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sábado, 17 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Depredando



El tenor Plácido Domingo (Foto de Angela Weiss)


Detrás de un hombre que da poder por sexo hay lo mismo que detrás de una mujer que da el viceversa, señala el escritor Arcadi Espada. Algunos hombres usan el poder para obtener sexo, comienza diciendo Espada. Algunas mujeres utilizan el sexo para obtener poder. Algunos hombres poderosos interesados por obtener sexo ni siquiera deben usar su poder, sea dicho usar en el sentido más usurero posible: les basta con no ocultarlo. A algunas mujeres inexorables les pasa lo mismo. Quiero decir que los dioses o las diosas seducen y someten muchas veces sin proponérselo. Cuando una de las acusadoras de Plácido Domingo se justifica diciendo que a dios no se le puede dar un no añade la fascinación al chantaje. En esta trama, que explica y oscurece la conducta humana, se producen emboscadas de inmoralidad variable. Para obtener sexo los hombres pueden prometer poder -trabajo, matrimonio, dinero- y no cumplir su promesa. Para obtener poder las mujeres pueden prometer sexo, y no. Esto que explica La Calandria inmortal: "Y tan luego se vio libre, voló, voló, voló".

Desde que las metiómanas empezaron a organizarse con el apoyo de una prensa puramente macartista cada tanto hay noticias de hombres que han usado su poder para obtener sexo. Llamativamente no hay noticias de mujeres que hayan utilizado su sexo para obtener poder. Las razones son difíciles de averiguar. Una posible es la aterradora cultura heteropatriarcal que dificulta a un hombre -caso distinto es el de los gorrioncillos- presentarse como una pobre víctima. Otra es que los hombres oponen menos resistencia a conceder poder a cambio de sexo que las mujeres sexo a cambio de poder. Sospecho que el número de acuerdos es mayor en la primera transacción: hay mujeres que presentan un desinterés común por el sexo y el poder francamente desesperante para todo buen macho. La tercera es que los hombres pueden llegar a ser extraordinariamente cansinos, frecuentemente patéticos en su babosa insistencia sobre las mujeres. La cuarta, last but not least, es que hay más sexo disponible que poder.

A pesar de las dificultades objetivas sería un acto de realismo que empezaran a emerger relatos sobre mujeres que treparon a cualquier árbol valiéndose de méritos no especificados en el tronco. Entre otras razones porque detrás de un hombre que da poder por sexo hay lo mismo que detrás de una mujer que da el viceversa: un tercero o tercera discriminado al que no le bastó con su talento. De ahí que las metiómanas deban pasar ahora a una segunda fase de su general ajuste de cuentas, que es la denuncia del quintacolumnismo de género. El resto de la discusión trata de crímenes y solo la herramienta jurídica debe discernirlo.






La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido, pero sí, su interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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sábado, 27 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] El feminismo de las francesas





A Simone de Beauvoir le sorprendieron, ya en 1947, las profundas diferencias que existen entre Estados Unidos y Francia en las relaciones de hombres y mujeres. La cultura francesa, comenta en El País Agnès Poirier, escritora y comentarista política, y autora del libro Left Bank, Arts, Passion and the Rebirth of Paris 1940-1950, de próxima publicación, considera que la seducción es un juego inocuo y agradable.

Igual que los estadounidenses sienten desde hace mucho tiempo cierta fascinación por las francesas y sus actitudes respecto al amor y el sexo, comienza diciendo Poirier, los franceses se han sentido siempre intrigados por las opiniones de los estadounidenses sobre el sexo, las normas sexuales y las relaciones entre hombres y mujeres. Un ejemplo fue Simone de Beauvoir.

En América día a día, que escribió cuando vivió en Estados Unidos en 1947, la autora observaba a sus homólogas estadounidenses con una perplejidad que todavía hoy caracteriza las relaciones entre las mujeres de los dos países. “La mujer americana es un mito”, escribió. “Se la suele considerar una mantis religiosa que devora al varón. La comparación es acertada, pero incompleta”.

En Estados Unidos, Beauvoir tuvo la sensación de que existía una especie de muro invisible entre hombres y mujeres que, en su opinión, no existía en Francia. La forma de vestirse de las estadounidenses, escribió, era “violentamente femenina, casi sexual”. Hablaban de los hombres sin ocultar su animosidad: “Una noche me invitaron a una cena solo de chicas: por primera vez en mi vida no sentí que era una cena de mujeres, sino una cena sin hombres”. Las estadounidenses “no sienten sino desprecio por las francesas, siempre demasiado dispuestas a agradar a sus hombres y demasiado complacientes con sus caprichos, y muchas veces tienen razón, pero la ansiedad con la que se aferran a su pedestal moral es una debilidad”.

Simone de Beauvoir escribiría posteriormente la biblia del feminismo del siglo XX, El segundo sexo, y sus textos, junto con su rica vida amorosa (que incluyó relaciones con alumnos suyos, tanto hombres como mujeres), siguen inspirando hoy las opiniones de las feministas francesas.

Se han sentido ecos de Beauvoir estos días, en la carta abierta publicada en Le Monde y firmada por un centenar de mujeres francesas muy conocidas, entre ellas la actriz Catherine Deneuve y la escritora Catherine Millet, que reclama una actitud más matizada ante el acoso sexual que la que propone la campaña de #MeToo.

“Se quiere acabar con toda la ambigüedad y todo el encanto de las relaciones entre hombres y mujeres”, explicó en la BBC una de las firmantes, la escritora Anne-Elisabeth Moutet. “Nosotras somos francesas y creemos en las zonas grises. Estados Unidos es distinto. Para ellos, todo es blanco y negro, y hacen ordenadores estupendos. Nosotras creemos que las relaciones humanas no se pueden abordar así”. Moutet dice cosas parecidas a las que decía Beauvoir: “En Estados Unidos, el amor se menciona casi exclusivamente en términos higiénicos. La sensualidad solo se acepta de forma racional, que es otra manera de rechazarla”.

En Francia, el escándalo de Harvey Weinstein ha causado tanta impresión como en Estados Unidos, pero de distinta forma. Al principio, muchas actrices francesas —Léa Seydoux, por ejemplo— empezaron a contar públicamente sus historias personales. Poco después de que naciera la campaña de #MeToo surgió un equivalente francés, #BalanceTonPorc (Denuncia a tu cerdo), que se hizo muy popular. Mujeres de todos los orígenes y todos los ámbitos profesionales empezaron a denunciar en Twitter a los depredadores sexuales, a publicar los nombres de antiguos jefes o colegas que presuntamente las habían acosado. El resultado fue una ola de suspensiones y despidos.

Hasta que, unas semanas después, la actitud de Francia empezó a cambiar. Los intelectuales empezaron a expresar su preocupación porque las denuncias estaban yendo demasiado lejos. Catherine Deneuve, en una entrevista televisada, declaró: “No voy a defender a Harvey Weinstein, desde luego. Nunca me gustó. Siempre me pareció que tenía algo inquietante”. Sin embargo, dijo que le parecía estremecedor “lo que está pasando en las redes sociales. Es excesivo”. Y no era la única.

Las recientes exhibiciones de solidaridad entre las mujeres estadounidenses, en la portada de Time y en la ceremonia de los Globos de Oro —donde aparecieron vestidas de negro y con los broches de Time’s Up—, tenían algo que pareció provocar la irritación en Francia. En la carta de hace unos días, las firmantes dicen que les preocupa que se haya puesto en marcha la “policía del pensamiento” y que cualquiera que exprese su desacuerdo sea tachado de cómplice y traidor. Señalan que las mujeres no son niñas a las que se deba proteger. Y añaden algo más: “No nos reconocemos en este feminismo que incluye el odio a los hombres y a la sexualidad”.

Aunque sea un cliché, nuestra cultura, para bien o para mal, considera que la seducción es un juego inocuo y agradable, que se remonta a los tiempos del “amor cortés” medieval. Por eso siempre ha habido una especie de armonía entre los sexos que es particularmente francesa. Eso no significa que en Francia no haya sexismo; por supuesto que sí. Tampoco significa que no critiquemos las acciones de hombres como Weinstein. Lo que pasa es que desconfiamos de cualquier cosa que pueda alterar esa armonía.

En los últimos 20 años, aproximadamente, ha surgido un nuevo feminismo francés, importado de Estados Unidos, que ha adoptado esa paranoia antimasculina que describía Beauvoir y que nos es bastante ajena. Se ha apoderado de #MeToo en Francia y se ha manifestado ruidosamente contra la carta encabezada por Deneuve. Hoy, las mujeres francesas también tienen las cenas “de chicas” que le resultaban tan extrañas a Simone de Beauvoir.

Cuando se publicó América día a día, las estadounidenses se indignaron. La novelista Mary McCarthy no soportó el libro. “Mademoiselle Gulliver en América”, escribió, “que baja del avión como si fuera una nave espacial, dotada de unos anteojos metafóricos, deseosa, como una niña, de probar los deliciosos caramelos de esta civilización lunar tan materialista”.

En muchos aspectos, era fácil reírse de Simone de Beauvoir: tenía un estilo directo, autoritario, confiado, que quizá parecía arrogante a los lectores poco acostumbrados. Pero la reacción epidérmica en Estados Unidos, entonces y ahora, pone quizá de relieve lo acertado de la crítica francesa. Para muchas de nosotras, las palabras de Simone de Beauvoir podrían haberse escrito ayer mismo: “En Estados Unidos, las relaciones entre los hombres y las mujeres son de guerra permanente. Es como si, en realidad, no se gustaran. Como si fuera imposible la amistad entre ellos. Se nota la desconfianza mutua, la falta de generosidad. Su relación, muchas veces, consiste en pequeños agravios, pequeñas disputas, breves victorias”.



Dibujo de Enrique Flores para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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lunes, 20 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Violencia machista: ¿Sólo conducta impropia?





A lo largo de muchos siglos, las mujeres han sido víctimas por el simple hecho de ser mujeres, pero por fin las cosas comienzan a cambiar, escribe en El País nuestro premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa.

Desde que llegué a Estados Unidos hace una semana, comienza diciendo, veo en los diarios y los programas de noticias en la televisión usar el delicado eufemismo “conducta impropia” para los abusos sexuales de todo orden cometidos por productores, artistas, políticos, a quienes el testimonio de sus víctimas está llevando a la ruina económica, el desprestigio social y podría incluso sepultar en la cárcel.

Inició esta estampida el caso de Harvey Weinstein, eminente y multimillonario productor de cine, ganador de todos los premios habidos y por haber, a quien cerca de medio centenar de mujeres, muchas de ellas jóvenes actrices tratando de abrirse camino en Hollywood, han acusado de aprovecharse de su poderío en esta industria para violarlas o someterlas a prácticas indignas. Cuando algunas de sus víctimas lo amenazaban con denunciarlo, el magnate libidinoso usaba a sus abogados para aplacarlas con sumas de dinero a veces muy elevadas. Ahora, Weinstein se ha refugiado en una clínica de Escocia para seguir un tratamiento destinado a enflaquecerle la desmedida libido pero la policía y los fiscales de Nueva York han anunciado que a su vuelta será detenido y juzgado. Entre tanto lo han expulsado de sinnúmero de asociaciones, le han pedido que devuelva muchos premios y, según la prensa, su ruina económica es ya un hecho.

Parecida desventura ha vivido el actor Kevin Spacey, el malvado presidente de House of Cards -Frank Underwood- y exdirector del Old Vic de Londres, que acosaba y manoseaba a los muchachos que se ponían a su alcance. Más de diez denuncias de actores o colaboradores de sus montajes teatrales, a quienes abusó, lo han puesto en la picota. Netflix ha cancelado aquella exitosa serie, lo han expulsado de sindicatos y colegios profesionales, le han retirado premios, anulado contratos y se cierne sobre su cabeza una lluvia de denuncias judiciales que podrían arruinarlo económicamente. Él también, como Weinstein, está ahora en aquella clínica escocesa que sosiega las libidos desorbitadas. Otros actores famosos, como Dustin Hoffman, asoman en estos días entre los famosos de “conducta impropia”.

Un interesante debate ha surgido con motivo de estas denuncias y revelaciones auspiciadas por muchas asociaciones feministas y defensoras de derechos humanos. ¿La celebridad es atenuante o agravante de la falta cometida? Se cita el caso de Roman Polanski, el gran director de cine polaco que, hace varias decenas de años, drogó y violó a una niña de trece años en una casa de Hollywood –que le prestó otro famoso actor, Jack Nicholson-, a la que había citado allí con el pretexto de fotografiarla para una película. Descubierto, huyó a Francia –que no tiene acuerdo de extradición con los Estados Unidos-, donde ha proseguido una muy exitosa carrera de director de cine, coronada por muchos premios y celebrada por los críticos, muchos de los cuales censuran a la justicia norteamericana por perseguir con su vindicta, después de años, a tan celebérrimo creador.

Yo, por mi parte, creo que no hay que mezclar el agua con el aceite y que uno puede aplaudir y gozar de las buenas películas del cineasta polaco y desear al mismo tiempo que la justicia de Estados Unidos persiga al prófugo que, además de cometer un delito horrendo como fue drogar y violar a una niña abusando del prestigio y poder que le había ganado su talento, huyó cobardemente de su responsabilidad, como si hacer buenas películas le concediera un estatuto especial y le permitiera los desafueros por los que se sanciona a todos los demás, esos seres anónimos sin cara y sin gloria que es el resto de la humanidad. Se puede ser un gran creador, como Louis-Ferdinand Céline o como el marqués de Sade, o como el propio Polanski, y una inmundicia humana que atropella y maltrata al prójimo creyendo que su talento lo exonera de respetar las leyes y la conducta que se exige a la “gente del común”. Pero también es verdad que, a veces, el ser muy conocido y figurar mucho en la prensa, despierta un curioso rencor, un resentimiento envidioso que puede llevar a ciertos jueces o policías a encarnizarse particularmente contra aquellos a los que, pillados en falta, se puede humillar y castigar con más dureza que al común de los mortales.

Por eso mismo, el talento y/o la celebridad, que, no está demás recordarlo, no van siempre juntas, debería exigir una prudencia mucho mayor en la conducta de aquellos que, con justicia o sin ella, merecen o simplemente han logrado ser ensalzados y admirados por la opinión pública. Es un asunto delicado y difícil porque la popularidad ciega muy rápidamente a aquellos a quienes favorece –la vanidad humana, ya sabemos, no tiene límites- y les hace creer que de este privilegio se derivan también otros, como una moral y unas leyes que no le conciernen ni deben aplicársele del mismo modo que a esa colectividad anónima, hecha de bultos más que de seres humanos específicos, que los admira y quiere y debería por lo tanto perdonarles los excesos. La verdad es que ocurre lo contrario. Esos seres semidivinos, adorados ayer, mañana están por las patas de los caballos y la gente los desprecia con el mismo apasionamiento con que la víspera los envidiaba y adoraba.

Hace unas pocas horas escuché, en la televisión, a una señora que hace cuarenta años, cuando tenía l4 años, era camarera en un pueblecito de Alabama. Un cliente, que era juez y tenía 34 años –se llama Roy Moore-, se ofreció a llevarla a su casa en su auto. Ella aceptó. En el vehículo, el amable caballero se volvió una bestia, cogió la mano de la niña y la obligó a masturbarlo, explicándole que, si se atrevía luego a protestar y a denunciarlo, nadie le creería, precisamente porque él era un juez y un ciudadano muy respetado en la localidad. La jovencita nunca se atrevió a contar aquella historia, hasta ahora; pero no la olvidó y, decía sin atreverse a levantar los ojos, ella había sido como un gusano que día y noche había vivido con ella royéndole la vida. Ahora, aquel juez es nada menos que el candidato a senador por el Partido Republicano en Alabama y por lo menos cinco mujeres han salido a la televisión a recordar abusos parecidos que padecieron en su juventud o niñez de aquel desaforado juez. Por lo menos en este caso parece que aquellos delitos no quedarán impunes. El propio Partido Republicano le ha pedido al exjuez que renuncie a su candidatura y, si no lo hace, las encuestas pronostican que perdería la elección.

A lo largo de muchos siglos, las mujeres, prácticamente en todas las culturas, han sido víctimas por el simple hecho de ser mujeres, un sexo que, en algunos casos, por cuestiones religiosas, y, en otros, por su debilidad física frente al hombre, eran las víctimas naturales de la discriminación, la marginación y la “conducta impropia” de los hombres, sobre todo en materia sexual. Por fin las cosas comienzan a cambiar, sobre todo en el mundo occidental, aunque en muchas partes de él, como América Latina, la condición de la mujer siga siendo todavía, por el machismo reinante, muy inferior a la del hombre. En otros mundos, por ejemplo en el musulmán o el africano más primitivo, las mujeres siguen siendo ciudadanos de segunda clase, objetos u animales más que seres humanos, a los que se puede encerrar en un harén o someter a mutilaciones rituales para garantizar que tendrán una conducta sexual “apropiada”. Un horror que tarda siglos de siglos en desaparecer.



Dibujo de Fernando de Vicente para El País



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domingo, 19 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Los géneros de la violencia





Tenemos el deber de tomar medidas realmente radicales contra las agresiones machistas, afirma en El País José Lázaro, profesor de Humanidades Médicas en la Universidad Autónoma de Madrid y autor de La violencia de los fanáticos

En memoria de María José y
de las demás mujeres asesinadas
por energúmenos incapaces
de entender que prefiriesen a otro

Los decepcionantes resultados de la lucha contra la violencia de género indican que debemos intensificar y radicalizar el combate contra ella comienza diciendo. El problema es que el propio término apunta a formas de violencia impersonal o genérica, como la violencia machista, la genocida o la terrorista. Pero, ¿se puede considerar impersonal la violencia del bárbaro que asesina a la mujer con la que lleva veinte años viviendo?

A veces se quejan los homosexuales de que cuando uno de ellos es asesinado por su pareja no se le pueden aplicar al asesino las medidas legales vigentes contra la violencia de género, aunque sea violencia de pareja. Y precisar los términos es condición necesaria para profundizar en los conceptos y poder tomar medidas más específicas y efectivas contra los diversos tipos de violencia.

El sintagma “violencia de género” sugiere un agresor que no sabe nada de su víctima, salvo el grupo (o género) al que pertenece. La violencia realmente genérica es la del que mata “rojos”, “fachas”, “judíos”, “herejes”, “infieles”… Quien mata a María José sabe muy bien a quien mata, pues la mata por razones (en parte al menos) personales.

En los últimos años el término “género” ha tomado un sentido que es muy importante y útil; la RAE lo recoge ahora en su tercera acepción: “Grupo al que pertenecen los seres humanos de cada sexo, entendido este desde un punto de vista sociocultural en lugar de exclusivamente biológico”. Pero el término tiene ocho acepciones, que conviven en la lengua cotidiana: desde las más amplias (“clase o tipo a que pertenecen personas o cosas”) hasta las más específicas (“tela o tejido”). De ahí la necesidad de precisar el sentido en que se usa.

Cuando un atracador mata a una agente de policía no lo hace por violencia machista, sino por pura violencia instrumental; no dispara contra una mujer sino contra el uniforme que se interpone entre su pistola y el botín. Es un asesinato impersonal.

Cuando un hombre armado con un cuchillo entró en una iglesia de Madrid y la recorrió mirando al vientre de las mujeres que asistían a misa, hasta que encontró a una embarazada, la acuchilló y siguió su camino en busca de otra, estaba realizando un acto de violencia genérica: lo que le estaba ordenando su delirio era que asesinase a personas del género “mujeres embarazadas”. Para entender las raíces de la violencia humana, la distinción entre la psicótica y la que no lo es resulta tan importante como la distinción entre la personal y la impersonal. Lo dejó muy claro el psiquiatra Enrique Baca en el libro Las víctimas de la violencia.

Hace unos meses una mujer de 28 años declaró a la policía de Almería que su pareja la había agredido. ¿El enésimo caso de violencia machista? La víctima añadió que como él se mostraba “cada vez más agresivo, había cogido un cuchillo de 21 centímetros de hoja para defenderse y que éste se abalanzó sobre el arma y se la clavó”. Él varón fue detenido por violencia de género y la mujer por un presunto delito de homicidio en grado de tentativa.

Es evidente que en la violencia de parejas heterosexuales la mujer casi siempre es la víctima y el hombre el agresor. Pero si queremos aclarar las razones por las que sigue habiendo tanta violencia contra las mujeres y por las que son tan insuficientes las medidas tomadas hasta ahora contra ella hay que partir de esa diferencia cuantitativa para hacer un análisis cualitativo de los aspectos comunes y los elementos diferenciales que se encuentran en los distintos tipos de violencia.

Tenemos una deuda sagrada con las mujeres que han muerto asesinadas por hombres que dormían con ellas. Y tenemos un deber sagrado con las que van a morir si no tomamos contra la violencia machista medidas auténticamente radicales. Pero para tomarlas antes tenemos que aclarar las múltiples y complejas raíces que se ocultan tras la violencia humana. Y para eso hay que empezar por hacer un análisis comparativo de conceptos como violencia de género, violencia doméstica, sexual, machista, instrumental, ideológica, patológica, política, terrorista, religiosa, sádica… Cada tipo de violencia es teóricamente distinto, pero en la vida real no suelen darse formas de violencia puras, sino una gran cantidad de casos heterogéneos y mixtos.





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martes, 5 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Las raíces de la violencia





Las raíces de la violencia en las agresiones de género, el terrorismo supremacista y los ataques yihadistas son un problema cultural y estructural. En el fondo laten las relaciones de poder que separan a hombres y mujeres, a blancos y negros, y a occidentales y musulmanes, dice en un reciente artículo en El País el profesor Enrique Gil Calvo, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

Ahora está casi olvidado porque la onda expansiva del atentado de Barcelona ha tapado cualquier acontecimiento anterior, comienza diciendo. Pero este mismo verano se han sucedido varios fenómenos relativos a la violencia íntimamente asociados. El precedente inmediato fue el atentado de Charlottesville, cuyo asesino empleó idéntico modus operandi que el perpetrado en las Ramblas. Y no era un yihadista musulmán sino un cristiano supremacista blanco. Aquello desató un vendaval mediático provocado por la increíble tolerancia mostrada por Trump. Pero aunque a menor escala local, otro parecido escándalo se produjo en España una semana antes, cuando el presidente canario Fernando Clavijo declaró, al hilo del enésimo feminicidio, que “la violencia machista es un problema de personas individuales”. Pues bien, al margen de la utilización política de esos crímenes por parte de las autoridades, ya sean los gobiernos español y catalán o los presidentes estadounidense y canario, aquí destacaré el hilo conductor de naturaleza sistémica o estructural que vincula entre sí a los tres tipos de terrorismo machista, racista o yihadista.

Lo más corriente es atribuir su causa al fanatismo cultural o al perfil psicológico de autores o víctimas, prescindiendo de otros factores sociales más profundos, entre los que destaca un elemento casi siempre olvidado, como son las relaciones subyacentes de poder. Lo cual equivale a poner la carreta delante de los bueyes, invirtiendo la relación entre causas y consecuencias. Pues estos crímenes no deben explicarse tan solo por los factores individuales o culturales que manifiestan sino por sus raíces estructurales o sistémicas. La causa determinante en última instancia es siempre la insuperable fractura derivada de la desigualdad estructural, en términos de relaciones de poder, que separa a hombres y mujeres, a blancos y negros (o morenos) y a occidentales y musulmanes, por los cuales estos (mujeres, negros y moros) están dominados por aquellos (hombres blancos occidentales).

Analicemos el caso de la pandemia feminicida. Para Clavijo, los crímenes misóginos no tienen causas sociales pues sólo serían una fortuita coincidencia de casos singulares desconectados entre sí. Ahora bien, si esta errónea presunción resulta preocupante es porque inspira no sólo a ciertos cargos públicos como el citado sino a las demás instituciones encargadas de perseguir la violencia criminal. Así ocurre con el Ministerio del Interior, que ha patrocinado oficialmente una macroinvestigación universitaria sobre la violencia de género dirigida por catedráticos masculinos de criminología que sólo utilizan el individualismo metodológico como perspectiva investigadora. Y este reduccionismo criminológico no sólo es ineficaz para explicar la prevalencia de las epidemias sociales sino que además contradice la filosofía sistémica que inspira la vigente Ley contra la Violencia de Género de 2004, expresamente confirmada por el Tribunal Constitucional.

Pero en el caso de la violencia supremacista o yihadista ocurre lo mismo. Los asesinos matan como agentes individuales y lo hacen movidos por razones personales, como no podía ser de otro modo. Es decir, que quien mata no es la misoginia, la xenofobia ni el islam sino los machistas, los racistas, los misóginos. Pero para explicar las causas y la prevalencia de sus crímenes hay que elevarse por encima del reduccionismo individual, buscando factores sociales más amplios. La violencia de género y el terrorismo supremacista o yihadista son un problema no sólo individual sino además cultural y estructural. Por tanto, para contenerla no basta con procesar y tratar a sus agentes individuales, los machistas xenófobos y fanáticos. Eso es condición necesaria pero no suficiente, pues además hace falta intervenir sobre la realidad social, combatiendo tanto los prejuicios culturales como sobre todo la injusta desigualdad institucional.

Si racistas y misóginos matan es en defensa de su propia supremacía que creen amenazada por la progresiva emancipación de las mujeres o las minorías raciales sometidas a su poder. Los hombres acosan, maltratan, violan y matan porque pueden y se creen con derecho a ello, ya que ocupan posiciones revestidas de poder sobre mujeres y migrantes. Víctimas estas que a su vez son acosadas, excluidas, maltratadas, violadas y asesinadas porque no tienen más alternativa que adaptarse a un sistema que las discrimina y las segrega, asignándolas a posiciones inferiores sometidas al poder institucional de los hombres que las rodean. Y en el caso del yihadismo ocurre lo mismo pero a la inversa, pues los muyahidines atentan, masacran y se suicidan para dar testimonio de la barrera excluyente que los segrega y discrimina, en contra de los sagrados valores de libertad igualdad y fraternidad que los occidentales profesamos de boquilla pero contradecimos en la práctica, al mantener y reforzar esas barreras del apartheid supremacista occidental encargado a nuestras instituciones (la doble red público/privada escolar, sanitaria y laboral) o a sus élites neocoloniales subalternas (las monarquías feudales y las dictaduras militares a nuestro servicio) que nos protegen de su presunta amenaza.

Por eso de poco sirve la judicialización individual del problema mientras no se toquen las causas estructurales e institucionales que lo hacen posible. Esa es la razón principal que explica el fracaso de la ley de Violencia de Género de 2004, que si bien en su preámbulo reconoce que se trata de un problema sistémico y estructural, sin embargo en su tratamiento lo reduce a un enfoque judicial y criminológico. Un encuadre individualizador condicionado además a la previa denuncia de las víctimas, lo que en la práctica implica responsabilizarlas de su propia victimación. Y esto, unido a la exclusiva tipificación de los crímenes de pareja (el uxoricidio) como la única violencia de género reconocida, dejando fuera de la ley a todas las demás formas de agresión contra la mujer (acoso, violación, trata, prostitución, etc.), determinó el frustrante desarrollo de la ley. Menos mal que ahora se ha logrado un cierto consenso en torno a la necesidad de reformarla, dando lugar al reciente Pacto de Estado aprobado en el Congreso.

Pero no sin problemas, incluidos los semánticos. Ante todo, se perpetúa la discriminación entre dos formas de violencia contra la mujer, según haya relación de pareja, o no, entre víctima y perpetrador. Contra esta injusta discriminación resulta urgente ampliar el tipo penal para que proteja no sólo a las mujeres privatizadas, propiedad de sus parejas actuales o pasadas, sino también a las mujeres libres y emancipadas sin emparejar, a las que la ley actual ignora dejándolas a su suerte. Y además hay que mantener el concepto de violencia de género frente al eufemismo de violencia machista, para subrayar que estamos ante un problema no tanto cultural como estructural. Pues lo que mata no es el machismo (como tampoco mata el racismo o el islam) sino el género: es decir, la exclusión por sistema de la mujer (o del moro, el negro o el moreno) por el simple hecho de serlo, concluye diciendo.



Dibujo de Eva Vázquez para El País


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