Y luego?... 

Tomás-Ramón Fernández, catedrático emérito de la Universidad Complutense y Académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, al que tuve el honor de conocer y tratar como decano de la Facultad de Derecho y más tarde como rector durante mi paso por la UNED,  escribía hace unos días un interesante artículo sobre este mismo asunto. Que no va a haber referéndum el 1-O lo sabemos todos y, por supuesto, también quienes lo han convocado, comienza diciendo. ¿Pero con qué nos encontraremos el 2-O, que está sólo a 24 horas después de la fecha del referéndum anunciado y, por lo tanto, tan cerca como éste? Y ¿cómo haremos frente a los que nos encontremos? Hay que pensar en ello desde ahora, porque del 1-O todo está dicho ya. 

Nos encontraremos, por lo pronto, con una serie de procesos constitucionales y penales ya iniciados, que seguirán su curso, lenta pero inexorablemente, hasta su final. De los procesos constitucionales poco hay que decir porque su mera promoción, una vez admitida por el Tribunal Constitucional, deja en suspenso la medida o la norma impugnada, lo que da tiempo al Tribunal para dictar la sentencia correspondiente, tarea sencilla dada la abundante jurisprudencia existente. Lo único que merece la pena retener aquí es que, contra lo que cree o dice creer el Sr. Puigdemont, el TC puede en el caso de que sus resoluciones sean incumplidas, total o parcialmente, acordar la suspensión en sus funciones de todas las autoridades o empleados públicos responsables del incumplimiento durante el tiempo preciso para asegurar la observancia de los pronunciamientos del Tribunal o bien imponer a aquéllas o éstos una multa coercitiva de 3.000 a 30.000 euros, susceptible de ser reiterada cuantas veces sea necesario hasta asegurar el cumplimiento íntegro de lo mandado (artículo 92 de la Ley Orgánica del Tribunal, modificada por la Ley Orgánica 15/2015, de 16 de Octubre). 

De los procesos penales tampoco es necesario decir gran cosa. Sólo notar que hasta ahora los aventureros que han impulsado el procés más allá de los límites de la Ley creyendo que todo era gratis y que había barra libre tendrán que empezar a pensar en serio que no era así y que más pronto que tarde les llegará una factura que no tendrán más remedio que pagar, unos en términos de inhabilitación, que no es cosa muy grave, aunque sí les impedirá seguir disfrutando de la "sopa boba", y otros, en cambio, con pérdida de libertad por un cierto tiempo, si se prueba, lo que no parece difícil, que han utilizado fondos públicos para financiar el festival independentista. Nada de esto plantea especiales dificultades, ni ha de ser motivo de especial preocupación, como es notorio. 

Lo que sí va a ser peliagudo es reconducir a la normalidad la situación de una Comunidad Autónoma que lleva varios años en abierta rebeldía contra el Estado, porque en ella no sólo se ha impulsado ese procés aventurero, sino que se han incumplido las Leyes del Estado y se han dejado sin ejecutar sentencias firmes de los Tribunales con absoluto desprecio no ya de éstos, sino también y sobre todo de los derechos de los ciudadanos que las obtuvieron, que siguen siendo desconocidos por quienes no han tenido otro norte que su mera voluntad. Eso es, en efecto, lo que vamos a encontrarnos el 2-O: un Gobierno autonómico en rebeldía y una Comunidad Autónoma en quiebra. Esta situación se ha venido tolerando hasta ahora porque el Gobierno del Sr. Rajoy, consciente de que las demás fuerzas políticas iban a medir con cicatería su apoyo, ha extremado la paciencia y la cautela y ha evitado echar más leña al fuego del nacionalismo desatado, ya de por sí muy vivo. 

En su afán, muy elogiable por cierto, aunque nadie se lo ha agradecido, ni se lo va a agradecer, ni en Cataluña, ni en el resto de España, el Gobierno del Sr. Rajoy no ha dejado de inyectar liquidez en la economía pública de Cataluña, consciente de que allí viven no sólo los aventureros de la independencia, sino también un número por lo menos igual al de éstos que no tienen por qué sufrir las consecuencias de una aventura que no comparten en forma de disminución del nivel de prestación de los servicios públicos, como se hubiera producido inevitablemente en otro caso. ¿Recuerdan la crisis de las farmacias? Pues bien, pasada ya la fecha del referéndum, hay que hacer lo preciso para encauzar la situación, para restablecer la legalidad hollada, para garantizar la ejecución de las sentencias firmes de los Tribunales que siguen incumplidas, para reconducir la situación económica, para frenar el caos y poner un mínimo de orden. 

Cataluña está en quiebra y, como le ha ocurrido a tantas empresas, grandes y pequeñas, tiene que ser declarada en concurso para poder sanearla y asegurar su viabilidad. Y, ya se sabe, para poner fin al concurso hay que llegar a un acuerdo con los acreedores, lo que exige, sin duda, buena voluntad por ambas partes, y por supuesto, mutuas concesiones: los acreedores concediendo una quita y una espera, no el perdón íntegro de la deuda contraída tan irresponsablemente en esta carrera desenfrenada hacia el precipicio, y el deudor reduciendo también sus pretensiones hasta donde éstas puedan ser razonablemente aceptadas por aquéllos. La sociedad civil catalana, que sabe de esto, sin duda, es la que tiene que dar un paso adelante para que ese convenio imprescindible pueda poner fin al concurso y devolver la solvencia y el crédito a una nueva Generalidad asegurando así la vuelta a la normalidad. 

Es posible que para esto sea preciso echar mano en algún momento de medidas extraordinarias, lo que haría entrar en juego el artículo 155 de la Constitución, transcrito del artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn, precepto que hay que desdramatizar porque no significa en absoluto sacar los tanques a la calle, ni mucho menos, sino simplemente poner temporalmente en manos de las autoridades del Estado un poder de sustitución que les habilite para "dar instrucciones" a los órganos autonómicos en la medida estrictamente necesaria para asegurar la corrección de la situación de incumplimiento que ha motivado la apelación a este precepto extraordinario.

Normalizada la situación y pacificados los espíritus, nunca antes, será el momento de afrontar la solución definitiva del problema que pasa inexcusablemente por una reforma parcial de la Constitución, que, una vez lograda, habrá de someterse a referéndum de la totalidad del pueblo español, única manera de recobrar el consenso pedido. Reforma, ¿de qué? Del título VIII de la Constitución, que nos sirvió para salir del paso en 1978, pero que ha quedado vacío de contenido porque se limitó a reconocer el derecho a la autonomía de las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes, un derecho ya ejercido del que ha salido el Estado de las Autonomías que tenemos, un Estado formado empíricamente al compás de la dinámica política, sin ningún plan previo, ya que la Constitución se abstuvo de diseñar plan alguno, que se resiente por ello a diario de la ausencia de mecanismos que aseguren la correcta relación del Estado stricto sensu y las 17 piezas que lo componen. 

A los socialistas les gusta hablar de una España federal, término éste que, al parecer, tiene para ellos el valor de una panacea. A mí no me gusta porque induce al engaño y en este punto hay que ser esta vez muy claros, vista la experiencia. Pero, prescindiendo del nombre, que resulta muy ambiguo en el ámbito del Derecho Comparado, porque el calificativo de federal se da sin ningún rigor a realidades que tienen muy poco en común, no tengo ningún inconveniente para aceptar el contenido de la Ley Fundamental de Bonn, esto es, del esquema de reparto de las competencias entre el Bund y los Länder, es decir, entre el Estado propiamente dicho y las Comunidades Autónomas, las reglas de relación entre aquél y éstas y los principios básicos de la distribución de los gastos y, sobre todo, de los ingresos tributarios. No creo que nuestros federalistas avant la lettre puedan poner pegas al federalismo alemán, que es el más prestigioso en Europa y el de más fácil importación para nosotros. Yo, desde luego, no tendría inconveniente en firmar algo parecido desde ahora. De esto es de lo que hay que empezar a hablar, no de pluralismos nacionales, ni vaguedades por el estilo. En 1978 salimos del paso como pudimos porque el futuro distaba entonces de estar claro, tratándose como se trataba de salir de 40 años de dictadura; ahora ya, con otros 40 años de experiencia de descentralización y democracia, estamos obligados a acertar, y para eso es imprescindible afrontar el problema con rigor, concluye diciendo.





Dibujo de Ajubel para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt



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viernes, 8 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Uncidos, podemos





Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y portavoz del PSOE en la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados señalaba hace unos días, refiriéndose a la consigna dominante en cierta izquierda de reescribir el pasado, deteniéndose en un punto determinado del recorrido en busca de culpables de los males de hoy y encerrándose en el marco de los buenos frente a los malos, que caminamos con paso firme hacia el pasado. 

La consigna dominante en determinados sectores de la izquierda, comenzaba diciendo, parece ser esta: regresemos al punto en el que todavía no existían los males que hoy nos azotan. No es por casualidad que en el lenguaje parlamentario los verbos más utilizados desde hace ya un tiempo entre nosotros sean “revertir” y “derogar”. Al principio parecía que hacían referencia únicamente a las nefastas políticas del Partido Popular y no nos llamaba la atención tanto uso, pero nos hemos ido adentrando en lo pretérito con desenvuelta determinación y ya se ha empezado a ampliar el espectro de las actuaciones que también se nos insta a deshacer. Bien pronto ha alcanzado la querencia a alguna de las llevadas a cabo por José Luis Rodríguez Zapatero (artículo 135 de la Constitución aparte, ha habido quien ha puesto en la picota su entera reforma laboral). Es de suponer que, a este ritmo, transitaremos rápidamente por lo llevado a cabo por Aznar y resulta altamente probable que la gestión de Felipe González sea despachada en un plis-plas (a fin de cuentas es para algunos —últimamente, incluso desde sus propias filas— el epítome de las puertas giratorias). De ahí a situarnos en el escenario del inicio de la Transición, como algunos desean, solo quedará un suspiro.

¿De qué depende detenerse en uno u otro punto del recorrido? De la posición política de cada cual. Se diría que, en el seno de la izquierda, las diferencias entre sus diferentes sectores la marca el punto del pasado en el que se detendrían (y por cierto que esto mismo rige para esa específica variante de la izquierda que últimamente ha virado en Cataluña hacia el independentismo: en su caso el retroceso alcanzaría hasta 1714). O, lo que viene a ser lo mismo, su especificidad pasa por el lugar en el que cada uno coloca el origen de todos nuestros males. Benjaminianos sin saberlo, se ven empujados hacia delante, como el ángel de la historia de Paul Klee, por el transcurrir de los acontecimientos, pero con el rostro vuelto hacia el pasado, incapaces de mirar de frente lo que se les avecina.

Esta actitud contiene una profunda contradicción. Los buenos tiempos siempre quedan atrás pero, por otro lado, quienes se reclaman de ellos se declaran, en el mismo gesto, inaugurales. Se empeñan en reescribir el pasado —dicen que para no repetir sus errores—. Pero el propósito en cuanto tal constituye una declaración de impotencia. Entre otras razones porque quien viaja imaginariamente al pasado en cuestión lleva a cuestas su presente. El ventajismo de criticar desde hoy las posiciones que los adversarios antaño mantenían para, a renglón seguido, certificar el rosario de presuntos renuncios y contradicciones en que estos últimos habrían incurrido tiene un fácil antídoto: el de preguntarse qué pensaban y qué defendían los predecesores de los mencionados hipercríticos en aquel mismo momento. Quizá, de aplicar el antídoto, nos encontraríamos con que también aquellos incurrieron en lo que sus herederos ahora tanto critican (la aceptación de la monarquía o la actitud hacia la amnistía podrían ser ejemplos ilustrativos).

Pero la falacia tiene doble fondo y por debajo de este primer nivel, en última instancia casi metodológico, subyace otro de mayor importancia. Porque este imaginario viaje al pasado, además de revelar una impotencia política, es en sí mismo imposible. A dicho lugar no se puede regresar porque ya no existe. Pretenderlo es hacer como si nada hubiera sucedido entretanto, como si el tiempo transcurrido desde entonces no hubiera alterado en modo alguno la realidad. Pero es a la realidad actualmente existente a la que hay que dar respuesta, la que, en lo que proceda, urge modificar. Todos esos ejercicios de intensa melancolía política (de la añoranza de lo que pudo haber sido y no fue) a los que venimos asistiendo de un tiempo a esta parte, toda esa dulzona autocomplacencia ante el heroico espectáculo de las ocasiones perdidas al que se dedican de manera sistemática quienes no las vivieron, deja sin pensar precisamente aquello que más debería importarnos, que es la solución de los problemas que hoy tenemos planteados.

Reivindicar, pongamos por caso, la socialdemocracia sueca de los sesenta cuando no solo no somos suecos sino que nos separa de aquella década medio siglo únicamente puede ser considerado, en el mejor de los casos, un mero flatus vocis. Si se quiere reivindicar un modelo de semejante tipo no basta con utilizar como argumento mayor frente a los escépticos el tan contundente como romo de que tal cosa fue posible y extraer luego, como mecánica y simplista conclusión, que podría volver a darse. Se impone, en primer lugar, dar cuenta de los motivos por los que se torció el proyecto, qué hizo que fuera degradándose hasta quedar muy lejos de su diseño originario. Y, a continuación, mostrar lo que hoy, en nuestras actuales condiciones, resulta viable.

Pero proceder así probablemente desactivaría en gran medida la eficacia de un discurso más cargado de emociones que de razones. Se diría que algunos rehúyen la posibilidad misma de encontrarse con la evidencia de que tal vez buena parte de las respuestas ofrecidas en el momento en el que, según ellos, las cosas tomaron la senda errónea eran las adecuadas, o las menos malas, o acaso las únicas posibles. Pero aceptar eso dejaría sin referente su indignación, que no tendría a quien dirigirse. Necesitan pensar (contraviniendo a Platón, dicho sea de paso) que aquello no solo se hizo mal, sino que se hizo mal a sabiendas. Corolario ineludible a partir de semejantes premisas: quienes actuaron de tal modo, no solo son responsables de lo sucedido sino que, sobre todo, son culpables de cuanto ahora nos pasa.

El cuadro (¿o quizá deberíamos mejor decir el marco, el famoso frame?) queda de esta manera cerrado. Ellos frente a nosotros, los de arriba frente a los de abajo: los buenos frente a los malos, en definitiva. Pero los dualismos los carga el diablo, y del maniqueísmo al cainismo apenas hay un paso, que en el calor de la polémica no cuesta apenas nada dar. Hace no mucho, en el transcurso de un agitado pleno en el Congreso, un diputado de izquierdas le espetaba a la bancada del Partido Popular estas sonoras palabras: “España es un gran país, pero sería mejor sin ustedes”. Excuso decir el entusiasmo con el que fueron acogidas por parte de los correligionarios del diputado en cuestión. Sin embargo, he de confesar que a mí no me sonaron tan bien. Quizá fuera porque la memoria, siempre tan traviesa, decidió gastarme una mala pasada y trajo a mi cabeza dos versos de una canción que interpretaba un cantautor, de izquierdas por cierto, en los albores de la tan denostada Transición. Decían así los versos: “aquí cabemos todos/ o no cabe ni Dios”.



Dibujo de Enrique Flores para El País


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