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miércoles, 9 de enero de 2019

[A VUELAPLUMA] Sobre identidad y nacionalismo






En recientes estudios sobre el nacionalismo, concretamente sobre el nacionalismo español, apunta con fuerza la tendencia a considerar como una misma realidad nacionalismo y sentimiento nacional, es decir, a considerar que el sentimiento de quienes con más o menos precisión se sienten españoles no es sino una forma de nacionalismo, escribe el abogado José María Ruiz Soroa, nacionalismo que no se percibe como tal por estar amparado y diluido en un Estado de larga duración, por lo que tendería a vivirse poco menos que como “natural” o “de sentido común”. Pero, continúa diciendo, algunos estudiosos consideran, que aunque sea como “nacionalismo banal”, ese sentirse españoles (o vascos o catalanes) es también y en el fondo nacionalismo, con lo cual, prácticamente toda la población sería nacionalista de alguna nación, concluyen. 

Esta idea confunde dos realidades muy diversas y, sobre todo, convierte en inexplicable la existencia y perduración de España como comunidad política. Por un lado, no tiene en cuenta que el nacionalismo incluye necesariamente un elemento dogmático o doctrinal característico, el de la exclusividad. Las naciones de los nacionalistas son por definición excluyentes de cualquier otra, de manera que una persona y un territorio sólo pueden corresponderse con una nación. Esta exclusividad se traduce en la noción de soberanía, entendida a la manera antigua de Bodino: la nación aspira a ser soberana, a constituirse como la última y única fuente de poder constituyente para una sociedad concreta. En términos más concretos, una persona no puede ser a la vez nacionalista española y nacionalista vasca. 

Bueno, pues resulta que muchas personas, dos de cada tres en el País Vasco (tomo los datos del Euskobarómetro de otoño 2018) se sienten a la vez vascas y españolas, aunque sea con intensidad diversa de ambas identidades (igual en la mayoría). Y esta identificación nacional subjetiva se produce tanto entre los sujetos nacionalistas como en los no nacionalistas: el 65,3% de los votantes del PNV se sienten de ambas identidades, sólo el 30,2% se siente exclusivamente vasco. Les ahorro parecidas encuestas de otras naciones, nacionalidades y regiones españolas. Y, ¿qué significa esto? Pues si no me equivoco mucho, significa precisamente que por ser la de nación una realidad social construida o imaginada sobre la base de sentimientos e ideas, no una realidad objetiva derivada de datos naturales, las personas somos perfectamente capaces de sentirnos miembros de más de una nación, de identificarnos como miembros de más de una comunidad simbólica de pertenencia y afectos. La idea de soberanía exclusiva no nos atenaza con su dualismo inexorable porque los sentimientos nacionales no son pura ideología (como sí lo es el nacionalismo) sino una construcción personal lábil y barroca que cada uno construye a su gusto, o al gusto de sus recuerdos e infancias. Sólo cuando a las personas se les fuerza en situaciones de polarización empiezan a construir su sentimiento nacional como exclusivo o antagónico, en situaciones normales pueden hacer perfectamente lo que los nacionalismos no pueden: poseer varias naciones. ¡Y allá cuidados con la soberanía y el poder constituyente, uno no vive cotidianamente en un cielo dogmático! 

La sociedad que habita en ese ámbito territorial que denominamos España se siente mayoritariamente como parte integrante de una comunidad política y cultural muy vieja, pero también de otras más pequeñas comunidades, tanto culturales como políticas, igual de viejas y más próximas a su ámbito de experiencia (no sólo naciones, sino también ciudades y pueblos). Y no encuentra ninguna contradicción en ello porque en general no es nacionalista, sino sólo nacional. Y de varias cosas a la vez. Es más, todos los estudios sobre la cuestión han destacado desde antiguo la elevadísima fuerza que tiene el sentimiento de identificación subestatal en el caso de los españoles, algo llamativamente característico en Europa. No es algo en absoluto exclusivo de las consideradas como naciones propiamente dichas (Euskal Herria o Cataluña), sino que aparece con igual o superior pujanza para Extremadura o León. El español es característicamente muy territorial en sus identificaciones sentimentales, e incluso a veces construye su idea de España no directamente sino a través o por medio de su tierra próxima. 

Si todos esos abigarrados, mezclados y superpuestos sentimientos nacionales fueran de verdad nacionalismo en sentido estricto, España habría dejado de existir hace mucho. Porque serían incompatibles, cada uno reclamando angustiado su plaza exclusiva en ese lugar llamado soberanía y dando codazos eslovenos al otro. Y no es así, lo demuestra la historia. Mientras no se polaricen por la pasión estúpida de los dogmáticos, los españoles convivimos con nuestras variadas pertenencias sin necesidad de recluirnos en nuestras ínsulas. Discutimos sobre la distribución del poder, pero eso es normal en toda sociedad compleja y no nos debe llevar a caer en la unidimensionalidad nacionalista. Es la que peor se adecua a España. Incluso para entenderla.



Plaza de España, Madrid

Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

sábado, 17 de noviembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Cuando la verdad es reaccionaria





Hace ya casi 20 años, escribía hace unos días en el diario El Mundo Félix Ovejero, profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona, Brian Barry, un aseado filósofo político de izquierdas, publicó un vehemente ensayo, Culture and Equality, que removió las aguas habitualmente mansas, cuando no pantanosas, de su gremio. Mostraba su preocupación por el crecimiento exponencial de una producción académica antiuniversalista, defensora de "puntos de vista que apoyan la politización de las identidades de grupo, en los que la base de la identidad común es, según se afirma, cultural". Barry no era el primero en subrayar el cambio de tendencia, la sustitución de los ideales de igualdad y justicia por los de diferencia e identidad. Pero sí en recordar que los responsables no eran sólo aquéllos que, con renovada ornamentación, reciclaban un producto bastante viejo, tan viejo como el historicismo alemán, el nutriente fundamental de las peores ideas -y prácticas- que Europa ha cultivado. Barry también recordaba la existencia de responsables por omisión que, por dejación de sus obligaciones intelectuales, habían contribuido a la proliferación del reciclado mejunje. Él mismo: "A mi manera ingenuamente racionalista, solía creer que el multiculturalismo estaba destinado a hundirse tarde o temprano bajo el peso de sus debilidades intelectuales y que, por lo tanto, era mejor que me ocupara en escribir acerca de otros temas". 

Con esa apreciación Barry confirmaba que, como tantos ilustrados, estaba aquejado del virus hegeliano según el cual la razón siempre triunfa. Una manera como otra de creer en la Divina Providencia. Muy hegeliana, pero poco marxista. Porque las escaramuzas, el ruido y la furia, los cabildeos y las luchas por el poder cuentan mucho en la academia. Sucede sobre todo en disciplinas como las humanísticas, carentes de pautas metodológicas sedimentadas. Cuando faltan los patrones inequívocos de tasación prosperan las miserias humanas. Las miserias, por supuesto, están en todas partes, también en la mejor ciencia, pero la garantía de impunidad allana el camino a los peores productos. Entonces, la mercancía mala acaba por expulsar a la buena. No es que las humanidades convoquen a los tramposos, es que en las humanidades prosperan con más facilidad. Hasta consolidan cátedras y disciplinas. Como en la construcción: no es que los bribones se dediquen al mercado inmobiliario, es que el mercado inmobiliario propicia los bribones.

Han pasado los años y vamos a peor. De vez en cuando alguien levanta la voz y retoma el compromiso de Barry. Así lo hizo el físico Alan Sokal cuando envió a Social Text, revista postmoderna, un texto repleto de incongruencias y farfolla con la única intención de mostrar que todo les daba lo mismo. La revista lo acogió con entusiasmo. Hace poco, en una suerte de Sokal 2.0., tres modestos académicos endosaron 20 delirantes artículos a revistas humanistas serias (género, identidad) que habían rematado en poco más de dos tardes -el tiempo justo de aprender la jerga- y que (casi todas) las revistas tardaron menos tiempo en aceptar. Entre ellos destacaba uno, publicado en la postinera Gender, Place, and Culture, según el cual en los parques para perros rige una cultura de la violación, obviamente heteropatriarcal, una suerte de condensado de la violencia machista. Violencia estructural, claro. 

Pero que nadie se inquiete. Mañana será otro día y los delirios se seguirán impartiendo. Las posiciones están consolidadas y, además, las críticas quedan pronto amortiguadas, entre otras razones porque los académicos pocas veces están a la altura de los principios que dicen profesar. Temerosos de ser acusados de complicidad -por abreviar- con el sistema no están dispuestos a asumir el coste de la discrepancia. Si acaso, entre ellos y cuando nadie los ve, se echarán unas risas antes de acudir a una reunión obligatoria sobre perspectiva de género. Y a otra cosa. Lo saben bien los cultivadores de las nuevas disciplinas que administran las intimidaciones con oficio leninista. Hasta conmueve ver a los economistas abjurar de su sagrada eficiencia para honrar las más insensatas -que las hay sensatas- defensas de la discriminación positiva. Quedan pocos Barry y, puestos a decirlo todo, resulta muy fatigoso dedicarse, en lugar de a contribuir a desarrollar el conocimiento, a desmontar supercherías que, como decía aquel Nobel de Física, ni siquiera son falsas. Como si en las facultades de química se tuvieran que ocupar de desmontar la homeopatía porque en esas mismas facultades se impartiera homeopatía.

En realidad, la cosa se ha agravado. No sólo se trata de que las nuevas humanidades ignoren los resultados de la biología (el dimorfismo sexual), las matizadas conquistas del derecho (la presunción de inocencia), la inferencia estadística y, sobre todo, la elemental distinción entre hechos y valores, es que, además, se muestran dispuestas a prohibir la verdad que, por lo que se ve, ha dejado de ser revolucionaria. No incurro en exceso retórico. Sobran los ejemplos de investigaciones frenadas o acalladas porque disgustan sus resultados. Linda Gottfredson, reputada investigadora en el campo de la inteligencia, vio cómo le cancelaban una charla en Suecia porque su trabajo no satisfacía los estándares éticos de la International Association of Educational and Vocational Guidance, entre los que se incluyen "evitar y trabajar para superar todas las formas de estereotipos y discriminación (como el racismo, el sexismo, etc.)". 

Por supuesto, en su obra no hay nada que contravenga estos estándares. No lo hay porque no lo puede haber, porque se ocupa de resultados empíricos, no de valoraciones: las (indiscutibles) diferencias biológicas no justifican las desigualdades de derechos. Por cierto, sus inquietantes resultados constituyen conocimiento consolidado de la investigación (si tienen dudas echen una ojeada a Top 10 Replicated Findings From Behavioral Genetics, Perspectives on Psychological Science, 2016). No es el único caso. Hace bien poco, presiones políticas llevaron a retirar un trabajo aceptado para publicación que utilizaba un modelo matemático para probar una conjetura razonablemente confirmada, la hipótesis de la variabilidad masculina mayor, según la cual, por resumir, hay más idiotas y más genios entre los hombres que entre las mujeres. A la vista de las barbas de sus vecinos, hasta los economistas, siempre tan prudentes, por no decir dóciles, con la corrección política, han mostrado -a través de la American Economic Association- su inquietud por el estado del patio. Otro día les hablo de una investigadora española que, después de realizar una interesante tesis desde la perspectiva de un feminismo informado empíricamente, ha acabado por abandonar su línea de investigación para poder sobrevivir en el mundo académico. 

Cuando se recuerdan cosas como las anteriores, algunas almas cándidas recomiendan disculpar los excesos: no sería la primera vez en la historia que los oprimidos se pasan de frenada, pero eso no quita para reconocer su condición. No seré yo quien ignore el argumento. Tampoco que en no pocas ocasiones los grupos inequívocamente desfavorecidos merecen una protección especial. Pero invocar ese argumento en un debate de ideas está fuera de lugar. Tariq Ramadan, el filósofo político islamista, no es un parado de una banlieue, sino un académico formado en las mejores universidades del mundo. Judith Butler imparte su doctrina feminista en la Universidad de California. No es una emigrante sin papeles. Sus tesis o propuestas no merecen -en ningún sentido- un trato especial. Se han de evaluar como cualquier otra idea del circuito intelectual. Sus ideas son suyas, no las de ningún colectivo desamparado. Es obsceno arrogarse el monopolio de la voz de los desprotegidos y, a la vez, reclamar para sí la protección de éstos para vetar las críticas. Y sobran muestras de que esa operación la practican no pocos a diario: cuando se acallan las discrepancias en nombre del genuino feminismo; cuando las preguntas se despachan como ofensas (homófobas, racistas, sexistas) obviando el fatigoso trámite de argumentar. Al final, los excluidos realmente existentes acaban oficiando como instrumentos de las carreras profesionales de unos cuantos privilegiados, una suerte de involuntaria guardia pretoriana.

Ni investigar el IQ supone defender el racismo ni mostrar las debilidades de la teoría queer equivale a entregarse al sexismo. No es seguro que la verdad sea revolucionaria, pero sí lo es que combatirla es reaccionario. Lo que importa es el afán de verdad. Por cierto, que de eso va literalmente la maltratada cita de Gramsci: "Arrivare insieme alla verità".



Dibujo de Sean Mackaoui para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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martes, 26 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Respeto a los sentimientos, pero a la Constitución también





Los sentimientos no pueden discutirse, pero sí respetarse, y lo que está sucediendo entre Cataluña y España es una cuestión de sentimientos. El día 2 habrá que sentarse con respeto para negociar de lo que sí se puede: poderes, competencias y recursos.

Quien así se expresa, a mi juicio con acierto y prudencia, es José Álvarez Junco (Viella, 1942), escritor e historiador español, catedrático emérito de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Políticos y Sociales en la Universidad Complutense de Madrid. En noviembre pasado publiqué en el blog una entrada sobre su libro Dioses Útiles. Naciones y nacionalismo (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2017), en donde condensa sus investigaciones en torno al tema del nacionalismo, intentando racionalizar un problema histórico-político caracterizado por la emocionalidad.

Esta no es una cuestión de nacionalismo, sino de democracia”, me decía el amigo que presentaba un manifiesto instando a Rajoy a defender la “unidad nacional” con mano dura. Lo mismo, exactamente lo mismo, me podría haber dicho mi amigo catalán inclinado últimamente hacia el independentismo.

Porque el concepto de democracia solo es sencillo en apariencia, cuando decimos que nosotros, los ciudadanos, los gobernados, el pueblo, somos quienes decidimos el futuro de nuestra comunidad. En la práctica, se reduce a la elección periódica de nuestros gobernantes. Pero hay otras decisiones, mucho más importantes, en las que no intervenimos ni hemos intervenido nunca: la principal, la definición del demos, de ese pueblo, nación o comunidad en el que nos integramos. Esa definición no es algo evidente y racional, sino, muy al contrario, algo emocional, que se da por supuesto. Algo que, lejos de ser el resultado de un debate, meditación y decisión democráticos, nos ha venido dado, como producto de la historia, de la formación de las unidades políticas, en la que las claves fueron el azar y la violencia guerrera.

Pocas veces se habrá revelado con tanta nitidez esta trampa como en la actual situación catalana. “Democracia” es precisamente la palabra que a un independentista no se le cae de la boca. Según él, lo que pide es obvio, elemental, en democracia: que el pueblo catalán decida su propio futuro. ¿Por qué se opone “Madrid”, no ya a que sean independientes, sino incluso a que se les pregunte si quieren serlo? Porque el sistema político español no es democrático, sigue siendo franquista. “Cualquier país civilizado” —nos refriega, para más INRI— reconoce este derecho (la verdad es que ninguno lo reconoce). Y, frente a eso, se siente autorizado para rebelarse, infringir esa ley española, impuesta por la fuerza, invocando la voluntad del pueblo catalán, fuente de la soberanía legítima.

Alguien que parta de la presunción contraria, es decir, que el demos es la nación española, usará el mismo razonamiento para llegar a la conclusión opuesta: quien decide el futuro de España es el pueblo español. Algo que, por cierto, ya hizo en 1978. Quien no reconozca el sistema legal establecido entonces, quien actúe al margen de la Constitución, es, por tanto, un antidemócrata. ¿Cómo podría ser democrática una decisión catalana de separarse de España sin tener en cuenta la voluntad del resto de los españoles? ¿Sería acaso respetuoso conmigo cortarme un brazo sin consultarme?

Por supuesto, el independentista catalán replicaría: ¿y de dónde te sacas que yo sea un brazo tuyo? Me estás menospreciando y ofendiendo, como siempre. Tú lo que eres es un nacionalista español, que demuestras el poco respeto que me tienes al reducirme a la categoría de miembro o parte de un conjunto cuya existencia tú te has inventado. Lo dicho: no eres demócrata, no aceptas que las decisiones las tomen los ciudadanos. Pregúntanos, por lo menos.

A este se le podría quizás hacer comprender que su posición también tiene un parti pris previo si se le preguntara por un hipotético referéndum en Cataluña con resultado global favorable a la independencia, pero en el que un territorio (Tarragona, digamos) hubiera votado por permanecer en España: ¿tú aceptarías que ese territorio siguiera siendo español, aunque el resto de Cataluña se convirtiera en independiente? Porque lo democrático, según tú planteas ese principio, es que el futuro de Tarragona sea decidido por los tarraconenses.

A lo cual nuestro independentista contestaría: ah, eso no. Tarragona forma parte de la nación catalana y si Cataluña, como conjunto, decide algo, sus partes deben someterse. En democracia, las minorías se someten a la decisión de las mayorías. ¿Cómo podría cortársele un brazo a Cataluña contra su voluntad? Solo el conjunto de los catalanes puede decidir eso.

Calcaría, pues, la respuesta españolista sobre Cataluña. Y podría ofender a los tarraconenses, a quienes niega la posibilidad de declararse nación y deja, por decreto, reducidos a miembros de un conjunto al que no se molesta en preguntarle si quiere pertenecer.

En realidad, en cuanto a la definición del demos básico que debe tomar las decisiones, ninguno de los dos es un demócrata. Son nacionalistas primero —al dar por supuesto que su demos existe— y demócratas después. La existencia de su nación es un prius, un dato prejurídico, anterior al inicio del proceso racional de toma de decisiones colectivas que legitiman el sistema legal.

Sin embargo, ese dato previo es enormemente peligroso y destructivo. La fragmentación a la que puede llevar la aplicación estricta del principio de que cada colectividad decide su futuro es infinita. Pues si Tarragona puede también declararse nación, decidir escindirse de Cataluña y permanecer en España, el municipio tarraconense X o Z, dominado por los independentistas, puede optar por seguir a Cataluña y no a su provincia. ¿Quién podría obligarles, en términos estrictamente democráticos? ¿Quién puede negarles el “derecho a decidir”, el derecho a declararse nación?

Nadie puede establecer un mapa nítido e indiscutible de los pueblos o naciones existentes en el mundo. Las identidades se mezclan en todas partes. Con lo que el principio de las nacionalidades da lugar a conflictos sin fin. Como comprendieron amargamente quienes trazaron las fronteras europeas al final de la Gran Guerra, aplicar el dogma de la autodeterminación de los pueblos era imposible sin dejar por doquier territorios irredentos y minorías discriminadas. Pese a ello, lo hicieron. Y pavimentaron el camino para la Segunda Guerra Mundial.

La combinación entre nación y democracia es, en realidad, explosiva. La democracia es un principio que puede defenderse racionalmente. La nación, no. Es algo afectivo, arraigado en los estratos emocionales más profundos; como el atractivo de aquellos a los que amamos o las gracias de nuestros hijos o nietos, imposibles de discutir ni argumentar. Pese a esta incompatibilidad, toda democracia necesita apoyarse en una identidad colectiva, una nación, un demos. Esa colectividad básica para la democracia ni fue decidida racionalmente en su origen ni es posible hacerlo ahora. Y como su definición se apoya en afectos y emociones, y no en datos ni argumentos objetivos, los conflictos sobre lo que sea o no democrático son de imposible solución.

Esta es, pues, una cuestión de sentimientos. Y los sentimientos solo pueden ser respetados, no discutidos. Es razonable invocar el cumplimiento de la ley y denunciar las incoherencias o imposiciones del otro. Pero no hay que limitarse a eso; y las leyes deben adaptarse a la realidad social. El 2 de octubre deberíamos sentarnos unos frente a otros, respetándonos e intentando entender nuestras respectivas emociones; y negociando sobre lo único negociable: poderes, competencias, recursos. Esperemos que, para entonces, no haya habido que lamentar desgracias irreparables, termina diciendo.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt




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