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viernes, 15 de diciembre de 2017

[Pensamiento] La edad de la ira





¿Está en pensamiento de la Ilustración en el origen del fenómeno yihadista? Mikel Arteta, profesor de Filosofía del Derecho, Moral y Política en la Universidad de Valencia, reseñaba hace unos días en Revista de Libros la más reciente obra del ensayista y novelista indio Pankaj Mishra, La edad de la ira (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017), y llega a la conclusión de que la opinión del autor de que en cierto modo el pensamiento ilustrado está en la base de gran parte de la violencia yihadista actual y de los totalitarismos del pasado siglo, es pasarse, como se dice coloquialmente, dos pueblos...

Pankaj Mishra, colaborador de The New Yorker, The New York Review of Books o The New York Times Review, experto en nuevas realidades de países asiáticos, comienza diciendo el profesor Arteta, nos guía por las raíces del pensamiento de los siglos XVIII, XIX y XX con la intención de mostrar la lógica que rige, desde hace dos siglos, los episodios contemporáneos más sangrientos. En síntesis: lo que hoy se nos aparece como violencia irracional de perturbados o fanáticos con quienes no cabe entendimiento, obedecería en realidad a reacciones desquiciadas por el desarraigo y la angustia que la modernidad va propagando allí donde toma sitio. Filósofos, novelistas, poetas, activistas o políticos le brindan material interesante para defender esta tesis. Innumerables citas y contextualizaciones biográficas confeccionan una trenzada historia de las ideas, donde, más que las propias ideas, importa su relación –y esto es lo novedoso– con la subjetividad y circunstancias socioeconómicas de quienes las han sostenido originalmente y de quienes las han acogido y difundido en otros tiempos y lugares.

Lo que hace más bien [este libro] es explorar un particular clima de ideas, una estructura de sentimientos y una disposición cognitiva, desde la época de Rousseau hasta nuestra propia edad de la ira (p. 33).

El autor tratará de persuadirnos de que el resentimiento es un mal endémico de la modernidad; y de que, en plena era global (no hay sociedad que no haya mimetizado estructuras, postulados y anhelos insatisfechos de democracia, libertad, igualdad, autonomía, autorrealización, etc.) dicho resentimiento, mutado a veces en ira y ésta en violencia, es la mayor amenaza a que nuestras sociedades han de hacer frente. La promesa de libertad tiene doble filo.

A lo largo del libro se intentará demostrar que el patrón propuesto explica incluso la peor –y aparentemente más irracional– de las violencias contemporáneas, la del Daesh. Incluso la ira que alimenta a yihadistas sólo podría germinar, según el autor, entre los desgarros y resentimientos de la modernidad. Tesis como las del choque civilizacional y su derivada violencia irracional surgen de «haber empañado los costes del “progreso” occidental», lo que «ha minado seriamente la posibilidad de explicar la proliferación de las políticas de violencia e histeria del mundo actual» (p. 51). Entre los costes del universal intento de copiar el progreso occidental se cuentan los totalitarismos y sus violentos preludios. Sin embargo, como habríamos optado por explicarlos como mera aberración patológica («empañando» la causa real), hoy somos incapaces de entender que no hay gran diferencia entre el terrorismo yihadista y otras manifestaciones más familiares de odio, exclusión del «otro» y violencia masiva (p. 47).

Dialéctica de la Ilustración: Voltaire contra Rousseau

El Perú empezó a joderse con los philosophes. La fe, arrastrada del siglo anterior, en la razón y el progreso laico, animó a los philosophes a intentar dominar científicamente fenómenos ajenos al mundo natural, como gobierno, economía, ética, derecho o vida interior. Con Adam Smith, la «mano invisible» inducía a confiar en un mercado autorregulado gracias al egoísmo y la envidia; la meritocracia era lo propiamente «racional». Según Montesquieu, el comercio podía «curar prejuicios destructivos» y promover «la comunicación entre pueblos». Diderot elogiaba al intelectual cosmopolita como elegante hombre de mundo. Y Voltaire, que murió, según Mishra, siendo un «hombre muy rico, con una fortuna amasada a base de derechos de autor, mecenazgo real, propiedad inmobiliaria, especulación financiera, apuestas de lotería, préstamos monetarios a príncipes y fabricación de relojes» (p. 82), defendía fervientemente la Bolsa porque «allí el judío, el mahometano y el cristiano tratan el uno con el otro como si fuesen de la misma fe, y no dan el nombre de infieles más que a los que hacen bancarrota» (p. 90).

Los filósofos ilustrados, que a comienzos del siglo XVIII vivían retirados, pasaron a ganar relevancia social y a disfrutar del mecenazgo de Federico de Prusia o Catalina de Rusia. Y de ahí que el racionalismo fuera «a menudo agresivamente interesado, además de imperialista; estaba pensado para beneficiar principalmente a una clase emergente de hombres cultos y ambiciosos» (p. 62). Tras la defensa ilustrada de la libertad «latían viejas luchas en torno al poder y la eminencia. Porque [...] las particulares circunstancias de los filósofos franceses perfilaban su ideología» (p. 57).

Reacio siempre a diseccionar ideas, y abusando aquí del cui prodest, el autor raya la falacia post hoc ergo propter hoc: al parecer, los philosophes no ganaron prestigio por el valor y utilidad de sus revelaciones, sino que bien defendieron sus tesis para ganar relevancia, bien ganaron relevancia sólo porque previamente se acercaron al poderoso (lo que no explica por qué los poderosos requirieron sus servicios antes de que trascendiera la calidad de estos). Una segunda falacia, ahora ad hominem, consiste en atacar la posición socioeconómica del ilustrado (aprovechando, dicho sea de paso, un marco cognitivo –recordemos a George Lakoff− que hoy rechaza de raíz todo lo que suene a finanzas) en lugar de enfrentarse a sus ideas.

Para ilustrar su tesis, que, pese a todo, nos penetra hondo, se acoge a Rousseau. Rara excepción: marcado por infancia y juventud duras y de privaciones materiales, siempre señaló las injusticias ocultas tras la igualdad formal y denunció que los «sistemas financieros hacen almas venales». Fue el primero en describir la «experiencia quintaesencial de la modernidad», correspondiente al «desarraigado extraño a las metrópolis comerciales que aspira a un lugar en ellas y se debate con complejos sentimientos de envidia, fascinación, revulsión y rechazo» (p. 85). Advertía que el amor propio, un impulso por lograr reconocimiento por encima de los demás, inclina al odio y al autoaborrecimiento; y sabía que las escasas recompensas del mérito individual y la competencia no compensan sus altos costes psíquicos. Por eso, como fuente del contrato social, anhelaba –Esparta en mente– una persecución virtuosa del bien común que limitara la individualidad (pp. 86-90). Dada su influencia en los jacobinos, la ruptura con el Ancien Régime se logró con la apelación a una fraternidad y una igualdad tan radicalizadas que difícilmente podrían haberlas firmado ni previsto sus morigerados colegas. Aupó, así, la «cuestión social» que más tarde inquietaría al pensamiento socialista y que, según Hannah Arendt, ya entonces distinguió a la Revolución Francesa de la americana, más pendiente de la libertad política.

En fin, mientras Voltaire y los suyos eran «modernizadores desde arriba» y celebraban la occidentalización de Rusia, Rousseau denunciaba que dicho proceso condenó a los rusos a un doloroso desgarro: debían convertirse en alemanes e ingleses sin poder llegar a serlo, pero sin ser tampoco lo que «estaban llamados a ser» (pp. 92-93).

[Nietzsche] parecía estar reflexionando en torno a este contraste cuando dijo considerar la batalla entre Voltaire y Rousseau como «el problema inconcluso de la civilización» (p. 89).

1789-1848. La reacción idealista: del nacionalismo cultural al nacionalismo político

Del terror retributivo de jacobinos moralistas pasamos al nacionalismo económico y cultural de los románticos alemanes. Como sucedió con Rusia, el impulso cultural del idealismo provino de un querer seguir los pasos de la Revolución Francesa y no poder. Su denuncia de la agresiva búsqueda de riqueza material y poder a expensas de las dimensiones estéticas y espirituales de la vida humana no procedía tanto de una repulsa de los ideales ilustrados como del «resentimiento y el desdén defensivo de los aislados intelectuales alemanes, a los cuales justificó y fortaleció la retórica de Rousseau» (p. 148).
Romanticismo e idealismo opusieron, «a los ideales cosmopolitas de comercio, lujo y urbanidad metropolitana», la Kultur, que siendo dominio de los «humildes pero profundamente alemanes, habitantes de pequeñas ciudades, sacerdotes y profesores, era un logro superior a la Zivilisation francesa levantada en torno a la sociedad cortesana». Entre los despechados por no ser dignos del prestigio francés destaca Herder y su «búsqueda nativista»: «cada nación habla de acuerdo con la forma en que piensa, y piensa de acuerdo con la forma en que habla» (pp. 149-152).

Fichte, menos tentado que Herder de darle a su nacionalismo una pátina universalista, compuso su nacionalismo étnico transponiendo lealtades religiosas a lealtades políticas. Este paso de nacionalismo cultural a uno político fue respaldado por el sentimiento de humillación tras las derrotas en Jena y Auerstadt. La admiración por Napoleón, espíritu de la historia hecho hombre, mutó en resentimiento e ira. Esto sirvió para apretar las filas en la retaguardia alemana, donde el movimiento nacionalista ya esparcía su trascendental pegamento contra el disolvente moderno: servían recicladas ideas cristianas, como la resurrección, volcada ahora en un renacer glorioso de los pueblos, tras su declive y decadencia.

Con estos mimbres, y tras el fracaso de las expectativas socialistas en 1848, el culto al Volk se prolongó incluso durante la industrialización promovida por Bismarck. Consecuentemente, cuando Alemania alcanzó la altura industrial de Francia e Inglaterra, las identidades forjadas contra la modernidad quedaron súbitamente negadas, desgarradas; muchos fueron señalados por la degeneración moral occidental. Se iba prendiendo la mecha.

1848-1918. Desarrollo comercial y radicalización del desgarro: entre nacionalismo étnico y nihilismo

En Rusia, afrancesada largo tiempo, perduraron las ilusiones. Lo ilustra el Crystal Palace de la novela ¿Qué hacer? (1863), de Nikolái Chernyshevski: éste encarna la defensa de «un futuro utópico, construido sobre principios racionales, de trabajo gozoso, vida comunal, igualdad de género y amor libre» (p. 67). Una utopía paradigmática que no dejaron de hacer suya fascistas o estalinistas. Anhelo, mimetización y reacción de los perdedores de la primera gran globalización en el siglo XIX –redes ferroviarias, puertos, canales, barcos de vapor, líneas de telégrafo, servicios financieros y catorce millones de emigrantes italianos hacia América desde 1870 a 1914– desembocarían en violencias totalitarias y anarquistas.

Por una parte, entre los que prendieron en Alemania la mecha idealista contra los sueños de racionalización emancipadora prometida por el Crystal Palace se encuentra Wagner, que «despreciaba los parlamentos y deseaba que la revolución gestara un líder capaz de elevar a las masas al poder» (p. 181). El anhelo mimético de un Napoléon guiando al pueblo seguía –y sigue− ahí, agazapado entre los iracundos. Y formas de canalizarlo había muchas: desde el nacionalismo «universalista» del italiano Giuseppe Mazzini al conservadurismo de Georges Sorel: harto de «la humillación de las arrogantes democracias burguesas, hoy tan cínicamente triunfantes», y pertrechado de léxico religioso con referencias al honor, la gloria, el heroísmo, la vitalidad o la virilidad, el filósofo francés influyó tanto en Gramsci como en Mussolini, en Ernst Jünger como en Hitler.

Entre los devotos de Mazzini, defendieron sus particulares vías tradicionales hacia la modernidad Lala Lajpat Rai, en India, o Liang Qichao, en China. Sin embargo, al chocar contra la falta de condiciones materiales de posibilidad, los anhelos de modernización frustraban las expectativas de generaciones posteriores: el indio Vinaiak Dámodar Savarkar apostó entonces por fortalecer la identidad del yo hindú por oposición al no-yo musulmán, alejándose de la vía –más ajustada al universalismo mazziniano– escrutada por Mahatma Gandhi. La radicalización del nacionalismo político nació en Alemania, pero pronto saltó a escala mundial.

Por otra parte, otra extendida reacción contra la visión idealizada de la europeización fue abanderada por Fiódor Dostoievski, que en 1864 publicó Memorias del subsuelo, repudiando la visión del progreso de Chernyshevski y aclarando que el interés propio racional es mala base para la acción por lo placenteramente que es desobedecido. Si ligamos la nihilista reacción rusa con Alemania, epicentro de las mechas que se prendieron en el siglo XIX para explotar en el XX y el XXI, encontraremos el mismo talante «debilitador» en la resignación recetada por Schopenhauer ante la ilusión de libertad. Pero mucha más enjundia tiene el giro vitalista (activo) que le imprimió Nietzsche, influido por Dostoievski. Crítico de las abstracciones ilustradas, pero más aún de las ciegas y torpes reacciones nacionalistas, tenía claro que tras la muerte de Dios, no asumida todavía, «ninguno de nosotros es ya material para una sociedad». Convencido de que el nihilismo es condición necesaria para «una raza de espíritus libres», de superhombres que despunten sobre la felicidad bovina, fue quien mejor comprendió el potencial tóxico del resentimiento: del débil brotará odio, agresividad, contra una elite inaccesible.

Una de las más explosivas plasmaciones políticas del nihilismo activo fue el anarquismo de Mijaíl Bakunin. Arrestado y exiliado en Siberia durante más de una década, crítico del idealismo, el nacionalismo y el socialismo, sus tesis calaron hondo en países pobres, desiguales y agrarios como Italia o España. Su defensa de una libertad individual irrestricta anunciaba barricadas callejeras que facilitarían el tránsito de la jaula autoritaria a la arcadia de libertades. Varios atentados anarquistas, incluido el asesinato de un presidente francés, coronaron el siglo XIX. Según Eric Voegelin, con Bakunin se concentra «la existencia en la voluntad espiritual de destruir, sin la guía de una voluntad espiritual de orden» (p. 268)

Una manifestación explosiva, a caballo entre nihilismo y nacionalismo, fue el «darwinismo social» de Herbert Spencer. Logró conjugarse el racismo de los peores nacionalistas con las interpretaciones más burdas de Nietzsche para vaticinar «que una raza de superhombres surgiría después de que la sociedad industrial hubiera cumplido su tarea de deshacerse de los menos aptos» (p. 204). De este poso surgió la vida y obra del poeta italiano Gabriele d’Annunzio, cautivado por la idea nietzscheana del superhombre. Caído en desgracia literaria a causa de deudas y revivido gracias a canciones de guerra, desengañado de la democracia liberal, apóstata del socialismo, afirmaba que «la palabra, dirigida oralmente y de modo directo a la multitud, debe tener como único fin la acción, la acción violenta si fuera necesario» (p. 199). El líder italiano de la Primera Guerra Mundial suministró un modelo para enardecer a las masas por medio de discursos pseudorreligiosos que encandilaron a los jóvenes Mussolini y Hitler.

1950 hasta hoy: de la renovación de la fe moderna al terrorismo

En la estela de la «filosofía de la sospecha» nietzscheana, no han sido pocos quienes, como Heidegger o Foucault, han tratado de denunciar las idealistas abstracciones de la ilustración y las devastadoras consecuencias de un proceso de racionalización burocrática y mercantil que amenaza siempre con regir todo tipo de relaciones interpersonales, amenazando con convertir confianza y solidaridad –sin las cuales no cabe imaginar una sociedad democrática– en moneda de tráfico mercantil.

El consenso internacional apostaba por expandir el «modelo occidental» para ayudar a los países «subdesarrollados». Tras la estela de Walt Whitman Rostow (Las etapas del crecimiento económico) o Samuel P. Huntington (El orden político en sociedades en cambio), la propia ONU bendijo las políticas desarrollistas:

En cierto sentido, un rápido progreso económico es imposible sin ajustes dolorosos. Hay que borrar filosofías ancestrales; desintegrar antiguas instituciones sociales; romper lazos de casta, credo y raza; y frustrar las expectativas de una vida confortable de un gran número de personas que no pueden mantenerse al ritmo del progreso (ONU, 1951).

En uno de esos golpes más efectistas que efectivos, recuerda Mishra la historia de un desarraigado de clase baja de El Cairo, que escribía su tesina sobre planificación urbana, leída luego en Hamburgo. Denunciaba el expolio en una barriada de Alepo por autopistas y altos edificios modernos, y pedía demolerlos y reconstruir sobre modelos tradicionales. Era Mohammed Atta, pocos meses antes de ser informado de que iba a destruir las Torres Gemelas (p. 108).

Resulta interesante la narración de reacciones violentas que se han llevado a cabo fuera de Occidente contra la apisonadora del Progreso. Reacción islamista de Erdogan en Turquía tras las reformas modernizadoras de Ataturk; reacción en la India de Modi tras la reformas modernizadoras de Nehru; reacción en el Irán de Jomeini tras las reformas del sha Yalal Al-e-Ahmad. Reacciones como las descritas en el libro muestran que el fracaso de los sucesivos intentos de «modernización desde arriba» se debe a que ninguna sociedad hace tabula rasa. En todos los casos asistimos al deseo «mimético» de grandes hombres (desde Herder hasta Gandhi, pasando por Yalal Al-e-Ahmad) de acomodarse a las exigencias modernizadoras, seguido de un desengaño: «Gandhi intentó convertirse en un gentleman inglés antes de dedicarse a escribir Hind Swaraj (1909), donde señalaba los peligros de que los hombres cultos de los territorios colonizados imitaran absurdamente las costumbres de sus jefes colonizadores» (p. 127). Todos pasaron a ser conscientes de sus debilidades, pero, pese a todo, muchos de ellos (y sobre todo sus radicalizados sucesores en el cargo) recondujeron su resentimiento con vistas a liderar una nueva intelligentsia, imponiendo remedos como vías propias hacia la modernidad.

Los distintos regímenes conformaron malas copias de Occidente (del cual quedaban más separados por el «narcisismo de las pequeñas diferencias» que por cualquier otra cosa) y acabaron imponiendo a sus súbditos (como en el caso de Jomeini) proyectos «radicalmente modernos». Por supuesto, estas afirmaciones sólo son inteligibles si se ignora el desarrollo democrático y se reduce la evolución social a las maquiavélicas orquestaciones de aspirantes a filósofos-reyes, anhelo, por cierto, que lógicamente puede rastrearse al menos hasta el no muy moderno Platón. Sea como fuere, se colige, como veníamos avisando, que ahora sufren allí los desgarros que ya sufrimos en Europa desde el siglo XIX.

Por lo demás, cuando no es la «mistificación» nacionalista la que demoniza al «otro» (hasta aniquilarlo incluso) y oculta el verdadero origen del sufrimiento con la promesa de hacer al país «otra vez grande», serán las explosiones de terrorismo nihilista en el corazón de Europa las que nos recuerden el potencial venenoso del resentido. Esta segunda vía la inauguró, por cierto, Timothy McVeigh en Oklahoma City el 19 de abril de 1995, asesinando a 168 personas y mostrándonos la existencia –luego confirmada– de un submundo de rabia política, teorías conspirativas y paranoia a punto de estallar. A raíz de sus confesiones, su transición del nihilismo pasivo al nihilismo activo quedaría explicada por frustradas promesas de autonomía y autosuficiencia.

Un islam moderno e irascible

A estas alturas quedaría confirmada la hipótesis de partida. Dada la inmersión de los jóvenes musulmanes en el mundo moderno (muchos socializados en Occidente), su absoluto desconocimiento del islam (como el caso de Abu Musab al Zarqaui), el uso del marketing y las vías de captación, el discurso empleado para legitimarse, etc., el islamismo yihadista no sería más que una prolongación del mismo fenómeno patológico, equivocado y macabro, de huida equivocada de una modernidad asfixiante.

Es indicativo que, desde 2006, Osama Bin Laden pasara a hablar no tanto de la política exterior estadounidense como del calentamiento global y la incapacidad de las democracias occidentales para hacerle frente. Anwar al-Awlaki, influyente predicador yihadista con acento estadounidense, pregonaba que «una cultura global» ha seducido «a los musulmanes, y sobre todo a los musulmanes que viven en Occidente». Tras expandir su mensaje por redes sociales, abandonó Estados Unidos y se lanzó al yihadismo para no ser denunciado por frecuentar prostitutas cuando clamaba contra la fornicación. Abu Musab al Zarqaui, arquitecto del Daesh, huía de un pasado de proxenetismo, tráfico de drogas y alcohol. Omar Mateen era habitual del club gay donde masacró a cuarenta y nueve personas.

Los fanáticos no dejan de sentirse amenazados por un Crystal Palace mundial y sus reacciones «son reflejo o parodia [...] de sus supuestos enemigos, pero a un ritmo acelerado: obedecen a una lógica de reciprocidad y escalada de violencia mimética antes que a cualquier imperativo escritural» (p. 248). Por eso el Daesh, que sería la reacción a la Operación Justicia Infinita y Libertad Duradera, viste a sus víctimas con monos de presos de Guantánamo. Y ello pese a que la privatización de la violencia tenga más visos de destruir el paraíso que de alumbrarlo.

Muchas son las razones por las que este ensayo merece ser leído y atendido. Con buena letra –que ya es una razón–, apunta con tino a la angustia desgarrada de tantos que viven con miedo por un futuro incierto y con falta de autoestima por la impúdica exposición del éxito (¡casi siempre impostado!) de los pares. En una estela benjaminiana («Marx dice que las revoluciones son las locomotoras de la historia. Pero tal vez las cosas sean diferentes. Quizá las revoluciones sean la forma en que la humanidad, que viaja en ese tren, acciona el freno de emergencia»), señala inadaptaciones que, sin duda, han causado y causarán reacciones patológicas y peligrosas. Resulta, además, atractivo bucear por la vida de los grandes hombres; y tiene gracia, pese a todo, comprobar que cuanto más aliviado económicamente se vive, más fácil es confiar en el progreso. Un sesgo fácil de anticipar introspectivamente. Y poco que objetar a la asociación de yihadismo y modernidad: es un error mirar al fenómeno con ojos marcianos que rechacen entablar comunicación (¡incluso la violencia es comunicación!) y se empeñen en una guerra moralista contra los bárbaros (desligada del imperio de la ley, cuya pena o sanción es comunicación). Una estrategia así sólo alimentará las filas de quienes saben cómo apuntarse al victimismo y manejar el marketing como estrategia de captación.

Respecto a las carencias argumentales, el propio autor anticipa algo tímidamente: «seguirán siendo indispensables los análisis materialistas [...], pero nuestra unidad de análisis debe ser también el ser humano irreductible, sus temores, deseos y resentimientos» (p. 39). Vale, pero cabrá contestarle que, puesto que las emociones son en buena medida indesligables de las ideas que nos hacemos del mundo, no podremos evaluar esos «temores, deseos y resentimientos» al margen de los «análisis materialistas» postergados. Que la humillación sea injusta y dispare luchas por el reconocimiento como iguales políticos (democracia), y que el victimismo sea venenosamente autoalimentado y genere odio y exterminio, no constituyen situaciones comparables ni por justificables igual, por más que ambos proyectos se alimenten de resentidos. Deudora de la estrategia del  mismo continuum la reacción romántica y las masacres del Daesh.

Los análisis no están, pero los juicios del autor sí se infieren. Viene aquí al pelo aquel dictum de que «explicarlo todo es justificarlo todo»: uno va ligando cabo tras cabo y, cuando quiere darse cuenta, está reconviniendo a Voltaire porque Al-Zarqaui ha fundado el Daesh. No deja de desconcertarnos durante todo el libro el relativismo de unas premisas que hacen pagar el pato de la falta de democracia precisamente al autogobierno (democracia) y a la autonomía (libertad): los odios, exclusiones y violencias se derivan del intento moderno de institucionalización de un poder que, al carecer necesariamente de refrendo de una autoridad trascendente, y ser «concebido como poder sobre otros individuos», es «inherentemente inestable» y condena a los hombres a un «resentimiento y desazón permanentes» (p. 276).

Radicalizada –y vulgarizada− la dialéctica de la Ilustración, el autor se enroca en la negación del legado occidental, omitiendo sus éxitos, como la reducción de la miseria y la violencia. Lo cierto es que la mayoría de los críticos occidentales pretendían darle la vuelta al predominio cartesiano-kantiano de la razón abstracta y solipsista. ¿Alternativa? Aprehender el mundo (natural y social) desde una razón sumergida en una lengua, encarnada y por eso impura, pero intersubjetiva, aunque escéptica, en todo caso, respecto de una fe en el progreso lineal e indefinido. Pero el maniqueo enfoque que nos ocupa ensalza a dichos críticos al tiempo que los cataloga en las antípodas de la modernidad, allí donde se niega la posibilidad intersubjetiva del punto de vista común, transcultural, universal. Y, por esa pendiente, se corre el riesgo de tirar al niño junto con el agua sucia del baño. Más valdría interpretarlos como profundizadores del proyecto ilustrado −siempre crítico, dialéctico e inacabado; pero siempre preocupado por lo universal−, sin necesidad de arrinconarlos en el irracionalismo6, éste sí, único cierre seguro –y desencadenante de violencias− de la modernidad.

Al menospreciar la modernidad, el autor acaba exculpando a sus enemigos, lo quiera o no; sobre todo si no asoman fórmulas para contener las peligrosas reacciones antimodernas. Y aquí, cuando asoma alguna, se toma pie para afirmar, en un registro un poco cursi, que «la guerra global es también un hecho profundamente íntimo; su línea Maginot discurre por los corazones y almas individuales. Tenemos que examinar nuestro propio papel en una cultura que alienta la vanidad insaciable y un narcisismo vacío» (p. 277). Concluyéndose, de modo algo fatuo, que «el fracaso a la hora de contener la expansión y la atracción de una banda como el Daesh no es sólo militar, sino también intelectual y moral» (p. 290). Sí, claro. ¿Les contendrá mejor la moral feudal?



Milicias yihadistas en Siria



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 5 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Las raíces de la violencia





Las raíces de la violencia en las agresiones de género, el terrorismo supremacista y los ataques yihadistas son un problema cultural y estructural. En el fondo laten las relaciones de poder que separan a hombres y mujeres, a blancos y negros, y a occidentales y musulmanes, dice en un reciente artículo en El País el profesor Enrique Gil Calvo, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

Ahora está casi olvidado porque la onda expansiva del atentado de Barcelona ha tapado cualquier acontecimiento anterior, comienza diciendo. Pero este mismo verano se han sucedido varios fenómenos relativos a la violencia íntimamente asociados. El precedente inmediato fue el atentado de Charlottesville, cuyo asesino empleó idéntico modus operandi que el perpetrado en las Ramblas. Y no era un yihadista musulmán sino un cristiano supremacista blanco. Aquello desató un vendaval mediático provocado por la increíble tolerancia mostrada por Trump. Pero aunque a menor escala local, otro parecido escándalo se produjo en España una semana antes, cuando el presidente canario Fernando Clavijo declaró, al hilo del enésimo feminicidio, que “la violencia machista es un problema de personas individuales”. Pues bien, al margen de la utilización política de esos crímenes por parte de las autoridades, ya sean los gobiernos español y catalán o los presidentes estadounidense y canario, aquí destacaré el hilo conductor de naturaleza sistémica o estructural que vincula entre sí a los tres tipos de terrorismo machista, racista o yihadista.

Lo más corriente es atribuir su causa al fanatismo cultural o al perfil psicológico de autores o víctimas, prescindiendo de otros factores sociales más profundos, entre los que destaca un elemento casi siempre olvidado, como son las relaciones subyacentes de poder. Lo cual equivale a poner la carreta delante de los bueyes, invirtiendo la relación entre causas y consecuencias. Pues estos crímenes no deben explicarse tan solo por los factores individuales o culturales que manifiestan sino por sus raíces estructurales o sistémicas. La causa determinante en última instancia es siempre la insuperable fractura derivada de la desigualdad estructural, en términos de relaciones de poder, que separa a hombres y mujeres, a blancos y negros (o morenos) y a occidentales y musulmanes, por los cuales estos (mujeres, negros y moros) están dominados por aquellos (hombres blancos occidentales).

Analicemos el caso de la pandemia feminicida. Para Clavijo, los crímenes misóginos no tienen causas sociales pues sólo serían una fortuita coincidencia de casos singulares desconectados entre sí. Ahora bien, si esta errónea presunción resulta preocupante es porque inspira no sólo a ciertos cargos públicos como el citado sino a las demás instituciones encargadas de perseguir la violencia criminal. Así ocurre con el Ministerio del Interior, que ha patrocinado oficialmente una macroinvestigación universitaria sobre la violencia de género dirigida por catedráticos masculinos de criminología que sólo utilizan el individualismo metodológico como perspectiva investigadora. Y este reduccionismo criminológico no sólo es ineficaz para explicar la prevalencia de las epidemias sociales sino que además contradice la filosofía sistémica que inspira la vigente Ley contra la Violencia de Género de 2004, expresamente confirmada por el Tribunal Constitucional.

Pero en el caso de la violencia supremacista o yihadista ocurre lo mismo. Los asesinos matan como agentes individuales y lo hacen movidos por razones personales, como no podía ser de otro modo. Es decir, que quien mata no es la misoginia, la xenofobia ni el islam sino los machistas, los racistas, los misóginos. Pero para explicar las causas y la prevalencia de sus crímenes hay que elevarse por encima del reduccionismo individual, buscando factores sociales más amplios. La violencia de género y el terrorismo supremacista o yihadista son un problema no sólo individual sino además cultural y estructural. Por tanto, para contenerla no basta con procesar y tratar a sus agentes individuales, los machistas xenófobos y fanáticos. Eso es condición necesaria pero no suficiente, pues además hace falta intervenir sobre la realidad social, combatiendo tanto los prejuicios culturales como sobre todo la injusta desigualdad institucional.

Si racistas y misóginos matan es en defensa de su propia supremacía que creen amenazada por la progresiva emancipación de las mujeres o las minorías raciales sometidas a su poder. Los hombres acosan, maltratan, violan y matan porque pueden y se creen con derecho a ello, ya que ocupan posiciones revestidas de poder sobre mujeres y migrantes. Víctimas estas que a su vez son acosadas, excluidas, maltratadas, violadas y asesinadas porque no tienen más alternativa que adaptarse a un sistema que las discrimina y las segrega, asignándolas a posiciones inferiores sometidas al poder institucional de los hombres que las rodean. Y en el caso del yihadismo ocurre lo mismo pero a la inversa, pues los muyahidines atentan, masacran y se suicidan para dar testimonio de la barrera excluyente que los segrega y discrimina, en contra de los sagrados valores de libertad igualdad y fraternidad que los occidentales profesamos de boquilla pero contradecimos en la práctica, al mantener y reforzar esas barreras del apartheid supremacista occidental encargado a nuestras instituciones (la doble red público/privada escolar, sanitaria y laboral) o a sus élites neocoloniales subalternas (las monarquías feudales y las dictaduras militares a nuestro servicio) que nos protegen de su presunta amenaza.

Por eso de poco sirve la judicialización individual del problema mientras no se toquen las causas estructurales e institucionales que lo hacen posible. Esa es la razón principal que explica el fracaso de la ley de Violencia de Género de 2004, que si bien en su preámbulo reconoce que se trata de un problema sistémico y estructural, sin embargo en su tratamiento lo reduce a un enfoque judicial y criminológico. Un encuadre individualizador condicionado además a la previa denuncia de las víctimas, lo que en la práctica implica responsabilizarlas de su propia victimación. Y esto, unido a la exclusiva tipificación de los crímenes de pareja (el uxoricidio) como la única violencia de género reconocida, dejando fuera de la ley a todas las demás formas de agresión contra la mujer (acoso, violación, trata, prostitución, etc.), determinó el frustrante desarrollo de la ley. Menos mal que ahora se ha logrado un cierto consenso en torno a la necesidad de reformarla, dando lugar al reciente Pacto de Estado aprobado en el Congreso.

Pero no sin problemas, incluidos los semánticos. Ante todo, se perpetúa la discriminación entre dos formas de violencia contra la mujer, según haya relación de pareja, o no, entre víctima y perpetrador. Contra esta injusta discriminación resulta urgente ampliar el tipo penal para que proteja no sólo a las mujeres privatizadas, propiedad de sus parejas actuales o pasadas, sino también a las mujeres libres y emancipadas sin emparejar, a las que la ley actual ignora dejándolas a su suerte. Y además hay que mantener el concepto de violencia de género frente al eufemismo de violencia machista, para subrayar que estamos ante un problema no tanto cultural como estructural. Pues lo que mata no es el machismo (como tampoco mata el racismo o el islam) sino el género: es decir, la exclusión por sistema de la mujer (o del moro, el negro o el moreno) por el simple hecho de serlo, concluye diciendo.



Dibujo de Eva Vázquez para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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