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lunes, 20 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Futuro imperfecto



El escritor Stefan Zweig. Foto Life/Getty


El cuidado y la responsabilidad personales son pobres paliativos ante la ausencia de cuidados y de responsabilización de los gobiernos, escribe en el A vuelapluma de hoy [El f]uturo de la nostalgia. El País, 18/7/2020] el periodista Lluís Bassets. 

"Claro que no es una guerra, -comienza diciendo Bassets- pero cerca debemos estar de lo que antaño fueron algunas guerras. Por las cifras de fallecidos y por el percance económico. Y, sobre todo, por esa idea inquietante de un corte con el pasado, un año cero que nos obligaría a comenzar de nuevo, una reconstrucción. La discusión versará sobre cómo debemos reconstruir, sobre los planos del pasado o con planos nuevos, los propios para un futuro que no repita los errores.

Desde hace tiempo, propiamente desde que se impuso una vaga sensación de fin de época, conviene leer El mundo de ayer, de Stefan Zweig, memorias elegíacas que empiezan con una exaltación de la seguridad en la que vivieron nuestras sociedades hasta 1914, cuando todo era sólido y duradero. “El siglo XIX, en su idealismo liberal, estaba sinceramente convencido de que se encontraba en la línea recta e infalible del mejor de los mundos posibles”.

Como lectura para estos tiempos inquietantes, el libro de Zweig sugiere de inmediato los paralelismos. Al igual que el escritor suicida, no sabemos cuándo, ni quiénes, ni cómo, ni tan solo si saldremos de ésta. Los economistas, buenos topógrafos de la vida social, advierten un nivel máximo de incertidumbre. Los epidemiólogos esgrimen el paradigma de la prueba y el error propio de la investigación científica: se refieren a las intervenciones no farmacéuticas, en las que todos somos conejillos de indias. Lo menos que podemos hacer, ante la vulnerabilidad de las personas y la fragilidad de las sociedades, es cuidarnos y ser responsables, de nosotros y de los otros, incluso cuando los Gobiernos no se atreven a asumir sus responsabilidades: mascarillas y distancia.

Cien años más tarde, otro escritor centroeuropeo, Ivan Krastev, anuncia la pandemia de nostalgia que sucederá a la del virus una vez derrotado. “Hay algo perturbador en el mundo de ayer —ha escrito en ¿Ya es mañana? Cómo la pandemia cambiará el mundo (Debate)—. La diferencia entre el pasado y el presente es que nunca podemos conocer el futuro del presente, pero ya hemos vivido el futuro del pasado. Y conocemos el futuro de nuestro pasado; es esta pandemia de covid-19 que hoy sufrimos”.

Primero, vencer a la covid-19, luego, al virus de la nostalgia. Es decir, construir el futuro. Para evitar la oración del vencido entonada por Zweig: “Europa, nuestra patria, para la que nosotros hemos vivido, estaba destruida para un tiempo que se extendía más allá de nuestras vidas”.

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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viernes, 10 de enero de 2020

[NUESTRA EUROPA] ¿Puede confiar Europa en Estados Unidos?



Dibujo de Nicolás Aznárez para El País


Las políticas europeas sobre Washington, escribe Ivan Krastev, presidente del Center for Liberal Strategies, han oscilado entre la grandilocuencia sobre nuestra capacidad para arreglárnoslas solos y la actitud de fingir, aterrados, que todo está como antes, y así, es difícil para Europa volver a confiar en Estados Unidos. 

"En 1991 llegué a Detroit para realizar mi primera visita a Estados Unidos. Mis anfitriones, -comienza diciendo Krastev- de la ya extinta Agencia de Información de EE UU, estaban decididos a mostrarme a mí y a los demás búlgaros del grupo no solo el sueño americano, sino sus puntos débiles. Antes de recorrer la ciudad, nos dieron instrucciones sobre cómo conducirnos en lugares supuestamente peligrosos. Nuestros anfitriones dejaron claro que, si no queríamos convertirnos en víctimas, no debíamos actuar como tales. Caminar por en medio de la calle y mirar nerviosamente a nuestro alrededor con la esperanza de encontrar un policía solo aumentaría la probabilidad de un atraco. Insistían en que no había que olvidarse del terreno que uno pisaba.

Desde la llegada a la presidencia de Trump en 2016, los europeos nos hemos atenido al mismo consejo en materia de política exterior. Nos empeñamos en no parecer víctimas, con la esperanza de evitar así que nos atraquen en un mundo abandonado por el sheriff en el que antes confiábamos.

Mientras Trump insultaba a las instituciones internacionales y abandonaba a sus aliados en lugares como Siria o la península de Corea, los políticos de esta orilla del Atlántico se veían caminando por la cuerda floja: por una parte, quieren protegerse de Washington, que da la espalda a Europa; por otra, no quieren que esa protección aleje todavía más a la Administración de Trump.

En consecuencia, las políticas europeas respecto a Estados Unidos han oscilado entre la grandilocuencia sobre nuestra capacidad para arreglárnoslas solos y la actitud de fingir, aterrados, que todo está como antes. Véase, por ejemplo, cuando el presidente francés Emmanuel Macron proclamó hace poco que la OTAN estaba en situación de “muerte cerebral” y cuando la canciller alemana Angela Merkel no tardó en responder, insistiendo en que la “Alianza sigue siendo vital para nuestra seguridad”.

Durante la reunión de los líderes de la OTAN esta semana en Londres, gran parte de la atención se habrá centrado en los desacuerdos entre Macron y Merkel. Sin embargo, bajo la superficie está surgiendo un nuevo consenso europeo sobre las relaciones transatlánticas que representa un enorme desafío. Hasta hace poco, gran parte de las esperanzas de los líderes europeos iba ligada al resultado de las elecciones presidenciales estadounidenses. Si Trump perdía en 2020, creían, el mundo prácticamente volvería a la normalidad.

Todo eso ha cambiado. Aunque Gobiernos europeos afines a Trump como los de Polonia y Hungría siguen pendientes de las encuestas y cruzan los dedos para que Trump se mantenga cuatro años más en la presidencia, los progresistas europeos están perdiendo la esperanza. No es que ya no les apasione la política estadounidense. Al contrario, siguen con fervor las sesiones del impeachment en el Congreso y rezan por la derrota de Trump. Sin embargo, por fin han comenzado a comprender que una política exterior europea digna de tal nombre no puede basarse en quién ocupe la Casa Blanca.

¿Qué explica este cambio? Puede que a los progresistas europeos no les convenza la concepción de la política exterior de los aspirantes demócratas y que también detecten en su partido tendencias aislacionistas. A los europeos les sigue costando comprender cómo es posible que Barack Obama —quizá el presidente estadounidense más proeuropeo y uno de los más queridos en el Viejo Continente— también fuera el que menos interés tuviera en Europa. (Por lo menos hasta que llegó Trump.)

A los europeos también les da miedo que pueda producirse una confrontación, como las de la Guerra Fría, entre Estados Unidos y China. Según una encuesta reciente del European Council on Foreign Relations, en los conflictos entre EE UU y China, la mayoría de los votantes europeos prefiere mantenerse neutral, sin optar por ninguna de las dos superpotencias. Hay una buena razón: parece que Washington no acaba de apreciar los vínculos económicos entre Europa y China, algo que ha dejado patente el reciente rifirrafe por los planes que tiene el gigante chino de las telecomunicaciones Huawei de construir redes de 5G en el continente europeo.

Sin embargo, dejando a un lado este asunto, yo creo que hay un cambio todavía más fundamental: los progresistas europeos han llegado a la conclusión de que la democracia estadounidense ya no genera consensos de los que emane una política exterior predecible. El cambio de presidente no solo conlleva la presencia de alguien nuevo en la Casa Blanca, sino que, en realidad, también supone la llegada de un nuevo régimen. Si los demócratas triunfaran en 2020 y el timón fuera a parar a un presidente proeuropeo, no hay ninguna garantía de que en 2024 los estadounidenses no eligieran a otro que, como Trump, vea en la Unión Europea un enemigo y que se empeñe en desestabilizar las relaciones con Europa.

La autodestrucción del consenso estadounidense en materia de política exterior ha quedado enormemente de relieve, no solo durante las últimas sesiones relativas al proceso de destitución de Trump, donde se ha asistido a la politización de la política respecto a Ucrania, sino al comprobarse que el espectro de la subversión rusa no provocaba una reacción alérgica en los dos partidos estadounidenses. Cuando a los votantes de Trump se les dijo que el presidente ruso Putin era partidario de su candidato, en lugar de abandonar a Trump comenzaron a admirar a Putin.

Durante los últimos 70 años, los europeos estaban seguros de que, independientemente de quien ocupara la Casa Blanca, la política exterior y las prioridades estratégicas de EE UU serían consecuentes. Hoy en día, puede pasar de todo. Aunque a la mayoría de los líderes europeos les horrorizaron los despectivos comentarios de Macron sobre la OTAN y Estados Unidos, muchos coinciden con él en que Europa necesita una política exterior más independiente. Quieren que el continente desarrolle sus propias potencialidades tecnológicas y su capacidad para realizar operaciones militares al margen de la OTAN.

¿Es posible que la cumbre de la OTAN cambie la actitud de Europa respeto al futuro de las relaciones transatlánticas? En este caso, es más fácil esperar que así ocurra que apostar por el cambio. Inmediatamente después de la Guerra Fría, el vicepresidente estadounidense Dan Quayle prometió a los europeos: “Mañana habrá un futuro mejor”. Se equivocaba. Y los líderes europeos ya están comprendiendo que, en realidad, el futuro era mejor ayer".




La Victoria de Samotracia, Museo del Louvre, París


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viernes, 9 de agosto de 2019

[NUESTRA EUROPA] Cinco paradojas europeas



Dibujo de Eva Vázquez para El País


Aunque la elección de Ursula von der Leyen para presidir la Comisión dé la impresión de que se refuerza la hegemonía alemana en Europa, Berlín ha perdido influencia y eso puede ser peligroso para la UE, escribe el politólogo búlgaro Ivan Krastev, presidente del Center for Liberal Strategies e investigador permanente en el Instituto de Ciencias Humanas Sciences de Viena.

Si tratas de fracasar y lo consigues”, preguntaba el monologuista estadounidense George Carlin, “¿qué es lo que has logrado?”. Lo que responda cada uno a esta pregunta indicará qué piensa de la elección de Ursula von der Leyen como presidenta de la Comisión Europea. En mi opinión, la antigua ministra de Defensa alemana merece dirigir la Unión, pero el turbio proceso de su candidatura ha convertido el deseo de los ciudadanos de tener una UE más democrática y abierta en una broma. El escaso margen con el que ha sido elegida no tiene que ver con sus cualidades de líder, sino con las negociaciones entre bastidores. Lo paradójico es que, si bien los votantes han acudido a estas elecciones europeas pensando más que nunca en los intereses de Europa, las decisiones sobre los altos cargos se han tomado, también más que nunca, pensando en los intereses nacionales.

Varias semanas antes de las elecciones, el sondeo realizado por el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores reveló la suprema paradoja: el hecho de que, aunque la confianza en la Unión Europea (UE) es hoy la mayor de los últimos 25 años, una mayoría de los europeos en todos los países investigados, salvo España, cree que el bloque acabará roto en el plazo de 20 años. No ven ninguna alternativa a la UE, pero eso no quiere decir que vaya a sobrevivir.

En segundo lugar, si bien la Unión Europea no ha logrado resolver ninguna de las crisis que la han desgarrado en el último decenio (la crisis del euro, el conflicto entre Rusia y Ucrania, el Brexit, la crisis de los refugiados), su concatenación ha creado milagrosamente las condiciones que han permitido aguantar a la Unión. Sigue siendo tan frágil como siempre, pero sus posibilidades de resistir son mucho mejores que hace tres años.

Tercero, una consecuencia inesperada del ascenso de los partidos populistas y antieuropeos es que hoy, en Europa, nadie defiende abiertamente la salida de la Unión. Si, hace tres años, había más de 16 partidos en Europa confiados en ganar las elecciones con su plan de salir de la Unión o al menos del euro, hoy el -exit ha dejado de ser una prioridad política. No se sabe si la reconciliación de los populistas nacionalistas con la idea de una Europa unida es una buena o mala noticia, pero desde luego es la noticia.

La cuarta paradoja es que se preveía que las elecciones fueran un referéndum sobre Europa, un choque entre partidos proeuropeos y antieuropeos, pero, a la hora de la verdad, la frontera entre esos dos grupos ha sido la más porosa de todo el continente. La nueva presidenta de la Comisión —que se declara partidaria de una Europa federal— resultó elegida con los votos de algunos partidos antieuropeos (el Movimiento 5 Estrellas italiano, el Partido Ley y Justicia de Polonia), mientras que algunos proeuropeos (los socialistas, los liberales y seguramente algunos diputados conservadores) votaron en contra. Los grupos políticos del Parlamento Europeo tienen tal fragmentación interna, que Bruselas corre peligro de acabar invadida por una disfuncionalidad al estilo del Brexit. Si la elección de la presidenta de la Comisión Europea es indicativa de lo que nos espera, es fácil imaginar que el Parlamento empezará pronto a parecerse al Westminster del Brexit, con unos diputados capaces de formar mayorías de bloqueo pero no de configurar mayorías constructivas.

La quinta paradoja derivada de las últimas elecciones, y probablemente la más importante, es que, aunque la elección de la ministra de Defensa Ursula von der Leyen para la presidencia de la Comisión dé la impresión de que se refuerza la hegemonía alemana en Europa, la realidad es que Berlín ha perdido influencia, y eso puede ser peligroso para la UE. Desde luego, Alemania sigue siendo el miembro con más poder, pero cada vez es menos influyente.

Alemania no es ni tan poderosa como muchos temían en Europa ni tan estable como muchos esperaban, y es probable que la retirada de la canciller Angela Merkel deje aún más al descubierto la nueva vulnerabilidad de Berlín. Los alemanes han disfrutado de unas largas vacaciones de la historia, pero ya se han terminado. En la última década, mientras las sociedades europeas se desgarraban en medio de la angustia y la indignación, los ciudadanos alemanes, en su mayoría, estaban satisfechos con su situación económica. Antes de la crisis de los refugiados, confiaban en los políticos e incluso en los grandes medios de comunicación, y por eso Alemania insistía en mantener el statu quo y hacía oídos sordos a los problemas ajenos. Populismo era una palabra que no tenía traducción allí. En los días de la crisis financiera, había tantas diferencias entre Alemania y sus socios europeos como entre una comedia romántica y una película de terror. Sin embargo, las elecciones legislativas de noviembre de 2017 demostraron que la fantasía se había terminado, y las elecciones europeas de 2019 lo han confirmado.

Fue la llegada de refugiados en 2015 —y el pánico cultural y demográfico que causó— lo que acabó con la excepción alemana. De la noche a la mañana, se ha convertido en un país europeo como los demás. Sus grandes partidos sufren una crisis existencial y la amenaza de extinción. El extremismo está en alza. La confianza de los ciudadanos en las instituciones, en declive. Los que antes eran problemas de otros países de pronto se han convertido también en problemas alemanes. En 2014, a propósito del “momento alemán” que se vivía en la historia (el hecho de que a Alemania le iba bien mientras que todos los demás países europeos estaban mal), Thomas Bagger, uno de los intelectuales políticos más profundos del país y actualmente asesor de Política Exterior del presidente federal, advirtió sabiamente que “el momento alemán tiene la limitación de que es solo alemán, y no un momento europeo”.

La “cuestión alemana” —la influencia excesiva de Berlín en la política europea— ha sido crucial en cualquier discusión sobre el futuro de la UE desde la crisis financiera y el Brexit. Pero el quid de esa cuestión no está en la fortaleza de Alemania, sino en la debilidad que ahora ha quedado al descubierto. La pregunta es saber si Berlín seguirá comprometida con la UE en un momento en el que la capacidad de decisión de Alemania en la Unión ha disminuido y muchos europeos siguen responsabilizándola por un poder que ya no tiene.

Con el modelo económico alemán en crisis como resultado de una conjunción de cambios tecnológicos y geopolíticos, y cuando la sociedad alemana ha perdido la confianza en sí misma, el compromiso de Berlín con la UE no puede darse por descontado.

Los sondeos de opinión de las dos últimas décadas indican que, mientras los Estados miembros de la periferia (tanto España como Polonia) confían en las instituciones europeas porque tienen una profunda desconfianza en sus propias instituciones y clases dirigentes, las sociedades de los Estados miembros que forman el núcleo de la UE (Holanda, Alemania, Francia) tienden a confiar más en sus instituciones nacionales que en las europeas, y su fe en la UE depende de que piensen que sus Gobiernos pueden determinar las políticas europeas.

Hay que preguntarse qué visión va a tener ahora Alemania de Europa, cuando muchos alemanes están poniendo en duda la eficacia de sus propias instituciones y los partidos de la oposición han sido los críticos más feroces de la nueva presidenta de la Comisión (que es alemana); la respuesta definirá la diferencia entre el éxito y el fracaso de la UE.





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martes, 14 de mayo de 2019

[EUROPA] ¿Qué quieren verdaderamente los europeos?





Entre los próximos 23 y 26 de mayo estamos llamados los ciudadanos europeos a elegir a nuestros representantes en el Parlamento de la Unión. Me parece un momento propicio para abrir una nueva sección del blog en la que se escuchen las opiniones diversas y plurales de quienes conformamos esa realidad llamada Europa, subiendo al mismo, de aquí al 26 de mayo próximo, al menos dos veces por semana, aquellos artículos de opinión que aborden, desde ópticas a veces enfrentadas, las grandes cuestiones de nuestro continente. También, desde este enlace, pueden acceder a la página electrónica del Parlamento europeo con la información actualizada diariamente del proceso electoral en curso.

¿Qué quieren verdaderamente los europeos? Europa, hoy, está amenazada por una epidemia de nostalgia. Muchos votantes creen que el mundo pasado era mejor. Tienen miedo de que sus hijos vivan peor que ellos, pero no saben cómo impedirlo, escribe Ivan Krastev, columnista de opinión, presidente del Center for Liberal Strategies, investigador permanente en el Instituto de Ciencias Humanas Sciences de Viena. 

Dentro de dos semanas, comienza diciendo Krastev, los europeos depositarán sus votos para elegir al nuevo Parlamento Europeo. Quien lea los grandes periódicos y escuche a los dirigentes políticos del continente acabará creyendo que el electorado europeo está radicalmente polarizado y los votantes se disponen a hacer una elección trascendental. Estos comicios, nos dicen muchos, son una especie de referéndum. La extrema derecha cuenta con que sean un referéndum sobre la inmigración (o, mejor dicho, sobre la ineptitud de Bruselas para abordarla), mientras que los progresistas y europeístas las conciben como un plebiscito sobre la supervivencia de la Unión Europea. Los estrategas de extrema derecha confían en que las elecciones se parezcan a la victoria de Donald Trump en 2016, y los progresistas esperan que recuerden a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2017 en Francia, cuando Emmanuel Macron derrotó a Marine Le Pen. Ambos bandos, al parecer, están de acuerdo en una cosa: nos encontramos ante una guerra tribal entre populistas-nacionalistas y europeístas comprometidos. Salvo que nada de todo esto es verdad.

Un sondeo electoral detallado de casi 50.000 personas en 14 de los Estados miembros más poblados de la Unión Europea, realizado por la empresa YouGov para el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, ha llegado a la conclusión de que existe una gran diferencia entre la descripción que hacen los medios de comunicación sobre el ánimo de los europeos en vísperas de las elecciones y la realidad.

Eso no quiere decir que la situación sea necesariamente más esperanzadora; sencillamente, es distinta. La idea de la extrema polarización de los votantes encaja en Polonia, donde la división entre el Gobierno nacionalista populista y la oposición es tal que cruzar la línea que los separa es tan improbable como desertar al bando enemigo en una guerra. En el resto de los países, sin embargo, el problema no es que no sea posible cambiar la opinión de los votantes; es que ellos no tienen claro qué opinión tienen.

A medida que se acercan las elecciones, he estado pensando en una frase humorística de un cuento absurdo que recuerdo de cuando era niño: “Lord Ronald no dijo nada; salió corriendo de la sala, montó de un salto sobre su caballo y se fue cabalgando como loco en todas direcciones”.

Una inmensa mayoría de europeos desea cambios, pero ese deseo puede manifestarse de formas muy distintas. En Holanda, por ejemplo, en las elecciones provinciales de marzo, los votantes apoyaron a un partido de extrema derecha y antiinmigración. Ese mismo mes, los eslovacos escogieron como presidenta a una liberal después de muchos años de que su país se considerase un bastión populista inquebrantable. Ambos fueron votos en contra del statu quo, pero ese statu quo, que en Holanda eran los partidos tradicionales, en Eslovaquia lo constituían los populistas.

Lo que está sucediendo no es que los votantes convencionales estén yéndose hacia los extremos, sino que se mueven en todas las direcciones, hacia la izquierda y la derecha, hacia los antisistemas y hacia los partidos tradicionales. El cruce constante de las fronteras ideológicas es una nueva versión de la crisis migratoria. Excepto que, en el caso de la migración de votantes, la tasa de retorno parece ser infinitamente más elevada. Más de la mitad de los que dicen que piensan votar a partidos nuevos dicen también que pueden cambiar su voto. En estas elecciones hay una incertidumbre casi total. De acuerdo con nuestra encuesta, la mitad de la población piensa abstenerse. Al menos el 15% no tiene todavía claro si va a votar. Y entre los que sí lo tienen claro, el 70% está indeciso. Es decir, hay 97 millones de votantes a los que los partidos aún tienen que captar. No obstante, sí puede haber quizá una cosa que une a los votantes de toda Europa.

En 1688, el médico suizo Johannes Hofer acuñó el término “nostalgia” para designar una nueva enfermedad. Su síntoma principal era un ánimo melancólico derivado del anhelo de regresar a la tierra natal. Los que la sufrían solían quejarse de que oían voces y veían fantasmas. Pues bien, Europa, hoy, está amenazada por una epidemia de nostalgia. Los votantes europeos están enfadados, confusos y nostálgicos. Muchos creen que el mundo pasado era mejor, pero no saben con certeza a qué pasado se refieren. Tienen miedo de que sus hijos vivan peor que ellos, pero no saben cómo impedirlo.

La paradoja europea es que sus ciudadanos comparten la convicción de que el mundo pasado era mejor, pero no se ponen de acuerdo en cuál fue esa edad de oro. Los partidos antiinmigración sueñan con la época de los Estados étnicamente homogéneos —como si alguna vez hubieran existido—, mientras que, en la izquierda, muchos tienen nostalgia del sentimiento de progreso que definió la integración europea.

Los electores europeos parecen vacilar entre su deseo de cambio y su nostalgia del pasado. Europa no se divide entre los que creen en Bruselas y los que creen en sus naciones-Estado —el grupo más numeroso es el de los que se muestran escépticos tanto sobre la Unión Europea como sobre la nación-Estado—, sino que está unida por los que tienen miedo de que el ayer haya sido mejor que el hoy y que el hoy sea mejor que el mañana.

Hay que preguntarse si las elecciones parlamentarias europeas van a reforzar la dolencia y a agravar el malestar nostálgico del continente o si van a representar la primera etapa de la recuperación y un giro hacia el futuro. Solo hay una certeza: la frontera entre los grandes partidos proeuropeos y los partidos antisistema euroescépticos es hoy la menos protegida de Europa. Estas semanas van a ser cruciales para hacer que el electorado decida dónde —a qué lado de esa frontera— van a refugiarse las mayorías.






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