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jueves, 19 de diciembre de 2019

[A VUELAPLUMA] ¿Es más barato matar que violar?



Los jugadores de la Arandina condenados por violación. Foto Europa Press


«Somos unos pardillos a los que nos quieren joder la vida». Así se explicó uno de los tres jugadores de la Arandina después de conocer la durísima sentencia que los condena a 38 años de cárcel, -comenta el escritor Fernando Ónega en el A vuelapluma de hoy-, algo nunca visto en delitos de agresión sexual. Sería lícito preguntarse si esa vida ciertamente arruinada se la destrozó la Justicia o la destrozaron ellos mismos. Y hay división de criterios. Para la defensa de los condenados, no se demostró nada en el juicio, solo se contó con la versión de la víctima y a los jugadores se les aplica una pena como si hubieran matado a alguien. Y encima, la menor ofreció varias versiones, lo cual podría hacer sospechar de una denuncia falsa. Estaríamos, por tanto, ante una condena injusta. Sin embargo, para la acusación popular, la fiscalía y el sentenciador, la denuncia de la menor es creíble sin ningún tipo de dudas. Y, respecto a las versiones, son precisamente las que dan credibilidad a su denuncia. Es doctrina judicialmente aceptada que quien miente cuenta siempre los mismos detalles. Quien se equivoca, o no está seguro en referencias menores -sobre todo en su estado de intimidación-, está diciendo la verdad. Ya sabemos todos que antes y después de los pleitos los abogados acusan y defienden de acuerdo con el interés de la parte que representan. Lo importante es lo que aprecia el tribunal o el juez. Posición personal de este cronista: no existe delito sexual más repugnante que el cometido en grupo contra una mujer indefensa. Si, encima, esa mujer es una cría de 15 años de edad y los autores lo saben, estamos ante un agravante execrable. Que nadie espere de mí la menor tolerancia ni compasión. La expresión «que se pudran en la cárcel» será la que utilizaremos cuando el Tribunal Supremo confirme la sentencia de la Audiencia de Burgos. Y la confirmará, porque lo sentenciado ahora es la pura aplicación de la jurisprudencia del Alto Tribunal en el caso de La Manada de Pamplona. Alguien comparó esta condena con la de José Bretón, que fue condenado a 40 años de cárcel por asesinar y quemar a sus dos hijos. Mucha gente se pregunta si sale más barato matar que violar, pero es una comparación demagógica que no procede. Lo que se hizo en Burgos ha sido castigar tres delitos: una agresión sexual (14 años) y dos cooperaciones necesarias (12 años cada una). Podrá ser excesiva pena, no lo sé, pero es la doctrina del Supremo. Seguramente hubo también una enorme presión ambiental, como en todos los juicios por delitos sexuales, pero es inevitable. Lo único relevante es que la sentencia se ajusta a derecho. Y lo secundario, pero importante, que termina con esa perniciosa corriente de opinión que habla de justicia machista y sugiere impunidad. 

¿Por qué los miembros de La Manada fueron condenados a 15 años y los exjugadores de la Arandina a 38? En el caso de los exfutbolistas, cada uno de los acusados está condenado como autor directo por los hechos realizados por él mismo y como cooperador necesario por los ejecutados por los demás15 años para cada uno de los miembros de La Manada, penas de entre 10 y 12 años de cárcel a cinco de los acusados de la violación en grupo sufrida por una menor en Manresa en el 2016 y 38 años de prisión para los tres exjugadores de la Arandina. ¿Por qué hay esta diferencia en las penas impuestas si todas son violaciones múltiples? Una de las grandes claves es que, en este caso, se considera que no hubo una violación, hubo tres. El tribunal atiende a los llamamientos del Supremo: también eres culpable de los delitos de tus compañeros porque eres «cooperador necesario» de su violación".


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 







La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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viernes, 28 de junio de 2019

[PENSAMIENTO] El valor de las palabras en democracia





Para comprobar que las palabras importan, basta con atender a uno de los aspectos que más han centrado la atención de la opinión pública española desde que hace dos años se publicase la sentencia que condenó por abuso sexual a los miembros de La Manada cuya condena acaba de ser elevada por el Tribunal Supremo, comenta en Revista de Libros el profesor de Ciencia Política de la Universidad de Málaga, Manuel Arias Maldonado. 

Ha entendido éste que puede darse por probada la intimidación que sus colegas de la instancia inferior no llegaron a contemplar, al subsumir los hechos probados dentro del abuso por prevalimiento. Se trata de tecnicismos, claro: los que se espera que contenga el Código Penal de una sociedad avanzada que refina en la mayor medida posible la distinción –y el castigo– entre conductas. Pero lo interesante del caso es que ya desde las primeras manifestaciones públicas la protesta fue unánime: «¡No es abuso, es violación!» A pesar de que, como se esforzaron por explicar incontables penalistas, tanto el abuso como la agresión son variantes de la violación. De ahí que una de las exigencias que se plantean a los expertos que debaten la reforma del Código Penal «con perspectiva de género» es que se reintroduzca en éste, con todas las letras, el delito de violación, que había desaparecido del mismo con su última reforma progresista.

Dado que esa contrarreforma no se ha aprobado todavía, resulta desconcertante que la decisión del Tribunal Supremo que interpreta el siniestro episodio pamplonica como agresión en vez de abuso haya conducido a no pocos medios de comunicación, así como al mismísimo presidente del Gobierno a través de un tuit, a sostener que con ello queda finalmente confirmado que «fue violación». ¡No nos enteramos! O no queremos enterarnos: ya era una violación en la primera sentencia, cuando los hechos se calificaron como constitutivos de «abuso», y no son más violación ahora que antes por el hecho de pasar a entenderse como «agresión». Pero, ¿cabe la posibilidad de que la opinión pública española se hubiese conducido de otra manera si la primera sentencia hubiese podido condenar por «violación», conforme a un imaginario Código Penal, aunque la pena hubiese sido la misma? No es descartable: la potencia simbólica de la palabra «violación» así lo sugiere.

De aquí pueden deducirse muchas cosas, pero una de ellas es que elegir bien las palabras posee una importancia crucial. Y tal es, precisamente, el tema del ensayo con que el filósofo barcelonés Daniel Gamper ha obtenido el último Premio Anagrama de Ensayo. Aunque, en el subtítulo, Gamper hace una concesión al uso común de la lengua –o del habla– refiriéndose a la «libre expresión», luego matiza que él prefiere hablar de «palabra libre». De ahí el título: nos habla Gamper de las mejores palabras, que de algún modo sería lo contrario de una palabra cualquiera, pero tampoco es lo mismo que las buenas palabras, y menos aún que unas palabras bonitas. Hay aquí, por tanto, implícito un claro componente normativo, prescriptivo: nos toca esforzarnos para dar con la mejor palabra, pues es responsabilidad nuestra no salir del paso de cualquier manera. Nos recuerda Gamper que, si la palabra puede devaluarse, es porque tiene un valor. Y presenta, a partir de la idea contraria de que hemos de recuperar el valor de la palabra, una sucesión de brillantes meditaciones sobre los momentos en que tal cosa puede suceder.

A mí me interesa aquí, principalmente, seguir el hilo que tiene que ver con la esfera pública y la democracia: con la valencia política de las palabras. Gamper empieza señalando sobre esto que las democracias vienen a exigir tácitamente que todos puedan opinar sobre asuntos de los que no saben nada. Pero nótese que demandar una opinión (obligarnos a formárnosla) no es lo mismo que hacer posible su formulación pública (dar la oportunidad de expresarla). Por lo demás, Gamper adopta una inteligente cautela cuando señala que «lo humano sólo existe en cautividad y la libertad que ahí se puede dar es toda la libertad posible», aplicando este razonamiento a la propia libertad de palabra. Una palabra completamente libre es siempre utópica, porque jamás se darán las condiciones para ella: la comunicación se desarrolla siempre dentro de una comunidad en la que hay un horizonte de expectativas compartido. Robinson Crusoe puede hablar libremente mientras se mantiene solo en la isla, pero es como si no dijera nada: nadie le ha oído decir.

Esta idea de una comunidad con un horizonte de expectativas compartido se torna más problemática, sin embargo, cuando conjugamos nación con lengua y democracia. Acierta Gamper cuando apunta que el demos suele aglutinarse en torno a una comunidad de lenguaje y que una de las debilidades del proyecto europeo es la división de esferas públicas nacionales, cada una con su lengua propia. Estas dificultades, añade, se reproducen en los Estados plurinacionales –podemos dejarlo en federales– donde las lenguas minoritarias luchan por ser reconocidas y sólo podrán tener éxito cuando conquistan los canales institucionales. Sin duda: ahí están las diferencias entre Francia y España o Suiza. Pero recuérdese que los promotores de la lengua minoritaria pueden poner ésta al servicio de un proyecto de nacionalización forzosa de sus ciudadanos, a la manera de esa «captura de las subjetividades» de la que hablan los teóricos políticos de inclinación psicoanalítica. En ese caso, las bellas palabras de una lengua minoritaria pueden convertirse en las peores palabras del ingeniero social. Daniel Gamper desliza una solución discreta: un apoyo institucional a la lengua más pragmático que chovinista. De qué manera pueda esto lograrse sin que quienes manejan los resortes institucionales caigan en la tentación de pervertir políticamente la lengua es asunto distinto que aquí no se resuelve. Y Cataluña es, tristemente, el ejemplo perfecto.

En último término, la reflexión sobre las mejores palabras tiene que ser, por fuerza, normativa: se refiere al modo en que habríamos de conducirnos lingüísticamente. De ahí que Gamper pida mucho, sin que podamos saber si pide demasiado: «Para que el espacio público sea habitable, los ciudadanos deben ser capaces de articularse de maneras mínimamente sofisticadas». Esto incluye una razonabilidad de corte rawlsiano, esto es, la capacidad de distinguir entre lo que rige en el grupo al que uno se adscribe y la validez general de un argumento, así como la capacidad de relacionarse críticamente con las propias convicciones. ¡Ahí es nada! Se incluye aquí implícitamente la exigencia de que el ciudadano diga palabras propias en lugar de limitarse a repetir las palabras de otros, que es lo que suele suceder: no somos mejores que nuestras palabras. Gamper escribe: «Todos somos filólogos en la medida en que, más que a los hechos, prestamos atención a lo que se puede decir y a cómo se dice». Pero lo cierto es que todos hablaríamos mejor si ejerciéramos como filólogos, sobrevolando la lengua e identificando la procedencia e intención de los mensajes que nos llegan en lugar de entenderlos de manera literal. Acaso porque no pide tanto a los ciudadanos, señala Gamper, el liberalismo político es una «utopía factible»: su preocupación es la estabilidad y, por tanto, la gestión eficaz del conflicto social.

Ocurre que John Stuart Mill es un autor liberal y, también, referencia ineludible para cualquiera que desee abordar el estatuto político de la palabra libre. Gamper no es una excepción y subraya el modo en que Mill defiende la libre expresión: como un derecho de los oyentes a no verse privados de todos los pareceres y opiniones. Da igual lo que persiga el hablante: la libre manifestación del pensamiento tiene una finalidad –una «utilidad»– cognitiva y política. Por eso Gamper prefiere hablar de «palabra libre» en el sentido de no interferida, sin que nadie pueda garantizarnos que van a prestarnos la atención que creemos merecer. Pero allí donde Mill elogiaba al excéntrico que permitía imaginar otras formas de vida en la sociedad victoriana, Gamper advierte de que ser excepcional –de un modo trivial– está al alcance de todos, y la disidencia en los gustos no puede convertirse en norma a riesgo de privar de todo sentido a la auténtica disidencia. Cuál sea ésta, sin embargo, no queda del todo claro fuera de los contextos en los que se combate un poder autoritario e injusto. ¿Son disidentes quienes hoy arremeten contra el neoliberalismo o el patriarcado? Difícilmente; aunque ellos lo crean.

Para Gamper, existe en el fondo una inevitable disonancia entre la necesidad de orden y la capacidad desestabilizadora de la palabra libre. Y de ahí que las democracias liberales no vean con entusiasmo las experiencias de la democracia participativa y deliberativa, promoviendo, en cambio, una relación «unilateral» con la ciudadanía. En esto, Gamper quizá sea injusto con la democracia liberal-representativa, máxime cuando él mismo defiende la «polifonía» conceptualizada por Jürgen Habermas como componente necesario de nuestras esferas públicas e invoca la ciudad plural de Aristóteles frente al organicismo de Platón. Nuestras sociedades liberales son plurales y se caracterizan por una conversación pública a la vez desordenada y cacofónica donde, como se señalaba más arriba, todos pueden opinar sobre asuntos acerca de los que no saben nada: es una conversación democrática que –hete aquí el cortafuegos liberal– no se comunica directamente con el proceso de toma de decisiones. Pero deducir de aquí que las palabras allí utilizadas son inservibles sería injusto: por supuesto que los climas de opinión se transmiten a las elites políticas. ¿Acaso no tratan esas mismas elites de influir en su favor sobre los climas de opinión? Por algo será.

Dicho esto, es evidente que las redes sociales nos muestran un diálogo en el que las palabras rara vez son las mejores, en el sentido en que Gamper entiende este adjetivo. Pero, como Habermas mismo se resiste a admitir, la escala de la conversación es decisiva para su calidad. Y ni siquiera la pequeña escala, como han mostrado innumerables estudios, garantiza que se imponga esa fuerza sin violencia del mejor argumento de la que habla el ya nonagenario filósofo alemán. En realidad, Gamper se apoya aquí más en Rawls, y lo hace para desacreditar la idea de que pueda o deba limitarse la libertad de palabra en nombre de la estabilidad social. Escribe Gamper: el discurso subversivo y el libelo sedicioso se permiten, toleran o alientan porque es muy improbable que consigan subvertir el orden, porque no lograrán concitar la adhesión de la mayoría de la ciudadanía.

Y ello, nos explica, porque el liberalismo ya cuenta con otros mecanismos que garantizan la fidelidad de los ciudadanos a la arquitectura institucional. Esto, sin embargo, quizá sea demasiado optimista: bien pueden proliferar malestares de distinto tipo que expresen, con variado andamiaje teórico, el rechazo al orden existente, de tal manera que su suma no resulte desdeñable. Dicho de otro modo: no sobrevaloremos la capacidad de unos regímenes políticos desencantados para sostenerse a sí mismos de manera indefinida. Esto no significa que haya de prohibirse el libelo sedicioso; pero no estaría de más atender periódicamente al tamaño de su tirada. Si no, podríamos decir a la democracia lo mismo que Cefisa a la Andrómaca de Racine: «Demasiada virtud podría haceros culpable».

En el último tercio del ensayo, el inteligente filósofo que es Daniel Gamper parece dejarse arrastrar por un cierto pesimismo acerca de la situación de la democracia y los derechos cívicos en las sociedades occidentales: aunque quizá sea yo quien abuse del optimismo. Pienso en la metáfora de la Torre de Babel que empleaba Peter Sloterdijk para dar cuenta de la dificultad intrínseca a una vida política que se hace entre personas que quieren distintas cosas, y a la que puede darse la vuelta: desde que se dispersasen las lenguas humanas, hemos avanzado de manera extraordinaria en la creación de una koiné con la que comunicarnos y en la adhesión a un conjunto de normas y derechos que modelan un mundo imperfecto pero mejorable. Tiene razón Gamper cuando nos llama a utilizar las mejores palabras, haciendo un esfuerzo por encontrarlas. Pero también nos advierte, en varias ocasiones, acerca de quienes «deciden no oír» y sobre el error que cometemos cuando pensamos que hay alguien que escucha en general. Es un asunto del máximo interés: porque está quien habla y está quien escucha. Y quien habla suele pararse a escuchar y viceversa, al menos en el curso de una conversación. De manera que las mejores palabras serán al menos tan importantes como los buenos oídos, pues sin personas dispuestas a tomar en serio nuestros argumentos y a darles la interpretación más generosa –en lugar de la más maliciosa–, poca democracia puede construirse. A este asunto dedicó Andrew Dobson un libro que aún espera traducción a la lengua española, en el que lamentaba la atención casi exclusiva que la teoría política ha venido dando al habla por delante de la escucha. A su juicio, la conversación democrática debería ser más rigurosamente dialógica, es decir, una relación en la que se diese igual peso a hablar y a escuchar, regulándose con el mismo ahínco el esfuerzo dedicado a ambas actividades.

En ambos casos, haciéndonos cargo de las palabras que pronunciamos, y prestando atención consciente al hecho de que también nos toca escuchar al otro, estaremos ganando autoconciencia: como hablantes y como oyentes. Esto trae consigo una mala noticia: ni siquiera esta disposición favorable garantiza la desactivación de nuestros sesgos tribales e ideológicos. Y una buena: no pueden desactivarse de otro modo.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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martes, 16 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] Paranoias constructivas sobre la justicia






Hace unos días, comenta en El Mundo el inclasificable y polémico escritor español que se esconde bajo el seudónimo de Tsevan Rabtan, este periódico alababa el "ejercicio de transparencia" de la Guardia Civil tras la rueda de prensa de algunos de sus mandos sobre la muerte de Diana Quer y la detención de Enrique Abuín. En ese editorial, se reflexionaba sobre quejas por diferentes tipos de limitaciones legales que habrían lastrado la investigación.

Cierto es que resulta preferible que la información proceda directamente de fuentes confiables, dice Rabtan, con nombres y apellidos, y no de rumores aderezados con referencias a "fuentes de la investigación" o fórmulas similares, tantas veces simple cortina para la mala praxis, pero también lo es que esa rueda de prensa fue un error. Asistimos, en boca de autoridades que gozan de la confianza de la ciudadanía, a un desglose minucioso de los detalles de un asunto judicializado y en fase de investigación, al dibujo de un personaje siniestro al que se mencionaba permanentemente por su apodo, con una intensidad acusatoria tal que habrá contaminado a cualquier ciudadano que tenga que hacer de jurado. El mensaje final casi consistía en una sentencia condenatoria.

Los medios no criticarán ese humanamente comprensible ejercicio de vanagloria y tampoco insistirán demasiado en los excesos y embustes publicados. Tampoco los españoles que hozaban en las historias de la familia Quer van a perder el tiempo limpiándose los hocicos, ocupados como están ahora en indignarse por las atrocidades cometidas por el detenido y clamando por un castigo ejemplar. Pero tampoco parece que el debate abierto sobre esas supuestas carencias de nuestro sistema sea muy fructífero. El archivo inicial del juez en el caso Quer no fue motivado por los plazos máximos de instrucción introducidos en 2015, sino porque no existían ni indicios, solo sospechas. Los procesos penales en España duran demasiado, provocando un sufrimiento real a miles de personas. Pero lo cierto es que la reforma, aunque necesaria, terminó incluyendo tantas puertas traseras (declaración de complejidad, prórrogas, fijación de plazos máximos, inexistencia de consecuencias automáticas en caso de exceso, etc.) que, en la práctica, seguimos igual. Normal: el problema secular, estructural y presupuestario de la justicia española no se resuelve cambiando un artículo de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

En cuanto al complejo y capital asunto de la futura legislación europea (y, por tanto, nacional) sobre conservación de datos obtenidos por el uso de las telecomunicaciones, hay que hacer algo de memoria. Los delitos violentos han ido disminuyendo y España se encuentra entre los países con mejores estadísticas en esta materia. Los seres humanos de hoy, sin embargo, y pese a todo el avance cultural y civilizatorio, compartimos instintos con los de hace milenios, y nuestra primera reacción es la venganza. La ley nació para canalizarla, pero pronto descubrimos su cara oculta: no era neutro investigar de una u otra forma, o imponer uno u otro castigo. Aprendimos que, al ceder la venganza al Estado, le regalábamos un instrumento poderosísimo de opresión.

Jared Diamond parió el concepto "paranoia constructiva" para referirse a una reacción preventiva aparentemente exagerada: el viajero que llega a las tierras altas de Nueva Guinea se ríe del nativo que, cuando duerme al raso, no lo hace bajo un árbol, porque a veces las ramas se tronchan, caen y te rompen la crisma. Un asesino múltiple es un problema minúsculo comparado con un Estado totalitario. Lo es incluso cuando tratamos con delincuencia organizada o grupos terroristas. Recordemos la Alemania nazi o la mayor parte de los regímenes comunistas. Recordemos los excesos durante el macartismo en un país en el que regían sobre el papel todo tipo de garantías y balances. Sí, puede que parezcamos paranoicos cuando nos asustamos porque las autoridades estatales accedan, en palabras del Tribunal de Justicia de la UE, a datos que "(...) permiten ... saber con qué persona se ha comunicado un abonado o un usuario registrado y de qué modo, así como determinar el momento de la comunicación y el lugar desde la que ésta se ha producido... y... la frecuencia de las comunicaciones... con determinadas personas durante un período concreto (...) [lo que puede] permitir extraer conclusiones muy precisas sobre la vida privada de las personas..., como los hábitos de la vida cotidiana, los lugares de residencia permanentes o temporales, los desplazamientos diarios u otros, las actividades realizadas, sus relaciones sociales y los medios sociales que frecuentan". Al fin y al cabo, las directivas de la UE son normas que proceden de instituciones democráticas, los datos sólo se ceden si lo autoriza un juez y los que los van a utilizar son los que luchan contra los malos, como la Guardia Civil.

Pero esa paranoia es una paranoia constructiva. Es la que instituyó el derecho al secreto de las comunicaciones, a la libertad de expresión, a la inviolabilidad del domicilio, al habeas corpus. El Tribunal de Justicia de la UE, en las sentencias de 2014 y 2016 sobre la cuestión, lo explica: para garantizar que el acceso de las autoridades a estos datos se limite a lo estrictamente necesario, no basta con exigir que la conservación y acceso lo sean para luchar en abstracto contra la delincuencia, sino que hay que fijar requisitos materiales y procedimentales que lo limiten a los que planean, van a cometer o han cometido un delito grave. Solo se exceptuó, en la sentencia de 2016, los casos de terrorismo, por razón de seguridad nacional. Más aún, el control ha de ser previo, basarse en una solicitud motivada en el marco de procedimientos penales y contar con garantías para los afectados, a fin de que ejerciten su derecho a la tutela judicial efectiva.

Aunque exista un único populismo, se puede afirmar que hay diferentes discursos populistas. Hay discursos populistas de izquierda y de derecha. La agravación de las penas y la concesión a las fuerzas de seguridad -que siempre quieren más- de instrumentos invasivos para la persecución de la delincuencia, son ejemplos de un populismo de derechas -con la excepción de la violencia contra las mujeres, que es transversal-, aunque cínicamente hayan sido los regímenes totalitarios de izquierdas los que hayan transitado de forma más "científica" ese camino infame. Así sucede también con la banalización de las penas en España (mucho más intensas y aflictivas de lo que la mayoría de la gente cree), algo que es evidente en la visceral discusión pública sobre la prisión permanente revisable. Lo cierto es que esta pena, que puede que sea constitucional y ajustada a la legislación europea, conforme resulta de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, se introdujo en nuestra legislación, que ya contemplaba penas de hasta 40 años de prisión, sin un acuerdo adecuado y precipitadamente. Ya en el siglo XIX los tratadistas españoles desconfiaban de la cadena perpetua, a la que algunos consideraban incluso peor que la pena de muerte, por la desesperación para el reo de una pena sin fin. Aunque estos peros se salvan por la posibilidad de su revisión, los plazos mínimos de cumplimiento son tan largos, que es comprensible que muchos crean que esta es una justificación formal para una pena exclusivamente retributiva. Más aún, se da un cierto doble lenguaje, ya que se supone que la pena es constitucional porque se prevé la rehabilitación del reo, pero a la vez se defiende que se necesita porque hay reos irrecuperables. Por todo esto, y porque tenemos que buscar respuestas inteligentes, si de lo que hablamos es del miedo a la reincidencia, utilizando los recursos tecnológicos, cada vez más sofisticados, es por lo que el debate grosero sobre esta cuestión al calor de la indignación popular y del rédito político que puede obtenerse es siempre inadecuado.

Mi consejo es sencillo: sigamos siendo paranoicos. Dormir bajo las ramas del Estado puede ser peligroso y los antiguos nos han enseñado cuántas veces esas ramas terminan aplastando nuestra libertad.



Dibujo de Sean Mackaoui para El Mundo



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