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jueves, 25 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] A la intemperie





"Un adolescente monta guardia por las noches mientras espera que vuelva el asesino de su madre -comienza diciendo en el A vuelapluma de hoy [Condenadas por insomnio. La Vanguardia, 17/6/20] la escritora Núria Escur-. Se llama Hugo. Le ha dicho a su abuela que no se ­preocupe, que estará bien en el sótano, que también se ocupará a partir de ahora de su hermanita, que deje la bandeja con la comida ahí en la puerta y vuelva arriba, que no se agobie por nada… Y la mujer sube, coge la foto en la que están sus nietos y su hija, la abraza contra su pecho y siente como, en aquella casa, al final, “estábamos condenados a no dormir”.

No quiero ni imaginar lo que habrán pasado, durante el confinamiento, tantas otras mujeres encerradas en pocos metros cuadrados con su agresor. Tal vez para ellas salir a trabajar era la única liberación diaria, algunas han consensuado un gesto con la mano que, por pantalla, puede identificarse como “estoy en peligro”. En cuanto a Hugo, es un personaje ficticio del libro que acaba de publicar Ginés Sánchez, Las alegres (Tusquets), pero estoy segura de que hay Hugos por el mundo y abuelas como las que analiza, cuyo dolor se escribe en masculino.

No las conozco personalmente, no he asistido a ninguna de sus reuniones y no me pagan por hablar de ellas. Pero en la última semana he recibido tantos inputs sobre la labor de un colectivo que se va ( brutal es el adjetivo más repetido) que me parecía justo recordarlas. Cierran después de veinticinco años ofreciendo ayuda a mujeres víctimas de violencia de género. Fueron pioneras, referentes, su nombre es ­Tamaia y la precariedad del sistema las ha eliminado.

Como tantos otros centros, asociaciones, cooperativas, círculos y grupos de ciudadanos comprometidos que, juntos y arremangados, se han volcado desinteresadamente en causas perdidas (así les llamábamos en la vieja normalidad ) ya no pueden seguir sosteniendo lo que deberían asumir los entes públicos. Espero que un día sean causas ganadas porque hoy, de momento, último día de luto en Úbeda por la monstruosidad del domingo: hombre mata a su esposa e hijos.

“Ya no queremos continuar a la intemperie. El cuerpo de la entidad, el cuerpo de cada una de las mujeres que formamos el equipo de Tamaia ha dicho basta. Y lo hacemos como una toma de posición política: no queremos sostener aquello que es responsabilidad de las instituciones públicas”, explica una de ellas.

Todas aquellas mujeres a quienes ayudaron a perder el miedo del ruido de unas llaves en la puerta les reconocerán el valor y las horas gastadas. Eso ya no se lo quita nadie".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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domingo, 4 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] Laëtitia o el fin de los hombres





Laëtitia o el fin de los hombres, (Anagrama, Barceona, 2017) comenta la escritora Elvira Lindo en El País, es obra fundamental de la no ficción criminal y es la desgarradora crónica del asesinato y descuartizamiento de una chica de 18 años ocurrido en Francia en 2011. Una lectura imprescindible, añade Lindo.

Hay libros que merecerían ser recomendados con fervor para que el lector atento no se los perdiera, comienza diciendo. Eso es lo que debería ocurrirle a Laëtitia o el fin de los hombres, la desgarradora crónica del asesinato y posterior descuartizamiento de una chica de 18 años que tuvo lugar en Nantes en 2011, escrita por el historiador y sociólogo Ivan Jablonka.

Laëtitia se publicó en octubre pasado en España, pero a mi juicio no se insistió en el hecho de que se ha convertido ya con toda justicia en una de las obras fundamentales de la no ficción criminal. Se la compara con A sangre fría, de Capote. Error: Capote se permitió algunas fantasías que transforman su historia en una novela porque no cumplen con el sagrado compromiso de la veracidad. También se nombra insistentemente El adversario, de Emmanuel Carrère, pero las preocupaciones sociales de Jablonka convierten este trabajo exhaustivo sobre una víctima en algo más que la narración de unos hechos. Este profesor de Historia de la Universidad París XIII obedece a la fidelidad a los hechos de los historiadores y a la atención al entorno vital de la Sociología; su propósito es guiarnos por los territorios poco transitados de los que han sido excluidos del bienestar desde el mismo momento de su llegada al mundo. No es por tanto una obra de ficción, por más que aquellos que pretendan alabarla digan eso de “se lee como una novela” (como si las novelas hubieran de ser por fuerza más inspiradoras), y lo que nos atrae de sus páginas es el puro brillo de la verdad y su consecuente denuncia política. Nos cuenta y al mismo tiempo nos interroga, apela al sentido real de la justicia de los que nos tenemos por justos. Pero tiene algo que le diferencia del trabajo al uso del historiador: Jablonka no pretende ser objetivo, ni frío, ni distante. Él, profesor, cultivado, cosmopolita, parisiense, editor, padre de dos hijas que duermen felizmente cada noche, ama a la niña descuartizada. A lo largo del libro la abraza con sus palabras, la convierte en heroína y casi estoy por afirmar que esa reverencia por Laëtitia Perrais es la verdadera esencia de este elaboradísimo trabajo.

Tal vez fuera el tratamiento que algunos medios televisivos dieron al asesinato de Diana Quer lo que me hizo acercarme a este libro que no me había planteado leer. Si Patrick Modiano ha escrito: “Desvelar ese misterio y esa fosforescencia que se hallan en el fondo de toda persona es cometido del poeta y del novelista, también del pintor”, nuestro autor agrega el oficio del historiador-sociólogo. De esta manera, Jablonka, empecinado en que la historia de Laëtitia no quede en el olvido reconstruye su vida: dos gemelas, Laëtitia y Jessica Perrais, nacen en el seno de una familia pobre, de padre violento y madre enajenada. Son incapaces de hacerse cargo de ellas. Su futuro queda en manos de los servicios sociales. Viven durante un tiempo en un colegio y luego pasan a un hogar de acogida. Visitan a sus padres biológicos los fines de semana.

El autor se pregunta cuánto del destino está escrito si es así la casilla de salida, y de qué tamaño ha de ser el esfuerzo de una criatura para que pueda eludir un destino fatal. Han sido bebés muertas de miedo, niñas aterrorizadas, adolescentes acostumbradas a que los hombres no traten bien a las mujeres. Pero sobreviven, y ordenan sus vidas en la familia de acogida siendo supervisadas por un padre en exceso controlador, que por un lado les da cobijo y por otro les resta libertad. Aprenden a ser camareras y limpiadoras, que es a lo máximo a lo que pueden aspirar niñas que parten desde abajo: a servir a quienes empiezan desde arriba. El autor describe con ternura las canciones que les gustan, la ropa, sus entradas en Facebook, los selfies, todo ese lenguaje que construye su universo juvenil. Laëtitia coquetea con colegas del hotel en el que ha empezado a trabajar, pero un día fatal se cruza con un indeseable, un tipo violento, de infancia también oscura, que sus treinta y pocos años ya ha estado 13 veces en la cárcel, y se deja llevar por él. Cuando trata de dar marcha atrás ya es demasiado tarde. Este suceso provocó una abrumadora atención mediática, también una huelga de los trabajadores de la justicia cuando Sarkozy, aprovechándose de la niña muerta, los señaló como culpables y promovió el endurecimiento de penas. Algo inaudito en Francia: la República socavada desde dentro la República. Sarkozy tomando el micrófono para postularse como el padre que ha de librar a los franceses de los monstruos. Es el presidente quien resulta peor parado de esta historia. Él y el padre de acogida, que también se encendió ante la prensa exigiendo cadena perpetua para los delincuentes sexuales. Poco tiempo habría de pasar para que se supiera que este individuo que vivía del Estado encargado de dar cobijo a niñas desamparadas se había cobrado un extra abusando sexualmente de ellas.

Hay demasiada mitología sobre los asesinos, pero el autor reclama un principio de justicia en el que nos hemos de ver aludidos: “Que nuestra fascinación y nuestra ternura vayan a los inocentes”. Así sea.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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lunes, 20 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Violencia machista: ¿Sólo conducta impropia?





A lo largo de muchos siglos, las mujeres han sido víctimas por el simple hecho de ser mujeres, pero por fin las cosas comienzan a cambiar, escribe en El País nuestro premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa.

Desde que llegué a Estados Unidos hace una semana, comienza diciendo, veo en los diarios y los programas de noticias en la televisión usar el delicado eufemismo “conducta impropia” para los abusos sexuales de todo orden cometidos por productores, artistas, políticos, a quienes el testimonio de sus víctimas está llevando a la ruina económica, el desprestigio social y podría incluso sepultar en la cárcel.

Inició esta estampida el caso de Harvey Weinstein, eminente y multimillonario productor de cine, ganador de todos los premios habidos y por haber, a quien cerca de medio centenar de mujeres, muchas de ellas jóvenes actrices tratando de abrirse camino en Hollywood, han acusado de aprovecharse de su poderío en esta industria para violarlas o someterlas a prácticas indignas. Cuando algunas de sus víctimas lo amenazaban con denunciarlo, el magnate libidinoso usaba a sus abogados para aplacarlas con sumas de dinero a veces muy elevadas. Ahora, Weinstein se ha refugiado en una clínica de Escocia para seguir un tratamiento destinado a enflaquecerle la desmedida libido pero la policía y los fiscales de Nueva York han anunciado que a su vuelta será detenido y juzgado. Entre tanto lo han expulsado de sinnúmero de asociaciones, le han pedido que devuelva muchos premios y, según la prensa, su ruina económica es ya un hecho.

Parecida desventura ha vivido el actor Kevin Spacey, el malvado presidente de House of Cards -Frank Underwood- y exdirector del Old Vic de Londres, que acosaba y manoseaba a los muchachos que se ponían a su alcance. Más de diez denuncias de actores o colaboradores de sus montajes teatrales, a quienes abusó, lo han puesto en la picota. Netflix ha cancelado aquella exitosa serie, lo han expulsado de sindicatos y colegios profesionales, le han retirado premios, anulado contratos y se cierne sobre su cabeza una lluvia de denuncias judiciales que podrían arruinarlo económicamente. Él también, como Weinstein, está ahora en aquella clínica escocesa que sosiega las libidos desorbitadas. Otros actores famosos, como Dustin Hoffman, asoman en estos días entre los famosos de “conducta impropia”.

Un interesante debate ha surgido con motivo de estas denuncias y revelaciones auspiciadas por muchas asociaciones feministas y defensoras de derechos humanos. ¿La celebridad es atenuante o agravante de la falta cometida? Se cita el caso de Roman Polanski, el gran director de cine polaco que, hace varias decenas de años, drogó y violó a una niña de trece años en una casa de Hollywood –que le prestó otro famoso actor, Jack Nicholson-, a la que había citado allí con el pretexto de fotografiarla para una película. Descubierto, huyó a Francia –que no tiene acuerdo de extradición con los Estados Unidos-, donde ha proseguido una muy exitosa carrera de director de cine, coronada por muchos premios y celebrada por los críticos, muchos de los cuales censuran a la justicia norteamericana por perseguir con su vindicta, después de años, a tan celebérrimo creador.

Yo, por mi parte, creo que no hay que mezclar el agua con el aceite y que uno puede aplaudir y gozar de las buenas películas del cineasta polaco y desear al mismo tiempo que la justicia de Estados Unidos persiga al prófugo que, además de cometer un delito horrendo como fue drogar y violar a una niña abusando del prestigio y poder que le había ganado su talento, huyó cobardemente de su responsabilidad, como si hacer buenas películas le concediera un estatuto especial y le permitiera los desafueros por los que se sanciona a todos los demás, esos seres anónimos sin cara y sin gloria que es el resto de la humanidad. Se puede ser un gran creador, como Louis-Ferdinand Céline o como el marqués de Sade, o como el propio Polanski, y una inmundicia humana que atropella y maltrata al prójimo creyendo que su talento lo exonera de respetar las leyes y la conducta que se exige a la “gente del común”. Pero también es verdad que, a veces, el ser muy conocido y figurar mucho en la prensa, despierta un curioso rencor, un resentimiento envidioso que puede llevar a ciertos jueces o policías a encarnizarse particularmente contra aquellos a los que, pillados en falta, se puede humillar y castigar con más dureza que al común de los mortales.

Por eso mismo, el talento y/o la celebridad, que, no está demás recordarlo, no van siempre juntas, debería exigir una prudencia mucho mayor en la conducta de aquellos que, con justicia o sin ella, merecen o simplemente han logrado ser ensalzados y admirados por la opinión pública. Es un asunto delicado y difícil porque la popularidad ciega muy rápidamente a aquellos a quienes favorece –la vanidad humana, ya sabemos, no tiene límites- y les hace creer que de este privilegio se derivan también otros, como una moral y unas leyes que no le conciernen ni deben aplicársele del mismo modo que a esa colectividad anónima, hecha de bultos más que de seres humanos específicos, que los admira y quiere y debería por lo tanto perdonarles los excesos. La verdad es que ocurre lo contrario. Esos seres semidivinos, adorados ayer, mañana están por las patas de los caballos y la gente los desprecia con el mismo apasionamiento con que la víspera los envidiaba y adoraba.

Hace unas pocas horas escuché, en la televisión, a una señora que hace cuarenta años, cuando tenía l4 años, era camarera en un pueblecito de Alabama. Un cliente, que era juez y tenía 34 años –se llama Roy Moore-, se ofreció a llevarla a su casa en su auto. Ella aceptó. En el vehículo, el amable caballero se volvió una bestia, cogió la mano de la niña y la obligó a masturbarlo, explicándole que, si se atrevía luego a protestar y a denunciarlo, nadie le creería, precisamente porque él era un juez y un ciudadano muy respetado en la localidad. La jovencita nunca se atrevió a contar aquella historia, hasta ahora; pero no la olvidó y, decía sin atreverse a levantar los ojos, ella había sido como un gusano que día y noche había vivido con ella royéndole la vida. Ahora, aquel juez es nada menos que el candidato a senador por el Partido Republicano en Alabama y por lo menos cinco mujeres han salido a la televisión a recordar abusos parecidos que padecieron en su juventud o niñez de aquel desaforado juez. Por lo menos en este caso parece que aquellos delitos no quedarán impunes. El propio Partido Republicano le ha pedido al exjuez que renuncie a su candidatura y, si no lo hace, las encuestas pronostican que perdería la elección.

A lo largo de muchos siglos, las mujeres, prácticamente en todas las culturas, han sido víctimas por el simple hecho de ser mujeres, un sexo que, en algunos casos, por cuestiones religiosas, y, en otros, por su debilidad física frente al hombre, eran las víctimas naturales de la discriminación, la marginación y la “conducta impropia” de los hombres, sobre todo en materia sexual. Por fin las cosas comienzan a cambiar, sobre todo en el mundo occidental, aunque en muchas partes de él, como América Latina, la condición de la mujer siga siendo todavía, por el machismo reinante, muy inferior a la del hombre. En otros mundos, por ejemplo en el musulmán o el africano más primitivo, las mujeres siguen siendo ciudadanos de segunda clase, objetos u animales más que seres humanos, a los que se puede encerrar en un harén o someter a mutilaciones rituales para garantizar que tendrán una conducta sexual “apropiada”. Un horror que tarda siglos de siglos en desaparecer.



Dibujo de Fernando de Vicente para El País



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domingo, 19 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Los géneros de la violencia





Tenemos el deber de tomar medidas realmente radicales contra las agresiones machistas, afirma en El País José Lázaro, profesor de Humanidades Médicas en la Universidad Autónoma de Madrid y autor de La violencia de los fanáticos

En memoria de María José y
de las demás mujeres asesinadas
por energúmenos incapaces
de entender que prefiriesen a otro

Los decepcionantes resultados de la lucha contra la violencia de género indican que debemos intensificar y radicalizar el combate contra ella comienza diciendo. El problema es que el propio término apunta a formas de violencia impersonal o genérica, como la violencia machista, la genocida o la terrorista. Pero, ¿se puede considerar impersonal la violencia del bárbaro que asesina a la mujer con la que lleva veinte años viviendo?

A veces se quejan los homosexuales de que cuando uno de ellos es asesinado por su pareja no se le pueden aplicar al asesino las medidas legales vigentes contra la violencia de género, aunque sea violencia de pareja. Y precisar los términos es condición necesaria para profundizar en los conceptos y poder tomar medidas más específicas y efectivas contra los diversos tipos de violencia.

El sintagma “violencia de género” sugiere un agresor que no sabe nada de su víctima, salvo el grupo (o género) al que pertenece. La violencia realmente genérica es la del que mata “rojos”, “fachas”, “judíos”, “herejes”, “infieles”… Quien mata a María José sabe muy bien a quien mata, pues la mata por razones (en parte al menos) personales.

En los últimos años el término “género” ha tomado un sentido que es muy importante y útil; la RAE lo recoge ahora en su tercera acepción: “Grupo al que pertenecen los seres humanos de cada sexo, entendido este desde un punto de vista sociocultural en lugar de exclusivamente biológico”. Pero el término tiene ocho acepciones, que conviven en la lengua cotidiana: desde las más amplias (“clase o tipo a que pertenecen personas o cosas”) hasta las más específicas (“tela o tejido”). De ahí la necesidad de precisar el sentido en que se usa.

Cuando un atracador mata a una agente de policía no lo hace por violencia machista, sino por pura violencia instrumental; no dispara contra una mujer sino contra el uniforme que se interpone entre su pistola y el botín. Es un asesinato impersonal.

Cuando un hombre armado con un cuchillo entró en una iglesia de Madrid y la recorrió mirando al vientre de las mujeres que asistían a misa, hasta que encontró a una embarazada, la acuchilló y siguió su camino en busca de otra, estaba realizando un acto de violencia genérica: lo que le estaba ordenando su delirio era que asesinase a personas del género “mujeres embarazadas”. Para entender las raíces de la violencia humana, la distinción entre la psicótica y la que no lo es resulta tan importante como la distinción entre la personal y la impersonal. Lo dejó muy claro el psiquiatra Enrique Baca en el libro Las víctimas de la violencia.

Hace unos meses una mujer de 28 años declaró a la policía de Almería que su pareja la había agredido. ¿El enésimo caso de violencia machista? La víctima añadió que como él se mostraba “cada vez más agresivo, había cogido un cuchillo de 21 centímetros de hoja para defenderse y que éste se abalanzó sobre el arma y se la clavó”. Él varón fue detenido por violencia de género y la mujer por un presunto delito de homicidio en grado de tentativa.

Es evidente que en la violencia de parejas heterosexuales la mujer casi siempre es la víctima y el hombre el agresor. Pero si queremos aclarar las razones por las que sigue habiendo tanta violencia contra las mujeres y por las que son tan insuficientes las medidas tomadas hasta ahora contra ella hay que partir de esa diferencia cuantitativa para hacer un análisis cualitativo de los aspectos comunes y los elementos diferenciales que se encuentran en los distintos tipos de violencia.

Tenemos una deuda sagrada con las mujeres que han muerto asesinadas por hombres que dormían con ellas. Y tenemos un deber sagrado con las que van a morir si no tomamos contra la violencia machista medidas auténticamente radicales. Pero para tomarlas antes tenemos que aclarar las múltiples y complejas raíces que se ocultan tras la violencia humana. Y para eso hay que empezar por hacer un análisis comparativo de conceptos como violencia de género, violencia doméstica, sexual, machista, instrumental, ideológica, patológica, política, terrorista, religiosa, sádica… Cada tipo de violencia es teóricamente distinto, pero en la vida real no suelen darse formas de violencia puras, sino una gran cantidad de casos heterogéneos y mixtos.





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martes, 5 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Las raíces de la violencia





Las raíces de la violencia en las agresiones de género, el terrorismo supremacista y los ataques yihadistas son un problema cultural y estructural. En el fondo laten las relaciones de poder que separan a hombres y mujeres, a blancos y negros, y a occidentales y musulmanes, dice en un reciente artículo en El País el profesor Enrique Gil Calvo, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

Ahora está casi olvidado porque la onda expansiva del atentado de Barcelona ha tapado cualquier acontecimiento anterior, comienza diciendo. Pero este mismo verano se han sucedido varios fenómenos relativos a la violencia íntimamente asociados. El precedente inmediato fue el atentado de Charlottesville, cuyo asesino empleó idéntico modus operandi que el perpetrado en las Ramblas. Y no era un yihadista musulmán sino un cristiano supremacista blanco. Aquello desató un vendaval mediático provocado por la increíble tolerancia mostrada por Trump. Pero aunque a menor escala local, otro parecido escándalo se produjo en España una semana antes, cuando el presidente canario Fernando Clavijo declaró, al hilo del enésimo feminicidio, que “la violencia machista es un problema de personas individuales”. Pues bien, al margen de la utilización política de esos crímenes por parte de las autoridades, ya sean los gobiernos español y catalán o los presidentes estadounidense y canario, aquí destacaré el hilo conductor de naturaleza sistémica o estructural que vincula entre sí a los tres tipos de terrorismo machista, racista o yihadista.

Lo más corriente es atribuir su causa al fanatismo cultural o al perfil psicológico de autores o víctimas, prescindiendo de otros factores sociales más profundos, entre los que destaca un elemento casi siempre olvidado, como son las relaciones subyacentes de poder. Lo cual equivale a poner la carreta delante de los bueyes, invirtiendo la relación entre causas y consecuencias. Pues estos crímenes no deben explicarse tan solo por los factores individuales o culturales que manifiestan sino por sus raíces estructurales o sistémicas. La causa determinante en última instancia es siempre la insuperable fractura derivada de la desigualdad estructural, en términos de relaciones de poder, que separa a hombres y mujeres, a blancos y negros (o morenos) y a occidentales y musulmanes, por los cuales estos (mujeres, negros y moros) están dominados por aquellos (hombres blancos occidentales).

Analicemos el caso de la pandemia feminicida. Para Clavijo, los crímenes misóginos no tienen causas sociales pues sólo serían una fortuita coincidencia de casos singulares desconectados entre sí. Ahora bien, si esta errónea presunción resulta preocupante es porque inspira no sólo a ciertos cargos públicos como el citado sino a las demás instituciones encargadas de perseguir la violencia criminal. Así ocurre con el Ministerio del Interior, que ha patrocinado oficialmente una macroinvestigación universitaria sobre la violencia de género dirigida por catedráticos masculinos de criminología que sólo utilizan el individualismo metodológico como perspectiva investigadora. Y este reduccionismo criminológico no sólo es ineficaz para explicar la prevalencia de las epidemias sociales sino que además contradice la filosofía sistémica que inspira la vigente Ley contra la Violencia de Género de 2004, expresamente confirmada por el Tribunal Constitucional.

Pero en el caso de la violencia supremacista o yihadista ocurre lo mismo. Los asesinos matan como agentes individuales y lo hacen movidos por razones personales, como no podía ser de otro modo. Es decir, que quien mata no es la misoginia, la xenofobia ni el islam sino los machistas, los racistas, los misóginos. Pero para explicar las causas y la prevalencia de sus crímenes hay que elevarse por encima del reduccionismo individual, buscando factores sociales más amplios. La violencia de género y el terrorismo supremacista o yihadista son un problema no sólo individual sino además cultural y estructural. Por tanto, para contenerla no basta con procesar y tratar a sus agentes individuales, los machistas xenófobos y fanáticos. Eso es condición necesaria pero no suficiente, pues además hace falta intervenir sobre la realidad social, combatiendo tanto los prejuicios culturales como sobre todo la injusta desigualdad institucional.

Si racistas y misóginos matan es en defensa de su propia supremacía que creen amenazada por la progresiva emancipación de las mujeres o las minorías raciales sometidas a su poder. Los hombres acosan, maltratan, violan y matan porque pueden y se creen con derecho a ello, ya que ocupan posiciones revestidas de poder sobre mujeres y migrantes. Víctimas estas que a su vez son acosadas, excluidas, maltratadas, violadas y asesinadas porque no tienen más alternativa que adaptarse a un sistema que las discrimina y las segrega, asignándolas a posiciones inferiores sometidas al poder institucional de los hombres que las rodean. Y en el caso del yihadismo ocurre lo mismo pero a la inversa, pues los muyahidines atentan, masacran y se suicidan para dar testimonio de la barrera excluyente que los segrega y discrimina, en contra de los sagrados valores de libertad igualdad y fraternidad que los occidentales profesamos de boquilla pero contradecimos en la práctica, al mantener y reforzar esas barreras del apartheid supremacista occidental encargado a nuestras instituciones (la doble red público/privada escolar, sanitaria y laboral) o a sus élites neocoloniales subalternas (las monarquías feudales y las dictaduras militares a nuestro servicio) que nos protegen de su presunta amenaza.

Por eso de poco sirve la judicialización individual del problema mientras no se toquen las causas estructurales e institucionales que lo hacen posible. Esa es la razón principal que explica el fracaso de la ley de Violencia de Género de 2004, que si bien en su preámbulo reconoce que se trata de un problema sistémico y estructural, sin embargo en su tratamiento lo reduce a un enfoque judicial y criminológico. Un encuadre individualizador condicionado además a la previa denuncia de las víctimas, lo que en la práctica implica responsabilizarlas de su propia victimación. Y esto, unido a la exclusiva tipificación de los crímenes de pareja (el uxoricidio) como la única violencia de género reconocida, dejando fuera de la ley a todas las demás formas de agresión contra la mujer (acoso, violación, trata, prostitución, etc.), determinó el frustrante desarrollo de la ley. Menos mal que ahora se ha logrado un cierto consenso en torno a la necesidad de reformarla, dando lugar al reciente Pacto de Estado aprobado en el Congreso.

Pero no sin problemas, incluidos los semánticos. Ante todo, se perpetúa la discriminación entre dos formas de violencia contra la mujer, según haya relación de pareja, o no, entre víctima y perpetrador. Contra esta injusta discriminación resulta urgente ampliar el tipo penal para que proteja no sólo a las mujeres privatizadas, propiedad de sus parejas actuales o pasadas, sino también a las mujeres libres y emancipadas sin emparejar, a las que la ley actual ignora dejándolas a su suerte. Y además hay que mantener el concepto de violencia de género frente al eufemismo de violencia machista, para subrayar que estamos ante un problema no tanto cultural como estructural. Pues lo que mata no es el machismo (como tampoco mata el racismo o el islam) sino el género: es decir, la exclusión por sistema de la mujer (o del moro, el negro o el moreno) por el simple hecho de serlo, concluye diciendo.



Dibujo de Eva Vázquez para El País


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