Leopoldo Calvo Sotelo
El pasado 4 de mayo publiqué un sentido comentario de homenaje al expresidente del gobierno de España don Leopoldo Calvo Sotelo en mi anterior y, de momento, comatoso blog "Desde el Trópico de Cáncer" (Primera época). Hoy, desde Ámsterdam, mi querida amiga Ana, me envía el que en la página electrónica de El Confidencial publicó el sábado pasado [Vete en paz, don Leo, escritor. El Confidencial, 10/5/2008] el anónimo articulista conocido por el seudónimo de Incitato (Incitato era el nombre del famoso caballo del emperador Calígula elevado a la condición de senador por su dueño). Me parece una deliciosa historia, por lo qué dice y por cómo lo dice, sobre el buen humor que caracterizaba al expresidente fallecido. Y no me resisto a compartirla con ustedes. Disfrútenla.
Catafalco con los restos mortales de Calvo Sotelo
No me alcanzó el valor, don Leo querido, para ir a tu funeral y menos a tu entierro en Ribadeo, comienza diciendo Incitato. No me gustan esas cosas. Ni siquiera en Ribadeo, que ya es decir. Estoy tan harto de entierros que no pienso asistir ni siquiera al mío. Es lo que decía el gran Luis Sánchez Polack, o sea Tip: "El día en que me muera / quiero estar vivo / para ver si a mi entierro / van mis amigos". Yo no fui al tuyo, buen don Leo, aunque te quería de verdad, y me limité a ver por la tele el impresionante funeralazo que te preparó el presidente Zapatero (fue él, y no Aznar, como se ha dicho por ahí, quien encargó y supervisó, en todos sus detalles, la ceremonia), tu féretro larguirucho envuelto en la bandera nacional, las salvas de ordenanza, las músicas, el desfile y aquello de los militares entrando en el Congreso contigo a hombros. Lo que te habrás reído, no me digas que no. Según eras. Unos militares zarrapastrosos, cutres y antiespañoles estuvieron a punto de truncar, en aquel infausto día de febrero de 1981, tu investidura como presidente del Gobierno (y con ello la voluntad y el futuro de este país), y otros militares, ahí está el asunto, don Leo; muy otros militares, éstos dignos, abnegados, civilizados y constitucionales, te volvieron a meter en el hemiciclo del Congreso por última vez, a paso fúnebre y con todos los honores. El soneto que habrías escrito para descollonarte de la paradoja.
Porque ahí es donde quiero ir, amigo mío. Tú has sido un hombre de vocación frustrada. Triunfaste en casi todas tus empresas, como deseaba el sabio proverbio romano, pero pocos te aplaudimos con auténtica sinceridad en el empeño en que más deseas¬te, aunque fuese casi a escondidas, el reconocimiento: la Literatura. Te lo dije, recuérdalo, aquella noche de febrero de 2006 en que nos encontramos (no nos encontramos, coño; yo fui a buscarte) en la cena que te daban en un hotel de Madrid:
–Presidente, qué pedazo de escritor se ha perdido este país por culpa de la puñetera política, de la banca, de la Renfe, de los explosivos y hasta de las Comunidades Europeas.
–Hombre, Inci… Que tengo tres libros publicados…
–Treinta habías de tener. Y de ellos, seis de poesía burlesca.
–Bah. Yo creo que no lo he hecho tan mal, caramba.
–Sin duda. Es la primera vez en la historia que España disfruta de un jefe de Gobierno capaz de crear sonetos tan magníficamente envenenados que habrían puesto pálido de envidia a Quevedo.
–Venga, venga. Exageras, senador.
–Tú sabes bien que no.
Y claro que lo sabías. Yo acababa de recitar, de memoria y mirándote a los ojos, delante de un centenar de encorbatadísimos ejecutivos (muchos eran antiguos alumnos de la universidad de Yale), una obra maestra absoluta de la poesía satírica en español: aquel soneto que tú, Leopoldo Calvo-Sotelo y Bustelo, clavaste, como una estocada impecable, en la testuz de cierto chisgarabís que fue compañero tuyo en uno de los Gobiernos que presidió Adolfo Suárez, y que comienza así: "Ayer, en su cacatio matutina / que tan píos sermones nos reserva…" No lo reproduzco entero porque no debo repetirme, que a veces se me escapan anécdotas ya relatadas y luego me riñen: esta historia ya la conté aquí hace dos años largos. Y, además, el chisgarabís está vivo, aunque muy mayor y muy pocho, y no es nada agradable hacer sangre (tú nunca la hubieras hecho) de gente que no está en condiciones de, a su vez, desenvainar. Por edad, por circunstancias de la vida… o por falta de talento. Tú, don Leo, te podías comparar a Quevedo, pero el chisgarabís jamás fue Góngora, pobrecito. ¿Meterse ahora con él? "Qué error, qué inmenso error".
Pero no fue sólo aquel soneto magistral. Es que tú, Leopoldo, te lo habías leído todo, caramba, y además lo recordabas. Eso se notaba siempre. Martirizabas a tus amigos y colaboradores, los que te preparaban en Moncloa aquellos que tú llamabas "papeles" sobre los que se habían de construir tus intervenciones públicas. Es que no eras físicamente capaz de no corregir, escolar y puntillosamente, acentos, puntos, comas, puntos y comas y los dos puntos. Una de tus varas de medir a los seres humanos (vara que yo comparto con fervoroso entusiasmo) era la ortografía, y otra, más alta y más dura aún, el dominio de la sintaxis. Fritos tenías a quienes trabajaban en tu Gabinete, y esa fritura logró que varios de ellos escriban hoy como los ángeles y dominen la Preceptiva bastante mejor que el padrenuestro.
El resultado no podía ser otro: tu colección de discursos e intervenciones públicas, que editó la Secretaría de Estado para la Información hace veintiséis años y que me regaló el otro día uno de tus más fieles amigos, es una valiosísima joya no ya política, sino literaria.
Y luego están, no faltaba más, tus libros. Ahora que te has muerto se puede decir esto sin vacilación: el primero de ellos, Memoria viva de la Transición (Plaza y Janés, 1990), es, sin comparación posible, el mejor libro de memorias políticas publicado en España durante todo el siglo XX. Por lo que contaste y, esto sobre todo, por cómo lo contaste. Y mira que los hay buenos, ¿eh? Pero Fraga, que anota cosas importantísimas, hace nada más que eso: anotarlas con una sintaxis y un estilo que te hacen sentir, al leerlo, más o menos como te sentirías tras deglutir tres latas de fabada. Uno de tus más perversos judas, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, escribió una larguísima y muy bien redactada autoexculpación que recuerda mucho al Libro de los Muertos de los egipcios, porque lo único que intenta es convencer al lector de que las cosas sucedieron de un modo totalmente distinto a como en realidad pasaron, y de que él era, hay que ver, más o menos un entrevero de Santa Gema Galgani y Sandokán, pero con gafas muy gordas. Suárez no escribió sus memorias. Aznar no cuenta, porque se las escribieron. A Carrillo le salió una cosa muy interesante pero que parece redactada en tetragramas de canto gregoriano. Guerra lo hizo francamente bien, pero la verdad es que no te alcanza.
Sólo un escritor, un verdadero escritor con una sabiduría, una honestidad y un sentido del humor que muy pocos te reconocen hoy, podía ser capaz de escribir en sus memorias (además del soneto inmortal al chisgarabís) frases como estas: "Me acuso de vanidad, porque pensé durante algunos años que había entendido a Pío Cabanillas". "Me acuso de ser Calvo-Sotelo los lunes, miércoles y viernes, y Bustelo los martes, jueves y sábados, como dijo Alfonso Osorio; y de no haber trabajado bastante los domingos". Otra: "Me acuso de no haber sabido reponer con demagogia los votos que perdía haciendo lo que tenía que hacer". Y la última, last but not least: "Me acuso de haber creído que Nuestro Señor Jesucristo nos enseñó a decir sencillamente, claramente, sí o no a todos… menos a algunos democratacristianos".
Los otros dos libros, Papeles de un cesante (Galaxia Gutenberg, 1999) y Pláticas de familia (La Esfera, 2003) son apenas una muestra luminosa de lo que pudiste regalar a los lectores de no haber sido, como una vez me dijiste (fue en mayo del año pasado), "un escritor frustrado que durante muchos años distrajo su frustración trabajando con rigor en otras cosas". Y qué cosas. Poner en marcha el juicio del 23-F, recurrir la sentencia del Tribunal Militar (que parecía redactada por las madres de los procesados) ante la mucho más dura y honesta Justicia civil, lo cual disolvió como un azucarillo en agua el por entonces temible "ruido de sables" que a todos nos quitaba el sueño; bregar como nadie lo ha hecho por encajar a nuestra difícil y montaraz España de entonces no sólo en la OTAN, trabajo que terminaron los desasnados socialistas mordiéndose el rabo que llevaban entre las piernas, sino sobre todo en aquella Europa adolescente en la que tanto mandaba aquel cabrón con pintas (dicho sea desde el punto de vista español) a quien tú llamabas el emperador Giscard…
Sí, querido Leopoldo, no lo hiciste "tan mal", como tú decías. Qué narices. Fuiste, en mi opinión, un espléndido, decisivo, trascendental gobernante de nuestro país, a pesar del poco tiempo que tuviste para tratar de sosegarlo. Como presidente, fuiste casi tan bueno como escritor hubieras sido de haberle echado más tiempo a los sonetos y a los epigramas. Pero la leyenda urbana eso no lo sabe. Aun hoy te tienen por un tipo gris, soso, cenizo, medio gafe y antipático. Un gilipollas con micrófono episcopal se ha creído que decía una cosa graciosísima cuando te rebautizó, no hace mucho, como "Leotelo Caldo Sopolvo", lo cual da la medida exacta del ingenio de ese innoble bruto salvapatrias. Muy pocos han oído hablar del Leopoldo nocturno, del consumado experto (teórico y nada más, desde luego, porque ahí estaba tu Pili, a la que adorabas con toda tu alma) en señoras de buen ver; del impenitente contador de chistes por completo impublicables, del Calvo-Sotelo aficionado a tascas y tabernas, comedor de cangrejos con los dedos, bailón de salsa. Es que hay que jo…, don Leo, con las leyendas urbanas.
Tú diciéndole al presidente de no sé qué banco (no lo recuerdo bien ahora, o no quiero hacerlo), que te estaba contratando, que no te esperase para trabajar a las ocho y media de la mañana, como a todo el mundo, sino a las nueve y media, porque a ti te sentaba fatal madrugar. Tú de chaval, monárquico juanista apasionado, dándote de leches, en pleno paseo de la Castellana, domingo tras domingo, con los falangistillos del SEU. Tú tirándole los tejos a una chica preciosa nada menos que en el despacho de su señor padre, que era el ministro de Educación, José Ibáñez Martín, que te quería mandar a la cárcel desde allí mismo por montarle huelgas en la Escuela de Caminos (y cuatro años después te casaste con ella, con Pilar). Tú, presidente en visita oficial, comiéndote, supongo que sin respirar, el incalificable mono asado que te hizo servir en Malabo el déspota de Guinea, Obiang, que olía a corrompido desde el pasillo que llevaba al comedor (me refiero al mono) (también). Tú, ya viejo, asegurando, con una socarronería galaica sencillamente genial, que Aznar te parecía muy bien, ¡muy centrista!, pero que de ninguna manera te pensabas apuntar a su partido, que hasta ahí podía llegar la riada.
Y tú, al fin, tumbado, acarreado por los nuevos militares españoles que pisaban, tempo di marcia fúnebre, las alfombras del Congreso que deshonraron Tejero y sus cuatreros vestidos de verde. Sin duda sonreías dentro del cajón. De haberte visto, qué soneto habrías escrito, escritor. Me imagino el principio: "De Tejero los ríspidos bigotes, /antiestéticas cerdas antiguallas, / cenizos cual escoria de fornallas, / negros y bastos como calabrotes, / se quedaron en tristes monigotes / que el tiempo ya olvidó; hoy las batallas…"
Pero no. No voy a seguir. Yo no soy capaz de escribir un soneto ni remotamente comparable a los tuyos, don Leo. Es mejor dejarlo aquí y pasar el tiempo releyendo tus páginas sabias, perfectas, llenas de humor y, a veces, de algo que pudiera parecerse a la melancolía.
Vete en paz, querido amigo. Hiciste bien, muy bien, el trabajo que te tocó hacer en tu larga vida. Es llegada la hora, la medianoche en punto, y tienes derecho al descanso. Te será leve la tierra oscura de Ribadeo. Parte tranquilo, hombre bueno. Tu memoria está bien custodiada. Vete en paz.
La Moncloa (Madrid). Sede de la presidencia del gobierno de España
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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