A Simone de Beauvoir le sorprendieron, ya en 1947, las profundas diferencias que existen entre Estados Unidos y Francia en las relaciones de hombres y mujeres. La cultura francesa, comenta en El País Agnès Poirier, escritora y comentarista política, y autora del libro Left Bank, Arts, Passion and the Rebirth of Paris 1940-1950, de próxima publicación, considera que la seducción es un juego inocuo y agradable.
Igual que los estadounidenses sienten desde hace mucho tiempo cierta fascinación por las francesas y sus actitudes respecto al amor y el sexo, comienza diciendo Poirier, los franceses se han sentido siempre intrigados por las opiniones de los estadounidenses sobre el sexo, las normas sexuales y las relaciones entre hombres y mujeres. Un ejemplo fue Simone de Beauvoir.
En América día a día, que escribió cuando vivió en Estados Unidos en 1947, la autora observaba a sus homólogas estadounidenses con una perplejidad que todavía hoy caracteriza las relaciones entre las mujeres de los dos países. “La mujer americana es un mito”, escribió. “Se la suele considerar una mantis religiosa que devora al varón. La comparación es acertada, pero incompleta”.
En Estados Unidos, Beauvoir tuvo la sensación de que existía una especie de muro invisible entre hombres y mujeres que, en su opinión, no existía en Francia. La forma de vestirse de las estadounidenses, escribió, era “violentamente femenina, casi sexual”. Hablaban de los hombres sin ocultar su animosidad: “Una noche me invitaron a una cena solo de chicas: por primera vez en mi vida no sentí que era una cena de mujeres, sino una cena sin hombres”. Las estadounidenses “no sienten sino desprecio por las francesas, siempre demasiado dispuestas a agradar a sus hombres y demasiado complacientes con sus caprichos, y muchas veces tienen razón, pero la ansiedad con la que se aferran a su pedestal moral es una debilidad”.
Simone de Beauvoir escribiría posteriormente la biblia del feminismo del siglo XX, El segundo sexo, y sus textos, junto con su rica vida amorosa (que incluyó relaciones con alumnos suyos, tanto hombres como mujeres), siguen inspirando hoy las opiniones de las feministas francesas.
Se han sentido ecos de Beauvoir estos días, en la carta abierta publicada en Le Monde y firmada por un centenar de mujeres francesas muy conocidas, entre ellas la actriz Catherine Deneuve y la escritora Catherine Millet, que reclama una actitud más matizada ante el acoso sexual que la que propone la campaña de #MeToo.
“Se quiere acabar con toda la ambigüedad y todo el encanto de las relaciones entre hombres y mujeres”, explicó en la BBC una de las firmantes, la escritora Anne-Elisabeth Moutet. “Nosotras somos francesas y creemos en las zonas grises. Estados Unidos es distinto. Para ellos, todo es blanco y negro, y hacen ordenadores estupendos. Nosotras creemos que las relaciones humanas no se pueden abordar así”. Moutet dice cosas parecidas a las que decía Beauvoir: “En Estados Unidos, el amor se menciona casi exclusivamente en términos higiénicos. La sensualidad solo se acepta de forma racional, que es otra manera de rechazarla”.
En Francia, el escándalo de Harvey Weinstein ha causado tanta impresión como en Estados Unidos, pero de distinta forma. Al principio, muchas actrices francesas —Léa Seydoux, por ejemplo— empezaron a contar públicamente sus historias personales. Poco después de que naciera la campaña de #MeToo surgió un equivalente francés, #BalanceTonPorc (Denuncia a tu cerdo), que se hizo muy popular. Mujeres de todos los orígenes y todos los ámbitos profesionales empezaron a denunciar en Twitter a los depredadores sexuales, a publicar los nombres de antiguos jefes o colegas que presuntamente las habían acosado. El resultado fue una ola de suspensiones y despidos.
Hasta que, unas semanas después, la actitud de Francia empezó a cambiar. Los intelectuales empezaron a expresar su preocupación porque las denuncias estaban yendo demasiado lejos. Catherine Deneuve, en una entrevista televisada, declaró: “No voy a defender a Harvey Weinstein, desde luego. Nunca me gustó. Siempre me pareció que tenía algo inquietante”. Sin embargo, dijo que le parecía estremecedor “lo que está pasando en las redes sociales. Es excesivo”. Y no era la única.
Las recientes exhibiciones de solidaridad entre las mujeres estadounidenses, en la portada de Time y en la ceremonia de los Globos de Oro —donde aparecieron vestidas de negro y con los broches de Time’s Up—, tenían algo que pareció provocar la irritación en Francia. En la carta de hace unos días, las firmantes dicen que les preocupa que se haya puesto en marcha la “policía del pensamiento” y que cualquiera que exprese su desacuerdo sea tachado de cómplice y traidor. Señalan que las mujeres no son niñas a las que se deba proteger. Y añaden algo más: “No nos reconocemos en este feminismo que incluye el odio a los hombres y a la sexualidad”.
Aunque sea un cliché, nuestra cultura, para bien o para mal, considera que la seducción es un juego inocuo y agradable, que se remonta a los tiempos del “amor cortés” medieval. Por eso siempre ha habido una especie de armonía entre los sexos que es particularmente francesa. Eso no significa que en Francia no haya sexismo; por supuesto que sí. Tampoco significa que no critiquemos las acciones de hombres como Weinstein. Lo que pasa es que desconfiamos de cualquier cosa que pueda alterar esa armonía.
En los últimos 20 años, aproximadamente, ha surgido un nuevo feminismo francés, importado de Estados Unidos, que ha adoptado esa paranoia antimasculina que describía Beauvoir y que nos es bastante ajena. Se ha apoderado de #MeToo en Francia y se ha manifestado ruidosamente contra la carta encabezada por Deneuve. Hoy, las mujeres francesas también tienen las cenas “de chicas” que le resultaban tan extrañas a Simone de Beauvoir.
Cuando se publicó América día a día, las estadounidenses se indignaron. La novelista Mary McCarthy no soportó el libro. “Mademoiselle Gulliver en América”, escribió, “que baja del avión como si fuera una nave espacial, dotada de unos anteojos metafóricos, deseosa, como una niña, de probar los deliciosos caramelos de esta civilización lunar tan materialista”.
En muchos aspectos, era fácil reírse de Simone de Beauvoir: tenía un estilo directo, autoritario, confiado, que quizá parecía arrogante a los lectores poco acostumbrados. Pero la reacción epidérmica en Estados Unidos, entonces y ahora, pone quizá de relieve lo acertado de la crítica francesa. Para muchas de nosotras, las palabras de Simone de Beauvoir podrían haberse escrito ayer mismo: “En Estados Unidos, las relaciones entre los hombres y las mujeres son de guerra permanente. Es como si, en realidad, no se gustaran. Como si fuera imposible la amistad entre ellos. Se nota la desconfianza mutua, la falta de generosidad. Su relación, muchas veces, consiste en pequeños agravios, pequeñas disputas, breves victorias”.