Entre los próximos 23 y 26 de mayo estamos llamados los ciudadanos europeos a elegir a nuestros representantes en el Parlamento de la Unión. Me parece un momento propicio para abrir una nueva sección del blog en la que se escuchen las opiniones diversas y plurales de quienes conformamos esa realidad llamada Europa, subiendo al mismo, de aquí al 26 de mayo próximo, al menos dos veces por semana, aquellos artículos de opinión que aborden, desde ópticas a veces enfrentadas, las grandes cuestiones de nuestro continente. También, desde este enlace, pueden acceder a la página electrónica del Parlamento europeo con la información actualizada diariamente del proceso electoral en curso.
¿Qué quieren verdaderamente los europeos? Europa, hoy, está amenazada por una epidemia de nostalgia. Muchos votantes creen que el mundo pasado era mejor. Tienen miedo de que sus hijos vivan peor que ellos, pero no saben cómo impedirlo, escribe Ivan Krastev, columnista de opinión, presidente del Center for Liberal Strategies, investigador permanente en el Instituto de Ciencias Humanas Sciences de Viena.
Dentro de dos semanas, comienza diciendo Krastev, los europeos depositarán sus votos para elegir al nuevo Parlamento Europeo. Quien lea los grandes periódicos y escuche a los dirigentes políticos del continente acabará creyendo que el electorado europeo está radicalmente polarizado y los votantes se disponen a hacer una elección trascendental. Estos comicios, nos dicen muchos, son una especie de referéndum. La extrema derecha cuenta con que sean un referéndum sobre la inmigración (o, mejor dicho, sobre la ineptitud de Bruselas para abordarla), mientras que los progresistas y europeístas las conciben como un plebiscito sobre la supervivencia de la Unión Europea. Los estrategas de extrema derecha confían en que las elecciones se parezcan a la victoria de Donald Trump en 2016, y los progresistas esperan que recuerden a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2017 en Francia, cuando Emmanuel Macron derrotó a Marine Le Pen. Ambos bandos, al parecer, están de acuerdo en una cosa: nos encontramos ante una guerra tribal entre populistas-nacionalistas y europeístas comprometidos. Salvo que nada de todo esto es verdad.
Un sondeo electoral detallado de casi 50.000 personas en 14 de los Estados miembros más poblados de la Unión Europea, realizado por la empresa YouGov para el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, ha llegado a la conclusión de que existe una gran diferencia entre la descripción que hacen los medios de comunicación sobre el ánimo de los europeos en vísperas de las elecciones y la realidad.
Eso no quiere decir que la situación sea necesariamente más esperanzadora; sencillamente, es distinta. La idea de la extrema polarización de los votantes encaja en Polonia, donde la división entre el Gobierno nacionalista populista y la oposición es tal que cruzar la línea que los separa es tan improbable como desertar al bando enemigo en una guerra. En el resto de los países, sin embargo, el problema no es que no sea posible cambiar la opinión de los votantes; es que ellos no tienen claro qué opinión tienen.
A medida que se acercan las elecciones, he estado pensando en una frase humorística de un cuento absurdo que recuerdo de cuando era niño: “Lord Ronald no dijo nada; salió corriendo de la sala, montó de un salto sobre su caballo y se fue cabalgando como loco en todas direcciones”.
Una inmensa mayoría de europeos desea cambios, pero ese deseo puede manifestarse de formas muy distintas. En Holanda, por ejemplo, en las elecciones provinciales de marzo, los votantes apoyaron a un partido de extrema derecha y antiinmigración. Ese mismo mes, los eslovacos escogieron como presidenta a una liberal después de muchos años de que su país se considerase un bastión populista inquebrantable. Ambos fueron votos en contra del statu quo, pero ese statu quo, que en Holanda eran los partidos tradicionales, en Eslovaquia lo constituían los populistas.
Lo que está sucediendo no es que los votantes convencionales estén yéndose hacia los extremos, sino que se mueven en todas las direcciones, hacia la izquierda y la derecha, hacia los antisistemas y hacia los partidos tradicionales. El cruce constante de las fronteras ideológicas es una nueva versión de la crisis migratoria. Excepto que, en el caso de la migración de votantes, la tasa de retorno parece ser infinitamente más elevada. Más de la mitad de los que dicen que piensan votar a partidos nuevos dicen también que pueden cambiar su voto. En estas elecciones hay una incertidumbre casi total. De acuerdo con nuestra encuesta, la mitad de la población piensa abstenerse. Al menos el 15% no tiene todavía claro si va a votar. Y entre los que sí lo tienen claro, el 70% está indeciso. Es decir, hay 97 millones de votantes a los que los partidos aún tienen que captar. No obstante, sí puede haber quizá una cosa que une a los votantes de toda Europa.
En 1688, el médico suizo Johannes Hofer acuñó el término “nostalgia” para designar una nueva enfermedad. Su síntoma principal era un ánimo melancólico derivado del anhelo de regresar a la tierra natal. Los que la sufrían solían quejarse de que oían voces y veían fantasmas. Pues bien, Europa, hoy, está amenazada por una epidemia de nostalgia. Los votantes europeos están enfadados, confusos y nostálgicos. Muchos creen que el mundo pasado era mejor, pero no saben con certeza a qué pasado se refieren. Tienen miedo de que sus hijos vivan peor que ellos, pero no saben cómo impedirlo.
La paradoja europea es que sus ciudadanos comparten la convicción de que el mundo pasado era mejor, pero no se ponen de acuerdo en cuál fue esa edad de oro. Los partidos antiinmigración sueñan con la época de los Estados étnicamente homogéneos —como si alguna vez hubieran existido—, mientras que, en la izquierda, muchos tienen nostalgia del sentimiento de progreso que definió la integración europea.
Los electores europeos parecen vacilar entre su deseo de cambio y su nostalgia del pasado. Europa no se divide entre los que creen en Bruselas y los que creen en sus naciones-Estado —el grupo más numeroso es el de los que se muestran escépticos tanto sobre la Unión Europea como sobre la nación-Estado—, sino que está unida por los que tienen miedo de que el ayer haya sido mejor que el hoy y que el hoy sea mejor que el mañana.
Hay que preguntarse si las elecciones parlamentarias europeas van a reforzar la dolencia y a agravar el malestar nostálgico del continente o si van a representar la primera etapa de la recuperación y un giro hacia el futuro. Solo hay una certeza: la frontera entre los grandes partidos proeuropeos y los partidos antisistema euroescépticos es hoy la menos protegida de Europa. Estas semanas van a ser cruciales para hacer que el electorado decida dónde —a qué lado de esa frontera— van a refugiarse las mayorías.
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