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sábado, 17 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Depredando



El tenor Plácido Domingo (Foto de Angela Weiss)


Detrás de un hombre que da poder por sexo hay lo mismo que detrás de una mujer que da el viceversa, señala el escritor Arcadi Espada. Algunos hombres usan el poder para obtener sexo, comienza diciendo Espada. Algunas mujeres utilizan el sexo para obtener poder. Algunos hombres poderosos interesados por obtener sexo ni siquiera deben usar su poder, sea dicho usar en el sentido más usurero posible: les basta con no ocultarlo. A algunas mujeres inexorables les pasa lo mismo. Quiero decir que los dioses o las diosas seducen y someten muchas veces sin proponérselo. Cuando una de las acusadoras de Plácido Domingo se justifica diciendo que a dios no se le puede dar un no añade la fascinación al chantaje. En esta trama, que explica y oscurece la conducta humana, se producen emboscadas de inmoralidad variable. Para obtener sexo los hombres pueden prometer poder -trabajo, matrimonio, dinero- y no cumplir su promesa. Para obtener poder las mujeres pueden prometer sexo, y no. Esto que explica La Calandria inmortal: "Y tan luego se vio libre, voló, voló, voló".

Desde que las metiómanas empezaron a organizarse con el apoyo de una prensa puramente macartista cada tanto hay noticias de hombres que han usado su poder para obtener sexo. Llamativamente no hay noticias de mujeres que hayan utilizado su sexo para obtener poder. Las razones son difíciles de averiguar. Una posible es la aterradora cultura heteropatriarcal que dificulta a un hombre -caso distinto es el de los gorrioncillos- presentarse como una pobre víctima. Otra es que los hombres oponen menos resistencia a conceder poder a cambio de sexo que las mujeres sexo a cambio de poder. Sospecho que el número de acuerdos es mayor en la primera transacción: hay mujeres que presentan un desinterés común por el sexo y el poder francamente desesperante para todo buen macho. La tercera es que los hombres pueden llegar a ser extraordinariamente cansinos, frecuentemente patéticos en su babosa insistencia sobre las mujeres. La cuarta, last but not least, es que hay más sexo disponible que poder.

A pesar de las dificultades objetivas sería un acto de realismo que empezaran a emerger relatos sobre mujeres que treparon a cualquier árbol valiéndose de méritos no especificados en el tronco. Entre otras razones porque detrás de un hombre que da poder por sexo hay lo mismo que detrás de una mujer que da el viceversa: un tercero o tercera discriminado al que no le bastó con su talento. De ahí que las metiómanas deban pasar ahora a una segunda fase de su general ajuste de cuentas, que es la denuncia del quintacolumnismo de género. El resto de la discusión trata de crímenes y solo la herramienta jurídica debe discernirlo.






La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido, pero sí, su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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sábado, 9 de marzo de 2019

[A VUELAPLUMA] El ejemplo de Canadá







Estas dos últimas semanas, escribe el periodista Arcadi Espada, y en la sala más noble del Tribunal Supremo, los presos nacionalistas han pronunciado fluidos, repetitivos y prolijos mítines que la democracia española ha puesto a disposición de cualquiera mediante la retransmisión del juicio. La autoridad judicial no los ha interrumpido, en aplicación de un criterio ultragarantista influido por la seguridad de que el Tribunal de Estrasburgo habrá de pronunciarse sobre este juicio. Y ninguna autoridad política ha denunciado de forma tajante la propaganda. Solo uno ha roto la pasividad democrática. Este miércoles, en Madrid, en la sesión inaugural del XXVI Congreso Mundial del Derecho, el Rey de España dijo: "No es admisible apelar a una supuesta democracia por encima del Derecho". Cabe vincular la frase a estas declaraciones recientes del Valido: "La voluntad del pueblo y la democracia de la gente están por encima de cualquier ley". Y, sobre todo, al argumento, repetido en el Supremo, de que la manifiesta desobediencia del nacionalismo a la ley se habría visto compensada por el ejercicio del "principio democrático".

La alusión concreta a dicho principio que manejan los nacionalistas procede de la "Decisión del Tribunal Supremo de Canadá, en respuesta a una remisión del Gobierno Federal sobre algunas cuestiones relacionadas con la secesión de Quebec", de 20 de agosto de 1998. Antes de proseguir, quiero puntualizar que tomarse como dogma de fe la jurisprudencia canadiense, tal como hacen los nacionalistas, es lo mismo que recordar que en Estados Unidos los chistes de Lepe los hacen con los canadienses. Y ahora prosigamos. El objetivo fundamental de la resolución es negar al Quebec la posibilidad de una secesión unilateral. Pero la resolución contiene una zona erógena de la pasión nacionalista a la que aludieron las alegaciones de la Generalidad ante el Tribunal Constitucional con motivo de un recurso del Gobierno contra la habilitación de presupuesto para el referéndum ilegal, varios de los escritos de la defensa de los hoy procesados y sus propias manifestaciones en el juicio. Estas son las líneas calientes: "Es igualmente cierto que un sistema de gobierno no podrá sobrevivir con el único respeto a la ley. Un sistema político debe, asimismo, dotarse de legitimidad, lo cual exige, en nuestra cultura política, una interacción entre la primacía del Derecho y el principio democrático". 

Conviene, sin embargo, reproducir lo que viene antes: "El asentimiento de los gobernados constituye una función fundamental en nuestra concepción de una sociedad libre y democrática. Sin embargo, la democracia, en el sentido verdadero del término, no puede darse sin el principio de la primacía de la Ley. Es la Ley la que crea el marco en el cual debe determinarse y aplicarse la 'voluntad popular'. Para ser legítimas, las instituciones democráticas han de reposar, en definitiva, en unos fundamentos jurídicos. Esto significa que deben permitir la participación del pueblo y responder ante él mediante instituciones públicas creadas con arreglo a la Constitución". 

Y reproducir también lo que viene después: "El sistema debe poder reflejar las aspiraciones de la población. Pero hay algo más. La legitimidad de nuestras leyes reposa también en un llamamiento a valores morales, muchos de los cuales están incardinados en nuestra estructura constitucional. Sería un error grave reducir la legitimidad a la única 'voluntad soberana' o a la única regla de la mayoría, excluyendo otros valores constitucionales". 

Sería interesante que sobre la incardinación constitucional de determinados valores morales el legislador o el poder judicial respondieran algún día a la cuestión de si la xenofobia -fuerza motriz de la reivindicación secesionista- entra en contradicción con la moralidad constitucional. 

Toda la fuerza del argumento nacionalista del Proceso ha cargado siempre en el principio democrático. El nacionalismo concede que la Ley no está de su parte, pero no admite discutir la legitimidad democrática que lo ampara: "Solo queremos votar". Nadie puede negar el éxito que ha alcanzado en la opinión pública global. La democracia es siempre más sexy que la Ley. Entre otros muchos factores porque la democracia expresa y la Ley obliga. A la gente le gusta mucho expresarse. 

Quiero que se fijen en el adjetivo supuesta, referido a la democracia, que el Rey usaba. Es probable que su intención fuera la de subrayar la imposibilidad de la democracia al margen de la Ley. Pero lo cierto es que el adjetivo mantiene un inesperado vínculo con lo que realmente expone el Supremo canadiense sobre el principio democrático. El tribunal jamás da a entender que la democracia, y por lo tanto la legitimidad, estén en manos de las provincias y la Ley en manos del Estado, como aspiran a que creamos, tan toscamente, nuestros nacionalistas. Tanto la democracia como la Ley son partes indisolubles de la organización política del Estado y las provincias, como no podía ser de otro modo. Taxativamente la resolución declara: "Una mayoría política en cualquier nivel que no actuase de acuerdo con los principios constitucionales mencionados pondría en riesgo la legitimidad del ejercicio de sus derechos y, en definitiva, la aceptación del resultado por parte de la comunidad internacional". Y añade: "El ordenamiento constitucional canadiense existente no podría permanecer indiferente ante la expresión clara, por parte de una mayoría clara de quebequeses, de su voluntad de dejar de formar parte de Canadá". 

Pero este ordenamiento constitucional reposa igualmente en el principio democrático. Así, cuando el Supremo llama a la negociación política entre el Estado Federal y las provincias no está llamando a una negociación entre la Ley y la legitimidad, sino a una negociación entre legitimidades. Y fundamenta la negociación en razón de la naturaleza de la democracia canadiense, que define como «una democracia en evolución» en oposición implícita a una democracia militante, cuya capacidad de reforma está sometida a ciertos límites. La invocación del principio democrático por parte del tribunal solo trata de justificar la legitimidad de la Constitución canadiense para reformarse a sí misma.

La imaginaria aplicación de esta decisión jurídica, en la que se ampara de manera ignorante o malintencionada la propaganda nacionalista, impugnaría de arriba abajo el Proceso. Según la instrucción canadiense los nacionalistas deberían actuar no solo respetando la ley ¡sino el principio democrático! del que se llenan la boca. Para empezar en el interior de su propia comunidad política. Entre los variadísimos mantras que rigen la propaganda y que han sido expuestos abundantemente en el juicio está el de la supuesta mayoría favorable al derecho de autodeterminación, que se cifra en el 80% de los catalanes. Un absurdo porcentaje. La suma de los partidos autodeterministas no supera el 55%, tomando como referencia las últimas elecciones autonómicas. Si la suma se proyecta no sobre los votos emitidos, sino sobre la totalidad del censo electoral, alcanza el 43%. Y si, como hizo el viernes Tadeu, se incluye, como quisieron los nacionalistas el 1 de octubre, a los extranjeros, el porcentaje baja hasta el 37%. 

El principio democrático interno queda lejos de esa mayoría vigorosa favorable a la autodeterminación que el Supremo canadiense ve imprescindible para el inicio de cualquier proceso. Pero si algún día los nacionalistas la alcanzasen, la instrucción canadiense tampoco deja dudas: forzados por el principio democrático, habrían de negociar con el resto de españoles los cambios constitucionales imprescindibles que permitieran el derecho a la autodeterminación. Naturalmente es una vía difícil. Así debe ser, porque la secesión en un Estado democrático es un objetivo costoso, destructivo e inmoral. La vía elegida por los catalanes es, como su objetivo: costosa, destructiva e inmoral. Y, además, imposible.



Dibujo de Sequeiros



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sábado, 8 de septiembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Orgullo de especie





Tú eres una de las personas -se cuentan por millones- que no han leído ni leerán En defensa de la ilustración, el último libro de Steven Pinker, que acaba de traducirse al español, escribe en El Mundo Arcadi Espada a su amada liberada en una de sus últimas "Cartas a K". Como explica cualquiera de sus reseñas, comienza diciendo Espada, el libro detalla las razones de que el mundo vaya a mejor y se inscribe en el movimiento anticenizos que fundó Matt Ridley hace ocho años al publicar El optimista racional. La tesis de Pinker sobre la buena marcha de las cosas tiene, sin embargo, un punto débil: ¡no irán tan bien las cosas cuando habrá menos lectores de este libro que no lectores! Más seriamente dicho: si este libro, o al menos la información que contiene, fuera de dominio público y se expusiera desde la más tierna escuela, la mejora del mundo sería espectacular. Estas palabras del autor lo concretan: "El problema de la retórica distópica estriba en que si la gente cree que el país es un basurero en llamas, será receptiva a la eterna llamada de los demagogos: '¿Qué tienes que perder?'". Hay, ciertamente, mucho que perder.

Pero la discusión sobre si hay más o menos razones para el optimismo empequeñece este libro y su propuesta de una nueva educación general básica. Pinker ha escrito una conmovedora historia de la humanidad racional que liquida o deja en puramente marginal cualquier objeción que pueda hacerse a su uso de algunas estadísticas. Entre ellas, por cierto, la muy divulgada del progresófobo John Gray, a propósito del descenso de la violencia. El optimismo implica siempre una voluntad prospectiva, a la que solo tenuemente Pinker se adhiere. Su prudencia es lógica: según la experiencia y el conocimiento acumulados, el cuento de la vida acaba mal y casi siempre en contra de los deseos de sus protagonistas. Así lo sustancial y lo más hermoso de este libro es el detalle de la rebelión del hombre contra el destino y sus esfuerzos titánicos para mejorar su condición animal. Este detalle: "Un milenio después del año 1 d. C. el mundo era apenas más rico que en tiempos de Jesús. Se tardó otro medio milenio en duplicar la renta. Entre 1820 y 1900 se triplicaron los ingresos mundiales. Volvieron a triplicarse en poco más de cincuenta años. Solo hicieron falta otros veinticinco años para que se triplicasen de nuevo y otros treinta y tres para que se volviesen a triplicar. El producto bruto mundial ha crecido casi cien veces desde que la Revolución Industrial estaba en plena vigencia en 1820, y casi doscientas veces desde el comienzo de la Ilustración en el siglo XVIII". Ahí está la nuez del libro, de la rebeldía humana y de nuestro mundo. Los números de un progreso económico e, inexorablemente, también moral. La época va saciada de orgullos. Mujer. Gay. Negro. Catalán. La intención de Pinker, aunque no la formule, es bastante perceptible. Un orgullo de especie. La enmienda de la vieja profecía enunciada por Julian Simon: las cosas irán cada vez mejor aunque la mayoría de las personas seguirán diciendo que van peor. Pero este orgullo de especie ha de afrontar un problema irresoluble: ¿contra quién se dirige? Las mujeres tienen a los hombres. Los gays, a los heteros. Los negros, a los blancos. Los catalanes, a los españoles. Hasta los animalistas -en Orgullo Animal milita nuestro ministro de Cultura y Tauromaquia- tienen a las personas. No hay orgullo sin la humillación más o menos explícita del otro. Verdaderamente yo propondría a dios, pero dudo si una ficción resistiría como antagonista.

La paradoja de Simon y su arraigo en la conciencia contemporánea puede tener laboriosas causas múltiples. Pero el vector principal, que Pinker subraya, es el periodismo. Ya en las primeras páginas le pide al lector que no olvide el gráfico que resulta de la técnica llamada minería de opiniones (data mining) que aplicó el científico de datos Kalev Leetaru a todos los artículos publicados en el Times entre 1945 y 2005: según el Times, el mundo va cuesta abajo. Una explicación la da el propio Pinker, páginas atrás: "Dado que nos preocupamos más por la humanidad, propendemos a confundir los daños que nos rodean con signos de lo bajo que ha caído el mundo, en lugar de en lo alto que se han situado nuestros estándares". El ejemplo clásico es el crimen de pareja: mientras en la realidad no deja de bajar, en los periódicos no deja de subir. En su mirada severa sobre los periódicos Pinker no hace suficiente hincapié en su influencia sobre la ampliación del círculo de compasión. Gracias a ellos el hombre ha extendido su solidaridad de especie más allá de los vínculos familiares y tribales. Y es probable que la reducción global de los crímenes esté vinculada con su presencia en los medios, por encima de otros efectos colaterales como el discutido efecto de imitación. Sería interesante que alguien merodeara por la hipotética relación entre la estabilidad de las cifras de suicidio y su casi total ausencia en los periódicos, una ausencia que tiene su origen en el presunto efecto imitativo. Pero con independencia del beneficio que pueda causar el pesimismo periodístico hay otras cuestiones importantes vinculadas con las malas noticias que Pinker no aborda. La materia prima del periodismo son las noticias y la noticia en un edificio de vecinos no es que X e Y sigan con su feliz monotonía conyugal, sino que la rompan. Por eso el invariable primer titular del periódico no es Hoy también amaneció. El periodismo es, y debe ser, poca cosa más que lo que las gentes comentan. Los contextos en que las noticias se insertan deberían darse por sabidos, como el amanecer, y la responsabilidad de ello parece más de la Academia que de los medios. Más inquietante que la descontextualización de la noticia me parece que Harvard, en alguno de sus programas, presente "la enseñanza de la ciencia sin mención alguna de su lugar en el conocimiento humano", según escribe el propio Pinker, profesor en esa Universidad. El recordatorio del rol exacto del periodismo no disculpa, por supuesto, sus frecuentes aberraciones. Una de ellas, y respecto a la importancia del contexto, es la utilización de estadísticas espurias que pretenden cumplir con el mandato contextual. Y otra, tal vez la más importante, es su natural -¡casi biológica!- alianza con la política de oposición. El periódico da malas noticias, pero es la política la que las convierte en falso contexto, pervirtiendo la aprehensión de la realidad y facilitando el triunfo de la demagogia. Hay algo más, cuyo impacto aún está lejos de medirse adecuadamente: cada vez hay más noticias. La irrupción digital las ha multiplicado, de modo que la exposición de una persona al pesimismo ha crecido de manera brutal en la última década. La dificultad del asunto se comprenderá si se piensa que las noticias son el principal negocio de nuestra época -aunque ahora el beneficio sea para Google y no para el Times- y una de sus principales adicciones. De ahí que para rehacer el seminal vínculo entre Ilustración y Prensa, y en defensa de las dos, la primera obligación de un periódico sea la de reducir drásticamente el número de noticiosas estupideces. Y hacer hueco, por ejemplo, a este libro básico, vigoroso y rebelde, que al final y al cabo también está lleno de malas noticias. Sobre los periódicos, naturalmente, esa Biblia del cenizo.Y tú sigue ciega tu camino.





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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

miércoles, 7 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] ¿Por qué?





¿Qué preguntas te estás haciendo? ¿Cuál es el invento más importante de los últimos dos mil años? ¿Cuál es la más importante historia actual no publicada? ¿Qué preguntas ya no se plantean? ¿Y ahora qué? ¿Qué te preguntas y por qué? ¿Cuáles son los problemas científicos más acuciantes y cuál es tu consejo para empezar a afrontarlos? ¿Cuál es tu ley? ¿Qué crees que es verdad aunque no puedas demostrarlo? ¿Cuál es tu idea peligrosa? ¿Sobre qué asuntos eres optimista? ¿Sobre qué has cambiado de opinión y por qué? ¿Qué puede cambiarlo todo? ¿Cómo está cambiando internet tu modo de pensar? ¿Qué concepto científico mejoraría nuestro conjunto de herramientas cognitivas? ¿Cuál es la explicación profunda, elegante o bella que prefieres? ¿Qué debería preocuparnos? ¿Qué idea científica está lista para la jubilación? ¿Qué piensas sobre las máquinas que piensan? ¿Cuál consideras que es la noticia científica reciente más importante? ¿Qué concepto científico merecería ser ampliamente conocido?, se pregunta en El Mundo el profesor y escritor Arcadi Espada.

Desde 1998, comienza diciendo, y a razón casi siempre de una por año, el editor John Brockman ha hecho estas preguntas en su página de Edge (www.edge.org) a un centenar largo de intelectuales, sobre todo anglosajones. Muchos de ellos están entre la gente más interesante de nuestra época. Los microensayos que responden a esas preguntas -la que yo prefiero es la idea peligrosa, inspirada probablemente en el libro de Daniel Dennett: La peligrosa idea de Darwin- informan con una precisión, a veces aforística, de asuntos que se elevan sobre la mediocre actualidad, pero que también quedan lejos del punto en que el futuro se hace ficción.

Brockman, que la semana próxima cumple 77 años, dice haberse quedado ya sin preguntas y este año ha lanzado la última. La pregunta es, obviously: ¿Cuál es la última pregunta? Un crisantemo es la flor que ha escogido Katinka Matson para su ritual ilustración. Hay muchas respuestas en las que fijarse. Esta de Ryan Mckay, psicólogo de la Universidad de Londres: "¿Seremos una de las últimas generaciones que muere?" La de Robert Sapolsky, neurocientífico en Stanford: "Dada la naturaleza de la vida, la indiferencia sin propósito del universo y nuestra absoluta falta de libre albedrío, ¿cómo es posible que la mayoría de las personas no estén clínicamente deprimidas?" Pero la mejor última pregunta, de naturaleza leibniziana, es la del físico del MIT Frank Wilczek. Ante su monumental tamaño se comprende que responderla jamás pueda estar entre las obligaciones que un periódico tiene contraídas con las noticias: "¿Por qué?".



John Brockman



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viernes, 12 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] Todo va bien menos la política





Todo va bien menos la política, dice el escritor y periodista Arcadi Espada en El Mundo en la carta que dirige habitualmente a su liberada y desconocida (para los lectores) amiga. Y la verdad es que se me atraganta tener que darle la razón, aunque la tiene...

Mi liberada: Convengo contigo y con tu ánimo ceniciento en que es una estupidez decir que las cosas van bien, comienza diciendo. Qué son las cosas, qué cosas, qué significa ir y qué significa bien. Cómo puede decirse que las cosas van bien si voy a morirme, y aún peor, si voy a ser, probablemente, uno de los últimos humanos en morirme. Pero esas cuatro palabras despiertan y cobran un sentido beligerante en cuanto tú dices la estupidez simétrica: "Las cosas van mal". Es entonces cuando adviene una briosa necesidad de deshacer el empate mediante el único procedimiento posible, que es la comparación con el pasado. ¿Cómo puedes decir entonces, imperial cacasena, que las cosas van mal? Los editores del próximo libro de Steven Pinker Enlightenment Now: The Case for Reason, Science, Humanism and Progress han cometido un grave error al publicarlo el próximo febrero. Este libro beligerantemente optimista debía haberse editado a finales del año cuando los resúmenes de los medios dibujan su apocalipsis ritual. En su ausencia me conformaré con darte noticia de un artículo que mi amigo Manu Mostaza me trae como presente navideño. Lo escribe, lo suma cabría decir, Max Roser, joven economista en Oxford y responsable de una web imprescindible: Our world in data. El artículo se titula La breve historia de las condiciones de vida y por qué es importante que la conozcamos. 

Hay cinco capítulos fundamentales. 1. Pobreza. Desde 1990 hasta hoy mismo los periódicos podrían haber publicado cada día este titular: "El número de personas extremadamente pobres disminuyó ayer en 130.000". 2. Educación. En 1960 había más analfabetos (58%) que alfabetizados (42%). En 2014 la relación se ha invertido en estos términos: 85%-15%. Y los del 15% son todos viejos. Una proyección para el año 2100 sugiere que no habrá nadie sin educación formal y que siete mil millones de mentes habrán recibido educación secundaria. 3. Salud. En el año 2000 aún moría un 8% de la población antes de cumplir los 5 años. En el 2015 la cifra había bajado a la mitad. Tiene aún más interés esa cifra moderna que la remota de la mortalidad de niños en 1800: un 43%. 4. Libertad. En el año 1950 el 31% de la población vivía en una democracia. Hoy vive el 56%. El carácter del crecimiento se aprecia mejor cuando se piensa que 4 de cada 5 súbditos viven en China. 5. Población. Durante el siglo XX la población se cuadruplicó. Los demógrafos del Instituto Internacional de Análisis de Sistemas Aplicados, en Austria, calculan que hacia 2075 la población mundial dejará de crecer. 

Al lado de estos datos hay que añadir los de una encuesta de 2015 a 18 mil ciudadanos repartidos entre 9 países. No estaba España. La pregunta era simple: "¿Cree que el mundo mejora?". La mejor cifra la dio Suecia: un 10% de suecos creen que sí. La peor Francia: un 3% de franceses creen lo mismo. Algunos datos laterales de la encuesta son puramente asombrosos: dos tercios de ciudadanos norteamericanos creen que la pobreza extrema se ha duplicado. En un lugar destacado de su estudio Roser se pregunta por las razones de esta paradoja brutal. Su respuesta implica a los medios de comunicación en términos que son conocidos. Para los medios las noticias son solo las malas noticias y eso pervierte la percepción de la opinión pública. Es cierto. El problema, sin embargo, no es tanto esa fijación por las malas noticias -humanísima de todos modos: interesan más (¡por el momento!) los divorcios que las bodas de oro- como la relación que se da entre hechos y procesos. He visto decenas de veces en la televisión -¡haciéndola!- cómo una buena noticia estadística sobre la bajada del paro se compensaba de inmediato con una historia real, encarnada en un parado de larga duración o en un joven trabajador de contrato precario. Lo contrario es rarísimo. Es decir, que a las historias reales de las mujeres asesinadas en este cruel final de año se le añada la compensación estadística. Por ejemplo, la de que en 2017 se habrá producido la segunda cifra de crímenes de pareja más baja en una década en España. Esta relación unívoca entre hecho y proceso es lo que da tantas veces un carácter anticuado e insuficiente al periodismo. 

Roser no incluye a la política entre los responsables de la paradoja. Debería hacerlo. La política es la principal generadora de malas noticias -y de mal humor. Basta un ejemplo vulgar. Cuéntese en cualquier debate de la gran mayoría de parlamentos el voluminoso desequilibrio entre el relato de lo que va bien y de lo que va mal. Y véase luego, en las páginas de los periódicos, el mismo efecto. Como en el caso del periodismo, sin embargo, es razonable preguntarse si esa permanente, y tantas veces histérica, enfatización de lo que va mal no es, precisamente, una de las condiciones de la mejoría de las cosas. La política revela otro problema. Se insinúa en los capítulos sobre el estado del mundo que organiza Roser. Al fin y al cabo la libertad parece haber crecido menos que la salud o la educación. Y eso por no referirse a los graves y nuevos problemas en la libertad misma que ilustran Trump, el Brexit y el asalto revolucionario a la democracia española de los aciagos nacionalistas catalanes. Hay razones para sospechar que la política es hoy el principal problema. A su elefantiásica lentitud y su incapacidad para ordenar el paso rápido de los avances, sean la irrupción digital, el corta y pega genético o las evidencias del cambio climático, se añade la vulnerabilidad principal, que es la de sus relaciones con una opinión pública nueva y cuyos mecanismos de formación aún no se comprenden fácilmente. La tentación es escribir que todo va bien menos la política, pero es que la política lo es todo. El oxoniense Roser da razones sensatas para oponerse a la feroz contradicción entre la mejora objetiva de la vida y la percepción que tiene de ella la mayor parte de los hombres. Y advierte que las historias individuales que el periodismo adora no deben ocultar la historia de los millones de hombres que cuentan las estadísticas. Qué duda cabe. Pero más allá del periodismo y de la política nuestro estadístico no menciona la razón de origen del pesimismo colectivo. Y es que mientras las estadísticas permanecen inalterables, cifrando el bien colectivo, toda historia individual acaba mal. Por el momento. Sigue ciega tu camino A.


Dibujo de Antonio Sequeiros para El Mundo


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lunes, 8 de junio de 2015

[A vuela pluma] Recuerdos de la Transición




Viñeta de Forges



Periodizar la Historia para su estudio y mejor comprensión no es tarea en la que todos los historiadores coincidan, al menos en determinar las fechas de  inicio y final de los respectivos periodos. Por poner un ejemplo, la Historia Universal suele dividirse en "Edades" y es mayoritariamente aceptada la que establece la duración de la Antigua, entre la aparición de las primeras sociedades urbanas hasta la caída del Imperio Romano de Occidente ante los bárbaros en el año 476 d.C.; la Media, desde esa fecha a la caída de Constantinopla en poder de los turcos en el 1453 de nuestra era; la Moderna, desde 1453 hasta la Revolución Francesa, en 1789; y la Contemporánea, desde 1789 a 1945, con el final de la II Guerra Mundial. El periodo que abarca de 1945 hasta la fecha comienza a denominarse, sin acuerdo unánime entre los historiadores, como "Época actual". 

En la Historia de España esas fechas varían en función de acontecimientos locales: la edad Antigua termina en el año 711 d.C., con la invasión musulmana de la Península Ibérica; la Media en 1492, con la conquista de Granada y el descubrimiento de América; la Moderna, con el inicio de la Guerra de Independencia en 1808; y la Contemporánea, con el final de la dictadura franquista en 1975.

Esas divergencias se extienden, lógicamente, también a hechos concretos o periodos de la historia mucho más cortos temporalmente. Otro ejemplo es el de la Transición a la democracia en España después de la muerte de Franco. Para unos, la Transición, o lo que se ha dado en llamar así, abarca desde la caída de Arias Navarro como presidente del gobierno, el 1 de julio de 1976, hasta la investidura para el mismo cargo de Felipe González, el 2 de diciembre de 1982. Para otros, entre los que me encuentro, la Transición a la democracia en España es el periodo que va del 22 de noviembre de 1975, con la subida al trono del rey Juan Carlos I, a la aprobación por referéndum de la Constitución, el 6 de diciembre de 1978.

En ese periodo que va de finales de 1975 a finales de 1978, hubo figuras políticas que asumieron un papel protagonista de primer orden. Sí, ya sé que la Historia la hacen en definitiva los pueblos, "haciendo" o "dejando" hacer, pero yo no tengo una especial predilección por los métodos marxistas de interpretación de la historia, así que, con todas las reservas, sigo creyendo que la Historia la personifican, simbolizan y la impulsan personas y nombres concretos, y por supuesto el Azar (o la diosa Fortuna) que también echa una mano de vez en cuando.

Entre las personalidades que ponen nombre y simbolizan el periodo conocido como la Transición española a la democracia, yo destacaría cuatro principalmente. Es una elección subjetiva, por supuesto, y pueden ustedes añadir a quienes estimen conveniente. Los tres primeros son de sobra conocidos por todos. Se trata del rey Juan Carlos I; el secretario general del Partido Comunista de España en aquel momento, Santiago Carrillo; el presidente del gobierno Adolfo Suárez; y un cuarto, que casi nadie recuerda ya y que jugó un papel fundamentalísimo en el tránsito de la dictadura a la democracia: Torcuato Fernández-Miranda, en aquellos momentos presidente de las Cortes y del Consejo del Reino. Solo el rey Juan Carlos permanece vivo. Pero los cuatro han entrado ya por derecho propio en la Historia de España.

Si quisiera destacar en algún hecho relevante el papel jugado por cada uno de los citados en la Transición, señalaría el impulso del rey forzando la dimisión como presidente del gobierno de Carlos Arias y designando como su sucesor a Adolfo Suárez, en aquel instante un absoluto desconocido políticamente, y que, para más "inri", ocupaba el cargo de secretario general del Movimiento. De este último, ya está todo -o casi todo- dicho, aunque si hubo un gesto que vale más que mil palabras sobre su valentía sería el del reconocimiento legal del partido comunista en unos momentos en que aquello suponía echarse encima a la práctica totalidad de la cúpula militar y  a todo lo que quedaba del "establishment" del antiguo régimen y sus valedores. De Santiago Carrillo no puedo menos que reconocerle la valentía, contra la incomprensión de la mayoría de los militantes del PCE, de reconocer y aceptar la monarquía y la bandera bicolor (la bandera secular de España) en momentos en que buena parte de los españoles dudaban -con razón- de la voluntad democrática del gobierno de Suárez y del propio Rey.

Del cuarto de los citados, Torcuato Fernández-Miranda (1915-1980), que fue vicepresidente del gobierno y ministro secretario general del Movimiento con Carrero Blanco, presidente de las Cortes y del Consejo del Reino entre diciembre de 1975 y junio de 1977, catedrático de Derecho Político, y profesor y preceptor del entonces príncipe Juan Carlos, se ocupa el escritor Arcadi Espada con motivo del próximo centenario de su nacimiento en un interesante artículo titulado "La gran política", que pueden leer en el enlace anterior, y que les recomiendo encarecidamente. Las maniobras de que se valió para forzar la inclusión del nombre de Adolfo Suárez en la terna de candidatos que el Consejo del Reino debía elevar al rey para designar de entre ellos al sucesor de Arias Navarro, narradas ya por extenso, y que Espada recrea de nuevo en su artículo, parecen más propias de un tahúr de la política que de un gran hombre de Estado. Pero la verdad es que, en algunas ocasiones, el fin justifica los medios, y hay que saber estar a la altura de estos. Y él supo estarlo.

De los cuatro personajes citados tuve el honor, hace ya cuarenta años de ello, de conocer y saludar personalmente a dos de esos cualificados protagonistas de la Transición española a la democracia: al presidente Adolfo Suárez y al rey Juan Carlos. Lamento no haber podido hacer lo mismo con Santiago Carrillo y Torcuato Fernández-Miranda. Mi agradecimiento, como ciudadano a todos ellos, y a todos los demás españoles anónimos que hicieron posible la transición española a la democracia en paz y sin derramamiento de sangre.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





El rey Juan Carlos y Adolfo Suárez (Julio, 2008)





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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)